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Invitación a filosofar

Juan D. García Bacca



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A una meta ideal a la que, desde donde escribo, no podría llegar una bala sino con mínima probabilidad; pero a la que llegarán, con máxima probabilidad, mis pensamientos y mis afectos.



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ArribaAbajoPrólogo

I

     Ni por un instante me hago la ilusión de tener tanto éxito con esta Invitación a filosofar como el obtenido por la Aufforderung zum Tanz, por la «Invitación a bailar» de Weber.

     Y lo digo con una cierta envidia por el éxito de Weber, y sin intención alguna despreciativa por el gusto del público, más sobornable por una invitación a «bailar» que por una invitación a «filosofar».

     Podría ser muy bien, en definitiva, que el público nos diese, con esta preferencia suya, una no despreciable lección a los filósofos.

     ¿Por qué la filosofía no habría de parecerse, en efecto, un poquito más a la música; por qué el filosofar no habría de asemejarse algo más a una invitación, a una incitación vital, a un poner en movimiento al hombre entero, comenzando por los pies, por lo que de él toca a tierra?

Y no es que pretenda resucitar, si es que alguna vez vivió, la distinción nietzscheana entre filosofía dionisíaca y apolínea.

  —X→  

No lo intento: simplemente, porque cuando una filosofía adopta la forma apolínea está muerta o, a lo más, es una bella durmiente.

     Toda filosofía viva y en trance vital es dionisíaca; es una borrachera de ideas; y el filósofo, en cuanto tipo de vida, es un Baco, un beodo más sutil y considerado que los vulgares chispos.

     En la borrachera de vino, el ritmo no existe; y de las curvas geométricas, sólo la sinusoide -palabra griega para aludir con eufemismo a cierto tipo de curvas- conserva un oscilante dominio geométrico.

     Por el contrario: en la borrachera de ideas, las ideas imponen un ritmo perfecto, un sistema de curvas y conexiones ideales que llamamos lógica y dialéctica. Por eso, el filósofo parece superlativamente cuerdo, precisamente mientras y porque está superlativamente borracho.

     Pero es menester que sepamos delicadamente qué es lo que baila al son de qué; y más radicalmente, si hay algo que baila; sobre todo si las ideas son capaces de bailar.

II

No haré alarde de técnico en las alusiones musicales que hago a continuación. Primero, porque no lo soy.

     Y segundo, porque no lo pretendo en este prólogo. Un poco más pretencioso me volveré en el estudio sobre el conocimiento artístico.

  —XI→  

     Digo, pues: filosofar es una invitación a hacer bailar a las ideas La valse de Ravel y no un vals de Strauss o de Weber.

La valse de Ravel y un vals de Strauss se distinguen en muchísimas cosas; las menos importantes, por el momento, son las técnicas.

     Aquí no me interesa sino una: La valse de Ravel está compuesta para que bailen las ideas musicales; El Danubio azul, por ejemplo, está hecho para que lo bailen personas.

     Y entiéndase esto bien: los temas o ideas musicales de un vals de Strauss, como los de Geschichten aus dem Wienerwald, encajan tan perfectamente en el ritmo, compás y sistema total de acentos propios de un vals, que hasta la idea musical misma lleva el compás, marca el ritmo y acentúa.

     Ahora bien: todo esto -llevar el compás, marcar el ritmo, acentuar-, son cosas «para otro», sin sentido en sí y para sí.

     Un sistema de acentos es marco «para» una frase entera, para decir o cantar algo; el compás es el aspecto numérico, en cuanto unidad de medida acústica; y toda medida es medida «para» medir otra cosa; y dentro de cada compás, de cada unidad de medida acústica, el ritmo organiza una forma típica de movimiento, con apoyos o reposos acústicos relativos (partes fuertes) frente a partes en esencial deslizamiento (partes débiles); pero siempre todo movimiento es movimiento «de» y «para» otra cosa.

  —XII→  

     Así que: morfología del movimiento acústico en cuanto movimiento (ritmo), aspecto métrico del movimiento acústico (compás) y sistema de acentos son aspectos «para», son moldes para otra cosa.

     Lo grave y lo típico a la vez de un vals de Strauss consiste en que las ideas musicales se han acomodado, asimilado y moldeado tan perfectamente al sistema de acentos, al ritmo y al compás que han adquirido su carácter de «para», se han vuelto casi tan insubsistentes como los tres aspectos formales. De ahí que resulten y sean vividos tales temas como temas «para» bailar, en vez de ser ellos mismos, en cuanto temas musicales, los que bailen al compás, al ritmo y según los acentos de la composición.

     Esta inconsistencia o insubsistencia del tipo de temas musicales de los valses de Strauss (e igual diría de todos los de su tipo) hace que resulten, «para» las personas, más bailables que La valse o El Bolero de Ravel.

     Por de pronto, la fusión entre ritmo, compás, sistema acentual y tema musical no permite la creación de un fondo rítmico independiente del tema.

     Las cualidades métricas -y por este término entiendo ritmo, compás y sistema acentual-, al no independizarse de los temas musicales, restringen no sólo el número y estructura de los temas posibles, sino que, inversamente, los temas de tipo métrico racionalizan y suavizan las cualidades métricas.

     Recuérdese, para no citar sino dos ejemplos, la potencia de catarata sonora del ritmo de La valse de Ravel, y el fondo métrico de ruido cósmico de ciertos trozos de   —XIII→   las danzas del Príncipe Igor de Borodine, frente a la cualidad métrica, moderada y casi dulce, de un vals vienés.

     Sucede en música lo mismo que en pintura y geometría. Se puede representar un objeto de dos maneras: o sobre un fondo con resalte, o bien en fusión sintética con el ambiente, sin fondo o escenario.

     El escenario del teatro hace resaltar actos y palabras que en el ambiente de la vida ordinaria pasan desapercibidos, sin contorno, sin fuerza en virtud de sus múltiples y multiformes conexiones con mil y mil aspectos dispares e inconexos.

     El escenario produce una cierta «abstracción», presentando las cosas, acciones, palabras, desconectadas de lo que no son ellas y haciéndolas resaltar frente a un fondo nuevo, respecto del cual cobran consistencia nueva, sentido autónomo.

     El humilde fondo oscuro de una pizarra «abstrae» también las líneas geométricas, liberándolas de los colores y relaciones concretas con que se presentan fundidas y confundidas en los objetos vulgares; y así, aparecerá la circunferencia en su puridad geométrica, sin estar sujeta a pasar casi desapercibida en un anillo de oro, en la esfera de un reloj, en una vulgar moneda o en el borde de un vaso.

     La pizarra «abstrae» lo geométrico y presenta en su puridad, con nuevo y limpio sentido, resaltando frente a un fondo, ostentando así su independencia y su sentido propios.

     Igual acontece en música.

  —XIV→  

     Hay tipos de composiciones fundidos y confundidos con su ambiente, como la forma geométrica de la rosa con la rosa misma; y otros, que podemos llamar abstractos, en que el tema musical se aparece sobre un fondo sonoro, resaltando sobre él. Y es claro que este segundo tipo, temas «abstractos», posee sentido musical nuevo, puro, subsistente.

     La materia viva de cada tipo de planta no permite sino un número muy restringido de formas geométricas.

     Un fondo o encerado corriente, infinitas; y se goza ostentándolas en su variedad o independencia.

     Cuando las cualidades métricas sonoras adoptan la forma de fondo o escenario sonoro resulta posible una variedad de temas musicales mayor que si actúan como ambiente y material intrínseco del tema.

     Esta es una de las impresiones más inmediatas que experimento al escuchar un vals de Strauss y La valse de Ravel.

     El tema de Strauss y sus desarrollos me parecen casi calculables, frente a la imprevisible variedad de los de Ravel. Y se da el fenómeno notable que Ravel parece, a veces, complacerse en que algunos de sus temas sean, por breves momentos, tangentes a temas de Strauss, como para darse el gusto de evadirse de ellos, para mostrar su independencia frente a las curvas cerradas, ondulantes y aprisionadoras, de los temas de Strauss.

     No se me tachará, pues, de enigmático si distingo entro temas musicales «abstractos» y «concretos»; y añado, para ejemplificar, que los temas de La valse de Ravel   —XV→   son abstractos, y los de Strauss concretos. Y de esto se sigue, sin más, que los temas abstractos de Ravel pueden, ellos mismos, bailar al son de su fondo sonoro, sin alusión ni exigencia de personas que los bailen.

     El tema raveliano re-salta frente al fondo rítmico sonoro; y re-saltar es saltar repetidamente, es danzar. Se oye bailar al tema, apoyar su punta fugitiva y ligera sobre el fondo móvil del ritmo, apoyarla para saltar él mismo, para elevarse al aire, para dar al aire lo que aire es y en aire debe convertirse y en el aire subsistir.

     Los temas de La valse se apoyan en el fondo rítmico sonoro como los remolinos de aire sobre la tierra: sólo y según la medida en que el peso, esencial e inseparable de toda materia, aun la más sutil, lo impone.

El fondo rítmico de La valse -y, en general, todo fondo- hace re-saltar, saltar y bailar sobre él los temas, como la membrana del timbal las figuras sueltas que sobre él se hallen. El fondo las mantea, las impele hacia el cielo. Mientras que en un vals clásico, la fusión entre cualidades rítmico-métricas y temas hace que vibre de vez, a compás, unitariamente, el todo, como vibraría una figura pegada a la membrana oscilante de un timbal.

     Cierro este paréntesis musical, que no es sino una comparación para otra cosa.

  —XVI→  

     Decía, pues, que filosofar es hacer bailar a las ideas según el estilo de La valse de Ravel y no según el modelo de vals de Strauss o de Weber.

     He distinguido en una composición musical además del compás, del ritmo, del sistema acentual y de los temas, esa cualidad indefinible que convierte unos elementos en «fondo» y otros en «abstractos»: cualidad cuya ausencia da otro tipo de composición musical que he llamado concreto.

     Filosofar, pues, es música «abstracta» de ideas.

     Filosofar es abstraer.

     Filosofar es saber pegar hábilmente sobre la membrana de las cosas, de tal modo que re-salten, que salten y se desprendan y se eleven las ideas que -dejadas en su estado vulgar, inmediato, cotidiano- están pegadas, fundidas y confundidas con mil cosas. Y así -abstractas, separadas, subsistentes-, continuar golpeando un cierto fondo ideal con tacto tal que las ideas puedan bailar «su» vals, «su» tema al son de un conjunto de cualidades métricas.

     Me explico un poco más.

     Para filosofar, según el modelo de música abstracta, se requiere:

     a) Un fondo ideal rítmico, un conjunto de estructuras métricas, a saber, la lógica en toda su amplitud y formas (lógica aristotélica o lógica formal, probabilística...).

  —XVII→  

     b) Temas ideales o conjuntos de ideas con conexiones propias que los permitan mantenerse abstractas, en el aire ideal, en un universo inmaterial. A este conjunto de conexiones propias de las ideas en sí mismas, conexiones nológicas, y no-concretas, se llama dialéctica.

     c) Pero como es el hombre quien filosofa, la dialéctica o temas ideales puros no se aparecen al hombre sino mientras una facultad suya llamada entendimiento, golpea hábilmente lo concreto y hace saltar y re-saltar ideas, grupos de ideas, sistemas de ideas, no permitiéndolas que re-caigan o se apoyen en lo concreto, sino en ciertos puntos rítmicos, sin perder su compás ideal.

     A esta operación se llama técnicamente abstracción (paréntesis fenomenológico, epoché, duda metódica...). Y únicamente a su son bailan las ideas y es posible conocer su dialéctica, sus conexiones internas propias, inmateriales, puras, ideales.

     He dicho que es preciso no dejar apoyar las ideas en lo concreto, sino sólo en ciertos puntos rítmicos. Tales apoyaturas o puntos de resalte componen la lógica en su sentido más amplio y profundo.

     Como en la historia de la música, ha habido y hay también en la historia de la filosofía quienes han intentado componer valses ideales modelo Strauss, es decir, someter lo más posible, íntegramente, las ideas de la lógica, creyendo que las únicas conexiones entre las ideas son las conexiones de tipo lógico. Así, un músico ideológico llamado Spinoza, pretendió hacer bailar a las ideas éticas un   —XVIII→   vals de tipo Strauss, y escribió su Ethica more geométrico demonstrata.

Y en nuestros días son legión los compositores ideológicos que querrían hacer bailar a lo geométrico, a aritmético, a lo físico mismo al son de lo lógico puro, de la pura métrica ideal, del puro ritmo abstracto) más monótono que el tam-tam de la más monótona música negra.

     A esto llaman fundamentación axiomática y lógica de las ciencias. Y los compositores son, entre otros, Hilbert, Whitehead, Russell, Carnap... De ello hablaré más largamente al tratar del conocimiento científico, pues intentaré mostrar que el conocimiento filosófico tiende a hacer bailar a las ideas según el modelo de La valse de Ravel, mientras que el conocimiento científico tiende, por el contrario, a hacer bailar a las ideas según el tipo de vals de Strauss.

     Hablo de tendencias, de límites de procesos ideales.

     Con lo dicho queda delineado el plan general de esta obra.

     Trataré en ella de las diversas formas del conocer: conocer filosófico, científico, artístico, moral, existencial...; y en este volumen, de la forma conocer filosófico.

     Una forma de conocer se caracterizará, según lo anterior, por los aspectos siguientes:

     a) Un punto de partida o materia concreta en que se halle encarnado, aprisionado un orbe de ideas o una idea;   —XIX→   por ejemplo, el tipo de Sócrates, el diálogo Symposion para abstraer la forma del conocer filosófico; la teoría cuántica, la axiomática de Hilbert como materia concreta de que abstraer la forma del conocimiento científico; o La valse, una fuga de Bach como punto de partida para abstraer la forma propia del conocimiento artístico...

     b) Un proceso de golpes rítmicos, de sacudimientos sistemáticos, según módulo fijo, de tal materia concreta para que salten y resalten las ideas, liberándolas así de la concreción y de la compañía y unión con lo que no es ellas, haciéndolas remontarse lo más posible al orbe ideal, abstracto, para que, puestas en sí y para sí, ostenten sus conexiones ideales propias, no las que les imponían la materia, lo concreto, lo otro.

     A cada forma de conocimiento habrá, pues, que tratar de su forma apropiada de abstracción, de ritmo re-saltante, de fondo sonoro que permita presentar a las ideas en «soledad sonora».

     c) Y una vez abstraídas y colocadas las ideas fuera de la materia -en sus orbes ideales, cada uno a distancia propia y diferente de lo concreto- habrá que ver el tipo de conexiones que unen las ideas entre sí, los tipos de dialéctica. Una es la dialéctica de las ideas musicales, otra la de las ideas aritméticas puras; otra, la de las ideas metafísicas...

     d) Por fin: como conocer es aparecerse algo a alguien, o a un sujeto, una forma de conocer no quedará caracterizada hasta que fijemos no sólo el «algo» que se aparece, sino el «sujeto», el «quien» a quien algo se aparece.   —XX→   Y dentro del quién, la facultad o categoría especial que es lugar sistemático y pantalla propia para cada tipo de ideas.

     Dando a la frase «forma de conocer» su plena estructura según Kant, diría: «una forma de conocer (conocer filosófico, artístico, científico) quedará radicalmente explicada cuando se haya determinado lo que posee de forma a priori, de condición, de posibilidad para que la materia o lo concreto presente, precisamente, lo que tiene de objetivo, de absolutamente válido, de necesario. Toda forma de conocer, en cuarto forma a priori, es e incluye una potencia especial de abstracción, separa lo a priori de lo empírico puro.

     Desde este punto de vista trascendental trataré algunas de las formas de conocer.

IV

Solamente he de advertir una cosa: que esta obra es una «invitación a filosofar», no un «tratado» de filosofía.

     Es una invitación a una acción, a una empresa intelectual; no a una revista o visita de un sistema filosófico hecho y derecho, perfecto y definitivo.

     Ciertos lectores echarán de menos muchas cosas; probablemente coincidiremos, lector y autor, en notar los mismos huecos. Sólo que el autor ha pretendido dejarlos como respiraderos, pues padece de una especie de asfixia siempre que se encierra en un sistema.

  —XXI→  

     Me daré por satisfecho si esta invitación a filosofar consigue una poquita cosa: que bailen y se oreen y se aireen las ideas, que dejen de ser bloques graníticos, sillares encastrados en berroqueños edificios, piedras cristalizadas en diamante.

     Sólo así dejarán las ideas de ser «rompecabezas», y las cabezas dejarán de romperse, de matarse estúpidamente por ideas.

     Y entonces valdrá de las ideas lo que el Nuevo Testamento dice de El que Es la Verdad encarnada: «vine para que tenga vida; aun más, para que rebosen de vida».

Quito, XII, 39.





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ArribaAbajoCapítulo primero

El Filosofar como Tarea Vital. El Filósofo como Condenado y Endemoniado


«Fuerza me es vivir filosofando y ejercitándome a mí mismo y a los demás», decía Sócrates.

Así nos lo refiere Platón en la Apología.

No filosofa quien quiere, sino quien puede. Y ni siquiera quien puede, así sin más y cuando le viene en gana. Sólo filosofa el que ha nacido «condenado» a la faena de filosofar.

Porque -y esto lo confesó Hegel, tras largos y torturantes partos filosóficos- ser filósofo es ser y estar «condenado».

Allá, de los tiempos en que oficialmente y por otra especie de condenación redimible, tuve que saber teología, creo recordar que discutían los teólogos sobre praedistinatio antes paervisa merita, y sobre condenación ante o post praevisa peccata: predestinación o condenación antecedente o consecuente a los méritos o pecados.

Pues bien: ser filósofo es nacer condenado a perpetuidad al trabajo forzado de pensar; y esto, antes e independientemente de todo mérito o demérito personal.

Pero: ¿es que «pensar» puede ser considerado como una condenación y ser vivido como trabajo forzado?

  —2→  

Hubo un tiempo en que ser filósofo equivalía a correr el peligro de ser condenado a muerte.

Un caso: Sócrates.

Otro: los santísimos tiempos de la Inquisición.

Y no son los únicos casos.

Mas no es, ni con mucho, esta posible tragedia externa la que con superlativa propiedad amenaza al filósofo.

Antes de componer este primer estudio he releído, como preparación, la Apología de Sócrates y el Symposion.

A mi juicio, dos retratos típicos; el primero del filósofo como forma de vida y de condenación vital; el segundo, como modelo del genuino filosofar, en cuanto tarea vital.

Y he sacado la convicción de que el filósofo se condena por endemoniado; o más delicadamente, que el filósofo nace condenado a vivir endemoniado.

¿Qué es eso de demonio, de vivir endemoniado y de nacer condenado a vivir endemoniado?


ArribaAbajo1. Qué es lo demoníaco según Platón

«Todo demoníaco, dice Platón en el Banquete (202, E), es algo intermedio entre lo divino y lo mortal.» Y tiene como poderes propios «el de interpretar e intermediar entre dioses y hombres», y, «estando en medio de ambos, completar y poner al mismo todo en conexión consigo mismo».

Júntense ahora las siguientes afirmaciones platónicas:

Primera: «el sabio (el sophós) es un varón endemoniado» (Symp. 203, A).

Segunda: «el filósofo es una manera de ser intermedia entre el sabio y el ignorante» (Symp. 204, B).

  —3→  

Tercera: «el Eros es necesariamente filósofo» (Symp. 204, B).

Cuarta: «el Eros es hijo de Penía y de Poros», del «Pobre-rico-en-recursos» (Symp. 203, B, C).

De estas afirmaciones platónicas voy a deducir en qué consiste el tipo de endemoniamiento propio y exclusivo del filósofo.

«El hombre, dirá Nietzsche, es una maroma tendida entre el animal y el superhombre, una maroma sobre un abismo (Also sprach Zarathustra, 1, 4).

«El sabio, decía Platón, es un varón endemoniado», es una maroma tendida entre dios y lo mortal; y el filósofo, el amante de la sabiduría, el aspirante a sabio, está, a su vez, sobre la misma maroma que el demonio y el sabio, va tras ellos, es el tercero de los funámbulos, y es funámbulo en la medida en que se hace sabio y endemoniado.

Fijemos, pues, con Platón, los dos extremos de la maroma: uno, en lo divino; otro, en lo mortal. Sobre la maroma, tres tipos de seres se mantienen en equilibrio cinético: el demonio, el sabio, el filósofo.

Discutiremos más tarde si el artista y el científico son capaces de tales juegos de equilibrio, entre tales extremos; o bien, si peligrar audazmente por la maroma que se clava en Dios, como extremo superior, es privilegio del filósofo, del sophós; y del demonio, y de los dos primeros en cuanto endemoniados.

Se es demonio, ante todo, por no respetar lo hecho y lo definitivo, por no inclinarse ante el ser; y en el ser, ante la sustancia.

Lo divino no es, precisa ni primariamente, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dios es dios precisa y primariamente porque es la sustancia por antonomasia,   —4→   el ser por excelencia, lo hecho y lo definitivo por eminencia.

Las ideas de hecho, definitivo, ser y sustancia forman una serie ascendente; y cuando se funden en una unidad dan lo divino de Dios.




ArribaAbajo2. La progresión ideológica entre hecho, definitivo, ser y sustancia

En efecto: todo proceso, hacimiento, engendramiento termina, como en ápice, en algo «hecho»; y lo hecho hecho está tanto mejor cuanto lo está más definitivamente, en el doble sentido de poseer definición, o sea límites y vallas que defiendan y separen lo hecho de todo lo que está en hacimiento o puede deshacerlo, y en el sentido de definitivo, de perduración frente al tiempo, al movimiento, a los cambios de plan, a las veleidades de perfeccionamiento.

Y, a su vez, lo hecho definitivamente estará definitivamente hecho cuando esté hecho precisamente su ser; y no, por ejemplo, sus aspectos negativos, privativos, polares, contradictorios... Así: la piedra es de hecho y definitivamente ciega, el hombre es definitivamente racional, lo blanco excluye lo rojo definitivamente del sujeto en que se halla de hecho...; pero todos estos hechos, definitivos e irremediables, no pertenecen ni afectan al ser en cuanto ser. Ni el ser de la piedra en cuanto ser es ciego, ni el ser del hombre en cuanto ser es finito. Al ser en cuanto ser no puede serle definitivamente atribuida una negación o privación de ser, cual la que incluyen ceguera o finitud. Al ser en cuanto ser y a cualquiera cosa en cuanto ser le conviene todo definitivamente; el ser es irremediablemente lo que es, sin posibilidad de dejarlo   —5→   de ser, de ser no ser. El ser en cuanto ser y cualquiera cosa en cuanto ser es lo mejor definido y defendido que hay, pues fuera del ser no queda sino el no ser, la nada, no queda nada; cuando frente a un movimiento en cuanto movimiento queda el estado fijo final, fuera del hombre en cuanto hombre quedan infinitas cosas...

Además: el ser en cuanto ser y el ser de cualquiera cosa es lo «hecho» por antonomasia. «Ser» es el hecho de todos los tiempos. Se es joven durante un cierto tiempo, pero se es «ser» eternamente. Lo que sucede desgraciadamente es que lo que de ser hay en la juventud es un pequeñísimo núcleo entitativo, como lo que de ser hay en el tiempo y en el movimiento es un «instante», un presente-relámpago.

Cuando de una cosa, la más humilde y tornadiza, enuncio su «ser», tal proposición enunciativa queda por el mero hecho transportada al orden de lo supratemporal, supraespacial, supraindividual.

Así, la proposición «hoy es viernes» fue, es y será verdadera para todos los tiempos, lugares y personas, aunque su enunciación vocal, su primera aparición en el universo del sonido haya tenido lugar hace poco y en un rincón del universo y por una persona arrinconada en él.

La verdad, decía ya el viejo Parménides, es concéntrica: cuando aparece en un punto, no queda restringida y encerrada en él; a semejanza de las ondas electromagnéticas, desde un punto se difunde por todo el universo. Las verdades (aritméticas, geométricas, metafísicas...) se «aparecen», es cierto, al hombre en un momento temporal fijo, en una parte determinada del orbe, a una persona particular; se «aparecen» así, pero son de y sobre todos los tiempos, lugares y personas. Por esto, su misma aparición lleva consigo un aspecto supratemporal-espacial-individual que notamos al decir «es». También, a su manera,   —6→   las ondas electromagnéticas «son» de todo el universo y de todos los tiempos, aunque comiencen apareciendo en un punto del espacio y en un momento del tiempo; por ser del universo se difunden, apenas aparecidas, por todo el universo. Difusión universal es consecuencia de su ser universal; y no de su aparición, temporal y localmente circunscrita.

Así que el ser en cuanto ser es lo por antonomasia hecho definitivamente, hecho desde siempre y para siempre, para todos los lugares, sobre todas las cambiantes circunstancias.

He indicado, además, que la inmensa mayoría de las cosas posee sólo un núcleo de ser, y sólo tal núcleo constituye el valor entitativo absoluto de su «hecho», su «haber» definitivo; lo demás de ellas no es hecho definitivamente, ni es ser; o no está hecho definitivamente porque no es ser o no es ser porque no puede ser hecho definitivamente, porque no está sobre y más allá del lugar, tiempo y caso concretos.

Si, pues, se da una cosa que esté íntegra, definitivamente hecha, tal cosa «es» puro y simple «ser», es todo ser y todo el ser; es, por tal motivo, supratemporal, supraespacial, supraindividual, de un modo original y supremo. Cuando una cosa -como el hombre, esta mesa, la luna...- posee nada más un núcleo de ser, por tal núcleo es supratemporal, se eleva por encima del tiempo, aunque por otra parte de ella se halle sometida a él; es supraespacial por su haber de ser, mas es espacial por algunas otras partes de sí misma; y es supraindividual en la medida que es ser, por más que sea un caso concreto, tal individuo, por sus aspectos de cosa.

Empero, si se da una cosa que sea sólo ser no contendrá en sí misma esa dualidad y correlación de «supraespacialidad, temporalidad, individualidad» a «temporal,   —7→   espacial, individual»; no será fruta con carne y hueso, mineral con escoria; sino será simplemente más allá de toda correlación y oposición; será eterna -que es lo más allá de la oposición supratemporal-temporal-, y será omnipresente -que es lo más allá de la oposición supraespacial-espacial-, y será persona -que es lo más allá de la oposición entre individuo y especie, entre particular y universal. Tal es Dios.

Dios es el hecho definitivo y, por tanto, el ser; así, en unicidad y en puridad.

Cuando una cosa no está ni puede cristalizar íntegramente en ser, hay dentro de ella una correlación estructural de dependencia entre lo que no «es», rigorosamente hablando, ser y la que de ser hay en ella. A esta correlación se llama sustancia-accidente. El accidente es ser de ser, mejor cosa del ser; y la sustancia es lo que de ser hay, la cosa, ya que el ser no es, propiamente, ser de otro, sino lo es absoluto, en sí y para sí. Es ser de sí mismo. Con la terminología de Hegel: el ser en cuanto ser es en sí y para sí; mientras que lo que no es perfectamente, íntegramente, pura y simplemente ser ni es en sí ni lo es para sí. Y estos aspectos «en» y «para» otro, a los que somos en gran parte «cosa», pueden parecernos y hasta ser vividos como positivos, como cosas positivas -así los límites o definición de cada cosa, nuestra finitud espacial y temporal, nuestra individualidad, que nos colocan en este lugar, en este tiempo, nos separan de los demás hombres y cosas... -; pero, en rigor, para el Ser y desde el Ser aparecen necesariamente como negativos, como radicalmente inconsistentes; y esta radical, íntima, absoluta inconsistencia de las cosas frente al Ser, de nosotros frente a Dios, se llama, teológicamente, ser «creatura».

Y esto: ser creatura no siempre lo notan las cosas. Más aún, ser cosa no es algo definitivo, fijo, inmutable,   —8→   anclado en un punto. Se es más o menos cosa, la cosa se hace o cristaliza más o menos en ser, y únicamente su ser, la cosa puede notar que es creatura. La cosa -toda cosa y sobre todo el hombre- oscila por necesidad entre dos términos: cosificarse y entificarse.

He hablado del núcleo entitativo de cada cosa. Tal núcleo no es algo hecho desde siempre y para siempre; se hace y se deshace, como un líquido puede adoptar en partes forma cristalizada y, según las circunstancias, volverse a deshacer, en líquido, los cristales. La solidez superlativa del Ser no puede convenir a ninguna cosa fuera del Ser, de Dios.

Digo, pues, que lo definitivamente hecho no sólo es ser, sino sustancia, es el Ser y la Sustancia absoluta, ya que sustancia es el ser en sí y para sí.

Ya sabemos, por tanto, con lo dicho y aludido qué significa el extremo superior en que se agarra la maroma por la que funambulan, en peligro entitativo, el demonio, el sabio y el filósofo.

El extremo inferior lo constituye, según Platón, lo mortal.

Lo mortal no es, primariamente, lo que muere, entendiendo por morir ciertas apariencias externas de los vivientes; esto es una de las maneras de ser mortal. Mortal, en cuanto el otro extremo de lo divino, significa algo mucho más profundo: mortal es lo des-hecho y lo deshacedero, lo in-definido, lo no-ser, lo in-subsistente. Y todo esto no son estados o cosas fijas ni aspectos fijos de cosas fijas, sino pendientes, tendencias, descaecimientos posibles y reales de cada cosa, por ser cosa y por no ser sólo y puro ser. En este sentido todo es mortal: lo vivo y lo no vivo, el hombre y el electrón, aunque cada uno, en la medida y manera como es cosa, sea mortal a su manera y su medida.

  —9→  

Con una expresión de Heidegger -sin afirmar que donde yo digo digo no diga él Diego-, diría que la Nada (nichtet) aniquila; que la Nada hace algo positivo, muy positivo; sólo que esta positiva acción de la Nada aniquilante tiene, por decirlo así, signo y dirección inversa a la acción del ser. Y cabe hablar de un «sostenerse en la Nada» (hineingehalten sein in das Nichts), no como un barco «en» el Océano, sino como un cristal que se está constituyendo y formando dentro de un líquido, acechado, atraído por el continuo, intrínseco, ineludible peligro de di-solución, de des-hacerse, de des-definirse, de in-subsistir, de no-ser en el líquido total, en cuanto sin forma, sin consistencia.

El ser de las cosas se hace y se deshace; estas dos direcciones intrínsecas se llaman hacia el Ser y hacia el No-ser: entificación y aniquilación.

«Las cosas son una maroma tendida entre el Ser y la Nada, una maroma sobre un abismo».

Con lo dicho se puede ya comenzar a vislumbrar qué es ser demonio. En rigor, habría que hablar, con Platón, de lo demoníaco. Lo demoníaco es una manera de ser de una cosa. ¿Cuál será?

«Lo demoníaco es algo intermedio entre lo divino y lo mortal». No se debe entender que lo demoníaco sea algo así como la media aritmética, geométrica o armónica: un punto fijo, determinado, único, inmutable entre dos extremos, cual lo es la mitad de un metro.

Una cosa en cuanto cosa puede ocupar una posición intermedia más o menos fija; pero su «ser» es una maroma tendida entre el Ser y la Nada, su «ser», por no ser El Ser, se halla sometido, intrínseca y necesariamente, a la doble dirección: entificación y aniquilación. Como los funámbulos, las cosas sólo se mantienen en equilibrio por el movimiento y llevando entre las manos una vara cuyos   —10→   brazos, al actuar como brazos de palanca, aseguran el equilibrio frontal con otro lateral.

El ser de las cosas no es, en rigor, ser; es equilibrio entitativo. Y el equilibrio imita, se parece al reposo absoluto, a la inmutabilidad, eternidad, seguridad absoluta de El Ser.

Por la maroma tendida entre Dios y la Nada funambulan el filósofo, el sabio y el demonio; son los únicos que saben sostenerse sin caer en el abismo. Y los tres no son tres cosas atadas cada una en «su» punto, en un punto calculable y único; sino tres estadios, tres estaciones de un mismo movimiento. El filósofo para sostenerse en la maroma tiene que avanzar hacia sabio, y el sabio hacia demonio. Primitivamente, el demonio ha comenzado por ser filósofo y por ser sabio; y, de consiguiente, el auténtico filósofo y el genuino sabio están endemoniados.

¿Qué es, pues y por fin, estar endemoniado o ser demonio?

Voy a caracterizar de nuevo con dos sentencias lo que es ser demonio, o mejor, lo demoníaco del demonio.

«¿Si existe Dios, cómo podré yo soportar el no poder ya ser Dios? Luego Dios no existe» (Nietzsche).

«Lo demoníaco, con su oficio ontológico intermedio entre lo divino y lo mortal, completa y rellena de tal manera el Todo mismo que el todo llega a ser conexo consigo mismo» (Platón).

El plan entitativo a realizar por lo demoníaco es verdaderamente diabólico.

En todas las interpretaciones dogmáticas de las Religiones, el pecado del demonio consiste, bajo una u otra forma, en querer ser Dios. Pretender y tender a ser y ser hijo de Dios por la gracia no sólo no es pecado sin estado de gracia. Lo grave de esta limitación en el plan evolutivo   —11→   y ascensional de las cosas consiste en que ni se puede ni se debe pretender ser algo más que hijo adoptivo de Dios.




ArribaAbajo3. La transfinitud del hombre. Sus relaciones con lo demoníaco

Ser demonio, sea dicho en verdad, no es pecado entitativo, sino desgracia ontológica.

Y querer ser Dios no es el mayor de los pecados, sino la mayor de las tragedias íntimas de una «cosa».

Cuando de alguna acción, intención, pretensión... se dice por las Religiones que es «pecado», se dice de ella lo mejor que puede decirse. Afirmar de algo que es pecado incluye el reconocimiento, explícito y consciente, de una barrera o límite pretendidamente infranqueable. Ahora bien: argüirá Hegel, «algo no puede ser dotado o sentido como límite, falta, barrera... sino porque quien lo nota está simplemente más allá de tal límite, privación o barrera. Es, pues, sencillamente, inconsecuencia no ver que el mero hecho de designar algo como finito o limitado encierra la prueba de la presencia real en él de lo infinito y de lo ilimitado; y que solamente puede tenerse conciencia de un límite en cuanto lo ilimitado está dentro de tal límite en la conciencia misma» (Enzyklop. d. phil. Wissenschaften. § 60).

El darse de cabezadas contra una pared sólo es posible porque quien se da de cabezadas puede y de alguna manera está más allá de la pared. El tropezar con un límite se hace en virtud de una trans-finitud. Y como la potencia expansiva, transfinita del vapor encerrado en los límites de una caldera pone en movimiento esa cosa férreamente aprisionadora y delimitante que es una locomotora, así la multiforme potencia de infinitud que hay   —12→   en cada cosa, sobre todo en el hombre, tropieza contra las barreras ónticas -este cuerpo, número fijo de sentidos y de estos sentidos, número fijo de categorías...- y esta lucha en la misma cosa entre finitud y transfinitud, entre cosa y ser, pone en movimiento intrínseco y esencial, a la cosa misma hacia lo Infinito, hacia Dios.

La presión transfinita del vapor puede llegar a reventar los límites férreos que pretenden limitarla definitivamente; y entonces los límites saltan en pedazos, el vapor se dilata libremente por un tiempo, hasta que la gravitación le impone otro límite más sutil y no menos potente, una barrera espacial, una superficie-límite, por ejemplo, una cierta capa de la atmósfera.

Pero si el ímpetu expansivo, transfinito del vapor fuese esencialmente finito o tuviese de sí y en sí un cierto límite superior no sería preciso que otra cosa desde fuera le impusiese tal límite; ni el mismo vapor se notaría entonces limitado, ya no se rompería la cabeza contra nada ni valdría para impeler más allá.

La potencia transfinita del hombre es tan multiforme que por todas partes y en todos los órdenes -material, moral, metafísico, social...- tropieza con límites pretendidamente y pretenciosamente infranqueables. La maravilla es que a pesar de darse -obstinadamente, multisecularmente- de cabezadas contra ellos todavía tenga cabeza. Porque es precisamente la inteligencia, la razón pura -la cabeza mental- la que da cuenta de los límites y la que, cual malicioso lazarillo de Tormes, hace que el hombre, todo el hombre, todo lo del hombre se estrelle contra la pared. Y este estrellarse mismo es la manera de tomar vitalmente, ontológicamente conciencia de nuestra tragedia, de la tragedia entre nuestra finitud y nuestra transfinitud, ambas nuestras, tal vez irremediablemente ambas nuestras.

  —13→  

He dicho «irremediablemente» y tal vez: Hegel, que fue de los cabezorros más duros, de puro pegarse contra todo límite creyó notar vitalmente que el hombre -y cualquiera otra cosa -no es irremediablemente finito, que llegará un momento en que valdrá plenamente lo de S. Pablo: in Ipso vivimur, movemur et sumus; en Dios «somos».

Mientras tanto, valen los dos estadios anteriores, señalados por el Apóstol: en Dios vivimos, en Dios nos movemos, estadios vividos por él cuando tras la experiencia inmediata de Dios pudo comparar con la experiencia de la vida del mundo.

Si contraponemos vida y muerte, el hombre, en rigor, no es mortal ni inmortal; ambas, vida y muerte, son dos barreras; y el hombre es transfinito. Y si contraponemos alma y cuerpo, por delimitarse ambos mutuamente, el hombre no es ni tiene alma y cuerpo, es transespiritual y transcorporal. Y si contraponemos, en cuanto se delimitan correlativamente, sentidos e inteligencia, el hombre no es ni sensible ni intelectual, sino transcendente a ambas maneras limitadas y co-lindantes de conocer.

No todas las barreras que actualmente delimitan y aprisionan violentamente la potencia transfinita del hombre caen de igual manera y sucumben al empuje transfinito.

Como dice profundamente Heidegger, el hombre es Platzhalter des Nichts, es campeón y mantenedor y campo abierto donde lucha la Nada.

La tragedia de vivir endemoniado consiste, pues, en tener conciencia de que se tiende a un límite inaccesible, que uno se acerca indefinidamente a él, que no hay barreras concretas infranqueables; pero que siempre surge una nueva, franqueable a su vez. Lo que no es franqueable   —14→   ni superable es la necesidad de que en cada momento haya una barrera u otra.

Ser finito es una manera bien original y maliciosa de estar encerrado. En cada momento, en cada dirección tropieza con un límite; cada límite es superable; la cárcel puede ensancharse indefinidamente, hasta tener por unos momentos la sensación de estar libre; así sucede, por ejemplo, dentro de las ciencias formales. Pero, en definitiva, el más hermoso palacio llegará a ser vivido como cárcel. Hay quienes toda su vida harán matemáticas, correrán en mil direcciones sin tropezar con una barrera; sólo unos pocos -los filósofos, y éstos por endemoniados- llegarán a notar los axiomas como barreras, las categorías como límites, como facta, como cosas que «están ahí» estorbando el ímpetu transfinito del hombre, y se darán de cabezadas contra ellas, contra esta necesidad de haber nacido el entendimiento sometido a funcionar con categorías...

El endemoniado está, por tanto, condenado por nacimiento y por estructura al infierno, a un lugar de encierro. Y el mismo cielo puede convertirse en infierno; para ello bastará llegar a tener conciencia clara, como la tuvo Lucifer, de que:

a) Lo divino es esencialmente inaccesible.

b) Que uno «puede» acercarse indefinidamente a él, sin que nadie, ni Dios, pueda detener esta ascensión transfinita.

c) Y se resuelve, por un acto de rebeldía vital, a convertir tal poder en acción, a no quedarse en ningún lugar fijo, por alto que sea; a no aceptar oficio ni jerarquía fija, por elevada que esté; a no reconocer a nadie -ni a Dios, a Dios menos que a nadie- el derecho de fijar límites insuperables; límites en el conocer, por ejemplo, artículos de fe, con formulación finita y definida y definitiva;   —15→   límites en la facultad estimativa, por ejemplo, valores bajo la forma finita, definitiva y definida de mandamientos.

La teología católica ha dado una expresión simbólica concreta a estos hechos de orden metafísico. Lo antidemoníaco de tal interpretación se reduce a pretender que tal interpretación sea la única, la real, la definitiva, la dogmáticamente definida. Aparte de este detalle monomaníaco de encerrar en una sola clase de cárcel lo que nació, cierto, para vivir encarcelado en «una u otra», mas no en una sola cárcel, lo demás de tal interpretación es de un valor simbólico incalculable.

Los ángeles, que por su rebeldía transfinita o transfinitud rebelde, se convirtieron en demonios, pertenecían, precisa y principalmente, a las supremas jerarquías fijas, las de los querubines y serafines; ellos eran los que, en virtud de su magnífico ímpetu transfinito, se notaban, por decirlo así, a un dedo de lo divino, los únicos que vivían más descuartizadoramente la tragedia del límite inaccesible, pues vivían y veían el sucumbir de cada barrera, de cada límite particular.

Por esto no pudieron soportar el ser sólo y definitivamente querubines y serafines, es decir, tener como constitución específica una manera determinada, fija, inmutable de entender y querer, cual la que les atribuyen los teólogos.

La rebeldía de Lucifer fue, pues, una rebelión de su transfinitud contra la finitud, contra esta finitud de ser ni más ni menos una y sola especie de una de las jerarquías angélicas, fijas y definitivas.

El simbolismo teológico va aun más lejos. No sólo la mayoría de los espíritus transfinitos pertenecían a las jerarquías supremas, sino que vale la inversa: la mayoría de los que permanecieron fieles pertenecen a las jerarquías   —16→   y órdenes inferiores. El capitán de los fieles, S. Miguel, es un humilde arcángel, está casi casi en la cola de los órdenes celestiales. Y su lema de combate contra los transfinitos es: «¿Quién como Dios?»

Cuanto una cosa dista más de Dios, más fácil le resulta resignarse a su orden, a ser definida, finita; hasta especular con su finitud, levantar teorías sobre la finitud irremediable, la humildad, el respeto a Dios, la jerarquía, el orden, los valores inmutables...

Si se me perdona la expresión, no es precisamente el demonio un «pobre diablo». El pobre diablo es S. Miguel y compañía; S. Miguel, el espiritu-símbolo de la resignación, teológicamente formulada y fundamentada, a la finitud.

Por este respecto a la finitud, no cayó del cielo, no vivió la tragedia ontológica de la finitud en lucha con la transfinitud, un suplido de Tántalo ontológico. En cambio, el suplicio, el infierno de los demonios es, ni más ni menos, el tomar conciencia de la irremediabilidad de la finitud precisamente por tener conciencia de la propia transfinitud, el no poder convertir la finitud en infinidad, en infinidad de hecho, definitiva, óntica, sustancial, como la divina.

He llamado a la tragedia constitutiva del demonio tragedia ontológica, porque descubre el logos del ser (on); y propiamente hablando, una cosa no descubre lo que de ser tiene, lo que es capaz de llegar a «ser», sino cuando toma conciencia de la lucha entre su finitud y su transfinitud.

Esta lucha, en que la transfinitud gana cada batalla y pierde la guerra, lleva al método y faena vital propia del filosofar.

Porque filosofar es, como va ya apareciendo, faena vital, faena vital ontológica, y faena vital ontológica realizada   —17→   por la transfinitud contra la finitud, contra cada tipo de finitud, inclusive contra cada tipo de ciencia, tan pronto como cada tipo de ciencia pretenda ser definitiva, sistema cerrado, cárcel mental.

De este punto, la distinción y lucha del filósofo contra todo tipo de ciencia, hablaré más adelante.

Creo que resulta ya suficientemente claro lo que es ser demonio. En rigor, sólo se da lo demoníaco. Cualquier cosa, sobre todo las superiores, pueden vivir demoníacamente. No se nace demonio, se hace uno demonio. Demonio es, pues, una manera de ser: ser-en-transfinitud transfinitante.




ArribaAbajo4. Lo demoníaco como manera de ser y vivir

Lo demoníaco es una manera de ser original.

También de la sustanda o de cualquiera de las categorías aristotélicas se dice que son originales e irreductibles maneras de ser. Y de las formas a priori kantianas se afirman que son condiciones de posibilidad de los objetos, es decir, que hacen posible que se «me» aparezcan las maneras de ser de todos los seres o cosas. En definitiva, de una manera u otra, directa o indirecta, toda categoría es o lleva a una manera de ser original.

Pero la manera demoníaca de ser no tiene nada de común con una manera óntica (aristotélica) u ontológica (kantiana) de ser.

Toda categoría óntica u ontológica incluye esencialmente un aspecto de finitud, mientras que la manera de ser demoníaca es la superación misma, la transfinitación de cada una de las categorías.

Se habla en matemáticas de un axioma de inducción transfinita que permite construir indefinidamente números   —18→   más allá de la sucesión natural, 0, 1, 2, 3, 4, n, n + 1... Cada categoría o clase de números (naturales, racionales, irracionales...) resulta así superable por este procedimiento transfinito (transfinites Verfahren). Cada clase de números posee su definición, es decir, un conjunto de notas, una de las cuales, al menos, separa dicha clase de las demás. Cada clase de números es, pues, finita y definible, incluya una multitud mayor o menor de números.

Frente a las clases o categorías de números, el procedimiento de inducción transfinita no es ninguna clase especial de número ni de entidades aritméticas, en rigor no es ni operación matemática, como lo son la suma, resta, multiplicación... integración, diferenciación...; es una manera de superar cada clase de números, de evadirse de tales tipos de encerronas matemáticas; es un escaparse por la tangente.

Y esto de escaparse por la tangente, como medio de evasión transfinita de lo finito, no es una trampa mental.

Ya sé que, según la definición técnica de tangente, no toda curva tiene tangente. Pero, ¿quién nos obliga a definir la tangente como una función derivada de la función que describe la curva cuya tangente buscamos? Definir la tangente como derivada es una de las maneras de definir la tangente a una curva, manera la más formal conocida hasta ahora, la más fecunda, pero nadie ha demostrado que sea la única posible.

La ciencia, como diré al tratar de la forma propia del conocer científico, tiende a formar sistemas que, mirados en conjunto, poseen la propiedad llamada de Vollstaendigkeit, de perfección interna, además de las de suficiencia, y definibilidad (Entscheidungsdefinit); es decir, que no sólo cada cosa del sistema o ciencia sea definible, y unívocamente caracterizable, sino que la ciencia misma   —19→   presente el aspecto de «todo», de bloque, de isla ideal. La finitud, en el amplio sentido de la palabra, es el ideal de la ciencia. Una de las maneras como pretende conseguirlo es la axiomatización.

Y una de las consecuencias que sacaré inmediatamente de la forma del conocer filosófico dirá que: la filosofía no posee objetos propios -como los tiene la geometría en las figuras, la aritmética en los números, la lógica en las formas puras...-, sino que todo objeto puede ser sometido a un proceso de transfinitación, al paso al límite «infinito»; y esta operación «transfinitar», pasar al límite «infinito» en todos los órdenes, clases de objetos y propiedades, es filosofar.

Hegel le dio el nombre de Aufhebung, de absorción superadora.

Por ahora acéptese el término de proceso transfinito.

No todas las cosas ni todas las propiedades de las cosas resisten de igual manera a este proceso transfinito. Si pretendo pasar al límite «infinito» inflando indefinidamente un balón, acabare por reventarlo, y lo que resulte serán trozos, pedazos, es decir, cosa sin sentido. Y ¿no habrá propiedades de cosas o cosas que resistan esta transfinitación, de tal modo que sea posible una superación ordenada de cada límite o definición concreta, formando los sucesivos límites superados, las desdefiniciones, una como serie de potencias ascendentes hacia lo infinito, hacia Dios?

Cada uno de los números naturales -0, 1, 2, 3, 4... n, n + 1...- es finito y definible en sí; pero se da un procedimiento -la inducción completa o simplemente la adición de + 1- por el que cada número se desdefine, dando el número siguiente, que, a su vez, desdefiniéndolo por la operación + 1, dará el siguiente, un número mayor; y así indefinidamente. Y cuando se   —20→   termina la sucesión de los números naturales, la inducción transfinita permite construir números transfinitos, sin límite superior infranqueable. (Véase el capítulo V.)

Pero todos -números naturales, o transfinitos- forman una estructura ordenada de superaciones, sin reventones, sin in-definiciones.

Y en la geometría euclídea es posible un proceso transfinito con la propiedad de proporcionalidad de las figuras; sólo que, en este caso, es la misma figura, desde el punto de vista de su definición, la que resiste el aumento de magnitud, mientras se haga según ley. En otras geometrías, la forma de la figura es función o depende de la magnitud, y cabe entonces hablar de una serie ascendente y ordenada de figuras sometidas a un proceso de transfinitud.

Pues bien: filosofar es someter todas las cosas y todo lo de todas las cosas al proceso transfinito por excelencia y supremacía: al límite «Dios», y ver qué va resultando de cada cosa, cuáles revientan y quedan indefinidas, cuáles, por el contrario, se reabsorben en otro tipo superior, que al ser sometido él mismo al proceso transfinito, se supera y desdefine para dar otra definición más comprensiva, mas próxima al límite «Dios».

En este sentido, filosofar es hacer teología, endiosar las cosas, todas: aun las más humildes, y no precisamente ni exclusivamente las abstractas.

Pero filosofar no «se» hace así en impersonal, como se hace el amanecer; no es cosa llovida del cielo.

Solamente puede filosofar el hombre cuando transforma su manera de ser, de ser cosa natural en ser endemoniado.

Y surge, según lo dicho, un problema que es a la vez óntico, ontológico y fenomenológico.

  —21→  

El hombre, tal cual anda por ahí, parece una cosa bastante bien definible frente a las demás y en sí misma. Tan definida aparece ya y tan fija que se habla de la inmutabilidad de la especie y de la unidad de todos los hombres; y el mismo individuo particular llega a convencerse de que muchas cosas suyas, las más hondas, habrá de llevarlas hasta la sepultura.

En efecto: mirando en el hombre los aspectos declaradamente cósicos, el hombre parece cosa fija y casi inmutable; la muerte puede destruir este hombre, pero el tipo de hombre continúa en otro igual e igual a mil otras cosas, definitivamente cosas. Desde el punto de vista de la organización corporal somos aterradoramente parecidos a esa cosa viva que se llama mono, y las diferencias que, tras mucho buscar, hallan los antropólogos no hace sino resaltar las semejanzas con los antropoides.

Pero el hombre no es eso, no es una cosa. El cuerpo humano, sea cual fuere su forma, aunque hubiese resultado parecida a la de una ostra, no es sino la materia actuando como límite de la transfinitud del hombre auténtico, del hombre interior, el condenado por esencia al ostracismo ontológico, a sentirse radicalmente otro y separado del mundo y de todas las cosas y condenado a separarse violentamente de las que se le han pegado, más o menos pertinazmente, aprovechando traidoramente su condición de tener que ser, en cada momento, finito de una u otra manera.

El auténtico hombre no es animal, ni tiene cuerpo ni alma ni sentidos ni potencias. El auténtico hombre es una transfinitud que, por ser tal y no ser infinitud, tiene que tener en cada momento unos límites u otros que superar. Alles endliche ist dies, sich selbst aufzuheben, lo finito es precisamente lo autosuperable, decía Hegel.

  —22→  

Cada tipo de cosas finitas se caracterizará, de consiguiente, por el tipo de equilibrio o desequilibrio dinámico entre el tipo de sus límites y su tipo de transfinitud o manera de superarlos.

Los límites propios del hombre son el cuerpo, y en el cuerpo este tipo de organización actual, con su número fijo de sentidos. El cuerpo es la materia funcionando como límite, como barrera de la transfinitud propia del hombre; no es, pues, esencial al hombre tener cuerpo, en el sentido ordinario de la palabra esencial. Porque el hombre es esencialmente transfinito, y no infinito «puede» y «tiene» que tener unos u otros límites a superar, un alimento para que su transfinitud se alimente de él, lo absorba y pueda tender grado tras grado hacia la Infinidad, hacia Dios.

Esta exigencia de toda transfinitud de tener límites para superarlos, para realizar la operación transfinita «paso al límite-Dios)», es la que hace posible tener cuerpo, es decir, materia funcionando como límite a superar por la transfinitud. Por esto, el cuerpo del hombre, en cuanto del hombre, no es un cuerpo químico compuesto de más o menos elementos de la serie periódica de Mendelejeff. El hombre no percibe ni puede percibir lo «químico» puro de su cuerpo, si es que existe tal cosa; lo químico puro y simple. La materia en sí no entra en la esencia del hombre, sino en cuanto barrera a superar por la transfinitud, y este aspecto no es químico.

La transfinitud característica del hombre consiste, en esta dimensión de que hablo, en que la materia hace de límite intrínseco, frente a la transfinitud de un espíritu puro para quien la materia ya no ejerce ni puede ejercitar la función de límite intrínseco a superar.

No «recibe», pues, el cuerpo al alma ni la individua, ni compone con ella «un» ser; más bien sucede al revés.   —23→   Es la transfinitud del hombre la que, por exigir límites a superar, hace posible que se le dé un cuerpo, recibir una materia como delimitante superable; y es la transfinitud del hombre la que individua la materia convirtiéndola en cuerpo, en cuerpo vivo, en cuerpo trans-lúcido, trans-luciente la transfinitud humana. Y es esta misma transfinitud la que impide que la materia entre a formar parte esencial del hombre, preservando así al hombre de la mortalidad, de la contingencia radical de toda cosa, de lo caedizo inseparable de toda materia, de las leyes físicas. Lo transfinito del hombre es, pues, el fundamento de su trascendencia.

De aquí sacaré más adelante la consecuencia de que la transfinitud del hombre es el origen de la trascendencia en todos los órdenes y de la trans-física o meta-física; que la metafísica sólo es posible como transcendencia y ésta como manifestación y efecto propio de una trans-finitud; y, por fin, que al filosofar es sólo posible como transfinitud o metafísica, como conocimiento transcendente.

Cuando, pues, se dice que la materia recibe y limita la forma, que la potencia recibe y limita el acto se dice una verdad a medias, que es la peor de las mentiras, porque encamina a la mente por el mismo camino que la verdad, sólo que en dirección opuesta. El hombre es un transfinito; sólo lo transfinito y no lo infinito hace posible y da sentido de límite a una cosa; y no al revés. Ninguna cosa es de suyo límite de; las paredes de una habitación no nacieron para ser límite del aire que está dentro de ellas separado del restante aire del universo, delimitado e individuado; sino al revés, porque el aire tiene una cierta constitución transfinita, una potencia de dilatación, hace posible que cuatro paredes lo limiten de hecho y da a las paredes el sentido de «límites de».   —24→   Las paredes limitan, porque su transfinito les ha dado la posibilidad y el sentido de ser límites de.

Limitar (individuar, recibir, multiplicar, separar...), dirá Kant, es una categoría; es condición de posibilidad que hace de la cosa en sí, sea en sí lo que fuere, objeto, es decir, algo para una transfinitud.

La transfinitud característica del hombre en «estos» momentos históricos incluye el tener materia funcionando como límite, es decir, tener cuerpo; y ésta es la definición transcendental de cuerpo.

He dicho en «estos» momentos históricos, pues nadie sabe lo que nos sucederá después de la muerte, qué cosas actuarán entonces como «límites», más o menos transitorios, de nuestra esencial transfinitud. Tal vez las ideas sirvan entonces como de límite, de una manera más honda y próxima que en este mundo.




ArribaAbajo5. El tipo concreto de la transfinitud humana

Vuelvo al tipo propio de la transfinitud del hombre.

La transfinitud del hombre se halla, por motivos que ignoro en este estudio, con que la materia funciona como límite a superar por su transfinitud, se halla con un cuerpo, con «su» cuerpo (primera limitación); y con un cierto número y estructura fija de sentidos, con un cierto número y estructura fija de formas a priori sensibles e inteligibles, etc. (segunda limitación). Cuerpo, sentidos, formas a priori de la sensibilidad, categorías... todo ello son tipos de límites para la transfinitud humana. Todos ellos son «hechos», es decir, algo dado a, algo con que se encuentra o tropieza la transfinitud. Todo ello   —25→   le plantea el problema entitativo de dejarse delimitar por cada tipo de cosa delimitante, para dar estructura a su transfinitud; y, una vez estructurada por cada tipo de límites, superar lo que de límite, de definitivo tienen, en dirección hacia Dios, el infinito por excelencia.

La transfinitud humana debe asemejarse a la tangente de una curva. Cada tipo de curva fija, en general, su ecuación propia para la tangente, para «su» tangente; y esta ecuación de la tangente posee valores propios en cada punto de la curva; sólo que la tangente, si bien participa y se une a cada punto de la curva, no se deja encerrar en ella ni es ella misma una curva de estructura finita. El conjunto de tangentes de los puntos de una curva es una curva en transfinitud; por y en la tangente cada punto se libera hacia el infinito, tiende al infinito. Y, sin embargo, no se pierde la conexión entre curva (finito) y tangente (transfinito), sino que la ecuación de la tangente une, por ley fija y propia para cada curva, lo finito y lo transfinito. La operación «derivar» hace el oficio mágico de unir, legal y necesariamente, finito y transfinito.

De parecida manera: el hombre parece en todos los órdenes -químico, sensible, intelectual, moral...- una curva cerrada, definida, definiente. Pero en cada punto de este conjunto de curvas conexas y multiformes puede construirse una tangente; y por cada una evadirse, de propia manera, hacia el Infinito en virtud de la transfinitud esencial al hombre. Y esta correlación entre finito e infinito, a través y en virtud de nuestra íntima transfinitud, es el filosofar en cuanto tarea vital, como empresa ontológica en que se descubre el logos o razón propia del hombre en cuanto ser (on), y el ser de todas las cosas.

  —26→  

Hacer transfísica o metafísica es hallar para y en una cosa finita la tangente, el punto de evasión y de superación hacia lo Infinito.

Ni el estudio de la estructura de los sentidos, potencias intelectuales, valores, ni la sistematización ideológica de todo ello es, en rigor, metafísica, algo trans-finito y transcendente. Podrá dar una óntica, un tratado del ser de las cosas, mejor, de la cosidad de las cosas; mas nunca una ontología, un conocimiento del logos del ser de las cosas. La ontología no es posible sino como transfísica o metafísica, y ésta sólo es realizable por una transfinitud en accionamiento del paso al límite Dios.

«Filosofar es someter lo finito al paso al límite Infinito en virtud de una potencia transfinita que descubre (phainesthai) y pone de manifiesto (verdad, aletheia), precisa y únicamente por virtud de esta transfinitud, su logos o razón de ser.»

El filosofar incluye, por tanto, una fenomenología y una ontología, ambas trabajando sobre una óntica, como punto de partida.

Sobre la misma maroma, tendida sobre el mismo abismo, y clavada en los mismos puntales, funambulan el demonio, el sabio y el filósofo; los tres empujados y sostenidos por el ímpetu ontológico de la transfinitud, llevando entre sus manos, entre las manos de la razón, una varita mágica, la varita mágica del procedimiento dialéctico.

Porque filosofar no sólo exige un ímpetu interior transfinito, una dirección en tal transfinitud hacia el Infinito, sino un procedimiento especial de superación (Aufhebung) ordenada de la finitud, de cada clase de límites para que tal superación conduzca, precisa y derechamente, al Infinito, a Dios. Tal procedimiento transcientífico se llama dialéctica.

  —27→  

De él voy a hablar.

Es claro que siendo el filosofar una faena ontológica por la que una cosa, v. g. , el hombre, se convierte en «ser» y tiende a El Ser, a hacerse ser de El Ser, cada tipo de cosa filosofante debe poseer su método propio de superar «sus» límites por medio de «su» transfinitud.

Así, el hombre, tendrá que hacer metafísica de una manera particular suya, distinta, por ejemplo, de la manera como la haga un espíritu puro o el mismo hombre separado del cuerpo.

Ya sabemos, pues, en qué consiste el endemoniamiento en general y el del hombre en particular: en que su transfinitud esencial no respete ningún límite como definitivo, preténdalo imponer quien lo pretenda, así se diga que lo impone Dios.

No será naturalmente Dios, el Infinito, quien imponga a transfinitos que Él creó tales, un límite concreto como difinitivo; los que tales encarcelamientos pretenden serán siempre pobres diablos, llámense con el nombre que se llamen.

La magnífica potencia salvaje de una transfinitud en acto de evadirse de ciertos límites, pretenciosamente y pretendidamente definitivos, se tachará de soberbia, de rebeldía, de insulto a la autoridad, de anarquismo... De todo, menos de lo que es en el fondo, de tragedia ontológica, de condenación vital a vivir endemoniado.

Y yo creo y espero que el Infinito, el límite inaccesible para los transfinitos, tendrá en sus secretos una solución a esta tragedia ontológica, solución de la que no sabría decir sino lo de S. Pablo: «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cabe en entendimiento humano lo que Dios tiene preparado para los que le aman», Lo demás que   —28→   han inventado los teólogos -de lumen gloriae, de amor beatificus, de dotes de resucitado, de jerarquías y órdenes celestiales...- me cabe demasiado en el entendimiento para que sea digno de Dios, de Él que me supera infinitamente, y digno de mi misma humilde transfinitud.

Y renuncio y no creo en la resurrección de la carne, en que la materia -más sutil y sutilizada- me haya de ser impuesta como límite irremediable a mi transfinitud; creo, más bien, en la muerte eterna de todo límite concreto que haya sido notado una vez como límite de mi transfinitud, y, sobre todo, que haya sido vencido una vez, como lo es el cuerpo por la muerte. Que resuciten en cuerpo, con su cuerpo y alma, los que quieran; para los tales sí que puede haber cielo, lugar de reposo, tipo S. Miguel, sin tragedias ontológicas, curados de la transfinitud, mejor, anestesiados contra ella por virtud de ese opio entitativo que se llama conformidad, resignación a la voluntad de Dios.

Yo no quiero de ninguna manera resucitar con mi cuerpo ni con mi alma, ni con cuerpo ni alma. De este modo me libro del cielo y del infierno; ni la luz de la gloria ni el fuego del infierno tienen ya materia de qué asirse. Y ni siquiera quiero resucitar con entendimiento y voluntad, con la estructura actual de mi entendimiento y voluntad. La muerte, mejor, la transfinitud de la vida me libera de la materia en cuanto límite; la transfinitud de mi vida superior -la que hace metafísica, la que hace y es y se nota más allá de cualquier límite mental, llámense axiomas, categorías, conceptos innatos, mandamientos...- llegará a derribar cada uno de tales límites: la lógica como límite y tipo fijo del pensar, las matemáticas como límite y tipo fijo del pensar sobre pluralidad y   —29→   orden, la teología como límite y tipo fijo del pensar sobre el Infinito... Surgirán, ciertamente, a mi transfinitud otros límites, más sutiles, más amplios, superables también; mas no volverán los anteriores. Ha aprendido la vida, mi transfinitud, a evadirse de ellos, y ya no hay poder, divino o mortal, que sea capaz de encerrarnos en ellos. No hay ni puede haber ni quiero que haya re-surrección de la carne ni del alma; sólo hay y habrá por siempre jamás «superación» ascendente hacia Dios, hacia el Infinito, de toda finitud concreta por la virtud esencial de mi transfinitud.





  —31→  

ArribaAbajoCapítulo segundo

La Metafísica como Arte Diabólico Intelectual y como Núcleo del Filosofar



ArribaAbajo6. Filosofía y ciencia

Se ha discutido durante mucho tiempo -y se discute aún por los beatos de la ciencia-, si la filosofía es ciencia.

Aristóteles, en el libro primero de los llamados Metafísicos, establece la gradación siguiente entre los tipos de conocimiento: conocimiento sensitivo, empírico, técnico, científico y sabiduría. El filósofo caería, por tanto, entre la ciencia y la sabiduría, en cuanto amante y aspirante hacia ella, y partiría como de punto inicial de tal movimiento mental, de la ciencia, de cualquiera ciencia.

Notemos, nada más, la distancia que separa ya a Platón de Aristóteles.

Para Platón, el filósofo es: a) un tipo de vida, b) entre dos extremos, uno supremo, que es lo divino, y otro íntimo, que es -lo moral; c) siendo entre estos dos extremos, una fase o momento del movimiento vital y ontológico total que lleva de lo mortal a lo divino, a saber, la fase, anterior a sabio, estando, tanto el sabio como el amante de lo sabio, dirigidos e impulsados hacia y por el tipo demoníaco de vida.

  —32→  

Para Aristóteles, filósofo es, principalmente, un tipo de vida «mental», una clase, la penúltima superior de conocimiento. La filosofía degenera ya en puro acto intelectual, en vez de ser arte diabólico intelectual.

Y por dejar de ser demoníaca, será posible que las Religiones hagan filosofía y sobre todo filosofía aristotélica. Así se realizó históricamente, entre otros casos, en la escolástica.

La filosofía -sobre todo su núcleo esencial, la metafísica- cuando deja de ser tipo demoníaco de vida, tendido entre lo divino y lo mortal, cae irremisiblemente, con movimiento acelerado, sobre la ciencia.

Pero no dejemos tan pronto a Platón y al demonio.

Voy a formular en proposiciones las características de la filosofía, en cuanto tipo demoníaco de vida, sacando ya explícitamente las consecuencias sobre la estructura propia de la misma filosofía.

Primera: La filosofía no es posible sino como transcendente y transcendental.

Segunda: La filosofía es, centralmente, metafísica y metacienda.

Tercera: La estructura y método propio de la filosofía es la dialéctica.

Cuarta: La filosofía -y, por tanto, la metafísica- no es ciencia ni tiene objetos propios.

Quinta: Se puede y se tiene que hacer filosofía y metafísica sobre cada tipo de objetos y sobre cada tipo de ciencia o sistematización finita de objetos. Lo finito real y lo finito científico tienen que ser superados (Aufgehoben, de Hegel).

Sexta: Esta superación de tipo transfinito, propia de la filosofía, hace que la filosofía pueda ser caracterizada con los estoicos diciendo que es, o)moi/wsij qey( kata, to/ dunato/n a)nqrw/py [homoíosis theô katá, tó dynatón anthrópo]   —33→   asemejamiento a lo divino según las potencias internas que para ello tiene el hombre; o también, como preparación para la muerte, para el derrumbamiento de cada clase de límites, aun de los tan intrínsecos y metidos en nuestro ser, como el cuerpo.

Séptima: Si la filosofía no puede existir como ciencia, el filósofo no puede tener método científico; filosofar es perpetua improvisación; y la filosofía no existe sino mientras se filosofa; y solamente entonces se filosofa: cuando se transfinita, así en activo, lo infinito -real, ideal, moral...-, en virtud de la transfinitud o transcendencia esencial al hombre.

Octava: Ser filósofo es un tipo de vida; el tipo del vivir transfinito, de ser-en-transfinitud, de ser y estar endemoniado.

Explico, por su orden, las proposiciones anteriores.




ArribaAbajo7. Ulterior precisión del concepto de transfinitud humana

El hombre es transfinito.

No basta que una cosa sea mayor o menor que otra y, en general, que ocupe un puesto inferior dentro de una jerarquía u orden, para que sea y pueda llamarse finita.

Finito es un aspecto relacional, que no tiene sentido sino en la correlación total finito-transfinito-Infinito. Mirado, pues, desde su extremo superior, finito se entiende sin transfinito y ambos sin Infinito.

Pero digo que no basta que algo sea mayor o menor que otra cosa para que sea finito. Por de pronto, las relaciones mayor-menor, antes-después, primero-segundo... son relaciones abstractas, es decir, suponen cosas relacionadas,   —34→   hechas ya, y además prescinden de los aspectos más concretos de ellas, asentándose sobre los más generales. No constituyen, pues, las cosas ni las limitan. Así, no se puede decir que el 1 sea finito porque es menor que el 2; ni que el rojo sea finito porque tiene menor número de vibraciones que el violeta o que la justicia conmutativa sea finita, porque, en cuanto valor moral, la estimativa prefiere y antepone la amistad o la generosidad o que el cuadrado inscrito en la circunferencia sea finito, porque es menor que la circunferencia circunscrita.

Es cierto que el 3 tiene una unidad menos que el 4, pero la unidad en que el 4 supera a 3 no sólo no dice relación alguna al 3, ni es exigida por la esencia del número 3; sino, por el contrario, excluída positivamente por la perfección misma del tres en cuanto tres. Por este motivo el 3 no es finito respecto del 4. El 3 está más allá de la relación finito-transfinito-infinito, si valoro estas relaciones según la de mayor-menor.

En cambio, si sobre una línea continua señalo arbitrariamente una magnitud como unidad de medida v. g., un centímetro), los puntos inicial y final de tal magnitud son «límites», y tal trozo de línea resulta esencialmente menor que la línea entera, porque cada punto delimita y separa en dos lo que es uno, como las vallas de un coto hacen al coto finito, porque separan en dos partes la tierra común y unitaria. La finito surge, por tanto, por delimitación, más o menos arbitraria, de algo que no es finito.

Consideremos un poco más qué es lo capaz de delimitación, de ser finitado.

En una hoja de papel blanco trazo una circunferencia. La circunferencia, con su perfil cerrado delimita y corta el plano en dos partes: una interior, que lleva el nombre de círculo, y otra exterior. Prescindamos, naturalmente,   —35→   de la materia -plúmbea o no- de que está hecha la circunferencia visible y concreta. Tal materia o cuerpo ni constituye la circunferencia, ni hace en cuanto tal de límite entre las dos partes del plano.

Lo que, en rigor, hace de límite son ciertos puntos del mismo plano de papel blanco; los «mismos», desde el punto de vista óntico, que antes de comenzar a ejercer la función de límites, de separadores del plano en dos regiones.

Y el que ciertos puntos o partes del plano de papel blanco hagan de límites no es un nuevo ser, ni una propiedad óntica de ninguna clase; límite o hacer de límite no es ni sustancia ni cantidad, ni cualidad ni acción... La sustancia, cantidad, cualidad, acción, relación pueden ser finitas o finitadas, admitir delimitaciones; por eso, el límite en cuanto límite no pertenece a ningún tipo de ser ni es ninguna propiedad óntica de ningún ser.

Más aún: límite no es relación, en cuanto relación es un tipo o categoría de ser. Puede afectar el límite a la relación, dando relaciones finitas. Así, dentro de un plano, una circunferencia descrita en él no sólo delimita el plano y lo corta en dos partes, sino que entre las dos partes regirá una relación de mayor a menor. Dentro de la trans-finitud (y aquí va la palabra esencial), propia del plano, un límite o figura que haga de límite introduce una pluralidad mensurable y comparable, es decir, hace surgir la relación igual-menor-mayor, sometida, por tanto, esta relación a la transfinitud del plano. (superabilidad y contingencia óntica pura de tal relación en el plano) y al oficio de límite que no es ningún oficio óntico, pues nada adquiere ni pierde el plano por haber en él delimitado dos partes.

  —36→  

El límite o la función delimitadora introducida por una cosa o propiedad no es relación, como no es ninguna otra clase de ser o propiedad óntica.

Y vale, además, la inversa: que la relación y, en general, ningún tipo de ser o propiedad de ser pueden hacer, en cuanto tales, de límite. Nada es «esencialmente límite» como puede ser esencialmente Dios, creatura, cantidad...

Desde el momento en que un límite pertenece a la esencia de una cosa, como cada esencia en cuanto esencia es algo original y único, el límite deja de ser límite. Así el 2 en cuanto tipo de esencia aritmética, la circunferencia en cuanto tipo original de ser figura, Sócrates en cuanto Sócrates... son únicos en sus universos respectivos, son todo y sólo lo que son; están más allá de la correlación finito-infinito, no colindan con nadie. El dos en cuanto «el» dos ni siquiera es sumable o comparable con el tres en cuanto «el» tres.

Lo que sucede es que se dan cosas transfinitas; a saber, que no poseen por esencia tal o cual límite concreto, pero «pueden» ser limitadas, de manera que este poder ser encierra, indisolublemente, la doble posibilidad: la directa, de poder tener tal o cual límite, y la inversa de poder superar y eliminar tal o cual límite concreto. Esta doble posibilidad asegura el que ninguna cosa o tipo de ser sea «esencialmente» finito, pero que ciertos seres o propiedades de seres sean finitables por tal o cual límite, cada uno de los cuales es superable, no se agarra a la cosa, no pertenece a su esencia.

a) No se dan, pues, cosas esencialmente finitas, porque la unicidad de cada tipo de esencia destruiría la referencia plural incluida en todo límite. Aunque se dan cosas y esencias sometidas a relaciones, al parecer, afines, como las de mayor, igual, menor, superior, inferior, antecedente-consecuente...   —37→   Inexistencia de finitud esencial o inexistencia óntica de «límite».

b)Se dan cosas transfinitas que «pueden» admitir límites, pero cada uno de tales límites y las delimitaciones y relaciones introducidas por ellos son superables; como son borrables las circunferencias que dibujo en un plano, las ondas en la superficie lisa de un lago. Así sucede en la cantidad y en ciertas cualidades (intensidad del sonido, del color...). Transfinitud en segunda potencia.

c) Un tercer tipo de seres incluye una transfinitud más restringida que la anterior. Tales cosas pueden tener límites, un tipo de límites y dentro del tipo todos los casos concretos o maneras de realizar tal tipo de límites; pero, además, tienen que tener en cada momento uno u otro de los límites del «tipo», aunque cada uno de tales límites concretos sea superable; mas, al superar éste, se ha de caer en otro del tipo. Así sucede con los cuerpos físicos: con el sonido, con la luz... Todo sonido y toda luz tiene que tener en cada momento, para poder ser reales, una intensidad delimitada o finita, una u otra; cada una superable; se puede, a priori, aumentar la intensidad del mismo sonido, la de cada color... Pero no es superable este límite general, a saber, tener que tener una intensidad concreta y única en cada momento de su realización. Igual sucede con la forma geométrica de los cuerpos reales: tienen que tener en cada momento una forma geométrica finita y fija; pero no esencialmente una sola, pueden cambiarla y superar así cada una de las incluidas en un tipo de formas geométricas, más o menos amplio, con más o menos modelos posibles.

Esta transfinitud es de potencia inferior a la precedente. Pues, aunque tales cosas no sean esencialmente finitas, lo son condicionalmente, por necesidad consecuente,   —38→   supuestas ciertas circunstancias (tener que ser reales, tener que serlo en tal tipo de universo...). E inclusive no se ve a priori la imposibilidad de que haya cosas que pueden ser «específicamente» finitas, es decir, esencialmente finitas dentro de un género o especie determinada, a condición de que dentro de tal género o especie quepan muchos grados y maneras de límites, pues en este caso se evita la contradicción del concepto «límite esencial». Llamo a este tipo de cosas transfinito en primera potencia.

d) Se da un tercer tipo de entidades con pura potencia de transfinitud. No sólo tienen la posibilidad de superar cada uno de los límites pertenecientes a un tipo o género, sino que pueden superar cualquier límite de cualquier orden o género, en virtud de tener conciencia de qué es ser límite en cuanto límite. Tal es el hombre.

Eso de tener conciencia de qué es ser límite resulta un arma de dos filos. Experimentar, vivir conscientemente una cosa como delimitante no puede suceder sino en un tipo de ser ni finito ni infinito, sino plenamente y simplemente transfinito.

El límite, en cuanto límite, no es ni ser, ni cosa, ni algo de un ser o cosa, como he mostrado hace unas líneas.

Y notar algo como límite incluye notarse como delimitado, como encarcelado, como puesto a presión, es decir, como teniendo potencia e ímpetu trans-más allá del tal límite; o sea, notarse como transfinito. Y notarse así incluye notar el doble aspecto de estar finitado en la propia transfinitud.

Si una cosa puede superar «este» límite, es, respecto de él, transfinita. Si puede superar su «género» entero de límites será transfinita de orden superior a tal género concreto de límites; pero si sabe lo que es límite, así en absoluto, sin restricción a ningún tipo de límites, estará por el mero hecho de este saber más allá de cualquier límite;   —39→   será, por tanto, absolutamente y simplemente transfinita. Transfinita y no infinita, pues el Infinito ni puede vivir, ni puede notar conscientemente, en sí, en su intimidad (es decir, ni en la conciencia intelectual o en la intimidad del entendimiento) lo que es límite. El Infinito no es un tipo superior a transfinito, sino lo más allá de finito y transfinito.

La grandeza y la tragedia del hombre consiste precisamente en su transfinitud, en que la conciencia -lo íntimo, por antonomasia- «tiene que» notar y vivir la dialéctica desgarradora y aprisionadora de los límites para tener conciencia de su transfinitud. O bajo otra forma: la transfinitud de la conciencia (de la conciencia intelectual, moral, estética...) no se revela a sí misma, sino por y en los límites de cada cosa (real, ideal...); como el vapor no nota su potencia transfinita de expansión ni se desvela, por hablar así, su ímpetu sino al ser y por ser aprisionado dentro de los límites férreos de la máquina.

Límite es, por tanto, categoría en sentido kantiano: es condición de «posibilidad» para que las cosas se presenten a la conciencia como finitas y correlativamente la conciencia se aparezca a sí misma como transfinita, como un cierto absoluto frente a tales aspectos relativos (júntese Descartes, Kant y Dilthey).

La transfinitud del hombre no es algo «hecho», en acto, en explicitación; sino una posibilidad real, una potencia no ordenada a realizarse en un acto ni en un tipo de actos, como la potencia visual en los actos de ver; sino potencia de orden superior a cada clase de actos, en cuanto cada acto (de entender, física, metafísica, objetos abstractos, reales, lógica; querer y estimar valores...) se halla, por estructura, finitado y cual moldeado por su objeto, por su fin, por el valor a que tiende... Se ordena,   —40→   pues, la transfinitud a superar cada tipo de acto; no es, por tanto, potencia en el sentido de que la potencia se perfecciona al estar actualizada en y por su propio acto. Según la ontología clásica, la realidad o actualidad es una manera de ser superior a la posibilidad y al estado de potencia. La potencia transfinita del hombre no cabe dentro de estos moldes. Es una potencia capaz de superar y hecha para superar cada «acto» y cualquier tipo de acto, aun los tenidos por últimos y supremos, como el entender; inclusive para superar los diversos tipos de facultades, aun las de dimensiones más amplias. Llegará a vencer la distinción y delimitamiento mutuo, co-lindancia o con-finitud, entre entendimiento y voluntad.

Esto lo notó perfectamente Hegel y antes que él todos los místicos, al describir su experiencia de Dios y hablar de Él como de Supraser, Suprauno..., como «el más allá» (e)pe/keina [epékeina], de Platón y Plotino) de cualquier tipo de ser y facultad.




ArribaAbajo8. Transfinitud y conocimiento

Frente a la gama de vibraciones electromagnéticas, la vista no percibe sino una pequeña franja, la que va del rojo al violeta; lo «ultra» violeta y lo «infra» rojo, es decir, lo transvisible, no es notado por la vista ni positivamente ni siquiera como límite de lo visible, como obstáculo a su transfinitud.

En la vista no hay inclusa ni intrínseca potencia transfinita de orden superior. Para la vista se habrá llegado al ápice cuando se presente (le sea dado) un color suficientemente claro y distinto, es decir, e-vidente. La vista se contenta plenamente con la e-videncia.

Hay entidades y tipos de vida mental que se contentan, como la vista, con la evidencia, con los objetos en   —41→   patencia actual de lo que son. Así el entendimiento helénico.

Frente a la escala, infinitamente más extensa que la de las vibraciones, de los objetos reales e ideales hay entendimientos que perciben nada más una franja, sin notar los extremos de ella como límites y sin notar un ultra y un infra. Todos los que hablan de principios evidentes por sí mismos, de verdades primarias y primeras, de la evidencia como supremo criterio, de indemostrables, de axiomas, de que no se puede proceder indefinidamente en el definir y demostrar a todos estos -sean los que fueren, griegos o medievales, cartesianos o husserlianos...- les funciona el entendimiento como la vista y sobre la vista como modelo; son intuitivistas por nacimiento, por profesión o por equivocación sistemática y sistemáticamente cultivada. Naturalmente, la transfinitud esencial al hombre se cuela por diversos resquicios, por ciertas grietas del sistema.

Pero como el hombre es la resultante de dos fuerzas, una la de transfinitud que lo asciende ordenadamente hacia el Infinito, y otra de cosificación que lo empuja hacia lo mortal, lo finito, lo hecho, lo definido, «puede» dejarse llevar por la segunda, descender hacia cosa, y contentarse cada vez más con el finito, lo de-finido, lo hecho, lo dado; y, por fin, dejar de notar lo finito, lo de-finido, lo de-finitivo como límite aprisionador de su transfinidad. Sólo cuando uno se mueve contra la pared la nota como límite, y nota su potencia de trans-pasarla; cuando uno se mueve «desde» la pared, tal alejamiento permite «verla» como en sí, como objeto definido y definitivo; sin notarla como límite de la propia potencia vital transfinita.

El que está colocado en plan sistemático de «ver» nunca se romperá la cabeza contra las cosas, no notará   —42→   que la vida es vapor a presión, a tensión transfinita capaz de poner todo en movimiento, de hacerlo reventar si es preciso, de superarlo superándose hacia Dios.

Para ningún intuicionista, aunque sea Husserl, puede haber metafísica.

Hay «eidética», el mírame y no me toques sistematizado, la idolatría ante la vista y lo visto.

Es «evidente» para la vista mental o para el entendimiento funcionando en plan visual, intuitivo que no hay más que «ideas», que las «ideas» son el todo de todas las cosas, que cuando una cosa ostenta todo lo que es lo que aparece es todo y sólo idea, que el logos de cualquier cosa es «idea»; y que, por tanto, la fenomenología o aparición (phaínesthai) del logos de las cosas conduce y es «eidética»; en este estado y sólo en él las cosas se dan a sí mismas (Selbstgabe) y el entendimiento que, encandilado, dado a ellas, las intuye, las posee entonces en su misma y propia autenticidad (Selbsthabe).

La tragedia del ser el hombre transfinito se compone de dos actos: el primero consiste en dejarse poner límites; el segundo, en superarlos y desplazar las vallas (aufheben).

Nada puede ponerse límites a sí mismo; en el pleno sentido de las palabras.

Lo transfinito, por ser tal y no ser infinito, da a las cosas -reales, ideales, valores...- la posibilidad de hacer de límites, da a la cosa-en-sí la posibilidad de aparecérseme, de hacérseme objeto, es decir, hacérseme esto, este aspecto, esta cosa (tal figura geométrica, tal número concreto, tal orden físico...); y, al hacérseme objeto, se me hace «definible» y me define; moldea y aprisiona en mis actos, mi transfinitud. Pero, en virtud de este aprisionamiento, la transfinitud puede tomar conciencia de que lo es; y, por una reacción transcendente, poner todo,   —43→   todo lo de los objetos y los objetos todos, en movimiento hacia lo Absoluto, hacia el Infinito, convirtiendo así las ciencias en dialéctica, en dialéctica transcendental.

Como dice Heidegger, y explicaré largamente en el estudio sobre el conocimiento existencial, el conocer es un «hacerse patente a», dar a las cosas posibilidad de acceso.

Pero hay que añadir un pequeño detalle: un resquicio por el que es capaz de colarse toda la teoría. Por el «primer» acto de la transfinitud del hombre resulta posible un hacerse patente a, un dar posibilidad de acceso a las cosas de modo que se me presenten como objetos «definidos» (definidos espadalmente, cuantitativamente, cualitativamente, relacionalmente, modalmente); si, además, me coloco en dirección inversa a mi transfinitud esencial -y esto es posible, porque la transfinitud no es infinidad, sino componenda dinámica y oscilante entre infinito y finito-, en este caso caeré en un tipo de conocer finito con apariencias de definitivo y definiente, en un conocer intuitivo, fenomenológico. Frente a él los objetos se me presentarán como «en sí»; se me descubrirá un orden de objetos numéricos en sí, de objetos geométricos en sí, de objetos lógicos en sí, de valores en sí... capaces de ser descritos fenomenológicamente.

Y este funcionamiento intuitivo y fenomenológico del conocer vale para el conocimiento especulativo (de objetos reales e ideales) y para el conocimiento valorativo (de la estimativa, valores). Y el bueno de Scheler podrá construir su Ética material, frente a la ética de tipo transfinito de Kant. (Véase el estudio sobre el conocimiento moral, al que dedico otro volumen.) Y el buen viejo de Husserl nos dará la receta mágica para convertir al hombre en «Argos», en todo-ojos, y para gastar todo el capital de transfinitud vital en proveerse de ante-ojos,   —44→   de anteojos para anteojos... o sea, del método intuitivoeidético.

Para mi transfinitud, desde el punto de vista de mi vocación al Infinito, poco me importa ser carbón o diamante; quiero decir, ser y vivir a lo finito definiente, cristalizado idealmente en y según las ideas de todas las cosas o ser y vivir a lo finito no cristalizado aún, ni ello ni mis actos, en y por las ideas. Todo ello es ser y vivir a lo piedra, preciosa o vulgar.

Dice Heidegger que la metafísica sólo es posible como fenomenológica; y yo contra-digo que la filosofía sólo es posible superando (aufheben) la fenomenología, es decir, suponiéndola, poniéndola como escalón a transcender.

Si, pues, con Platón admitimos que filosofar es una de las estaciones del movimiento hacia lo divino, habremos de concluir que la filosofía no es posible sino como trascendente y trascendental, y ambos aspectos como manifestaciones de la transfinitud del hombre. (Primera afirmación.)





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ArribaAbajoCapítulo tercero

El Proceso o Método Transfinito en Platón



ArribaAbajo9. La mitología de Eros, Penía y Poros

La tragedia entitativa del hombre, su transfinitud, ha encontrado en Platón una explicación mitológica, a mi parecer, insuperable.

«Él Eros, dice Platón (Symp. 204, B), es necesariamente filósofo», valiendo también la inversa, que sólo se es filósofo en la medida en que se participa del Eros. Con una precisión: el Eros, como demonio que es, se hallaría en el filósofo de una manera imperfecta, bajo la forma modesta de philía, de amor; manera a superar, porque el filósofo no puede ser tal sino tendiendo a absorberse en el sophós, en el sabio, y éste en la plena y declarada manera de ser demoníaco. En ella, la filosofía, el amor se convierten en Eros».

Ahora bien: el Eros es hijo de Penía y Poros (Symp. 203, A, B, C). Si traducimos Penía por Pobreza y Poros por Riqueza, habremos traicionado y asesinado por traición, una de las exposiciones mitológicas más perfectas.

El Eros es hijo de dos, de dos en cuanto «uno»; no es hijo, pues, de Penía «y» de Poros, como cuando digo uno y uno dan un mismo número que es dos. El Eros es   —46→   «el», así en singular, «pobre-rico-en-recursos». Y esto es una estructura dinámica, unitaria y transfinita.

El Eros es la superación y la absorción (Aufhebung) de la Penía y del Poros en la unidad transfinita del «pobre-rico-en recursos».

La Penía es el símbolo de la finitud, del confinamiento dentro de límites, de lo definitivamente finito y limitado.

Si el rico es rico en algo es, precisamente, porque el algo en que es rico le proporciona «recursos» para evadirse y superar toda «estrechez». Y estrecho le llega a venir al hombre todo, aun lo más ancho, si lo más ancho posee límites infranqueables. Como el mar, siempre e incansablemente se rompe la cabeza el hombre contra la orilla, en los límites.

La Penía simboliza la finitud, los límites, aun los más dilatados, en cuanto delimitantes y aprisionadores.

El hombre es hijo de la Pobreza; pues, por su cualidad de transfinito, tiene la esencial posibilidad y la necesidad actual de tener, en cada momento, unos u otros límites, aunque sean tan sutiles como los axiomas de la lógica o las definiciones iniciales de cualquiera ciencia.

Pero es un pobre «rico-en-recursos»; es hijo de Poros, del que «se sale de todas».

El Mar recibe en griego el epíteto de eúporos, de omnitransitable, se puede uno abrir camino en él por cualquier parte. Así es el hombre en fuerza de su transfinitud, en cuanto hijo de Poros; se puede salir de todas, evadirse de toda encerrona -material, como el cuerpo, espiritual, como un sistema científico...-.

El hombre es, por tanto, el pobre-rico-en-recursos, el transfinito. Tal vez jamás llegará a ser el Rico, así en absoluto, cual lo es Dios, el Infinito; tampoco podrá   —47→   ser nunca pobre de solemnidad, una simple y pura cosa -definible, definitiva, definiente-. Su tragedia es, pues, la misma esencialmente que la del demonio Eros: ser, en unidad dinámica y transfinita, «pobre-rico-en-recursos».

El filósofo es, pues, demoníaco; y, más en particular, demonio erótico.

Y como, según Platón, lo demoniaco es algo metaxy, trans, perpetuamente renovado medio entre lo mortal y hacia lo divino, más allá de cada aspecto mortal y más acá de todo lo divino, filosofar será metafísica y metaciencia; evadirse de la espléndida pobreza de cada ciencia, de la deslumbrante pobreza de cada cuerpo en virtud de la riqueza -no de cosas hechas, sino de recursos in-agotables- de su transfinitud esencial. (Proposición segunda.)

La explicación mitológica de la esencia del Eros, y, por tanto, del filósofo y, más meditadamente, del hombre, incluye todo un programa de metafísica, todo un método transfinito.




ArribaAbajo10. Estructura del método transfinito en Platón

Lo traslado del Symposion (211, C) y de la República (511, A, B).

El método transfinito de Platón incluye los siguientes componentes:

a) Una estructura de orden cinético, de movimiento con término transcendente.

b) Una serie de estadios a superar, dentro de los cuales caben, en su punto, todas las cosas (seres, acciones,   —48→   ideas... ), de tal modo que todas sean arrebatadas ordenadamente por el movimiento hacia lo transcendente.

c) Un dinamismo o principio motor transcendente.

d) Un solo término final, absolutamente transcendente y caracterizado de dos maneras: transrrelacional y negativa.

e) El proceso es absolutamente convergente y desemboca en un solo término desde cualquier punto y aspecto de que se parta.

Aquí, por primera vez, vamos a encontrar un método estrictamente dialéctico o transcendente; transcendente, es decir, por de pronto, superador de los procedimientos lógicos.

La estructura general de un proceso lógico es

{[(A→ B)→ C ]→ D}→ E... etc.

en que A, B, C, D... simbolizan proposiciones cualesquiera, inclusive el caso en que todas se reduzcan a una sola proposición: B = A, C = D, A = B = C... y el signo simboliza la operación deductiva pura «por tanto», de modo que podemos leer la fórmula anterior: «de A se sigue B, de todo lo cual se sigue C, siguiéndose de todo lo anterior C, etc.

Y para que la fórmula anterior, con más o menos proposiciones, sea una «ley» lógica, es decir, un proceso válido universalmente, incardinable al cuerpo científico, con la propiedad de valor universal y necesario, es preciso que satisfaga a la condición de que para cualquier valor lógico -verdad, falsedad-, de las proposiciones, el conjunto posea siempre el valor Verdad (V), es decir, valga la ecuación lógica:

{[(A→ B)→ C]→ D→ E = V.

Como en las ecuaciones algebraicas A, B, C, D, E..., deben satisfacer ciertas condiciones muy generales, impuestas   —49→   por la exigencia de tener que ser el todo siempre verdadero. No nos interesan aquí.

He traído la fórmula anterior como tipo de comparación con la estructura del método dialéctico de Platón.

«De-un-cuerpo a dos,

de dos a todos los cuerpos hermosos; (I)

de todos los cuerpos hermosos a las hermosas empresas; (II)

de todas las empresas bellas a las ciencias y doctrinas; (III)

     de todas las ciencias a la Belleza Misma.»

(Symposion, 211, C, D).

La estructura formal es (de-a-hasta) (a)po/-e)pi/-e(wj [apó-epí-héos]). Comparemos detenidamente el proceso lógico y el dialéctico.




ArribaAbajo11. Proceso lógico y proceso dialéctico

En primer lugar, si exijo del proceso lógico deductivo que me dé un procedimiento o ley siempre válida no puedo elegir como quiera el tipo de proposiciones y el tipo de operaciones lógicas. Así para obtener una figura silogística siempre válida no puedo tomar sin restricción alguna el tipo de proposición y operaciones lógicas; según las figuras, una proposición habrá de ser universal afirmativa o negativa, o particular afirmativa o particular negativa, y el término medio deberá estar colocado de conveniente manera propia de cada figura; como en las ecuaciones, no todo puede ser positivo o negativo, si quiero que dé = O; se requiere para ello una adecuada distribución de valores y signos.

De aquí se sigue una restricción esencial a las leyes lógicas. Son ciertamente universalmente válidas; pero,   —50→   en definitiva, resultan tautologías, decir (logos) lo mismo (tautón) de la misma manera. El principio de identidad, lo mismo que el de igualdad en matemáticas, conducen a A es A, A = A.

La lógica es el dominio de las proposiciones analíticas y de los procedimientos analíticos; y todos los tipos de deducción no son, en resolución, sino identidades mediatas o inmediatas. Y como cada cosa no es, en rigor, sino idéntica consigo misma, el proceso lógico puro se mueve siempre en círculo, alrededor del mismo punto y a la misma distancia de él; sólo varía el ángulo de giro, el punto de vista para ver lo mismo de distintas maneras y para ver las distintas maneras de lo mismo. Lo que conduce, en defintiva, a ver que las distintas maneras no son distintas sino la misma y única.

La lógica no sabe sino declinar; lo mismo, de lo mismo, para lo mismo, con, de, en, por, sin, sobre, tras lo mismo...

Y esta «identidad» -virtud y a la vez limitación de lo lógico- hace también que las operaciones lógicas sean reductibles a una sola, siendo las demás distintas maneras de la única operación básica.

Así las operaciones lógicas: por tanto, o también, no, y..., pueden formularse con una sola, por ejemplo, con la disyunción general o incompatibilidad. Véase cualquier tratado de lógica matemática.

La lógica encierra, por tanto, a lo que a ella se somete dentro del círculo infranqueable de la identidad formal, no quedándole al entendimiento más faena que la de los asnos en la noria: dar más y más vueltas alrededor de lo mismo, a la misma distancia de lo mismo, sacando siempre lo mismo.

La transfinitud del hombre se rebela contra tal plan de identidad absoluta, que, de ser realizable, traería, entre   —51→   otros inconvenientes, el de hacer imposible una dialéctica y enderezar todo hacia el Infinito.

El dominio absoluto de la lógica formal incluiría, por extraño que parezca, el más ineludible ateísmo.

Pero mal puede la lógica hacer de cárcel mental, encerrar cada cosa en sí misma, cuando ni ella misma en cuanto ciencia está cerrada, separada de lo no lógico.

Me refiero a la imposibilidad de hallar para la lógica formal en conjunto un sistema de axiomas que posea las propiedades de compatibilidad (no contradicción interna), independencia y suficiencia, y, sobre todo, la de definibilidad y perfección (Volstaendigkeit, Entscheidungsdefinit). Del sistema de axiomas de la lógica no se puede mostrar que es «un» sistema, que posee una tal unidad estructural que le dé consistencia en sí mismo (exclusión de la contradicción para cualquier uso de las operaciones lógicas), que lo defina en sí, separándolo de lo no-lógico, y que ante cada elemento, proposición o unión de proposiciones se pueda decidir si pertenece o no a la lógica.

Si, pues, no consta que la lógica posea unidad, menos aún constará que posea identidad; aunque, como diré al hablar de la forma del conocer científico, la lógica se aproxime más que ninguna otra ciencia al tipo de sistema, perfectamente cerrado en sí, perfectamente idéntico consigo mismo, y, por tanto, imponga a lo que a él se someta y dentro de él caiga, la norma de la identidad.

En cambio, el proceso dialéctico o transcendente no se halla sometido a la identidad de tipo circular.

La dialéctica auténtica engloba, como la bola de nieve al descender de la cumbre, todos los objetos en una unidad de tipo transcendente, de comprensión y extensión crecientes hasta el Infinito. No rueda la dialéctica, como lo hace la bola de billar sobre la mesa, sin aumentar de   —52→   radio, en pura rotación sobre sí, sino que, cual remolino potente, arrastra todo, en vueltas cada vez más amplias y comprensivas, en espiral de ramas cada vez más abiertas al infinito; y habrá cosas que por su estructura reducida quepan en las primeras vueltas y otras, que entren en las más remotas. Todas, en fin, cabrán dentro de ella como todo el plano llega a entrar, en el límite, dentro de la espiral que partió sin grandes aspavientos de un punto para dar a la uniformidad y paz de los puntos del plano aspiración y sentido transfinitos.

A dos puntos cualesquiera del plano les importa un comino hacer de límites de una recta o ser englobados dentro de la rama, aspirante a lo infinito, de una espiral. El punto, lo más uno e idéntico en geometría, está más allá de la oposición finito-transfinito-infinito.

Es la transcendencia del hombre la que, al hacer geometría o meterse en lo geométrico dé a las cosas el sentido de finitas o transfinitas.

Y es esta posibilidad esencial al hombre la que hace posible someter todo, todo -real e ideal, seres y valores...-, a la dialéctica, a un proceso sistemáticamente transfinito.

He traído el esquema cinético de Platón. Vamos a examinarlo.




ArribaAbajo12. Los componentes del método dialéctico ascensional

Platón cree poder englobar todas las cosas -cuerpos, acciones, ciencias- en un movimiento ascensional hacia lo Infinito, hacia la Idea de Belleza en sí.

El esquema no es: «A, por tanto B», sino un esquema cinético: «de-a-hasta». Este mismo esquema hallamos en la República (libro VI, 509, ss).

  —53→  

Notemos delicadamente las metáforas platónicas que describen el proceso. Todas son de tipo cinético transfinito. Me concreto a dos: e(pi/basij [epíbasis], y o)rmh/ [hormé], escalón e ímpetu.

Frente a todas las cosas, sean las que fueren, y preséntense tan fijas y señeras como quisieren, la transfinitud del hombre las obliga a aparecer, según Platón, como hypothesis, como apoyo para sus pies, como bases para sucesivas ascensiones. Por eso, dice Platón, que se debe mirar «las hipótesis, no como principios (arché), sino como lo que en realidad son, como hipótesis», a saber, «como escalones (epíbasis) e impulsos (hormé) (Rep. 511, B).

Cada cosa puede ser vista como peldaño de una inmensa escalera que lleva, por intrínseco impulso, hacia el Infinito, hacia la Idea de Bien, hacia la Idea de Belleza. Al apoyar el pie mental en cada una de las cosas echa a andar el proceso dialéctico, automáticamente, como ciertas escaleras mecánicas.

Santo Tomás y Cayetano dirán, siglos más adelante, que todas las cosas están sometidas a la analogía de atribución, cuyo analogado principal es Dios y, por tanto, Dios entra en la definición de todas las cosas. Lo cual no es sino decir -con palabras que han hecho, como los que las pronunciaron, voto de pobreza en metáforas- lo mismo que Platón.

No sólo cada cosa, suelta o en científica constelación, es vivida como peldaño hacia lo Infinito, sino que encierra algo así como una «hormona» metafísica. Hormona es la misma palabra que hormé (o)rmh/ [hormé]), con otra ortografía. Pero se presta a una pequeña metáfora de sabor biológico. Cada cosa es una hormona, un excitante, un aperitivo de lo Infinito; una secreción interna de todas las cosas que,   —54→   cual su jugo de infinidad, nos vuelve Bacos, demonios en trance erótico, es decir, auténticos filósofos.

Es claro que cada cosa habrá de poseer -además de su anatomía y fisiología propias, de su esencia- algo así como «su»- tipo de hormona, de jugo transfinito. Y de un tipo serán las hormonas transfinitas de las cosas geométricas y de otro las lógicas, por ejemplo. Y de una manera particular habrá que vivir y mirar lo geométrico para que me sirva de peldaño hacia lo infinito, y de otra y propia manera habrá que vivir lo lógico puro para que me sirva de peldaño para el mismo término.

Se plantea, pues, la cuestión transcendental: ¿qué transformaciones sufren las cosas y ciencias cuando se las somete a la condición transfinita de tener que ser peldaños y hormonas hacia el Infinito?

¿Cómo transforma la dialéctica a las ciencias?

¿No sucederá en filosofía algo así como lo que pasa en matemáticas, que el paso al límite «infinito» da casi siempre un sinsentido, algo indefinido; y, en el mejor de los casos, conduce a otra cosa «finita», tal vez más finita que la inicial, no haciendo, por tanto, tal operación transfinita, sino con relacionar cosas finitas?

Se trata, como se ve, de la existencia y validez misma de la dialéctica, en cuanto proceso transfinito.

Y se trata, entre otras cosas, de una -de la más importante-, de si valen o no valen las pruebas de existencia de Dios.

Porque -y de esto trataré más adelante- ninguna prueba de la existencia de Dios vale en virtud de su estructura lógica o científica estricta; valen en cuanto son procesos dialécticos.

La ciencia y la lógica pueden hallar, y hallan en ellas faltas irreparables. Pero es que no son procesos lógicos,   —55→   sino dialécticos. Las cosas e ideas que entran no lo hacen por su definición, por sus elementos finitos, por sus aspectos idénticos; entran por sus elementos transfinitos, por sus hormonas transfinitas, por sus potencias de transfinitud.

La validez de la dialéctica se puede mostrar de dos maneras: una negativa, otra positiva.

Negativamente: mostrando que todo objeto o sistema de objetos no puede ser perfectamente definido, es decir, que todos tienen por una parte u otra un poro o lugar de evasión hacia lo no-finito.

Con términos modernos: que ninguna ciencia forma un sistema perfectamente cerrado; por tanto, se presta por constitución a un proceso transfinito. La mostración de la existencia de tales necesarios escapes al infinito en la cosa, al parecer, más cerrada y definida constituye un capítulo sumamente interesante de pre-metafísica, una especie de teología negativa. A lo largo de este trabajo y en el estudio sobre las demás formas de conocer iré presentando datos a este respecto. Acabo de traer uno sobre la in-definibilidad (Unvollstaendigkeit) de la lógica formal, en cuanto ciencia.

Positivamente: mostrando o tomando conciencia de la transfinitud del hombre. Es el procedimiento que he seguido hasta ahora en los párrafos precedentes.

Pero podría suceder muy bien, como acontece en matemáticas con la operación transcendente de paso al límite infinito o con la inducción transfinita, que la potencia de transfinitud del hombre fuese capaz de romper cada uno de los límites, de hacer explotar las cosas, más sin que tal sucesión de superaciones y explosiones formase un método, un camino convergente hacia lo Infinito.

Las explosiones de la transfinitud del hombre han de ser, como las del gas en los motores, convenientemente   —56→   dirigidas, definidas y desdedifinidas por los límites. Sólo entonces el hombre corre, recto y seguro, hacia el Infinito, hacia Dios.




ArribaAbajo13. La experiencia dialéctica y sus formulaciones

Ahora bien: no se comprueba de la misma manera la validez y eficiencia de un camino que la de una cosa hecha y derecha.

La validez de una bicicleta en cuanto tal se comprueba solamente en y por el movimiento; y sólo el movimiento la mantiene en su tipo de equilibrio cinético. Si se para, se cae; y resulta una cosa inerte, casi sin sentido; su equilibrio es entonces de tipo estático, igual que el de una piedra, que el de las cosas; de lo «hecho» definitivamente.

La dialéctica es una bicicleta ideal, en que todas las cosas -las más inertes, sólidas y resistentes, como los cuerpos, los números, las ciencias...- han sido convertidas en órganos de locomoción, capaces de un nuevo tipo de equilibrio, el cinético, capaces de tener dirección y sentido: dos matices reales sutilísimos, casi invisibles, pero que orientan y dirigen todo hacia Dios, hacia el Infinito.

Que el proceso dialéctico sea, esencialmente, camino y estructura cinética nos lo muestran los tipos de metáforas empleadas por Platón, la estructura del «de-a-hasta», los términos de peldaño e impulso.

Cuando, por ejemplo, Santo Tomás llama a las pruebas de la existencia de Dios «vías», quinque viae, los cinco caminos, da expresión, tal vez de manera poco inteligible para los no místicos, a la estructura peculiar de las pruebas de la existencia de Dios, a saber, a su tipo de estructura   —57→   dialéctica, frente al tipo de pruebas puramente lógicas, sin dirección, sin sentido, sin movimiento hacia un término infinito y transcendente.

A Dios, al Infinito no se le halla como nos hallamos con la conclusión de un silogismo o como nos tropezamos con una piedra o como se encuentra uno con la circunferencia.

La conclusión de un silogismo y, en general, la conclusión de cualquiera figura deductiva cierra (conclúdere, con-cusio) intrínsecamente la figura, es su parte constitutiva final. Y el Infinito no puede ser conclusión del universo, está más allá que él.

Así, Dios no es la causa primera del mundo ni su causa final, si entiendo causa de una manera unívoca a como son causa las cosas finitas; no es Él ni el primero ni el último, ni el principio ni el fin de lo finito; si entiendo primero y fin como elementos de una serie en que entre, como elemento, lo finito. Dios es transcendente; es supra-causa y suprauno y supralógico.

Con una metáfora matemática diría que Dios es el límite del mundo, pero que tal límite no pertenece a la sucesión que a él tiende.

Cuando uno ha llegado a la cima de un monte tiene la impresión directa de la inaccesibilidad del cielo; cuando por cualquier proceso y método transfinito se ha llegado al ápice y culminación de lo finito, todo auténtico filósofo ha tenido parecida impresión, la impresión de que entre lo finito, aun sometido a una superación ascendente, y lo Infinito se abre un abismo, el que asegura la absoluta transcendencia de Dios.

A esta experiencia, que sólo se tiene en las cumbres, han dado los filósofos diversas expresiones.

Platón dice expresamente: «Que si se asciende continua y derechamente a través de lo bello en todos los   —58→   órdenes, cuando se aproxima uno al final -de repente- le ofrecerá el espectáculo maravilloso de lo por naturaleza bello.» (Symp. 210, E).

Notemos que dice a) «de repente» (exaíphnes), como aparición súbita, imprevisible y deslumbrante.

Ahora bien: cuando el final de un proceso pertenece intrínsecamente al proceso mismo, tal final y conclusión no causan sorpresa alguna, es precisamente la conclusión lo más natural y previsible entre lo natural y previsible. Lo Bello, en cuanto lo por antonomasia transcendente, o lo transcendente desde el punto de vista de lo Bello, se aparecen de repente, de improviso, deslumbrantes, a pesar de que, desde el principio del proceso ascensional podríamos habernos acostumbrado a la belleza cada vez más deslumbrante. Es que lo Bello, en cuanto transcendente, o lo Infinito en cuanto Bello, no entra en el proceso; el proceso «apunta» hacia Él, cual las agujas de nuestras torres hacia el cielo, apuntan hacia su transcendencia y apuntan su transcendencia.

b) Y además, dice Platón, que lo Bello en cuanto límite del proceso transfinito, aparece «admirable». (thaumastón); ni habría por qué desconcertarse y quedarse extáticamente encandilado y boquiabierto ante lo Bello, si lo Bello fuese la natural y propia culminación del proceso a través de todas las bellezas del Universo; de los cuerpos, empresas, ciencias...

Estos dos sentimientos -transcendentes y transfinitos-, cuando surgen al final de un proceso dialéctico revelan el abismo entre lo finito y lo Infinito la absoluta transcendencia de Dios.

La dialéctica con su fuerza transfinita no hace sino levantarnos poco a poco hasta el vértice de lo finito; sólo allí se puede experimentar el vértigo de lo infinito.

  —59→  

Además: Platón emplea, al menos, quince negaciones en el pequeño párrafo que comento (Symp. 211, A). El Proceso dialéctico ha pasado gradualmente por los cuerpos bellos todos, por las grandes y magníficas empresas, por las ciencias en el esplendor de sus estructuras de perlas ideales; y cuando se cree haber llegado al fin, todo este creciente esplendor y deslumbrante belleza ha de ser «negada» aparece cual sombra frente a la salida -súbita, deslumbrante- de lo Bello.

«Lo Bello, dice Platón, al aparecerse en sí no es ni logos de ninguna clase, ni ciencia alguna ni...; a pesar de que la ciencia... son escalones e impulsos hacia lo Bello.» Esto nos indica que lo transcendente no cabe dentro de la serie que hacia él tiende, ni siquiera como lo supremo de ella.

Lo Transcendente no es, por tanto, conclusión en riguroso sentido; la conclusión no convierte en negación o privación las premisas, sino que las supone y afianza en su plena y firme positividad.

Emplea, por fin, Platón, para describir la impresión imprevisible de la aparición de lo Bello, un verbo muy significativo: katópsetai. Katópsetai no es ver simplemente, es sentir un ataque de luz al que no resiste ni la ciencia misma, la de ojos sistemáticamente educados para claridades indefinidamente crecientes. Este tipo de visión no recuerda el de los teólogos visio beatifica, una visión en que los ojos quedan «beantes», abiertos, abiertos al infinito, desorbitados, desfinitados.

Una fórmula más técnica de esta impresión transcendente dio Platón en la República (509, A.)

El Bien, en cuanto término transcendente al proceso, transfinito, dícese estar epékeina tes ousías, más allá del ser, y del ser bajo la forma por excelencia es la sustancia.

  —60→  

Ningún proceso de tipo lógico permite tales saltos y superaciones de discontinuidades; regido por el principio de identidad, todo lo lógico se une con continuidad infinitesimal.

El límite, inaccesible a la continuidad de todo proceso lógico, resulta accesible, según Platón, a un proceso transfinito en virtud de dos componentes propios de tal tipo de proceso: ascensión e impulso. No se recorre nunca un escalón ni se pasa por algo en cuanto hace de peldaño según un proceso de continuidad infinitestinal o lógica, tipo Zenón. En plan lógico nunca se sale de «lo mismo». Todo proceso dialéctico procede por saltos, por discontinuidades. No se sube a lo infinito en virtud de la potencia transfinita a pasos de tortuga, pacientemente, largamente medidos según las normas de identidad, igualdad, continuidad infinitesimal. Sino que el impetu ascensional propio de la dialéctica salta, lo más de prisa posible, por todo; amontona las acciones sobre los cuerpos, sobre ambos las ciencias, en un afán inconteniblemente acelerado de hacer de todo torre de Babel con que escalar el cielo. Y cuando ha llegado a convertir el universo entero en atrevida escala, al llegar al último tramo y notar que lo Infinito es transcendente, que está más allá de todo, el ímpetu dialéctico no para, sino que arroja al hombre -por salto desesperado y salvador, a ojos cerrados- en brazos del Infinito. La dialéctica termina en una mística.

Notemos la formulación que da Platón a este paso -irremediable, dichosamente irremediable- entre dialéctica y mística.




ArribaAbajo14. El contacto transcendente

«La potencia dialéctica «toca» (háptetai) lo transcendente mismo.» Durante el proceso dialéctico, y no digamos   —61→   dentro de la ciencia, la dialéctica «ve», trata con ideas, con lo por antonomasia y propiedad visible en cada cosa; pero llega un momento en que este trato vidente tiene que desaparecer y hasta parecer oscuro frente a la transcendencia del Infinito; y entonces, por hablar así, la vista se convierte en tacto, se palpa con los ojos.

Ahora bien: echarse a ojos cerrados y brazos abiertos, convertir los ojos en brazos sólo puede hacerse ante el Bien y la Belleza. Y en rigor, sólo con el Bien nos abrazamos a ciegas, con irrefrenable ímpetu, renunciando gozosamente a la tranquilidad de la visión contemplativa de la ciencia, cuando el Bien se aparece como término transcendente de un proceso o camino a través de las bellezas ascendentes de las cosas.

Tal vez nada más que la Belleza permite, de una manera aproximadamente continua, parecida a la conexión del proceso científico, el paso de vista a tacto; la conversión casi gradual con continuidad vital entre ojos en función contemplativa eidética y ojos en función de brazos abrazantes.

La pura y simple idea de una cosa nos conmina en una pura y simple contemplación; deja al ojo en ojo. Sólo las ideas en cuanto bellas juntan a la exigencia de visión la exigencia vital de unión; a los ojos les nacen entonces manos, se absorben (Aufhebung) en manos.

En virtud de este des-ojarse en manos prensoras, la dialéctica «toca» el infinito. Y este toque, este contacto es el fenómeno místico por excelencia y en propiedad.

En el Symposion (211, D) emplea Platón el término de «ataque apoplético (ekpéplektai) para designar la impresión que recibe el entendimiento al lanzarse sobre el Infinito.

El infinito, en cuanto transcendente lo finito y lo transfinito, es descrito unas veces como lo Bello absoluto,   —62→   y otras como lo Bueno en sí. Plotino dirá que es lo Uno (to hén), y el místico cristiano dirá que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¿En qué quedamos?

Al bajar del cielo a la tierra, lo primero en que se puede posar los pies son las cumbres de las montañas. En la tierra ideal del conocimiento, tomado en toda su amplitud y desde el punto de vista dialéctico, hay también cumbres, aspectos-cumbres, ápices que sin poder ya ascender más allá apuntan al más allá, y cual puntas de pararrayos aguardan desafiadoras el rayo de lo transcendente.

No es que Dios, en cuanto transcendente, sea Padre, Hijo o Espíritu Santo, ni uno, ni trino, ni abstracto ni concreto; sino que al desprenderse la mente del abrazo místico, del contacto con el infinito, y caer sobre lo finito cae, precisamente y ante todo, sobre las cumbres, sobre las puntas enhiestas en que la dialéctica ha aguzado lo finito. Al revertirse, por la causa que sea, los brazos en ojos, lo primero que ven son ciertos aspectos dialécticos antes que otros.

Así que Dios no es ni Padre ni Hijo ni Espíritu Santo, ni el Absoluto es lo Bello ni lo Bueno; sino que los aspectos de Padre, Hijo y Espíritu Santo, Bello, Bueno... son las primeras cumbres conceptuales y reales de nuestro mundo conceptual y real que descubre la mente al caer del cielo.

Y digo que estas cumbres o estos aspectos-cumbres son los primeros en aparecerse a la mente en descenso de la unión divina; los primeros, con pleno y propio derecho, y no pueden ser suplantados en dicho oficio por otros aspectos más llanos, como los de cuerpo, número, accidente...

  —63→  

El ímpetu transfinito del hombre necesita siempre un trampolín para dar el salto, mortal para la vista y la ciencia, de lo finito a lo Infinito.

Tal trampolín lo construye la dialéctica con los objetos finitos, cosas o ciencias. Y este es el privilegio y el sino de la transfinitud del hombre; hacer de todo trampolín para el Infinito. Cada genio dialéctico, digamos cada tipo de místico surgido de un genio dialéctico, crea su tipo de trampolín meta-físico o trans-finito.

El trampolín platónico para «su» salto transfinito se compone de los cuerpos, acciones y ciencias; y su fuerza impulsiva se la da la belleza y la bondad; cada tipo de belleza de un objeto remite e impele a otro superior: la de un cuerpo a la de dos, la de dos, a la de todos, la de todos los cuerpos a la de todas las empresas, la de ésta a la de las ciencias y, llegados al extremo de la belleza de las cosas finitas, el ímpetu se hace, como en el extremo de la palanca, máximo, e impele a la mente, sin apoyo finito ya, hacia lo finito.

El trampolín dialéctico de Plotino se compone también de todas las cosas, sólo que su fuerza impulsiva le vendrá de la oposición entre pluralidad y unidad, y de la convergencia de ambas hacia la «Unidad», que es lo transcendente, lo infinito frente a la oposición uno-muchos. Y, vuelto del contacto místico, lo primero en que tropezará Plotino, como en cumbre ideal, será en la noción de Lo Uno, bajo de la cual, como bajo la unidad de la cumbre, se extiende la pluralidad y unidad multiforme de las cosas. Y entonces dirá que Lo Absoluto «es» lo Uno.

La electricidad difundida por la atmósfera se afila y adelgaza en punta de luz para caer sobre la punta del pararrayos, sobre la humilde tierra en gesto transfinito. Si la electricidad pudiera hablar diría que en la atmósfera   —64→   existe bajo forma cósmica, universal, infinita, pero que «es» punta de luz en la punta del pararrayos.

El entendimiento humano, a su vez, lo más que puede hacer para superar su finitud es terminarse en punta; y en la punta dialéctica termina el entendimiento en cuanto entendimiento, en cuanto ojos. Y la punta intelectual, el ápice mental, no dice ni ve sino lo que «es», el aspecto de «ser» de un objeto. Por eso, al caer el hombre del abrazo y contacto con el Absoluto sobre la punta del entendimiento, surge por vez primera y como primera formulación un acto mental, el ápice de todos los actos intelectuales; y si ese ápice aguzado por la dialéctica es «ser» verá y dirá el entendimiento que lo Absoluto es «ser»; si es Belleza, dirá que lo Absoluto es la Belleza; si tal ápice es de Amor, verá el entedimiento que Dios es Amor.

Pero, en rigor, Dios no es ni uno ni trino, ni abstracto ni concreto, ni Amor ni Idea, ni Ser ni Belleza, sino todo eso junto y sublimado, superado, transcendido por manera absolutamente transcendente para nosotros los pobres transfinitos, pobres a pesar y en virtud de nuestra transfinitud.

Lo que distingue una dialéctica de otra -la platónica, por ejemplo, de la hegeliana- no es precisamente ni propiamente la cantidad de cosas que constituyen el trampolín dialéctico. Es claro que la dialéctica platónica encierra menos elementos que la hegeliana, pues, entre otras cosas, el número y perfección de las ciencias es menor en Platón que en Hegel. Lo esencial de toda dialéctica es el «diá», el tipo de movimiento a través de los lógoi o razones de todas las cosas.



  —65→  

ArribaAbajo15. Las pruebas de la existencia de Dios como vías o procesos dialécticos

Las cinco pruebas que de la existencia de Dios trae Santo Tomás son cinco vías o caminos que llevan a Dios; y poseen igual estructura dialéctica que el método por el que Platón asciende al Bien absoluto, a la Belleza absoluta, o que el camino por el que Plotino nos lleva a lo Uno.

En rigor, hay que decir que todos los caminos dialécticos que llevan a Dios terminan en punta; sólo que esa punta apunta al Infinito.

Y aquí es preciso evitar un error atentatorio contra la transcendencia divina.

La dialéctica -en cuanto potencia transfinita que dispone, en forma y pretensiones de Torre de Babel, todas las cosas- puede hacer terminar todas las cosas en forma de punta y cada construcción dialéctica hará «su» punta, y desde esta «su» punta el Infinito podrá aparecerse bajo un punto de vista especial. Así el proceso dialéctico del Symposion funde en forma de pirámide todas las cosas, y de poder fundente hace la belleza, la belleza ascendente sin límite superior de todas las cosas o la belleza de todas las cosas dispuesta por orden ascendente. Y al desarrollar o arrollar todas las cosas según las potencias ascendentes de belleza, la punta de esa dialéctica pirámide apunta al Infinito bajo el aspecto de belleza, y al descender del abrazo mutuo e inmediato aparece en esa punta la Infinidad como Belleza, como la Belleza absoluta.

En la República ordena Platón todas las cosas según las potencias ascendentes de bondad (agathón) y el proceso termina en punta, termina más acá del Infinito; sólo el ímpetu transcendente nos hace dar el salto transfinito   —66→   que lleva al contacto inmediato con lo divino, y, al descender, por tirarnos hacia abajo nuestra transfinitud, sobre esa punta dialéctica, ápice del conocimiento, salta la chispa que presenta al Infinito como la Bondad absoluta.

Y por iguales procedimientos y motivos el absoluto aparecerá como lo Uno, en Plotino; y como Dios-Padre, Hijo, Espíritu Santo en la teología católica y como la Idea absoluta en Hegel.

Lo que se debe evitar es lo siguiente: el procedimiento dialéctico termina en punta de belleza, de bondad, de unidad, de personas divinas, de idea...; pero no se puede concluir, a) Que lo absoluto sea la bondad, la belleza, la idea, lo uno, Dios-Padre, Hijo, Espíritu Santo... de manera que uno de estos aspectos sea «el» esencial y central; y los demás, atributos. El absoluto no tieno «esencia».

b) Que el absoluto sea la Bondad y la Belleza y la Unidad y la Idea absoluta..., es decir, que lo Absoluto sea una especie de síntesis de todos los aspectos apuntados por las puntas transfinitas de las dialécticas.

Lo primero supondría que hay una dialéctica privilegiada y que lo que ella apunta, el aspecto con que lo Absoluto se aparece en ella, es «la» esencia del Absoluto. Ahora bien: Lo absoluto transciende ese mismo aspecto de esencia, entendida intelectualmente, pues transciende inclusive la distinción entre entendimiento y voluntad, entre sustancia y accidente, entre esencia, atributo y modo. En el orden estrictamente intelectual, el concepto de Idea se distingue esencialmente del de Bondad, del de Belleza, del de Unidad... y es imposible que conservando a cada uno de estos aspectos su originalidad irreductible, sus propias razones objetales, en terminología de Cayetano, puedan identificarse en una sola realidad.

  —67→  

Por este mismo motivo lo absoluto no es ningún tipo de síntesis de todos los aspectos dichos.

Sólo puedo decir de Él, que es trans o suprabueno, suprauno, suprabello, supraser.

Ahora bien: a algo que es supra o más allá que cualquier aspecto por sublime que pueda aparecerse a un ser transfinito condenado a tener un límite u otro en cada momento, no se puede sino apuntar o aludir; pero no es posible saber exactamente qué es, cuando se es supraser, ni decir de él «bueno», cuando se es suprabueno...

La manera, por tanto, como en el supra o transcendente se juntan lo Uno, lo Bello, lo Bueno, lo ser... está supra o más allá de todo lo que podemos concebir.

Puede tener perfecta razón la Religión católica en sostener que el Verbo se encarnó; pero jamás tendrá razón el teólogo que sostenga que la intelligentia subsistens es la esencia divina, como dijo el corto de vista, Juan, de Santo Tomás. Dios, a lo más, sería la transinteligencia transsubsistente; y este trans o más allá deshace todo contenido concreto. No se clava la punta de la dialéctica en Dios y menos se clava en su corazón; no hace sino apuntar discretamente, como los pararrayos, hacia la infinidad y transcendencia azul de los cielos, del Infinito.

Y aquí tocamos el peligro y defecto esencial a toda teología que no culmine o adopte la forma de dialéctica: sabe demasiado de Dios, lo vuelve intranscendente y tan pequeño que cabe en la pequeña cabeza del hombre funcionando no transfinita, sino finitamente, definiendo, limitando, deduciendo.

Toda teología sin dialéctica es radicalmente falsa, es el tipo más sutil de ateísmo.

  —68→  

Los auténticos teólogos cristianos, como Santo Tomás y el gran cardenal Cayetano, hicieron teología mirando a Dios, sin mirar directamente los conceptos, como el pianista que no mira el teclado sino la partitura musical. Por esto nos dieron, precisamente en las partes más sutiles conceptualmente, un toquecito de advertencia.

Transcribo un comentario de Cayetano a la Summa theologica (parte I, cuestión XXXIX, art. 1):

     Ad evidentiam horum scito quod sicut in Deo secundum rem sive in ordine reali est una res, non pure absoluta nec pure respectiva nec mixta aut composita aut resultans ex utraque, sed eminentissime et formaliter habens quod est respectivi, immo et multarum rerum respectivarum, et quod est absoluti; ita in ordine formali, seu rationum formalium secundum se, non quoad nos loquendo, est in Deo unica ratio formaliter nec pure absoluta nec puro respectiva nec pure communicabilis nec pure incommunicabilis, sed eminentissime et formaliter continens et quotquot absolutae perfectiones est et quotquot Trinitas respectiva exigit.

     Fallimur autem ab absolutis et respectivis ad Deum procedendo, eo quod distinctionem inter absolutum et respectivum quasi priorem re divina imaginamur, et consequenter illam sub altero membro aportere poni credimus. Et tamen est totum oppositum, quoniam res divina prior est ente et omnibus differentiis eius, est enim supraens et supraunum...



Dice, pues, Cayetano, que: «a la manera como hay en Dios, considerado en sí mismo o en el orden real, una sola cosa que no es ni simplemente absoluta ni puramente relativa ni mezcla o compuesto o resultante de ambas, sino que incluye eminentísimamente y formalmente no sólo lo relativo, sino hasta muchísimas cosas relativas, y además lo absoluto; de parecida manera, sucede en el orden   —69→   formal o de las razones formales en sí mismas y no solamente respecto de nosotros, a saber, que Dios es una única razón formal, ni puramente absoluta ni exclusivamente relativa ni simplemente comunicable ni tan solamente incomunicable, sino incluidora de todas las perfecciones absolutas y de todo lo relativo exigido por la Trinidad.

Nos equivocamos al pasar de lo absoluto y de lo relativo a Dios, pues imaginamos ser la distinción entre absoluto y relativo superior a Dios, y por tanto que Dios debe entrar en uno solo de los dos miembros, cuando, en realidad de verdad, es todo lo contrario. Porque la entidad divina es anterior al ser y a todas sus diferencias, pues es supraser, suprauno... «etc.»

Y este «etcétera», añadido por Cayetano y no por mí, quiere decir: Dios es supratrino y suprauno, supraidea... Dios no es ni trino ni uno, sino sobre o trans ambos aspectos, relativo el uno, absoluto el otro.

No creo que ningún otro teólogo, fuera del gran Dionisio, haya dado una formulación más exacta y valiente a la transfinitud divina. Y en este «trans», en el eminentisime o muy por encima de cualquier aspecto relativo o absoluto, abstracto o concreto, trinitario o esencial... trans-tornamos y trans-ponemos a otro plan, al místico, la teología..

La partícula «trans» opera en transtorno de todo concepto y de toda ciencia teológica; y es el verdadero milagro eucarístico por el que debemos dar continuas y regocijadas gracias (eu, charis) a Dios, pues por él liberamos nuestra transfinitud de la cárcel más terrible y sutil: los dogmas entendidos teológicamente, según el modelo definidor de la definición dogmática.

Mientras me dejen añadir, con plena y afirmativa libertad, un trans a toda formulación dogmática, las acepto   —70→   gozosamente, sinceramente, pues por el trans me transporto, por el supra me supero, por el «muy por encima» me encumbro sobre mí y sobre todo, en un ininterrumpiblemente ascensional ímpetu hacia el Infinito, término de mi transfinitud, hacia «mi» Dios.




ArribaAbajo16. La trascendencia divina y las ciencias

Esta transcendencia divina hace posible las ciencias, así en plural y en sustantivo, como algo consistente en sí.

Si las puntas mismas del proceso dialéctico se clavasen en el corazón de Dios, todos los procesos dialécticos, partiesen de donde partiesen -de los aspectos de idea, de ser, de bondad, de belleza, de unidad...-, no sólo apuntarían hacia Dios, sino que, cual en la punta de la pirámide, se unirían todos en un solo punto, punta de todos y punto central divino.

No cabría, en rigor, hablar de un universo de valores en sí, como estructuralmente diverso del mundo de los seres, ni de un universo lógico en sí distinto del cosmos de las figuras, ni de la idea frente a dinamismo.

Valdrían las identificaciones: la verdad es bien, el valor es ser, el ser es valor; el ser, valor... es arte...; el acto puro es el ser, el valor es acto... y, por fin, Dios es: la verdad, la bondad, el acto, la idea...; y a la inversa: el acto, la verdad, la belleza, la idea... es Dios.

Empero, desde el momento en que Dios es trans, supra, absolutamente por encima de «acto, bien, belleza, idea...», los ápices de los procesos dialécticos, estén tales procesos hechos de ser, de bondad, de belleza, de unidad...   —71→   quedan en el aire, apuntando sólo hacia el infinito, separados entre sí, no convergiendo sino por alusión, por pura intención (in, tendere) hacia un trans-cendente.

Puede darse en este caso una ciencia del ser con diversa estructura que una ciencia de valores, e inclusive puede ser ciencia el tratado del ser y poseer otra clase de constitución el tratado de los valores; cabe una lógica pura desligada de los valores y del universo entitativo...

Tal es la tendencia moderna.

Cuando digo, pues, que el proceso dialéctico es convergente, esto sólo puede significar:

     a) Que cada tipo de proceso dialéctico -el hecho por la idea de Bien, el sistematizado por la Belleza, por el ser...- tiende a aguzarse en punta, a fundir todo en forma de pirámide, cuya punta, más o menos roma o afilada, alude, apunta, tiende hacia Dios, sin clavarse en él, sin hacer de punto central, de esencia divina...

b) Pero que el conjunto de tipos de procesos dialécticos, cada uno propio de un tipo de vida humana, no forma una pirámide, no convergen entre sí, no integran una unidad tanto más apretada cuanto más se aproximan todas las dialécticas a sus ápices, sino que cada punta dialéctica queda, frente a las otras, en el aire; no convergen sino en el «trans» de cada una y de todas ellas, en la unidad de dirección.

Cuando hable del tipo de dialéctica tomista, expondré una linda expresión inventada por Santo Tomás y perfeccionada por Cayetano, para designar esta unidad de pura y simple convergencia. Me refiero a la analogía de atribución.

  —72→  

Se dan en matemáticas series y sucesiones convergentes cuyos miembros apuntan a un término, a un solo término, pero el límite o término no pertenece a la serie o sucesión. Con terminología metafísica, diríamos que tales series o sucesiones apuntan a un término trans-cendente. Otras series o sucesiones convergen en un término y a la vez tal término pertenece a la serie; no es, por tanto, transcendente a ella.

Pero toda dialéctica no es sino una serie o sucesión convergente hacia un término inaccesible y transcendente.





  —73→  

ArribaAbajoCapítulo cuarto

Las dos Perspectivas Complementarias de la Dialéctica Platónica; la Ascendente y la Descendente



ArribaAbajo17. Términos típicos en Platón para las dos perspectivas

En el proceso dialéctico ascendente llega un punto en que el ímpetu transfinito fuerza al entendimiento a dar el salto mortal para toda clase de conocimiento: el convertirse, por autosuperación, en manos prensoras, en tacto. La experiencia vital que durante los momentos, largos o cortos cronológicamente, de este contacto con lo transcendente ha hecho el hombre, allá en lo más profundo de su ser, influye en toda su posterior historia.

Como Moisés, al bajar del monte Sinaí, el hombre vuelve interiormente transfigurado y transsubstanciado. Ninguna de las cosas que formaban el proceso dialéctico le parecerá ya la misma.

Las cosas podrán, pues, presentar al hombre tres tipos de sentido radicalmente distintos: el finito, más o menos científico; el transfinito ascendente; y el transfinito descendente.

No voy a comenzar haciendo la descripción general de la estructura del proceso transfinito descendente.

El estudio de Platón nos proporcionará un ejemplo concreto en que apoyar la teoría.

  —74→  

Platón emplea tres clases de términos para caracterizar las cosas y sistemas de cosas:

a) Términos para cosas en finitud o definición sistemática.

     b) Términos para cosas en transfinitud o dialéctica ascendente.

c) Términos para cosas en dialéctica descendente.

A la primera clase pertenecen, por ejemplo, los aspectos de principio, principiado, logos, logismós, división, causa, relación...: aspectos con que se tratan y construyen las ciencias, sean cuales fueren los materiales u objetos empleados en tales construcciones.

La segunda clase incluye los aspectos direccionales transfinitos: de hipótesis o absoluto (hypothesis a anypótheton), de epíbasis o ascensión, de hormé o impulso; aspectos aplicables a las cosas y sistemas de cosas construidos por los procedimientos de la primera clase.

La tercera clase recibe el nombre de katábasis o descenso (Rep., 511, C. D). «Una vez, dice Platón, que el logos mismo de lo transcendente ha sido tocado (háptetai) por la potencia dialéctica -habiendo para tal fin hecho de las hipótesis, no principios, sino lo que en realidad son, hipótesis, es decir, peldaños y hormonas para encaminarse hacia lo absoluto, principio de todo-, realizado tal contacto y aprisionado de nuevo el hombre por lo, frente al absoluto, limitado, tiene que descender hacia un término final, sin servirse ya de ninguna manera de cosa alguna sensible, sino proceder de solas ideas a través de solas ideas, hacia ideas y terminar en ideas.»

Es decir: el aspecto de «idea» o mirar y ver todo bajo el aspecto de idea sería la manera como se aparecen las cosas todas al descenso del contacto místico, después de haber la potencia dialéctica tocado al Absoluto.

  —75→  

En rigor pues, el propio aspecto de «idea» pertenecería a la dialéctica descendente, a la manera como el hombre vive el mundo de las cosas tras la experiencia de la transcendencia.

La gravedad y novedad de esta afirmación exige las pruebas más delicadas.

La cosa es demasiado fina para que emprenda su explicación sin pedir antes al lector un suplemento de atención sutilizante.

Al volver del contacto con lo Absoluto (anypótheton), Platón nota las cosas de este modo, sobre todo las del mundo sensible, como «aguachinadas».

(Nótese como dato histórico capital que el diálogo Timeo sobre la estructura del mundo es posterior a los diálogos que dan expresión al proceso dialéctico ascendente y a la experiencia vital de lo absoluto, cual lo son sobre todo el Symposion y el libro VI de la República.)

Ver una cosa o todas como «aguachinadas» incluye las ventajas siguientes: a) Una cosa aguachinada en cuanto tal se presta a ser «espejo» (el espejo de las aguas) en que aparezca una imagen, una idea como flotando sobre ellas, como semisubsistente, a pesar de hallarse y aparecerse «en» una materia. Ventaja fenomenológico-eidética.

     b) Una cosa aguachinada no posee consistencia, no es segura; como en el agua, al querer afirmarse en ella, uno se hunde. Es decir, con términos más técnicos, lo entitativamente aguachinado no puede ser sustancia, es vivido como radicalmente «contingente».

Pues bien: ambos aspectos complementarios del aguachinamiento entitativo son percibidos por Platón en las cosas e ideas mismas al volver del contacto con lo Absoluto. Y ¡con qué infinita delicadeza de matices verbales que lo expresa! (Cf. Timeo, 59, C.)



  —76→  

ArribaAbajo18. Idea y superficie; sus relaciones en la filosofía helénica

Para el heleno -en cualquier estado, dialéctico o no- las ideas de las cosas tienen un lugar de aparición, a saber, la superficie. Superficie se dice en griego epipháneia, es decir, lugar de aparición (pháneia, de phaínesthai), superficial (epí); de modo que superficie no es, como para nosotros, un puro ente geométrico sin preferencias frente a una, tres o veinte dimensiones; sino que la superficie ejerce ella sola una faena fenomenológica: la de ser el lugar de aparición de las ideas de las cosas, ser el espejo en que les salen a las cosas los colores esenciales a la cara. Y se confirma esta interpretación por el nombre dado a sólido, al elemento tridimensional. Sólido se dice en griego stereón, lo que significa «privado de», es decir, privado de la luz; en la tercera dimensión nada se aparece, es oscura por constitución, carece de la propiedad fenomenológica de la superficie. La tercera diniensión es «la» privación, así en singular y en correlación, de la epipháneia o de la superficie. No se definen, pues, independientemente como en nuestra geometría, dos dimensiones de tres, sino que la tercera está indisolublemente unida con las dos de la idea aparecida y la sombra de la misma idea.

Es claro que sólo quien llegue a vivir la superficie como lugar de aparición de ideas, podrá vivir las ideas casi como abstraídas, como semiseparadas de la materia; e inversamente, sólo viviendo las ideas de las cosas en la superficie de las cosas se podrá ser, por plan vital, intuitivo-eidético, visual, sensible e intelectualmente.

Más aún: solamente puede ser, con autenticidad vital, intuitivo-eidético quien ve y vive las esencias de las cosas como superficializadas, como películas de las cosas,   —77→   como asomadas en el límite de las cosas, en los límites definidores y colindantes; de modo que en lo restante de la cosa la esencia esté de otra manera, a saber, como sombra, como privación, como exigencia y tendencia hacia exteriorización, como aspecto común (género) ordenado a la diferencia, es decir, a salir al límite y a hacer de límite, como potencia ordenada al acto, pero a una forma de acto especificante y definidor, orientando a los confines de la cosa. Para este modo de vivir las esencia de las cosas, las cosas aparecen y son irremediablemente «vanidosas», ostentosas, superficiales. Sistema de vanidad entitativa.

En él, la verdad de las cosas no podrá significar sino «estar patente» salido a luz, manifiesto. Y, en efecto, tal es la fuerza etimológica de la palabra alétheia, verdad, en griego: alétheia es no-estar oculto, olvidado para la vista sensible o mental. Y existe el verbo aletheúein, es decir, ostentarse, patentizar lo que se es.

Ahora bien: eidos o idea de una cosa incluirá para el heleno todo lo que la cosa puede superfidalizar u ostentar en la superficie, sacar a la luz del sol (recuérdese la unidad etimológica entre phaos, luz, phaínesthai y epipháneia, superficie).

La potencia vital definidora de los vivientes superiores puede convertir sólo una parte de su valor total en «cara», en aspecto o visaje (de visus). Y podríamos definir la cara diciendo que es todo y sólo lo que la vida puede sacar a tomar la luz del sol, todo lo que la vida puede ostentar.

De parecida manera: la cosa posee para el heleno -como para todos los tipos de vida- muchas propiedades; pero tiene la facultad radical de convertir una parte de lo que es en «idea», en cara ideal, en aparición ante y para la luz. Y a este fin dispone de una pantalla   —78→   propia, a saber, la superficie. En ella la cosa se saca a sí misma los colores a la cara, ostenta todo lo que «es»; más aún, «es» (eínai, ón) sólo en la medida y manera como se ostenta; lo no ostentable, aparecido o aparecible en la superficie no sólo no es idea (eidos, idein; ver), sino que no «es», no es «ser» para el heleno. Será potencia, cosa (chrema, prágma), instrumento, enser, cualquiera cosa menos ser.

Idea es, pues, todo y sólo la aparecible de una cosa. No se puede saber a priori si una semilla o germen vivo tendrá cara y cuál será. No se puede tampoco saber a priori, viviendo en plan eidético, si una cosa tendrá idea y como será tal idea, la esencia de la idea, su contenido estructural, sus rasgos. Es negocio, a postoriori de una experiencia eidética.

Y es tan imprevisible, tan regalo el que una cosa tenga idea como el que a una mujer le caiga en suerte una cara bonita.

Hay, por tanto, entre idea y cosa una correlación entitativa. La idea o lo ideal es lo aparecible o superficializable «de» una cosa. Y este «de» o aspecto de pertenencia es de capital importancia.

Para los presocráticos una «misma» cosa puede darse infinitas ideas, las ideas de todas las demás cosas; de modo que, en rigor, no haya muchas cosas, sino una sola que puede tomar infinitas caras, idearse de tantas maneras cuantas son las vulgarmente atribuidas a las demás cosas. En este sentido, el agua, el fuego, el aire, lo indefinido son arché, principio de todas las ideas de todas las cosas. Opera, pues, el filósofo presocrático una reducción de la pluralidad en el orden cósico, pero sin eliminar la pluralidad de ideas. No se puede, de consiguiente, hablar de la idea de la cosa que hace de principio, sino del universo o conjunto total de ideas de «la» cosa-principio.

  —79→  

La cosa-principio -aire, agua, fuego- puede hacer pantomima, imitación de las ideas de todo (pan) .

La correlación o unión entre cosa e idea no es «unívoca»; a cada cosa, una idea, y a cada idea su cosa; sino plurívoca.

Y no sólo no es unívoca, sino que esta correlación entre cosa e idea admite diversos grados de independencia.

Platón encontró una serie de matices o tipos de correlación entre cosa e idea. Las ideas pueden estar simplemente presentes (parousía) en una cosa, o bien la idea está tan unida con la cosa que ésta resulta íd-olo (eídolon), ejemplar o caso concreto de la idea (mímesis, homoíosis, metálepsis).

Por fin: Aristóteles establecerá que las ideas no sólo se hallan «en» una cosa, de modo que ésta resulte más o menos moldeada por la idea, sino que la idea es «de» la cosa, es su sustancia o propiedad entitativa, la idea le «nace» a la cosa por evolución intrínseca (phúsis), le pertenece por nacimiento.

Hemos llegado al concepto de «sustancia», a la unión entre ser e idea, a la inteligibilidad como atributo, transcendental e inseparable, del ser. Por este hecho, la cosa «es» radicalmente inteligible, radiante, por lo más hondo, y por lo más externo en cuanto emanación y diferenciación de lo más hondo. Nace el racionalismo óntico, como límite de la naturalización de las ideas.

Aristóteles ya no hablará de ideas sino de ideas «de»; no de eídos ti, sino de eídos tinós. Con la terminología matemática diría que para Aristóteles idea es una función; habría, por tanto, de escribirse eídos ( ), E ( ), como escribo f ( )... Y es una función unívoca; a cada cosa, su idea. Mas no es biunívoca, pues la misma idea   —80→   puede aparecerse de y en diversas cosas, así la idea específica dentro de todos los individuos de la especie.

Esta falta de biunivocidad hace que la idea no sea demasiado «de» la cosa.

Toda idea, tiende, por tanto, a estar «en» la superficie «de» la cosa; y ser «de» la cosa; y toda cosa tiende a sacar su esencia a la superficie y convertirla en idea. Llamemos a esta tendencia de las cosas, tendencia fenomenológico-eidética (hacer aparecer como logos de una cosa, precisamente su idea).

Pero supongamos que esta tendencia fenomenológico-eidética de las cosas llegare tan allá que la cosa se convirtiese en «agua» óntica, para que así su superficie funcionase como espejo y en él apareciese la esencia convertida en idea, pura, casi subsistente, casi inmaterial; como aparecen los objetos en la superficie de las aguas. En tal estado-límite no se podría decir con seguridad que «tal cosa es esto», sino que es «tal», no es touto, sino toiouton, para servirme de la terminología platónica (Timeo, 49, C).

El agua sensible, la cosa-agua no sería esto, a saber, agua, así en sustantivo y señalablemente, pues su esencia se habría idealizado tanto que aparecería como idea flotante; la cosa-agua estaría, en rigor, aguachinada, casi puro lugar de pura y simple aparición de la idea en sí de agua. La idea de agua, por su parte, sería casi solamente un calificativo de la cosa-agua, algo superficial, un poquito más hondo que el color reflejado en el agua ordinaria.

A este estado de ver y ser las cosas su esencia, llama Platón ser algo «talmente», frente a la manera de poseer cada cosa su idea bien adherida y como intrínseca, manera que recibe el nombre de «ser esto» (touto).

  —81→  

Cuando una cosa tiene su esencia bajo forma de idea flotante (toiouton), la idea está casi abstracta, casi separada de la materia, que hace, a su vez, más de fondo de resalte que de raíz y causa o principio de tal idea. Por tanto se presta sin más tal estado a una intuición eidética. E inversamente: no cabe una intuición eidética sin ver las cosas como «aguachinadas».






ArribaAbajo19. Ideas y materia sísmica, según Platón

Platón encontró un símil preciso para describir cuál debe ser la estructura de la materia cósmica a fin de que las ideas floten en las cosas.

El material cósmico se halla animado de un movimiento sísmico (seismos) (Timeo, 53, A). Y el movimiento sísmico se contrapone, según Platón, a todas las especies concretas de movimiento.

Este perpetuo, profundo y esencial terremoto de la materia impide que ninguna cosa se apodere de ninguna idea; las ideas quedan flotando, las cosas concretas compuestas de tal idea y tal trozo de materia cósmica no pueden ser absolutamente consistentes y seguras. Así lo afirma explícitamente Platón (Timeo 49, C); por tanto no se puede predicar de ellas algo que aluda a seguridad (bebaiótes) o a consistencia (monimá); casi ni es lícito hablar de «cada uno», de un plural de cosas (hékasta me légein); más bien, lo que cada cosa es «talmente» o tiene a lo flotante se halla como en perpetua rotación (peripherómenon) alrededor de cada uno y de todos (ibidem). Cada cosa es como un centro de rotación en cuya periferia, más o menos alejada de él, gira lo que se dice ser su idea.

Esta es la manera como Platón vivía y veía el mundo, al descender del contacto con lo Absoluto.

  —82→  

Cual la superficie de ciertos lagos, la materia sísmica aparece recubierta de las flores de las ideas. Delicada manera de decir que las cosas son vividas y notadas como radicalmente inconsistentes y contingentes cuando uno ha tomado pie y se ha asentado en lo Infinito.

La vivencia de las cosas como «creaturas», el sentimiento transcendental y transcendente de la contingencia de las cosas es «el» sentimiento propio, el nuevo órgano de visión y conocimiento que el hombre trae de su excursión al absoluto.

Que las cosas son creaturas, en el sentido propio de esta palabra, su radical contingencia, su nada, no se puede ni demostrar ni mostrar; es una vivencia transcendental y transcendente; quiero decir que sólo se experimentan así las cosas y sólo se les puede dar posibilidad de que se presenten como creaturas, cuando uno se ha transcendido a sí mismo, ha dejado de ser «esta» cosa finita, firme, segura, bien encastillada en sí misma, y sustancia, que es como el hombre se nota y se vive antes del contacto con el Absoluto.

Y sólo tras este contacto, posible a priori por la transfinitud del hombre, adquiere sentido la «creación», la acción transcendental por excelencia, del Absoluto para con las cosas.

La creación es una noción propia de la dialéctica descendente.

En vez de decir Platón que las cosas son creaturas dijo otra palabra, la única que podía decir un visual: las cosas son «ideas», las cosas no tienen esencia; la materia cósmica es más insegura que el mar, agitada como está por un terremoto entitativo. Tal es la fórmula poética de su «creaturidad», de su radical contingencia; pues si la materia existe es «para» recibir ideas, para esencializarse,   —83→   para sustancializarse; e inversamente, ninguna otra fórmula más adecuada para expresar la esencial inconsistencia de la materia que afirmar su impotencia de apropiarse idea alguna.

Al volver del contacto con lo Absoluto, Platón no se atreve a apoyarse en ninguna cosa. La única manera de vivir entre ellas es verlas «desde» Dios y «hacia» Dios.

Los líquidos, dicen allá los físicos, tienen un empuje hacia arriba que hace flotar las cosas en su superficie. Todas las cosas, dice Platón, poseen por su parte un ímpetu ascensional hacia lo Absoluto; y en virtud de este empuje hacia arriba, el hombre puede llegar a vivir flotando sobre ellas, a sostenerse en su inconsistencia misma.

El hombre resulta en cada momento la composición de dos fuerzas antagónicas: una que lo empuja hacia el tipo de cosa, de definido, definitivo, fijo, petrificado; otra, que le impele hacia el infinito, hacia desdefinidoras ascensiones. Por la primera se hunde entre las cosas, y durante y en virtud de este movimiento mismo, nota la resistencia de las cosas y su creciente consistencia, así una piedra llegaría a notar el agua como sólido si se hundiese en ella con velocidad acelerada. Por la segunda se evade de las cosas, rompe sus límites, separa gota de gota, molécula de molécula, cuanto de cuanto y el ímpetu ascensional desdefinidor se nota cada vez más ligero y nota cada vez menos resistentes las cosas.

No imaginemos que las cosas «sean» en sí mismas consistentes o inconsistentes, sustancias o insustanciales. Las cosas podrán ser en sí lo que quieran; el que las viva y note y se me aparezcan como consistentes o inconsistentes depende de que mi ser haya dado o no posibilidad de acceso al Infinito, que haya o no tomado contacto óntico, entrañable con Dios.

  —84→  

Creado o no creado es categoría mística o transcendente: nunca categoría de conocimiento científico ni lógico ni ontológico general ni fenomenológico-eidético en el sentido ordinario de estas palabras.

Ahora bien: esta vivencia transcendental y transcendente es una experiencia insustituible, como la de hundirse o la de flotar.




ArribaAbajo20. Vivencia de creatura. Crítica de Heidegger

Sentir que se le hunde a uno o que se desvanece el ser en conjunto (das Verschwinden des Seienden im Ganzen, de Heidegger) es notar su «nada», su radical contingencia, es ahogarse en cuanto ser y en el ser.

No hay duda que la experiencia de desvanecérsele a uno el ser en conjunto pueda ser obtenida en vivencias especiales, como la angustia (Angst), el hastío, el abandono, el vacío.

Pero en este hundírsele a uno todo, en tal naufragio de si en las cosas aparecen de vez, como aspectos complementarios el ser de las cosas y su nada; es decir, su consistencia como correlato de su inconsistencia misma; e inversamente, su nada o inconsistencia como dirección óntica inversa de su consistencia.

Propiamente hablando, en ninguna de estas tonalidades afectivas (Stimmungen) aparecen las cosas como contingentes o creaturas.

Llamemos temple entitativo a las vivencias (actos o estados) que nos descubrirán las cosas como consistentes o inconsistentes.

Consistente o inconsistente no son propiedades de las cosas en sí, sino de las cosas en cuanto se me presentan a mí, en cuanto objetos; el temple entitativo de la angustia,   —85→   por ejemplo, posee la propiedad de dar posibilidad de acceso a las cosas, una posibilidad especial, la de presentárseme ellas como consistentes o inconsistentes para mí, para apoyar mi vida, sea por los actos mentales o por los afectivos...

Porque es preciso notar delicadamente que todo temple entitativo es instrumento intencional, o sea, tendido hacia, proyectado y proyectante hacia otro. Los sentidos, las categorías, las facultades, los afectos, los diversos temples de ánimo y de alma son otras tantas clases de ventanas del hombre; el hombre puede abrirlas y dar así una posibilidad especial de acceso a las cosas para que invadan mi intimidad, para que resulten objetos, lo otro frente a la conciencia, lo mío. Y cabe, necesariamente, el proceso inverso: cerrarse a, negar el acceso a las cosas, echarse llave a sí mismo y a todas las ventanas de acceso (el kat'ekklessían heautoús, de los estoicos); y, en esta reversión y autoencerrona, la punta sutil de toda intencionalidad se vuelve contra la conciencia en sí, en soledad; y este volver contra sí mismo la intencionalidad en conjunto (la óntica, la valorativa... ) hace surgir en la conciencia o, mejor, hace que la conciencia se note suicida, en ahogadora angustia.

Digo, pues, contra Heidegger, que tales temples entitativos no descubren la nada o el ser de las cosas, sino la consistencia o inconsistencia de las cosas en cuanto «objetos»; y este descubrimiento proviene simplemente de la dirección que dé la vida a la intencionalidad -hacia afuera, hacia adentro-.

El «desvanecérsele a uno el ser en conjunto» no proviene de que se viva su contingencia óntica, sino de que les niega o impide a las cosas, sean necesarias o contingentes, la posibilidad de presentarse como «objetos».

  —86→  

Por esto, en tales fenómenos de temple entitativo se me descubre un absoluto, un modesto transcendente: el absolutismo de la conciencia, su consistencia frente a la aparición o desaparición de los objetos.

Stat crux dum volvitur orbis; queda en pie la conciencia, crucificada, clavada en los clavos de la intencionalidad, hechos para clavarse en las cosas, vueltos ahora contra la carne viva y solitaria de sí misma, mientras el orbe íntegro de los objetos, de las cosas en cuanto centradas en mí (revolución copernicana de Kant) se revuelve, me vuelve las espaldas, se me va en cuanto objeto. No noto, por tanto, que se me hunden las cosas por radical y óntica inconsistencia, sino que me ahogo en mí mismo, por haber cerrado al aire de las cosas todas, todos los resquicios de acceso. La angustia es asfixia intencional. Y creo, con perdón presunto de Heidegger, que tales temples valen tan poco para fundar una metafísica como la asfixia para fundar una química del aire.

Heidegger no hace, en definitiva, más que un ensayo de «autarquía intencional»; y, como toda autarquía -vivencial, intencional, económica, política...- no descubre ni conduce a otra cosa, en el límite, que a una nueva y propia manera de asfixiarse, con todos los síntomas de la vulgar asfixia, traspuestos al orden vital en conjunto.

Heidegger se ahoga en las cosas en cuanto objetos; y este «ahogarse en las cosas en cuanto objetos» es una de las propiedades cotidianas (alltaeglich) de la vida humana; del Dasein, no una de las propiedades radicales, y menos «la» propiedad o potencia radical de la vida humana.

La potencia radical del hombre es su transfinitud; su posibilidad de llegar a ser Dios o de acercarse indefinidamente,   —87→   sin límite superior infranqueable, a Dios: la dialéctica.




ArribaAbajo21. Tercer precisión del concepto de transfinitud humana

Volvamos por unos momentos a las consideraciones sobre la transfinitud del hombre.

El hombre es transfinito, porque:

a) tiene que tener en cada momento unos u otros límites,

b) puede evadirse de cada uno de los tipos de dichos límites,

c) pero no puede librarse de la necesidad de tener un límite.

El hombre puede ordenar en serie de potencias ascendentes hacia lo Infinito, los actos de su potencia transfinita de superar cada tipo de límites, y este proceso ordenado de ascensiones hacia lo Infinito se llama dialéctica.

Precisamente porque es transfinito le sucede al hombre lo que al aire de esta habitación, que se siente encerrado por los límites, comprimido por las paredes. Y esta sensación vital «de sentirse encerrado por» una cosa, incluye el notar una cosa como límite y notarse a la vez a sí mismo como transfinito violentamente finitado.

El primer aspecto, notar algo como límite, es un aspecto «objetivo», algo hacia, para mí. Las cosas en sí son tan poco límites, como lo son las paredes en sí respecto del aire. Sólo la potencia transfinita del aire da a las paredes el sentido de límite; sólo la potencia transfinita   —88→   del hombre da a las cosas -físicas, matemáticas, ideales...- el sentido de límites.

El segundo aspecto no es objetivo: la transfinitud del hombre, por ser precisamente y solamente transfinitud, necesita de los límites para notar su propia e íntima potencia transfinita, el trans de su potencia, como el aire nunca se sentiría comprimido si no existieran las paredes.

Los límites no hacen sino desvelar, hacer aparecer lo que el hombre es o hacerle ser en acto lo que era virtualmente. No cabe aquí la distinción entre cosa en sí y objeto.

El acto de saltar un foso no solamente descubre algo como límite, como límite a superar; sino que el acto mismo de superación es indisolublemente, intrínsecamente, idénticamente diferenciación creadora de lo vital indiferenciado en el músculo. El músculo, en cuanto tipo concreto de potencia vital, surge en sí en y por la superación de un límite concreto. Conseguida la suficiente diferenciación de la potencia vital en poder muscular, tal foso ya no existe como límite, no es vivido como tal, a la manera como las distancias o fosos entre las moléculas no son vividos como fosos a saltar respecto de la potencia muscular, connatural, nacida con el hombre.

Esta desaparición del aspecto de límite de una cosa es el índice delicado del nuevo grado de transfinitud adquirida por el hombre. La cosa podrá y tendrá que ser notada como límite en otro aspecto más amplio, hasta que de nuevo sea superada y no resulte ya problema para una transfinitud superior. Y así indefinidamente.

Pero es factible mirar este proceso transfinito por la vertiente que da a la intimidad del hombre.

Frente a un límite -más o menos intrínseco y metido en la carne del hombre, como la materia, las categorías,   —89→   las valoraciones sociales, el medio económico...- la transfinitud vital puede adoptar la posición de no querer romper las vallas, de no darse de cabezadas contra ellas, de respetarlas, de aceptarlas como definitivas y definientes: así, aceptar, con sinceridad vital, ciertas proposiciones como axiomas, ciertas afirmaciones como evidentes, como principios primeros, como indefinibles, ciertos valores como mandamientos definitivos, definidos por Dios; tener cuerpo, como algo esencial al hombre, en cualquier estado terreno o ultraterreno... En este caso, la vida se acerca a tales vallas midiendo tan cuidadosamente los pasos, frenando tan proporcionadamente el vapor transfinito, con tales inclinaciones y reverencias, que no sea ya posible darse contra los límites, derrumbarlos y salvarse aun con un pie de menos o una rotura de más en la cabeza.

Pero estos mismos sentimientos de reverencia, temor divino, fe, sumisión, obediencia, subordinación... se traicionan por mil sutiles resquicios y descubren no ser, en el fondo, sino una renuncia a la transfinitud, la transfinitud puesta en concentración, en reconcentración.

Nótense delicadamente unos datos: el respeto ante los valores tomados como definitivos, y por este motivo como mandamientos «divinos», ha creado una serie de antemuros en que ir frenando el magníficamente salvaje ímpetu transfinito: imperfección, pecado venal, pecado mortal, estado de pecado, condenación eterna. Las infinitas variedades y matices de pecados, la manía sistemática de prohibiciones escalonadas delatan el temor a pecar, el que se salte y se salga de todas el ímpetu vital; y este temor de «poder» pecar, del poder mismo de poder pecar contra lo más santo y sagrado descubre la transfinitud del ímpetu vital.

Este mismo reconocimiento implícito y vergonzante de la transfinitud mental del hombre se ha construido,   —90→   por temor a sí mismo, una serie de obstáculos en que gastar la energía por rozamiento y llegar, sin ímpetu ya, al límite. Así, para quien se den formulaciones dogmáticas o definiciones religiosas no es lícito acercarse sin más a ellas, con la despreocupación y frescura con que examinamos si dos y dos son cuatro. Las afirmaciones se distribuyen en una serie ordenada de obstáculos: ofensivas de los oídos piadosos, peligrosa, próxima a herejía, formalmente herética; o por la vertiente positiva, de fe, necesariamente conexa con la fe, consecuencia teológica...; definida, definible...

Y en las formulaciones axiomáticas de una ciencia -v. g. , geometría, álgebra, lógica...-, el proceso deductivo corre «desde» los axiomas a las consecuencias, apartándose por tanto de los límites; y cuando se hace el proceso inverso, de teoremas a axiomas, acontece lo imprevisible, que cada sistema de axiomas impele a otro superior: los de la geometría a los de la aritmética, los de ésta a los de la lógica, los de la lógica a la metalógica (meta, trans, más allá). Y así, sin término superior absoluto. La única ventaja reportada en este proceso ascendente de evadirse de los límites impuestos por un sistema de axiomas es que el sistema superior resulta más amplio que los anteriores.

Cuando se pretende encerrar la potencia transfinita del hombre dentro de límites a respetar como definitivos, lo que sucede es que el vapor transfinito rompe por donde no habría de romper, rara vez da con las junturas naturales del límite; y se manifiesta entonces bajo formas «degeneradas» o anormales de liberarse de la finitud. Así, todos los vicios capitales encierran un ensayo anormal de evasión de una moral definitiva, definiente, aprisionadora, de gendarme; la tentación en cuanto tal, la duda, la   —91→   sospecha, la malicia, la ironía... son transfinitud evaporada, que, bajo esta forma más sutil, se insinúa y evade por los poros del límite, en vez de romperlos violentamente como lo haría un pecado o una grande pasión.

No digo, naturalmente, que cualquiera forma de pecar libere y sea índice de la transfinitud humana. Puede uno ser esclavo de sus vicios y esclavo de sus virtudes; no se trata de salir de la esclavitud de la virtud para caer en la del vicio; e inversamente, salir del vicio, para caer en la cárcel, tal vez peor, de la virtud. Ni es cuestión de ser hereje, así de cualquier manera y según el mismo módulo de definiciones dogmáticas; en este caso la herejía no libera de la esclavitud limitante del dogma. Se trata de ponerse más allá de estas cárceles correlacionadas -una al sol, otra a la sombra-, y ponerse más allá por Aufhebung, por absorción superadora del límite; entrar y vivir ante todo vitalmente en ellas; pero, como el pollito, digerir su contenido, todo su contenido, y entonces romper la pura y simple cáscara, sin miramientos, sin respeto, sin pánico a la inmensidad del nuevo mundo que va a surgir ante la vida.




ArribaAbajo22. La transfinitud humana en el heleno y en la moral helénica

El heleno -y en forma científicamente consciente, Aristóteles- notó que frente a la virtud y clases de bien, la vida adoptaba dos actitudes, correspondientes a lo que Ortega llamaría «altura vital»: el temple esforzado (spoudaios) y el temple apocado, cobarde o vil (pháulos; de igual raíz que vilis).

Como explicaré al tratar de la forma del conocimiento moral, entre las maneras vitalmente auténticas de practicar   —92→   la virtud, el heleno eligió, por preferencia de su tipo vital, el punto de equilibrio, el término medio.

El término medio en que consiste la virtud no es un punto fijo para siempre; es un punto de equilibrio, de tensión compensada, como los puntos medios de una cuerda de violín. Esta tensión hace posible que suene bien a los oídos estéticos el acto moral, el toque de la virtud. No es, pues, el término medio una norma o aspecto moral, sino un imperativo vital.

El alma del heleno se nota solicitada por dos ímpetus de dirección contraria: hacia el esfuerzo, hacia el atletismo vital, y hacia la flojedad, la apatía, el apocamiento, la vileza, la vulgaridad. Pero, para el heleno, la acción y el esfuerzo deben moldearse, como en los juegos olímpicos, en una forma bella, armónica, medida (metron). La serie de potencias ascendentes del esfuerzo debe conservar siempre la forma bella, eurítmica, bien proporcionada. La flecha de la acción moral, por deber ser simultáneamente y necesariamente, bella y buena, debe dar en el blanco, no pasar por encima de él (hyperbolé, hyper, ballein, tirar por encima), ni quedarse corta (elleipsis, ek, lambánein, faltar algo, no llegar a). A la vitalidad del atleta le queda sólo, como índice revelador de su transfinitud, la conciencia de tener que buscar un punto de equilibrio entre dos tensiones, unas de ímpetus vitales ascendentes, capaces de rebasar cualquier blanco, y otras de tendencias vitales descendentes.

Y como todo punto de equilibrio necesita de dos fuerzas, esta tensión moral-vital en el término medio de la virtud muestra la transfinitud del hombre.

El término medio vital de practicar la virtud no debe imaginarse cual si fuese el punto medio de una regla rígida e inflexible; sino como el punto medio de una cuerda   —93→   tensa donde el tacto moral saca el canto de la virtud, más o menos fuerte, hasta fortissimo; pero siempre canta claro y distinto, variable hasta el infinito en intensidad, en potencia de vibración y de vitales estremecimientos.

Cuando la tensión vital alcanza este punto de equilibrio, los valores morales aparecen en la acción moral, no como las ideas en la materia de que son esencia, y de que han nacido (physis), es decir, como formas (morphé), sino casi como las ideas se hallan en el conocimiento, sin nacer de él, sin hacer de gérmenes o naturaleza.

Al aproximarse el arco a los extremos de las cuerdas, el sonido va convirtiéndose en ruido, y el ruido no es sino la simple y bruta vibración en que no aparece ninguna idea musical; mientras que en el sonido, la vibración es puro lugar de aparición de las ideas musicales, tan puro que el sonido desaparece en su ser material, para hacer transparecer y aparecer, como semisubsistentes, los temas musicales.

Este punto de «transparentación» de la materia -sensible, física, vital...- en que la materia desaparece para hacerse puro espejo y lugar de aparición de una idea, visible entonces en sí, casi separada de tal materia, es el vitalmente preferido por el heleno.

La idea se hace entonces «superficial», en el sentido óntico y fenomenológico que he dado a esta palabra.

La materia en función especular o haciendo de espejo de una idea se dice «estar-en-acto».

Potencia y acto no son para el heleno dos cosas, más o menos íntimamente unidas y correlacionadas; tal distinción será una invención escolástica. Acto se dice en griego «en acción» (enérgueia; en, ergon). La potencia puede hallarse en dos estados: el de pura y simple potencia y en acto. Y en general, el ser puede «estar» en acto   —94→   y en potencia, con una dirección privilegiada y un término irreversible, a saber, que la potencia puede estar-en-acto, mas no vale la inversa. Más tarde se dirá que el ser se compone de potencia y acto, realmente, distintos.

Lo que es realmente distinto y hasta diverso, en la filosofía griega, son el acto (potencia en acto) y la idea. Cuando una potencia se pone en acto adquiere, entonces y sólo entonces, función especular; y en ella se aparece una idea; como cuando se aclara el agua, y se vuelve transparente, se aparecen en ella las ideas de los árboles ribereños.

Ahora bien: no toda materia ejerce de igual manera la función especular eidética. La potencia (dynamis) de la materia física (hyle) posee, como lo afirma Aristóteles de toda materia (véase Magna Moralia, libro I, cap. I) un ímpetu, una intrínseca hormona (hormé) (esta es la palabra de que se sirve Aristóteles) que la lleva a ponerse-en-acto (en-ergueia); y este estado de acto de la materia física da al ser la estructura de sólido con superficie especular, sólo que en tal espejo únicamente se aparece la idea de la cosa, lo que de idea, de visible, de encarable tiene la esencia; lo demás de la esencia queda en la oscuridad, en la profundidad latente y latiente de la tercera dimensión, de la solidez consistente de la cosa; por ejemplo, bajo forma de potencias o de facultades.

Así, la materia física del fuego en virtud de su ímpetu intrínseco a ponerse en estado de acto, desdobla, por hablar metafóricamente, la esencia en dos aspectos: uno que incluye todo lo que de visible o eidético tiene la esencia de fuego, y es la «idea» de fuego, lo que al fuego le sale a la cara y lo que la materia del fuego ha podido sacarse a la superficie para ostentarlo visiblemente; otro, que queda como acto latente, eficiente, profundo,   —95→   y sería la misma esencia del fuego en cuanto ardiente en sí, como llama oscura y sin brillo.

La «idea» de fuego, en rigor, no quemaría; sería, por decirlo en términos modernos, el conjunto figural de las solas radiaciones luminosas del fuego; en cambio, la profunda esencia del fuego incluiría las radiaciones caloríficas en amenazadora combustión.

A la materia física le sale, pues, a la cara la «idea» de su esencia de una manera particular.

De otra manera le acontece al entendimiento, y, en general, a toda facultad cognoscitiva.

La facultad cognoscitiva tiene el poder de convertir íntegramente las esencias en ideas; ser pura y simple y toda potencia especular.

Conocer, dice Aristóteles, es recibir las ideas de las cosas sin su materia.

Y no se ponga la cuestión de si esta teoría del conocimiento es verdadera o falsa. Es vitalmente auténtica: expresa la manera como el heleno vivía el conocer. Y esto basta para que sea verdadera, es decir, descubridora de lo que las cosas son y de lo que del ser de las cosas se puede presentar al tipo vital helénico. Está, pues, más allá de verdadero y falso respecto de nuestro tipo vital.

En el estudio sobre el conocer existencial trataré más largamente de este punto. Aquí voy de paso.

Por fin, se da una tercera clase de materia, la materia del «ánimo» (thymós), dando a la palabra ánimo el matiz que posee en las frases: tener ánimo, ser animoso, estar animado.

El ánimo posee, según Aristóteles, un ímpetu u hormona que lo impele al estado de acto, la órexis, que traduciría por apetito in y excitante, dando a estas palabras su originaria fuerza latina.

  —96→  

Apetito viene de ad-petere, tender, dirigirse hacia, estar en camino hacia un término o meta; originariamente, volar hacia; por su parte, in y excitante encierra la raíz «ci» (ceo, civi, citum, cito...) la misma que kinesis o movimiento en griego; apetito in y excitante significa, por tanto, el ímpetu vital nacido en y dentro del ánimo o el ánimo en vuelo ascensional, en ímpetu alado.

Orexis, por su parte, viene de la misma raíz que ornix, pájaro y que óros, monte; a saber, de la raíz, «or», levantar, ascender, impeler.

Hallarse, pues, o ponerse el ánimo «en acto» es apetecer in y excitantemente, volar hacia una meta excitante, convertirse en saeta tensa y tendida hacia un blanco, hacia un fin, volverse el ánimo turgente, con la turgencia de las aspiraciones celestiales de los montes, monumentos en piedra del anhelo de la tierra por el cielo.

Y así como en el entendimiento en acto, las cosas se presentan como «ideas», por correlativa manera en el ánimo-en-acto las cosas se presentan como fines, como normas, es decir, como valores morales, como buenas.

Esta correlación entre fin, norma y ánimo-en-acto funde en unidad sintética un imperativo moral y un ímpetu vital, para hablar con términos de Ortega. (Véase El tema de nuestro tiempo, V.)

Un valor moral es norma, o con términos griegos, kanon, métron; además posee un tipo original y propio de causalidad, la final; y el acto moral no será moral si sólo se contenta con estar moldeado por la norma o metro (la legalidad pura, como llamará Kant a esta clase de actos); o si solamente se pone el acto con tipo de causalidad eficiente, material o formal, es decir, con causalidad óntica o física; sino que el acto auténticamente moral es un «vuelo» (ad-petere, pe-testhai) del ánimo o ánimo en   —97→   vuelo hacia una meta inasequible ónticamente o por causalidad real de cualquier tipo; y es una aspiración del alma, no a ser moldeada por un ser o aspecto real sino por un deber ser ideal (Ideelles Seinsollen, la pura Achtung vor Gesetz, de Kant), que, como la estrella polar, moldea y dirige la dirección, la rectitud de intención sin entrar a componer el acto ni los instrumentos ni los hábitos de los navegantes, de los navegantes morales hacia el infinito inasequible que somos los hombres.

Por esta su esencial transcendencia, los valores morales están más cerca del Infinito que los seres y aspectos entitativos, que las ideas mismas mientras no funcionan como «ideales».

Cierro el paréntesis, abierto hace bastantes líneas. Lo que en él he encerrado no va a funcionar como lo incluido en un paréntesis fenomenológico, en desconectación eficiente con el resto, sino, al revés, se va a meter con Heidegger y con su tipo de fenomenología de asfixia.




ArribaAbajo23. Tres actitudes transfinitas y tres dialécticas

Frente a los límites de cualquier tipo, la transfinitud humana puede adoptar tres actitudes:

a) dialéctica trascendente-en-acto, o superación actual ascendente y ordenada, sin límite superior fijo, hacia el Absoluto.

b) dialéctica invertida: hacer desaparecer los límites, no por actos de superación transcendente de cada uno y de todos los tipos de límite, sino por reversión y reconcentramiento sistemático hacia la vida humana en sí, en indiferenciación.

  —98→  

c) dialéctica transcendente-en-potencia, en reconocimiento sistemático de un conjunto de límites fijos -entitativos, morales, religiosos, sociales...-.

Los tres tipos, de dialéctica admiten una trasposición metafórica.

Frente a las paredes de un recipiente se puede hacer tomar a un gas tres tipos de comportamiento:

a) transcendente-en-acto, a saber, que mediante una graduación conveniente del calor, choque contra las paredes, las presione positivamente y, en el límite, sea capaz de derrumbarlas, inclusive de romperlas por determinadas partes, en partes de figuras predefinidas, en direcciones calculables ordenadas a efectos prefijados.

b) transcendente-en-potencia, a saber, se puede conseguir por graduación ordenada del calor, que el gas se dilate, a partir del centro del recipiente, de tal manera que el volumen gaseoso llegue con presión cero a la pared o que la pared haga de límite inaccesible a la serie de dilataciones sucesivas del gas, o que el gas se acerque asintóticamente a la pared. Tal ley asintótica descubre la transfinitud del gas y respeta la finitud del límite, su derecho a ser «barrera».

c) por fin, se pueden introducir presiones negativas o enfriar el gas en dirección al cero absoluto de temperatura. Con ello se obtiene una condensación ordenada del gas, es decir, un sistemático apartamiento de la pared, del límite, un concentramiento y reconcentramiento del gas que, idealmente, pudiera reducirse a un punto en el centro del recipiente. La pared desaparece en este caso en cuanto pared; en rigor, si no hubiera fuera más cuerpos, sobraría en sus oficios de límite. El gas reconcentrado en un punto se halla en estado de indiferenciación, sin volumen especial, sin propiedades físicas controlables, inclusive   —99→   sin lugar o cantidad de movimiento fijas y simultáneamente, determinables (principio de Heissenberg).

(Tómese este ejemplo como un caso ideal e idealizado, sin entrar en finuras físicas que exigirían más precisiones y hasta retoques de algunas afirmaciones.)




ArribaAbajo24. La fenomenología de Heidegger como dialéctica invertida

Pues bien, el tipo de fenomenología de Heidegger pertenece al tipo de dialéctica invertida, de gas en reconocimiento.

De esta característica se siguen sin más sus distintivos:

a) es una fenomelogía transcendental sin ser transcendente; transcendental en sentido kantiano de la palabra, porque todas las estructuras -categorías o no, intencionalidad óntica u ontológica, temples entitativos...- de la existencia humana funcionan como condiciones de posibilidad para que se hagan accesibles las cosas en sí bajo forma de objetos, de algo para mí; todas tienen su manera peculiar de dar acceso (Gegenstehenlassen) a la cosa en sí, y este dar posibilidad de acceso es una subestructura básica y anterior a las estructuras llamadas categorías kantianas que son maneras especiales, ventanos o pantallas de estructura determinada para dar acceso «especial» a la cosa en sí, sometidas en el dar acceso a otra estructura más honda, precategorial.

Así, cada tipo de ventanas, con forma de vidrieras, esmeriladas... es un tipo de acceso de la luz al interior; pero «el abrirlas a», el acto de que hagan de hecho aparecer a su manera lo exterior a lo interior depende de un acto más hondo, por el que el hombre abre los ventanillos o descorre ciertas cortinas opacas, hechas para defender   —100→   su intimidad, la soledad y silencio interior; y este descorrer cosas que no están hechas para hacer aparecer directamente las cosas, pero que dan posibilidad de acceso a otras cosas que están precisamente hechas para hacer aparecer las cosas al sujeto, es una acción transcendental en segunda potencia frente a la potencia transcendental sencilla de cualquier categoría.

Ambas potencias son, a su manera, intencionales; pero es claro que la intencionalidad de las estructuras que dan «el acceso» a las categorías mismas pertenecen a un estrato más hondo, tal vez al más hondo, según Heidegger, de la existencia humana. Tal es, por ejemplo, la angustia (Angst) en su forma auténtica, en cuanto a raíz de la categorialidad de las categorías mismas, en cuanto dando el Gegenstehenlassem básico, diferenciado por cada una a su manera propia y original.

Nos hallamos ante una fenomenología, porque lo hondo del hombre pertenece al orden intencional, de hacer aparecérseme las cosas como objetos, de darles acceso de tantas maneras cuantas categorías tenga, convergiendo todos estos tipos de acciones hacia un centro. Cada categoría es como una pantalla cinematográfica especial que hace aparecer la cosa en sí bajo un aspecto peculiar, y la jerarquía, convergente en un centro, de los temples entitativos (Stimmungen) da a las pantallas categoriales la posibilidad y el acto de funcionar como transcendentales. Por cada categoría, como por altavoz especial, la cosa en sí dice también una palabra especial, un logos apropiado, no puramente a lo que ella es en sí, sino a lo que de ella interesa al sujeto.

Y he añadido que se trata de una fenomenología no transcendente: porque notar que algo me es dado como «objeto» o, por la vertiente opuesta que estoy dando posibilidad   —101→   de acceso a, es notarme limitado, encerrado por algo que está frente a mi (Gegen-stand), que me está siendo dado (gegeben), es decir, que no lo creo o hago yo (Gegen-stand, frente a Ent-stand, en términos de Heidegger), que es ob-jeto, ob-jectam y no pro-tectum, proyecto, algo arrojado (jacere) contra mí y no algo que yo de mí arrojo (pro-jacere).

Ahora bien, no hay mejor índice de la transfinitud humana que saber de la distinción entre objeto y caso en sí, entre Gegenstand y Entstand; porque es señal de que el aspecto mismo de objeto es vivido como límite limitante y aprisionante. Si el hombre fuese intencional o transcendental hasta la médula y fuese sólo eso, jamás hubiese caído en la cuenta del aspecto de objeto; únicamente, porque además de transcendental y de los aspectos intencionales derivados, es transcendente, ha podido descubrírsele el aspecto de objeto y sentirse confinado, limitado por él, limitado por tantas maneras cuantas son las categorías, tan anchas como carreteras reales, pues dan posibilidad de acceso a las cosas bajo aspectos tan dilatados como cantidad, relación, modalidad... espacio, tiempo. Sólo he de advertir un pequeño detalle: cuando uno tropieza con una pared, llega a saber de ella cosas bien concretas: su dureza, su tipo de superficie y además por y en el mero hecho de tropezar toma conciencia de que podría ir más allá y que el ímpetu motriz interno transciende la pared. Ahora que a esta transfinitud del ímpetu motriz, en cuanto transfinitud, no se le descubre nada concreto de lo que efectivamente haya más allá de la pared. Podría ser que fuera de la pared se diese el vacío absoluto.

El grado de dureza de la parte del cuerpo que tropieza con la pared, el tipo de la superficie corporal, el   —102→   grado de temperatura... descubren aspectos positivos de la pared; el ímpetu motriz, por su parte, descubriría su resistencia, la reacción de la pared; pero, en cuanto el ímpetu tropieza en la pared no descubre o se le descubre nada positivo de la pared, sólo la nota como límite. Y límite no es una cosa ni una propiedad de cosa alguna. Límite no es algo que se pueda descubrir en una cosa; límite es el descubrirse una transfinitud a sí misma en cuanto transfinita; límite es autodescubrimiento de la propia transfinitud con ocasión del descubrimiento de una cosa y de cualquier cosa.

Únicamente descubriendo a Dios no nos notaremos ni finitos ni transfinitos ni lo notaremos como objeto o como cosa en sí. Cual la gota del agua al caer en el mar, perderemos nuestra forma cerrada -de esfera con superficie, espejo donde las cosas se convierten y aparecen como ideas u objetos-, y también cual gota de agua caída en el mar, sin perder uno solo de nuestros átomos, la superficie íntegra se trocará de superficie aislante y definidora en superficie de «contacto» con la infinidad, y viviremos algo así como la sensación inefable que pudiera notar una gota consciente sumergida en el mar: la tensión infinita del infinito circundante.

Cuando a una cosa le nacen de dentro y de su sustancia misma los límites, éstos no lo son en rigor ni son notados como tales. Así a nadie le viene estrecha su propia piel ni la vive como límite aprisionador. Nuestra sustancia viva se ha hecho en sí y para sí su piel; y por esto no la nota como «dada»; si la carne tuviese una conciencia ajustada exactamente a sus faenas y funciones jamás se preguntaría por qué tiene piel y quién se la ha dado.

  —103→  

Porque el hombre es transfinito, por eso precisamente se encuentra con el aspecto de puro y simple «que» de puro y simple «estar ahí» (da-sein) estarle dado, de pura, simple, brutal e indiferente existencia. Hasta las mismas esencias, el «que» de todas las cosas aparecérsele con el aspecto infundado de «que».

Jamás se sorprende él entendimiento de que la circunferencia sea una curva cerrada y plana cuyos puntos equidisten de uno interior llamado centro; lo que desconcierta al entendimiento es «que» haya algo así como circunferencia; no el «qué» sino el «que» (el dass, el hóti; no el was o el dióti) es motivo de sorpresa.

Que haya algo y no que ese algo sea tal cosa es el gran misterio para la transfinitud del hombre; pues, por no ser esencialmente finito, puede notar algo como límite, y por no ser infinito tiene que «dársele» algo para que ejerza la función de límite en cada momento. Y este «dársele» algo como límite es el puro y simple aspecto de realidad, de existencia, de que frente qué, a la esencia en cuanto objeto, en cuanto aparecido luminosamente al conocedor.




ArribaAbajo25. El qué y el que; esencia y existencia

De aquí que el aspecto de que, como distinto del qué no pueda aparecerse si no al hombre y sea precisamente notado por su transfinitud, cuando está en acto de tropezar con un límite.

Y, en efecto, toda constatación o toma de conciencia de la realidad encierra siempre un matiz de resistencia, de consistencia frente a una presión, de existencia o referencia a un ex, a algo que se me está haciendo fuera y   —104→   frente a mi impulso. Cualquiera de las manifestaciones de la transfinitud interior del hombre puede notar el que o realidad. Así la voluntad, el entendimiento, el sentimiento. El realismo voluntarista de Dilthey no es sino un caso que muestra el «que» de la cosa (la realidad del mundo sensible), por la resistencia o choque del ímpetu transfinito voluntario frente un límite, contra una especial finitud, superable de una u otra manera.

Y notar que se me tienen que dar axiomas, que tengo que partir de un punto, que tengo que su-poner algo para saber después qué es tal que... no son sino manifestaciones de que el ímpetu intelectual transfinito se halla o da contra un límite.

Realidad no es, por tanto, sino el aspecto o manera como un transfinito algo como puro y simple límite.

Y realidad resulta un misterio para la transfinitud humana, precisamente porque un transfinito no se da a sí mismo algo como límite; ningún límite le nace de dentro, a pesar de que un límite le pueda afectar más o menos íntimamente.

Por el contrario: el aspecto de qué u objeto no es nunca un misterio para un transfinito.

No voy a hacer aquí un estudio sobre las categorías. Sólo diré que son necesarias categorías, en sentido más o menos kantiano, siempre que una cosa posea intimidad (y no sólo internidad, como la inmensa mayoría de las cosas vivas). Tal es la conciencia humana.

Las categorías, en particular las de la conciencia intencional, cognoscitiva, funcionan como pantallas cinematográficas que, por una parte defienden la intimidad contra una invasión directa y brutal de las cosas y, por otra, hacen de condiciones de posibilidad para que las cosas presenten   —105→   no lo que ellas son sino lo que de ellas interesa a la conciencia, lo que permite el sistema categorial vital.

No se abre, pues, directamente la conciencia hacia las cosas. Primero, porque la conciencia no es cosa que pueda sin más entrar en contacto, causal o no, con ellas en el mismo plano.

Segundo, porque la conciencia es intimidad absoluta, ser en sí y para sí. Al interior de una cosa puede llegarse por el exterior que es su reverso; a lo íntimo, que no es reverso de ninguna cosa, no puede llegarse sino porque lo íntimo -espontáneamente, por una acción transcendental- dé en sí y por sí la posibilidad de que lo otro se presente «para él». Y este condescendiente acto de dar posibilidad de acceso no puede realizarse como lo haría una ventana, que, abriéndose, da acceso a la luz, pues la conciencia no es cosa.

Si una pantalla cinematográfica tuviese conciencia notaría la presión -oscura, brutal, desconsiderada- de la radiación luminosa (el «que» se le da algo, o que ella no es creadora); y además notaría lo aparecido en ella, lo que ella hace aparecer en sí misma por su virtud de pantalla.

De parecida manera le acontece a la conciencia: las categorías son, con la metáfora tantas veces repetida (no hallo otra mejor), cual pantallas cinematográficas concienciales. En ellas y por ellas nota la conciencia que algo le está siendo dado, la presión -oscura, brutal, desconsiderada, incalculable- de la realidad de lo otro. Nota, pues, que no es creadora, que es, en aquel momento y aspecto, finita. Pero, simultáneamente e indisolublemente, las categorías hacen que se aparezcan a la conciencia ciertos aspectos (cantidad, cualidad, relación...) y bajo forma que no perturben la intimidad, que interesen a la   —106→   intimidad. La conciencia se «re-vela» en las categorías y en ellas la cosa se aparece como objeto.

Una conciencia no se exterioriza jamás; se revela, en el sentido de manifestación espontánea y simbólica de sí misma en lo otro. No cabe que la conciencia se muestre a sí misma y lo que es, en otro de tal manera que esta manifestación descubra lo que es íntegramente, propiamente; una esencial intimidad no puede descubrirse íntegramente, exteriorizarse plenamente sin morir por suicidio. Las cosas son, en rigor, exteriorizables, porque su interior no es sino el reverso del exterior, el exterior invertido; interior y exterior son correlativos, relación inversa y directa. Una intimidad esencial sólo se puede manifestar simbólicamente, metafóricamente, expresivamente; ya que el símbolo, la metáfora, la expresión suponen y respetan la radical diversidad de órdenes.

Y a esto se llama «revelarse»: manifestarse metafóricamente, simbólicamente.

Por el exterior de una cosa puedo sacar, propia y deductivamente, su interior; por un símbolo, por una metáfora, por una expresión no puedo deducir, en rigor, nada de la constitución esencial íntima del ser o supraser de lo simbolizado.

Cuando acerco dos puntas, convenientemente, cargadas de electricidad, salta entre ellas una chispa, de cuya luz nada saben las puntas, a pesar de que hay entre puntas, carga eléctrica y luz una relación legal y calculable.

Cuando a lo «otro», a las cosas se acerca la conciencia, cargada de esas potencias de luz que son las categorías salta de las cosas un aspecto objetivo que es como una clase de luz hecha ni más ni menos que para que a la conciencia se le aparezca el universo o las cosas que ella   —107→   no ha creado, las cosas que sobre ella no tienen ningún poder. Y esta luz, el aspecto objetivo, no es algo de las cosas o cosa alguna en sí; es lo que de las cosas puede aparecer en y para la conciencia.

La conciencia no crea cosas; tampoco crea el músico sonidos. Pero en y de la materia sonora surge y se aparece la idea musical, que es algo radicalmente distinto del sonido físico, de los componentes reales y experimentables de la vibración del aire y del material instrumental. El músico crea, en rigor, la expresión musical, da expresión al sonido, lo convierte en metáfora. Y bajo la idea musical, la materia acústica y sus leyes físicas desaparecen para dar lugar a la aparición de un puro «aspecto», de un algo tan sutil que es pura y simplemente audible, algo «para» el oído en cuanto pantalla musical de la conciencia.

La idea musical de una sinfonía no tiene estructura de cosa; es un universo nuevo, es «el» universo que se da a sí misma la conciencia cuando abre su intimidad a través de la ventana del oído.

Sólo Dios crea cosas; la conciencia crea apariencias. Hace de las cosas algo que no es cosa, hace de ellas símbolos, metáforas, expresiones de su intimidad supracósica.

Qué son las cosas, su esencia, no es en rigor el qué de ellas. Su auténtico qué es su que; que son, su realidad es lo único en que hacen notar a la conciencia que «son» algo en sí, independientemente de ella. Y la pura, nuda realidad es tan ininteligible, como son, musicalmente, puros y simples zoquetes de madera o metal los instrumentos en cuanto cosas. El músico tiene que contar con sus propiedades físicas, con su tipo de realidad; le son «dados». Y el universo de ideas musicales que de tales zoquetes surge, el qué de la música no es, en rigor el qué   —108→   o esencia de ningún instrumento ni de ninguna de sus propiedades físicas.

De parecida manera: el qué de las cosas respecto de la conciencia es su que, su realidad y los matices de realidad pura y nuda, si es que se dan: (v. g. , existencia, consistencia, resistencia, persistencia...).

Y hablando un poco despectivamente, tal qué de las cosas no interesa a la conciencia sino sólo en la medida en que de tal qué puede surgir un universo simbólico para ella.

A su vez: todo universo simbólico, todo aspecto objetivo es el «qué» de las cosas-para-la «conciencia»; y es evidente que tal qué no puede presentar misterio alguno, es lo superlativamente claro «para» la conciencia, pues para ella de ella surge en las cosas. Las ideas de las cosas son, por este motivo, lo antonomásicamente claro, lo transparente por excelencia.

Resulta extraordinariamente difícil explicar con palabras propias este fenómeno de hacer de las cosas símbolos, metáforas, expresiones, objetos.

No se puede decir, rigurosamente hablando, que la transfinitud conciencial del hombre cree lo objetivo de las cosas, los universos expresivos de las ideas, las ideas en cuanto ideas, porque crear es una acción cósica, sobre la realidad en cuanto tal, sobre el que. Y es el que lo que precisamente no puede producir la conciencia por ser sólo transfinita; es el que de las cosas lo que hace de límite a su transfinitud.

Pero, por otra parte, la conciencia hace surgir, ella sola, sus universos propios, los aspectos ideales, los mundos de metáforas subsistentes; saca de los zoquetes que son las cosas en sí tantas clases de motivos de músicas   —109→   ideológicas cuantas son las categorías, en sentido más o menos kantiano de la palabra.

Y la estructura de estos universos ideales, compuesta de puros qué, de puras ideas -en el sentido etimológico de idea, lo visible, lo hecho íntegramente para ostentarse, para ser visto-, es producción originaria y original (ur-ssprünglich) de la conciencia transcendental.

El que de las cosas o su realidad no hace propiamente de materia intrínseca de tales universos ideales, como el agua del río no hace de materia intrínseca de los paisajes que en ella se aparecen; aunque la realidad de las cosas sea condición necesaria para que una conciencia transfinita, no infinita, pueda hacer surgir en y de la realidad los diversos tipos de «apariciones» ideales.

No se han, por tanto, esencia y existencia, qué y que de las cosas como dos componentes de las cosas en sí o como potencia y acto; ni se puede poner la cuestión de si se distinguen realmente o no en el plano óntico.

El qué y el que pertenecen a esferas totalmente diversas. El qué de las cosas es transcendental, no tiene sentido sin la presencia en el mundo de una conciencia transfinita; en cambio, el que o realidad pertenece a la cosa en sí. Y los dos aspectos se presentan a la conciencia transfinita de dos maneras diversas: el que o realidad es dada (gegeben) a la conciencia, precisamente en cuanto transfinita, que tiene que tener en cada momento un límite concreto; el que es dado, pues, a la finitud; e inversamente, la finitud hace posible notar que las cosas tienen «que» o realidad, que yo no las he hecho, que se mantienen fuera de mí, sin mí (ex, sistere).

Por el contrario, el aspecto de qué, más o menos, ideal, se ofrece a la conciencia en cuanto «trans» finita, en cuanto superior a las cosas, en cuanto las hace posibles,   —110→   en cuanto es condición de posibilidad para que se me presenten como objetos y sean algo para mí.

Pero como la transfinitud del hombre no es algo estático y fijo para siempre, sino proceso superador de cada uno de los estadios, de cada uno de los límites se sigue que pueden, con radical potencia actuable, ir pasando al orden del qué o ideal aspectos que antes pertenecían al orden del que o de la existencia.

Hubo un tiempo en la historia de la física en que el átomo se presentaba casi como un puro que, como realidad bruta y en bruto, sin estructura interna; el progreso científico ha consistido en hallar aspectos de qué, conexiones legales, esencia, estructura.

El aspecto de realidad bruta y en bruto cae y desaparece, retrocediendo cada vez más los límites del puro y simple estar ahí (da-sein).

De parecida manera, sólo que en este caso se trata de un proceso entitativo-transcendental: el límite entre el qué y el que de las cosas, entre su esencia y su existencia, no es fijo; se desplaza en función de una conciencia transfinita en proceso transcendente, y sólo es definible en función de ella y de su estadio actual y de la serie ascendente de sus estadios transfinitantes.

La mostración de este fenómeno transcendental podría llamarse con Hegel Phaenomenologie des Geistes, porque, en efecto, fue Hegel el que, por primera vez en la historia, tuvo plena conciencia de él.

En un plan más amplio que el hegeliano equivale a estudiar los diversos tipos de dialéctica aparecidos a lo largo de la historia; e inclusive, entre otros temas, el de la evolución ascendente del conocimiento «esencial», los grados ascendentes de funcionamiento simbólico de las cosas; comparación de la estructura de universos ideales   —111→   en conjunto, por ejemplo, de la metafísica platónica con la aristotélica, con la tomista, con la cartesiana...; de la geometría de Euclides con la de Riemann, del universo sonoro de Bach con el de Debussy. Todo ello bajo el aspecto de potencias ascendentes de simbolismo de las cosas; en función de la transcendencia y transfinitud del hombre.

Es el punto de vista meta-físico por excelencia.

Lo dejo aquí como programa de trabajo y como programa de incitaciones a filosofar.

Inicio aquí la curva que va a unir estas ideas con un conjunto de ideas anteriores; al parecer sueltas hasta ahora.




ArribaAbajo26. La transfinitud humana como unidad dinámica unificante

La transfinitud del hombre no es una estructura homogénea, aunque sea superlativamente unitaria y actúe como suprema unidad dinámica unificante.

La transfinitud del hombre en cuanto unidad dinámica unificante unifica precisamente por unidad de la dirección del «trans», cuando el plus ultra ordena todas las cosas en serie de potencias ascendentes hacia el Infinito. Es, pues, una unidad dinámica de dirección, un vector entitativo, por decirlo con la terminología matemática.

Esta unidad dinámica de dirección hacia el Infinito impresa a todas las cosas y ciencias se llama dialéctica, y se distingue tan radicalmente de todas ellas como el reposo negativo del movimiento esencial.

  —112→  

A tal unidad dinámica transfinita y transfinitante le son dados los dos aspectos de objeto y cosa en sí, de esencia -idea y de existencia- realidad, en cada momento de su evolución ascendente hacia el Infinito; pero se halla con ellos no como con algo definitivo, imposible de transcender, de superar, sino como con algo capaz de ser ordenadamente superado y transcendido a lo largo de la evolución dialéctica.

Ahora que solamente la plena toma de conciencia de tales aspectos en su provisoria irreductibilidad -una crítica de la razón pura- puede desvelar e incitar al salto transcendente, (ur-sprünglich), a la esencial potencia transfinita del hombre.

De consiguiente: si el aspecto de cosa en sí fuese sola y exclusivamente el aspecto inverso de objeto, o si el aspecto de cosa en sí fuere simplemente el serme algo dado como dado, es decir, como no creado, por mí, en este caso tanto el aspecto de objeto como el de cosa en sí serían exclusivamente índice de mi esencial finitud, sin relación alguna a mi transfinitud en cuanto potencia transcendente.

Mi transfinitud se reduciría a tener conciencia de ser finito, a saber de mi esencial encarcelamiento -en tal número de categorías, en tal tipo de cuerpo, en tal clase de valoraciones, en tal estructura general de ciencia...- sin que tal conciencia fuera a la vez una potencia superadora y transtornadora de cada uno de dichos límites. No cabría dialéctica como potencia transfinita humana.

El hombre sería puro y simple hombre, el hombre no podría llegar a ser filósofo, en la plena acepción de la palabra según Platón, pues ya no sería el Pobre -rico- en recursos, el hijo de Penía y de Poros, sino el pobre sin remedio, sin recursos esenciales.

  —113→  

Para este tipo de finitud resignada y consciente, la conciencia y la resignación en la finitud no pueden quedarse bajo la forma estática y tranquila de sola conciencia, de un puro saber de-con, y de resignación, de signatura (ignare, signatio... ) o firma re-afirmada y garantizada y legalizada. Y este no-poder-quedarse bajo tales formas vitales -con sus manifestaciones científicas, morales, sociales...-, estáticas, tranquilas, delata la positividad de la potencia transfinita del hombre.

Saberse transfinito, acudírsele a uno esas dos simples palabrejas plus ultra, más allá, así en general, sin restricción, encierran esencialmente una tentación, es decir, un intento de realización.

Saber geometría es saber geometría, ni más ni menos. Pero saberse transfinito es saberse más allá de cada cosa, es sentirse ya más allá, fuera de ella; y, en este caso, cuando de saberse transfinito torno a saber una cosa habré de notarme como libre, pues voluntariamente me encarcelo.

Cuando el hombre ha llegado a tomar plena conciencia de su transfinitud, a saber el diabólico sentido de esas palabras «más allá», plus ultra, trans, metá... no puede ya tener conciencia tranquila. No tiene más remedio que adoptar una de las tres actitudes de que hablé anteriormente: o dialéctica abierta al infinito, dialéctica transcendente -en- acto, o dialéctica transcendente -en- potencia, o dialéctica invertida.

En estas dos últimas se presentan necesariamente fenómenos de asfixia interna a los que, no es preciso decirlo, pueden darse lindos nombres.

Heidegger da marcha atrás al vapor transfinito en dirección hacia el centro del hombre; la potencia transfinita se centra, se concentra, se reconcentra sobre sí, en sí y para sí, consigo misma; y, como en la serie periódica   —114→   de los elementos, le sucede al hombre que, al llegar a un estado de máxima condensación, de máximo peso interno, revienta y explota en radiaciones de mil tipos, sin ley determinada, a lo más con ley de tipo probabilístico; y explota en trozos y astillas, en sentimientos inconexos y desconcertantes, cual las partículas que saltan de los cuerpos supradensos, de los cuerpos radioactivos.

Esta es la impresión directa que recibo al leer Sein und Zeit de Heidegger: el de una vida humana transfinita puesta en reconcentración radioactiva. Y como la energía de los cuerpos radioactivos, la energía transfinita en forma reconcentrada y explotante por exceso de restricciones, o no es aprovechable o sólo sirve para curar ciertas enfermedades extremas. La filosofía de Heidegger, por este motivo, no puede tener estructura, fuera de una estructura semiprobabilística, de conjunto, cual las leyes de las explosiones radioactivas; y sus estructuras, -las de Sorge, Angst...- no son, en rigor, sino astillas del hombre.

No se asfixian las piedras; sólo la transfinitud del hombre «puede» angustiarse; y angustia viene de «angustia», de estrecharse, angostarse.

Por esto precisamente, porque el hombre se angosta a sí mismo, le sobreviene la angustia, como Stimmung, como temple entitativo de protesta, como reacción óntica de la transfinitud reprimida.

No es, pues, la angustia bajo ninguna de sus formas, un fenómeno primario; sino, en el mejor de los casos, el primario al revés, la inversión del primario; en vez de transfinitud en acto transcendente, transfinitud -en- inversión, en acto intranscendente.

No se puede jugar, como Sansón, a morir sepultado bajo las ruinas de sí mismo. Se puede creer que Sansón   —115→   murió bajo las ruinas del templo, pero el hombre en cuanto tal -cuando se ha reconcentrado en sí mismo no dando a nada posibilidad de acceso, haciendo que desaparezcan los objetos todos en cuanto objetos-, se convierte en la sustancia más explosiva que hay; su transfinitud, en vez de dar una dialéctica, ordenando todo según una serie de potencias ascendentes hacia el Infinito, se torna en transfinitud desintegrante del universo, del universo del yo, del universo de las ciencias y de los valores; y frente a tal caos, la transfinitud asume, sutilmente, la forma de voluntad de poderío, de dictadura autárquica absoluta, delegada tal vez en el Estado y, si las circunstancias aprietan, en algo más concreto y personal.

Y aquí cierro la alusión a Heidegger como personificación del tipo moderno de dialéctica invertida.




ArribaAbajo27. La perspectiva platónica en dialéctica descendente

Vuelvo a Platón.

La dialéctica en acto transcendente lleva en sí un ímpetu tal que, en un momento u otro, lanza al entendimiento «más allá» (epékeina) del ser, del logos y de la sustancia, haciéndole tomar contacto con el Absoluto.

Y este contacto transforma radicalmente la perspectiva del universo. A esta transformación he llamado descenso, con el término platónico y plotiniano.

En rigor, no lo es.

La dialéctica no es una escala fija que sirva indiferentemente, una vez construida, para subir y bajar. Sirve sólo para subir; funciona como catapulta y trampolín;   —116→   hemos de trepar paso a paso hasta su punta, y, puestos en ella, nos proyecta al Infinito.

La cosa en sí en cuanto en sí, es decir, el aspecto de realidad o de existencia es dado primariamente a la transfinitud, al trans o más allá del hombre, en cuanto se nota oprimido en cada momento por un límite u otro; este notarse limitado por un tipo de límite es estar más allá de él. El oprimirme mismo, el limitarme mismo del límite es, idénticamente, descubrírseme su realidad bruta, en cuanto realidad, y descubrirseme mi transfinitud misma en cuanto tal. Ahora bien: el infinito no puede actuar de límite, no puede oprimir, aprisionar, finitar un transfinito que se pone en contacto con Él. Al revés: el contacto de un transfinito con Él infinito es la liberación de toda constricción, el desatamiento de todo límite. Por consiguiente, en tal contacto tiene que desaparecer la oposición de cosa en sí-objeto, el puro y simple aspecto de realidad en bruto como diverso del de idea y esencia.

Lo Bueno, dirá Platón, tras la experiencia de lo Infinito, está por encima del ser, de la sustancia y del logos. Y lo mismo repetirá Plotino. Y lo mismo, San Pablo. Y lo mismo, todos los místicos.

No sólo en Dios no se distingue la esencia de la existencia, sino que al ser en Él in Ipso sumus desaparece tal distinción del horizonte categorial, del mundo y panorama categorial del mortal dichoso que haya llegado, de manera más o menos perfecta, al contacto con el Infinito.

Por este motivo digo que, tras la experiencia del Infinito, y en la medida de la intimidad de tal experiencia, tiende a desaparecer o desaparece de los aspectos que las cosas presentan el aspecto de realidad, existencia,   —117→   cosa en sí... en cuanto contrapuestos y correferidos a objeto, idea, esencia.

En lenguaje místico: todo aparece divinizado, por tanto sin distinguirse esencia de existencia, cosa en sí de objeto.

Esta divinización del universo recibirá multiformes expresiones. Cito unas cuantas.

En el estadio de la dialéctica ascendente, las cosas son vividas como «creaturas», como radicalmente inconsistentes en sí mismas y radicalmente transidas de un ímpetu hacia Dios. En el estado de dialéctica descendente, las cosas ya no aparecen como creaturas, ya no hace falta sentir ni su radical inconsistencia ni su ímpetu proyectante, aparecen como «vestigios, huellas, imágenes» de Dios, es decir, símbolos divinos.

Así, cuando la mística cristiana llegue a poseer una formulación científica, Santo Tomás creerá poder demostrar que las cosas son vestigia Trinitatis (Summa theologica, parte 1, quaest 45, art. 7) y que el hombre es imago Trinitatis (ibid. quaest, 93, 7.)

Y esto de ver las cosas como huellas de Dios no es metáfora sino para los pobres mortales que todavía no hemos llegado al contacto místico. Para el místico auténtico, el mundo «es» símbolo divino, esta es la nueva faz del mundo, su auténtico sentido.

Ha vuelto al mundo dando a las cosas una nueva posibilidad de acceso, un tipo nuevo de trato con él, superior al categorial, superior a la distinción cosa en si-objeto.

Y este nuevo tipo de posibilidad de acceso de las cosas a la conciencia, que es la transcendentalidad de las categorías, es el hacer posible que se presenten las cosas a una conciencia que vive-desde-Dios, como divina;   —118→   las cosas se le presentarán como desde y hacia Dios, como huellas, vestigios, imágenes, según los casos y cosas. Así vive el mundo el místico.

Y no bajo las categorías de cantidad, relación, número... sino que todos estos aspectos son reabsorbidos. (Aufgehoben) en una objetividad superior, se les da a todos ellos una más radical y transcendente posibilidad de acceso: el acceso a la conciencia divinizada, a lo divino de la conciencia, a la conciencia puesta mas allí de ser, sustancia, logos, nous, cosa en sí, objeto, existencia, esencia...

Nuestro gran místico San Juan de la Cruz, tras la experiencia mística, pudo poner en boca de las creaturas aquellos versos que transcienden aún embriagadoramente a transcendencias divinas:


Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura,
Y yéndolos mirando,
Con sola su figura
Vestidos los dejó de su hermosura.


(Cántico espiritual, 15.)                


No me es posible hacer aquí un estudio de las categorías místicas en sus relaciones con las categorías ontológicas ordinarias. Lo reservo para otro estudio que sea algo más que invitación a filosofar, algo más que aperitivo tal.

Pero me parece resultar suficientemente claro que la experiencia del Infinito «abre» y desdelimita de un modo especial la transfinitud humana y, de consiguiente, el hombre queda trans-formado, trans-sustanciado, trans-figurado   —119→   tan profundamente que la conciencia adquiere un nuevo poder, transcendental en segunda y última potencia: de dar una nueva y última manera de acceso a las cosas, que ya no se presentarán como objetos, sino casi casi como lo que son en sí, casi tal cual se aparecen a los ojos divinos respecto de los cuales, dice la Biblia, omnia nada sunt et aperta oculis ejus.

El hombre no pierde con el contacto místico su estructura transfinita; al menos no la pierde por ciertos tipos de contacto transitorio, cual se verifican en este mundo.

El contacto con el Infinito puede revestir formas más o menos hondas; así la de simple presentimiento, la que notamos al leer un místico. «Cuando leo místicos -dice James- algo vibra y se estremece en mí». Este estremecimiento, con ocasión de ciertas palabras, encierra un contacto, por modo de presentimiento, con el Infinito.

Ciertos libros de mística, sobre todo ciertos libros de la Sagrada Escritura, son «lugar de experiencias», lugar de apariciones de Dios, de parecida manera a como ciertos conjuntos de puntos y rayas son lugar de aparición de universos musicales.

Es irremediablemente estúpido querer demostrar la existencia o no existencia, el sentido o sinsentido del universo musical de Nuages de Debussy por examen del tipo de figuras visibles que sobre el papel dibujan las notas, por los tipos de manchas negras de los acordes, por las distancias típicas de los arpegios, por las curvas punteadas que describen al vista sobre el papel los temas musicales, por el espectro visual de franjas en blanco (silencios) y franjas más o menos oscuras (número de instrumentos simultáneos) de la partitura.

  —120→  

Es todavía más incurable (dejo por si acaso el sustantivo) pretender demostrar tanto la divinidad como la no-divinidad de la Biblia, la autenticidad como la no autenticidad de las obras místicas por medio de otros criterios que no sean el de «resonancia» interna, el de notar si nos dicen algo, si nos estremecen en cuerdas hasta entonces intactas y mudas, si nos dejan transidos, si, para decirlo con San Juan de la Cruz,


Y déjame muriendo
Un no sé qué quedan balbuciendo


(Cántico espiritual, 7.)                


Cuando por el proceso de la dialéctica ascendente ha recorrido uno todos los órdenes del saber, las cosas -reales, ideales, físicas, geométricas, aritméticas, lógicas...- no quedan balbuciendo sino diciendo (logos) clara y distintamente lo que son, en plena fenomenología de sí mismas; solamente tras el contacto con el Infinito, las cosas y las ciencias dejan de ser cosas y ciencias que hablan de cosas, y comienzan a hablar, tartamudeando, de Dios.

En las cosas todas nace un Niño-Dios.

Y es esta lengua y lenguaje divinos, que de repente les nace a las cosas, lo que desconcierta al más sabio, lo que le hace no saber lo más sabido, lo que le deshace todos los órganos concretos de vivir, del vivir corporal y espiritual; y se siente morir por desdiferenciación de todas las estructuras de la vida superior e inferior, como se notaría morir un vertebrado si gradualmente fueran desdefiniéndosele sus órganos hasta llegar al estado de indiferenciación orgánica de una amiba.



  —121→  

ArribaAbajo28. El universo como pura idea y como idea pura

Platón halló una linda formulación para esta nueva manera como se presenta el mundo tas el contacto con el Infinito.

El descenso se hace «con ideas, por ideas, hacia ideas y hasta ideas» (Rep. 511, C). Es decir: el universo queda reducido a puras ideas y a ideas puras.

Con la terminología anterior diría que ha desaparecido el aspecto brutal y duro de «que», y sólo queda el de «qué».

La idea de una cosa, cuando es idea pura, resulta algo así como una película transparente a través de la cual es visible el Infinito, la Idea suprema, el Principio absoluto.

En cambio, el aspecto de que, la realidad de las cosas, en cuanto realidad, en cuanto existencia, afirma la cosa en sí, la presenta como segura, ratificada (res, de reor, ratum...), firme; la realidad es intransparente, espesa la idea y las cosas, no deja ver a través de ellas a Dios.

Vivir, pues, en un universo de puras y solas ideas es vivir en un medio de absoluta transparencia en que cada cosa remite esencialmente a la Idea por excelencia, a Dios.

En tal universo, el que o el aspecto de realidad bruta no puede presentarse. Las cosas se han vuelto, por decirlo así, radicalmente insubsistentes; sólo pueden ser, flotando en Dios; sostenidas por los rayos del Sol inteligible (helios noetós) que es la Idea suprema.

Y esta manera de ser-en-transparencia-y-suspensión es la manera divina de ver las cosas, frente a la manera mundana de ser de las mismas.

  —122→  

Porque no imaginemos, a lo topo, que las cosas puedan ser sólo de una manera: y ésta, inmutable. Dada una cosa, su manera de ser no está prefijada. Es esencialmente función de la transfinitud y de la potencia ascendente de la transfinitud del hombre. Las maneras de ser de cada cosa se hallan esencialmente sometidas al proceso dialéctico.

Recuérdese que escribo una invitación a filosofar, y así puedo permitirme dejar lo dicho en pura alusión e incitación.

Con esto cierro el estudio sobre la dialéctica platónica, como ejemplo concreto del auténtico filosofar.





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