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Introducción del Símbolo de la Fe


Fray Luis de Granada


[Nota preliminar: Presentamos una edición modernizada de Introducción del Símbolo de la Fe, de Fray Luis de Granada, Salamanca, Herederos de Matías Gast, 1583, basándonos en la edición de José María Balcells (Granada, Fray Luis de, Introducción del Símbolo de la Fe, Madrid, Cátedra, 1989), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Balcells.]


ArribaAbajoAl ilustrísimo y reverendísimo señor don Gaspar de Quiroga

Arzobispo de Toledo, Primado de las Españas, Canciller Mayor, Inquisidor General, y del Consejo del Estado de Su Majestad, etc.


Algunas personas virtuosas me han pedido, por veces, Ilustrísimo y Reverendísimo Señor, escribiese un catecismo en que declarase los artículos de nuestra santa fe católica, con todo lo demás que contiene la doctrina cristiana, la cual todo fiel cristiano es obligado a saber. Mas considerando yo que otros mejores ingenios han tomado esto a cargo, no me pareció que debía gastar tiempo en escribir lo que estaba ya por otros tan bien escrito. Solamente me pareció añadir a los catecismos ya hechos una introducción algo copiosa, para que mejor se entendiesen y afectuosamente se sintiesen los principales misterios de nuestra fe, que son la obra de la Creación del mundo y la Redención del género humano, que son la principal parte del catecismo y el fundamento de toda la doctrina cristiana. Porque así como el cielo se mueve sobre los dos puntos, o polos que llaman del mundo, así esta celestial doctrina se funda en estas dos tan principales obras de Dios, pues de aquí procede lo demás y, a vueltas de esto, se declaran también otros principales misterios que pertenecen a esta doctrina. Y porque el conocimiento de estos misterios ha de ser por fe (lo cual denota la primera palabra del Símbolo, que es Creo), pareciome sería justo tratar de las excelencias de nuestra santísima fe y religión, para que por aquí vean los profesores de ella los grandes tesoros y riquezas que en ella están encerradas, y den gracias al Señor que los hizo participantes de éste tan grande bien. De estas excelencias se trata en la Segunda Parte de este libro, y de la obra de la Creación del mundo en esta Primera, y de la Redención del género humano, que es obra más divina, en la Tercera y Cuarta, que son las postreras. Y aunque esta doctrina en todo tiempo sea necesaria (pues nos manda el apóstol San Pedro que estemos aparejados para dar razón de la fe que profesamos), pero en este tiempo parece ser esto más necesario, donde la fe católica y la navecica de San Pedro ha padecido tantas tempestades, cuantas todo el mundo conoce y llora. Y dado caso que estos reinos de España, por la misericordia de Dios, y amparo de la Católica y Real Majestad, y por la providencia del Santo Oficio, de que V. S. Ilustrísima tiene singular cuidado, estén puros y limpios de esta pestilencia (y así esperamos que siempre lo estarán), todavía porque el sonido de las herejías que corren no puede dejar de llegar a nuestros oídos, no será fuera de propósito esclarecer y confirmar los ánimos de los fieles en esta santa fe, declarándoles la excelencia, la hermosura y las conveniencias y consonancias suavísimas que hay en ella, para que por este medio estén más firmes y constantes en la confesión de la fe, y gocen de aquel fruto maravilloso de que el Apóstol quiere que seamos participantes, cuando dice que Dios dé a nuestras ánimas una paz y un gozo espiritual, creyendo los misterios de la fe, para que así crezca en nosotros (como él dice) la esperanza de la gloria y la virtud del Espíritu Santo.

Mas dado caso que esta escritura (declaradora de la verdad) sea condenación de las falsedades y errores de los herejes, no haremos aquí mención de ellos, porque no conviene desayunar al pueblo común de estos engaños, porque más lejos estará de caer en ellos el que ni aun noticia tuviere de ellos. Ni tampoco es mi intento probar los misterios de la fe por razones humanas, pues la firmeza de ellos no se funda en estas razones, sino en la lumbre de la fe, mediante la cual el Espíritu Santo inclina y mueve nuestro entendimiento a tener por ciertos e infalibles los artículos de la fe, como cosas reveladas por la primera Verdad, que ni puede engañar ni ser engañada.

Servirá esta doctrina (entre otras cosas) para extirpar uno de los mayores engaños que ahora corren en el mundo. El cual es tanto mayor cuanto más se cubre con color y capa de verdad. Porque común cosa es a los que quieren dar a beber ponzoña, confeccionarla con algún licor sabroso, para que con menor sospecha se beba. Y de este modo el malvado Mahoma, alabando y encumbrando sobre los cielos la persona de nuestro Salvador, y confesando que le hacía grande ventaja, y engrandeciendo la dignidad y santidad de la sacratísima Virgen su madre, engañó gran parte de la cristiandad, y con esto le abrió puertas para todos los deleites sensuales, los cuales no sólo concedió en esta vida, mas también prometió por galardón en la otra. De esta manera los herejes de nuestros tiempos (como gente guiada por este mismo espíritu de falsedad) han dado a beber la ponzoña de sus errores con el cebo de una de las más altas verdades y misterios que profesa la religión cristiana. Porque todos sabemos que entre todas las obras que la divina Bondad y Sabiduría ha obrado en este mundo, la más alta, la más divina, la más saludable, la más suave y admirable, y la que más claras nuevas nos da de la inefable bondad y misericordia de nuestro Señor Dios, y más consuela las ánimas, y las provoca a amarlo y poner en él toda su confianza, es la obra de la Encarnación y Pasión de su unigénito Hijo. Pues como esta materia sea tan agradable al corazón humano, extienden ellos las velas en engrandecerla y amplificarla, acusando a los católicos que no saben estimar este divino beneficio, y con el cebo de este bocado tan suave encantan los corazones de sus oyentes, haciéndoles creer que basta la satisfacción y penitencia que hizo Cristo por los pecados del mundo, sin que sea menester la nuestra. De modo que, asentado el fundamento de aquella tan gran verdad, vinieron a filosofar tan mal que, de donde habían de sacar motivos de mayor amor para con su Redentor, más encendidos deseos de imitar aquella profundísima humildad y perfectísima obediencia y paciencia nunca vencida del Salvador, con todas las otras virtudes que resplandecen en su sagrada Pasión, tomaron argumento para vivir a su placer y excusar todo el trabajo de las buenas obras y de la penitencia. Y este engaño no es ahora nuevo, sino muy antiguo y muy usado, porque con esta falsa consolación se aseguran los hombres desalmados en sus vicios, confiando en los méritos de la Pasión de Cristo y en la bondad y misericordia de Dios, haciendo de la medicina ponzoña, y sacando tinieblas de la luz, y tomando motivos, para pecar, de lo que había de ser medio para más aborrecer el pecado.

Pues contra esta ponzoña, así de herejes como de malos cristianos, servirá como de triaca un pedazo de esta escritura, en la cual declararemos cuán altamente sientan los católicos de este soberano misterio de nuestra Redención, y cuánto magnifiquen y engrandezcan este sumo beneficio. Mas no filosofaremos tan mal como ellos, haciendo argumento de la divina Bondad para nuestra maldad, y tomando motivo para pecar de lo que Dios hizo para destruir el pecado, aprovechándose de los tormentos y de los dolores de Cristo para entregarse a los deleites y regalos de la carne, habiendo él crucificado la suya, no sólo para nuestro remedio, sino también para nuestro ejemplo, como dice el apóstol San Pedro. Y por servir esta doctrina a la declaración y confirmación de los principales artículos y misterios de nuestra santa fe, de derecho se debía a la persona de V. S. Ilustrísima (aunque otra particular razón no hubiera), pues está a su cargo por dispensación divina el amparo y defensión de la fe, con el cual esperamos que nuestro Señor la conservará en la sinceridad y pureza que hasta ahora ha perseverado. Porque los méritos y virtudes que sublimaron a V. S. al más alto título y dignidad de estos reinos de España, esos mismos obrarán que, mediante el celo de su religiosa providencia, la columna de la fe persevere siempre en su firmeza. Por lo cual debe siempre dar gracias al que le escogió para este tan gran ministerio. Anteponen los escritores gentiles al gran Alejandro a Darío, rey de los persas, porque Darío nació con el Imperio, mas Alejandro lo alcanzó por su valor y esfuerzo, porque más gloriosa cosa es ser grande por virtudes y merecimientos que por fortuna. Y esta grandeza debe V. S. Ilustrísima a nuestro Señor, el cual en esta vida le dio los merecimientos y juntamente el premio de ellos, mientras se dilataba el que le tiene guardado en la otra, que será sin comparación mayor; el cual la Ilustrísima y Reverendísima persona y estado de V. S. prospere por largos tiempos con favores del cielo.

Ilustrísimo y Reverendísimo Señor,

Siervo de V. S. Ilustrísima,

Fray Luis de Granada




ArribaAbajoAl cristiano lector

Que sea el conocimiento de Dios principio y fundamento de toda nuestra felicidad y bienaventuranza, muy notorio es a todos. Este conocimiento es la propia y verdadera teología de los cristianos, que es la reina y señora de todas las ciencias. Porque si (como Aristóteles dice) aquélla es más alta ciencia que trata de más excelente materia, ¿qué cosa más excelente y más alta que Dios? Ésta es aquella ciencia que alaba y engrandece el mismo Dios por Jeremías diciendo: «No se gloríe el sabio en su sabiduría, ni el rico en sus riquezas, ni el esforzado en su fortaleza, mas en esto se gloríe el que quisiere gloriarse, que es tener noticia y conocimiento de mí». Pues este conocimiento es (como decimos) la ciencia más alta, más divina, más provechosa, más suave y más necesaria de cuantas el entendimiento humano puede comprender. Este conocimiento tienen los bienaventurados en el cielo por clara visión de la esencia divina. Mas como esto no tenga lugar en esta vida, recorremos a la consideración de las obras de Dios, las cuales, como obras y efectos de su bondad y sabiduría, nos dan alguna noticia de la fuente y causa de donde proceden. De estas obras unas son de naturaleza, otras de gracia. Las de naturaleza son las obras de la Creación, que sirven para la sustentación de nuestros cuerpos, mas las de gracia pertenecen a la santificación de nuestras ánimas, las cuales son muchas. Mas la principal, y la fuente de donde todas manan, es la obra de nuestra Redención. En lo cual parece que estas dos tan principales obras de nuestro Señor nos son dos grandes libros en que podemos leer y estudiar toda la vida, para venir por ellas al conocimiento de él y de la grandeza y hermosura de sus perfecciones, las cuales en estas obras suyas, así como en un espejo purísimo resplandecen, y junto con esto nos dan materia de suavísima contemplación, que es el verdadero pasto y mantenimiento de las ánimas.

Estas dos obras tan señaladas son los principales fundamentos de los artículos de nuestra fe. Porque por la primera de ellas se declara la primera parte del Credo, que pertenece a la persona del Padre, que es: Creo en Dios Padre todo poderoso, Criador del cielo y de la tierra. Mas por la segunda se declara la segunda parte de él, que pertenece a la persona del Hijo, y comprenden los artículos que pertenecen a su sagrada humanidad. Y así declaradas estas dos obras tan principales, queda declarada la mayor parte de los artículos de nuestra fe. En lo cual parece que, así como los cuerpos celestiales se revuelven sobre los dos polos del mundo (que llaman Ártico y Antártico), así todos los misterios y artículos de nuestra fe se fundan en estos dos tan principales que decimos. Y por tanto, sabidos éstos, queda el cristiano bastantemente introducido en la inteligencia de los misterios de nuestra santa fe, que es el intento y fin de esta nuestra Introducción.

Y porque el primer fundamento de nuestra fe es aquél que pone San Pablo cuando dice que «el que se llega a Dios, ha de creer primeramente que hay Dios, y que él es remunerador de los que le buscan», por esta causa en la Primera Parte de este libro se trata de Dios nuestro Señor, y de su divina providencia, y de sus grandezas y perfecciones, en cuanto se conocen por las cosas criadas. En esta Parte se ponen las razones principalmente por donde los filósofos conocieron que había Dios, al cual llamaron primer movedor, primer principio, primera verdad, sumo bien y primera causa, de que dependen todas las otras causas, y ella no pende de nadie, porque no tiene superior.

Entre estas razones, una de las más acomodadas a la capacidad del pueblo es ver la orden de todo este mundo, esto es, ver los movimientos de los cielos (de quien procede la variedad y curso de los tiempos del año), tan acomodados a la procreación y conservación de las cosas, pues cada año (que es una revolución del sol) tenemos nuevo parto y creación de animales, y peces y aves, y nueva provisión y mantenimiento para nosotros y para ellos. Y lo mismo nos declaran las habilidades que el Criador dio a estos animales para buscar su mantenimiento, y para defenderse de sus contrarios, y para curarse en sus enfermedades, y para criar y mantener hijos. En lo cual singularmente resplandece la divina providencia, la cual tan perfectamente y por tantas y tan diversas maneras proveyó a todas las criaturas, por muy pequeñas que sean, de todo lo necesario para su conservación. De esta manera la oveja, y todos los otros animales, por natural instinto conocen las yerbas que les son saludables, y las ponzoñosas, y pacen las unas y dejan las otras. De esta manera las grullas, cuando van camino y reposan de noche, tienen su centinela que las vela con una piedra en la mano, para despertar, si se durmiere, y, cuando está desvelada, despierta a otra compañera, para que suceda en el mismo cargo. Pues, ¿qué diré de las habilidades de las hormigas, y de la sutileza de las redes y telas que tejen las arañas y de la república de las abejas con su rey, tan bien ordenada, y de la habilidad de los gusanos que crían seda, que es todo el ornamento del mundo?


- I -

Considerando, pues, los filósofos estas y otras semejantes habilidades que se ven en las criaturas, forman esta razón, con que prueban haber en este mundo un sapientísimo gobernador que lo rige. Porque vemos (dicen ellos) que todos los animales brutos hacen todo aquello que conviene a su conservación tan a su propósito como si tuvieran razón, y sabemos que carecen de ella, luego hemos de confesar que hay una razón universal y una suma sabiduría, que formó todos estos animales con tales inclinaciones que, sin tener razón, hagan todo aquello que les conviene, tan acertadamente como si la tuvieran. Porque, poniendo ejemplo en una cosa, ¿de qué otra manera hicieran su nido las golondrinas, si tuvieran razón, que como lo hacen? Y ¿de qué otra manera criaran sus hijos sino como los crían? Y ¿de cuál otra manera repartieran tan igualmente el trabajo de la creación, sino como lo reparten? Y ¿de qué otra manera mudaran los aires y las regiones en sus tiempos sino como los mudan?

Tenemos en esta materia por luz y guía dos grandes santos, que con gran estudio y elocuencia escribieron sobre ella, que son San Basilio y San Ambrosio, tratando en particular de las obras de los seis días en que nuestro Señor crió todas las cosas. La cual materia tratan, no como filósofos (que no pretenden más que darnos conocimiento de las cosas), sino como teólogos, mostrando en ellas la infinita sabiduría del Hacedor, que tales cosas supo trazar, y la de su omnipotencia, que todo lo que trazó pudo con sola su palabra hacer, y la de su bondad y providencia, la cual tan perfectamente proveyó a todas ellas de lo que les era necesario, desde la más alta hasta la más baja, sin dejar cosa por proveer. Y este conocimiento sirve para la admiración y reverencia de tan gran majestad, y para el amor de tan gran bondad, y para el temor y obediencia de tan gran poder y sabiduría, y para la confianza en tan perfecta y misericordiosa providencia, porque la que a ninguna criatura, por pequeña que sea, falta, no faltará a aquélla para cuyo servicio crió todas las otras. Éste es el fruto, ésta la doctrina que sacamos de leer por el libro de las criaturas por donde los santos leían, como adelante se declara.

Mas el principal intento a que se ordena la doctrina de esta Primera Parte es a que, vistas estas grandezas del Criador, reconozcamos la gran obligación que tenemos a amar, servir y honrar a un tan gran Señor, así por lo que es en sí, como por la providencia y cuidado que tiene de nosotros. Porque como las grandezas de Dios y sus beneficios exceden infinitamente a las grandezas y beneficios de los hombres, así excede esta obligación, que a su amor y servicio tenemos, a las que tenemos a todos los hombres.

Mas como haya habido en el mundo muchas maneras con que los hombres pretendían honrar a Dios, y muchas de ellas supersticiosas y llenas de errores y engaños, decimos que, después de la ley de naturaleza y de escritura (que corrieron sus tiempos), no hay otra verdadera y perfecta religión con que Dios sea debidamente honrado, sino sola la fe y religión cristiana. Y para testimonio de esta verdad sirve toda la doctrina de la Segunda Parte, que después de esta se sigue. De modo que la Parte precedente señaladamente prueba que ha de haber en el mundo alguna verdadera religión, con la cual aquella soberana majestad y grandeza sea honrada. Mas la Segunda se emplea en declarar cómo la verdadera y perfecta religión es la nuestra, y que no hay otra fuera de ella. Y esto se prueba, no por razones filosóficas y sutileza de argumentos, sino declarando las excelencias singulares que esta religión tiene, y probando que todas las cosas que ha de tener una perfecta religión, tiene ella, y todas en sumo grado de perfección. De modo que no le buscamos atavíos y ornamentos postizos fuera de ella, sino ella sola con su misma honestidad y hermosura cautiva los corazones, convida a todos a ser preciada, y amada, y tenida por la cierta y verdadera.




- II -

Mas porque la obra de la Redención es mayor sin comparación que la de la Creación (y la que por excelencia se llama la obra de Dios, por ser tan digna de su bondad, en la cual se halla un mar de grandezas y maravillas), de ésta se trata en la Tercera y Cuarta Parte de esta escritura, aunque en diferente manera. Porque en la Tercera Parte (presupuesta la fe), procediendo por lumbre de razón se trata de este misterio, declarando que, aunque nuestro Señor pudiera redimir el mundo por otros muchos medios, mas ninguno había más proporcionado ni más conveniente, así para la gloria de su misericordia y justicia como para el remedio y cura de nuestras miserias. Para lo cual se cuentan y declaran veinte singulares provechos y beneficios que el mundo recibió por virtud de la santísima Encarnación y Pasión de Cristo nuestro Salvador, los cuales llamamos aquí frutos del árbol de la santa cruz. Después de lo cual se ponen cinco diálogos entre un discípulo y un maestro, en los cuales se proponen las principales preguntas que, acerca de este divino misterio, la prudencia humana puede hacer, y se responde a ellas. Esto contiene la Tercera Parte.

Mas en la Cuarta, procediendo por lumbre de fe y autoridad de las Santas Escrituras, se prueba claramente ser Cristo nuestro Salvador el verdadero Mesías prometido en la ley, y se responde en once diálogos (en que hablan un maestro y un catecúmeno) a todos los puntos en que tropiezan los que no le han querido recibir. Esta Parte quise tratar más copiosamente, para instrucción de los que cada día pasan de la ley antigua a la gracia del Evangelio. Porque (como San Jerónimo escribe en el Epitafio de Nepociano) nuestro Salvador dedicó para su servicio con el título triunfal de la cruz (que estaba escrito con letras griegas y latinas, y hebreas) las tres naciones cuyas eran estas lenguas. Pues para instrucción de los que cada día llama él de esta nación a su santa fe, sirve esta Parte, que es como un catecismo para ellos. Porque sabemos que en Roma y en Venecia hay colegios diputados para los tales, y a esta ciudad de Lisboa vienen muchas veces otros de Berbería, que con mucha devoción la reciben, y que han dado muy buena cuenta de su fe con vida virtuosa. Y espero en nuestro Señor que así a éstos como a otros, que estarán dóciles y tratables, aprovechará este trabajo. Porque para los duros y obstinados, otros libros de graves autores están escritos, que tratan muy de propósito esta materia. Mas los que están ya arraigados en la fe, no dudo que recibirán grandísima consolación cuando leyendo esta escritura vean cuán sólidos y firmes son los fundamentos de nuestra verdad, y con esto darán muchas gracias al Padre de las lumbres, que esclareció sus entendimientos con el conocimiento de ella.

A estas Cuatro Partes principales quise añadir un breve sumario de las principales cosas que en las Cuatro Partes susodichas se contienen. Porque, como la escritura es larga, tenía necesidad de esta breve recapitulación, para tenerse mejor en la memoria lo que en las Partes susodichas más difusamente se trata.




-III -

Parecerá esta escritura a alguno larga. La causa de esto fue porque yo no me contento con sólo informar el entendimiento, declarando los artículos y misterios de nuestra fe (que es en lo que principalmente se ocupan los catecismos), sino mucho más en mover la voluntad al amor y temor de Dios, y obediencia de sus santos mandamientos, que es el fin de todo nuestro conocimiento, sin el cual valdría poco, y aun podría redundar en nuestro daño, pues dice el Salvador que «el siervo que sabe la voluntad de su señor, y no la cumple, será más gravemente castigado».

El fruto principal de toda esta escritura es saber el cristiano los principales artículos y misterios de la fe y religión que profesa, y saberlos de tal manera que conozca la dignidad y excelencia y hermosura de ellos, y con esto tenga su ánima un suavísimo pasto y mantenimiento con la consideración de estas verdades, que son las más altas, más nobles y más divinas de cuantas por todas las ciencias humanas se pueden alcanzar. Con lo cual será su ánima tan confirmada en la fe de esta verdad (si con el estudio de ella juntare el de la humilde oración, como adelante avisamos) que vendrá por una nueva manera como a palpar y tocar la verdad de los misterios que cree. Y pues en estos tristes tiempos, por justo juicio de Dios y por los pecados del mundo, tanta parte de la cristiandad se ha apartado de la sinceridad de la fe católica, ninguna materia viene más a propósito para ellos que la que sirve para esclarecer los misterios de nuestra fe, y confirmar los fieles en ella, para que el ejemplo de tantos perdidos que de ella han apostatado, no sea escándalo para los flacos, sino motivo para compadecerse el verdadero cristiano, y dar gracias a nuestro Señor por no ser él uno de ellos. Porque como en tiempo de guerras son menester más las armas, y en tiempo de grandes enfermedades las medicinas, así en tiempo donde el enemigo ha sembrado tanta cizaña de herejías entre la buena sementera de la Fe católica, conviene estar más apercibidos y armados con la verdad de la doctrina de la fe.

Pues la paz y consolación que de esta fe tan esclarecida y formada se sigue (como el apóstol San Pablo dice) otros la experimentaran si con humildad y devoción se ocuparen en esta doctrina, la cual, aunque generalmente sea a todos provechosa, particularmente lo será a algunos, que son molestados con tentaciones de la fe, que dan gran pena al que las padece.

Procuré acompañar esta doctrina con algunas historias y vidas de Santos traídas a sus propósitos, y éstas las más suaves que yo hallé, y más auténticas. Porque como la historia sea cosa muy apacible, quise recrear y cebar al cristiano lector con estos bocados tan suaves, para que de mejor gana se ocupase en la lección de esta escritura, y dejase las otras fabulosas y dañosas.

También pido al lector que no se enfade, si viere que en diversas partes de este libro trato muchas veces a sus propósitos las mismas materias que en otras partes de él se tratan. Porque cuatro materias hay nobilísimas, y tan provechosas y ricas, que por mucho que de ellas se diga, siempre queda más que decir, que son: el misterio de nuestra Redención, la conversión del mundo, la constancia nunca vencida de los mártires, y la santidad de los gloriosos monjes y confesores. Y si lo que hay que escribir y engrandecer en cada cosa de éstas, se pusiese todo junto, por ventura cansaría los ingenios amigos de variedad, y sacarían hastío de donde habían de sacar fruto. Por esto pareció ser cosa más acertada tratar estas mismas materias en diversos lugares a sus propósitos, añadiendo en unos lo que se calló en otros, o explicando más en una parte lo que en otra se dijo con más brevedad.

Advierto también al lector que, en algunas de las autoridades de la santa Escritura que aquí se alegan, a veces entremeto alguna palabra para mayor declaración de la sentencia, cuando sin ella quedaría oscura y manca. Mas de esta libertad no uso en las autoridades de los profetas que tratan de la venida y de las obras de Cristo. Esto baste para que el cristiano lector entienda el argumento de toda esta escritura.








ArribaAbajoPrimera parte de la Introducción del Símbolo de la Fe,

en la cual se trata de la creación del mundo para venir por las criaturas al conocimiento del criador y de sus divinas perfecciones



ArribaAbajoArgumento de esta Primera parte

Como haya muchos medios para venir en conocimiento del universal Criador y Señor, aquí principalmente usaremos de aquél que el Apóstol nos enseña cuando dice que «las cosas que no vemos de Dios, se conocen por las que vemos obradas por Él en este mundo», por las cuales se conoce su eterno poder y la alteza de su divinidad. Porque como los efectos nos declaren algo de las causas de donde proceden, y todas las criaturas sean efectos y obras de Dios, ellas (cada cual en su grado) nos dan alguna noticia de su Hacedor. Por lo cual seguiremos aquí esta manera de filosofar, discurriendo primero por las partes principales de este mundo, que son cielos, estrellas y elementos, y luego descenderemos a tratar en particular de las otras criaturas, rastreando por ellas la infinita sabiduría y omnipotencia del que las crió, y la bondad y providencia con que las gobierna.

Servirá este discurso (demás del conocimiento de Dios, que es propio de la doctrina del catecismo) para darle gracias por sus beneficios, cuando consideráremos que toda esta tan gran casa y fábrica del mundo crió este soberano Señor, no sólo para la provisión de nuestras necesidades, sino mucho más para que por el conocimiento de las criaturas levantásemos nuestros espíritus al conocimiento y amor de nuestro Criador, mirando que toda esta tan gran casa con tanto aparato de cosas fabricó Él, no para sí (pues ab aeterno estuvo sin ella) ni para los ángeles, que son espíritus puros y no tienen necesidad de lugar corporal en que estén, y mucho menos para los brutos (pues era esto cosa indigna de tal artífice), sino para sólo el hombre. En lo cual verá cuánto este Señor lo amó, y lo estimó, y lo honró, pues tales palacios con tanta provisión de innumerables cosas diputó para él, lo cual declararemos en todo este proceso, mostrando claramente que todas las cosas van enderezadas al uso y provecho del hombre.

Servirá también esta doctrina para esforzar nuestra confianza. Porque considerando el hombre cuán perfectamente aquella infinita Bondad provee de lo necesario a todos los animales brutos, por pequeños que sean (como es la hormiga, el mosquito, la araña, y otros semejantes), verá claro cuánta razón tiene para fiar de Dios, que no faltará a la más noble de sus criaturas (para cuyo servicio crió todo este mundo inferior) en lo que fuere necesario para la provisión de su cuerpo y santificación de su ánima.

Lo tercero sirve esta doctrina para dar a las personas espirituales materia copiosa de consideración, mirando en las criaturas la hermosura, la sabiduría, la bondad y providencia de su Criador y gobernador. En la cual consideración pusieron los grandes filósofos la suma de la felicidad humana, como luego declararemos.




ArribaAbajoCapítulo I

Del fruto que se saca de la consideración de las obras de naturaleza. Y de cómo los santos juntaron esta consideración con la de las obras de gracia


Todos los hombres de altos y excelentes ingenios que, menospreciados los cuidados de los bienes temporales, emplearon sus entendimientos y su vida en el estudio y conocimiento de las cosas divinas y humanas, en ninguna cosa más se desvelaron que en inquirir cuál fuese el fin del hombre, y su último y sumo bien. Porque sin este conocimiento no se puede regir ni enderezar por convenientes pasos y caminos la vida, pues nos consta que la regla de los medios se ha de tomar del fin. Y dado caso que en esto hubo muchas y diversas opiniones, pero al cabo vinieron los más graves filósofos a determinar que el último y sumo bien del hombre consistía en el ejercicio y uso de la más excelente obra del hombre, que es el conocimiento y contemplación de Dios. Y digo en el ejercicio, porque (según dice Aristóteles) como «una golondrina no hace verano», sino muchas, así una consideración de éstas no hace al hombre bienaventurado, sino el ejercicio y uso de ellas.

Este fue el estudio y ocupación de algunos insignes filósofos, y así se escribe de Séneca que, para emplear en esto una parte de la vida, se salió de Roma, para poder con mayor quietud y reposo vacar a la contemplación de las cosas divinas. Y porque en este ejercicio concuerdan los filósofos con los cristianos, pareciome injirir aquí la manera en que este gran filósofo se ejercitaba en este oficio. Lo cual servirá para confusión de muchos cristianos, que ni tienen ojos para saber mirar las maravillas que Dios ha obrado en este mundo, ni les pasa por pensamiento lo que este filósofo gentil siempre hacía. Pues conforme a esto, escribe él a un su amigo, que ninguna cosa mejor hace un sabio, que cuando levanta su corazón a la consideración de las cosas divinas. Y en otra epístola escribe a él mismo que, no habiendo de ocuparse el hombre en este oficio, no había para qué haber nacido. Porque, ¿de qué servía alegrarme yo de estar puesto en el número de los vivientes? ¿Por ventura para comer y beber, y para sustentar este cuerpo deleznable y perecedero, si a cada hora no lo hinchimos de manjares, y para vivir sujeto a enfermedades, y temer la muerte, para la cual todos nacemos? Quitado aparte este inestimable bien, no estimo en tanto esta vida, que por ella haya de sudar y trabajar. ¡Oh, cuán baja cosa es el hombre, si no se levanta sobre las cosas humanas! Cuando peleamos con nuestras pasiones, ¿qué mucho hacemos? Aunque seamos vencedores en esta lucha, no hacemos más que vencer monstruos. Escapaste de los vicios, no eres hombre de dos caras, no hablas al sabor del paladar de los otros, estás libre de avaricia, la cual niega a sí lo que quita a los otros, ni te fatiga la ambición, la cual busca las dignidades haciendo cosas indignas; con todo esto, no es mucho lo que has alcanzado; de muchos males te has librado, mas aún no de ti, porque la virtud que buscamos es grande y magnífica. No está la bienaventuranza del hombre en carecer de vicios, mas sirve esto para alargar el corazón, y disponerlo para el conocimiento de las cosas celestiales, y hacerlo digno de la compañía de Dios. Entonces está acabado y perfecto nuestro bien cuando, puestos todos los vicios debajo de los pies, subimos a lo alto, y llegamos a penetrar los secretos de naturaleza. Entonces huelga el hombre, andando entre las estrellas, de reírse de los edificios y casas hermosas de los ricos, y de toda la tierra, con todo el oro que se ha desenterrado, y del que está guardado para el avaricia de los venideros. Ni puede el ánimo menospreciar las ricas portadas, y los zaquizamíes de marfil, y las mesas de arrayán, cortadas a tijeras, y los caños de agua traídos a las casas de los ricos, si no hubiere cercado todo el mundo, y mirare dentro de lo alto la redondez de la tierra, tan estrecha, y en gran parte cubierta de agua, para que entonces diga él a sí mismo: «¿Éste es el punto que a fuego y a sangre se divide entre las gentes?». ¡Oh, cuán dignos de reír son los términos de los mortales! Punto es esto en que navegáis, y batalláis, y ordenáis reinos y provincias. En lo alto hay grandes espacios, en los cuales es admitido el ánimo, pero no el de todos, sino de aquéllos que llevan consigo poco del cuerpo, y despidieron de sí toda inmundicia, los cuales, desembarazados y aliviados de estas cargas, y contentos con poco, se levantan a lo alto. Y cuando este tal ánimo toca las cosas soberanas, entonces se recrea y crece y, libre de las prisiones de la carne, vuelve a su origen y principio. Y esto toma por argumento de su divinidad: ver que las cosas divinas le deleitan, y que se ocupa en ellas, no como en cosas ajenas, sino como en suyas propias. Entonces, seguramente, considera el nacimiento de las estrellas, y el caimiento de ellas, y la concordia que guardan en tan diversos movimientos y caminos, y con curiosidad examina cada cosa de éstas, y busca la razón de ella. ¿Por qué no buscará, pues entiende que todo esto pertenece a él? Entonces menosprecia la estrechura de este mundo, porque todo el espacio que hay desde los últimos términos de España hasta las Indias, corre un navío, si le hace buen tiempo, en pocos días, mas aquella celestial región apenas anda una estrella muy ligera en espacio de treinta años. Entonces el hombre aprende lo que mucho antes deseó, que es conocer a Dios. ¿Qué cosa es Dios? Mente y razón del universo. ¿Qué cosa es Dios? Todo lo que vemos, porque en todas las cosas vemos su sabiduría y asistencia, y de esta manera confesamos su grandeza, la cual es tanta, que no se puede pensar otra mayor. Y si él solo es todas las cosas, él es el que dentro y fuera sustenta esta gran obra que hizo. Pues, ¿qué diferencia hay entre la naturaleza divina y la nuestra? La diferencia, entre otras, es que la mejor parte de la nuestra es el ánimo, mas él todo es ánimo, todo razón y todo entendimiento. En lo cual se ve cuán gran sea el error de aquellos locos, los cuales, con ser este mundo una obra tal que no se puede hallar otra ni más hermosa, ni más bien ordenada, ni más constante y regulada, vinieron a decir que se había hecho acaso, no mirando que ellos confiesan tener ánima, la cual ordena y endereza sus negocios y los ajenos, y esto niegan a este universo, en el cual todas las cosas se hacen con sumo concierto. Lo susodicho en sustancia es de Séneca, el cual, en el libro que escribió, De La Vida Bienaventurada, dice que la misma naturaleza nos crió no sólo para obrar, sino para contemplar. Y por esto dice que ella imprimió en nuestros ánimos un natural deseo de saber las cosas secretas, por donde muchos navegan y andan peregrinando por regiones muy apartadas, por sólo este interés de saber cosas escondidas. Dionos, dice él, la naturaleza un entendimiento curioso, y como ella conocía el artificio y hermosura de sus obras, quiso que fuésemos contempladores de ellas, pareciéndole que perdería el fruto de sus trabajos si cosas tan grandes, tan claras, tan sutilmente ordenadas, y tan resplandecientes, y por tantas vías hermosas, criara para la soledad. Y porque sepas que ella quiso ser no solamente mirada, sino también contemplada, considera el lugar en que nos puso, que fue en medio del mundo, donde nos dio vista para todas partes, para que de ahí pudiésemos ver las estrellas cuando nacen y cuando se ponen, y allende de esto púsonos la cabeza en lo más alto del cuerpo sobre un cuello flexible, para que pudiese volver el rostro a la parte que quisiese. Y de los doce signos del cielo, por donde anda el sol, nos descubrió los seis de día, y los otros seis de noche, para que con el gusto de estas cosas que se ven, nos encendiese la codicia de saber las que no se ven, para que por esta vía procediésemos de las cosas claras a las oscuras, y así viniésemos a hallar una cosa más antigua que el mundo, de la cual salieron esas estrellas. De manera que nuestro pensamiento ha de romper los muros del cielo, y pasar adelante, y no contentarse con saber solamente lo que ve, sino también lo que no se ve. Pues como el hombre sabio entiende haber nacido para esto, no piensa que tiene sobrado el tiempo de la vida para este estudio, antes conoce que por avariento que sea de él, y ninguna parte se le pierda por negligencia, que es muy breve para alcanzar tan grandes cosas, y que la vida del hombre es muy mortal para el conocimiento de las cosas inmortales.

Y el mismo filósofo, en una epístola escrita a un su amigo, muestra cuánta razón tiene de ocuparse en la consideración de las cosas naturales, para venir al conocimiento de su Hacedor. Y así dice él: «¿Yo no procuraré saber cuáles sean los principios de que se hicieron todas las cosas, quién el Hacedor de ellas, quién el artífice de este mundo, por qué vía una cosa tan grande se puso en orden y ley, quién recogió cosas tan derramadas, y apartó cosas confusas, y dio nueva figura a las que estaban afeadas y escondidas, de dónde proceda esta tan gran luz, si es fuego o otra cosa más resplandeciente que él? Pues, ¿yo no trabajaré por saber estas cosas, y entender de dónde vine yo a este mundo, y adónde tengo de ir acabada la vida, y cuál sea el lugar que está diputado para las ánimas después que estén libres de las leyes de esta servidumbre? ¿Quieres que no me levante a las cosas del cielo, sino que viva la cabeza baja, como una bestia muda? Mayor soy, y para mayores cosas nací, que para ser esclavo de mi cuerpo».

Por todo lo que este gran filósofo nos ha enseñado en todas estas palabras, vemos cómo por el conocimiento de las criaturas nuestro entendimiento se levanta al conocimiento del Criador, así como por el conocimiento de los efectos venimos en conocimiento de las causas de donde proceden. Pues como este mundo visible sea efecto y obra de las manos de Dios, él nos da conocimiento de su Hacedor, esto es, de la grandeza de quien hizo cosas tan grandes, y de la hermosura de quien formó cosas tan hermosas, y de la omnipotencia de quien las crió de nada, y de la sabiduría con que tan perfectamente las ordenó, y de la bondad con que tan magníficamente las proveyó de todo lo necesario, y de la providencia con que todo lo rige y gobierna. Éste era el libro en que los grandes filósofos estudiaban, y en el estudio y contemplación de estas cosas tan altas y divinas ponían la felicidad del hombre.


- I -

Mas los cristianos, demás de estas obras de naturaleza, tenemos las de gracia, que son más altas, y nos dan mayor conocimiento de lo que es más glorioso en Dios, que es de su bondad y misericordia. Y aunque las de gracia sean más excelentes, porque tienen más alto fin, que es la santificación y deificación del hombre, pero como las obras de naturaleza sean hijas del mismo padre, y efectos de la misma causa, también nos dan conocimiento del principio de donde proceden. Esto nos declaran los cuatro postreros capítulos del Libro de Job, en los cuales, hablando Dios con este santo, le da conocimiento de su omnipotencia y sabiduría y providencia, representándole las maravillas de las obras que en este mundo visible tiene hechas. Para lo cual, comenzando por las partes mayores del universo, y declarando la grandeza de ellas, que son cielos, tierra y mar, discurre luego por todas las otras menores, esto es, por las lluvias, nieves, heladas, vientos, truenos y relámpagos, que se engendran en la media región del aire. Después de lo cual desciende a tratar de los animales de la tierra, y de las aves del aire, de la grandeza y fortaleza de los grandes peces de la mar. Y por estas cosas en que la sabiduría y omnipotencia divina resplandece, se da a conocer a aquel santo varón, enseñándole a filosofar en este gran libro de las criaturas, las cuales, cada una en su manera, predican la gloria del artífice que las crió.

En este libro dijo el gran Antonio que estudiaba, porque preguntándole un filósofo en qué libro leía, respondió el santo: «El libro, oh, filósofo, en que yo leo, es todo este mundo». En este mismo libro estudiaba también aquel divino Cantor, el cual en muchos de sus Salmos recrea y apacienta su espíritu con la consideración así de las obras de naturaleza como de gracia. Y así en aquel Salmo que comienza «Los cielos predican la gloria de Dios», la mitad del Salmo gasta en contemplar estas obras de naturaleza, y la otra en una de las principales obras de gracia, que es en la pureza y la hermosura de la ley de Dios. Y en el Salmo 135 nos pide que alabemos a Dios porque con su entendimiento crió los cielos, y asentó la tierra sobre las aguas, y crió dos grandes lumbreras, el sol para alumbrar el día, y la luna para de noche. Y en el Salmo 146 manda que le alabemos, porque cubre el cielo de nubes, y con ellas envía el agua lluvia sobre la tierra, y produce en los montes heno e yerba para el servicio de los hombres, y porque provee de mantenimiento a todas las bestias, y a los hijuelos de los cuervos, cuando le llaman. Y en el Salmo que se sigue nos pide que le alabemos porque nos da pan en abundancia, y por las nieves que nos envía de lo alto, y las nieblas, y por los fríos, y por los vientos, y por las lluvias. De manera que en todos estos Salmos junta las obras de naturaleza con las de gracia, y por las unas y por las otras canta los divinos loores. Mas en el Salmo 103, que comienza «Benedic, anima mea», el segundo discurre por la hermosura y fábrica y orden de todas las cosas criadas en el cielo, y en la tierra, y en la mar, y por todas ellas alaba a Dios. Y al principio de él dice que está Dios vestido de alabanza y hermosura, significando por estas palabras cómo todas las criaturas declaran cuán grande sea su hermosura, y cuán digno de ser alabado por ella. Mas al fin del Salmo, como espantado de tantas maravillas, exclama diciendo: «¡Cuán engrandecidas son, Señor, vuestras obras! Todas están hechas con suma sabiduría, y la tierra está llena de vuestras riquezas». Esta admiración de las obras de Dios anda siempre acompañada con una gran alegría y suavidad, la cual el mismo Profeta declaró en otro Salmo diciendo: «Alegraste, Señor, mi ánima con las cosas que tenéis hechas, y con la consideración de las obras de vuestras manos me gozaré». Esta espiritual alegría se recibe cuando el hombre, mirando la hermosura de las criaturas, no para ellas, sino sube por ellas al conocimiento de la hermosura, de la bondad y de la caridad de Dios, que tales y tantas cosas crió no sólo para el uso, sino también para la recreación del hombre. Porque así como una rica vestidura parece más hermosa vestida en un lindo cuerpo que mirándola fuera de él, así parecen más hermosas las criaturas aplicándolas al fin para que fueron criadas, que es para ver en ellas a Dios, porque así como la vestidura se hizo para ornamento del cuerpo, así la criatura para conocer por ella al Criador. Y por esto, no sólo con mayor fruto, sino también con mayor gusto, miran las personas espirituales estas cosas criadas, como son cielo, sol, luna, estrellas, campos, ríos, fuentes, flores y arboledas, y otras semejantes.




- II -

Y aunque Aristóteles no era persona espiritual, no dejó de entender el gran gusto y suavidad que había en esta manera de filosofar, subiendo por la escalera de las criaturas a la contemplación de la sabiduría, y hermosura del Hacedor. Y así dice él en el libro de sus Éticas que son muy grandes los deleites que se gozan en la obra de la Sapiencia, que es en el ejercicio de esta contemplación. Por lo cual me maravillo mucho así de Plinio como de tantos hombres que se dan a su lección, los cuales ningún otro fruto sacan de tantas maravillas como este autor escribe, sino sólo cebar el apetito natural de la curiosidad que los hombres tienen de saber cosas extraordinarias y admirables, que sería mejor mortificarlo que cebarlo, pudiendo a un solo lance llegar por este medio al conocimiento de aquella infinita bondad y sabiduría del obrador de tantas maravillas, en lo cual hallarían no sólo muy gran fruto, sino también muy gran deleite, que es lo que los hombres comúnmente buscan. De este linaje de filósofos dice el Apóstol que, habiendo conocido a Dios por las obras de naturaleza, no lo honraron como a Dios, porque contentos con entender el artificio de las cosas que veían, no pasaron adelante a ver y honrar el autor que las hiciera.

Por tanto, el cristiano sírvase de las criaturas como de unos espejos para ver en ellas la gloria de su Hacedor, pues, como ya dijimos, para esto fueron ellas criadas. Y por esto, cuando aquí, o fuera de aquí, leyere tantas maneras de habilidades como el Criador dio a todos los animales para mantenerse, y para curarse, y para defenderse, y para criar sus hijos, no pare en sólo esto, sino suba por aquí al conocimiento del Hacedor, y de ahí descienda a sí mismo. Lo cual brevemente nos enseñó el Apóstol cuando dijo: «¿Por ventura tiene Dios cuidado de los bueyes?». Bien conocía el Apóstol las habilidades que Dios había dado así a este animal como a todos los demás, para las cosas sobredichas, mas enseñado por el Espíritu Santo entendía que no paraba Dios allí, sino que tiraba principalmente al hombre, para cuyo servicio fueron ellos criados. Porque por este medio pretendía mostrarle la grandeza de su bondad, la cual tan copiosamente provee a sus criaturas de todo lo que es necesario para su conservación, y la alteza de su sabiduría, que tantas y tan admirables habilidades para esto inventó, y la grandeza de su omnipotencia, pues todo lo que quiso e inventó, con sola su palabra perfectísimamente acabó, y junto con esto su perfectísima providencia, la cual comprende e incluye estas tres altísimas perfecciones divinas en sí. Mas esto, ¿para qué fin? Para que considerando esto los hombres, amasen aquella infinita bondad, y se maravillasen de aquélla tan gran sabiduría, y obedeciesen y reverenciasen aquella suma omnipotencia, y pusiesen la esperanza del remedio de todas sus necesidades en aquella perfectísima providencia, porque a esto nos provoca él cuando nos propone el ejemplo de las aves, que sin sembrar, ni coger, ni guardar, son por su eterno Padre mantenidas.

Y cuanto las cosas son más viles y despreciadas, tanto más eficazmente esfuerzan nuestra confianza. Porque quien considerare las extrañas habilidades que el Criador dio a una hormiga para mantenerse, de las cuales adelante trataremos, ¿cómo no avivará con este ejemplo su esperanza? ¿Cómo no dirá de todo corazón: Señor, si tantas habilidades diste a este animalillo para mantenerse, que de ninguna cosa sirve en este mundo sino de robar los trabajos del labrador, qué cuidado tendréis del hombre, que criaste a vuestra imagen y semejanza, e hiciste capaz de vuestra gloria, y redimiste con la sangre de vuestro Hijo, si él no hiciere por donde desmerezca vuestro favor y amparo? No sé qué corazón haya tan flaco que no se esfuerce y cobre ánimo con este ejemplo. Pues a este blanco tiran todas estas providencias y maravillas del Criador, el cual en todas sus obras tiene por fin gloria suya y provecho del hombre.

De esta manera consideraban los Santos estas obras de Dios, porque, como tenían ojos para saber mirar sus obras, así en ellas lo hallaban, alababan y reconocían. Y a este propósito declara San Agustín aquel verso del Salmo 62, donde el Profeta dice: «Anduve rodeando y mirando las obras de Dios, y ofrecile en su tabernáculo sacrificio de alabanza», o de jubilación, como lee este santo. Sobre lo cual dice él así: «Si anduvo tu ánimo rodeando este mundo, y mirando las obras de Dios, hallarás que todas ellas, con el artificio maravilloso con que son fabricadas, están diciendo: Dios me hizo. Todo lo que te deleita en el arte, predica el alabanza del artífice. ¿Ves los cielos? Mira cuán grande sea esta obra de Dios. ¿Ves la tierra, y en ella tanta diversidad de simientes, tanta variedad de plantas, tanta muchedumbre de animales? Rodea cuantas cosas hay desde el cielo hasta la tierra, y verás que todas cantan y predican a su Criador, porque todas las especies de las criaturas voces son que cantan sus alabanzas. Mas, ¿quién explicará todo lo que se ve en ellas? ¿Quién alabará dignamente el cielo, y la tierra, y la mar, y todo lo que en ellos hay? Mas éstas son cosas visibles. ¿Quién dignamente alabará los ángeles, los tronos, las dominaciones, los principados y potestades? ¿Quién dignamente alabará esto que dentro de nosotros vive, que mueve los miembros del cuerpo, que tantas cosas conoce por los sentidos, que de tantas se acuerda con la memoria, que tantas cosas alcanza con el entendimiento? Pues si tan bajas quedan las palabras humanas para alabar las criaturas, ¿cuánto más lo quedarán para alabar al Criador? Pues luego, ¿qué resta aquí sino que desfalleciendo las palabras, y rodeando con el Profeta por todas las criaturas, ofrezcamos en su templo sacrificio de jubilación?» Hasta aquí son palabras de San Agustín.

Por las cuales y por todo lo demás que hasta aquí hemos dicho, se podrá entender el fruto que se saca de la consideración de las criaturas, así para el conocimiento como para el amor y reverencia del Criador. Por lo cual muchos de los Santos se dieron mucho a este género de contemplación, entre los cuales San Ambrosio y San Basilio, ambos pontífices santísimos, doctísimos y elocuentísimos, enamorados de la hermosura y sabiduría de Dios, que resplandecía en las criaturas, escribió cada uno su Hexaemerón, que quiere decir la obra de los seis días en que Dios crió todas las cosas. Y comenzando por los cielos, descendieron a tratar de todas las cosas, hasta la más pequeña, mostrando en ellas el artificio y sabiduría con que fueron criadas, y la bondad y providencia con que son mantenidas y gobernadas. Después de los cuales Teodoreto, también autor griego no menos docto y elocuente, trató buena parte de este argumento en los Sermones que escribió De la Divina Providencia, de los cuales tomé los mejores bocados que hallé para presentar en este convite espiritual al piadoso lector. Y porque esto lea con mayor devoción, quise poner al principio la meditación siguiente.






ArribaAbajoCapítulo II

Síguese una devota meditación, en la cual se declara que, aunque Dios sea incomprensible, todavía se conoce algo de él por la consideración de las obras de sus manos, que son sus criaturas


¡Oh, altísimo y clementísimo Dios, Rey de los reyes y Señor de los señores! ¡Oh, eterna Sabiduría del Padre que, asentada sobre los serafines, penetráis con la claridad de vuestra vista los abismos, y no hay cosa que no esté abierta y desnuda ante vuestros ojos! Vos, Señor, tan sabio, tan poderoso, tan piadoso y tan gran amador de todo lo que criaste, y mucho más del hombre, que redimiste, al cual hiciste señor de todo, inclinad ahora esos clementísimos ojos, y abrid esos divinos oídos, para oír los clamores de este pobre y vilísimo pecador.

Señor Dios mío, ninguna cosa más desea mi ánima que amaros, porque ninguna cosa hay a vos más debida, ni a mí más necesaria, que este amor. Criásteme para que os amase, pusiste mi bienaventuranza en este amor, mandásteme que os amase, enseñásteme, que aquí estaba el merecimiento, y la honestidad, y la virtud, y la suavidad, y la libertad, y la paz, y la felicidad, y finalmente todos los bienes. Porque este amor es un breve sumario, en que se encierra todo lo bueno que hay en la tierra, y mucha parte de lo que se espera en el cielo. Enseñásteme, también, Salvador mío, que no os podía amar, si no os conocía. Amamos naturalmente la bondad y la hermosura, amamos a nuestros padres y bienhechores, amamos a nuestros amigos y a aquéllos con quien tenemos semejanza, y finalmente toda bondad y perfección es el blanco de nuestro amor. Este conocimiento se presupone para que de él nazca el amor. Pues, ¿quién me dará que yo así os conozca y entienda cómo en vos sólo están todas las razones y causas de amor? ¿Quién más bueno que vos? ¿Quién más hermoso? ¿Quién más perfecto? ¿Quién más padre, y más amigo, y más largo bienhechor? Finalmente, ¿quién es el esposo de nuestras ánimas, el puerto de nuestros deseos, el centro de nuestros corazones, el último fin de nuestra vida, y nuestra última felicidad sino vos?

Pues, ¿qué haré, Dios mío, para alcanzar este conocimiento? ¿Cómo os conoceré, pues no puedo veros? ¿Cómo os podré mirar con ojos tan flacos, siendo vos una luz inaccesible? Altísimo sois, Señor, y muy alto ha de ser el que os ha de alcanzar. ¿Quién me dará alas como de paloma, para que pueda volar a vos? Pues, ¿qué hará quien no puede vivir sin amaros, y no puede amaros sin conoceros, pues tan alto sois de conocer? Todo nuestro conocimiento nace de nuestros sentidos, que son las puertas por donde las imágenes de las cosas entran a nuestras ánimas, mediante las cuales las conocemos. Vos, Señor, sois infinito, no podéis entrar por estos postigos tan estrechos, ni yo puedo formar imagen que tan alta cosa represente. Pues, ¿cómo os conoceré? ¡Oh, altísima sustancia; oh, nobilísima esencia; oh, incomprensible majestad! ¿Quién os conocerá? Todas las criaturas tienen finitas y limitadas sus naturalezas y virtudes, porque todas las criaste en número, peso y medida, y les hiciste sus rayas, y señalaste los límites de su jurisdicción. Muy activo es el fuego en calentar, y el sol en alumbrar, y mucho se extiende su virtud, mas todavía reconocen estas criaturas sus fines, y tienen términos que no pueden pasar. Por esta causa puede la vista de nuestra ánima llegar de cabo a cabo y comprenderlas, porque todas ellas están encerradas, cada una dentro de su jurisdicción. Mas vos, Señor, sois infinito, no hay cerco que os comprenda, no hay entendimiento que pueda llegar hasta los últimos términos de vuestra sustancia, porque no los tenéis. Sois sobre todo género, y sobre toda especie, y sobre toda naturaleza criada, porque así como no reconocéis superior, así no tenéis jurisdicción determinada. A todo el mundo, que criaste en tanta grandeza, puede dar vuelta por el mar Océano un hombre mortal, porque aunque él sea muy grande, todavía es finita y limitada su grandeza. Mas a vos, gran mar Océano, ¿quién podrá rodear? Eterno sois en la duración, infinito en la virtud y supremo en la jurisdicción. Ni vuestro ser comenzó en tiempo, ni se acaba en el mundo. Sois ante todo tiempo, y mandáis en el mundo y fuera del mundo, porque llamáis las cosas que no son, como a las que son.

Pues siendo como sois, tan grande, ¿quién os conocerá? ¿Quién conocerá la alteza de vuestra naturaleza, pues no puede conocer la bajeza de la suya? Esta misma ánima con que vivimos, cuyos oficios y virtud cada hora experimentamos, no ha habido filósofo hasta hoy que haya podido conocer la manera de su esencia, por ser ella hecha a vuestra imagen y semejanza. Siendo, pues, tal nuestra rudeza, ¿cómo podrá llegar a conocer aquella soberana e incomprensible sustancia?

Mas con todo esto, Salvador mío, no puedo ni debo desistir de esta empresa, aunque sea tan alta, porque no puedo ni quiero vivir sin este conocimiento, que es principio de nuestro amor. Ciego soy, y muy corto de vista, para conoceros, mas por eso ayudará la gracia donde falta la naturaleza. No hay otra sabiduría sino saber a vos, no hay otro descanso sino en vos, no hay otros deleites sino los que se reciben en mirar vuestra hermosura, aunque sea por el viril de vuestras criaturas.

Y aunque sea poquito lo que de vos conoceremos, pero mucho más vale conocer un poquito de las cosas altísimas, aunque sea con oscuridad, que mucho de las bajas, aunque sea con mucha claridad. Si no os conociéremos todo, conoceremos todo lo que pudiéremos, y amaremos todo lo que conociéremos, y con esto sólo quedará nuestra ánima contenta, pues el pajarico queda contento con lo que lleva en el pico, aunque no pueda agotar toda el agua de la fuente.

Cuanto más, Señor, que vuestra gracia ayudará a nuestra flaqueza, y si os comenzáremos a amar un poco, darnos habéis por este amor pequeño otro más grande, con mayor conocimiento de vuestra gloria, así como nos lo tenéis prometido por vuestro Evangelista, diciendo: «Si alguno me amare, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré, y me descubriré a él», que es darle un más perfecto conocimiento, para que así crezca más en ese amor.

Ayúdanos también para esto la santa fe católica, y las Escrituras sagradas, en las cuales tuviste, Señor, por bien daros a conocer, y revelarnos las maravillas de vuestra grandeza, porque este tan alto conocimiento causase en nuestra voluntad amor y reverencia de vuestro santo nombre. Ayúdanos también la universidad de las criaturas, las cuales nos dan voces que os amemos, y nos enseñan por qué os hemos de amar. Ca en la perfección de ellas resplandece vuestra hermosura, y en el uso y servicio de ellas el amor que nos tenéis. Y así por todas partes nos incitan a que os amemos, así por lo que vos sois en vos, como por lo que sois para nosotros. ¿Qué es, Señor, todo este mundo visible sino un espejo que pusiste delante de nuestros ojos para que en él contemplásemos vuestra hermosura? Porque es cierto que, así como en el cielo vos seréis espejo en que veamos las criaturas, así en este destierro ellas nos son espejo para que conozcamos a vos. Pues, según esto, ¿qué es todo este mundo visible sino un gran y maravilloso libro que vos, Señor, escribiste y ofreciste a los ojos de todas las naciones del mundo, así de griegos como de bárbaros, así de sabios como de ignorantes, para que en él estudiasen todos, y conociesen quién vos erais? ¿Qué serán luego todas las criaturas de este mundo, tan hermosas y tan acabadas sino unas como letras quebradas e iluminadas, que declaran bien el primor y la sabiduría de su autor? ¿Qué serán todas esas criaturas sino predicadoras de su Hacedor, testigos de su nobleza, espejos de su hermosura, anunciadoras de su gloria, despertadoras de nuestra pereza, estímulos de nuestro amor, y condenadoras de nuestra ingratitud? Y porque vuestras perfecciones, Señor, eran infinitas, y no podía haber una sola criatura que las representase todas, fue necesario criarse muchas, para que así a pedazos, cada una por su parte, nos declarase algo de ellas. De esta manera las criaturas hermosas predican vuestra hermosura; las fuertes, vuestra fortaleza; las grandes, vuestra grandeza; las artificiosas, vuestra sabiduría; las resplandecientes, vuestra claridad; las dulces, vuestra suavidad; las bien ordenadas y proveídas, vuestra maravillosa providencia. ¡Oh, testificado con tantos y tan fieles testigos! ¡Oh, abonado con tantos abonadores! ¡Oh, aprobado por la Universidad, no de París ni de Atenas, sino de todas las criaturas! ¿Quién, Señor, no se fiará de vos con tantos abonos? ¿Quién no creerá a tantos testigos? ¿Quién no se deleitará de la música tan acordada de tantas y tan dulces voces, que por tantas diferencias de tonos nos predican la grandeza de vuestra gloria?

Por cierto, Señor, el que tales voces no oye, sordo es, y el que con tan maravillosos resplandores no os ve, ciego es, y el que vistas todas estas cosas no os alaba, mudo es, y el que con tantos argumentos y testimonios de todas las criaturas no conoce la nobleza de su Criador, loco es. Paréceme, Señor, que todas estas faltas caben en nosotros, pues entre tantos testimonios de vuestra grandeza no os conocemos. ¿Qué hoja de árbol, qué flor del campo, qué gusanico hay tan pequeño, que si bien considerásemos la fábrica de su cuerpezuelo, no viésemos en él grandes maravillas? ¿Qué criatura hay en este mundo, por muy baja que sea, que no sea una gran maravilla? Pues, ¿cómo andando por todas partes rodeados de tantas maravillas no os conocemos? ¿Cómo no os alabamos y predicamos? ¿Cómo no tenemos corazón entendido para conocer al maestro por sus obras, ni ojos claros para ver su perfección en sus hechuras, ni orejas abiertas para oír lo que nos dice por ellas? Hiere nuestros ojos el resplandor de vuestras criaturas, deleita nuestros entendimientos el artificio y hermosura de ellas, y es tan corto nuestro entendimiento que no sube un grado más arriba, para ver allí al Hacedor de aquella hermosura y al dador de aquel deleite.

Somos como los niños, que cuando les ponen un libro delante con algunas letras iluminadas y doradas, huélganse de estar mirándolas y jugando con ellas, y no leen lo que dicen, ni tienen cuenta con lo que significan. Así nosotros, muy más aniñados que los niños, habiéndonos puesto vos delante este tan maravilloso libro de todo el universo para que por las criaturas de él, como por unas letras vivas, leyésemos y conociésemos la excelencia del Criador que tales cosas hizo, y el amor que nos tiene quien para nosotros las hizo; y nosotros, como niños, no hacemos más que deleitarnos en la vista de cosas tan hermosas, sin querer advertir qué es lo que el Señor nos quiere significar por ellas. ¡Oh, pervertidores de las obras divinas! ¡Oh, niños y más que niños en los sentidos! ¡Oh, prevaricadores y trastornadores de todos los propósitos y consejos de Dios! ¡Ay de aquéllos (dice San Agustín) que se deleitan, Señor, en mirar vuestras señales, y se olvidan de mirar lo que por ellas les queréis señalar y enseñar, que es el conocimiento de su Criador!

Pues no permitáis vos, clementísimo Salvador, tal ingratitud y ceguera por vuestra infinita bondad, sino alumbrad mis ojos para que yo os vea, abrid mi boca para que yo os alabe, despertad mi corazón para que en todas las criaturas os conozca, y os ame, y os adore, y os dé las gracias que por el beneficio de todas ellas os debo, porque no caiga en la culpa de ingrato y desconocido, porque contra los tales se escribe en el Libro de la Sabiduría que el día del juicio «pelearán todas las criaturas del mundo contra los que no tuvieron sentido». Porque justo es que las mismas criaturas, que fueron dadas para nuestro servicio, vengan a ser nuestro castigo, pues no quisimos conocer a Dios por ellas, ni tomar su aviso. Vos, Señor, que sois «camino, verdad y vida», guiadme en este camino con vuestra providencia, enseñad mi entendimiento con vuestra verdad, y dad vida a mi ánima con vuestro amor. Gran jornada es subir por las criaturas al Criador, y gran negocio es saber mirar las obras de tan gran maestro, y entender el artificio con que están hechas, y conocer por ellas el consejo y sabiduría del Hacedor. Quien no sabe notar el artificio de un pequeño dibujo hecho por mano de algún gran oficial, ¿cómo sabrá notar el artificio de una tan gran pintura como es todo este mundo visible?

A todos, Señor, nos acaece, cuando nos ponemos a considerar las maravillas de esta obra, como a un rústico aldeano que entra de nuevo en alguna gran ciudad, o en alguna casa real que tiene muchos y diversos aposentos, y embebecido en mirar la hermosura del edificio, olvídase de la puerta por donde entró, y viene a perderse en medio de la casa, y ni sabe por dónde ir, ni por dónde volverse, si no hay quien lo adiestre y encamine. Pues, ¿qué son, Señor, todas las ciudades y todos los palacios reales sino unos nidos de golondrinas, si los comparamos con esta casa real que vos criaste? Pues si en aquel tan pequeño agujero se pierde una criatura de razón, ¿qué hará en casa de tanta variedad y grandeza de cosas? ¿Cómo nadará en un tan profundo piélago de maravillas quien se ahoga en un tan pequeño arroyuelo? Pues guiadme vos, Señor, en esta jornada, guiad a este rústico aldeano por la mano, y mostradle con el dedo de vuestro espíritu las maravillas y misterios de vuestras obras, para que en ellas adore y reconozca vuestra sabiduría, vuestra omnipotencia, vuestra hermosura, vuestra bondad, vuestra providencia, para que así os bendiga y alabe y glorifique en los siglos de los siglos. Amén.




ArribaAbajoCapítulo III

De los fundamentos que los filósofos tuvieron para alcanzar por lumbre natural que hay Dios


I.- La primera cosa que entre los artículos de la fe se nos propone para creer es que hay Dios, conviene a saber, que hay en este universo un príncipe, un primer movedor, una primera verdad y bondad, y una primera causa de que penden todas las otras causas, y ella no pende de nadie. Éste es el fundamento de nuestra fe, y la primera cosa que se ha de creer. Y así dice el Apóstol que «el que se quiere llegar a Dios, ha de creer que hay en este mundo Dios». Y es tan manifiesta en lumbre natural esta verdad, que se alcanza por evidente demostración, como la alcanzaron muchos filósofos, y la alcanzan hoy día todos los sabios, conociendo por los efectos que en este mundo ven la primera causa de donde proceden, que es Dios. Por lo cual dice Santo Tomás que los sabios no tienen fe de este primer artículo, porque tienen evidencia de él, la cual no se compadece con la oscuridad que está aneja a la fe. Mas los ignorantes, que no alcanzan esta razón (y creen esto porque Dios lo reveló, y la Iglesia lo propone para creer) tienen fe de este artículo.

Mas veamos ahora los fundamentos que los filósofos tuvieron para alcanzar esta verdad, lo cual servirá para abrazar con mayor alegría lo que testifica nuestra fe. Porque cuando se casa la fe con la razón, y la razón con la fe, contestando la una con la otra, cáusase en el ánima un nobilísimo conocimiento de Dios, que es firme, cierto y evidente, donde la fe nos esfuerza con su firmeza, y la razón alegra con su claridad. La fe enseña a Dios encubierto con el velo de su grandeza, mas la razón clara quita un poco de ese velo, para que se vea su hermosura. La fe nos enseña lo que debemos creer, y la razón hace que con alegría lo creamos. Estas dos lumbreras juntas deshacen todas las nieblas, serenan las conciencias, quietan los entendimientos, quitan las dudas, remontan los nublados, allanan los caminos, y hácennos abrazar dulcemente esta soberana verdad. Para la cual tenemos dos maestros, uno de las santas Escrituras, y otro de las criaturas, los cuales ambos nos ayudan grandemente para el conocimiento de nuestro Criador. Por eso tocaremos aquí algunos de los motivos y fundamentos que los filósofos tuvieron para alcanzar esta verdad. Y digo algunos, porque solamente tocaremos aquéllos que son más claros y más acomodados a la capacidad del pueblo, dejando los otros más sutiles para las escuelas de los teólogos.

Parecerá a alguno ser excusado tratar esta materia entre cristianos, pues todos tienen fe de este artículo. Así es, mas con todo eso hemos visto y vemos cada día hombres tan desaforados, tan desalmados y tan tiranos, que aunque con el entendimiento confiesen que hay Dios, con sus obras lo niegan, porque ninguna cosa menos hacen creyéndolo, que harían si totalmente no lo creyesen. Pues para éstos, que tienen la lumbre de la fe tan olvidada y escondida, aprovechará mostrarles claramente por lumbre de razón que hay Dios: quizá esto les daría alguna sofrenada para que mirasen por sí. Y demás de este provecho hay otro mayor y más común para todos, el cual es que todas las cosas que nos dicen haber Dios justamente nos declaran muchas de sus perfecciones, especialmente su sabiduría, su omnipotencia, su bondad, su providencia, con la cual rige y gobierna todas las cosas.

Pues entre estos fundamentos, el primero y más palpable se toma de la orden de las cosas, porque vemos en este mundo diversos grados de perfección en todas las criaturas. Y en esta orden ponemos en el grado más bajo los cuatro elementos, que son cuerpos simples, los cuales no tienen más que dos cualidades. En el segundo ponemos los mixtos imperfectos, como son nieves, lluvias, granizo, vientos, heladas y otras cosas semejantes que tienen alguna más composición. En el tercero están los mixtos perfectos, como son piedras, perlas y metales, donde se halla perfecta composición de los cuatro elementos. En el cuarto ponemos las cosas que demás de esta composición tienen vida, y crecen, y menguan, como son los árboles y todas las plantas. En el quinto están los animales imperfectos, que demás de la vida tienen sentido, aunque carecen de movimiento, como son las ostras y muchos de los mariscos. En el sexto están los animales perfectos, que demás del sentido tienen movimiento, como los peces y aves, etc. En el séptimo ponemos al hombre, que, demás de lo dicho, tiene razón y entendimiento, con que se aventaja y diferencia de todos los brutos. Sobre el hombre ponemos al ángel, que tiene más alto entendimiento, es sustancia espiritual apartada de toda materia. Y entre esos mismos ángeles hay orden, porque unos son de más noble y perfecta naturaleza que otros, y siguiendo la sentencia de Santo Tomás, que es muy conforme a la doctrina de Aristóteles, no hay dos ángeles de igual perfección, con ser ellos innumerables, sino siempre uno es esencialmente más perfecto que otro. Pues subiendo por esta orden, o hemos de dar proceso en infinito sin haber postrero (lo cual es imposible en naturaleza), o hemos de venir en parar en una cosa la más perfecta de todas, sobre la cual no hay otra más perfecta. Ésta, pues, que está en la cumbre de todas y sobre todas, es la que llamamos Dios o primera verdad, primera causa y primer movedor, y autor de todas las cosas, la cual no ha de ser criada o hecha por algún criador o hacedor, porque ése sería más perfecto que él, pues es más perfecto el criador que su criatura, y el hacedor que su hechura. De donde se sigue que ese Señor ha de ser eterno y sin principio, pues no pudo ser criado ni hecho por otro. Éste es el primer fundamento de esta verdad, que se toma del orden de las criaturas.

II.- El segundo es el que se toma del movimiento de las cosas. Para lo cual tomamos por principio que todas las cosas que se mueven corporalmente, tienen dentro o fuera de sí alguna virtud o fuerza que las mueva. Lo cual se ve claramente así en el hombre como en todos los animales, en los cuales el cuerpo es el que se mueve, y el ánima la que lo mueve. Y esto parece ser así, porque faltando el ánima, falta luego el movimiento que de ella procedía. Pues dejemos ahora los movimientos de la tierra, y subamos al movimiento del más alto cielo, que está sobre el cielo estrellado, el cual mueve los otros cielos inferiores, y es causa de todos los movimientos que hay acá en la tierra, el cual se mueve con tan gran ligereza, que en un solo día natural da una vuelta a todo el mundo. Pues este cielo, según lo presupuesto, ha de tener movedor que lo mueva. Pues de este movedor se pregunta si en su ser y en la virtud que tiene para causar este movimiento, tiene dependencia de otro, o no: si no la tiene, sino por sí mismo tiene su ser y su poder, ese tal llamaremos Dios, porque sólo Dios es el que, como superior de todas las cosas, no pende, ni en su ser ni en su poder, de nadie, sino de sí mismo. Mas si me decís que tiene otro superior, de quien depende cuanto al ser y cuanto a la virtud del mover, de ese superior haré la misma pregunta que del inferior, y procediendo en este discurso, o se ha de dar proceso en infinito (lo cual dijimos ser imposible), o hemos finalmente de venir a un primer movedor, de que penden los otros movedores, y a una primera causa, de cuya virtud participan su virtud todas las otras causas, y ésa es a quien llamamos Dios. Ésta es la demostración por donde los filósofos probaron que había un primer movedor que no pendía de nadie, sino de sí mismo. Y los que penetran la fuerza de esta demostración, no tienen fe de este primer artículo, porque tienen (como dijimos) evidencia de él. Y para éstos no se llama éste artículo de fe, sino preámbulo de ella, como dice el mismo santo Doctor.

III.- Otros motivos tuvieron los filósofos, de que Tulio hace mucho caso, y con mucha razón, y uno de ellos es que, con ser tantas y tan varias las naciones del mundo, ninguna hay tan bárbara ni tan fiera que, dado que no conozca cuál sea el verdadero Dios, no entienda que lo hay, y le honre con alguna manera de veneración. La causa de esto es porque (demás de la hermosura y orden de este mundo, que está testificando que hay Dios que lo gobierna) el mismo Criador, así como imprimió en los corazones de los hombres una inclinación natural para amar y reverenciar a sus padres, así también imprimió en ellos otra semejante inclinación para amar y reverenciar a Dios como a padre universal de todas las cosas y sustentador y gobernador de ellas. Y de aquí procede esa manera de culto y religión, aunque falsa, que en todas las naciones del mundo vemos. La cual de tal manera está impresa en los corazones humanos, que por sola defensa de ella pelean unas naciones con otras, sin haber otra causa de pelear, como lo vemos entre moros y cristianos. Porque creyendo cada uno que su religión es la verdadera, y que por ella es Dios verdaderamente honrado, y no por las otras, paréceles estar obligados a tomar la voz por su Dios, y hacer guerra a los que no lo honran como ellos entienden que debe ser honrado: tan impreso está en los corazones humanos el culto y veneración de Dios. Y lo que más es: cada día vemos pasarse hombres de diversas sectas a nuestra religión, y dejar mujer e hijos, y hacienda y cargos honrosos, como ahora lo vimos en uno, que habiendo muchos años antes negado la fe, se vino a tierra de cristianos, dejando todo esto que hemos dicho, por la fe verdadera. En lo cual se ve cuán poderosamente arraigó el Criador este afecto de religión en nuestros corazones, pues prevalece y vence los mayores afectos que hay en el hombre, que son las afecciones de estas cosas que dijimos. Y esto mismo acaeció en tiempo de Esdras a los hijos de Israel que se hallaron casados con mujeres de linajes de gentiles, cuando volvieron del cautiverio de Babilonia, los cuales las dejaron junto con los hijos que de ellas habían nacido, por no quebrantar la ley de Dios, que tales casamientos prohibía.

IV.- Otro indicio señalan de esta verdad, el cual también procede de esta natural inclinación que decimos, y es que todos los hombres, cuando se ven en algún gran y extraordinario aprieto y angustia, naturalmente, sin discurso alguno, levantan el corazón a Dios a pedirle socorro. Y como este movimiento sea tan acelerado, que previene el discurso de la razón, síguese que procede de la misma naturaleza del hombre, la cual como sea formada por Dios, y Dios no haga cosa ociosa y sin propósito, síguese no sólo que hay Dios, sino también ser él infinitamente perfecto. Porque este recurso es como una voz y testimonio de la misma naturaleza, la cual con esto confiesa que aquel divino Presidente lo ve todo, y lo prevé todo, y que en todo lugar se halla presente. Aquí confiesa su providencia, su bondad, su misericordia, y el amor que tiene a los hombres, y el deseo de remediarlos, pues él mismo, cuando los crió, imprimió en ellos esta natural inclinación que los moviese a recorrer a él como a verdadero padre, en sus angustias y tribulaciones.


- I -

V.- El quinto motivo que así los filósofos como todos los hombres tuvieron para reconocer la divinidad, fue la fábrica, y orden, y concierto, y hermosura, y grandeza de este mundo y de las partes principales de él, que son cielo, estrellas, planetas, tierra, agua, aire y fuego, vientos, lluvias, nieves, ríos, fuentes, plantas, y todo lo demás que en él hay. Esta consideración, con las dos que luego trataremos, prosigue copiosamente Tulio, elegantísimo orador y filósofo, en nombre de otro filósofo estoico. Y pues en esta materia procedemos por vía de filosofía, pareciome ingerir aquí (para los que no entienden latín) lo que este filósofo, con las palabras de la elocuencia de Tulio, dice, dejando algunas cosas que adelante se tratan en sus propios lugares. Mas advierto al lector que, cuando en lugar de Dios hallare dioses, entienda que habla como filósofo gentil, y como en esto se engaña, así también cuando dice que los dioses tienen cuidado de las cosas grandes, y no de las pequeñas, lo cual es contra lo que nos enseñó aquel Maestro que vino del cielo, cuando dijo que ni un pajarillo caía en el lazo sin la voluntad y providencia del Padre celestial. Dice, pues, así este filósofo:

«Ninguna cosa se hallará en la administración y gobierno del mundo que se pueda justamente reprender, y si alguno quisiere enmendar algo de lo hecho, o lo hará peor, o del todo no lo podrá hacer. Pues si todas las partes del mundo están de tal manera fabricadas que ni para el uso de la vida se pudieran hacer mejores, ni para la vista más hermosas, veamos si pudieran ser hechas acaso, o perseverar en el estado en que están, si no fueran gobernadas por la divina providencia. Por donde, si son más perfectas las obras de naturaleza que las del arte, si las del arte se hacen con razón, síguese que las de naturaleza no han de carecer de razón. Pues, ¿quién habrá que, viendo una tabla muy bien pintada, no entienda que se hizo por arte, y viendo desde lejos correr un navío por el agua, no conozca que este movimiento se haga por razón y arte, y viendo cómo un reloj señala las horas a sus tiempos debidos, no entienda lo mismo, y se atreva a decir que el mundo (el cual inventó estas mismas artes, con los oficiales de ellas, y abraza todas las cosas) carezca de razón y de arte?

Mas levantemos los ojos a las cosas mayores. En el cielo resplandecen las llamas de innumerables estrellas, entre las cuales el príncipe que todas las cosas esclarece y rodea es el sol, que es muchas veces mayor que toda la tierra, y asimismo las estrellas son de inmensa grandeza. Y estos tan grandes fuegos ningún daño hacen a la tierra ni a las cosas de ella, mas antes la aprovechan de tal manera que, si mudasen sus lugares y puestos, ardería todo el mundo».



Y un poco más abajo añade el mismo Tulio estas palabras:

«Hermosamente dijo Aristóteles que, si habitasen algunos hombres debajo de la tierra, en algunos palacios adornados con diversas pinturas y con todas las cosas con que están ataviadas las casas de los que son tenidos por bienaventurados y ricos, los cuales hombres, morando en aquellos soterraños, nunca hubiesen visto las cosas que están sobre la tierra, y hubiesen oído por fama que hay una divinidad en el mundo soberana, y después de esto, abiertas las gargantas de la tierra, saliesen de aquellos aposentos, cuando viesen la tierra, la mar y el cielo, la grandeza de las nubes, la fuerza de los vientos, y pusiesen los ojos en el sol, y conociesen la grandeza y hermosura y eficacia de él, y cómo él, esclareciendo con su luz el cielo, es causa del día, y llegada la noche viesen todo el cielo adornado y pintado con tantas y tan hermosas lumbreras, y notasen la variedad de la luna, con sus crecientes y menguantes, y considerasen la variedad de los nacimientos y puestos de las estrellas, tan ordenados y tan constantes en sus movimientos en toda la eternidad, sin duda cuando los tales hombres, salidos de la oscuridad de sus cuevas, súbitamente viesen todo esto, luego conocerían haber sido verdadera la fama de lo que les fue dicho, que era haber en este mundo una soberana divinidad, de que todo pendía. Esto dijo Aristóteles».



«Mas nosotros -dice el mismo Tulio-, imaginemos unas tan espesas tinieblas cuantas se dice haber salido en el tiempo pasado de los fuegos del monte Etna, las cuales oscurecieron todas las regiones comarcanas, e imaginemos que por espacio de dos días ningún hombre pudiese ver a otro. Pues si al tercer día el sol esclareciese al mundo, parecería a estos hombres que de nuevo habían resucitado. Y si esto mismo acaeciese a algunos que hubiesen vivido siempre en eternas tinieblas, los cuales súbitamente viesen la luz, ¡cuán hermosa les parecería la figura del cielo! Mas la costumbre de ver esto cada día hace que los hombres no se maravillen de esta hermosura, ni procuren saber las razones de las cosas que siempre ven, como si la novedad de las cosas nos hubiese de mover más que su grandeza a inquirir las causas de ellas. Porque, ¿quién tendrá por hombre de razón al que, viendo los movimientos del cielo y la orden de las estrellas tan firme y constante, y viendo la conexión y conveniencia que todas estas cosas tienen, diga que todo esto se hizo sin prudencia ni razón, y crea que se hicieron acaso las cosas que ningún consejo ni entendimiento puede llegar a comprender con cuánto consejo hayan sido hechas? ¿Por ventura, cuando vemos alguna esfera movediza, o reloj, o algunas figuras moverse artificiosamente, no entendemos que hay algún artificio y causa de estos movimientos? Y viendo el ímpetu con que se mueven los cielos, con tan admirable ligereza, y que hacen sus cursos tan ciertos y tan bien ordenados para la salud y conservación de las cosas, ¿no echaremos de ver que todo esto se hace con razón, y no sólo con razón, sino con excelente y divina razón?

Mas, dejada aparte la sutileza de los argumentos, pongámonos a mirar la hermosura de las cosas que por la divina providencia confesamos haber sido fabricadas. Y primeramente miremos toda la tierra, sólida, y redonda, y recogida con su natural movimiento dentro de sí misma, colocada en medio del mundo, vestida de flores, de yerbas, de árboles y de mieses, donde vemos una increíble muchedumbre de cosas tan diferentes entre sí que con su gran variedad nos son causa de un insaciable gusto y deleite. Juntemos con esto las fuentes perenales de las aguas frías, los licores claros de los ríos, los vestidos verdes de sus riberas, la alteza de las concavidades de las cuevas, la aspereza de las piedras, la altura de los montes, la llanura de los campos. Añadamos a esto las venas escondidas del oro y plata y la infinidad de los mármoles preciosos. Y demás de esto, ¡cuánta diversidad vemos de bestias, de ellas mansas, de ellas fieras, cuántos vuelos y cantos de aves, cuán grandes pastos para los ganados, y cuántos bosques para la vida de los animales silvestres! Pues, ¿qué diré del linaje de los hombres, los cuales puestos en medio de la tierra, como labradores y cultivadores de ella, no la dejan poblar de bestias fieras, ni hacerse un monte bravo con la aspereza de los árboles silvestres, con cuya industria los campos y las islas y las riberas resplandecen, repartidas en casas y ciudades?

Pues si todas estas cosas mirásemos de una vista con los ojos, como las vemos con los ánimos, ninguno habría que mirando toda la tierra junta tuviese duda de la divina providencia. Mas entre estas cosas, ¡cuán grande es la hermosura de la mar, cuánta la muchedumbre y variedad de las islas que hay en ella, qué frescura y deleite de sus riberas, cuántos linajes de pescados, unos que moran en el profundo de las aguas, otros que andan nadando y corriendo por cima de ellas, otros que están pegados con sus conchas naturales a las peñas! Y el mismo mar de tal manera con sus playas y riberas se abraza con la tierra, que de dos cosas tan diferentes viene a hacerse una común naturaleza de ambas.

Luego el aire vecino a la mar se diferencia entre día y noche, el cual unas veces adelgazándose sube a lo alto, y otras espesándose se convierte en nubes, y recogiendo en sí los vapores de la mar, riega la tierra con aguas, y corriendo de una parte a otra, causa los vientos. Y él también sostiene sobre sí el vuelo de las aves, y nos da el aire con que se mantienen y sustentan los animales.

Réstanos ahora el postrer lugar del mundo, que es el cielo, tan alejado de nuestras moradas que ciñe y abraza todas las cosas, que es el último término y cabo del mundo, en el cual aquellas lumbreras resplandecientes de las estrellas hacen sus cursos tan ordenados, que son causa de gran admiración a quien los contempla. Entre los cuales el sol, moviéndose alrededor de la tierra, y naciendo y poniéndose, es causa del día y de la noche, y llegándose a nosotros un tiempo del año, y desviándose otro, hace dos vueltas contrarias, y en este intervalo se entristece la tierra con su ausencia, y después se alegra con su venida. Mas la luna (que, como los matemáticos dicen, es mayor que la mitad de la tierra), caminando por las mismas vías que el sol, envía a la tierra la lumbre que recibe de él, mudándose muchas veces, y eclipsándose con la sombra de la tierra, y eclipsando ella al sol cuando se le pone delante. Y por los mismos espacios corren los planetas alrededor de la tierra, los cuales a veces se apresuran en sus movimientos, y a veces se tardan, y otras se detienen, que es cosa de gran admiración y hermosura. Síguese luego la muchedumbre de las estrellas fijas, las cuales están de tal manera ordenadas que vienen a hacer ciertas figuras, por las cuales son nombradas, como es el carro, la bocina y otras semejantes, que son guía de los que navegan por la mar».



Todo lo susodicho es de Tulio, el cual con el argumento de la fábrica y hermosura y provecho de las partes principales de este mundo inferior, y con la orden y constancia invariable de los movimientos del cielo, prueba que cosas tan grandes, tan provechosas, tan hermosas y tan bien ordenadas, no se pudieron hacer acaso, sino que tienen un sapientísimo hacedor y gobernador.

Y un poco más abajo, declarando el cuidado que la divina providencia tiene de acudir a las necesidades humanas, dice de ella que, demás del común pasto y mantenimiento de todo el mundo, produjo en diversos lugares diversas cosas para el uso y provisión de nuestra vida. Y así vemos, dice él, que «en Egipto el río Nilo con sus crecientes riega y cubre en el tiempo del estío toda la tierra y, esto hecho, se recoge, dejando los campos ablandados y dispuestos para la sementera. A Mesopotamia hace fértil el río Eúfrates, en la cual cada año renueva los campos, y casi los hace otros. Mas el río Indo, que es el mayor de todos los ríos, no sólo alegra y ablanda los campos, sino también los deja sembrados, por traer consigo gran número de semillas, semejantes a los granos de que nacen las mieses. Muchas otras cosas memorables podría contar, que se crían en diversos lugares, y muchos campos fértiles, unos que dan una manera de fruto, y otros otro. Mas, ¡cuánta es la benignidad y liberalidad de la naturaleza en haber criado tantas y tan diversas y tan suaves cosas para nuestro mantenimiento, y éstas no en un solo tiempo del año, sino siempre, para que con la novedad de los manjares y con la abundancia de ellos se renovase nuestro gusto y deleite! Y ¡cuán saludables vientos y cuán proporcionados a sus tiempos produce, no sólo para el provecho de los hombres, sino también de los ganados y de todas las cosas que nacen de la tierra, con los cuales los grandes calores se templan, y con ellos se navega con mayor ligereza la mar!

Muchas otras cosas callamos, y muchas también decimos, porque no se pueden contar los provechos que nos traen los ríos, y las mudanzas de la mar, cuando crece o mengua, y los montes vestidos de verdura, y los bosques, y las salinas que se hallan en lugares muy apartados de la mar, y la muchedumbre de las yerbas medicinales que produce la tierra, e innumerables artes necesarias para el mantenimiento y uso de nuestra vida. Pues ya la mudanza de los días y de las noches sirve para conservar la vida de los animales, señalándonos un tiempo para trabajar, y otro para descansar. De manera que por todas partes se concluye que este mundo se gobierna por la sabiduría y consejo divino, el cual por una manera maravillosa lo endereza y ordena a la salud y conservación de todas las cosas». Lo susodicho es de Tulio en nombre de un filósofo estoico, el cual con tanta atención discurría por todas las cosas del mundo, cebando y recreando su ánima en la contemplación de las obras y maravillas de la divina providencia. Lo cual es para confusión de muchos cristianos, que tan poco tiempo gastan en la consideración de cosas tan admirables.




- II -

Mas entre todas ellas es mucho para considerar de la manera que todas, como una música concertada de diversas voces, concuerdan en el servicio del hombre, para quien fueron criadas, sin haber una sola que se exima de su servicio, y que no le acarree algún provecho, y pague algún tributo temporal o espiritual. En lo cual se ha de considerar cómo todas las cosas en este ministerio se ayudan unas a otras, como diversos criados de un señor, que teniendo diferentes oficios, se emplean todos, cada cual de su manera, en el servicio del señor. De lo cual resulta esta armonía del mundo, compuesta de infinita variedad de cosas, reducidas a esta unidad susodicha, que es el servicio del hombre. Pongamos ejemplo comenzando del mismo hombre, el cual, según Aristóteles, es como fin, para cuyo servicio la divina providencia diputó todas las cosas de este mundo inferior. Pues éste primeramente tiene necesidad del servicio de diversos animales para mantenerse de sus carnes, para vestirse y calzarse de sus pieles y lanas, para labrar la tierra, para llevar y traer cargas, y aliviar con esto el trabajo de los hombres. Estos animales tienen necesidad de yerba y pasto para sustentarse. Éste se cría y crece con las lluvias que riegan la tierra; éstas se engendran de los vapores que el sol hace levantar así de la tierra como de la mar. Éstos han menester viento para que los lleven de la mar a la tierra. Los vientos proceden de las exhalaciones de la tierra. Para esto son necesarias las influencias del cielo, y el calor del sol que las saque de ella, y levante a lo alto. El cielo tiene necesidad de la inteligencia que lo mueva, y ésta de la primera causa, que es Dios, para que la conserve y sustente en el oficio que tiene. De esta manera podríamos poner ejemplo en todas las otras cosas criadas, y mostrar cómo se ayudan y sirven unas a otras, y todas finalmente se ordenan y reducen al servicio del hombre, para el cual fueron criadas.

Donde es razón de considerar la divina sabiduría en haber ordenado las causas de las cosas de tal manera que unas tengan necesidad del ayuda y ministerio de las otras, y que ninguna por sí sola baste para todo, para que así se quitase a los hombres la ocasión de idolatrar, viendo la necesidad que las más excelentes criaturas tienen del ministerio y uso de las otras. Porque el sol es el que entre todas ellas tiene más virtud para la procreación de las cosas, mayormente pues él da luz a todas las estrellas, y con la luz eficacia para sus influencias. Este planeta, con su movimiento propio allegándose y desviándose de nosotros, es causa de los cuatro tiempos del año, que son invierno, verano, estío y otoño, que son necesarios para la producción de las cosas. Mas él mismo, para causar días y noches (que no son para esto menos necesarias) tiene necesidad del movimiento del primer ciclo, que en un día natural hace que el sol dé una vuelta al mundo, y con esto se causa el día y la noche. Asimismo los otros planetas y estrellas, según los diversos aspectos que tienen entre sí y con el sol, son causa de diversos efectos acá en la tierra, como son lluvias, serenidad, vientos, frío y calor, y cosas semejantes. Esta cadena o, si se puede decir, esta danza tan ordenada de las criaturas, y como música de diversas voces, convenció a Averroes para creer que no había más que un solo Dios. Porque no se pueden reducir a un fin con una orden cosas tan diversas, si no hubiese uno que sea como maestro de capilla, que las reduzca a esta unidad y consonancia. Mas si fuesen dos o muchos dioses diferentes entre sí, y no fuesen conformes ni sujetos uno a otro, no se podría causar esta unidad, porque cada uno tiraría por su camino, y unos impedirían a otros, como un navío entre vientos igualmente contrarios, el cual mientras así estuviese, no se movería.

Esta hermosísima figura del mundo describe Séneca elegantemente a una noble matrona romana por estas palabras: «Imagina que, al tiempo que naces en este mundo, te declaro la condición de este lugar adonde entras, y te digo: mira que entras en una gran ciudad, que abraza y encierra en sí todas las cosas, gobernadas por leyes eternas. Verás aquí innumerables estrellas, y una sola, que es el sol, el cual hinche con su luz todas las cosas, y con su ordinario movimiento reparte igualmente el espacio de los días y de las noches, y divide en partes iguales los cuatro tiempos del año. Verás aquí cómo la luna recibe del sol, su hermano, la claridad, a veces mayor, a veces menor, según el aspecto y disposición en que lo mira; la cual, unas veces del todo se encubre, y otras, llena la cara de claridad, del todo se descubre, mudándose siempre con sus crecientes y menguantes, y diferenciándose del día que precedió. Verás otras cinco estrellas, que van por diversos caminos, y corren contra el común curso del cielo, de cuyos movimientos proceden las mudanzas y alteraciones de todas las cosas corporales, según fuere favorable o contrario el puesto y aspecto de ellas. Maravillarte has de los nublados oscuros, y de las aguas que caen del cielo, y de los truenos y relámpagos, y de los rayos que caen de través. Y cuando, recreados ya los ojos con la vista de las cosas altas, los inclinares a las tierras, verás otra forma de cosas que te cause nueva admiración. Verás la llanura de los campos tendidos por largos espacios, y los montes que se levantan en lo alto con sus collados cubiertos de nieve, y la caída de los ríos que, nacidos de una fuente, corren de oriente a occidente, y verás las arboledas que en lo alto de sus collados se están meneando, y los grandes bosques con sus animales y cantos de aves que en ellos resuenan. Verás los sitios y asientos de diversas ciudades, y las naciones cercadas y apartadas unas de otras, o con montes altos, o con riberas, o lagos, o valles, o lagunas de agua. Verás las mieses crecidas con labor e industria, y otras plantas que sin ella dan fruto. Verás correr blandamente los ríos entre los prados verdes, y los senos y riberas de la mar que vienen a hacerse puertos seguros, y verás tantas diferencias de islas tendidas por ese mar grande, que causan distinción entre unos mares y otros. Pues, ¿qué diré del resplandor de las perlas preciosas, y del oro que se halla entre las arenas de los arroyos cuando van crecidos, y del mar Océano, que se explaya con gran licencia sobre sus riberas, y con sus tres grandes senos divide la habitación de las gentes? Dentro del cual verás unos pescados de increíble grandeza, otros muy pesados que tienen necesidad de ayuda para moverse, y otros más ligeros que una galera con sus remos, y otros que, siguiendo los navíos, echan de sí una gran espadaña de agua, no sin temor y peligro de los navegantes. Verás navíos que buscan tierras no conocidas, y verás que ninguna cosa quedó por tentar al atrevimiento humano». Hasta aquí son palabras de Séneca.




- III -

Pues siendo tan grande la variedad y hermosura de las cosas de este mundo, ¿quién será tan bruto que diga haberse todo esto hecho acaso, y no tener un sapientísimo y potentísimo Hacedor? ¿Quién diría que un retablo muy grande y de muchos y muy excelentes colores y figuras se hizo acaso, con un borrón de tinta que acertó a caer sobre una tabla? Pues, ¿qué retablo más grande, más vistoso y más hermoso que este mundo? ¿Qué colores más vivos y agradables que los de los prados y árboles de la primavera? ¿Qué figuras más primas que las de las flores, y aves, y rosas? ¿Qué cosa más resplandeciente y más pintada que el cielo con sus estrellas? Pues, ¿cuál será el ciego que todas estas maravillas diga que se hicieron acaso?

Si por caso, yendo camino, hallases en un bosque una casa de solaz de algún príncipe, muy bien edificada y proveída de todo género de mantenimientos, y de las oficinas que fuesen necesarias para servicio del príncipe, y vieses en ella sus mesas puestas, sus hachas encendidas, sus vergeles y cisternas, y fuentes de agua, sus aposentos y lugares diversos para todos sus criados, y maravillado tú de todo este aparato, preguntases cómo se había hecho esto, te respondiesen que había caído un pedazo de aquella montaña, y los pedazos de ella habían acertado a caer de tal manera que sin mano de oficial se habían fabricado aquellos tan hermosos palacios, con todo lo que hay en ellos, ¿qué dirías? ¿Podría fingirse desatino mayor? Pues decidme ahora: si poniéndoos vos de propósito a considerar la hermosura de la gran casa real de este mundo, y viendo la fábrica y provisión de todas las cosas que hay en él; viendo esa bóveda del cielo tan grande y tan compasada y pintada con tantas estrellas; viendo una mesa tan abastada de tantas diferencias de manjares como es la tierra con todas las carnes y frutas y otros mantenimientos que hay en ella; viendo tantas frescuras y vergeles y fuentes de agua, tantos paños de verdura como se ven por todas las montañas y valles y praderías de los campos; viendo las hachas y lumbreras que arden día y noche en medio de esos cielos para alumbrar esta casa, y las vajillas de oro y plata, y piedras preciosas que nacen en los mineros de la tierra, los aposentos diversos y convenientes para los moradores de esta casa, unos en las aguas para los que saben nadar, otros en el aire para los que pueden volar, otros en la tierra para los cuerpos grandes y pesados, y viendo sobre todo esto el regimiento de toda esta casa y familia, y el orden de ella, y cómo los ángeles, que son criaturas más principales, mueven los cielos, y los cielos a los elementos, y de los elementos se forman los compuestos, y todo finalmente va encaminado para el servicio del príncipe de esta casa, que es el hombre: quien todo esto ve, con otras infinitas cosas que no se pueden comprender en pocas palabras, ¿cómo podrá creer que todo esto se hiciese acaso? ¿Cómo no verá que tuvo y tiene potentísimo y sapientísimo Hacedor?

Pues esta hermosura y grandeza del mundo, con la variedad de las cosas que en él hay, reducidas a aquella unidad que dijimos, movió no solamente a los filósofos, mas también a todas las gentes, a creer que cosas tan grandes, tan hermosas y tan bien ordenadas, no se habían hecho acaso, sino que tenían un sapientísimo y potentísimo Hacedor, que con su omnipotencia las había criado, y con su sabiduría las gobernaba. Y esto es por lo que David exclama en el Salmo 18, cuando dice: «Los cielos denuncian la gloria de Dios, y las obras de sus manos predica el cielo estrellado», etc. Quiere decir: La hermosura del cielo, adornada con tantas lumbreras, y la orden admirable de las estrellas, y la diversidad de sus movimientos y cursos predican la gloria de Dios, y hacen que todas las naciones le alaben, y se maravillen de su grandeza, y le reconozcan por Hacedor y señor de todas las cosas. Asimismo el orden de los días y de las noches, el crecimiento y la disminución de ellos tan ordenada y proporcionada para el uso de nuestra vida, y la constancia invariable que en sus nacimientos y movimientos guardan, predican y testifican que obras tan grandes y tan bien ordenadas no se han de atribuir al caso o a la fortuna, sino que hay en el mundo un soberano presidente que al principio crió todas estas cosas, y las conserva con suma providencia. Mas estas obras admirables no hablan ni testifican esto con voces humanas, las cuales no pudieron llegar al cabo del mundo, mas su habla y testimonio es la orden invariable, y la hermosura de ellas, y el artificio con que están hechas tan perfectamente como si se hicieran con regla y plomada. Porque esta manera de lenguaje se oye en todas las tierras, y convida a los hombres al culto y veneración del Hacedor.




- IV -

VI.- Otro fundamento hay no menos urgente que el pasado para conocer esta verdad. Porque no sólo la fábrica de este mundo mayor, mas también la del menor, que es el hombre, nos declara que hay Dios, Criador y Hacedor de él. Porque en ella resplandece tanto la sabiduría del Hacedor, que pudo decir San Agustín con verdad que entre todas las maravillas que hizo Dios por amor del hombre, la mayor es el mismo hombre, entendiendo por el hombre las dos partes de que se compone, que son cuerpo y ánima. Y dejando por ahora el ánima, en la fábrica y composición de él cuerpo hay tantas maravillas, que no bastaron muchos libros que Galeno y otros escribieron para declararlas enteramente: cada una de las cuales por sí sola, y mucho más todas ellas juntas, declaran la infinita sabiduría del artífice que tal fábrica ordenó. Porque no hay en el mundo palacio real ni república tan concertada que tenga tantas maneras de oficios y oficiales, quiero decir tantas partes diversas como tiene un cuerpo humano para su regimiento y conservación. De las cuales unas sirven para cubrirlo, como es la piel y la carne y la gordura; otras sirven de cocer el manjar, como el estómago y las tripas delgadas; otras hacen la sangre, como el hígado; otras la llevan a todos los miembros, como las venas; otras engendran los espíritus de la vida, como el corazón; otras llevan estos espíritus por todo el cuerpo, como las arterias; otras hacen los espíritus del sentido, como los sesos; otras reparten esta virtud por todo el cuerpo, como los nervios; otras sirven al movimiento que depende de nuestra voluntad, como los morecillos. Algunas reciben las superfluidades del cuerpo, como el bazo, la hiel, los riñones, la vejiga, las tripas. Por otra pasa el aire que recrea los sesos y el corazón, como las narices, el gargavero, los pulmones y la arteria venal. Algunas sirven a los sentidos exteriores, conviene saber: a oír, las orejas; a ver, los ojos; a gustar, la lengua y el paladar; a hablar, los pulmones y el gargavero. Otras sirven de fundamento o armadura sobre la cual todas las demás partes se arman y establecen, como los huesos y ternillas. Y lo que acrecienta esta admiración es ver que tanta variedad de cosas tan diferentes en las figuras, virtudes, oficios, dureza y blandura, vienen a forjarse de una tan simple materia como es aquélla de que se fabrica el cuerpo humano. Pues, ¿quién había de ser poderoso para producir, de una materia tan simple, tanta muchedumbre de cosas tan diversas sino sólo aquel potentísimo y sapientísimo Hacedor? Pues la variedad y muchedumbre de estas partes, la figura y oficios que tienen para el servicio del cuerpo humano, manifiestamente declaran no haberse hecho esto acaso, sino con suma providencia y artificio del que las formó.

Este mismo argumento prosigue elegantemente el mismo Tulio en el libro ya alegado, procediendo por todas las partes y por todos los miembros y sentidos del cuerpo humano, así los interiores que no se ven, como los exteriores que se ven, declarando cómo cada una de estas partes sirven tan perfectamente a lo que conviene a la conservación de la vida humana (que es para la sustentación de nuestro cuerpo y para el uso y oficio de los sentidos) que ningún entendimiento humano podrá descubrir en tanta variedad y muchedumbre de partes alguna cosa que falte, o que sobre, o que no venga tan a propósito de lo que es necesario para este fin, que por ninguna vía se pueda trazar otra mejor. Por donde concluye proceder esta obra de una suma providencia y sabiduría, que en ninguna cosa falta, y en ninguna yerra. Mas porque esta consideración es muy profunda y provechosa, y pide más largo tratado, adelante la proseguiremos más copiosamente en su propio lugar.




- V -

VII.- Y demás de estos fundamentos susodichos, hay otro no menos eficaz para el conocimiento de esta verdad, y muy palpable y fácil de penetrar a cualquier entendimiento, por rudo que sea. El cual procede de ver las habilidades que todos los animales de la tierra, de la mar y del aire tienen para todo lo que se requiere para su mantenimiento, para su defensión, para la cura de sus enfermedades y para la creación de sus hijuelos. En todo lo cual ninguna cosa menos hacen de lo que harían si tuviesen perfectísima razón. Así temen la muerte, así se recatan de los peligros, así saben buscar lo que les cumple, así saben hacer sus nidos y criar sus hijos como lo hacen los hombres de razón. Y aun pasan más adelante, que entre mil diferencias de yerbas que hay en el campo de un mismo color, conocen la que es de comer y la que no lo es, la que es saludable y la que es ponzoñosa y, por mucha hambre que tengan, no comerán de ella. La oveja teme al lobo sin haberlo visto, y no teme al mastín, siendo tan semejante a él. La gallina no teme al pavo, siendo tan grande, y teme hasta la sombra de un gavilán, que es mucho menor. Los pollos temen al gato y no al perro, siendo mayor y esto antes aún que tengan experiencia del daño que de las cosas contrarias podrían recibir.

De esta misma consideración se aprovechaba el mismo Tulio para mostrar la sabiduría y providencia de aquel artífice soberano que todo lo gobierna. Lo cual prueba declarando cómo todas las cosas que tienen vida están perfectísimamente fabricadas y proveídas de todas las habilidades necesarias para conservarla. Del cual referiré aquí algunas cosas, dejando otras para sus lugares. Y comenzando por las plantas, dice así:

«Primeramente los árboles que nacen de la tierra están de tal manera fabricados, que puedan sostener la carga de las ramas que están en lo alto y asimismo con sus raíces afijadas en tierra para atraer el jugo de ella, con el cual viven y se mantienen, y los troncos de ellos están vestidos y abrigados con sus cortezas, para que estén más seguros así del frío como del calor. Mas las vides tienen sus ramales, que son como manos, con que se abrazan con los árboles, y suben a lo alto sobre hombros ajenos, y así también se apartan de algunas plantas que les son contrarias y dañosas, cuando están cerca de ellas, como de cosa pestífera, y por ninguna vía tocan en ellas.

Mas, ¡cuán grande es la variedad de tantos animales, y cuán proveídos para todo lo que se requiere para su conservación! Entre los cuales unos están cubiertos de cueros, otros vestidos de vellos, otros erizados con espinas, unos cubiertos de plumas, y otros de escamas. Y entre ellos unos están armados con cuernos, y otros se defienden huyendo con la ligereza de sus alas. A los cuales todos proveyó la naturaleza abundantemente del pasto y mantenimiento que a cada uno en su especie era proporcionado. Y podría yo referir aquí las habilidades que ella les dio para buscar este pasto y digerirlo, y cuán ingeniosa fue en trazar la figura y fábrica de los miembros que para esto son necesarios. Porque todas las facultades interiores de sus cuerpos de tal manera están fabricadas y asentadas en sus lugares que ninguna haya superflua, y ninguna que no sea necesaria. Dio también ella a todas las bestias sentido y apetito, para que con lo uno se esforzasen a buscar su mantenimiento, y con lo otro supiesen hacer diferencia entre las cosas saludables y dañosas. Y entre ellas unas hay que buscan su mantenimiento andando, otras rastrando por tierra, otras volando, otras nadando; entre las cuales unas toman el manjar con los dientes y con la boca; otras lo despedazan con las uñas; otras con los picos revueltos; otras maman; otras toman el manjar con la mano; otras lo engullen así como está entero, y otras lo mascan con los dientes. Todas también tienen sus lugares naturales a donde corren. Y así, cuando a la gallina echan los huevos de los patos para que los saque, después de salidos a luz y criados, ellos mismos sin maestro se van derechos al agua, reconociendo ser éste su lugar natural: tan grande es la inclinación que la naturaleza dio a todas las cosas para procurar su conservación.

Muchas otras cosas pudiera traer a este propósito, y muchas de ellas son muy notorias, como es ver con cuánta diligencia miran por sí los animales; cómo estando paciendo miran alrededor si hay algún peligro, y cómo se escondan y guarezcan en sus madrigueras, y con cuánta diligencia se defienden y arman contra el temor y fuerza de sus contrarios, unos con cuernos, como los toros, otros con dientes, como los jabalíes, otros mordiendo, como los leones, unos huyendo, y otros escondiéndose, y otros con un intolerable hedor que echan de sí para detener sus perseguidores».



Estas y otras semejantes habilidades refiere Tulio de los animales, los cuales, careciendo de razón, hacen las cosas tan a propósito de lo que conviene para su conservación y defensión, como si realmente la tuvieran.

Pues arguyen ahora los filósofos así. Todos estos animales carecen de razón (porque en sola ésta se diferencian ellos del hombre y el hombre de ellos), y con todo eso hacen todas las cosas que pertenecen a su conservación tan perfectamente como si la tuviesen, luego necesariamente hemos de confesar que hay una razón universal y una perfectísima sabiduría que de tal manera asiste a todos ellos, y de tal manera los rige y gobierna, que hagan lo mismo que harían si tuviesen razón. Porque por el mismo caso que el Criador los formó, y quiso que fuesen y viviesen, estaba claro que les había de dar todo lo necesario para conservar sus vidas, de otra manera, de balde y sin propósito las criara. Si viésemos un niño de edad de tres años que hablase con tanta discreción y elocuencia como un gran orador, luego diríamos: otro habla en este niño, porque esta edad no es capaz de tanta elocuencia y discreción. Pues como veamos que todas las criaturas que carecen de razón, hagan todas sus obras conforme a razón (que es todo lo que conviene para su conservación), necesariamente hemos de confesar que hay esta razón universal y esta suma sabiduría, la cual, sin darles razón, les dio inclinaciones e instintos naturales para que lo que en los hombres hace la razón, hiciese en ellas la inclinación. Y en esto advirtieron claramente los filósofos, los cuales dicen que las obras de naturaleza son obras de una inteligencia que no yerra, queriendo decir: son obras de una suma sabiduría que hace sus obras con tanta perfección, que ningún defecto se pueda hallar en ellas. Esta consideración que nace de las criaturas movió a San Agustín a decir que más fácilmente dudaría si tenía ánima en su cuerpo, que dudar si hay Dios en este mundo, por razón del testimonio que de esta primera verdad nos dan las cosas criadas.

Estas tres postreras consideraciones que aquí hemos tocado, tienen necesidad de más larga declaración. Y aunque lo dicho bastara para lo que pide la resolución y brevedad de esta Introducción, mas porque mi intención es, como ya dije, dar materia de suavísima consideración a las personas virtuosas, volveremos a tratar estas tres consideraciones más copiosamente. En lo cual, imitando aquellos dos santos doctores que dijimos, San Ambrosio y San Basilio, trataremos de las obras de los seis días, en que Dios nuestro Señor crió todas las cosas, para que por ellas levantemos los corazones al conocimiento de la bondad, y sabiduría, y omnipotencia, y providencia del que las crió para la provisión de nuestro cuerpo y para el ejercicio y levantamiento de nuestro espíritu. Para lo cual antiguamente ordenó la guarda del sábado (en el cual se escribe haber Dios descansado de la obra de Creación) para que empleasen los hombres este día en la consideración de las obras que en los primeros seis días había obrado, y le diesen gracias por ellas, pues todas eran beneficios suyos.

Pues, conforme a esto, trataremos primero del mundo y de las principales partes de él, que son cielos y elementos, y después descenderemos a tratar en particular de todos los cuerpos que tienen vida, como son las plantas y los animales, y al cabo trataremos del hombre, que en el sexto y postrero día fue criado. Y porque el cristiano lector se aproveche mejor de esta doctrina conociendo el blanco a que toda ella tira, sepa que mi intento no es solamente declarar cómo hay un Dios criador y señor de todas las cosas (conforme a lo que al principio propuse), sino mucho más declarar la providencia divina que resplandece en todas sus criaturas, y las perfecciones que andan juntas con ella.

Para lo cual es de saber que, entre estas perfecciones, tres son las más celebradas, que son la bondad, la sabiduría y la omnipotencia, que son los tres dedos de que Isaías dice que está colgada la redondez de la tierra. De estas tres perfecciones, que en él son una misma cosa, la bondad es la que quiere hacer bien a sus criaturas, y la sabiduría ordena y traza cómo se haya esto de hacer, y la omnipotencia ejecuta y pone por obra lo que la bondad quiere y la sabiduría ordena. Pues estas tres cosas incluye la divina providencia, la cual con un piadoso y paternal cuidado y sumo artificio provee a todas las cosas de lo que les es necesario.

Es, pues, ahora mi intento mostrar cómo en todas partes, así mayores como menores de este mundo, hasta en el mosquito y la hormiga, resplandecen estas cuatro perfecciones divinas, y otras muchas con ellas. Mas cuán grande sea el fruto de esta consideración, por esta razón se podrá en alguna manera entender. David llama «bienaventurados a los que escudriñan las palabras de Dios». Pues no menos lo serán los que escudriñan sus obras, cuales son no sólo las de gracia, sino también las de naturaleza, pues todas manan de una misma fuente. Y si la Sabiduría increada promete la vida eterna a los que la esclarecieren, ¿qué otra cosa tentamos hacer aquí, sino mostrar el artificio de esta suma sabiduría, que en todas las cosas criadas resplandece? Gran parte de la facultad oratoria es saber notar el artificio de que usa un gran orador en sus oraciones, y no se precia poco San Agustín de haber sabido hacer esto en algunos lugares de San Pablo. Pues, ¿cuánto mejor estudio será inquirir y notar el artificio admirable de la divina Sabiduría en la fábrica y gobierno de todas las cosas criadas? Y si de la reina Saba se escribe que desfallecía su espíritu considerando la sabiduría de Salomón y las obras que con ella había fabricado, ¿cuánto más desfallecerá el espíritu devoto considerando el artificio de las obras de aquella incomprensible Sabiduría, si supiere penetrar el arte y el consejo con que son hechas? Pues esto es lo que con el favor divino pretendemos hacer en este libro. Mas, ¿para qué efecto? Para que conociendo en las obras criadas aquellas cuatro perfecciones divinas que dijimos, se mueva nuestro espíritu al amor de tan gran bondad, y al temor y obediencia de tan gran majestad, y a la esperanza en tan paternal cuidado y providencia, y a la admiración de tan gran poder y sabiduría como en todas estas obras resplandece. Éste es, pues, el fin a donde tira toda esta doctrina, y a donde ha de enderezar su intención el piadoso lector, para que así pueda alcanzar estas virtudes susodichas, en las cuales consiste todo nuestro bien. Presupuesto, pues, ahora este principio, comenzaremos a tratar de las principales partes del mundo.






ArribaAbajoCapítulo IV

De la consideración del mundo mayor y de sus partes más principales


Comenzando, pues, por la declaración de la primera de estas tres partes, que es el mundo mayor, la primera cosa y como fundamento de lo que hemos de presuponer es que, cuando aquel magnificentísimo y soberano Señor por su sola bondad determinó criar al hombre en este mundo en el tiempo que a él le plugo (para que, conociendo y amando y obedeciendo a su Criador, mereciese alcanzar la vida y bienaventuranza del otro), determinó también de proveerle de mantenimiento y de todo lo necesario para la conservación de su vida. Pues para esto crió este mundo visible con todas cuantas cosas hay en él, las cuales todas vemos que sirven al uso y necesidades de la vida humana.

Y así como en cualquier oficina ha de haber dos cosas, conviene a saber: materia de que se hagan las cosas, y oficial que las haga e introduzca la forma en la materia, como lo hace el carpintero y cualquier otro oficial, así proveyó el Criador que en esta gran oficina del mundo hubiese estas dos cosas, que son: materia de que las cosas se hiciesen, y oficiales que las hiciesen. La materia de que todas las cosas se hacen son los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Los oficiales que de esta materia fabrican todas las cosas son los cielos, con sus planetas y estrellas. Porque dado caso que Dios sea la primera causa que mueve las otras causas, pero estos cuerpos con las inteligencias que los mueven son los principales instrumentos de que él se sirve para el gobierno de este mundo inferior, el cual de tal manera pende del movimiento de los cielos que vienen a decir los filósofos que, si este movimiento parase, todo otro movimiento cesara, de tal manera que no quemaría el fuego un poco de estopa que hallase a par de sí. Porque así como, parando la primera rueda de un reloj, luego todas las otras pararían, así cesando el movimiento de los cielos (del cual todos los otros movimientos penden), luego ellos también cesarían.

Y porque estos cuerpos celestes son los primeros instrumentos del primer movedor, que es Dios, y tienen tan principal oficio en este mundo, que es ser causa eficiente de todo lo corporal, los aventajó y ennobleció el Criador con grandes preeminencias sobre todos los otros cuerpos.

I. -Porque primeramente hízolos incorruptibles e impasibles, con estar siempre en continuo movimiento y junto a la esfera del fuego. De modo que, a cabo de tantos mil años como ha que fueron criados, perseveran en la misma entereza y hermosura que tuvieron el día que fueron criados, sin que el tiempo, gastador de todas las cosas, haya menoscabado algo de ellos;

II.- Dioles también lumbre, no sólo para ornamento del mundo, sin la cual todas las cosas estarían oscuras y tristes, y sumidas en el abismo de las tinieblas, sino también para el uso de la vida humana y, como dice el Salmista, el sol crió para dar lumbre de día, y la luna para la noche. Y porque ella también se ausenta de nuestro hemisferio, crió las estrellas en su lugar, porque nunca el mundo careciese de luz;

III.- Dioles también tanta constancia en sus movimientos que, desde que los crió, nunca han variado un punto de aquella regla y orden que al principio les puso. Siempre el sol sale a su hora, siempre hace con su movimiento los cuatro tiempos del año, y lo mismo hacen todos los planetas y estrellas. De donde procede que los que conocen la orden de estos movimientos, pronostican de ahí a muchos años los eclipses del sol y de la luna, sin faltar un punto, por ser tan regulares y ordenados estos movimientos. Por cuyo ejemplo aprenderán todos los que en la Iglesia o en la república cristiana tienen lugar y oficio de cielos y de estrellas, que es de gobernar y regir los otros, cuán regulados y ordenados y cuán constantes han de ser en sus vidas y oficios, para que en los que están a su cargo no haya desorden, si en los que los rigen, la hubiere. Porque si la lumbre que ha de esclarecer las tinieblas de los otros, se oscureciere, ¿cuáles estarán las mismas tinieblas? Y si un ciego guiare a otro ciego, ¿qué se puede esperar sino caída de ambos?;

IV.- Pues la grandeza de estos cuerpos es tal que pone admiración a quien la piensa, y del todo sería increíble, si no supiésemos que no hay cosa imposible al que los crió;

V.- Y no es menos admirable, sino por ventura mucho más, la ligereza con que se mueven, de las cuales cosas trataremos adelante, cuando viniéremos a las grandezas y maravillas de Dios;

VI.- Pues la hermosura del cielo, ¿quién la explicará? ¡Cuán agradable es en medio del verano en una noche serena ver la luna llena y tan clara, que encubre con su claridad la de todas las estrellas! ¡Cuánto más huelgan los que caminan de noche por el estío con esta lumbrera, que con el sol, aunque sea mayor! Mas estando ella ausente, ¿qué cosa más hermosa y que más descubra la omnipotencia y hermosura del Criador, que el cielo estrellado con tanta variedad y muchedumbre de hermosísimas estrellas, unas muy grandes y resplandecientes, y otras pequeñas, y otras de mediana grandeza, las cuales nadie puede contar sino sólo aquel que las crió? Mas la costumbre de ver esto tantas veces nos quita la admiración de tan gran hermosura y el motivo que ella nos da para alabar aquel soberano pintor que así supo hermosear aquella tan gran bóveda del cielo.

Si un niño naciese en una cárcel, y creciese en ella hasta la edad de veinticinco años sin ver más de lo que estaba dentro de aquellas paredes, y fuese hombre de entendimiento, la primera vez que, salido de aquella oscuridad, viese el cielo estrellado en una noche serena, ciertamente no podría éste dejar de espantarse de tan gran ornamento y hermosura y de tan gran número de estrellas que vería a cualquier parte que volviese los ojos, o hacia Oriente o Occidente, o a la banda del Norte o del Mediodía, ni podría dejar de decir: ¿quién pudo esmaltar tan grandes cielos con tantas piedras preciosas y con tantos diamantes tan resplandecientes? ¿Quién pudo criar tan gran número de lumbreras y lámparas para dar luz al mundo? ¿Quién pudo pintar una tan hermosa podería con tantas diferencias de flores, sino algún hermosísimo y potentísimo Hacedor? Maravillado de esta obra un filósofo gentil, dijo: Intuere coelum, et philosophare. Quiere decir: Mira al cielo, y comienza a filosofar; que es decir: Por la gran variedad y hermosura que ahí verás, conoce y contempla la sabiduría y omnipotencia del autor de esa obra. Y no menos sabía filosofar en esta materia el Profeta, cuando decía: «Veré, Señor, tus cielos, que son obra de tus manos, la luna y las estrellas que tú formaste».

Y si es admirable la hermosura de las estrellas, no menos lo es la eficacia que tienen en influir y producir todas las cosas en este mundo inferior, y especialmente el sol, el cual así como se va desviando de nosotros (que es por la otoñada), todas las frescuras y arboledas pierden juntamente con la hoja su hermosura, hasta quedar desnudas, estériles y como muertas. Y en dando la vuelta y llegándose a nosotros, luego los campos se visten de otra librea, y los árboles se cubren de flores y hojas, y las aves, que hasta entonces estaban mudas, comienzan a cantar y chirriar, y las vides y los rosales descubren luego sus yemas y capullos, aparejándose para mostrar la hermosura que dentro de sí tienen encerrada. Finalmente es tanta la dependencia que este mundo tiene de las influencias del cielo, que por muy poco espacio que se impida algo de ellas (como acaece en los eclipses del sol y de la luna y en los entrelunios), luego sentimos alteraciones y mudanzas en los cuerpos humanos, mayormente en los más flacos y enfermos.




ArribaAbajoCapítulo V

Del sol y de sus efectos y hermosura


Dicho de los cielos en común, síguese que digamos en particular de los planetas y estrellas que hay en ellos, y primero del más noble, que es el sol. En el cual hay tantas grandezas y maravillas que considerar, que preguntado un gran filósofo, por nombre Anaxágoras, para qué había nacido en este mundo, respondió que para ver el sol, pareciéndole que era bastante causa para esto contemplar lo que Dios obró en esta criatura, y lo que obra en este mundo por ella. Y con todo esto no adoraba este filósofo al sol, ni le tenía por Dios, como otras infinitas gentes, antes dijo que era una gran piedra o cuerpo material muy encendido y resplandeciente. Por lo cual fue condenado en cierta pena por los atenienses, y fuera sentenciado a muerte, si su gran amigo Pericles no le valiera.

Mas con ser esta estrella tan admirable, nadie se maravilla de las virtudes y propiedades que el Criador en ella puso, porque, como dice Séneca, «la costumbre de ver correr las cosas de una misma manera, hace que no parezcan admirables, por grandes que sean. Mas por el contrario, cualquier novedad que haya en ellas, aunque sea pequeña, hace que luego pongan todos los ojos en el cielo. El sol no tiene quien lo mire, sino cuando se eclipsa, y nadie mira a la luna, sino cuando la sombra de la tierra la oscurece. Mas cuánto mayor cosa es que el sol, con la grandeza de su luz, esconde todas las estrellas, y que con ser tanto mayor que la tierra, no la abrasa, sino templa la fuerza de su calor con sus mudanzas, haciéndolo en unos tiempos mayor y en otros menor, y que no hinche de claridad la luna, ni tampoco la oscurece y eclipsa, sino cuando está en la parte contraria. De estas cosas nadie se maravilla cuando corren por su orden, mas, cuando salen de ella, entonces nos maravillamos, y preguntamos lo que aquello será: tan natural cosa es a los hombres maravillarse más de las cosas nuevas que de las grandes». Hasta aquí son palabras de Séneca. Mas San Agustín dice que los hombres sabios no menos, sino mucho más se maravillan de las cosas grandes que de las nuevas y desacostumbradas, porque tienen ojos para conocer la dignidad y excelencia de ellas, y estimarlas en lo que son.

I.- Pues tornando al propósito, entre las virtudes e influencias de este planeta la mayor y más general es que él influye luz y claridad en todos los otros planetas y estrellas que están derramadas por todo el cielo. Y como sea verdad que así ellos como ellas obren en este mundo sus efectos mediante la luz con que llegan de lo alto a lo bajo, y esta luz reciben del sol, síguese que él, después de Dios, es la primera causa de todas las generaciones, y corrupciones, y alteraciones, y mudanzas que hay en este mundo inferior. Y así decimos que él concurre en la generación del hombre. Por lo cual se dice comúnmente que el sol y el hombre engendran al hombre. Y no sólo engendra las cosas, mas él también, mediante el calor que influye en ellas, las hace crecer, y levanta a lo alto. Por donde vemos espigar las hortalizas y crecer las mieses por el mes de mayo, cuando ya comienzan los calores a crecer.

II.- Él mismo levanta a lo alto los vapores más sutiles de la mar, los cuales, llegando a la media región del aire, que es frigidísima, se espesan y convierten en agua, y riegan la tierra, y con esto produce ella todos los frutos y pastos, que es el mantenimiento así de los hombres como de los brutos animales. De modo que de ella podemos decir que nos da pan, y vino, y carnes, y lanas, y frutas, y finalmente casi todo lo necesario para el uso de la vida, porque todo esto nos da el agua.

III. Él es el que con la variedad de sus movimientos nos señala los tiempos, que son días y noches, meses y años, porque naciendo en este nuestro hemisferio, hace día, y poniéndose y desviándose de nuestros ojos, hace noche, y corriendo por cada uno de los doce signos del cielo, señala los meses (por detenerse por espacio de un mes en cada uno) y dando una perfecta vuelta al mundo por estos doce signos con su propio movimiento, señala los años. Porque una vuelta de estas suyas hace un año.

IV.- El mismo es el que, allegándose o desviándose de nosotros, es causa de las cuatro diferencias de tiempos que hay en el año, que son invierno, verano, estío y otoño, los cuales ordenó la divina providencia por medio de este planeta así para la salud de nuestros cuerpos como para la procreación de los frutos de la tierra, con que ellos se sustentan. Y cuanto a lo que toca a la salud, es de saber que, así como nuestros cuerpos están compuestos de cuatro elementos, así tienen las cuatro cualidades de ellos, que son frío y calor, humedad y sequedad, a las cuales corresponden los cuatro humores que se hallan en estos cuerpos. Porque a la frialdad corresponde la flema, a la humedad la sangre, al calor la cólera, y a la sequedad la melancolía. Pues como aquel supremo gobernador vio que la salud de nuestros cuerpos consiste en el temperamento y proporción de estos cuatro humores, y la enfermedad cuando se destemplan, creciendo o menguando los unos sobre los otros, de tal manera ordenó estos cuatro tiempos, que cada uno de estos cuatro humores tuviese sus tres meses proporcionados en el año, en que se reformase y rehiciese. Y así para la flema sirven los tres meses del invierno, que son fríos como ella, y para la sangre los tres del verano, que son templados como ella, y para la cólera los tres del estío, que son calientes como ella, y para la melancolía los tres del otoño, que son secos como ella lo es, y así en estos cuatro tiempos reina y predomina cada uno de estos cuatro humores y así, teniendo igualmente repartidos los tiempos y las fuerzas, se conservan en paz sin tener uno envidia del otro, pues con tanta igualdad se les reparten los tiempos, y así ninguno prevalezca contra el otro, ni presuma destruirlo, viendo que tiene iguales fuerzas e igual tiempo de su parte para rehacerse, que él.

Y no menos sirve maravillosamente esta mudanza de tiempos para lo segundo que dijimos, que es para la procreación de los frutos y pastos de la tierra, con que estos cuerpos han de ser alimentados. Porque en el tiempo de la otoñada se acaban de recoger los frutos que el estío con su calor maduró y, con las primeras aguas que entonces vienen, comienza el labrador a romper la tierra y hacer sus sementeras. Y para que los sembrados echen hondas raíces en la tierra, y crezcan con fundamento, se siguen muy a propósito los fríos del invierno, donde las plantas, huyendo del aire frío, se recogen para dentro, y así emplean toda su virtud en echar raíces más hondas, para que, después, tanto más seguramente crezcan, cuanto más arraigadas estuvieren en la tierra. Esto hecho, para que de ahí adelante crezcan, sucede el verano, el cual con la virtud de su calor las hace crecer y sube a lo alto, al cual sucede el ardor del estío, que las madura, desecando con la fuerza de su calor y sequedad toda la frialdad y humedad que tienen y con esto maduran.

De esta manera, acabado el curso de un año, queda hecha provisión de mantenimiento así para el hombre como para los animales que le han de servir. De modo que, como los señores que tienen criados y familia suelen diputar un cierto salario cada año para su mantenimiento, así aquel gran Señor, cuya familia es todo este mundo, con la revolución del sol, que se hace en un año, y con estas cuatro diferencias de tiempo, provee cada año de mantenimiento y de todo lo necesario para esta su gran casa y familia y, esto hecho, manda luego al sol que vuelva a andar otra vez por los mismos pasos contados, para hacer otra nueva provisión para el año siguiente.

V.- Y porque todos los hombres y animales están sujetos a la muerte y, si no se reparasen las especies con sus individuos, se acabaría el mundo, cada año lo repara el Criador por el ministerio de esta misma estrella, porque con la vuelta que ella da hacia nosotros, en llegando a la primavera, cuando los árboles parece que resucitan, también se puebla el mundo de otra nueva generación y de otros nuevos moradores. Porque en ese tiempo se crían nuevos animales en la tierra, nuevos peces en el agua y nuevas aves en el aire. Y de esta manera aquel divino presidente sustenta y gobierna este mundo, acrecentando cada año su familia, y proveyendo pasto y mantenimiento para ella. Pues, ¿quién viendo la orden de esta divina providencia, no exclamará con el Profeta, diciendo: «¡Cuán engrandecidas son vuestras obras, Señor! Todas están hechas con suma sabiduría, llena está la tierra de vuestras riquezas?».


- I -

VI.- Ni es para dejar de notar la orden con que estos cuatro tiempos suceden unos a otros, de que el mismo sol con su ordenado movimiento es causa. Porque como los extremos de ellos sean invierno y estío, si después del invierno no se siguiera luego el ardor del estío, no pudieran dejar de recibir daño los cuerpos, porque la naturaleza no sufre extremadas mudanzas. Pues por esto ordenó el Criador que de tal manera se moviese el sol, que fuese causa de entremeterse otros tiempos más templados en medio. Y así, entre el frío del invierno y el ardor del estío se entremete el verano en medio, que tiene parte de los dos extremos por ser húmido y caliente, y así pasa el hombre del un extremo al otro sin peligro. Y el mismo inconveniente se siguiera, si después del ardor del estío sucediese luego el frío del invierno. Y por eso se atraviesa de por medio el otoño, para que poco a poco se vaya el cuerpo disponiendo para los fríos del invierno.

VII.- El mismo sol con su presencia y ausencia reparte el tiempo en días y noches, y todo para nuestro provecho, porque, si siempre fuera día, no se conocieran las edades de los hombres y la cuenta de los tiempos. Mas ahora hacemos un día del día y de la noche, y de siete días y noches una semana, y en poco más de cuatro semanas está el sol en uno de los doce signos y, estos andados, se hace el año solar. Y no es menos provechosa la desigualdad proporcionada de los días y de las noches para los frutos de la tierra. Porque las noches grandes y días pequeños del invierno sirven para que las plantas arraiguen mucho con el frío de la noche larga (según dijimos) y crezcan poco con el poco calor del día breve. Mas cuando ya es tiempo que crezca lo que está bien arraigado, acórtanse las noches, y crecen los días, para que con el calor mayor de los días mayores vayan poco a poco creciendo y medrando las plantas. Y de esta manera los días y las noches se conciertan como dos hermanas para servir al hombre, y viven en paz, restituyendo cada cual el espacio mayor que tomó en un tiempo, diminuyéndolo en otro, conservando igualdad en el todo, entre la desigualdad en las partes.

Y aunque el día sea de mayor provecho para los ejercicios y uso de la vida humana, mas tampoco carece la noche de sus frutos. Porque con la templanza y el rocío de la noche se refrescan los sembrados y las plantas en los días calurosos y grandes. En la noche descansan los cuerpos de los hombres y de los animales, cansados de los trabajos del día. En la noche, cesando el uso de los sentidos se recoge el calor natural para entender en el cocimiento y digestión del manjar, y repartirlo por todos los miembros, dando a cada uno su ración. La noche también desparte los ejercicios sangrientos, y cesa el enemigo de seguir el alcance de su contrario. En la noche salen de sus cuevas las bestias bravas a buscar de comer. Por lo cual el Profeta alaba a la divina providencia, diciendo en el Salmo: «Pusiste, Señor, tinieblas, y hízose la noche, en la cual salen las bestias de las montañas y los cachorros de los leones bramando y pidiendo a Dios que les dé de comer. Mas saliendo por la mañana el sol, vuélvense a recoger, y enciérranse en sus cuevas y madrigueras. La noche es el tiempo más conveniente para recogerse también el hombre», y dar paso a su ánima, en la cual, libre de los cuidados y negocios del día, pueda vacar en silencio a Dios y cantar sus alabanzas, como dice el Profeta. En el día reparte Dios sus misericordias, y en la noche pide sus loores. A los cuales convida el mismo Profeta más en particular «a los que moran en la casa del Señor, diciendo que en la noche levanten sus manos a cosas santas, y bendigan al Señor». Y no se salía él afuera de lo que a otros aconsejaba (aunque era rey, y tan ocupado) cuando dice se levantaba a la media noche a alabar a Dios. A este mismo oficio nos convida también Jeremías por estas palabras: «Levántate de noche al principio de las vigilias, y derrama como agua tu corazón delante de Dios», esto es: represéntale todas las necesidades que sientes en tu ánima, y pide remedio para ellas al Señor. En este tiempo levantaba su espíritu a Dios el profeta Esaías, como él lo declara cuando, hablando con él, dice: «Mi ánima, Señor, te deseó en la noche, y con mi espíritu y con mis entrañas en la mañana velaré a ti». En la noche clara y serena despierta el corazón humilde su devoción, mirando la hermosura de la luna clara y, en ausencia de ella, la de todas las estrellas, que callando y centelleando predican la hermosura de su Criador, y con la diversidad de su claridad nos enseñan la variedad de la gloria y la hermosura de los cuerpos gloriosos, que se verá el día de la resurrección general, como el Apóstol dice.

Pues todas estas cosas, y muchas otras que callamos, obra esta hermosísima y resplandeciente lámpara, demás de dar luz a todo cuanto Dios tiene criado en los cielos y en la tierra, y junto con esto dar calor a todo el mundo, sin que haya quien se pueda esconder de él. Pues, ¿qué mano fuera poderosa para pintar y esclarecer un hermoso espejo, una tal lumbrera, tal lámpara, tal antorcha, que bastase para alumbrar a todo el mundo? Por lo cual con mucha razón lo llama San Ambrosio ojo del mundo, pues sin él todo el mundo estaría ciego, mas por él todas las cosas nos descubren sus figuras.

VIII.- Finalmente, tales son las propiedades y excelencias de esta estrella, que con no ser las criaturas, como dicen, más que una pequeña sombra o huella del Criador (porque sólo el hombre y el ángel se llaman imagen de Dios), todavía entre las criaturas corporales, la que más representa la hermosura y omnipotencia del Criador en muchas cosas, es el sol.

1.- Y la primera: que con ser una estrella sola, produce de sí tan gran luz, que alumbra todo cuanto Dios tiene criado desde el cielo hasta la tierra, de tal manera que aun estando en el otro hemisferio debajo de nosotros, da luz a todas las estrellas del cielo. Y su virtud es tan grande que penetra hasta las entrañas de la tierra, donde cría el oro y las piedras preciosas, y otras muchas cosas. Lo cual nos servirá para que en alguna manera entendamos cómo Dios nuestro Señor, con su presencia y esencia, hinche cielo y tierra, y obra todas las cosas, pues fue poderoso para dar virtud a una criatura corporal para que de la manera susodicha extendiese su luz y su eficacia por todo el universo;

2.- Así que el sol alumbra todo este mundo, y de su Criador dice San Juan que alumbra a todo hombre que nace en este mundo;

3.- El sol es la criatura, de cuantas hay, más visible, y la que menos se puede ver (por la grandeza de su resplandor, y flaqueza de nuestra vista) y Dios es la cosa más inteligible de cuantas hay en el mundo, y la que menos se entiende, por la alteza de su ser, y bajeza de nuestro entendimiento;

4.- El sol es entre las criaturas corporales la más comunicativa de su luz y de su calor, tanto que si le cerráis la puerta para defenderos de él, él se os entra por los resquicios de ella a comunicaros el beneficio de su luz. Pues, ¿qué cosa más semejante a aquella infinita Bondad, que tan copiosamente comunica sus riquezas a todas las criaturas, haciéndolas, como dice San Dionisio, cuanto sufre su naturaleza, semejantes a sí, y buscando muchas veces a los que huyen de él?;

5.- De la claridad grande del sol reciben claridad y virtud para obrar todas las estrellas, y de la plenitud y abundancia de la gracia de Cristo nuestro Salvador, reciben luz y virtud para hacer buenas obras todos los justos;

6.- El sol produce cuantas cosas corporales hay en este mundo, y aquel soberano Gobernador, así como todo lo hinche, así todo lo obra en los cielos y en la tierra, y así concurre con todas las causas, desde la mayor hasta la menor, como primera causa, en todas sus operaciones;

7.- Finalmente la presencia del sol es causa de la luz, y la ausencia es causa de las tinieblas, y la presencia de Cristo en las ánimas las alumbra y enseña, y muestra el camino del cielo, y descubre los barrancos de que se han de apartar, mas, estando él ausente de ellas, quedan en muy oscuras y espesas tinieblas, y así tropiezan y caen en mil despeñaderos de pecados, sin saber lo que hacen ni a quién ofenden, y en cuán gran peligro de su salvación viven los que así viven.

En todas estas cosas nos representa esta noble criatura las excelencias de su Criador. De lo cual maravillado aquel divino cantor, después de haber dicho que «los cielos y las estrellas predicaban la gloria de Dios», desciende luego a tratar en particular del sol, comparando su hermosura con la de su esposo que sale del tálamo, y la fortaleza y alegría y ligereza de él con la de un gigante, con la cual sale del principio del cielo, y corre hasta el cabo de él. El cual verso declara un intérprete por estas palabras: Después que hayas rodeado con los ojos y con el ánimo todas las cosas, hallarás que ninguna hay tan esclarecida y que tanta admiración ponga a los hombres como el sol, el cual es gobernador de todas las estrellas, y conservación y salud de todas las cosas corporales. Y allende de esto, ¿qué figura más alegre y hermosa se puede ofrecer a nuestros ojos que la del sol, cuando sale por la mañana? El cual, con la claridad de su resplandor, hace huir las tinieblas, y da su color y figura a todas las cosas, y con ellas alegra los cielos, y la tierra, y la mar, y los ojos de todos los animales. De modo que podemos comparar su hermosura a la de un lindísimo esposo, y su fuerza y ímpetu a un gigante. Porque con tanta ligereza se revuelve de Oriente a Occidente, y de ahí a la otra parte del cielo, que con una revolución hace día y noche, unas veces mostrándonos desde lo alto de sus clarísimos y resplandecientes rayos, y otras escondiéndose de nuestros ojos, y ocupando todas las regiones del aire, sin haber lugar a donde no llegue su claridad. Porque esta estrella rodea con sus clarísimas llamas todas las obras de la tierra, dando al mundo un saludable calor de vida, con que sustenta y hace crecer todas las cosas. Mas ya dejemos al sol, y vengamos a su compañera la luna.




- II -

De la luna y estrellas


La luna es como vicaria del sol, a la cual está cometida por el Criador la providencia de la luz en ausencia del sol, porque estando él ausente, y acudiendo a otras regiones a comunicar el beneficio de su luz, no quedase el mundo a oscuras. Y así él mismo es el que la provee de luz para este ministerio, tanto mayor, cuando ella lo mira más de lleno en lleno. Tiene este planeta, entre otras propiedades, notable señorío sobre todas las aguas y sobre todos los cuerpos húmidos, y señaladamente tiene tan gran jurisdicción sobre la mar, que como a criado familiar la trae en pos de sí, y así subiendo ella, crece, y abajándose ella, se abaja. Porque como se dice de la piedra imán que trae el hierro en pos de sí, así a este planeta dio el Criador esta virtud, que atraiga y llame para sí la mar, y siga el movimiento de ella. De suerte que este planeta tiene unas como riendas en la mano, con que se apodera de este tan gran elemento, y lo rige y trae a su mandar. De aquí nacen las mareas, que andan con el movimiento de la luna, y que sirven para las navegaciones de un lugar a otro, cuando falta el viento, y para los molinos de la mar, que se hacen con ellas, y sobre todo con este movimiento se purifican las aguas, las cuales no carecieran de mal olor y mal mantenimiento para los peces, si estuvieran como en una laguna encharcadas sin moverse. Mas no sólo en la mar, sino también en todas las cosas húmedas tiene especial señorío. Y así vemos con la creciente de ella crecer la humedad de los árboles y de los mariscos, y menguar con la menguante. Pues ya las alteraciones que este planeta causa en los cuerpos humanos, mayormente en los enfermos, en sus plenitudes y novilunios y en sus eclipses, cuando se impide un poco de su luz con la sombra de la tierra, todos lo experimentamos. Lo que aquí es más para considerar es la virtud y poder admirable que el Criador dio a este planeta, el cual estando tantas mil leguas apartado de nosotros, por virtud de aquella luz que recibe emprestada del sol, obra tantos efectos y mudanzas en la tierra, que así como ella se va mudando, así vaya mudando consigo todas estas cosas con tan gran señorío, que un poquito que se menoscabe su luz en un eclipse, lo haya luego de sentir la tierra. Pues, ¿qué sería si del todo nos faltase este planeta?

Después de la luna se siguen las estrellas, de cuyo ornamento y hermosura ya dijimos. Mas ¿qué dijimos de hermosura tan grande? Pues el número y las virtudes e influencias de ellas, ¿quién las explicará sino sólo aquel Señor de quien dice David que «sólo él cuenta la muchedumbre de las estrellas, y llama a cada una por su nombre»? En lo cual primeramente declara la obediencia que estas clarísimas lumbreras tienen a su Criador, el cual llama las cosas que no son como si fuesen, dando ser a las que no lo tienen. Y de esa obediencia dice el Profeta: «Las estrellas estuvieron en los lugares y estancias que el Criador les señaló y, siendo por él llamadas, le obedecieron y respondieron: Aquí estamos, Señor, y resplandecieron con alegría en servicio del Señor que las crió». Decir también el Profeta que llama a cada una por su nombre es decir que él sólo sabe las propiedades y naturaleza de ellas, y conforme a esto les puso los nombres acomodados a estas propiedades. De esto, pues, que está reservado a la Sabiduría divina, no puede hablar la lengua humana. Mas entre otros usos y provechosos de las estrellas, sirven también como los padrones de los caminos a los que navegan por la mar. Porque careciendo en las aguas de señales por donde enderecen los pasos de su navegación, ponen los ojos en el cielo, y allí hallan señales en las estrellas, mayormente en la que está fija en el norte, que nunca se muda, para tomarla por regla cierta de su camino.






ArribaAbajoCapítulo VI

De los cuatro elementos o región elemental


Mas ya es tiempo que descendamos del cielo a este mundo más bajo, donde residen los cuatro elementos, que son tierra, agua, aire y fuego; los cuales, como ya dijimos, son la materia en que los cielos emplean la eficacia de su virtud, obrando en ellos, y engendrando y componiendo de ellos todas las cosas corporales. Donde primero se nos ofrece el lugar y el sitio en que el Criador los asentó por tal orden y compás que, siendo entre sí contrarios, tengan paz y concordia, y no sólo no perturben el mundo, mas antes lo conserven y sustenten. Para esto ordenó él que cada uno de los elementos tuviese una cualidad conforme a la de su vecino, y con este linaje de alianza y parentesco puso paz y concordia entre ellos. Porque la tierra que es el más bajo de los elementos, es seca y fría, y el agua es fría y húmida, y el aire es húmido y caliente, y el fuego es caliente y seco, y de esta manera se traban y dan la mano unos elementos a otros, y hacen una como danza de espadas, continuándose amigablemente por esta forma los unos con los otros.

Y para mayor conservación de esta paz, de tal manera templó el Criador las propiedades de ellos, que el que es muy poderoso para obrar, fuese flaco para resistir y, por el contrario, el que es fuerte para resistir, fuese flaco para obrar. Esto vemos en el fuego, el cual, siendo tan activo y tan abrasador de lo que halla, no tiene fuerza para resistir a un poco de agua, con la cual cesa todo aquel su furor. Porque a ser fuerte en lo uno y en lo otro, abrasara todo el mundo, y no hubiera quien prevaleciera contra él. Mas por el contrario, la tierra no tiene fuerza para obrar, mas tiénela para resistir, porque ni fuego, ni agua, ni aire basta para corromperla y mudarla en otra sustancia, como vemos inflamarse el aire con el fuego vecino, y convertirse en fuego. De esta manera igualó el Criador las fuerzas de estos cuatro cuerpos simples, recompensando por una parte lo que quitaba o añadía por otra.

Dio también otra cosa a estos cuatros cuerpos, que es una gran inclinación y ímpetu de correr a sus lugares naturales, porque en ellos se conservan como en su propio lugar y centro, y fuera de él recibirían agravio de otros cuerpos contrarios. Y así vemos que el aire encerrado en las concavidades de la tierra la hace estremecer por hallar salida para su lugar natural. Y no es menor el ímpetu del fuego. Y demás de esto, estando fuera de estos sus lugares, perturbarían la orden del universo, tomando unos cuerpos el lugar de otros. Y para esta misma conservación les dio otra inclinación de juntarse unas partes con otras, cuando las dividimos, excepto la tierra, que por ser el más imperfecto de los elementos, carece de este movimiento. Mas el agua y el aire, si los dividís, luego se juntan, porque mejor se conservan juntos que apartados.

Y esta inclinación natural dio el Criador a todas las cosas, por pequeñas e insensibles que sean, que es procurar su conservación. ¿Qué cosa más pequeña que una gota de agua? Pues si ésta cae sobre el polvo, luego se recoge y reconcentra dentro de sí, y se hace redonda, porque así está más lejos de secarse que si estuviese derramada y extendida. El aceite otrosí, echado con el agua, o se levanta sobre ella, o se muda todo en unos pequeños ojos, por no perder su ser, siendo incorporado o empapado en el agua. La sal echada en el fuego salta y huye de él como de su contrario, porque ella es de la naturaleza del agua, de que se formó, que es enemiga del fuego. Los árboles, cuando están muy asombrados, crecen más, y suben a lo alto a buscar el sol que los cría, y asimismo las raíces de ellos, si tienen cerca el agua, se extienden hacia ella, buscando allí su mantenimiento y frescura. De modo que a todas las criaturas proveyó el Criador de inclinaciones que las llevan a buscar lo que les es provechoso, y huir lo contrario, para que así se conserven en el ser que él les dio.



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