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Isabel Segura y Agustina de Aragón

Artículo dedicado a la colonia aragonesa residente en la Habana

Concepción Gimeno de Flaquer





He aquí dos figuras que se destacan en el brillante cuadro de la historia aragonesa cual magnifico relieve artísticamente modelado. Agustina representa la abnegación y el heroísmo, Isabel el amor y la virtud. La virtud y el amor, el heroísmo y la abnegación: ¡Hermoso, feliz consorcio!

Los nombres de estas dos mujeres han dejado un eco de celebridad, que resonando en todo el orbe repercutirá entre las venideras generaciones.

Los aragoneses no pronunciarán jamás estos nombres sin entusiasmo. Los aragoneses, que siempre se han distinguido por su bravura. Los aragoneses, que se hallan dotados de carácter enérgico, viril, son muy sensibles a la influencia femenina.

Lo atestiguan las leyes de Aragón y las costumbres aragonesas tan favorables a la mujer; y más que todo, el ferviente culto tributado a la Virgen del Pilar.

La Virgen es la mujer idealizada: por eso los pueblos donde la Virgen inspira verdadero amor, tratan con más consideración a las mujeres.

Jesucristo redimió a todo el género humano: la Virgen redimió a 1a mujer. Las mujeres hemos sido dos veces redimidas.

Sin duda por esta doble redención los chinos llaman al cristianismo la religión de las mujeres.

Hemos visto en Aragón hombres incrédulos, hombres rudos que pasaban la mayor parte del día blasfemando, transformarse súbitamente al penetrar en el templo de la Virgen del Pilar. Hombres ariscos, hombres ceñudos y adustos, dulcifican la voz bronca, las rudas maneras y la dura expresión del semblante, cuando forman parte de la devota procesión que, al caer la tarde, inunda todos los días con sus cantos de alabanza los ámbitos de aquel alegre templo. A rezar el rosario a la Virgen acuden todas las noches, no solo las mujeres, sino hasta los hombres que han pasado el día entregados a fatigosas tareas. Hay aragonés que carece de pan, y sin embargo, la primera limosna que adquiere la deposita en el altar de la Virgen del Pilar.

El culto a la Virgen del Pilar es sumamente sinceró, porque los aragoneses son muy leales.

El día que cualquier pueblo cometiese el más leve desacato contra la Virgen del Pilar, los aragoneses se lanzarían sobre él como hordas salvajes.

Los aragoneses pueden denominarse caballeros de la Virgen, como se denominaron los entusiastas y fervientes franciscanos, que tanto lucharon para proclamar Inmaculada la Concepción de María.

Tan tierno culto hacia la Virgen del Pilar suaviza la aspereza de los aragoneses y les hace apasionados admiradores del sexo femenino. Por eso los nombres de Isabel de Segura y Agustina de Aragón no necesitaban historiadores para no caer en el olvido: la tradición los ha conservado religiosamente, en cada aragonés tienen esas dos mujeres un cronista fiel.

Los corazones que sufren penas de amor invocan el nombre de Isabel de Segura, los amantes desgraciados llevan exvotos a la tumba de los famosos amantes de Teruel.

Hállase dicha tumba en Teruel, en el claustro de la antigua Iglesia de San Pedro: modernamente se ha engalanado el recinto que ocupa con pilastras de orden corintio, arcos, cornisamento y cúpula, bajo la cual se halla, levantado sobre dos gradas, un templete octágono de orden corintio, que encierra los cadáveres de los desdichados amantes del siglo XIII. Como el amor es la religión que cuenta con más prosélitos; frecuentemente se ven en Teruel romerías que se dirigen al panteón donde reposan Isabel de Segura y Diego Marcilla.

La triste historia de los amantes de Teruel exalta la imaginación de la juventud, cual la historia de Abelardo y Eloísa, Julieta y Romeo, Inés de Castro y Pedro Portugal.

La historia de los amantes de Teruel es una historia de dolor, una odisea de lágrimas.

Isabel y Diego se amaban con delirio, mas el padre de Isabel negó la mano de esta a Diego, porque carecía de fortuna. El joven, desesperado al ver se oponía don Pedro a la realización de su ardiente deseo, partió a la guerra contra los infieles para adquirir honores, y riqueza. Antes de partir, don Pedro le juró que no entregaría a nadie la mano de su hija hasta que hubiesen pasado cinco años. En este breve plazo se proponía el apasionado joven morir o volver victorioso. Se despidió la enamorada pareja haciéndose mutuamente las más tiernas promesas, y el joven partió a la guerra confiando en el astro protector de los amantes.

Cuatro años y medio habían transcurrido sin que Isabel tuviese noticias de Diego, pero ella le esperaba siempre fiando en su constancia y en su amor, juzgando el corazón del mancebo por el suyo. Don Pedro, que creía en algunos rumores esparcidos sobre la muerte de Diego, importunaba a Isabel para que aceptase la maño de Azagra, caballero muy principal que poseía una inmensa fortuna. Isabel se resistía tenazmente a aceptar la mano de Azagra, porque esperaba a su Diego. Terribles eran las luchas que sostenían hija y padre, pues don Pedro se hallaba interesado por el caballero Azagra. La casa de la familia de Segura se había convertido en un infierno. Don Pedro, acostumbrado a la sumisión de su hija, no podía sufrir se resistiese a su mandato: Isabel se exasperaba ante la tiranía de su padre. Azagra amaba mucho a Isabel y se lamentaba amargamente de su indiferencia.

En esta situación llegó el último mes del plazo prefijado para esperar a Diego; y don Pedro ofreció a Azagra la mano de Isabel. Ella dijo enérgicamente que nunca podría amar a su pretendiente, pero que expirado el plazo iría al altar cual víctima inmolada en la obediencia filial. No se desalentó Azagra por tal manifestación, antes por el contrario, contestó a Isabel que fiaba mucho en sus virtudes y que esperaba ser amado cuando se hubiera extinguido en su corazón el recuerdo que consagraba al finado.

El plazo de los cinco años expiró, y tres días después, Isabel, entre lágrimas y suspiros, entregó la maño al amigo de su padre. Mientras la ceremonia se verificaba, Diego Marcilla entraba en Teruel vencedor de los sarracenos, colmado de honores y riquezas. Antes de ir a ver a su familia se dirigió a casa de Isabel; mas encontró un amigo que le enteró de lo que ocurría. Diego Marcilla no articuló una sola sílaba, oyó los consuelos de su amigo con aire distraído y se dejó conducir a la casa de su padre. Largas horas permaneció mudo, inmóvil, hasta que manifestó deseos de retirarse a su cuarto para descansar.

Cuando todos se hallaban durmiendo salió cautelosamente de su casa y se dirigió a la de Isabel, donde se estaba solemnizando la boda con un gran baile. Diego penetró en la casa sin ser visto. Los circunstantes se hallaban aturdidos con los placeres de la fiesta. Allí contempló a Isabel pálida y triste cual la estatua del dolor, y después de haberla visto, se escondió en la cámara nupcial oprimiendo fuertemente su daga.

Los convidados se despidieron y don Pedro acompañó a los desposados a sus habitaciones dándoles la bendición. Al penetrar en ellas, Isabel dijo humildemente a su marido que hallándose fatigada por diversas impresiones, le suplicaba, como gracia especial, le permitiese por aquella noche consagrarse a sus oraciones y a su dolor. Azagra, queriendo hacer méritos para obtener el amor de Isabel, le otorgó la gracia que solicitaba. Esta penetró en el oratorio contiguo a la cámara nupcial y se prosternó ante una imagen de la Virgen. Azagra contempló unos momentos a su esposa y se dirigió al lecho no queriendo turbar sus devotas expansiones. Diego, oculto entre unas cortinas, dirigía feroces miradas a su rival, empuñando la daga, mas 1a presencia de Isabel enfrenaba sus malos pensamientos. Por ella no fue criminal.

El padre de Isabel no había comunicado a los desposados la llegada de Marcilla por no turbar las alegrías de la boda.

Fatigado Azagra de haber hecho los honores de la fiesta, se durmió mientras Isabel pronunciaba entre sollozos el nombre de Diego rezando por su alma. El desdichado amante al oír su nombre salió del lugar donde se ocultaba y se presentó en el oratorio ante Isabel. Esta al verle lanzó un grito que no llegó a resonar porque se ahogó en su garganta.

El joven le describió con vehementes frases toda la intensidad de su desgracia y arribos vertieron copioso llanto.

-Me siento morir, exclamó Diego, dame el beso de despedida.

-Te amo mucho, pero no ofenderé al hombre a quien estoy unida.

-Me siento morir y la muerte santificará nuestro primero y último beso.

-No me pertenezco, tengo dueño y no puedo disponer de mí.

El joven palideció. Isabel le miraba consternada, mas no pensaba en su muerte, el anuncio de ella lo consideró hipérbole de enamorado; exaltación de un alma fogosa.

Desgraciadamente no fue así, pues Diego expiró a los pies de su amada.

Al tocar las glaciales maños de Marcilla sintió Isabel frío el corazón y entonces empezó a comprender la espantosa realidad que se ofrecía a su vista. En tan crítica situación no tuvo más recurso que despertar a su padre y a su esposo y referirles lo ocurrido.

Estos, acompañados de sus deudos, apresuráronse a depositar el cadáver en la puerta de la casa de Marcilla antes que les sorprendiese la luz del día.

Llegó el momento de tributar a Diego las honras fúnebres: al conducir el cadáver a la iglesia de San Pedro, Isabel se asomó a la ventana de su cuarto para contemplar el triste cortejo. Sin verter una lágrima, atónita, muda de dolor, parecía hallarse incrustada en los hierros de la ventana. Tan pronto como hubo perdido de vista la comitiva, se cubrió con un manto negro y se dirigió a la Iglesia: penetró en ella rápidamente y corrió desolada hacia el túmulo. Los circunstantes no la pudieron sujetar: se abrazó al cadáver convulsa, febril, y besó la frente que antes no había querido besar por no faltar a sus deberes. Todos se hallaban aterrados. Isabel parecía desmayada.

¡Está loca!... ¡Pobrecilla!... dijeron unos.

¡Está muerta! exclamaron otros. ¡Desdichada!

El amor fue más poderoso que la muerte: unió dos seres que aquella intentó separar.

El amor vence al imposible y al destino.

Isabel; que no quiso partir con Azagra al tálamo nupcial, partió con Diego al lecho mortuorio.

Diego ganó a la muerte esa victoria.

Las bodas de Diego tuvieron un túmulo por altar.

Nadie pudo impedir se realizase aquel matrimonio de la muerte.

Las aragonesas son mujeres de grandes pasiones.

Dominadas por fuertes afectos, saben morir cual Isabel de Segura y saben matar cual Agustina de Aragón.

¿Quién no admira a la célebre Agustina de Aragón defendiendo Zaragoza y sembrando el espanto entre las huestes de Bonaparte?

Agustina de Aragón, que solo contaba dieciocho años de edad, acababa de casarse con un oficial español unos días antes de estallar la revolución en España. Al ser asaltada Zaragoza por el insaciable conquistador francés, el marido de Agustina tuvo que defender el fuerte de San Agustín donde el fuego era más mortífero. La lucha cada día se encarnizaba más y más; los antiguos e históricos edificios de la ciudad se convertían en ruinas; el suelo se hallaba cubierto de cadáveres, y Agustina pasaba horribles horas de angustia, tanto por la ausencia de su marido como por el triste estado de la patria. En tan terrible situación se dirigió al portillo de San Agustín para seguir la suerte de su marido. Llegó allí sin vacilar; ante la lluvia de balas que caía sobre la ciudad, y se colocó al lado de él. Poco tiempo permaneció inactiva, pues al ver que caían muertos todos los soldados que defendían el baluarte, avanzó sobre aquella montaña de carne humana, y arrancando a la yerta mano de un artillero la encendida mecha, pegó fuego a un cañón, con cuya metralla difundió gran pavor en las legiones imperiales.

Agustina animaba por su valor y con su elocuente palabra a los heridos para que se apercibiesen a la batalla y salvasen la patria.

Su entusiasmo rayaba en frenesí: ella y su marido quedaron solos en el baluarte, porque todos habían perecido.

Los franceses, que no podían comprender el valor de aquella mujer extraordinaria, decían que era Satán en forma femenina; y que con el diablo no querían luchar.

Esta valerosa mujer igualó a Constancia Cecelli, que mereció por su esforzado denuedo los honores que Enrique IV le concedió; a Margarita de Anjou, célebre por su intrepidez; a la condesa de San Belmont, que peleaba al lado de su marido; a la hija de Catón de Utica y a la condesa de Derby, inglesa muy famosa por sus proezas.

Terminado el sitio de Zaragoza, Agustina, habituada ya al combate, no podía permanecer indiferente a cuánto ocurría en otras ciudades, y burlando sagazmente la vigilancia de los franceses, penetró en Tortosa, batiéndose allí con gran denuedo. Más tarde peleó en los campos de Vitoria.

El general Murillo asistía con su división al combate en primera línea y Agustina se incorporó a su división.

Acabaron la guerra los generales Castaños, Wellington, Dozle y Murillo, y Agustina abandonó la vida militar, en la que había sido recompensada por el general Palafox con la insignia de oficial y con un sobresueldo que le concedió Fernando VII.

La fama de los heroicos hechos de Agustina Zaragoza o Agustina de Aragón se extendió por toda Europa, y apenas le quedaba tiempo para admitir los diferentes obsequios que de todas partes le ofrecían.

En casi todas las provincias de España le dedicaron fiestas públicas.

Los ingleses pidieron su retrato para sacar una copia y colocarla en el museo de Londres.

Las aragonesas se han distinguido siempre por el valor.

Las mujeres de Teruel, cuando en la época de las cruzadas se trataba de reconquistar la Tierra Santa, expulsando de allí a los infieles, entusiasmadas por la santa causa se apresuraban a colocar sobre el pecho de sus hijos, maridos o hermanos, la cruz roja; enseña de aquellos religiosos soldados.

Ellas decían a sus hijos cual las renombradas madres espartanas al presentarles el escudo: «volved con él o sobre él».

Si las mujeres de las riberas del Guadalaviar ostentaron gran heroísmo en la Edad Media, no les han ido en zaga las zaragozanas de la edad moderna.

A principios de este siglo lucharon en las márgenes del Ebro por la independencia de la patria; Manuela Sancha, Consolación Azlor, condesa de Bureta y Agustina de Aragón.

Las aragonesas saben morir de amor, como lo demostró Isabel de Segura, sin fallar a sus deberes. Isabel no tuvo un momento de debilidad, porque su virtud la hizo fuerte.

Las aragonesas saben sufrir el martirio por la patria; como lo atestigua la defensa de Zaragoza.

El sudario de gloria que envuelve a Isabel de Segura y Agustina de Aragón, no será desgarrado por la mano de los siglos.

¡Loor y galardón a la virtud de Isabel! ¡Laureles y palmas al heroísmo de Agustina!





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