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Introducción a Palique de Leopoldo Alas Clarín

José María Martínez Cachero





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¿Era Leopoldo Alas un temperamento literario fundamentalmente crítico, es decir, dispuesto para ver los fallos de una obra, empeñado en denunciarlos, celoso de que la verdad resplandeciera siempre? A la hora de conseguir tales propósitos cuentan para él, entre otros recursos, el humor -de la carcajada a la ironía- y la gramática -persecución de los dislates expresivos-; y cuentan desde muy pronto en su vida, si atendemos los dos testimonios siguientes, transmitidos por sendos camaradas suyos.

Estamos en una clase de Retórica y Poética y el profesor recita el soneto décimo de Garcilaso; los versos van saliendo lamentablemente desfigurados: «¡Oh dulcísimas prendas por mi mal halladas, / dulces y agradables cuando Dios quería, / etc.». El alumno Leopoldo Alas responde a cada errata con una ruidosa carcajada; el profesor le anota una falta en la lista. Catorce versos y catorce erratas, catorce risotadas y catorce faltas. (Cinco eran ya suficientes para repetir cualquier asignatura).1 Armando Palacio Valdés recuerda, por su parte, las conversaciones y disputas de un grupo de estudiantes a causa de la ortografía y la sintaxis, la puntuación o el léxico; «en estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas porque les concedía aún mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseedor, según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta arma, que guardaba secretamente, nos infería no pocas veces heridas mortales».2 Contemplémosle, pues, a tan joven edad, lleno de   —8→   irritación por el uso equivocado, cayendo sobre el culpable, sea éste quien sea, con su humorismo a flor de piel o con su diccionario.

Y así habría de hacer en adelante: en sus años madrileños, por ejemplo, de 1871 a 1882. Estudiante de Leyes y de Letras en la Universidad Central; lector en la biblioteca del Ateneo; contertulio del Bilis Club (en una cervecería de la calle del Príncipe); doctorando, primero, y opositor a cátedras, injustamente preterido, más tarde. Alternando con ello, su condición de redactor o de colaborador de varias publicaciones periódicas. En el número de El Solfeo correspondiente al 11 de abril de 1875 estrenó Leopoldo Alas el seudónimo, llamado a hacerse y a hacerle famoso en cuanto crítico literario inmediato, de Clarín; de El Solfeo3 pasó a La Unión.4 Alas escribió abundantemente en el bisemanal Gil Blas;5 y, por estos años, firmó colaboraciones en Revista de Asturias y en La Ilustración Gallega y Asturiana, pues en todo momento mantuvo relación con la que consideraba tierra natal. Finalizando el período madrileño saca sus dos primeros libros: Solos de «Clarín» (1881) y La literatura en 1881 (en colaboración con Armando Palacio Valdés) (1882). ¿Era ya por entonces tan extensamente conocido como hacen suponer estas palabras de Echegaray en el prólogo a Solos...: «¿Quién no conoce a mi buen amigo? ¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de batalla, ya entonando marcha triunfal? [...] Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del arte se habrá encontrado con mi buen amigo»?

La cátedra universitaria (una vez reparado el desafuero   —9→   ministerial de 1878), primero en Zaragoza -sólo el curso 1882-1883-, y desde este último año hasta su muerte, en Oviedo, supuso el remate feliz y seguro de su carrera intelectual, acaso un aumento de prestigio y, también, su forzoso alejamiento de la vida literaria española en el contacto diario y directo con Madrid, capital y núcleo más que exclusivo de ella. Ahora no le sería posible acudir a los estrenos teatrales pero, a cambio, la provincia representaba sosiego, más tiempo propio y una mayor independencia a la hora de pronunciarse, pues «viviendo en Madrid, tal vez un santo podrá ser crítico del todo imparcial [...] la benevolencia es un abismo en que el crítico madrileño cae tarde o temprano [...] Yo no sé lo que sería de mí si algún día vuelvo a ser vecino de la villa [...]; pero mientras vivo ausente de ella quiero conservar mi manera de entender la crítica, y en vez de ablandarme más cada día [...], voy a seguir el dictamen de los que piensan que lo poco que valgo, lo valgo por sincero y claro y hasta duro, ¿por qué no?, con quien lo merece».6

Alternando con la cátedra y con la familia, Leopoldo Alas cumplirá en adelante su labor de comentario y enjuiciamiento de la actividad literaria nacional; por necesidad económica (la cena de los suyos, a la que no alcanza el parvo emolumento profesoral), por no desatender compromisos contraídos y, asimismo, por la seria convicción de que es preciso cada día más seguir en la trinchera crítica, trabajará sin tregua. Escribe para muchos periódicos, pues su condición de crítico respetado, temido y hasta odiado le proporciona una extensa nombradía, pero tantas colaboraciones, más las polémicas y los ataques de que es objeto, los muchos libros que recibe y las numerosas cartas, amén de sus dolencias físicas y de sus pesares íntimos terminan convirtiéndole en un ser desbordado por el trabajo, urgido tristemente: «¡Cuántas veces, por cumplir un compromiso, por entregar a tiempo la obra del jornalero acabada, me sorprendo en la ingrata faena de hacerme inferior a mí   —10→   mismo, de escribir peor que sé, de decir lo que sé que no vale nada, que no importa, que sólo sirve para llenar un hueco y justificar un salario!».7

Asegura Juan Antonio Cabezas8 que, con sus colaboraciones, Clarín llegó a ganar más de 15.000 pesetas anuales hacia mil ochocientos noventa y tantos; la editorial barcelonesa Maucci le pagó muy bien la traducción de la novela de Émile Zola Travail, una de las últimas tareas en que se ocupó Alas. Pero era ésta del dinero una recompensa no excesivamente apetecida por el interesado, deseoso, por el contrario, de leer con calma y a su gusto, de mirar hacia sus adentros más que de bullir y promover algarabía y escándalo.

Una serie de volúmenes críticos, más los ocho Folletos Literarios, irán apareciendo después de 1882 y hasta el mismo año de su fallecimiento (1901: Siglo pasado, libro póstumo). Tuvieron todos ellos buena acogida: comentados públicamente, discutidos; más de uno se reeditará no tardando. Su salida a los escaparates se entremezcla a veces con la de las novelas y los relatos de Alas, menos atendidos por los lectores de entonces, diríase que como aplastados por el peso agresivo y popular de algunas muy divulgadas piezas críticas del mismo autor.

Ese libro póstumo incluye el artículo titulado «No engendres el dolor». ¿Fue el propio dolor físico el que le hizo pensar muy seriamente una noche en el que hubiera podido producir con sus dichos y escritos a más de un prójimo y colega? «El mal que causa tu pluma, el daño que produce tu censura agria y fría en el amor propio ajeno, es cosa tuya por completo; eres creador de algo en el mundo moral; de ese daño, de ese dolor. No engendres el dolor...».9 ¿Quieren decir estas palabras que Clarín, enfermo, desmaya ahora en su empeño de higiene y policía para la república literaria?, ¿significan arrepentimiento de lo que ha venido haciendo? De ningún modo. Es cansancio   —11→   lo que siente, acaso cierta náusea por el espectáculo en torno, tan radicalmente negado a la corrección, e, igualmente, el tener conciencia de que mucho de lo batallado fue como sermón perdido; es decir, y de modo paralelo, un vivo deseo de poder dedicarse a otra obra crítica, más grata (por más satisfactoria para el crítico) y más fácil (por tratarse de una manera efusiva, impresionista, crítica «de alma» para cuya práctica sólo las creaciones relevantes ofrecen pretexto).


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En su número del 29 de junio de 1881 el diario madrileño La Iberia anunciaba la aparición del volumen Solos de «Clarín»; no muchos días después (número del 15-VII) comunicaba a sus lectores que se estaba agotando la edición. Fue un libro de éxito, un muy feliz comienzo.

El autor ha hecho una selección de sus numerosos artículos de crítica literaria inmediata, aparecidos antes en periódicos y revistas (folletones de El Solfeo, por ejemplo). Ha elegido algo de aquello que considera más interesante y perdurable, sea por la obra o el escrito tratados, sea por la doctrina expuesta o por algún otro motivo de importancia; y a su lado hace que figuren piezas harto distintas, donde aparece el ataque frontal, llegando a veces a la crueldad, a títulos y autores de pacotilla pero aplaudidos por el público y por críticos benévolos y desorientados: «Obsérvese que no tengo inconveniente en hablar de la rifa del Pardo, de Pina Domínguez y de otras cosas y personas efímeras, de poco momento, renunciando de este modo a la inmortalidad. [...] barajo en estas páginas nombres de autores, que son como las rosas en lo de vivir l'éspace d'un matin. Escritos muchos de los artículos que siguen a guisa de crónica literaria, háblase en ellos de lo que tuvo pasajero interés; aluden a veces a lo que ya no existe o pasará pronto; [...]».10 Ya asoma aquí el entendimiento «clariniano» de la   —12→   crítica como tarea purificadora; también resulta comprobable en este primer volumen la existencia de dos líneas -seria, la una, y festiva, la otra, diríamos sin demasiado rigor calificativo- en su producción crítica, apuntando a lo que serán los ensayos, las revistas o las lecturas, por un lado, y los paliques, por otro.

El teatro parece ser el género que más insistentemente ocupa la atención de Alas en estos momentos, pero su crítica al respecto recogida en Solos... no es la del revistero de la noche del estreno que, urgido por el tiempo, ha de elaborar sus impresiones de espectador para el periódico del día siguiente; disfruta Alas la excepcional posibilidad de leer lo que han escrito otros colegas,11 de oír lo que se dice,12 de volver a ser, si así lo desea, espectador.13 Era, además, el teatro español de a la sazón campo abundante en piezas disparatadas pero, al menos de momento, triunfadoras y, consiguientemente, ocasión propicia para la burla impiadosa y la reducción al ridículo, único procedimiento viable para tratar de engendros estéticos.14

La novela es otro género literario al que nuestro crítico concede también atención preferente, acaso porque, narrador él mismo, se encontraba en condiciones excepcionales para penetrar en las creaciones ajenas o, tal vez, dado que la novela española de por entonces ofrecía un muy prometedor estado de salud. En el examen de una novela Clarín atiende a los personajes, acción, lenguaje, estilo (por el orden que decimos); si hay lugar para ello se ocupa de la tesis de la novela, bien la que va explícita -caso de El buey suelto-, bien la que él adivina -caso de Marianela-; asimismo, de algún otro pormenor que le sale al paso y que   —13→   cree merece consideración o le da pie para una digresión (es de advertir que tales digresiones son siempre de materia estética, y serias).

Más de una vez se sirve Clarín de lo que podría denominarse método comparativo, si bien éste se aplica a unidades reducidas -una obra frente a otra, un autor frente a otro- y no a conjuntos extensos; es consciente el crítico de los riesgos que se corren con tal práctica -«aunque no es el mejor modo de estudiar el carácter de un autor este procedimiento de las semejanzas y de los paralelos, porque sistemáticamente se extrema el juicio comparativo, [...]»-,15 pero no obstante echa mano de la comparación y, por su conducto, aclara lo oscuro e ilumina lo recóndito. El cotejo entre los dramaturgos Tamayo y Baus (protagonista del artículo) y Juan Ruiz de Alarcón establece un puente por encima de los siglos y tendencias, y revela curiosos parecidos; en un artículo acerca de El comendador Mendoza, novela de Valera, Clarín se permite larga digresión para establecer un paralelo, y no de semejanza precisamente, entre dos personajes femeninos: la Pepita Jiménez, de Valera, y la Gloria, de Galdós, tan distintas en su actitud ante el amor. Tales apareamientos resultan, cuando menos, ingeniosos y muestran, en quien ha tenido la ocurrencia de proponerlos, sensibilidad y cultura.

Acaba de salir a plaza la palabra digresión y debe decirse, tanto respecto al volumen Solos... como a la obra crítica posterior de Clarín, que uno de sus rasgos distintivos es la facilidad con que propende a la divagación más y menos marginal al tema tratado, de asunto y extensión variables. Cuando Alas se coloca ante una creación rica y sugerente, su condición de lector entusiasmado desaloja el rigor del crítico y le arrastra a parajes impensados, donde se produce por algún tiempo el extravío aludido; a veces quedan cosas sin decir o solamente apuntadas (y Clarín, consciente de tal manquedad, lo confiesa), ya que su puesto lo ha ocupado esa peregrinación asistemática. Esto: peregrinación del talento y del temperamento de   —14→   Leopoldo Alas, lector y crítico, a través de la bien provista obra ajena es lo que, de modo impresionista y lírico, suele ofrecernos en frecuentes ocasiones. Por lo que se refiere a Solos... pueden servir de ejemplo ilustrador los artículos dedicados a Recuerdos de Italia, de Emilio Castelar (págs. 73-79), a Consuelo, el drama de Ayala (págs. 81-91), o a Marianela, novela de Galdós (págs. 235-242); ya al final de este último artículo Alas sale al paso de posibles reparos advirtiendo: «No se crea que estoy fuera de mi asunto. Hablo sinceramente de un fenómeno de conciencia real que he experimentado en la lectura de Marianela, [...]».16

La correspondencia de España anunciaba el 4 de marzo de 1882: «Con el título de La literatura en 1881 acaban de publicar los reputados escritores Palacio Valdés y Alas un notable libro compuesto de artículos críticos sobre las producciones dramáticas en el año pasado». Se trata de «un resumen de la vida literaria», de «una especie de crónica de las letras» y sus autores, que caracterizan así su trabajo, aspiran, el editor mediante, a sacar cada año el volumen correspondiente. Alas, por su parte, lo había hecho ya en Solos de «Clarín» y volvería a hacerlo más de una vez, ya que Sermón perdido (1885), por ejemplo, «no es más que una continuación» de estos dos libros precedentes, aunque referidos los artículos que lo integran a un lapso de tiempo superior a un año. La colaboración Palacio Valdés-Alas no volvió a producirse porque el primero de ambos había iniciado por estas fechas de 1881 rumbo definitivo en otro género literario.

El resumen o crónica del año literario 1881 se hace en 31 artículos -16 de Palacio Valdés17 y 15 de Alas-, quienes no solamente se ocupan de «producciones dramáticas», como se dice en el anuncio periodístico antecitado; la poesía lírica y narrativa, la novela, algunos aspectos y sucesos   —15→   de la vida literaria española del momento merecen también su comentario. Leyendo tales artículos se advierte una radical identificación entre sus autores por lo que atañe a intenciones y a procedimientos, de manera que importa más, bastante más, lo común -ofensiva contra toda mediocridad; la ironía, a veces cruel- que lo que les distingue -así: el puntillismo gramatical que asoma en Alas-. Ellos mismos declaran en el breve prefacio: «No carece de unidad el libro, aunque sea obra de dos, porque son condiciones comunes en nosotros la imparcialidad más estricta, la severidad más absoluta, al par que huimos, de común acuerdo también, de las ampulosas lucubraciones de retóricos hueros y seudocientíficos. La verdad desnuda en estilo llano: ésta es nuestra divisa».

La situación literaria española contemporánea resulta harto deficiente y es necesario que alguien (como hacen los autores de este volumen) se proponga atajar el mal desenmascarando y ridiculizando, llamando la atención sobre lo poco de valioso y digno que aún existe; unas claras palabras escritas por Alas, pero cuyo espíritu alienta asimismo en la parte debida a su colega, nos avisan: «Todo está mal; pero sobre todo la vida intelectual, que ha pocos años dio algunos pasos hacia adelante, pero que ahora vive en la anarquía mansa de la indiferencia, sin leyes de lógica ni de buen gusto. Para mayor tristeza, en tal o cual ramo del saber, en tal o cual género de literatura se destacan algunos ingenios de poderosa fuerza, de clara y determinada personalidad, original y grande: mas ¡ay! que les falta el medio ambiente que para la vida necesitan: fáltales un público adecuado, capaz de comprenderles y estimarles en lo que valen. Por eso no hay contradicción en hablar de triste decadencia, y al mismo tiempo señalar en algunos hombres facultades de excepcional valor, no superadas acaso por los que pertenecieron a tiempos más favorables para la vida del talento».18 (Con el paso del tiempo y la perduración de tales dolorosas circunstancias hemos de ver cómo una parte del esfuerzo de Clarín se dirigirá a la creación   —16→   de ese medio ambiente adecuado y al elogio de esos contados compatriotas de valor excepcional).

Leopoldo Alas, a quien acabamos de ver en Solos... tomándose tiempo para hablar de los estrenos teatrales, advierte ahora (pág. 146) que otro tanto hace -«meditar despacio»- cuando se enfrenta a obras importantes y significativas; «por el contrario, cuando se trata de pararle los pies y los consonantes a un poeta chirle, me gusta acudir de los primeros y a las primeras campanadas, con la bomba de apagar inspiraciones hueras». Las tales inspiraciones se apagan (eso pretende nuestro crítico) sirviéndose del humor y llegando a la reducción al ridículo del objeto literario en cuestión; así se producen artículos tan regocijantes y crueles como «Versicultura. Grilus vastatrix» -contra el bullidor poeta Antonio Fernández Grilo, no poco celebrado por algunos contemporáneos-, o «Un tomo de tomo y lomo» -las ochocientas páginas de versos del vate zaragozano señor Marín.

El cruel regocijo afecta solamente a los frutos averiados y claro está que no llega a la persona humana de los escritores. Alas puede vapulear, y con no mucho esfuerzo, La justicia del acaso, drama en verso de Emilio Ferrari, pero bien se echa de ver cuánto lamenta verse obligado, por honestidad profesional, a hacerlo, y llama «simpático» al novel e inexperto autor y declara estimarle de veras;19 páginas más adelante hace otro tanto con José Fernández Bremón -«hombre discreto, afabilísimo, escritor elegante e ingenioso, buen amigo [...]» (pág. 173)-, metido también a dramaturgo.

El joven crítico Clarín, bien lejos de cualquier especie de tradicionalismo inmovilista, se muestra partidario del avance que trae consigo el progreso y que hace que cada época tenga sus peculiares maneras, relativamente originales, de entender y practicar el arte. En el preciso momento de este volumen es en la novela -«la forma literaria   —17→   más propia de nuestro tiempo» (pág. 132)- donde el avance aparece más relevantemente por obra y gracia del naturalismo, cuestión disputada, objeto de incomprensiones y denuestos, pero fermento innovador y benéfico; Clarín apuesta, cara al futuro, a favor del naturalismo sin exageraciones combativas y sin degradaciones inoportunas, pues «llevando, como lleva, en su fondo, grandes elementos de adelanto, grandes verdades, va ganando terreno, y llegará a triunfar» (pág. 132).

Menéndez Pelayo escribía a don Juan Valera desde Madrid, el 4 de noviembre de 1885, comentando la aparición ese mismo año del volumen «clariniano» Sermón perdido: «El mismo Clarín acaba de publicar un tomo de artículos críticos donde hay cosas, a mi entender, excelentes». Son artículos de extensión desigual y vario tema, entre los cuales figuran algunos -«Vicios» e «Historias naturales»- muy parecidos a relatos breves; publicados entre 1882 y 1884 y motivados por hechos recientes: libros, recitales poéticos en el Ateneo de Madrid, discursos académicos, etc. La situación de la república literaria española continúa siendo la misma y su rutinario mantenimiento es lo que hace a Clarín pensar más desoladamente acerca de la inanidad de su esfuerzo, sermón perdido -(la crítica era para él sacerdocio, y la predicación frecuente, el escribir en los periódicos, procedimiento de que habían de valerse sus ministros)- en un país en el que no se lee, no se atiende a la calidad auténtica y pasan como válidos, aunque sea por breve tiempo, productos peligrosamente dañados: «pensándolo bien, he venido a comprender que todo lo que sea abogar por el buen gusto y demás fueros del arte es predicar en desierto, si en España se predica. Sermón perdido será, por consiguiente, cuanto sigue, porque ni los malos escritores de quien digo pestes más adelante se enmendarán, ni a los buenos a quien alabo y pongo sobre mi cabeza han de respetarlos más el vulgo y los criticastros porque yo se lo mande».20

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La novela, en razón sobre todo de que nos encontramos ahora en una década esplendorosa de su cultivo en España, es el género literario que ocupa más y mejores páginas en este conjunto misceláneo. Galdós -con Tormento-; el Pedro Sánchez, de Pereda, novela que convence plenamente al crítico; la Pardo Bazán -con La tribuna-; o su entrañable amigo Palacio Valdés, lo que supone para el crítico «la obligación de no poder dar rienda suelta a la alabanza» (pág. 130) -autor de Marta y María y El idilio de un enfermo-, son los protagonistas de otros tantos artículos. (Por las fechas de salida deSermón... Leopoldo Alas acaba de incorporarse con La Regenta a semejante conjunto de narradores).

En el artículo dedicado a La tribuna, compuesto y publicado tras el que trata de Pedro Sánchez, Clarín advierte, burlonamente, que, liberal y enemigo de los neos, no se ha pasado con armas y bagajes al campo de éstos como pudieran hacer pensar a lectores deficientes y sectarios tales elogios a autores que puede que sean hasta carlistas. Es claro que la honestidad profesional del crítico ha de estar por encima de circunstancias extraestéticas.

De nuevo comparece en un volumen «clariniano» el escritor Emilio Ferrari, ahora como poeta narrativo a quien se debe el poema Pedro Abelardo, tan estruendosamente celebrado a su lectura en el Ateneo madrileño la tarde del 22 de marzo de 1884: tan rotunda y unánimemente aplaudido en los días siguientes en las columnas de la prensa por los revisteros al uso y por gentes que no lo eran, como Antonio Cortón, Luis Alfonso, Fernanflor, Fernández Bremón y Emilio Castelar. Nuestro crítico sale al paso del ambiente creado en torno a obra y poeta, no por afán de singularizarse, no por molestar al autor así encumbrado, sino de acuerdo con su propósito de corregir exageraciones, situando cada cosa en el lugar que le corresponda: «¿A qué viene el artículo? A combatir los excesos de la crítica, que ha dicho que el Pedro Abelardo ponía a su autor a la altura de Campoamor y de Núñez de Arce; a combatir a quien ha dicho que por lo que respecta a la forma, Ferrari no   —19→   tenía necesidad de maestros, pues ya cincelaba como un Benvenutto Cellini».21

El artículo en cuestión es un detenido examen (47 páginas; Pedro Abelardo tiene unas 50) del poema de Ferrari. Como Clarín no lo estima obra valiosa echará mano frente al mismo del recurso humor, y una y muchas veces se burlará de dichos, incorrecciones e ignorancias que encuentra en su repaso. El análisis camina despaciosamente, aplicado de ordinario a pequeñas unidades significativas (un verso, menos de un verso, unos cuantos versos); troceado así el poema, quebradas sus junturas de sentido, desprovisto cada sector del apoyo prestado por sus fronterizos es fácil hallar pretextos para la irrisión. Nuestro crítico, tan poco dado a inflexibles normativas, tan enemigo de la Academia de la Lengua, con la gramática y el diccionario oficiales bien sabidos y manejados convierte en cuestión de lesa literatura todo género de caídas semánticas y sintácticas; al término del parcelario recorrido parece como si la superior unidad del poema hubiese quedado reducida a cenizas.

Nueva campaña, cuarto volumen de la serie que estamos considerando, salió en la primavera de 1887 y fue recibido del siguiente modo por el director del semanario Madrid Cómico: «Es un libro que tiene mucho que leer; el prólogo, justificando el título, haría la reputación de Leopoldo Alas si obras anteriores no la hubieran hecho; pero en fin, si esta colección de artículos de crítica no es el sacramento del Bautismo, es el de la Confirmación, con el cual nuestro querido colaborador obtiene la reválida de primer crítico español».22 En Madrid Cómico, precisamente, habían visto la luz por vez primera algunos de los artículos del volumen, que reúne trabajos compuestos durante el bienio 1885-1886 (según se declara en la portada), enlazando así con Sermón... Entre uno y otro título ha iniciado Clarín la publicación de sus Folletos Literarios, de los cuales habían   —20→   salido ya cuando menos los dos primeros: Un viaje a Madrid -primavera de 1886- y Cánovas y su tiempo -febrero de 1887.

Nuestro crítico sigue, muy honestamente, en su sitio, difícil lugar a prueba de amistades y enemistades, de polémicas y aplausos, de incidentes graves incluso, como el que le ha sucedido con el dramaturgo Pedro Novo y Colson por mor del duro repaso «clariniano» a su pieza El archimillonario.23 Pero como «no escribo críticas para pagar amistades del alma, que éstas las pago con cariño» (página 144), y como, paralelamente, tampoco las compone para satisfacerse posibles malhumores, helo aquí manteniéndose fiel a sí mismo y a la misión que se ha impuesto; ocurre, por otra parte, que la tenebrosidad o negatividad del panorama oteado no ha disminuido desde el enfrentamiento anterior. Bien significativas estas palabras prologales: «[...] creo que está escrito en mi sangre, en mi temperamento, en lo que sea, que he de ensartar años y más años artículos de crítica ligera, con la mejor intención del mundo, con buena fe absoluta, con anhelo de acertar, lo mejor que sepa, sin alardes de erudición, que no tengo, enamorado del arte, no sobre todo, a guisa de dilettante escéptico, pero sí más que de otras muchas cosas. Todo lo tengo medido, todo lo tengo pesado [...], y veo que es mejor continuar, aun contando con los disgustos que el empeño acarrea. Mas para continuar escribiendo de crítica ordinaria, después de esta profesión de fe de tristeza, es necesario tener un motivo poderoso que haga racional la empresa. Lo tengo; por lo menos, creo tenerlo. [...] a mostrar gráficamente, por la argumentación, por el ejemplo, por la sátira, como pueda, la pequeñez general, y a procurar que resalte lo poco bueno que nos queda, a venerarlo y a estudiarlo con atención y defenderlo con entusiasmo, dedicaré principalmente los esfuerzos de esta nueva campaña [...]».24

¿Extrema Clarín por estas fechas su propensión divagadora?   —21→   Cuando cae en sus manos algún asunto -autor u obra- de interés, el entusiasmo del crítico es grande y le conduce irresistiblemente extramuros de la cuestión núcleo, a espacios bien lejanos a veces; retornar es difícil y, en ocasiones, se hace nada más que para poner punto final, advirtiendo en las últimas líneas del artículo que éste queda incompleto, puede que con traza de desordenado. «Voy a terminar -(pág. 148, artículo "Sotileza")-, dejando muchísimo, lo más, en el tintero, pues por falta de habilidad he llenado cuartillas y cuartillas sin echar en ellas lo que más necesitaba decir [...]»; o, respecto de Lo prohibido, novela de Galdós (págs. 125-126): «Mucho más quisiera decir de Lo prohibido [...] Quisiera hablar de los personajes secundarios, recomendar sus méritos, citar sus defectos, hablar del estilo, distribuir coronas y alabanzas, como es de cajón, y sobre todo, ordenar este artículo que allá va como fue saliendo. Pero ya no hay espacio».

Con el artículo sobre El patio andaluz, cuadros de costumbres de Salvador Rueda, comparece la juventud literaria española, a la que Alas diríase que ha contemplado siempre con recelosa cautela. Tiene el crítico palabras de estímulo para Rueda y algunas otras de muy medido elogio porque nada perjudica más a quienes empiezan que el mareo producido por el incienso mal administrado. «Yo no adulo» (pág. 259); «trabaje mucho [el señor Rueda], y ya veremos si llega a ser lo que promete» (pág. 261).

Aunque no sea la primera vez que el hecho ocurre, reparemos en él ahora: hay en Nueva campaña tres artículos dedicados a literatura extranjera (uno, a Portugal; dos, a Francia). Resultaría peligroso encastillarse casticistamente en el propio país, máxime cuando su actual realidad literaria es tan pobre y cuando el extranjero, Francia sobre todo, ofrece saludables muestras de renovación junto a seguros y ejemplares magisterios. Clarín está muy al tanto de lo que allí sucede y los libros y revistas franceses son para él lectura acostumbrada; pasando a su práctica de crítico estima que «no es, en rigor, trabajo por completo ajeno a la crítica de la literatura nacional el que tiene por   —22→   objeto examinar las obras importantes que publican los escritores franceses», habida cuenta, además, de la gran influencia en las letras españolas de las de Francia. No es la información gacetillera de los corresponsales de prensa lo que proporcionará el adecuado conocimiento; algo más extenso y serio, menos del momento que pasa, es lo que se necesita y lo que Alas, consciente del vacío dejado por Manuel de la Revilla (comentador en La Ilustración Española y Americana), se apresta a cumplir. Ahora son Alphonse Daudet -con la novela Numa Roumestan- y Ernest Renan -con Le prêtre de Nemi, drama filosófico- autores tratados; y mañana lo serán poetas tan de vanguardia como un Baudelaire o un Paul Verlaine.

Mezclilla, publicado en 1889, recoge parte de la tarea crítica realizada por Leopoldo Alas en el período 1887-1889. Crítica y sátira es el subtítulo de este volumen, aludiéndose así a la índole de los artículos que lo integran, serios o festivos (dicho sea un tanto simplistamente): «Esta colección de artículos se llama Mezclilla, porque está hecha con hilos de varios colores y clases; y artículos casi del todo serios y de algún trabajo, van enzarzados con improvisaciones ligeras».25 Son, en definitiva, las dos líneas o tendencias existentes en la crítica «clariniana», cada una de ellas con tono y expresión muy peculiares, cuya presencia advertía ya en Solos..., 1881.

Clarín era muy capaz para hacer lo uno y lo otro, para mezclarlo incluso: dando una gota de gravedad y altura en medio del desenfado a la ligera, ofreciendo un golpe de gracia en el desarrollo de una elucubración de estética o en la más rigurosa crítica de una producción estimable; he aquí por qué el citado subtítulo, a más de entenderlo como forzosa dicotomía, puede verse como la caracterización global de una actitud que, en la práctica, hace uso frecuente de lo que es propiamente crítica junto con lo que es sátira o burla. La propensión digresiva y la propensión   —23→   graciosa pueden y suelen actuar como complemento o contrapeso una de otra. Hasta en el estilo llegará a producirse ese fenómeno: «[...] es el caso que la mala costumbre de haber sido gacetillero dificulta en mí, cuando no imposibilita, el empleo del estilo completamente noble; y las frases familiares, y ciertas formas alegres, de confianza, antiacadémicas, por decirlo más claro, acuden a mi pluma sin que yo pueda evitarlo; y, es más, no sé escribir de otro modo, y si lo intento me hago extremadamente ridículo, y tan desmañado como gato con guantes; [...]».26

En las páginas 62 y 63 de Mezclilla (artículo «Baudelaire») hace Clarín una breve pero muy significativa explanación respecto a un modo de hacer crítica que ha practicado más de una vez y al que, por su estructura de libre efusión personal, ha denominado crítica «de alma». No es el único modo de hacer crítica, ni siquiera el mejor o el más conveniente; carece de normas y preceptos, los cuales no van, desde luego, con su idiosincrasia. Alas encuentra predicada y practicada semejante crítica por contemporáneos franceses como Renan -«su famosa y fecundísima teoría del dialoguismo»- y más jóvenes: Paul Bourget, el impresionista Jules Lemaître. Alas la califica de «sugestiva» y la caracteriza como «una especie de producción refleja», ya que «[...] en el crítico de este género el entusiasmo producido por la contemplación de lo bello arranca una manera de comentario, de crítica expansiva, benévola (en la acepción más noble de la palabra), optimista, que hace ver más que ve el espectador frío y pasivo, y expresar bien, con elocuencia, lo que se admira y siente». Tal le ocurre a nuestro crítico en dos artículos del presente volumen: los dedicados a Les fleurs du mal, de Charles Baudelaire, y a Mensonges, de Paul Bourget, en los que procede libérrimamente, a impulsos sólo de su sensibilidad en tensión. Es así como se origina la especie crítica «clariniana» que el interesado llama lecturas, «porque la forma de que he de valerme será la que me sugiera el pensamiento   —24→   que sigue a la lectura de los libros que hacen pensar en algo importante».27

Aunque el crítico se disculpe atribuyendo a la casualidad el que en Mezclilla abunden los artículos sobre literatura extranjera, creo que tal frecuencia más bien se debe a su deseo de aleccionar y estimular a escritores y lectores compatriotas con buenos ejemplos, por desgracia tan escasos en el más que mediocre panorama literario español. Si a la poesía vamos, ¿qué podía reseñarse por entonces entre nosotros comparable a Les fleurs du mal?, ¿dónde, a la sazón, el poeta español ofrecedor de novedades sustanciales como las de Baudelaire?

Ensayos y revistas, volumen aparecido en mayo de 1892, agrupa trabajos publicados desde 1888 a este año, estableciéndose así una relación sin soluciones de continuidad con su predecesor inmediato. Al pie de la página 307 hay una nota que informa: «Las anteriores revistas fueron publicadas en La España Moderna, de cuya Redacción se separó el autor por motivos de dignidad profesional. La presente revista y las que siguen fueron publicadas en El Imparcial, en el que continúa Clarín encargado de la reseña literaria mensual, por invitación del director de Los Lunes, señor Ortega Munilla».28 Ambas -la revista mensual de José Lázaro Galdiano y el suplemento semanal de El Imparcial- eran, en la España de entonces, publicaciones muy prestigiosas, con la diferencia impuesta por la índole respectiva: publicación cultural, la primera, para un público más reducido en número, y periódico de gran tirada y amplia audiencia, la segunda. No sería aventurado advertir en los trabajos «clarinianos» para una y otra ciertas diferencias, a saber: aquéllas (España Moderna) son más extensas y tienen todo el aspecto de artículos de revista, a menudo dedicados al examen de una sola obra,   —25→   en tanto que éstas (Los Lunes) son, sin perder la seriedad y la importancia, más artículo de periódico diario, donde se procura la amenidad por la variedad: unos cuantos asuntos (libros, personas, acontecimientos), respeto bastante estricto a la actualidad, brevedad de las anotaciones.

Cuando Clarín se traslada con sus revistas literarias a las columnas de El Imparcial aprovecha la ocasión de esta nueva serie para exponer unos postulados prácticos, rectores de su futura actividad; he aquí algunos de ellos: 1) asunto de los artículos -«casi siempre hablaré de libros; pero no me comprometo a no referirme alguna vez a otras manifestaciones de la vida literaria, y aun a los hechos sociales de otro orden que con ella tienen relación»-;29 2) autores notables y autores medianos o malos, y atención del crítico a sus obras -«trataré, generalmente, de la literatura que produzcan nuestros autores notables, los que lo son a mi juicio; entiendo por notables también a los que ofrezcan esperanzas en obras que positivamente tengan algo bueno. [...] De lo que yo crea mediano o malo no hablaré, pese a todos los reclamos del mundo, a no ser cuando tal sea el escándalo de la alabanza inmerecida y del tole tole insustancial que exija un artículo de esos de policía literaria, que también a veces vienen a cuento»-;30 3) seriedad crítica -«que en algunas ocasiones he de equivocarme, es seguro; desde luego anuncio que me equivocaré. Pero de la sana intención, de la imparcialidad absoluta, respondo».31

Pueden complementarse tales postulados prácticos con otras dos advertencias formuladas en sendos pasajes del volumen que nos ocupa. Expresa el primero de ellos la repulsa «clariniana» a los críticos benévolos o partidarios del dejar hacer-dejar pasar y no por falta de condiciones y saberes para el oficio, antes bien por sobra de escepticismo; uno cree que cuando Alas escribe así -«mentira me parece, lo declaro, que hombres a quienes sus gustos y ocupaciones llevan constantemente a la lectura de los   —26→   grandes autores, de eminentes poetas y filósofos, cuando bajan a la calle a ver la literatura nacional de cada día, lleno aún el ánimo de las profundas, graves, escogidas preocupaciones que sus lecturas y reflexiones les dejan, tengan humor para fingir que les parece admirable la secreción misérrima de tantos vates ignorantes, insípidos, prosaicos, en suma»32está pensando en el inteligente y frívolo Valera. El segundo pasaje atañe a la juventud literaria española del momento, desdichadamente inexistente, pues quienes, por edad, pertenecen a ella «no estudian, no sienten, no meditan»33 y así ocurre que en poesía, por ejemplo, lo más moderno son los poemas de «un viejo», Federico Balart, Dolores, próximos a aparecer en libro.

La unidad católica, conjunto de estudios histórico-canónicos (Oviedo, 1889) debidos a Víctor Díaz-Ordóñez, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad ovetense, compañero y amigo de Leopoldo Alas, da pie para una de las más interesantes y hermosas revistas. Carlista y católico a machamartillo, el autor de este libro, y liberal y librepensador, el crítico, las páginas que le dedica son muestra de comprensión y, juntamente, noble llamada a la concordia en un tiempo en el que resultaba más abundante el enfrentamiento energúmeno que la tolerancia -«una sociedad es tolerante cuando todas las creencias hablan y se las oye en calma» (pág. 194).

La traducción de Travail, novela de Zola, y el acopio de materiales para dos libros: El gallo de Sócrates, cuentos, y Siglo pasado, miscelánea de ensayos y críticas, figuran entre los últimos trabajos realizados por Leopoldo Alas. Siglo... salió póstumo y sin el prólogo que su autor había prometido al editor; ronda las doscientas páginas y no compensa, desde luego, la interrupción ocurrida, en cuanto a volúmenes críticos «clarinianos», desde 1884, año de Palique. No faltaba, sin embargo, original donde   —27→   seleccionar, o ¿es que Alas no había enviado aún todo lo que iba a integrarse en este volumen?, o ¿es que deseaba reunir en el mismo solamente piezas de cierto sentido, digamos espiritualista, respondiendo a una tendencia que venía en él de tiempo atrás y a la que Juan Alfonso Valdés, prologuista ocasional, hace alusión?34 Pues ciertamente todas o casi todas sus páginas están llenas del alma de Clarín, son brotes de su alma de entonces, cada vez más colmada por la vida, más acendrada hacia el ennoblecimiento; de alguna manera, más cerca de Dios.

Páginas atrás he hecho referencia al artículo «No engendres el dolor», de sentido bien congruente con la humanización que acaba de apuntarse y, también, con la fatiga experimentada por el crítico Clarín: cansancio físico y enfermedad, junto al desencanto producido por una predicación para oídos sordos. Nada de esto supone arrepentimiento por la tarea cumplida hasta entonces, ni va a significar abandono en el futuro; persistiendo la situación deficiente y disparatada resulta obligado mantener la acción correctora: «Por eso hoy, más que nunca también, hace labor meritísima el que se consagra a la policía literaria, y señala lo bueno y lo mediano y lo malo, y procura descrédito para lo que no merece ser leído».35

En 1886 funda Leopoldo Alas su propia y unipersonal revista a la que llamará, por el volumen de las entregas, Folletos Literarios. Aquí podría hablar libérrimamente: tema y desarrollo a su gusto, sin limitación alguna impuesta desde fuera; «si en algunas publicaciones puedo escribir, y suelo hacerlo, con libertad segura, como prueban mis artículos de El Globo, Madrid Cómico y La Ilustración Ibérica, es claro que en ninguna parte he de ser tan independiente   —28→   como en mi casa, y mi casa vendrán a ser estos folletos».36 La frecuente periodicidad proyectada y prometida no se cumplió, y desde el 86 hasta el 91 (año de Un discurso) sólo se publicaron ocho, lo cual no fue debido ciertamente a que gozaran de escasa aceptación estas entregas.

La independencia con que Clarín podría manifestarse en los folletos viene muy bien a su deseo, más vivo en determinados momentos pero deseo siempre sentido, de mantener ciertas importantes reglas del juego crítico: «Quiero ser justo, quiero ser franco, quiero ser imparcial».37 A que esto resulte factible contribuirá, sin duda, el que el crítico resida lejos de Madrid, en una provincia, adonde llegan apagadamente los ruidos literarios capitaleños; en un orden de cosas al menos teórico quedará exento del contagio de la benevolencia indiscriminada, ese «abismo en que el crítico madrileño cae tarde o temprano».

Por lo común tratan los Folletos... temas importantes: del nutrido conjunto de autores, libros y hechos literarios que ante Alas se ofrece, elige aquello que se le antoja más capital; en dos ocasiones: contra Bonafoux (la mitad del IV) y contra Manuel del Palacio (el V), lo personal es tema exclusivo. La materia acostumbra exceder el espacio límite y debe esperarse entonces una segunda parte o continuación (caso de Cánovas y su tiempo: el II), que no llegará. Clarín se mueve aquí a sus anchas; su elucubración con frecuencia se prende acá y allá, haciéndose asunto marginal. Un viaje a Madrid (I, 1886) -acaso el más pensado y hecho; el más variado, también, en cuanto a asuntos-; Apolo en Pafos (III, 1887) -intencionada ficción mitológica en la cual se interpolan cuatro cuestiones críticas de actualidad flagrante: 1) estado actual de la crítica literaria en España, que equivale a decir mal estado. Cañete puede representar muy relevantemente dicho mal estar; 2) palo a la Academia, a los errores de su diccionario,   —29→   a la política equivocada que está siguiendo en múltiples asuntos, haciendo la salvedad de que a la sazón había académicos dignos de toda estima; 3) la poesía española, que parece sin remedio, como atrancada en un callejón sin salida, ya que nada nuevo y estimable se vislumbra: 4) la digresión acerca de la naturaleza genérica de la Novela, género inclasificado en la Antigüedad por los viejos preceptistas y que parece oscilar entre una adscripción a la Historia y una adscripción a la poesía épica-; y Un discurso (VIII, 1891) -que fue el de apertura del curso 1891-1892 en la Universidad de Oviedo, pieza muy aclaradora de la situación de espíritu de su autor por entonces- son, a mi ver, los títulos más descollantes de un conjunto diverso y notable.

Clarín sigue fiel en estos folletos a postulados que en él son ya costumbre: atención a las obras y autores que la merecen, que constituyen ejemplo en la atonía y decadencia generales; decir lo que piensa y decirlo con el debido respeto -cuando en el IV contradice aseveraciones de Núñez de Arce en un discurso del Ateneo, advierte de entrada (pág. 56) que «para no faltar a lo que debo a D. Gaspar, ni a lo que me debo a mí propio, sólo tengo que seguir la conducta observada en las polémicas verbales: no callar nada por respeto, ni decir nada sin respeto»-. Tal vez este cacareado respeto (tanto el debido a los demás como el que cada cual se debe a sí mismo) falle alguna vez: cuando se enfrenta con Cánovas del Castillo,38 o rebate a Bonafoux, o polemiza con Manuel del Palacio.




ArribaAbajo«Palique» y los «Paliques» de Clarín

¿Supone efectivamente este volumen (aparecido en 1884) un salto atrás en la producción crítica de Leopoldo Alas (un salto atrás de frivolidad, de ligereza, de naderías después de haber ofrecido al lector volúmenes de solos, ensayos   —30→   lecturas, revistas)? Rotundamente contesta que no el propio interesado, quien se inclina más por la variedad de modalidades y actitudes que por la exclusividad de una de ellas: «La publicación de este volumen no quiere decir que no vuelva a escribir crítica sin sátira y todo lo psicológico-sugestiva y hasta autobiográfica que pueda; yo no reniego de esas maneras ni de esta otra que aquí predomina» (pág. IX). Sucede, además, que Clarín ha seleccionado para esta ocasión (a dos años de distancia de la anterior salida: Ensayos y revistas) trabajos insertos en Madrid Cómico, El Imparcial y Los Lunes de El Imparcial, de los cuales solamente son «paliques» como un tercio del total.

Veamos ahora, de mano del mismo creador del palique, cuál era, después de varios años de cultivo sostenido, su entendimiento de la especie. Ante todo, la definición; Clarín ofrece hasta tres. La primera y más técnica alude a la apariencia modesta de tales piezas, cosilla de poca monta, obra muy menor -«lo llamo Palique para escudarme desde luego con la modestia; porque palique vale tanto como conversación de poca importancia, según la Academia, [...]» (página VIII)-; enlaza la segunda definición con el carácter vapuleador de esas piezas, vistas así por algunos de sus lectores -«Eso, eso, venga de ahí..., vengan paliques; palo a los académicos; palo a los poetastros y a los novelis... tastros o trastos; en fin, palo a diestro y siniestro. Algunos de los que esto piden deben de creer que palique viene de palo» (págs. 207-208)-; y la tercera, que no es tal definición, constituye más bien nota biográfica -«es un modo de ganarse la cena que usa el autor honradamente, a falta de pingües rentas» (pág. 212).

¿Qué necesidad crítica cubren los paliques en la república literaria española de a la sazón? El de poner «enmienda a tanto mal, dique a inundación tamaña», que es la del pésimo gusto, de la necedad y del disparate, en ocasiones hasta aplaudidos, lo cual confunde gravemente y retrasa demasiado el tiempo de la justicia, cuando cada uno ocupe el sitio que de verdad le corresponde. No es posible callarse, no puede hacerlo el nervioso y apasionado Alas y,   —31→   por lo mismo, a la vez que procura ensalzar aquellos pocos nombres relevantes que lo merecen, aplasta, derriba, flagela. «Son crítica higiénica y de policía; son crítica aplicada a una realidad histórica que se quiere mejorar, conducir por buen camino» (pág. XXII). Atienden, sí, a lo efímero, pero cumplen una obligación insoslayable cara a lo contemporáneo y constituyen, frecuentemente, lección de honestidad y ejemplo de burlería ingeniosa; es muy pasible, además, que posean para la posteridad un valor como arqueológico: «Estos paliques míos pueden ser descubiertos dentro de siglos en cualquier desván o bajo tierra; en suponerlo no hay vanidad alguna, pues por poco que valgan valdrán tanto como un puchero roto, de esos que después de siglos se desentierran y valen a su modo. Tal vez entonces tengan estas menudencias de que yo hablo un valor arqueológico que ahora no podemos ni imaginar siquiera» (páginas XXIX-XXX).

¿Cómo es un palique? Externamente, un artículo periodístico de extensión normal, tratando de unos cuantos -dos a cinco- asuntos, independientes entre sí, unas veces, o, más de ordinario, ligados de alguna manera, concatenados, como saliendo uno del anterior. Tres asteriscos señalan gráficamente la separación. Párrafo corto, a veces de una sola línea.39 Hay no pocos puntos suspensivos, exclamaciones, admiraciones e interrogaciones. Un rasgo de la expresión paliquera es la intercalación de incisos, parentéticos o no, relativos a cuestiones marginales, que interrumpen el natural fluir del discurso-núcleo o eje; muy frecuentemente se trata de ingeniosidades y anécdotas.

Internamente señalaríamos como privativos del palique: a) la sátira, que a veces se torna de bajo vuelo, yéndose tras el golpe fácil y estentóreo, ese golpe que impresiona al lector común; b) hay indudable ingenio gracioso, travieso y, a veces, mal intencionado en réplicas, alusiones, etc. Podría afirmarse que un palique serio es un contrasentido, difícilmente   —32→   aceptado por los lectores habituales de los mismos: «Y dispensen los lectores de Madrid Cómico el tono completamente serio de este palique, tono impuesto necesariamente por la calidad del asunto» (pág. 293).

Mas no todo son paliques en el volumen que nos ocupa, el cual vemos que consta de tres partes o secciones: «Revistas literarias», «Sátura», «Palique». Fijémonos, además, en que junto a los trabajos de crítica literaria expresa, serios o festivos, hay otros de índole diferente, más parecidos a cuadros de costumbres, de malas costumbres, encarnadas en seres humanos -el Zalamero de «Un candidato», el erudito Don Hermógenes Panchampla de «Colón y Compañía»- poco recomendables.

Las revistas literarias no son modalidad nueva en la producción crítica de Leopoldo Alas, pues que las hemos encontrado en volúmenes anteriores y con apariencia análoga a la que ostentan las once ahora reunidas. Libros y hechos que depara la actualidad, merecedores de algún eco ya por su valor absoluto o bien por el relativo relieve que determinadas circunstancias les han concedido -«en estas revistas ordinariamente se trata de obras que pueden influir en la educación y el destino de nuestro pueblo [...]» (pág. 3)-. Una vez más, la literatura francesa: José María de Heredia, a cuyos Trofeos gusta el crítico de encontrar raíz española, y Renan, «mi Renan», tan dilecto al espíritu de Alas. Pero, sobre todo, nuestro teatro, tan menesteroso de radical renovación, a la que, en cierta medida, están contribuyendo factores como el cambio reciente de Echegaray, ibseniano en El hijo de don Juan, y las tentativas de Galdós; Clarín estimula con sus palabras tales gérmenes y los apoyará prácticamente con su ensayo dramático Teresa.40 Algo entre el naturalismo, en cuanto observación verídica de la realidad sin exclusiones, y el idealismo o trascendentalismo, que por estos años finiseculares apunta no sólo en el espíritu de Leopoldo Alas, es lo que éste propugna   —33→   como alma de semejante renovación, dentro de cauces expresivos y representativos señalados por la sobriedad y la eficacia.

La radical seriedad «clariniana» se advierte tanto en los trabajos que de suyo son serios como en muchos otros de apariencia festiva. Así ocurre que ciertas preocupaciones del interesado, ahora estimuladas por algunos sucedidos, comparecen como breves núcleos temáticos; muestra de ello tenemos en: a) su talante religioso, que no significa adscripción literal a una determinada dogmática pero sí un respeto incompatible con la frivolidad de los que se autodenominan librepensadores -artículo «Congreso de librepensadores»-; o con el sectarismo -artículo «El retrato de Renan»-; o con el mal empleo de un particular estado religioso -casos del jesuita Miguel Mir y de los agustinos Muiños y Blanco García-; o con la atonía, aliada de la intolerancia -artículo «Diálogo edificante»-; b) su patriotismo, que choca con una deformada mentalidad española fértil en recursos reprensibles -Zalamero en la política («Un candidato») y don Hermógenes Panchampla en la ciencia («Colón y Compañía»)-; o en apropiaciones y explotaciones indebidas -caso de la Historia de España en boca de Nocedal y de Pidal («Pidal ha hecho aborrecible la Casa de Austria, y a los dos Luises», pág. 232).

Entrados ya en la tercera sección del volumen Palique damos con piezas ilustradoras de la repulsa «clariniana» a toda exaltación inmerecida -caso del poema de la señorita Valencia a S. Juan de la Cruz, premiado en público certamen nada menos que por la Real Academia Española de la Lengua: «Yo no diría palabra de los versos de la señorita Valencia, si no se los premiara la Academia» (pág. 284)-, y con otras piezas en las que se ridiculiza una determinada creación literaria, troceándola y aplicándole el escalpelo de la gramática -el poema Ya viene el tren, del agustino P. Conrado Muiños, o La literatura española en el siglo XIX, del también agustino P. Francisco Blanco García.

No resulta equivocado afirmar que el Clarín de los paliques y el Valbuena de los Ripios fueron en su día los críticos   —34→   literarios inmediatos más populares; ambos manejaban las mismas armas, si bien Alas solía mostrarse más respetuoso y, comúnmente, dotado de mayor y mejor gracia y de superior bagaje estético. Su paliquería hizo reír y, acaso, llorar; produjo tremendas irritaciones y, a veces, polémicas harto enconadas. Lo que Leopoldo Alas estimaba deber patriótico, penoso pero conscientemente asumido, resultaba, para algunos contemporáneos, gravísima destrucción. «En los paliques ha demostrado Clarín que es soberbio, y es injusto, y es antojadizo, y es, sobre todo esto, irrespetuoso. No ya con los escritores de quien se burla; porque eso, allá ellos; sino con el público. Hay bromas que podrían gastarse en la mesa de un café, aunque serían más a propósito para la mesa de un figón; pero no pueden llevarse a la imprenta. [...] En sus sátiras y en sus polémicas, que son sátiras también, acude Clarín frecuentemente a esos medios. El público se ríe de la malicia del escritor, y adiós el asunto de la polémica. [...] Sí, el respetable público se ríe mucho; porque la mitad de la humanidad gusta de ver cómo le sacan al prójimo el pellejo a tiras».41

Pero había bastante más que mala intención y burlería grosera. De otro modo creo no puede explicarse satisfactoriamente el hecho de que la estructura y la dicción de los paliques «clarinianos» influyera en contemporáneos dedicados al mismo menester o sacerdocio: desde «Fray Candil» y Adolfo Posada hasta los uruguayos Víctor Pérez Petit y Jorge Carbonell.




ArribaUna situación literaria

Páginas atrás quedó dicho cómo y cuándo comenzó el periodista Leopoldo Alas, muy pronto convertido en Clarín, su tarea de enjuiciamiento y valoración de las letras españolas contemporáneas y, asimismo, las vicisitudes que experimentó semejante dedicación. Del más bien escaso   —35→   fruto conseguido entre escritores y lectores era consciente el crítico, quien consideraba su empresa como «sermón perdido» (1885), y dos años después, frente a una situación punto menos que irremediable, exponía las causas que le obligaban a no desertar. ¿Cuál era, pues, esta situación?

Empecemos por arriba, por lo teóricamente más alto y respetable en nuestro ámbito: la Real Academia Española de la Lengua. Clarín fue hostil a esta corporación, y si bien distinguió en su seno un grupo de miembros dignos de encomio (recuérdese la lista ofrecida en la página 68 de Apolo en Pafos), reparó más de una vez en los nombres irrelevantes de otros, allá llevados por el favor político o el compadrazgo amistoso; y se indignó cuando determinadas obras - novelas como Guerra sin cuartel, de Ceferino Suárez Bravo, o dramas como La Dolores, de Felíu y Codina- obtenían el refrendo de un premio académico; o, por último, se rasgó las vestiduras contemplando cómo el oscuro latinista Francisco Commelerán derrotaba a Pérez Galdós en la elección para una vacante de numerario. Unas palabras de 1888 compendian su estado de irritación: «Yo también soy de los que opinan que la Academia sobra, y si fuera ministro del ramo, le suprimiría el presupuesto y toda vida oficial».42

De la Academia diríamos que se transmitía el mal a los restantes estamentos literarios, todos viciados de muchos vicios, todos necesitados de una llamada a la corrección: «Hay más que ripios en nuestras letras, hay caquexia, hay necedad inveterada, hay hipocresía, hay famas usurpadas, hay conspiraciones contra autores insignes y escritores humildes, pero francos. Contra todo esto hay que levantarse en cruzada generosa, o si no quieren ustedes que sea cruzada... En fin, que hacen falta en el Parnaso los del Orden».43

Uno de esos vicios era la propaganda desmedida y vocinglera que acompañaba a algunas obras, incluso antes de que salieran a los escaparates; se prevenía de este modo al público y se dificultaba enormemente la tarea del crítico   —36→   decidido a proclamar su honesto parecer, acaso disonante del coro. Lleno de tristeza y confusión se preguntaba Clarín en 1881:44«¿Cuál es la situación del pobre crítico, sin fama ni méritos para tenerla, pero severo a su modo, justo y de buena fe, que quiera decir su leal saber y entender acerca de libro erizado de semejantes precedentes en forma de ditirambos? ¿Cómo contrarrestar, si a mano viene, el impulso que a la opinión imponen periódicos populares que lee España entera, y que, entre muchas cualidades que tienen, no cuentan con la de ser morigerados en la alabanza, ni con la de ejercitar con escrupulosa conciencia el oficio, magisterio o lo que sea de la crítica? ¿Quién será osado (por supuesto que estas interrogaciones son puramente retóricas, porque yo soy el osado, y tres más), quién será osado a ir (si hace falta) contra la corriente que es ya tan poderosa desde los primeros y más abundantes raudales?».

La conspiración del silencio era vicio arraigado que dejaba pasar sin eco apreciable obras valiosas, como ocurrió con algunas de Menéndez Pelayo y de Galdós; así ocurrió también con La Puchera, de Pereda: «¿Quién ha hablado por ahí de La Puchera? Casi nadie. Tres articulejos o cuatro de anónimos, o equivalentes de anónimo; ninguna firma acreditada en la plaza que apoyara el crédito del libro. [...] ¿Que no necesitaba La Puchera artículos de crítica? Absurdo. Cuanto más vale un libro, más necesita comentarios. [...] La crítica sirve para formar la atmósfera propia de la vida de toda obra artística; el poeta no quiere sólo saber que sus obras se venden, busca algo más: una satisfacción espiritual, que es como alimento para las vigilias futuras; busca lo que encuentra en otros países, ecos del arte, la atención del público, la reflexión de los literatos».45 Luchar para que se produzca esa atmósfera, para que el escritor español digno obtenga la satisfacción de saberse atendido por el público lector parece una batalla bien hermosa pero expuesta, sin embargo, a la derrota.

Claro está que semejante atmósfera no van a producirla   —37→   esos anónimos o equivalentes de tal que se han adueñado de la tribuna crítica y son peligrosa rémora opuesta a la feliz marcha de nuestras letras. ¿Cuál su formación literaria y cultural?, ¿dónde su sensibilidad y penetración?, ¿qué normas valorativas se han impuesto libremente?, ¿qué resistencia será la suya ante las varias tentaciones que le surgirán a su menester crítico? He aquí un manojo de comprometidas preguntas imposibles de contestar rectamente por los redactores de turno o los colaboradores espontáneos metidos a jueces omnímodos. De su tarea, ¿qué puede lógicamente esperarse más que el desatino, esto es: la no adecuada valoración de los mejores, la exaltación de los mediocres, incluso quizá la de las inepcias literarias; la confusión del público y la de los autores? Panorama nada tranquilizador, ciertamente, apenas aliviado por las contadísimas excepciones existentes. ¿Cómo no salir, quijotescamente, a la palestra? Para 1887 (como para otros años que fueron o que serían) pronosticaba Clarín: «Continuarán escribiendo: Juicios críticos, o Libros nuevos, o Impresiones de un lector, o Bibliografías, las acreditadas iniciales A. B., y C. D., y X. Z., etc., etc., y los no menos ocurrentes y sabios seudónimos titulados Uno que lee, Este, Aquel, Cualquiera, Yo, Ego, Fulano, Mengano, etc., etcétera. Otras veces no llevarán firma, ni aun de esa clase, lo cual da a entender que la dirección del periódico asume toda la responsabilidad de los bombos».46

No se olvide en este repertorio de calamidades el obstáculo, no siempre salvable para algunos, de la vida literaria madrileña (que es casi decir la española), en la que todos dicen ser amigos de todos y la diaria convivencia y las conveniencias personales y los intereses de la prensa y otras presiones extraliterarias impiden muy a menudo hablar verdad. Haría falta ser en una pieza santo y héroe para continuar adelante contra todo: enemistades, cartas y más cartas, intentos de soborno, denuestos y calumnias, amenazas, bofetadas, duelos de honor incluso. ¿Dónde hallar el varón fuerte?

  —38→  

El varón fuerte, si es que existe, no podrá llamarse a engaño cuando decida salir a la palestra, pues las cosas son como son y parece, además, que así van a seguir siendo; toda clase de estímulos serán necesarios para mantenerse indemne y, entre ellos, cuenta para Clarín el que denominaré impulso patriótico, pues si «se habla mucho de la decadencia de los pueblos por exceso de poder, de sensibilidad, de inteligencia, por alambicamiento de ideas, por neurosis complicadas, por vicios quintiesenciados [...] se habla poco de la decadencia por tontera nacional [...]».47 Contra esa generalizada tontera y a favor de lo poco que no lo es veremos militar resueltamente a Clarín.

De aquí procede su nunca desmentida atención a los colegas contemporáneos que estimaba importantes y para quienes cerrará su aplauso y su respeto. Que tuviese elogios, pongo por caso, para Menéndez Pelayo, Galdós, Valera, Pereda, Núñez de Arce y Campoamor, Echegaray (aunque a veces también formulara reparos y aconsejara) resulta naturalísimo, habida cuenta de que éstas y pocas más eran -siguen siéndolo- las cimas literarias de a la sazón. Mostrar sus méritos, alegrarse de los aciertos, enfrentarse con la conspiración del silencio de la que a veces eran sufridas víctimas, prepararles una acogida más amplia y cálida constituía un deber de justicia crítica y, a su modo, un servicio a España. Alas reprochaba una vez a Antonio de Valbuena sus arremetidas al Menéndez Pelayo poeta, advirtiéndole:48 «Créame, don Venancio: a los que tomamos a pecho estas cosas de la literatura [...] nos da mucha pena ver entre los pocos escritores buenos que tenemos rencillas y malas voluntades y ataques injustos. ¡No, no debía un Valbuena tratar mal a un Menéndez y Pelayo! Más digno del agudo autor de los Ripiossería comprender del todo al ilustre historiador de las Ideas estéticas en España». No por miedo a ir contra la corriente, ni tampoco por pereza mental era Clarín respetuoso con los ya consagrados; antes bien porque   —39→   «yo soy de los que creen en las jerarquías invisibles, a respetarlas me consagro [...]».49

Junto a la cara de la moneda que nos presenta un Clarín respetuso con los que tenía por autores consagrados, tenemos el reverso de un Clarín que gastaba tiempo en la disección de obras poco menos que sin pies ni cabeza. Alguien de entonces, consejero bien intencionado, le advertiría de ese gasto inútil y él, que tanto penaba las consecuencias de su crítica higiénica y de policía, precisó clarividentemente:50 «La buena democracia en literatura consiste en querer mejorar el gusto del público grande; en no olvidar que hay muchos pobres de gusto y discernimiento, que están expuestos a tomar lo mediano y lo malo por bueno. El crítico demócrata no puede ser como el crítico aristócrata, campana de catedral, que sólo se toca algún solemne día; el aristócrata vive prescindiendo de los malos escritores, aunque estén pasando por buenos, y sin acordarse de los medianos, aunque el vulgo los proclame excelentes. La posteridad no sabrá de esa gente; ¿para qué fustigarla? Dejadlos en paz, que harto castigo tienen en lo efímero de su falsa gloria. El demócrata no piensa así. Porque mira por el interés del público actual, que se deja comulgar con ruedas de molino. El público de la posteridad nada tiene que temer del mal gusto de los malos autores de ahora, porque la fama que tienen luego muere; no es el vulgo engañado quien hace las reputaciones que quedan. Pero el público de hoy sí que puede recibir muy mal ejemplo con los adefesios ahora aplaudidos». Hoy son nombres y títulos más que olvidados muchos de aquellos que antaño fueron peligro para el gusto público e irritación del crítico demócrata Leopoldo Alas.

Preguntémonos para concluir: ¿perdió Clarín su batalla crítica?, ¿fueron todas sus campañas «sermón perdido»? Ciertamente fue respetado, y temido, y hasta odiado; gentes altas y bajas en las letras contemporáneas esperaban con impaciencia e interés sus palabras; se le reconocían cualidades   —40→   notables para el menester crítico: «Nuestros críticos son muy desidiosos y en general no saben mucho. El mismo Clarín, que es de los más leídos y discretos, gusta mucho de andarse por las ramas, y muy pocas veces se penetra del espíritu de los libros, a no ser dramas o novelas, que en esto suele tener muy buen ojo, aunque adolezca a veces de parcialidad, y se extreme en el encomio o en la censura sin razonable fundamento para tales extremos. En materia de poesía lírica no tiene buen gusto, y a veces lo tiene rematadamente malo. Lo creo poco sensible al encanto de la forma, porque su primera educación clásica fue bastante descuidada. Pero tiene agudísimo ingenio, y quizá llegará a fuerza de estudio a suplir lo que le falta. De todos modos, no hay en la nueva generación quien se le pueda poner delante. Lástima que el modo acerbo que usa le haya granjeado tantos y tan feroces enemigos, los cuales, además, con sus injusticias y alharacas, contribuyen a precipitarle más y más en el camino de la aspereza y de la violencia».51

A la muerte de Clarín parece indudable que algunos escritores españoles comenzaron a sentirse tranquilos y nuestras letras a notar un gran vacío...







 
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