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ARTÍCULOS




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Razones de la filosofía política139


Norberto Bobbio140


Era previsible que la institucionalización de la cátedra de filosofía política al crearse las nuevas facultades de ciencias políticas a finales de los años sesenta provocase un debate sobre la naturaleza, contenidos y objetivos de la nueva disciplina que ganaba su puesto al lado de dos materias tradicionales, la historia de las doctrinas políticas y la ciencia política para no hablar de la todavía más nueva sociología política. En realidad ese debate no se dio, o fue muy inferior en cuanto a intensidad y vivacidad que el que había precedido y acompañado el nacimiento de la disciplina.

Entre el 11 y el 13 de mayo de 1970 tuvo lugar en la Facultad de Derecho de Bari, gracias al profesor Dino Pasini, un congreso dedicado a la «Tradición y novedad en la filosofía política», en el que le tocó a Alessandro Passerin d’ Entrèves, primer titular de la materia, y a mí que sería su sucesor dos años después, presentar las conferencias introductorias. Ninguno de los dos nos dejamos seducir por la tentación, tan frecuente en estos casos, de proponer su particular concepto de filosofía política, es decir, de ceder a la presunción de decir qué debe ser la filosofía política. D’ Entrèves en su ponencia intitulada manzonianamente El comportamiento asignado a los estadistas se plantea el siguiente problema: «¿Existen características comunes que se encuentran en todos los pensadores que normalmente son catalogados como políticos?». Puesto en estos términos el asunto requería una respuesta basada en una pesquisa histórica consistente en una serie de juicios de hecho,

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por encima de juicios de valor, aunque presuponía un acuerdo tácito apoyado en una convención ampliamente condividida sobre lo que se debía entender por «pensador político», o para responder la metáfora manzoniana, qué es lo que debe ser colocado en la «casilla» (en la que «destacaban» naturalmente Maquiavelo «licencioso, pero profundo», y Botero «recatado, pero agudo»). Los ejemplos proporcionados por d‘ Entrèves que iban de San Agustín a Santo Tomás, de Hobbes a Locke, de Maquiavelo a Montesquieu, se apegaban al acuerdo. Este procedimiento para definir la filosofía política es el típico mecanismo empírico en cuanto a extensión e intensión. Fijado el contenedor (extensión) se trataba de ver qué cosa había dentro (intensión).

También mi ponencia era descriptiva porque, presentando una clasificación de los principales significados lexicales de «filosofía política», no tenía intención de elevar alguno de ellos a definición privilegiada y exclusiva y por tanto de dar algún carácter estipulativo. Estos significa eran los siguientes: descripción y propuesta de la óptima república, búsqueda del fundamento último del poder y por tanto del deber de obedecer, determinación del concepto general de política, con la consecuente distinción entre política y moral, entre política y derecho, entre política y religión, y finalmente metodología de la ciencia política o metaciencia política. La necesidad de esta clasificación, que tenía un valor puramente analítico sin intención normativa alguna, brotaba de la constatación de que a la categoría de la filosofía política se suelen asignar obras aparentemente muy diferentes entre sí, como la República de Platón, el Contrato social de Rousseau, la Filosofía del derecho de Hegel, y que en estos últimos tiempos, luego del gran interés por los problemas de la filosofía de la ciencia, y de la sospecha de que la filosofía tradicionalmente entendida sea un saber ideológico, por «filosofía» se deba entender exclusivamente la crítica de la ciencia141.

El debate italiano fue precedido a distancia de un año por una discusión semejante que tuvo efecto gracias al Instituto internacional de filosofía política, en un congreso parisino cuyas memorias vieron la luz

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en 1965. El Instituto fundado por Boris Mirscine-Guetzévitch, pero encabezado desde el inicio por Georges Davy, había inaugurado sus seminarios anuales, que continúan hasta ahora, con un debate sobre el tema fundamental, el «poder», cuyas actas fueron publicadas en dos volúmenes en 1965. El sexto congreso fue dedicado L’ idée de philosophie politique. De las ponencias sólo dos tocaban el tema específico, la de Paul Bastid, L’ idée de philosophie politique, y la de Raymon Polin, Definition et défense de la philosohie politique142 Ambas transitaban el camino opuesto al que seguiría el debate italiano: se proponían explicar en qué cosa consistiese la «verdadera» filosofía política y, por tanto, tenían un preciso objetivo propositivo. La verdadera filosofía política era lo que ella debía ser. Bastid se había limitado a distinguir la filosofía política frente a la filosofía de la historia, la filosofía moral y la filosofía jurídica, lo que tradicionalmente es un tema académico, con el que el enseñante de una disciplina introduce el discurso sobre la propia materia, y a concluir que ella se resuelve en la búsqueda de los primeros rudimentos o de los principios fundamentales de la organización social. Polin, en cambio, se proponía declaradamente la misión de dar una definición de filosofía que sirviese para «recouvrir» y para «remplacer» las definiciones tradicionales. Después de haberla definido como la forma de conocimiento superior que tiene la tarea de «hacer inteligible la realidad política», explicaba que ella era en el universo del conocimiento insustituible, y tenía una función «crítica y normativa», sobre todo la de tomar en consideración y favorecer «un avenir de libertad».

En el mismo congreso Renato Treves leyó un trabajo sobre la noción de filosofía política en el pensamiento italiano: constataba que eran dos las acepciones predominantes de la expresión, siendo entendida, de una parte, como descripción del Estado óptimo y, de otra, como la investigación sobre la naturaleza y objetivos de la actividad política que debe ser distinguida de otras actividades del espíritu (la referencia a la filosofía de orientación espiritual dominante en Italia era evidente), y sobre todo de la actividad económica y de la moral.

Este análisis constituyó un buen precedente de la discusión de Bari: en efecto dos de los significados de filosofía política que enuncié corresponden

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a los resaltados por Treves en el pensamiento italiano contemporáneo. Luego él mismo declaraba su preferencia por un tercer significado, allí donde afirmaba que a su manera de ver la filosofía habría debido ser considerada como «metodología de la ciencia política, como reflexión sobre el lenguaje, sobre los límites y fines de esta ciencia»143. Con esto llama la atención sobre una posible definición de filosofía política que no correspondía a las tradicionales, y me sugería uno de los cuatro significados de mi clasificación. Sólo faltaba la acepción de filosofía política como justificación de la obligación política, o lo que es lo mismo, como problema de la legitimidad del poder.

A este problema siempre había sido más sensible el pensamiento político inglés, que se había interrogado sobre los límites del poder, vistos ex parte civium, mucho más que el pensamiento político continental cuyo problema funda mental había sido el de la razón de Estado, o sea, de la legítima ruptura de los límites, ex parte principis. El tema de la obligación política había sido importado en Italia por d’ Entrèves que había tenido su primera y decisiva formación académica en Inglaterra. No por casualidad en su ponencia de Bari, después de haber expuesto los que consideraba los caracteres comunes de las filosofías políticas tradicionales concluía que estos rasgos comunes convergen hacia un único problema, que es el de «percatarse de los vínculos de dependencia que abrazan al hombre de la cuna a la tumba», y en definitiva de hacer posible la respuesta a la pregunta: «¿Por qué un hombre debe obedecer a otro hombre144?» Ocupándose de este problema, concluía, los grandes escritores políticos del pasado hacían filosofía, «eran filósofos y no simples recopiladores y ordenadores de datos».

En la discusión de Bari no se había podido tomar en cuenta el artículo del Prof. Raphael de la Universidad de Londres, What is Political Philosophy? publicado el mismo año en el volumen Problems of Political Philosophy (que cito de la segunda edición de 1975). También Raphael seguía la otra vía, la de expresar su opinión sobre lo que la filosofía política debería ser, para distinguirla sea de la teoría política perseguida por los sociólogos y científicos de la política que se propone «explicar» el fenómeno político, sea por la ideología que tiene un carácter exclusivamente normativo. El propósito de la filosofía política no es, según

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Raphael, la explicación sino la justificación, su cometido no es prescriptivo como el de la ideología, sino normativo en el sentido limitado que ofrece buenas razones para que se acepte o rechace una proposición. En pocas palabras, los objetivos de la investigación filosófica, que valen naturalmente también para la filosofía política son, a juicio de Raphael, esencialmente dos: a) la aclaración de los conceptos; b) la evaluación crítica de las creencias. Ambos propósitos son fina y claramente ilustrados por el autor.

No tiene caso comentar esta y las otras interpretaciones de la filosofía política. Tot capita tot sententiae. Tampoco hay que maravillarse que la filosofía política siga la suerte de la filosofía general que continúa interrogándose sobre sí misma desde que nació, tanto así que una parte conspicua del saber filosófico consista en un saber reflexivo, en filosofar sobre la filosofía. Aquí me interesa poner en evidencia que también la filosofía de la filosofía, que podemos llamar metafilosofía, puede tener, a semejanza de la metaciencia, un carácter descriptivo o prescriptivo. El debate como se desarrolló en Bari tuvo un rasgo predominantemente descriptivo, en contraste con el debate parisino y con el artículo de Raphael cuyo patrón es fundamentalmente prescriptivo. Luego se puede precisar que una metafilosofía descriptiva se orienta hacia el descubrimiento y el análisis de las definiciones lexicales que tienen en cuanto tales un derecho igual a ser tomadas en consideración, mientras una metafilosofía prescriptiva desemboca irremisiblemente en una definición estipulativa, que tiende a excluir todas las demás.

A pesar de la expansión gradual de la enseñanza de la filosofía política en nuestras universidades, las primeras discusiones sobre la naturaleza, los fines y los límites de la disciplina no tuvieron muchas repercusiones en los años siguientes. Una oportunidad para retomarlas fue la publicación de la nueva revista «Teoría política», cuyo primer número apareció a comienzos de 1985. Al proponer la confrontación entre filósofos de la política y científicos de la política y al invitar a colaborar y a interactuar a filósofos, sociólogos, historiadores, politólogos y juristas, la revista no podía dejar de provocar discusiones de naturaleza metodológica. La primera intervención apareció en el tercer número, gracias a Danilo Zolo, quien para desarrollar sus consideraciones partía del debate de 1970 como si en el intervalo de tiempo, a lo largo de quince años, y por tanto no tan breve, no se hubiese alzado ninguna voz digna de ser

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escuchada145. Incluso los otros escritos a los que Zolo se reclamaba, de Sartori y Matteucci, sobre el tema de la naturaleza de la ciencia política que no podía dejar de ser examinada sin confrontarla con la filosofía política, se remontaban a esos años. Por igual la ciencia política cuando apareció, o mejor dicho cuando reapareció bajo las cambiadas vestimentas de ciencia a la americana, aproximadamente diez años antes, provocó una discusión semejante. Todo discurso sobre la ciencia política llamaba en causa a la filosofía política y viceversa. En el sexto volumen de la gran Storia delle idee politiche economiche e sociali, dedicado al siglo veinte y publicado en 1973, se encuentran frente a frente un en sayo de d’ Entrèves sobre la filosofía política, con un parágrafo sobre la distinción entre filosofía política y la ciencia política, y uno de Giovanni Sartori sobre la ciencia política, con un parágrafo sobre la filosofía política146. Bajo un razonamiento simétrico e inverso, en el primero la filosofía aparece como no-ciencia, en el segundo la ciencia se muestra como no-filosofía.

La relación entre filosofía política y ciencia política era el tema principal del artículo de Zolo de 1985, pero considerado más desde el punto de vista de la ciencia política de la que criticaba la concepción neo-empirista o neo-positivista, predominante en Italia, sostenida por mí, y no desde el de la filosofía política. En referencia a esta última se congratulaba de que en nuestras universidades la filosofía política se hubiese emancipado de la filosofía del derecho, que tenía una larga tradición, y que hubiese superado el complejo de inferioridad frente a la ciencia política y a la sociología política. Retomaba el «mapa» diseñado por mí de los varios y posibles significados de filosofía política y planteaba una tesis para profundizar, según la cual, la distinción entre filosofía política y ciencia política puede remitirse «probablemente» a una diferencia de grados, a una tendencial polarización de maneras de pensar que se traduce en una diferente selección y presentación de los problemas. Precisaba que «la forma del pensamiento filosófico privilegia las teorías muy generales, fuertemente inclusivas, que operan una reducción de complejidad muy débil y por ellos mismos son muy complejas y difíciles

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de controlar147»; mientras la forma del pensamiento científico resalta las teorías de alcance más limitado, capaces de una elevada reducción de la complejidad y por ello fuertemente especializadas y abstractas, gracias a un uso muy intenso de cláusulas ceteris paribus.

De este modo también Zolo se orientaba hacia una metafilosofía prescriptiva, proponiendo una sola acepción plausible de «filosofía política», preferible a todas las demás, si no incluso como la sola «probable» verdadera, una acepción que repetía, sin reconocimiento explícito, el concepto de la filosofía diferente sólo cuantitativamente de la ciencia, que había sido propio del positivismo, de la filosofía de la que el mismo Zolo había criticado el concepto de ciencia, sugiriendo como alternativa un enfoque post-empírico para la ciencia. Aún admitiendo que la filosofía política pudiese tener también la tarea de metaciencia, que era el cuarto significado que puse en evidencia, esta manera de entenderla era de cualquier forma, en referencia a los significados tradicionales, limitativo, porque tendía a eliminar del mapa los significados derivados de la distinción entre lo descriptivo y lo prescriptivo, entre la explicación y la justificación, distinción que había aparecido repetidamente en el debate sobre la naturaleza de la disciplina. La verdad es que de conformidad con la idea inspiradora de la nueva revista, Zolo se proponía trazar las líneas de una «teoría política», que en cuanto tal no podía tener la misma extensión de la filosofía política, naturalmente mucho más amplia. La limitación del campo de la filosofía política dependía del hecho de que ciertamente se hablaba de filosofía política pero se tenía en la mira la teoría política de la que se trataba de identificar su papel sea con respecto a la filosofía sea en referencia a la ciencia.

Que el verdadero objeto de la contienda fuese la teoría política resultó claro del artículo de Michelangelo Bovero, publicado dos números después en la misma revista, intitulado «Por una meta-teoría de la política. Cuasi-respuesta a Danilo Zolo». El asunto en cuestión no era tanto la filosofía política como el objeto todavía misterioso de la teoría política, como se mostraba desde el título en el que se hablaba de meta-teoría y no de meta-filosofía. Aquí no es el lugar para detenerse en este intento de construir un modelo de teoría política que diese cuenta de la estructura formal y del entramado de las teorías políticas, porque el tema sale de esta crónica, y el problema de la naturaleza de la teoría política deberá

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ser profundizado en otra sede. Lo he señalado porque efectivamente era claro que el debate sobre lo que es la filosofía política se estaba desplazando hacia el problema de la naturaleza de la teoría política que parecía menos compro metido con la lucha secular sobre el significado de «filosofía» y, por tanto, más susceptible de respuestas específicas, particularmente oportunas en el momento en que se estaba introduciendo una nueva disciplina en la enseñanza universitaria. Que la nueva disciplina se llamase filosofía política no excluía una redefinición de ella como teoría política que parecía más adecuada a encontrar un mejor punto de convergencia del que estaba permitido a la vieja expresión filosofía política, abierta a las más diversas interpretaciones y críticas.

Con estas observaciones no quisiera dar a entender que yo esté dispuesto a dar a las cuestiones de método y a las relativas al conflicto de las disciplinas mayor importancia de la que tienen en realidad. Tanto las primeras como las segundas frecuentemente son cuestiones puramente académicas, en las que a la puntillosidad de las distinciones y subdistinciones no corresponde siempre una relevancia práctica. Ello no quita la sorpresa al constatar que la proliferación de las cátedras de filosofía política no haya sido acompañada de una reflexión sobre el lugar de la disciplina en la ahora vasta área de las enseñanzas que tienen por objeto la política. En un reciente comentario de las respuestas a un cuestionario sobre los programas de los profesores de filosofía política se mostró que, el objeto predominante de los cursos es el comentario de obras clásicas, tanto así que el comentarista fue constreñido a preguntarse si el objeto de la filosofía política para los docentes italianos de la materia sea la política en cuanto tal, o las ideas y las teorías Filosóficas sobre la política148. La pregunta era claramente retórica: es evidente que en este segundo caso la filosofía política no sería otra cosa que una copia de la historia de las doctrinas políticas que es enseñada desde hace cincuenta años en nuestras universidades. Si alguna vez hubo un debate sobre la naturaleza de la filosofía política, este se orientó sobre todo a la diferenciación de la filosofía política de la ciencia política y, en segunda instancia, de la filosofía moral y de la filosofía del derecho. Ninguno se había planteado el problema de la distinción entre filosofía política e historia del pensamiento político porque la diferencia entre una y otra era evidente. Y en

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cambio una vez más se debe constatar -si es válido parodiar un célebre título kantiano- que lo que puede ser correcto en teoría no vale para la práctica.

Faltaba, es verdad, en Italia una tradición de docencia de la filosofía política, como había sido en cambio para la filosofía del derecho, que nadie hubiese pensado confundir con la historia del pensamiento jurídico, aunque al no existir un curso de esta materia las cátedras de filosofía del derecho en la práctica frecuentemente son cursos de historia del pensamiento jurídico, y los filósofos del derecho suelen distinguirse en filósofos propiamente dicho e historiadores. Pero en el caso de la filosofía política que era insertada en un tronco en el que una de las ramas frondosas era la historia del pensamiento político, la sobreposición y, en consecuencia, la confusión con la historia no debería haber surgido. Es preciso agregar que, mientras existe una larga tradición de manuales y tratados de filosofía del derecho que incluye -en honor a la supremacía del derecho sobre la política- a la filosofía política (basta el ejemplo de la Philosophie des Rechts de Hegel), no existe una tradición semejante en la filosofía política.

Así y todo, un ejemplo de lo que habría podido ser la enseñanza de la filosofía política diferente de la historia del pensamiento político había sido presentado por quien había ocupado primeramente esa cátedra. El manual que d’ Entrèves publicó en 1962 bajo el título en ese entonces académicamente insustituible de Doctrina del Estado, pero que luego continuó siendo utilizado cuando el título de la cátedra se volvió filosofía política, tenía por objeto un sólo tema, el poder, que sin embargo, era asumido desde tres puntos de vista, como fuerza, como poder legítimo y como autoridad. Cada uno de estos aspectos fue presentado mediante ejemplos tomados del estudio de los clásicos que él denominaba con una feliz expresión «los autores que cuentan». De esta manera la historia de ninguna manera quedaba excluida, pero era puesta al servicio de una propuesta teórica. El propio autor, casi como justificación del hecho de que la cronología no era respetada y que «los saltos en el tiempo son a veces tremendos», declaraba abiertamente: «Este libro no es una historia de las doctrinas políticas» (p. XI). Cierto, no era una historia de las doctrinas políticas porque era una obra de filosofía política.

En cuanto sucesor de d’ Entrèves en la misma cátedra, no olvidé ni la orientación del curso, la selección de un gran tema, para desarrollar con

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referencia continuas a la historia de las ideas, ni la lección de los clásicos, o sea de los «autores que cuentan». Al dedicar un curso a la teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, escribí en el Prólogo que «si una razón de ser tiene un curso de filosofía política, diferente a los cursos de historia de las doctrinas políticas y de ciencia política, es el estudio y el análisis de los llamados ‘temas recurrentes’149». Entendía por temas recurrentes los que atraviesan toda la historia del pensamiento político desde los griegos hasta nuestros días (comienzo por los griegos, por mi escaso conocimiento del pensamiento oriental), y que en cuanto tales constituyen una parte de la teoría general de la política. Explicaba que la identificación de estos temas recurrentes tenía un doble propósito: de una parte, sirve para identificar algunas grandes categorías (comenzando por la más amplia de la política) que permiten fijar en conceptos generales los fenómenos que entran a formar parte del universo político; de otra, facilita establecer entre las diversas teorías políticas, enarboladas en tiempos diversos, semejanzas y diferencias. El último curso lo dediqué partiendo del libro quinto de la Política de Aristóteles sobre los «cambios», a uno de estos conceptos, sobre el que ahora ya la literatura es inmensa, la revolución. Para cualquiera que tenga una cierta familiaridad con los clásicos, no hay más que la molestia de seleccionar.

Las no siempre buenas relaciones, por no decir la diferencia recíproca, de los historiadores de las doctrinas política y de los filósofos de la política es el efecto de las incomprensibles (perdonen ustedes el enredo) incomprensiones, sino incluso de los mal entendidos. La teoría política sin historia queda vacía, la historia sin teoría está ciega. Están fuera de lugar tanto los teóricos sin historia, como los historiadores sin teoría, en tanto que los teóricos que escuchan la lección de la historia y los historiadores que están bien conscientes de los problemas teóricos que su investigación presupone, salen beneficiados del ayudarse mutuamente. Es probable que más que de incomprensión se trata de un contraste de posiciones o de mentalidad: la que aprecia lo que es constante, propia del teórico, y la que privilegia lo que está en cambio permanente, propia del historiador. «Nihil sub sole novi» o «Todo se mueve». La permanencia o el fluir. El eterno retorno o el cambio irreversible. No tengo ninguna dificultad

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en confesar que me he sentido cada vez más atraído por el descubrimiento de lo repetido que por la consecución de lo irrepetible; pero sin caer en la insidia del imperialismo disciplinario que pone a los historiadores contra los filósofos, a los juristas contra los politólogos, a los sociólogos contra los historiadores y así por el estilo. En el vasto y cada vez más amplio universo del saber afortunadamente hay lugar para todos. No concedo mucha importancia a las cuestiones metodológicas, pero ciertamente tienen alguna utilidad: la de hacer más conscientes, a cada cual en su propio campo, de los límites del propio territorio y del derecho de existir de otros territorios lejanos y cercanos. Una cosa es narrar los derechos y otra reflexionar sobre ellos y derivar leyes, siguiendo el juicio de Maquiavelo de acuerdo con el cual «todas las cosas del mundo en cualquier época tienen su correspondiente en los tiempos antiguos», lo que proviene de que los hombres tienen «siempre las mismas pasiones», de los que derivan «por necesidad» siempre los mismos efectos, o para captar de esos acontecimientos el sentido (la filosofía de la historia), recapitulando la enseñanza de Hegel según el cual la historia es el teatro del progreso del espíritu del mundo en la ciencia y en la afirmación de la libertad.

Naturalmente hay de historias a historias. Sobre el particular Salvadori hizo una observación útil: hay libros de historia, incluso grandes, que no estimulan la producción teórica, otros, en cambio, mucho menos grandes que proponen categorías de interpretación histórica que una reflexión teórica no puede más que tomarlas en consideración. Entre los primeros tomaba el ejemplo de Cavour de Romeo, entre los segundos el libro de Charles Maier, La refundación de la Europa burguesa, que introduce en el debate histórico y teórico el concepto nuevo, justo o errado que sea, de corporativismo. En esta segunda categoría ubicaría, como ejemplo típico, el libro de Alexander Yanov, Los orígenes de la autocracia, dirigido en buena medida a trazar, magistralmente, la distinción entre despotismo y autocracia y a ilustrar del despotismo, verdadero tema recurrente de Aristóteles a Wittfogel, su historia y sus varias interpretaciones.

No sólo hay de historias a historias, sino que hay diversas interpretaciones de lo que debería ser la tarea del historiador. Es por demás sorprendente que, mientras en Italia el debate metodológico, entre historiadores del pensamiento político, filósofos de la política y científicos

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de la política ha continuado adormilado, algunos entre los más conocidos y originales historiadores del pensamiento político en Inglaterra, donde estos estudios tienen una tradición mucho más antigua y renombrada que en nuestro país, hayan dado vida a una disputa sobre los cometidos y el método de sus disciplinas, de los que sólo hasta ahora se ha comenzado a hablar también entre nosotros. Los dos mayores protagonistas de esta disputa son John A. Pocock, autor de The Machiavelian Moment (1974) y Quintin Skinner, al que se debe una de las obras de mayor resonancia en el campo de estos estudios, The Foundation of Modem Political Thought (1978).

Uno de sus adversarios fue la historia de las ideas de orientación analítica, como era impulsada y ejecutada en los años de éxito de la filosofía analítica neo-empirista y lingüista, cuyo propósito había sido el de examinar el texto clásico en sí mismo, en su elaboración conceptual y coherencia interna, independientemente de cualquier referencia histórica y de cualquier interpretación-falsificación ideológica. Personalmente considero que esta manera de estudiar a los clásicos de la filosofía y a los de la filosofía política haya dado buenos frutos, especialmente para una mejor comprensión de los textos y de la reconstrucción del sistema conceptual del autor estudiado. En escritores como Hobbes ha llevado a resultados nuevos en la aclaración de temas fundamentales como el estado de naturaleza, la relación entre ley natural y ley positiva, la naturaleza del contrató de unión, la relación entre libertad y autoridad, entre poder espiritual y temporal, la teoría de las formas de gobierno y así por el estilo. No debe olvidarse que la insistencia en el estudio analítico de un texto era una natural y, a mi juicio, saludable reacción a las extravagancias del historicismo que, colocando ese texto en una determinada situación histórica, tomaba de él con frecuencia sólo el significado polémico contingente y descuidaba la importancia de la elaboración y construcción doctrinarias, válida en todo tiempo y lugar, y contra los excesos de las interpretaciones ideológicas frecuentes en la parcela de los estudios marxistas, pero no sólo en esta, que había conducido al extraño resultado de considerar autores tan diversos como Hobbes, Max Weber, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Bentham, Mill, Spencer, a pesar de la contraposición de sus tesis, como ideólogos de la burguesía, unas veces en ascenso otras en declive y otras más en una crisis de transición, o bien a interpretar a Hobbes de cuando en cuando como

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autoritario o liberal, a Rousseau como democrático o totalitario, a Hegel como fascista o anticipador del Estado social. Mientras la interpretación histórica interpreta una obra política, cualquiera que esta sea, grande o pequeña, con los ojos volteados a los problemas políticos del tiempo en el que fue escrita, Hobbes y la guerra civil, Locke y la revolución gloriosa, Rousseau y la revolución francesa, Hegel y la restauración, poniendo de esta manera en el mismo plano un gran texto como el Leviatán y uno de los miles de panfletos de esos mismos años en defensa de la monarquía, contra las pretensiones del parlamento, y por tanto limitando de ese texto la dimensión histórica, que trasciende el tiempo, la crítica ideológica, sometiéndola a juicios políticos positivos o negativos según si es considerada más o menos actual, más o menos útil a la parte a la que se pertenece, y de tal manera empobreciendo su valor teórico150.

Contra estas dos concepciones del trabajo historiográfico, la escuela analítica ha tenido el mérito de poner en evidencia el aparato conceptual con el que el autor construye su sistema, de estudiar sus fuentes, de sopesar los argumentos pro y contra, aprestando así los instrumentos necesarios para la comparación entre los textos, independientemente de su cercanía en el tiempo y de las eventuales influencias de éste sobre aquél, y para la elaboración de una teoría general de la política. No hay duda de que los diversos métodos bajo los que se puede tratar la historia del pensamiento político el que tiene una relación más cercana con la filosofía política es el método analítico. No llegaría al extremo de afirmar, como lo han hecho algunos críticos de los «revisionistas», que «la metodología sugerida por Skinner disuelve los textos clásicos y deja en su lugar una polvosa erudición151», por la conocida razón de que en cuestiones de método las exasperaciones polémicas están equivocadas. Cuando la «erudición», como en el caso del libro de Pocock sobre la suerte de Maquiavelo en Inglaterra permite ilustrar aspectos del pensamiento político inglés hasta el momento descuidados, cualquier estudioso, analítico o sintético, filosofante o historizante, «revisionista» u «ortodoxo», debe alegrarse de ello. También puedo admitir que haya

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textos que se presten más y otros que se presten menos a la metodología analítica, como se ha dicho de los libros de historia, que no todos son iguales con respecto al subsidio que le pueden ofrecer a los teóricos, y entre estos textos campean las obras de Hobbes en las cuales se ha ejercitado en gran parte la escuela analítica. Pero no me inclinaría a acusar a los historiadores analíticos de las ideas de que «sus esfuerzos orientados a una historia continua representan intentos despreciables por mezclar las cuestiones filosóficas con los problemas sociales, políticos y religiosos152», y de considerar un error el hecho de que queriendo mirar a los escritores del pasado desde un punto de vista privilegiado han terminado por olvidar el sentido de la contingencia histórica.

Insisto en el oponer una obstinada resistencia a toda forma de «Methodenstreit», llevada hasta la exclusión recíproca. La pluralidad de los puntos de vista es una búsqueda de la que los partidarios del propio método con exclusión de cualquier otro no saben sacar ventaja. Método analítico y método histórico de ninguna manera son incompatibles. Antes bien, se integran mutuamente. Todo esto no quita que la filosofía política, más cercana a los historiadores analíticos que a los eruditos o historicistas no haya encontrado aún su status, como lo ha hecho la más antigua y académicamente más consolidada filosofía del derecho. Para complicar las cosas agréguese que al significado tradicional de «política», como la actividad o el conjunto de actividades que de alguna manera se refieren a la «polis», entendida como organización de una comunidad que para conservarse hace uso, en última instancia, de la fuerza, se ha venido acercando o incluso empalmando otro significado, la política como directriz o conjunto de directrices que una organización colectiva, no necesariamente el Estado, produce y trata de aplicar para alcanzar los propios fines, significado que se muestra en la expresión del lenguaje común, la «política» de la Fiat o del Banco de Italia. Esta confusión deriva de la traducción forzada de dos palabras inglesas «politics» y «policy». Pero la falta de conciencia de esta confusión ha hecho que hoy haya quien entienda la filosofía política como un discurso de ética pública, orientado a la formulación de propuestas para una buena o correcta o eficiente «política» (en cuanto «policy») económica, sanitaria, financiera, ecológica o energética. También en este caso, no hay que sorprenderse o escandalizarse. Las dos filosofías políticas, como teoría

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general del Estado o como ética pública, son perfectamente legítimas. Basta entender: caen en la relación en la que están la meta-ética y la ética. La filosofía política tradicional es una metapolítica; la filosofía política como ética pública es una política en el sentido de una ética no de los sujetos individuales sino de los grupos organizados.

Al no tener un estatuto específico propio, la filosofía política deja inevitablemente a sus cultivadores una cierta libertad. Si pudiese expresar mi preferencia, pero sin ninguna intención de presentarla como mejor que otras, diría que hoy la función más útil de la filosofía política es la de analizar los conceptos políticos fundamentales, comenzando precisamente por el de política. Más útil porque son los mismos conceptos usados por los historiadores políticos, por los historiadores de las doctrinas políticas, por los politólogos, por los sociólogos de la política, pero con frecuencia sin poner cuidado en la identificación de sus significados, o de sus múltiples significados. Bien se sabe que el mismo fenómeno puede haber sido llamado de diversas maneras: en el discurso político un ejemplo típico es la confusión y la sobreposición de «república» y «democracia», por la que todavía Montesquieu en su análisis de la república, tomando dos ejemplos históricos, Atenas y Roma, juntaba una democracia en el sentido propio de la palabra, o que pretendía serlo de acuerdo con el célebre epitafio de Pericles, y una república en el sentido de forma de gobierno contrapuesto al régimen real o al principado, como Roma, la cual fue considerada, comenzando por Polibio, no como una democracia sino como un gobierno mixto, y exaltando los ideales y las virtudes republicanas, exaltaba en realidad los ideales y las virtudes democráticas. Viceversa, fenómenos diferentes pueden haber sido llamados con el mismo nombre: ejemplo clásico es el de la expresión «sociedad civil», que a lo largo de los siglos, desde la «politiké koinonia» de Aristóteles hasta la «bürgerliche Gesellschaft» de Hegel no sólo ha cambiado el significado original sino que incluso lo ha modificado por completo.



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