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Introducción crítica a la novela de posguerra

Germán Gullón





Las etiquetas histórico-literarias son perchas donde los profesores cuelgan cuanto les parece útil para facilitar la enseñanza. El marbete que nos ocupa, novela española de posguerra, se viene aplicando a la narrativa producida en España durante el período comprendido entre 1939 a 1975, desde el año en que finalizó la guerra (1 de abril, 1939) al del fallecimiento del general Francisco Franco (20 de noviembre, 1975). Su alcance suele ser meramente cronológico, pero si especificamos su contexto europeo y sus condicionamientos particulares resultará mucho más significativo.


Sobre el alcance cronológico del marbete novela española de posguerra

La denominación de literatura española de posguerra hay que manejarla con sumo cuidado. Si la utilizamos sin matizar sus condicionamientos revela enseguida una clara disfuncionalidad y su escasa explicativa, como ocurre con otros controversiales marbetes, como el de noventa y ocho/modernismo. Cuando hablamos de la generación del 98, relacionamos a un grupo diverso de escritores con una fecha, la de la pérdida de nuestras colonias ultramarinas, subrayando el descontento civil con la corrupción administrativa nacional, y, al tiempo, obstruimos el paso a connotaciones epocales de mayor calado, las provenientes del modernismo y del fin de siglo, como son el yoísmo o el postcolonialismo (G. Gullón). De hecho, al hablar de literatura española de posguerra debemos entender de la guerra civil (1936-1939), porque en el resto de Europa, la posguerra se refiere a la posguerra de la segunda guerra mundial (1945 y después) (Tony Judt). De esa manera, al igual que si hablamos de modernismo en vez de 1898, dejamos el marbete posguerra abierto, en contacto con las líneas culturales europeas de la época, su verdadero contexto. No podemos olvidar, como alegan George Orwell o Geert Mack, que la guerra civil fue una fase temporal de un movimiento histórico mundial, caracterizado por la llegada del fascismo. O sea que parece preferible que el marbete novela de posguerra lo entendamos dentro del contexto europeo, aunque no renunciemos a matizarlo con los aspectos culturales ibéricos.

También conviene identificar la década de que hablamos, porque la del cincuenta, por ejemplo, fue bien distinta de la del sesenta, en esta última tuvieron lugar cambios importantes en los terrenos sociales y culturales, pero no en el político. Todas ellas fueron semejantes en cuanto a lo político, si bien en el terreno artístico cada década tuvo su carácter, la de los cuarenta y los cincuenta se asemejan bastante. Los artistas trabajan aislados del mundo cultural extranjero, y por eso sus producciones se pueden encasillar entre quienes siguen las formas de creación, de construcción literaria, clásicas, tradicionales (Los cipreses creen en Dios (1953), de Joseph María Gironella (1917-2003)), versus los abocados a la experimentación de origen vagamente vanguardista (La colmena (1951), de Camilo José Cela (1916-2002). En la década de los sesenta el mundo cultural manifestaba los influjos venidos del exterior, tanto en la literatura como en el resto de las artes. Es decir, que estábamos poniéndonos a la altura europea, tanto en literatura como en las artes plásticas. El influjo, dicho en términos muy generales, permitió el nacimientos de opciones expresivas diferentes entre sí, como las de Juan García Hortelano (Nuevas amistades, 1959) y Luís Martín Santos (Tiempo de silencio, 1961) Carmen Martín Gaite (Ritmo lento, 1963) o la de Juan Goytisolo (Señas de identidad, 1966) y de Juan Benet (Volverás a Región, 1968).


Contexto crítico epocal

La novela española de posguerra fue escrita en una época huérfana de crítica independiente, su valor era calibrado con unos criterios estéticos amojamados, que entendían la obra como un objeto raro, cortado de toda actividad humana dinámica. Cuanto menos se percibiera la realidad en la obra, mejor.

Este es el primer aspecto a considerar por quienes se acercan a la novela de posguerra. A partir de1800, como he mostrado en varios lugares, se inauguró lo que denomino la Era de la Literatura (1800-1989), cuando el hombre, a diferencia de épocas anteriores, se pensó como autónomo, el que decidía su propio destino, como diría Karl Popper, mientras que ya en 1966 Michel Foucault (Las palabras y las cosas) explicaba que el hombre estaba constituido desde fuera, que no era independiente, que le hacían las palabras, que hay fuerzas superiores a la subjetividad que lo conforman. La situación especial de la península, aislada de Europa, afectó a la novela de posguerra española hasta la década de los sesenta, haciendo que se privilegiara su aspecto literario y se desdeñarán otros. Tanto que llegó a triunfar una idea, mantenida abiertamente por Juan Benet, que negaba cualquier valor novelesco que no fuera el estético. Cito sus palabras:

Yo no creo que la literatura tenga por qué tener una función social, ni debe ser ésa una de las virtudes de la literatura. Si había una literatura, que me parece nefasta, era la literatura que ejercía influencia y que estaba ajustada a la sociedad: tal era la del XIX. Si aparece un novelista nefasto, el último ejemplo de lo que puede servir para hoy, es Balzac. Si hay algo que puede condicionar negativamente a un hombre de letras es el ajuste con su sociedad. Y el hombre de letras ha pedido siempre, como decía Virginia Wolf, un cuarto propio para estar separado de la sociedad y no reclamarla como su audiencia.


(«Benet y la polémica del realismo», pág. 6)                


Este desdén del valor personal, social o político de la literatura, condenó a una buena parte de la literatura de posguerra española a la inutilidad más absoluta. Y me hago eco de ella para negar su validez, pues el excelso estilista Juan Benet se equivocaba de medio a medio.

Los españoles y los hispanistas, a diferencia de los estudiosos de la literatura en el ámbito anglosajón, suelen coincidir en el trato que otorgan a la literatura: uno que excluye toda utilidad social. La literatura suele enseñarse en los colegios y universidades como algo interesante, instructivo, sin que se sepa bien el porqué. Hay profesores abocados a la necrofilia, gustan de desenterrar desconocidos, robarles el pudor de sus obras perdidas en la oscuridad de los tiempos, sin que sus actos nos permitan entender la razón de tamaña violación del sueño eterno. Otros, empachados de lecturas de Foucauld o Freud, arman en sus textos una especie de danza verbal a ritmo de jerga que termina por marearnos. Algunos profesores creen que con hablar de las cuestiones abordadas en un libro, digamos de Juan Goytisolo, que ya la crítica social va implícita, y por ende resulta innecesario mencionarla. Tras estas descripciones paródicas o viñetas se oculta la realidad de que pocos son los profesores hoy en día que entran en la clase o se sientan en su escritorio con el firme propósito de aclarar un dilema humano a base de una novela de posguerra. Lo bueno precisamente de la literatura, a diferencia de la filosofía (Richard Rorty dixit) es que nos permite a través de una historia ficticia aprender de los dilemas humanos y no mediante discusiones abstractas. Me pregunto cuántos entre nosotros todavía permanecemos fieles a la tradición educativa en que nos formamos, la de comprender la problemática humana del mundo a través de la literatura. Un día en una clase un profesor tocó una fibra en nuestro espíritu que nos hizo ver el mundo de una manera distinta. Para mi fue un profesor de Filosofía en Salamanca, Marcelino Legido. Las mejores clases / páginas deben constituir en la vida del estudiante /del lector un antes y un después. El profesor de literatura debe de ser quien enseñe al estudiante a configurar su propio mapa para navegar en las aguas de la vida y de la vida contenida en la los textos literarios.

El fin de la segunda guerra mundial originó grandes movimientos de población, el genocidio judío y el envío a Alemania de trabajadores forzados de toda Europa, fue dos de ellos. Hay muchos escritores, como Vladimir Nabokov y tantos otros que tuvieron que mudarse de país y en algunos casos de lengua. En ese contexto debe situarse la cuestión del exilio español, dentro de estos enormes movimientos migratorios, pues los escritores como tantos españoles tuvieron que abandonar la península al terminar la guerra civil, huyendo de las represalias políticas, la cárcel, la muerte o la depuración. Siguieron escribiendo en español, su lengua materna, pero tenían que hacerlo en países distintos al suyo, insertándose o quedándose al margen de otras tradiciones culturales, bien sea por la distancia o por las restricciones de la censura. Sus nombres y obras fueron excluidos de la evolución de la literatura de la posguerra.




Cuestiones del contexto socio-político español

La valoración actual de la novela de posguerra bien merece una mejor matización, porque la existente, cuyos orígenes datan de la propia posguerra española, nos llega contaminada del apoliticismo de la época, y, por consiguiente, aparece como un trasto un poco inútil, pues no refleja ni recoge la realidad verdadera. Cabe argumentar que su presentación institucional (editorial, política y universitaria) que pasa como moneda corriente, resulta contaminada. Las editoriales padecían la censura y las cátedras universitarias eran dotadas con una parcialidad política notable. Las historias literarias donde se trata la novela de posguerra tampoco abordan los dilemas de aquel período de la historia española, porque la crítica no lo ha hecho tampoco.

La literatura española de posguerra, hablo de los años 1939-1975, se desarrolló en los años de la dictadura, es decir, fuertemente mediatizada por la censura oficial y por el silenciamiento personal, la auto censura, debido al miedo a las represalias (J. M. Coetzee). Gonzalo Navajas habla de una «cultura condicionada por las específicas circunstancias locales que daban una acusada peculiaridad y diferencia a la producción literaria, pero, al mismo tiempo, la desconectaban de los parámetros culturales del mundo», (Navajas, pág. 13). Su valor tiene algo de artículo de lujo, porque su valía se notaba sobre todo en los círculos universitarios, de clase media educada (Pierre Bourdieu), y no un instrumento de uso común, dedicado a perfilar personalidades únicas y a contribuir al desarrollo de nuestro idioma, a que sus expresiones, alcance, fuera cada vez mayor.

La España de posguerra, no lo olvidemos vivió rehén de la censura, que impuso un pasado oficial falso, que pervertía la historia del país. Esto hizo que la sociedad española no continuase con ese proceso normal de depuración de ideas progresistas que se produce en todas las sociedades occidentales. Su defensa natural fue crear un laberinto o catacumba nacional donde los encuentros entre gentes afines se efectuaban en el seno de la amistad. Esta conducta creo hábito, y se ha convertido en una de las características de nuestro entorno. Las recomendaciones personales supusieron una escalera de subida en la vida laboral, social, paralela a la del mérito, y donde los peldaños eran más seguros. La literatura de posguerra nació y se desarrollo en este entorno, y de ahí que su merito deba ser siempre mirado al trasluz, para comprobar quién alaba qué, quién publica qué, y las razones de hacerlo.

La literatura del exilio, de Max Aub, un ejemplo paradigmático de lo sucedido a tantos escritores trasterrados: que se perdieron en el laberinto español. Piensen en Américo Castro, que como bien apunta Aub en La gallina ciega, vivía en Madrid y nadie le hacía caso, o Antonio Espina, poeta y prosista excelente, cuya obra sigue siendo ignorada por tantos profesionales de la literatura. El silenciamiento de Américo Castro, por ser la conciencia moral del pasado nacional, resulta aún más sonoro. Hoy es recordado. Una vez que murió. Es un fenómeno nacional, como está ocurriendo también con el poeta y ensayista Dionisio Ridruejo, que ha sido redescubierto. No podemos permitir que las apreciaciones oportunistas del presente oculten la indiferencia habida hacia los exiliados por largo tiempo.

¿Qué puesto ocupa la literatura del exilio en el panorama de la posguerra española? Cuando uno se enfrenta con la literatura del exilio republicano la conciencia se subleva, pues sus obras apenas pasan de ser temas para trabajos universitarios, su relevancia humana queda enmudecida.. España recibió miserablemente a los escritores españoles que volvieron al país, y eso que fueron ellos quienes mantuvieron vivo el pensamiento heterodoxo español y dotaron a nuestro arte de una plataforma universal, por primera vez desde el siglo de oro.

Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Luis Buñuel se convirtieron, gracias al exilio, en nombres universales, que de haberse quedado en España nunca lo hubieran conseguido. Sin embargo, cuando Aub regresa a España no se siente acogido por sus compatriotas, ni siquiera por quienes debían ser sus afines. Nadie le invitará a quedarse ni le dice que le echará de menos. La razón me parece bien simple: la literatura española viene jugando un papel anodino, de juego de palabras, separado del autor, y por ello lo que valoramos no tiene nada que ver con el hombre. Aub se sorprende al llegar a España que las revistas que él creía el centro del interés cultural en España, como Ínsula o Papeles de Son Armadans eran revistas primordialmente para hispanistas, que las famosas tertulias de Ínsula tenían lugar en un modestísimo local de la calle del Carmen, presididas por Enrique Canito y José Luis Cano, donde acudían muy pocas personas y algún que otro hispanista. O sea que sus artículos, publicados en esas revistas, lo que él leía sólo existía en la periferia de la vida cultural, o mejor dicho, que esa periferia era una insignia o símbolo de lo que ocurría con la cultura en aquella España.

La modesta presencia de la mujer novelista en la crítica sobre novela de posguerra española debe siempre ser señalada, pues tanto los historiadores como los críticos nunca las consideró en paralelo con los hombres. Hasta la década de los noventa las escritoras se han quejado con plena razón de una práctica discriminatoria en ámbito cultural. Este fenómeno si se ha estudiado con cuidado, lo que queda en el aire es si la conciencia femenina, el cincuenta por ciento de la humana, ha sido añadida a nuestro entendimiento de la cultura de aquellos tiempos difíciles.




Los condicionamientos permanentes

Los condicionamientos han sido numerosos y han dejado múltiples secuelas, pero dos deben siempre ser tenidos en cuenta: Primero, que las circunstancias históricas de la posguerra pervirtieron la memoria del pasado y, en segundo lugar, que la censura condicionó toda la creación de esta época silenciando sus contenidos de una manera abierta o por medio de la coacción psicológica.


La memoria de un pasado pervertido por las circunstancias históricas

Leyendo La gallina ciega comprendemos que Max Aub era un idealista, pues creía que España, la republicana, la que él consideraba un modelo de sociedad, iba a ser recordada por los jóvenes. Qué equivocado estaba. Lo peor es que nada de la actitud, de la conciencia, de la lengua, de Galdós, de Antonio Machado, de Gabriel Miró, de tantos y tantos escritores, se va a recordar. Por la sencilla razón de que la novela iba a ser juzgada por su valor estético y no por el social. La memoria del pasado literario será pervertida al igual que lo fue el pasado histórico con la vuelta al triunfalista pasado imperial español. Es triste pensar que quienes se oponían a Franco en el plano ideológico le apoyaron, sin quererlo, en el artístico.

Uno de los testimonios más sobrecogedores de la historia literaria reciente recogido en el libro La gallina ciega, da fe de un gran desencanto, el habido por un escritor del exilio español de 1939 a su regreso a la península, al comprobar que nadie, casi nadie, se acuerda de su persona ni de su obra, que las revistas donde le publicaban, Papeles de Son Armadans e Ínsula, son minoritarias, que sus libros se venden en cantidades irrisorias. ¿Cuál fue su reacción? La normal, la de comparar el ayer republicano con el presente dictatorial y señalar el vacío intelectual de la España de posguerra. Los jóvenes aparecen en muy mala luz, considerados como gentes sin trasfondo. Desaprovechaban la fuerza social y política de la literatura.




El silenciamiento impuesto por la censura

La historia literaria, cojan cualquiera de las muchas que existen, ordenan a los autores según los criterios mencionados con anterioridad, si pertenecen al realismo o según la relación que guardan con los antecesores. Y ahora les hago una pregunta: ¿no sería mucho más importante a la hora de estudiar estos textos, sean de Cela o de Aub, que los estudiantes leyeran en ellos asuntos relevantes a su presente, que, en realidad, son en sí mas relevantes en todos los tiempos, que encasillamientos histórico-literarios? Por ejemplo, los efectos del silenciamiento oficial o de auto silenciamiento en la obra de los mencionados autores. Esta última no es la censura oficial, del estado, sino de los propios autores, que al escribir tienen que contenerse, corregirse, no decir lo que tienen en la punta de la pluma.

Es importante explorar cómo los autores sufren este acoso psicológico que denominamos auto censura, y que llega a tener repercusiones psicológicas importantes. Hace años ya estudié el fenómeno, y no muchos entonces me hicieron caso. Hoy algunos estudiosos reconocen que quizás yo tenía una cierta razón cuando decía que La familia de Pascual Duarte evidencia el silenciamiento psicológico al que fue sometido Cela, que se evidencia en La colmena.

No debemos dejarnos llevar por sentimientos partidistas, y digamos, claro Cela fue fascista, como manifiesta su cara de censor. Lo mejor, siguiendo a Popper, es quedarnos por encima de las emociones, pues cada persona tiene su verdad, y la única manera de encontrar un término medio es conociendo bien la posición del contrario o del otro. Cela y Aub militaron en polos opuestos del mundo político, pero sin embargo ambos fueron víctimas del silenciamiento, de la opresión.

Hay un asunto que debe aclararse antes de que confundamos los términos de la discusión. Cuando un escritor redacta una pieza crítica o un ensayo político, lo que allí dice puede ser criticado de cualquier manera que se desee, porque sus ideas aparecen desprendidas de su persona, son reproducibles, y pueden ser criticadas. Cuando se trata de una novela, lo que sucede es que la persona, la personalidad, se convierte en el motor, y no tiene porque ser la misma que la del ensayista.

Lo que más me toca de este libro de Aub es este aspecto del mismo: el poner al descubierto el valor de la literatura, que no veía entre los jóvenes de la posguerra española, porque les faltaba contenido social. Tenía la rara capacidad de relativizar su mérito: «De pronto, resulta que los grandes novelistas de mi generación somos Sender, Ayala y yo. Si uno piensa un poco en los del 98, en Unamuno, en Baroja, dan ganas de reír. Y si uno se acuerda de los de antes, de Galdós, de Clarín, de Valera, ya son carcajadas». (p. 340)








Conclusión: El estudio de la novela de posguerra dentro del contexto socio-cultural de la segunda mitad del siglo XX

El legado literario de la posguerra española me parece importante, tanto por la calidad de obras individuales, como Tiempo de silencio, de Martín Santos, o Muertes de perro, de Francisco Ayala, como por lo que estas obras nos permiten aprender de aquel momento. Cuanto dicen directamente los textos como lo que nosotros podemos entrever de las circunstancias en que fueron escritas, y los condicionamientos con que fueron interpretadas.

El estudio de la misma ha estado basada primordialmente en los textos escritos en la península, mientras los redactados allende las fronteras fueron agrupados bajo un marbete de escaso calado, literatura del exilio. Digo de escaso calado porque esta literatura apenas ha pasado a formar parte del canon español contemporáneo; sólo es leída por los especialistas de esa parcela concreta de estudios. Por otro lado, la literatura de posguerra, domina por la generación de los mayores, la de Cela y Delibes, apoyados por la de los miembros de la generación siguiente, donde figuran desde Ignacio Aldecoa o Ana María Matute hasta los hermanos Goytisolo y Juan Benet, tampoco son hoy en día leídos por las juventudes universitarias, a no ser por exigencias de los programas de estudio en las aulas universitarias.

Parte de la culpa de la escasa difusión actual de la literatura producida en los años de la posguerra, digamos entre 1939 y 1975, se relacionada con el nacimiento de la sociedad multimediática y con la llegada al escenario social de la juventud, que por primera vez impone sus gustos, o dicho al revés, abandona las preferencias de sus mayores e impone las suyas, que abandonan la literatura a favor, por ejemplo, de la música. Historias del Kronen (1994), de José Ángel Mañas, presenta estupendamente la actitud de la juventud en el momento en que se impone a sus mayores. La pubertad, la adolescencia ofrecen un permiso de libertad de acción sin precedentes en la historia social.

La Edad de la Literatura (1800-1898), ocurrida entre el romanticismo y la caída del muro de Berlín, llegó a su fin, pues ninguna de las características básicas de la estética literaria, la autonomía del texto, la importancia del autor, etcétera, y canonizadas en la historia de la literatura, parecen poseer un atractivo social, cultural. La literatura y su historia se quedaron como materias de estudio en los planes educativos, con cada vez decreciente presencia, y en la universidad, con un número de alumnos en descenso. ¿Por qué ocurrió esto? Pues porque la crítica no supo salir a tiempo de las rodadas marcadas por la tradición. Cuando la era industrial daba paso a la financiera, se produjo un desfase entre el valor real de los productos y su valor de mercado. El libro se convirtió en un producto de mercado más, el autor se hizo autor marca, los lectores consumidores que exigía el libro más económico, de bolsillo, por favor. Todo ello supuso el fin de la literatura con un valor definido en las historias literarias. Algo que debemos empezar a entender en positivo, pues ha permitido concebir, revalorizar los textos como culturales, es decir, formando parte de un universo mayor que el meramente literario.

Por ello, cuando digo que hay que redefinir la posición y el valor de la literatura de posguerra, me refiero a que debemos leerla dentro de los condicionamientos mencionados aquí, y emprender siempre su lectura en clave literaria y, también, cultural.




Bibliografía

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  • www.clubdeletras.com/aulasdeautor/benet: «Benet y la polémica del realismo», encuentro de autores de la revista Cuadernos para el Diálogo, 1970.






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