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Isabel Allende, cronista de los sentidos

Luis Sáinz de Medrano Arce





El extraordinario psicólogo Thomas Moore de quien hemos aprendido muchas cosas sobre el encantamiento que nos facilitan el acceso a una narrativa tan abierta a este fenómeno como la de Isabel Allende, nos previene en su libro El placer de cada día respecto al hecho de que, del mismo modo que «el psicoanalista puede desvirtualizar el relato de nuestra vida [...] interpretándola en términos científicos» [...], «si nuestras críticas no son más que juicios sobre los detalles técnicos, nuestras reflexiones contribuirán al desencanto de nuestra narración»1. Considerando estas advertencias y lo que la propia Isabel ha dicho sobre el aburrimiento que le produce la crítica, «el descuartizamiento del texto y volver a pegarlo como un embalsamador»2, nuestro primera aproximación al tema del que vamos a ocuparnos empezará evocando una situación que la crítica ortodoxa no consideraría correcta pero que por nuestra parte estimamos muy pertinente.

Nos situamos así en una mañana de invierno, 30 de noviembre de 1987, en un aula de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense que Isabel Allende caldeó hablando de su obra a los estudiantes. La fascinación emanada de su palabra llenó de magia aquel recinto. Todos asistimos a una deslumbrante lección del arte de contar, en el plano de la oralidad, el mismo que sostenía, que sostiene, su escritura. Estábamos ante el primero de los placeres que Isabel Allende nos ofrece en su obra: el placer del lenguaje, algo que es consustancial a la auténtica literatura pero que en el caso de nuestra narradora chilena se muestra con el fulgor que suscita siempre el encantamiento.

Esto, naturalmente, no significa, antes al contrario, que la obra de Isabel sea un mero manejo de los halagos del lenguaje (algo, por otra parte muy legítimo). Todos sabemos hasta qué punto abunda en referentes que corresponde a situaciones graves y ciertas de Hispanoamérica y de su vinculación, en algunos casos, con los Estados Unidos.

El arte de contar, el arte de atrapar en los contenidos de las historias es, dicho esto, una constante en esta narrativa sin excepción alguna, cosa profundamente relacionada con el carácter compulsivo de su autora para verbalizar sus vivencias y enriquecer las ajenas: «Escribo -ha podido decir- porque si no me moriría»3, y, asimismo: «todo lo que pasa en el mundo [que es algo que «no tiene explicación»]4, y en la vida, me maravilla»5. Refiriéndose a su esposo Willie, ha manifestado que el enorme interés que le suscitó el conocimiento de los avatares de su existencia se tradujo en el convencimiento de que era inexcusable convertirla en escritura: «Cuando lo conocí y empezó a contarme la historia de su vida supe que debía escribirla, y por eso, creo, me enamoré tanto y tan apresuradamente de él»6. También en la vida real Isabel endulzó los últimos días de su suegra contándole hechos positivos de los asuntos familiares y omitiendo los conflictivos. «Contando cuentos -dice C. Correas- se ha salvado de la pobreza, del tedio y del dolor más grande que le dio la vida: la muerte de su hija Paula»7, ha maravillado a sus nietos recreando a su antojo para ellos los cuentos clásicos, etc. De algún modo, como la Sherezade de Las mil y una noches, libro que leyó la primera vez a escondidas y que no ha abandonado nunca, el hecho de crear historias, de narrar le ha salvado espiritualmente la vida y también la de algunos de sus seres queridos, sin olvidar a los lectores, participantes de esa ventura. Refiriéndose a Eva Luna (1987) ha podido decir su autora que ha nacido «del placer de ser una mujer y contar historias»8. En fin, son casi innumerables las situaciones en que directamente o a través de un personaje, Isabel Allende ha reiterado esta fruición, que puede quedar resumida en este axioma: «La palabra me hace fuerte»9. No dudamos de que Isabel Allende suscribe plenamente las laudationes a la palabra que Neruda incluye en diversos momentos de su inmensa obra. Pensemos en su «Oda al diccionario», en el apartado «La palabra» de Confieso que he vivido, o en este aserto de su aceptación del premio Nobel, concerniente a los «escritores de la vasta extensión americana»: «Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar»10.

Alguien dijo que Kafka habría sido un escritor costumbrista en Hispanoamérica. Con menos énfasis el argentino Adolfo Bioy Casares escribió en sus Memorias: «Con soberbia de inventor de historias, yo creí que la aventura se daba únicamente en las novelas y también, quizá con menos contundencia, en la vida de unos pocos seres. Ahora sospecho que si uno remonta la historia de cualquier familia, la encuentra»11. Tenemos la firme impresión de que eso lo ha sabido siempre Isabel Allende, desde que -como cuenta en la solapa de Eva Luna- dispuso de un cuaderno dado por su madre «para anotar la vida a la edad en que otras niñas juegan con muñecas» y dispuso también del permiso para pintar en una pared de su cuarto «las cosas que deseaba tener»12. Volviendo a algo subrayado por Moore, viene muy al caso hablando de la obra de Isabel Allende tener en cuenta la circunstancia de que «el término "autor" deriva de la palabra latina que significa incrementar (auctus, crecimiento)». Esta es una precisión acertada de lo que hacen los narradores: «desarrollan, aumentan, hinchan los personajes y las frases. Ayudan al nacimiento de una historia que tiene vida propia»13. Incluso la defensa de la belleza de las historias fragmentadas o incompletas hecha por este mismo crítico, puede ser aplicada a algunos textos de Allende y en particular al final de Eva Luna, donde encontramos esta descripción que atañe a la relación entre la protagonista y Rolf Carlé: «Y después nos amamos simplemente por un tiempo prudencial, hasta que el amor se fue desgastando y se deshizo en hilachas.- O tal vez las cosas no ocurrieron así. Tal vez tuvimos la suerte de tropezar con un amor excepcional y yo no tuve necesidad de inventarlo, sino sólo de vestirlo de gala para que perdurara en la memoria, de acuerdo al principio de que es posible construir la realidad a la medida de las propias apetencias...»14. Al fin y al cabo, añadimos, esta técnica de renunciar a un final definitivo ya la conocieron los anónimos autores de los romances viejos. Como aclaró Menéndez Pidal al comentar tal fenómeno: «De este modo los recitadores de romances halagaban la vaguedad de la imaginación y del sentimiento, despertaban estados imprecisos del espíritu, que tan valiosos son para el arte refinado»15.

Estamos hablando del placer de reflejar el mundo, pero sobre todo del placer de interpretarlo desde la libertad del artista, del poeta nos atrevemos a decir en el caso de Isabel Allende, porque el poeta, como es sabido, ha estado allí donde no han llegado los demás, o no ha querido estar donde la realidad podía destruir el vuelo supremo de lo posible. Con el ejemplo de una estatua de Venus carente de brazos y nariz, advierte Moore: «Quizá sintamos la tentación de añadir las partes de una forma artificial, pero a menudo las estatuas mutiladas son las más bellas»16.

Si nos acercamos ahora al tema del placer erótico en la obra de Isabel Allende, es evidente que el terreno resulta sumamente fecundo. Nos permitimos complementar, eso sí, ciertos juicios de la narradora a este respecto. En el capítulo «La orgía» de Afrodita (1997), junto a las salvedades que establece al referirse a los rigores del cristianismo, que sustituyeron a las escabrosas libertades del mundo pagano, cabría recordar que, además de que, como señala, la iglesia tuvo que asumir en su propia liturgia ciertos elementos de las festividades de dicho mundo, lo, digamos, licencioso compareció literariamente sin ambages en la propia sociedad medieval hispana, y en los dogmáticos siglos de los Austrias con sorprendente frecuencia. El Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita, justifica la presencia en él de costumbres non sanctas con un argumento tan hipócrita como genial: «Como es cosa humana el pecar -dice el arcipreste-, si algunos, lo que nos les aconsejo, quisieran usar del loco amor, aquí hallarán algunas maneras para ello»17. Y permítaseme recordar otros versos del donoso clérigo que me atrevo a creer que podrían ser suscritos por Isabel Allende, aunque sin necesidad del subterfugio de la auctoritas: «Es palabra de sabio, y dícelo Catón,/ que el hombre, a los cuidados que tiene en corazón,/ entremezcle placeres y risueña razón,/ pues en mucha tristeza muchos pecados son»18. Y más aún, sustituyendo hombre por mujer y viceversa, cuando sea preciso: «Como dice Aristóteles, cosa es verdadera,/ por dos cosas trabaja el hombre: la primera/ por haber mantenencia; la otra cosa era/ por haber ayuntamiento con fembra placentera»19. Y qué decir de la «Cantiga de los clérigos de Talavera», reacción furibunda, en el mismo Libro, ante la misiva del Arzobispo don Gil («Las cartas que han llegado dicen de esta manera:/ que casado ni clérigo de toda Talavera/ no ha de tener manceba casada ni soltera:/ cualquiera que la tenga excomulgado sea»20), en la que estos clérigos exponen sus quejas, con la sugerencia de apelar contra el mismo Papa, vía rey de Castilla, al tener que abandonar a sus barraganas.

En La Celestina, en el Arcipreste de Talavera, en Tirant lo Blanc, en Cervantes y en la novela cortesana del XVII podemos encontrar notables ejemplos de una corriente erótica que atraviesa los rigores del puritanismo oficial. Y el manejo de lo erótico en la obra de Isabel Allende conecta, a nuestro modo de ver, con esta corriente autóctona. Por supuesto Isabel, no desconocerá los muchos autores de otras lenguas que Mario Vargas Llosa ha recordado en su artículo «Lecturas eróticas»21, a propósito de sus propias novelas Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997), (de Bocaccio a Catherine Millet, pasando por Sade, Casanova, Henry Miller, George Bataille, etc.) y por los españoles citados -conocido es su especial interés por la obra de Joan Martorell-. Sin embargo, insistimos, la sana desvergüenza, frecuentemente matizada por un formidable humor (¡ese «cocido para orgías» de Carmen Balcells!, en Afrodita!), con que Allende trata el tema nos lleva a considerarla, creo que sólo con un moderado chovinismo, más bien dentro de la línea hispánica. En la obra de Isabel Allende se cumple del modo más positivo, lo que dice el escritor peruano, «la frontera entre erotismo y pornografía sólo se puede definir en términos estéticos [...] Si se queda por debajo de ese mínimo que da categoría de obra estética a un texto, es pornográfica». Es una obviedad a estas alturas decir que la obra de Isabel está con creces situada muy por encima de esa línea.

En Eva Luna, donde se produce no una ruptura pero sí un hábil cambio de ciertos registros respecto a sus dos grandes novelas anteriores -sin que olvidemos sus destrezas humorísticas textualizadas en Civilice a su troglodita (1974) y La gorda de porcelana (1984)- la narradora ha tenido la habilidad de perseverar en la presentación de una realidad inequívocamente iberoamericana como fondo espacial y temporal de la historia: un ámbito tropical, ampliado en abruptas mesetas frías, grandes ríos y húmedas llanuras, regido por «benefactores» cambiantes, poder militar a veces insurgente, auge de la explotación del petróleo -lo que nos remite a Venezuela donde Isabel vivió durante trece años- presencia de inmigrantes claramente situados en «América del Sur»22, indios, guerrillas, y para mayor abundamiento en cuanto a elementos determinantes, se alude al envío de una perra al espacio por los rusos, lo cual sucedió en 1960, a la revolución cubana, con alusiones concretas a Fidel y a un activo Che Guevara. Como en el resto de sus narraciones Allende tiene interés en dejar claro que su libertad como maga de la palabra no es incompatible, por voluntad propia, con su propósito de dar testimonio de su continente, el más propicio, por cierto, como lo señaló tempranamente Alejo Carpentier para generar lo real maravilloso. Y como personaje central esa jovencita, Eva Luna, quien desde el primer momento nos advierte de que su nombre significa vida, y su apellido procede de la tribu de su padre, esa muchacha que a los 6 años queda huérfana y emprende una ruta que podríamos encajar, con algunas reservas, en los esquemas de la «novela picaresca» y de la «novela de aprendizaje».

Con algunas reservas, decimos, porque Eva Luna carece de la inevitable amoralidad del pícaro español, es más perspicaz y más vital; y en cuanto al aprendizaje, va más allá del Kim de Rudyard Kipling, del Huckleberry Finn de Twain y del Fabio de Don Segundo Sombra de Güiraldes. Hay en ella una fuerza y un sentido de la independencia, también una especie de fe en sí misma, que la llevan a transformarse en una mujer que, salida prácticamente de la nada, sabe construir su propia vida. Partiendo de su heredada capacidad para contar cuentos, llega a ser una profesional que se sitúa como brillante autora de telenovelas, concienciada de la injusticia de la estructura social, colabora con la guerrilla, y es, en fin, todo un paradigma en la lista de las mujeres fuertes, liberadas de la dependencia de los hombres, típicas de toda la obra de Isabel Allende. Su momento cenital en este sentido es aquél en que vuelca el contenido de una bacinilla sobre el miserable Ministro de Estado del que es sirvienta y abandona para siempre el mundo de la sumisión.

Entre las situaciones eróticas de esta novela hemos de destacar la referente a la propia concepción de Eva Luna cuando su madre, de quien hereda la sagacidad y el arte de contar, apasionada lectora en la biblioteca de su patrón, el embalsamador profesor Jones, consigue que el indio que trabaja como jardinero, superando una situación de agonía, le proporcione el placer que no conoció en 36 años y la convierta en madre23. La deducción es clara, el erotismo es fuente de vida, idea que rebosa por todas partes en la poesía contemporánea: por ejemplo, en ese firme axioma de Octavio Paz en La estación violenta (1948-57): «el mundo nace cuando dos se besan», o en La espada encendida (1970) de Neruda.

Además de la trascendencia explícita de este caso, pensemos también en otras situaciones en las que el erotismo parece tener sólo que ver, pero nada menos, con la mera alegría de vivir. En este aspecto nada tan significativo como la relación que sin reparo alguno provoca con el joven Rolf Carlé, austríaco emigrado a Suramérica y recibido en casa de sus tíos, las dos hijas de éstos. Hechas a la idea de casarse por conveniencia con sendos pretendientes bien acomodados, no consideran que esto sea incompatible con los placenteros encuentros en trío con el mozo europeo. Eva Luna dará igualmente rienda suelta a sus sentimientos con el acomplejado Riad Halabí y acabará estableciendo un contacto íntimo con el mismo Carlé, de cuya hipotética duración ya hemos dado cuenta. Entre tanto conoceremos la sensualidad de Melecio, un travestí a quien Eva apoya en su deseo de ser mujer, la borrascosa pasión de Zulema, esposa de Halabí, con el joven Kamal... El erotismo cruza las páginas de Eva Luna con dulzura unas veces, otras con estrépito. Su semiótica nos remite siempre a un hondo sentido de lo humano, de la libertad, de la comunicación; también, eventualmente, de la frustración, pero igualmente de la compasión.

Y qué decir de los Cuentos de Eva Luna24, esas 23 historias que no tuvieron cabida en la novela. Previsiblemente encontramos en alguna de ellas particulares, complejas formas de erotismo, empezando por la sentimental introducción de Carlé, a quien suponemos ya distante, en una evocación donde la sensualidad, que concierne también a las palabras de Eva, tejedoras de vida, se carga de melancolía. Persiste esta exaltación del verbo en la historia de Belisa Crepusculario («Dos palabras») cuyo oficio era venderlas, y, por cierto, en «Vida interminable» donde se hace una disquisición inicial, un ejercicio metaliterario, sobre la condición de las historias y la forma de su emergencia. Siempre el placer del lenguaje creador. Los elementos eróticos no faltan por supuesto y pueden manejarse en forma muy sorprendente. En cierto momento («Boca de sapo»), el relato sobre la prostituta del sur chileno que habilita su cuerpo para el conocido juego de la rana, allí del sapo, parece introducirse, desafiante, en la línea de lo descaradamente licencioso. Sin embargo, la apasionada historia de amor que termina por unir a la prostituta con Pablo, el solitario asturiano, como remate del cuento, tiene algo de solapada ternura que disipa su carácter escabroso. Los cuentos son un compendio de las variantes, algunas entrañables, que puede adquirir la sensualidad humana. Una mujer, («María la boba»), calma su angustia por la pérdida de su hijo con una relación imposible con un marinero griego «pendenciero y bebedor»25 y aprende a pagar, cuando es abandonada, con la mayor inocencia, la ilusión del amor, hasta que aburrida de aguardar en vano el amor estable decide suicidarse con su habitual delicadeza. La honesta tía de Rolf Carlé vuelve a preparar su guiso afrodisiaco. («Heidelberg»), Casilda, «la mujer del juez», retiene en una estrategia basada en la relación erótica al causante de la muerte de su marido, pero la revelación del aspecto placentero de ese ardid la impulsa a salvarlo. Dulce Rosa («la venganza») es otro personaje que renuncia a la venganza por amor a su execrable violador. La mujer de un embajador europeo, secuestrada por el dictador de turno, acepta la increíble situación y más cuando se instala, ya sin acoso alguno, en una especie de palacio encantado («El palacio imaginado»). Múltiples matices, no pocas veces emotivos, de la condición humana en el contexto del placer erótico, muestran con especial intensidad que la narradora va más allá del mero deleite de los sentidos. Muy lejos de eso, en la historia final («De barro estamos hechos»), la trágica muerte de la niña víctima de la catástrofe del colombiano Nevado del Ruiz sumergida en un lodazal, asistida por Rolf Carlé -el mismo que abre el libro- y apoyada por las gestiones de Eva Luna, influyente periodista de TV, subraya dramáticamente esta colección de relatos memorables, profundamente humanos.

Llegado este momento resulta desolador contemplar el escaso espacio disponible para referirnos a Afrodita. Diré que del mismo modo que los personajes de los libros del embalsamador profesor Jones dejaban salir por la noche a sus personajes para «vagar por los salones y vivir sus aventuras»26, las frecuentes alusiones a los placeres de la gastronomía en las obras anteriores de Isabel Allende han exigido situarse con holgura en un territorio propio.

Recordemos las muy sabrosas comidas navideñas que se preparan en la casa de Jones, a Eva disfrutando durante horas de un simple pirulí, los limones asados que Elvira le ofrece para hacerla valerosa, las suculentas comidas y postres en la casa de Rupert y Burgel, las comilonas en la casa del ministro a quien sirve Eva Luna... En la literatura hispánica, en sus dos vertientes, es sabido que se desborda, por otra parte, el tema gastronómico desde siempre, y podríamos iniciar un largo itinerario a partir del cotejo del austero «mis fijas e mi mugier [...]/ afarto verán por los ojos cómmo se gana el pan»27 -aun cuando se trate de un eufemismo-, del Poema del Cid con la gustosa pelea de don Carnal y Doña Cuaresma, volviendo al inevitable Arcipreste, para llegar, simplificando hasta lo indecible, a las sugerencias provocadas por los copiosos poemas sobre manjares legados por Neruda.

Apenas destacaré que Afrodita es uno de esos libros hermosos cargados de potencial mágico como los grandes libros litúrgicos que entusiasmaban al tan citado Moore, según manifiesta, cuando era monaguillo en Dublín. Inevitable -si se me permite la digresión- la barrera que su coste pone para el acceso a ellos de todas las personas sensibles. Pero quien suscribe estas líneas, que utiliza por ahora la obra merced a un generoso préstamo, se resiste a pensar, aunque decir esto sea muy incorrecto, que Afrodita pueda ser publicada en una edición de bolsillo (tal vez ya eso haya ocurrido), porque, como bien nos ha enseñado la retórica de nuestro tiempo, a la que por una vez acudo, no cabe disociar en un libro como Afrodita forma (sólo que ahora pensamos en primer lugar en la visible y tangible) y contenido.

Imposible clasificar y analizar ahora las variedades de las numerosas recetas culinarias que ofrece aquí Isabel Allende. Sólo el prólogo, tan sabroso -y erudito- cuyo límite es casi indefinido, merecería un análisis minucioso para destacar su previsible riqueza verbal, extraordinaria, por supuesto, aun al margen de lo estrictamente afrodisiaco; su desenfado, su condición instructiva en el campo del gozo. Claro que como enseguida advertimos, todas las recetas son antes que placer del sentido específico del gusto, placer de todos los sentidos. Si hay que optar, yo me quedaría, por hoy, con el curanto de la tía Burgel y su variante en la olla de la mamá Panchita (lo disfruté en Chile, de excelencia más simplificada, desde luego, en el nerudiano Puerto Saavedra, lo mismo que el caldillo de congrio en Puerto Mont, cerca del desaguadero de Ercilla) y, sintiendo tener que terminar irremediablemente, me quedo también, sin haberlo probado, con el anonadante, fascinante, cocido para orgías de Carmen Balcells.





 
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