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Inventario de medio siglo (II): Literatura española1

Ricardo Gullón





Para la literatura española el siglo XX empieza con la generación de 1898. En ésta se advierte la voluntad de romper con lo anterior y constituirse sobre nuevas valoraciones. De Baroja a Pereda, de Machado a Núñez de Arce, de Benavente a Echegaray, la diferencia es mucho más que formal: divergente actitud, creencias, sensibilidad; distinto nivel histórico. Hasta el 98, se vivió de aportes románticos: naturalismo novelesco, grandilocuencia en poesía y teatro; desde entonces, desde lea situación y el estado de espíritu promovidos por la decadencia nacional (de que el desastre bélico es el testimonio más abultado y estridente), las supervivencias del XIX son combatidas y se pide la urgente reforma de usos y doctrinas. Los noventayochistas querían precisamente eso: corregirlas; de ahí su filiación reformista.

Reconociendo esa filiación se aclaran perspectivas que de otra manera resultan confusas: el reformista empieza por reputar válido el mundo en que se muere y en ese reconocimiento va implícita la admisión de los postulados básicos del orbe tradicional. Si meditarnos un momento en lo que el revolucionario es y pretende, extraña notar con cuanta ligereza, enturbiando las aguas, se encasilló a los hombres del 98, cuya aspiración, en política como en literatura, consistía en vitalizar las esencias hispánicas, podándolas cíe sus elementos estériles. El revolucionario, a diferencia del reformador, rechaza el mundo según está organizado, considerando inaceptable la estructura de la realidad. Pretende construir un orden en vez de conservar rectificado el existente.

El crítico, si quiere realizar con exactitud el necesario deslinde, está obligado a proceder por comparaciones y oposiciones. Puntualizada, por contraste con la revolucionaria, la actitud del noventayochismo, digamos que el tránsito de siglo a siglo literario, violento en apariencia, no llega a ser (salvo en poesía, y eso, después) una revolución. Es un cambio sustancial en la manera de abordar ciertos problemas, embarullados y achabacanados por los epígonos del realismo y del naturalismo; mas la ideología de Azorín y Baroja difiere poco de la de Galdós y Echegaray. Mentalidades de burgués liberal que determinan parecida visión del mundo. Ahora, en la mitad del siglo, advertimos entre las disparidades algunas coincidencias considerables. En poesía, la ruptura es radical y pudiera llamarse revolucionaria. Entre Campoamor y Rubén la diferencia llega a oposición.

La generación del 98 llena la primera mitad del medio siglo. Creo ocioso separar aquí modernistas y noventayochistas. Es preferible reducirlos a bloque único, pues unidos lucharon contra las promociones anteriores, y si se trata de separar a quienes sólo tienen en común ese ademán protestatario, tan equívoco resulta incluir en el mismo apartado a Unamuno y Azorín como a Unamuno y Valle Inclán. Son personalidades demasiado señeras para diluidas en grupo. Durante treinta años su voz vuela por valles y llanuras, del mar a la montaña, avivando la conciencia y el sentir de los españoles: La busca, El sentimiento trágico de la vida, Castilla, Don Juan, Don Quijote y la Celestina, El ruedo ibérico, Soledades, galerías y otros poemas... Unamuno, desde Salamanca o desde el destierro, deja oír su palabra reverberada, transida por la angustia existencial; enseña el no-conformismo y la protesta, grita su desesperación y su esperanza, se contradice, polemiza contra todos y también contra sí. Poco a poco se convierte en mito: el mito Unamuno, nacido de su propia palabra. Azorín cuenta sus sensaciones de España, la España de Los pueblos y Castilla, y la España no menos viva de los escritores clásicos; maneja el idioma con sensibilidad y gusto, llevándolo a soberano punto de perfección y eficacia; leyendo a los clásicos con espíritu moderno, descubrió en ellos los valores capaces de interesar y atraer al hombre actual.

La estampa convencional de un Baroja anarquizante y aventurero no resiste al análisis. Conservador, romántico, escéptico y a ratos aficionado al turismo, no está lejos de ser el más burgués de su generación. Aportó a la novelística una excelente galería de personajes, un estilo (su gramática es harto deficiente, mas aún así no sé cómo puede decirse que «no tiene estilo», cuando su literatura está viviendo por la fuerza de la invención, según la transmite un arte de componer del todo personal), y una fantasía errabunda que si nunca le permitió escribir una obra perfecta, produjo un universo feracísimo y pululante, cuyas presencias viven frenéticamente y a menudo contagian al lector una parte de su inquietud.

La aportación de Benavente es inferior en calidad a la de sus coetáneos; acaso por más superficial fue el primero en ver reconocido su talento por el gran público. El teatro frío, ingenioso, intrascendente y a ratos frívolo de don jacinto, domina durante cincuenta años la escena española, sirviendo de honesto solaz a las familias; la gracia del diálogo distrae y divierte, y si el asistir al planteamiento de un conflicto actual proporciona al espectador la buena conciencia de quien se cree partícipe en elevadas manifestaciones artísticas, la levedad de la sátira le tranquiliza, haciéndole ver que los problemas pueden resolverse (o no resolverse) sin que nada grave acontezca.

Valle Inclán intentó la invención de un lenguaje nuevo, de un instrumento apto para contrarrestar la falta de novedad en los asuntos. Azorín, procurando la perfección dentro del idioma tradicional, no es menos revolucionario y acaso fue más esforzado. Tirano Banderas es una conjunción de tópicos, recreados y trasmutados por la prosa valleinclanesca. Las invenciones de Valle valen en cuanto vale su estilo, y no solamente en las obras últimas, sino también en las Sonatas y en La guerra carlista. Si Santos Bandera es la caricatura de un tirano, Bradomín es la caricatura de un don Juan.

Maeztu fue un intelectual seducido por la política. Su obra es apasionada y por la pasión vibra y se sostiene. Literariamente queda rezagado, sin dar de sí cuanto pudo esperarse de su inteligencia, una de las más agudas del medio siglo.

En la tercera década, los del 98 ceden el mando a escritores algo más jóvenes. Ortega y Gasset, que había irrumpido de un modo sensacional en las letras españolas, es la figura clave del período 1923-1936. Marañón, Ors, Miró, Ramón, Juan Ramón y Pérez de Ayala (tres Ramones), son los nombres en alza. Las mejores obras del período llevan sus firmas: España invertebrada, La rebelión de las masas, Tigre Juan, El obispo leproso, Tres ensayos sobre la vida sexual, Belleza, Greguerías... La Revista de Occidente y sus ediciones descubren a los españoles lo más selecto del pensamiento y las letras contemporáneas. Nunca una publicación periódica ejerció en España influencia tan persistente y profunda. La generación de los años veinte (prosistas: Jarnés, Ayala, Giménez Caballero, Guillermo de Torre, Salazar Chapela, Fernández Almagro, Espina, Salazar...; poetas: Guillén, Salinas, Lorca, Cernuda, Alberti, Diego, Aleixandre, Prados, Dámaso Alonso...) es la generación de la Revista; algunos libros importantes de estos escritores se publican bajo el patronazgo orteguiano: El profesor inútil, Cántico, Romancero gitano, Seguro Azar, Cal y Canto... Ortega desea poner orden y claridad en la cabeza de los españoles. La confusión no es su elemento, y como en el país estaban confusas bastantes cosas, intentó aclararlas y situarlas en su lugar: la palabra rigor y sus derivados surgen con frecuencia en la prosa orteguiana.

A la crítica impresionista y subjetiva de Azorín, basada principalmente en la sensibilidad; a los movimientos de humor, caprichosos y arbitrarios, que Baroja denomina crítica, e incluso a la dispar ponderación de los juicios unamunianos, les suceden comentarios que aspiran a la objetividad y en muchos casos la consiguen. La crítica filosófica de Ortega ofrece densas síntesis de problemas y obras actuales. Eugenio d'Ors predica la primacía de la inteligencia sobre la emoción y se encara con la variedad del mundo y de las ideas desde un pensamiento y una cultura sumamente densos.

Después de Baroja, las novelísticas de Ayala y Miró, siendo muy distintas, se parecen en lo paciente de la elaboración; cada página de Tigre Juan o El obispo leproso está construida como si el escritor pretendiera ante todo lograr una serie de fragmentos perfectos; la unidad de acción está mejor conseguida que en las novelas barojianas, propensas a la dispersión; el personaje vive en Ayala y en Miró una existencia compleja y completa que rara vez alcanza en Baroja; el plan es más riguroso y ceñido en las novelas de aquéllos; las descripciones, si más demoradas y exhaustivas, menos nerviosas y enérgicas.

Baroja

Pío Baroja

La generación de los años veinte es predominantemente poética. RAMÓN es el tambor mayor del grupo. Si Ayala y Miró son continuadores, Gómez de la Serna es inventor, descubridor de las estupendas novedades de entreguerra, divulgador de los ismos. En la vanguardia poética RAMÓN libra combates de guerrilla, realiza descubiertas, reconocimientos. Retiene aspectos insólitos de las cosas, y por su mano se abren a la literatura nuevos continentes. Los libros de Gómez de la Serna son un chisporroteo de imágenes, agudezas, inesperadas asociaciones de ideas; su imaginación lo transfigura todo y el mundo conocido toma extravagantes formas, colorido y riqueza. La greguería (según llama a sus fórmulas de recreación del mundo) es un método eficientísimo y propiamente mágico.

La obra, y más aún el ejemplo, de Juan Ramón Jiménez alcanza su plenitud hacia 1920. El esfuerzo juanramoniano no cede durante medio siglo, luchando por la perfección, por el supremo punto de acierto que reclama su intransigente exigencia. Juan Ramón alecciona a los apresurados, a los conciliantes con la mediocridad, a cuantos sacrifican la pureza de la obra movidos por estímulos extraños a la obra misma. Por la poesía y en la poesía el hombre se trasciende y llega a «lo mágico esencial». Buscándolo, la lírica de J. R. J. se obligó a repetidas metamorfosis.

Los hombres de la generación siguiente recogen estas lecciones: rigor orteguiano, supremacía de la inteligencia preconizada por Ors, perfección y pureza poética de Juan Ramón... Incluso el popularismo de Alberti y Lorca es un popularismo controlado por la inteligencia. La generación del 25 tiene espíritu de equipo, y de Norte a Sur, de Este a Oeste, en las pequeñas revistas «vanguardistas» encontramos los mismos nombres. La Revista de Occidente y La Gaceta Literaria los acogen y aglutinan frente a la dispersión de los rezagados y de los casticistas que van diluyéndose en cuentecillos, novelas semanales y producciones subalternas para paladares bastos. (Quedan aparte cuatro o cinco nombres valiosos: Basterra, León Felipe, Domenchina, Bacarisse.) En general, los poetas, deudores de Rubén Darío, buscan otros ideales. Temen a la pasión y cada cual a su manera procura sujetarla; tanto como el afán de originalidad seduce el hechizo de los viejos primores. Esta ambivalencia, notoria en Gerardo Diego, se advierte con igual fuerza en Lorca y en Alberti.

Con estruendo y frenesí se combatió a la anécdota. «La literatura no es, en cierto modo, sino una enfermedad de la Poesía», escribió Diego; y los novelistas mismos intentaron eliminar la acción, reducirla a un pretexto para elucubraciones de varia lección. El ultraísmo quebró la primer lanza por las innovaciones y las temeridades, proclamando el derecho a la rareza, la necesidad de las tentativas extremadas... El surrealismo (nunca del modo ortodoxo, o a caso simplemente adulterado por la adaptación a un clima distinto del originario) tuvo una hora de esplendor y obras de Cernuda, Alberti, Lorca, que quedarán.

En los veinte primeros años del siglo la bohemia quedó sepultada sin ceremonia. Los nuevos escritores son, en su mayoría, universitarios; en buena parte profesores o aspirantes al profesorado. La pulcritud es, como el rigor, palabra que, refiriéndose a ellos, ha de ser mencionada. Los aforismos de Bergamín y las novelas de Jarnés no están menos trabajados que los poemas de Guillén. Ortega, dando una gran voz, señaló que el arte y la literatura estaban en trance de deshumanización. Y poco después, en 1933, la aparición de Cruz y Raya, «revista de afirmación y negación», puso de manifiesto que el viento cambiaba, planteando nuevos problemas a la angustia del hombre contemporáneo. Al optimismo y la facilidad de los años veinte, cuando el europeo se creía en una post-guerra, le sigue en la cuarta década la desesperada certidumbre de vivir un armisticio, corta espera de la catástrofe inminente. Las novelas de Ramón. J. Sender son ya una toma de posición: el miedo, el sufrimiento y la muerte planean sobre ellas, y a su lado pierden importancia los análisis de sensaciones, válidos poco antes. Del contemplativo profesor inútil pasamos a los dinámicos personajes de Sender, para quienes la acción revolucionaria es una forma de vida.

En vísperas de la guerra civil se anuncian otras promociones. Surgen revistas «jóvenes» y de ellas colaboradores para Cruz y Raya y la Revista de Occidente, para las páginas literarias de los diarios. Los recién llegados admiten el magisterio de sus mayores, singularmente de Ortega. Aparece una promoción de discípulos, poco inclinada a subversiones, que considera liquidado el vanguardismo y sólo acepta su herencia a beneficio de inventario. En la poesía apuntan tendencias de retorno y, con ellas, un cambio en las preferencias de los líricos: la influencia de Góngora cede a las de Herrera y Garcilaso.

La guerra alteró las condiciones y perspectivas de los escritores y lógicamente afectó de manera sensible a sus obras. Algunos, como Lorca y Maeztu, fueron víctimas de la contienda. Otros emigraron y escriben desde fuera, comunicándose precariamente con el público español (de muchos desconocemos las obras). En la quinta década, las posiciones pueden resumirse así: los supervivientes de la generación del 98 (Benavente, Baroja, Azorín) continúan trabajando con admirable vocación, y los dos últimos componen interesantes libros de memorias. Ortega y Gasset mantiene en España su prestigio y pasa a ser considerado en el extranjero (sobre todo en Estados Unidos) como uno de los valores más considerables de le centuria. Entre los poetas, Juan Ramón busca un dios posible por la poesía; los de la generación del 25 han publicado libros espléndidos. Algunos dieron en estos lustros sus textos más personales y ricos. Francisco de Ayala en la novela, Salinas y Dámaso Alonso en la crítica, superaron lo hasta entonces realizado por su generación en esos géneros. La promoción de la guerra -¿del 36, del 40?- se acerca a la madurez, y en poesía como en ensayo y crítica consigue obras excelentes.

El movimiento «Garcilaso» apuntó a una restauración de la poesía tradicional, a «una segunda primavera del endecasílabo». Valerosas pequeñas revistas fueron surgiendo en pueblos y ciudades, animadas por idéntico amor a la poesía y por la voluntad de exaltar las actividades del espíritu. El aleixandrismo (del Aleixandre reciente) sustituyó al garcilasismo antes predominante. En la frontera del medio siglo los poetas del 36, los que se hallan alrededor de los cuarenta años, publican obras largo tiempo esperadas: La cara encendida, Escrito a cada instante, Continuación de la vida... Libros que en su diversidad traen al ámbito de nuestra lírica acentos y matices muy bellos, empapados de referencias personales, de nostalgia, serenidad y esperanza.

Poetas más jóvenes pugnan por decir su palabra con autenticidad, y a través de las colecciones poéticas, por fortuna de vida larga, que vienen publicándose en Madrid y en provincias, se revelan nombres nuevos, esfuerzos dignos de recuerdo. Vuela de nuevo la lírica por los cielos de la aventura y el poeta otra vez quiere ser soñador e invencionero, crear mundos y habitarlos, vivir en la poesía.

La novela sigue dos direcciones opuestas el neo-realismo áspero y amargo y el intimismo poético; por uno y otro lado se llega a la novela psicológica, pues tan estudio de almas es el Pascual Duarte como las Cinco sombras que Eulalia Galvarriato hizo soñar en torno a un costurero. En el ensayo y la crítica hay cinco o seis nombres que cuentan. Los escritores de las generaciones anteriores están siendo estudiados por un núcleo de críticos animosos que se esfuerzan por ensanchar el área adonde alcanzan sus esfuerzos. Unamuno, Ortega, la generación del 98, los poetas del 25, han sido objetos de valiosos trabajos, analíticos unos, de síntesis otros.





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