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Introducción al estudio de la imagen simbólica en «Los siete locos» de Roberto Arlt1

Rose Corral





Nos parece que el paso necesario para comprender el marco en el que surgen y evolucionan determinadas imágenes, así como el sentido que tienen, consiste en precisar cuál es la situación narrativa de Los siete locos. En términos generales, el narrador-cronista comenta, en tercera persona, la «historia» -como él mismo dice (7L., 93)- del protagonista Remo Erdosain; el material principal de esta «historia» lo constituyen las confesiones que antes de suicidarse el personaje le hubiera hecho al narrador. El cronista aparece pues como un intermediario o un puente entre la experiencia de Erdosain y «los hombres» (7L., 99); en este contexto rápidamente delineado, se entiende que el personaje resulta decisivo en cuanto punto de vista dominante de la narración, punto de vista cuya particularidad conviene ahora aclarar correctamente a fin de completar el marco al que aludíamos en un principio.

Desde la primera escena de la novela, comprobamos que el narrador se coloca en la perspectiva de Erdosain y que se solidariza con su situación: el personaje es humillado por los jefes de la Compañía Azucarera que lo culpan de fraude. Podemos ya constatar dos cosas: por una parte, se reduce la distancia entre el personaje y el lector y se logra, al menos parcialmente, una identificación con el personaje; y por otra parte, este punto de vista permite revelar la peculiaridad de la visión de Erdosain: diremos que se trata de una visión en la que el personaje se percibe a sí mismo como radicalmente aislado, nulificado casi por la mirada de los «tres personajes» (7L., 7):

Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste.


(7L., 8)                


Esta escisión entre el personaje y los demás2, que manifiesta finalmente la imposibilidad de comunicarse con el mundo, no es, desde luego, ni particular a esta escena, ni tampoco un aspecto marginal del punto de vista: los términos mismos en los que se da la narración -tal y como lo acabamos de plantear- nos hablan de esta incomunicación entre Erdosain y «los hombres». Para completar, en lo que nos parece fundamental, el núcleo de la perspectiva, hay que señalar desde ahora otra escisión no menos decisiva, íntimamente ligada a la anterior: el personaje no se experimenta a sí mismo como una persona completa, integrada; la escisión que encontramos más frecuentemente mencionada es la de un cuerpo extraño, separado o desligado de una conciencia o de un «yo interior» que tiene vida propia3. La doble escisión que acabamos de plantear -con el mundo y consigo mismo- constituye pues el núcleo básico del punto de vista que pone de manifiesto una determinada estructura de comportamiento que sin duda alguna podemos calificar de esquizoide4. El progresivo aislamiento del «yo interior» y la pérdida de la identidad son las principales amenazas que pesan sobre el personaje; una lectura detenida de la ya citada primera escena, nos muestra que el personaje no entra en una relación viva, dialéctica con los otros y con el mundo en general, sino que se margina y encierra a esa otra zona que hemos denominado el «yo interior» y que tiene particular importancia para comprender las imágenes.

Sin embargo podemos, desde ahora, ver cómo opera en la novela la disociación que vive el personaje; basta pensar en las dos direcciones en las que suelen inscribirse los actos de Erdosain; el robo, por ejemplo, visto en su dimensión social le resulta ajeno, y finalmente no tiene nada que ver con el tipo de conciencia del personaje que roba:

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra no estuviera en consonancia con su estado interior.


(7L., 9)                


El crimen de la Bizca, al final de Los lanzallamas, es un caso extremo que muestra también el mecanismo de desdoblamiento entre dos planos independientes; mecanismo que roza aquí la enajenación total: el yo interior del personaje no participa directamente en el acto que ejecuta su cuerpo y se convierte en el espectador de su propio crimen.

Algo nos parece muy interesante en este particular punto de vista y allí queríamos llegar: el tipo de imágenes referidas a él. En términos aún generales, partiremos para su análisis de la relación existente entre la afectividad y las imágenes (o plano simbólico); esto es una cosa demostrada tanto por los psicoanalistas como por los antropólogos. Recordemos, de paso, lo que dice de manera amena Levi-Strauss: «... l'affectivité est la nourrice des symboles»5. Como no podemos, en el espacio de este ensayo, inventariar la totalidad de las imágenes, hemos tratado de mostrar a partir de algunos ejemplos, desde luego significativos, el interés que presenta su estudio en la narrativa arltiana.

Al principio de Los siete locos, el personaje intenta, sin lograrlo, explicar al Rufián y al Astrólogo el porqué del robo a la Azucarera; finalmente, dice:

Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas porque está angustiado. Usted camina por las calles con el sol amarillo, que parece un sol de peste... Claro. Usted tiene que haber pasado por esas situaciones.


(7L., 34). (El subrayado es nuestro.)                


Aludir a la «angustia» en general es hacer hincapié en este sentimiento que el personaje conoce bien y que ha explicado detalladamente en «Estados de conciencia»6. El problema se plantea con el «sol amarillo»: ¿de qué sol se trata? Sin duda alguna, no se está designando ningún sol «real»; se pasa abruptamente a otro nivel por medio de una imagen que está allí para concretar el problema del núcleo afectivo. A este otro nivel, introducido por la imagen, lo llamaremos, siguiendo a Durand, el nivel de la imaginación simbólica:

... llegamos a la imaginación simbólica propiamente dicha cuando el significado es imposible de presentar y el signo sólo puede referirse a un sentido, y no a una cosa sensible7.


Algunas precisiones se imponen desde ahora; pensamos que hay que establecer una distinción en lo que algo vagamente hemos llamado el «yo interior» del personaje. Existe una característica del personaje, subrayada por el propio narrador8, que consiste en analizar lo que le sucede internamente. El ejemplo de la «zona de la angustia» es significativo de lo que estamos afirmando (ver nota 6). A este intenso «auto-escrutarse» -ocupa capítulos enteros de la novela- lo podríamos llamar el «yo reflexivo» en la medida en que conscientemente se trata de racionalizar lo que se ha designado como «estados de conciencia». No parece pues que la imagen simbólica se inscriba en ese circuito ya que constatamos que se recurre a ella precisamente cuando el personaje no tiene otra posibilidad de comunicar o proyectar lo que le sucede al «yo interior»: entonces la imagen se impone, como en el caso del «sol amarillo», y se nos entrega en forma simbólica, cuyo sentido hay que descifrar. Plantearemos pues la hipótesis de que, si la introducción de la imagen no es gratuita -y no lo es por supuesto- resulta necesario conectarla con una zona inconsciente del «yo interior», lo cual además parece confirmado por el funcionamiento mismo del símbolo9:

Sin embargo, el análisis [del símbolo] ha demostrado que conviene desconfiar de una lectura directa: la trama del símbolo no se teje en el nivel de la conciencia clara [...] sino en las complicaciones del inconsciente... El símbolo necesita ser descifrado, precisamente por estar cifrado, por ser un criptograma indirecto, enmascarado10.


La imagen del sol reaparece varias veces en la narración, lo cual nos hace pensar que se trata de una imagen significativa; además, como las connotaciones sucesivas que va adquiriendo la complejizan bastante, resulta necesario rastrear su evolución desde un principio.

Casi todas las variantes que encontramos del «sol amarillo» como por ejemplo «el sol anaranjado» (7L., 58), «el gran día de sol en el trópico» (7L., 55) o el «sol invisible que arroja oleadas de luz» (Lzll., 61) connotan una luminosidad de pesadilla, enceguecedora y nefasta, que incluso «marchita», o sea, mata simbólicamente lo que toca:

Pensó en la deliciosa creatura y se la imaginó soportando a ese bruto bajo un cielo oscurecido por grandes nubes de polvo e incendiado por un sol amarillo y espantoso. Ella se marchitaría como un helecho trasplantado a un pedregal.


(7L., 172)                


La mayor parte de las veces, se trata de un sol estático, aplastante, cuya presencia insoslayable cobra rasgos persecutorios11:

Estaré solo sobre la tierra [...] El infinito por delante [...] Y noche y día... y siempre un sol amarillo. ¿Se da cuenta? Crece el infinito... arriba un sol amarillo y el alma que se apartó de la caridad divina anda sola y ciega bajo el sol amarillo.


(7L., 204)                


No cabe duda que la imagen del sol, tal y como aparece hasta ahora en sus diferentes variantes, es un símbolo negativo; un ejemplo clave permite acercarnos a una interpretación más precisa:

He vivido como si alguien me llamara a cada momento desde distintos ángulos. Día y noche; día y noche. ¡Oh! ¡Dios mío, qué importa el día y el sol oblicuo!


(Lzll., 231). (El subrayado es nuestro.)                


A raíz de este ejemplo, el «sol» parece ser el símbolo mismo de la escisión esquizoide en la que vive sumido el personaje; traduce la presencia constante, hostil, de un doble que no es más que su propio «auto-escrutarse»12.

Finalmente, nos parece que la trayectoria de la imagen del sol encuentra, en su última variante, «el sol de la noche» (Lzll., 231-232), su configuración más lograda porque en ella se concentra la polaridad de sentidos que ya habíamos advertido en el curso de su evolución. En otros términos, diremos que si la imagen del sol es asimilada en cierta medida por la noche, es que ésta pertenece y funciona simbólicamente como un espacio negativo por excelencia13.

El conflicto planteado por el núcleo afectivo se resuelve simbólicamente por un «encabalgamiento» o acaparamiento de la imagen del sol por el simbolismo nocturno. Este «sol de la noche», cuyo sentido cuestiona el propio personaje, apunta, por sus atributos de total desolación, a la «muerte existencial» o «muerte-en-vida» como un modo prevaleciente de relacionarse con el mundo:

¿Qué es el sol de la noche?, no lo sabe, pero se encuentra en algún rincón de trayectoria helada, más allá de los planetas de color y de las vegetaciones retorcidas, de los árboles con deseo [...] dormir en el sol de la noche, que gira siniestro y silencioso al final de un viaje, cuyos boletos vende la muerte.


(Lzll., 232)                


La imagen que acabamos de analizar y de seguir en su trayectoria nos confirma el hecho de que hay un nivel simbólico, coextensivo al movimiento de la obra en su conjunto pero que, por estar dotado de un dinamismo propio, merece ser examinado en sus principales líneas o en su funcionamiento específico. Sin embargo, lo recalcaremos una vez más, su estudio no se puede desligar del análisis y comprensión del punto de vista -que en este caso es el personaje principal- a partir del cual surgen las imágenes.

Queremos abrir un breve paréntesis para decir que esta situación en que aparece Erdosain «caminando bajo el sol amarillo» -reiterativa en la novela- ha sido comentada de la siguiente manera:

Erdosain debe caminar por las calles de Buenos Aires, pegajosas y calientes, como Astier, mientras la ropa se le pega al cuerpo, bajo un sol del que amparan mal los techos bajos de los suburbios y de los barrios14.


Es, sin duda alguna, una lectura literal del texto a la cual se le escapa por completo un plano importante de la obra.

Por último, queremos abordar brevemente el problema del simbolismo nocturno15 para comprobar que a fin de cuentas no es gratuito el hecho de encontrarlo al final de la trayectoria del sol, en el «sol de la noche».

Un capítulo de Los siete locos, intitulado «Capas de oscuridad», presenta un paralelismo interesante entre una oscuridad «devorante» y la pérdida de identidad del personaje:

Cada capa de oscuridad que descendía de sus párpados era un tejido placentario que lo aislaba más y más del universo de los hombres. Los muros crecían, se elevaban sus hiladas de ladrillos, y nuevas cataratas de tinieblas caían a ese cubo donde él yacía enroscado y palpitante como un caracol en una profundidad oceánica. [...] Sí, todo su cuerpo vivía, estaba en contacto con la tierra, por un centímetro cuadrado de sensibilidad. El resto se desvanecía en la oscuridad.


(7L., 58). (El subrayado es nuestro.)                


Minkowski analiza en El tiempo vivido dos formas de vivir el espacio; estas dos formas, las designa como «el espacio claro» y «el espacio negro». A propósito del espacio oscuro -y sólo nos detendremos en lo que se refiere a él- el autor propone, desde un punto de vista fenomenológico, la explicación de por qué la oscuridad es vivida como un espacio envolvente que no sólo aísla16, sino que aniquila la individualidad. El «espacio negro»,

... no se extiende delante de mí, sino que me toca directamente, me envuelve, me aprieta, hasta penetrar en mí, me penetra por completo, pasa a través de mí, de suerte que hasta diríamos que el yo es permeable a la oscuridad, mientras que no lo es a la luz. Así pues, el yo no se afirma en relación a la oscuridad, sino que se confunde con ella, es uno con ella17. (El subrayado es nuestro.)


Este mismo espacio, prosigue el autor, será un espacio «no socializado», o sea que en él se ha perdido la capacidad de relación, de comunicación; un ejemplo privilegiado en ese sentido es el de la «casa negra», lugar simbólico, a la vez deseado y rechazado, que designa la masturbación; ésta no es asumida desde luego como una experiencia integradora, sino todo lo contrario: sumirse en la «oscuridad sensual» es ahondar aún más la distancia que existe entre el personaje y su entorno:

Era esta oscuridad (sensual) una casa familiar en la que perdía súbitamente las nociones del vivir común. Allí, en la casa negra, le eran habituales los placeres terribles, que de haberlos sospechado en la experiencia de otro hombre le habrían separado para siempre de él.


(7L., 98)                


Lo que ya llevamos dicho sobre el espacio oscuro resulta suficiente en el marco de este trabajo para concluir que connota un espacio desintegrador de la individualidad y por lo tanto cobra más sentido la evolución de la imagen del sol hacia su última forma, «el sol de la noche».

Lo que queda planteado, esperémoslo, con esta breve introducción, es la legitimidad de un estudio exhaustivo del «imaginario» arltiano y de su función porque consideramos que la imagen simbólica contribuye en gran medida a la constitución del sentido en las dos novelas estudiadas. Si con fines demostrativos hemos extraído, quizá de manera algo «clínica», una sola imagen simbólica para analizarla en su propio dinamismo, resulta necesario ahora concretar el sistema que forman en su totalidad. Nos parece que el punto de partida de nuestro trabajo es el aspecto determinante del análisis, o sea el haber considerado la imagen, no como una entidad autónoma, sino al contrario, estrechamente vinculada al personaje y a su visión de mundo esquizoide. Esta vinculación no implica, sin embargo, un simple paralelismo en un nivel «simbólico con el conflicto del personaje; en la medida en que la imagen, como lo precisamos anteriormente, no se racionaliza, podemos plantear la hipótesis de que constituye un medio de comunicación de una zona no consciente y quizá más auténtica de la identidad esquizoide del personaje. Si recordamos que el principal problema del núcleo afectivo es la imposibilidad de comunicarse con el mundo, entonces la imagen cumpliría una función central en la novela.





 
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