Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.



––––––––   151   ––––––––


ArribaAbajo

Algunas consideraciones éticas sobre el trasplante de órganos197


Ernesto Garzón Valdés198


El trasplante de órganos se ha con en una práctica habitual del tratamiento médico en los países desarrollados. En la República Federal de Alemania, en 1990 fueron trasplantados 2.358 riñones, 48 5 corazones, 329 hígados y 34 pulmones. En España, en 1992 se realizaron 1.492 injertos renales, 468 hepáticos y 254 de corazón199. Los resultados obtenidos son verdaderamente alentadores: en el caso de los trasplantes de riñones, la cuota de éxito es del 80 al 90 por ciento después de un año, del 60 al 70 por ciento después de 5 años y del 50 al 60 por ciento después de 10 años200. Es obvio que, a medida que se perfeccione la técnica de los trasplantes, irá aumentando también la demanda de órganos, cuya escasez es ya notoria201. Además, la eficacia de medidas de seguridad con miras a evitar accidentes mortales

––––––––   152   ––––––––

(disposiciones de tránsito en las autopistas o el equipamiento de los automóviles con Airbags) y la reducción de la mortalidad en algunas enfermedades ha aumentado aún más la escasez de órganos disponibles; de esta manera, la conservación y la prolongación de la vida de los unos impide recuperar la salud y prolongar la vida de los otros.

Si es verdad que la «medicina ha salvado la vida de la ética» -para usar la sugestiva fórmula de Stephen Toulmin-202 al plantearle problemas normativos concretos que han obligado a los filósofos a abandonar el no siempre fecundo nivel de la metaética, no hay duda que la práctica de trasplantes de órganos presenta un conjunto de cuestiones de enorme interés. Me propongo considerar algunas de ellas. Para esto dejaré de lado la perspectiva de lo que suele llamarse la «etnomedicina», es decir, la consideración de las enfermedades exclusivamente desde el punto de vista de las personas afectadas por ellas. El haber subrayado esta perspectiva en la consideración de los problemas de la ética médica ha desplazado a la ética a la esfera de la antropología y de la psicología, a la vez que contribuido a la relativización de la ética normativa.203

En lo que sigue, adoptaré una versión de la ética que parte de la aceptación del valor de la autonomía individual y de la universabilidad de las normas éticas formuladas desde una actitud de imparcialidad. El principio de la autonomía individual excluye enfoques utilitaristas, que pueden sugerir la adopción de sistemas de abastecimiento y adjudicación de órganos basados en criterios tales como los de un equilibrio compensatorio de los órganos vitales de los miembros de una sociedad. El requisito de la universabilidad requiere adoptar el enfoque de la llamada «medicina comparativa» que se ocupa, entre otras cosas, de «las necesidades que afectan a los seres humanos en toda cultura».204 Pienso que la necesidad de contar con órganos para transplantes es una de ellas.



––––––––   153   ––––––––

Por lo pronto, puede admitirse una subdivisión de esta problemática en dos grandes ámbitos: el de la obtención de órganos (I) y el de su adjudicación (II).

I

Los órganos a los que aquí quiero referirme son aquéllos que son obtenibles de seres humanos. No habré de considerar, pues, el caso de los órganos de origen animal y dejaré, por lo tanto, de lado la problemática-ética de la experimentación con animales en los laboratorios médicos.

Los órganos pueden ser obtenidos de personas vivas o muertas; su suministro puede ser voluntario o no y a título gratuito o no. Estas son las variables que consideraré aquí. Ello me permite construir el siguiente cuadro de alternativas posibles referidas al abastecedor y a las características del abastecimiento de órganos:

vivo voluntario gratuito
1) + + +
2) + + -
3) + - +
4) + - -
5) - + +
6) - + -
7) - - +
8) - - -

Veamos más de cerca estos 8 casos.

El caso 1) puede ser llamado el del abastecedor generoso.

El caso 2) es el del abastecedor mercantil.

El caso 3) es el del abastecedor obligado no indemnizado.

El caso 4) es el del abastecedor obligado indemnizado.

El caso 5) es el del difunto generoso con la sociedad.

El caso 6) es el del difunto generoso con sus herederos.



––––––––   154   ––––––––

El caso 7) es el del difunto socializado sin indemnización (para sus herederos).

El caso 8) es el del difunto socializado con indemnización (para sus herederos).

En todos estos casos he supuesto que el abastecedor es una persona mayor de edad en pleno uso de sus facultades mentales. Quedan, pues, excluidos los casos de los incompetentes básicos y la extracción de órganos de niños, que es uno de los tipos de delitos más aberrantes practicados, sobre todo, en el Tercer Mundo205.

Volvamos, pues, a los 8 casos presentados.

Caso 1): el abastecedor generoso

Este caso fue considerado expresamente por Kant, quien le negaba toda justificabilidad ética:

Deshacerse de una parte integrante como órganos (mutilarse), por ejemplo, dar [«verschenken», donar] o vender un diente para implantarlo en la mandíbula de otro, o dejarse practicar la castración para poder vivir con mayor comodidad como cantante, etc., forman parte del suicidio parcial; pero dejarse quitar, amputándolo, un órgano necrosado o que amenaza necrosis y que por ello es dañino para la vida, o dejarse quitar

––––––––   155   ––––––––

lo que sin duda es una parte del cuerpo, pero no es un órgano, por ejemplo, el cabello, no puede considerarse como un delito contra la propia persona; aunque el último caso no está totalmente exento de culpa cuando se pretende una ganancia externa.206



La posición de Kant se apoya esencialmente en tres pilares: a) la prohibición del suicidio, b) la relevancia del cuerpo para el ejercicio de la libertad y la identidad personales y c) la negación de derechos de propiedad sobre nuestro cuerpo.

a) La prohibición del suicidio resulta, según Kant, de la existencia de deberes para con uno mismo en tanto se es sujeto moral. En la segunda formulación del imperativo categórico se establece el deber de tratar la humanidad en los demás y en nosotros mismos siempre también como un fin y no sólo como un medio. En la Metafísica de las costumbres se dice:

Destruir al sujeto de la moralidad en su propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma de su existencia, en la medida en que depende de él (del hombre, E. G. V.), moralidad que, sin embargo, es fin en sí misma; por consiguiente, disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona (homo noumenon), a la cual, sin embargo, fue encomendada la conservación del hombre (homo phaenomenon).207



b) Según Kant, existiría una relación esencial entre nuestra personalidad moral y la integridad de nuestro cuerpo:

Nuestra vida está enteramente condicionada por nuestro cuerpo de manera tal que no podemos concebir una vida sin la mediación del cuerpo y no pode hacer uso de la libertad excepto a través del cuerpo.208





––––––––   156   ––––––––

En 1954 una madre donó uno de los riñones para salvar la vida de su hijo mortalmente enfermo. Por lo que sé éste fue el primer caso de un abastecedor generoso. Los teólogos evangélicos que en su hora se ocuparon de este trasplante lo calificaron de automutilización y le negaron justificabilidad moral.209

c) Por último, la concepción de los derechos de propiedad sostenida por Kant le permitía decir tajantemente:

No se puede disponer de uno mismo porque sobre uno mismo no se tienen (derechos de) propiedad.210



Dado que sólo se tienen derechos de propiedad sobre cosas, sostener que una persona tiene derechos de propiedad sobre sí misma equivaldría a privarla de su humanidad transformándola en una cosa. Además, sería contradictorio afirmar que alguien puede ser a la vez propietario y propiedad de sí mismo.

Ninguna de estas tres consideraciones de Kant parece plausible:

a’) La condena incondicionada del suicidio resulta difícil de aceptar cuando se trata de un acto realizado por una persona en pleno uso de sus facultades mentales. Para sostener una tesis tan fuerte como la kantiana habría que suponer que la vida en sí misma es un bien absoluto y supremo. Todo sacrificio de la propia vida sería condenable y habría que eliminar por inmoral el ideal del santo o del héroe, es decir, de quienes están dispuestos a sacrificar su propia vida en aras de la de los demás. El propio Kant relativizó la prohibición del suicidio en el caso del «gran monarca recientemente fallecido» quien en sus campañas militares llevaba siempre consigo veneno para, en caso de ser tomado prisionero, suicidarse y no tener que entrar en negociaciones para obtener la libertad que «pudieran ser perjudiciales para su Estado»211. Pero,

––––––––   157   ––––––––

¿cuál es la diferencia entre el monarca patriota y el ciudadano generoso que está dispuesto a privarse de su vida donando un órgano absolutamente vital, el corazón, por ejemplo, para salvar la vida de otro ser humano? Como este tipo de donación-suicida requiere la colaboración de terceros especialistas, su consideración adecuada parece situarse dentro del marco de la discusión sobre la aceptabilidad moral de la eutanasia activa. Si se acepta su admisibilidad moral, ¿qué inconveniente habría en aceptar la donación de un órgano vital por parte de un enfermo terminal?212

Ulrich Klug ha expuesto convincentemente la debilidad intrasistemática de los argumentos de Kant en favor de la prohibición moral del suicidio. En efecto, éste no contradice ni el imperativo categórico ni el «principio general del derecho» ya que su permisión es perfectamente universalizable y su práctica no reduce necesariamente la libertad de los demás213.

Si no valen los argumentos en contra del suicidio, tampoco tienen fuerza los argumentos en contra del suicidio parcial, es decir, el privarse de un órgano. El propio Kant admite este «suicidio parcial» cuando se trata de un órgano enfermo. Pero, entonces, ¿por qué no habría de permitirse moralmente el «suicidio parcial» que consiste en la pérdida de un órgano sano para salvar la vida de otro y asegurarle así el ejercicio de su autonomía? ¿No sería éste un medio para conservar en el mundo un sujeto moral, como quería el propio Kant?

Podría, sin embargo, contraargumentarse aduciendo que la donación de órganos es moralmente condenable por los riesgos que ello implica para el abastecedor generoso. Una persona que prescinde de un riñón correría un peligro mortal en caso de tener alguna afección renal. Por lo tanto, quien toma la decisión de donar un riñón sería también un incompetente básico y su donación debería serle prohibida por razones paternalistas éticamente justificables.

Para evaluar la plausibilidad de este argumento conviene tener en cuenta que el riesgo que corren los donantes de órganos es muy reducido

––––––––   158   ––––––––

(1/1.600 riesgo de mortalidad quirúrgica y 1.8% de riesgo de complicaciones graves en los trasplantes de riñón) y si la operación es exitosa, su riesgo no es mayor que el de otras personas que poseen sus mismas características físicas214.

Según Eric Rakowski, el riesgo de una muerte prematura de una persona de 34 años que vive con un riñón es aproximadamente el mismo que tiene una persona que todos los días viaja a su trabajo conduciendo su auto a 20 kilómetros215.

Además, si el argumento contra la donación de órganos fuera el del riesgo que corre el donante, habría también que prohibir por razones morales el ejercicio de profesiones riesgosas tales como la de bombero, policía o salvavidas en las playas. El fundamento plausible que se aduce para la aceptación y promoción de estas profesiones es la existencia de un deber moral positivo de ayudar a quien se encuentra en una situación de vulnerabilidad, cual es el caso, por ejemplo, del habitante de una casa que se incendia, del asaltado o del que se ahoga216. Si estos argumentos valen para la institucionalización profesional de actividades riesgosas, no se comprende por qué ha de rechazarse moralmente la posibilidad de la donación de órganos. Habría entonces que condenar moralmente la creación de asociaciones tales como las de bomberos voluntarios.

b’) Aun cuando se acepte la importancia de la mediación del cuerpo, no es en absoluto evidente que si alguien pierde un dedo o un riñón ha de resultar por ello necesariamente afectada su personalidad o su identidad moral. Ello dependerá más bien de la forma como cada cual valore la pérdida o la modificación de una parte del cuerpo. Una cirugía estética facial podría haber alterado, sin duda, la identidad de una reina egipcia. También es verdad que la pérdida del pelo puede tener consecuencias trágicas para el ejercicio de la libertad, si se ha de creer el relato bíblico, y conozco un niño de cinco años en Bonn que protesta cada vez que le cortan el pelo pues al mirarse al espejo dice que tiene que cambiar de nombre porque ya no es el mismo. Pero, los casos de Cleopatra, Sansón y Thomas son ejemplos de situaciones especiales, a partir de las cuales no es aconsejable inferir conclusiones de validez universal.



––––––––   159   ––––––––

c’) La reducción a cosas de los objetos sobre los que se pueden tener derechos de propiedad es convincente y útil cuando se trata de las relaciones interpersonales: pretender tener derechos de propiedad sobre una persona es equivalente a querer transformarle en cosa. Sin embargo, la cuestión no es tan clara cuando se hace referencia a una relación intrapersonal. Cuando se dice, por ejemplo, que toda persona es dueña de sí misma no se pretende reducirla a una cosa sino que, por el contrario, se afirma que ser dueño de su propio ser (también de su cuerpo) es una expresión de la dignidad humana. Y ello no tiene nada de contradictorio.

Parece plausible suponer que no poseemos nuestros brazos o nuestros riñones como poseemos un cuadro o una silla. En el primer caso, el derecho de propiedad es tan fuerte que todo intento no consentido de apropiación por parte de un tercero constituye una gravísima lesión. Podría decirse, por ello, que se trata aquí justamente de un derecho de propiedad por excelencia, que responde a la vieja definición romana. Es instructivo recordar, en este sentido, que uno de los argumentos fuertes que suelen ser aducidos por las mujeres que propician la despenalización del aborto es que ellas tienen derecho de propiedad sobre su cuerpo y que pueden hacer con él lo que quieran. En este concepto de propiedad (con las limitaciones del suicidio), piensa John Locke en el primer párrafo de su Segundo Tratado. Si no tenemos propiedad sobre nuestro cuerpo, no sólo pierden su fuerza muchos argumentos en contra de la prohibición del aborto sino que también, como dice G. V. Tadd, no se entiende muy bien por qué el cirujano ha de solicitar el consentimiento del paciente antes de una operación217.

Por último, quien no esté dispuesto a aceptar la justificabilidad ética de la donación voluntaria de órganos podría ahora aducir el argumento del abastecedor voluntario arrepentido. La donación de un órgano es un acto irreversible, es decir, todo arrepentimiento es tardío. Para reducir este peligro (de tipo mas bien psicológico), podrían introducirse plazos de reflexión entre el anuncio de la donación y la realización efectiva de la misma218.

Desde luego, el arrepentimiento es irrelevante si se trata de partes del cuerpo renovables. Kant no tenía inconveniente en aceptar la

––––––––   160   ––––––––

donación de cabellos. Pero, lo mismo podría decirse del caso de la sangre, cuya donación no sólo es actualmente aceptada sino hasta promovida y, en algunos casos, está éticamente impuesta. Basta pensar en los casos de graves accidentes en los cuales podría exigirse a gente joven y fuerte la donación de sangre para salvar la vida de los accidentados.

Resumiendo: no encuentro argumentos morales fuertes en contra del comportamiento del abastecedor generoso.

Caso 2): el abastecedor mercantil

El 11 de enero de 1988, el Guardian publicó la siguiente noticia:

Un italiano indigente procesado por homicidio ofrece donar un riñón a cambio de un abogado que lo defienda. Maurizio Bondini, de 25 años, dijo en una carta dirigida a los periódicos que no podía correr con los gastos y que creía que un defensor de oficio no podría defenderlo con la misma eficacia que uno pagado219.



En la India, un drogadicto, para conseguir dinero que le permitiera comprar la droga, fue vendiendo órganos hasta quedar reducido a la mínima condición de supervivencia. En Japón parece ser frecuente que deudores acosados por sus acreedores dejen de lado las inhibiciones budistas y vendan sus riñones.220

En contra de la venta de órganos se han aducido, por una parte, los mismos argumentos presentados para negar la justificabilidad ética de su donación. Así Kant afirmaba con toda radicalidad:

un ser humano no está autorizado a vender sus miembros por dinero, ni siquiera se le ofreciera diez mil táleros por un solo dedo.221



Los argumentos del suicidio parcial, de la relevancia del cuerpo para la identidad personal y la problemática de los derechos de propiedad sobre nuestro cuerpo han sido reactualizados por Charles Fried:

––––––––   161   ––––––––

[C] uando una persona vende su cuerpo no vende lo que es suyo sino que se vende a sí misma. Lo que perturba, pues, en la venta de tejidos humanos es que el vendedor trata a su cuerpo como un objeto extraño [... ].222

[E] l argumento tiene que ser que ciertos atributos -por ejemplo, los propios órganos del cuerpo [...]- están tan estrechamente vinculados con una concepción del sí mismo que hacerlos objeto de una negociación en un esquema de moralidad sería como ganar el mundo y perder la propia alma. Dicho menos metafóricamente, una persona racional en una posición inicial sentiría que adquirir beneficios a riesgo de tener que hacer una contribución de sus más íntimos atributos es adquirir beneficios a riesgo de convertirse en otra persona y así cometer una forma de suicidio223.



A estos argumentos suelen añadirse otros dos:

a) El argumento de la degradación moral.

Tenemos la obligación moral de defender nuestra propia dignidad. Kant establecía una clara distinción en el reino de los fines: todas las cosas tienen allí un precio o una dignidad:

Lo que tiene un precio puede ser sustituido por alguna otra cosa como su equivalente; en cambio, lo que está por encima de todo precio y, por lo tanto, no permite ningún equivalente, tiene una dignidad224.



La venta de partes del propio cuerpo equivaldría a poner precio a elementos integrantes de la «naturaleza animal» de la persona, es decir, contradiría el principio de dignidad humana.

Ruth Chadwick continúa esta línea argumentativa cuando señala que

una de las consecuencias no deseables de la venta de nuestro propio cuerpo es que contribuye a una sociedad en la cual los cuerpos de las

––––––––   162   ––––––––

personas son considerados como recursos. La acción de vender el propio cuerpo contribuye al ethos dominante según el cual todo está en venta, todo tiene su precio. Refuerza la ética del mercado. El vendedor de partes de su cuerpo estimula al comprador a pensar que todo es obtenible por un precio225.



b) El argumento de la explotación.

El comercio de órganos es una de las formas más perversas de explotación ya que quien vende partes de su cuerpo se convierte en medio para la obtención de recursos accesibles mediante el pago de una determinada suma de dinero. Se viola así la autonomía del vendedor, es decir, se le impide actuar como sujeto moral.

El caso de la venta de sangre haitiana (llegó a ser uno de los principales productos de exportación de ese país) a los Estados Unidos podría ser considerado como una buena ilustración de esta explotación. El peligro de una situación tal constituye la base del argumento que suelen utilizar algunos autores que propician el sistema de donación gratuita de sangre existente en Gran Bretaña a diferencia de la venta, que impera en los Estados Unidos.

En mayo de 1991, la OMS aprobó una resolución eligiendo que el comercio de órganos fuera prohibido jurídicamente en todo el mundo. Esta prohibición existe ya en no pocos países.

Con respecto a estos argumentos puede aducirse lo siguiente:

a’) El razonamiento Kant-Chadwick es convincente sólo a medias. Lo es si se quiere poner de manifiesto que «no todo es obtenible por un precio». No hay duda que es moralmente inaceptable permitir que todos los bienes puedan ser objeto de transacción comercial. Lo único que puede ser llevado al mercado es aquello que justamente es negociable a través del compromiso de la venta y la compra. Ahí, no pueden ser objeto de transacciones comerciales los bienes incluidos en lo que suelo llamar «coto vedado» de los bienes básicos. Llevarlos al mercado sí equivale a una autolesión de derechos inalienables y, por lo tanto a una degradación moral. Tal podría ser el caso de alguien que se vende como esclavo: pone en venta un derecho inalienable cual es el derecho a la libertad y, con ello, lesiona su propia dignidad.



––––––––   163   ––––––––

Pero, esto no es aplicable a la venta de órganos. A menos que se sostenga que cada una de las partes del cuerpo humano es, al igual que éste, una entidad de naturaleza racional capaz de actuar de acuerdo con principios morales, dotada de autonomía. Como ha observado Stephen R. Munzer:

Y aun si un cuerpo humano viviente tiene una dignidad incondicionada e incomparable, no se sigue que las partes de ese cuerpo la tengan. Pues, en general, lo que es verdad del todo no necesita ser verdad de alguna o de todas sus partes. El argumento a partir de la humanidad y la dignidad [...] parece cometer la falacia de división.226



Tampoco puede afirmarse sin más, como creía Kant, que se comienza con la venta del cabello y se termina con la venta de todo el cuerpo: entre el acto de la venta del cabello o de un órgano y la venta de todo el cuerpo no hay ninguna relación de necesidad lógica y por lo que respecta a la necesidad psicológica también pueden haber muchas dudas.

Pero, ¿qué sucede en el caso de que alguien desea vender un órgano vital, por ejemplo, el corazón? Este sería el caso de un suicidio con ventajas económicas eventuales para los herederos del suicida. Si quien desea suicidarse (vendiendo un órgano vital) es una persona adulta que actúa libremente, en pleno uso de sus facultades mentales, los argumentos en pro de la prohibición de la venta son parasitarios de los que puedan utilizarse para condenar éticamente el suicidio en circunstancias similares. Nótese en este sentido que este tipo de suicidio tiene características muy especiales: a diferencia de lo que suele suceder en otros casos, no puede decirse aquí que perjudica económicamente a la familia del suicida ya que ella recibe el precio de la venta del órgano y, además, permite salvar la vida de otra persona.

b’) John Harris ha propuesto una definición de explotación que considero adecuada como punto de partida para la consideración de este argumento:

––––––––   164   ––––––––

Existe explotación cuando los explotados no han adoptado autónoma su parte en nuestros proyectos como uno de sus propios proyectos sino que han sido coaccionados de alguna manera para convertirse en instrumentos de los nuestros.227



El elemento de la coacción es aquí decisivo ya que es él el que elimina la posibilidad de comportarse como agente moral. Pero, si ello es así, para que todo tipo de venta de órganos fuera moralmente reprochable -si se rechaza el argumento de la degradación moral ya analizado- habría que admitir que todo pago de dinero por bienes o servicios destruye irremediablemente la autonomía del vendedor ya que lo transformaría en mero medio de los planes del comprador. Esta suposición me parece sumamente implausible: equivale a la condena de toda negociación en dinero, es decir, a una satanización indiscriminada del mercado.

El argumento de la explotación se vuelve más interesante si se lo centra en la consideración de las circunstancias en las que se realiza la venta de órganos. Son ellas las que pueden colocar al vendedor en una situación tal que no tenga otra alternativa que la de convertirse en mero medio para la obtención de los fines del comprador. Dicho con otras palabras: si las circunstancias que enmarcan la transacción son injustas, es altamente probable que las relaciones mercantiles que bajo ellas se realizan también lo sean. Pero, las circunstancias no cambian porque se prohíba cierto tipo de transacciones. Más aún, esta prohibición podría ser un recurso para practicar una cínica preocupación por el destino de quienes viven en la indigencia. En efecto, ¿qué es peor: prohibirle a un pobre que venda sus órganos o condenarlo a que él o su familia se muera de hambre? Si el problema es el de la explotación de personas que se encuentran en una situación tal que o bien venden sus órganos o mueren de hambre, parece que el problema no reside en la comercialización de los órganos sino en la comercialización impuesta por las circunstancias socio-económicas imperantes. Lo moralmente reprochable son aquí las condiciones en las que se encuentran estas personas que se ven obligadas a vender sus recursos corporales, renovables o no. Es el caso de los haitianos obligados a vender su sangre para sobrevivir.



––––––––   165   ––––––––

En conclusión, en el caso 2) las posibilidades que pueden presentarse es que el abastecedor mercantil se encuentre en situación de indigencia o no, es decir:

Indigencia
2.1) +
2.2) -

En 2.1) puede haber explotación, pero ella suele ser la consecuencia de una explotación mayor y temporalmente anterior al ingreso al mercado de órganos o tejidos humanos. Es ésta la que debe ser eliminada. Reducir la situación de explotación a la venta de órganos puede ser una forma perversa y más o menos sutil de ocultar el problema real.

Para el caso 2.2) no encuentro argumentos éticamente fuertes en contra. En efecto, si no se dan condiciones de explotación, la única diferencia que existe entre la donación voluntaria y la venta de órganos es el componente mercantil de esta última que podría ser considerado hasta como un factor positivo para aumentar la disponibilidad de un bien escaso. A menos que se tenga una adversión moral a toda operación mercantil, no veo por qué si se acepta la permisión moral de la donación ha de prohibirse la venta cuando se dan las mismas condiciones de voluntariedad y no explotación.

Casos 3) y 4): el abastecedor obligado (no indemnizado o indemnizado)

Podría pensarse que los casos 3) y 4) son éticamente injustificables; en efecto, en ellos se lesiona la autonomía de la persona y se interviene en su integridad física. Tampoco pueden caer bajo la clase de los actos paternalistas justificables: no sólo porque ex hypothesi los abastecedores no son incompetentes básicos sino también porque la intervención no se realiza para evitarles un daño físico.

Un ejemplo del caso 3) es el de los «pacientes» del Dr. Raymond Crockett, en Gran Bretaña, quien fue expulsado del registro de médicos por participar en la venta de riñones de pacientes que ni siquiera sabían que les iban a extraer este órgano. Así, un «donante» turco denunció

––––––––   166   ––––––––

que pensaba que le iban a hacer un examen médico para obtener un nuevo trabajo y luego comprobó que había sido operado y privado de un riñón.228

El caso del Dr. Crockett nos molesta moralmente por dos razones: primero, el engaño inicial al trabajador turco; no se trataba de una revisión sino de una extracción; segundo, el engaño fue realizado con fines de lucro. El engaño inicial convierte al acto en un delito. En este sentido, podríamos descartar el caso 3) como susceptible de justificabilidad ética.

Pero, ¿qué pensaríamos si el Dr. Crockett extrae el riñón para dárselo gratuitamente a otra persona en peligro de muerte y, además, indemniza al donante obligado aplicando las tarifas legales de compensación por pérdida de órganos? Estaríamos entonces frente al caso 4). Supongamos, además, que el Dr. Crockett no sólo es médico sino que ha seguido cursos de ética profesional impartidos por filósofos consecuencialistas como Jan Narveson y ha leído, a demás, con cuidado el artículo de Guido Calabresi/A. Douglas Melamed, «Property Rules, Liability Rules, and Inalienability: One View of the Cathedral»229 y el último libro de Eric Rakowski, Equal Justice.

El Dr. Crockett aduciría, por lo menos, los siguientes argumentos: a) Los derechos a las partes del propio cuerpo no están protegidos por reglas de propiedad bajo las cuales el comprador y el vendedor acuerdan un precio para la transferencia si no por reglas de responsabilidad (en el sentido de liability) que establecen una determinada suma como compensación de la pérdida no voluntaria de una parte del cuerpo.

b) Por razones de justicia, las personas deben ser igualadas en los recursos vitales a fin de que puedan realizar sus planes de vida. Los tejidos y los órganos humanos pueden ser considerados como recursos vitales al igual que los alimentos y, a diferencia de los talentos, son también transferibles:

––––––––   167   ––––––––

[S] i alguien carece de sangre, de médula ósea o de un órgano esencial para su supervivencia o para gozar una existencia normal [...] no se da la igualdad de recursos si otras personas que, por lo demás, están igualmente situadas pueden remediar su necesidad sin sufrir una privación igualmente grave.230



Una buena teoría de la justicia debe partir de una adjudicación de bienes primarios lo más igual posible en el punto de partida. La lotería de la naturaleza, la «suerte bruta», como diría Ronald Dworkin, tiene que ser reducida lo más posible transfiriendo recursos. Si de lo que se trata es de maximizar la posición de los peor situados, ¿por qué no ha de poder imponerse la redistribución forzada de partes de nuestro cuerpo? Recordemos la formulación con la que Robert Nozick ilustra esta posición:

Has tenido visión completa durante todos estos años; ahora uno de tus ojos -o ambos- será transplantado a otra persona.231



c) Así como cuando se trata de la redistribución de otros recursos, si ella está legitimada por el principio de igualdad, es irrelevante el consentimiento de quienes los poseen en abundancia, así también cuando se trata de la redistribución del recurso órganos o tejidos humanos es indiferente el consentimiento del abastecedor. Si para justificar un sistema impositivo tendiente a asegurar una mayor igualdad económica fuera moralmente necesario contar con el consentimiento de los ricos, no iríamos muy lejos. Y no hay duda que, por lo que respecta a la capacidad óptica, quien posee dos ojos es inmensamente más rico que quien es ciego de nacimiento. Dicho con palabras de Eric Rakowski:

¿Por qué, por ejemplo, alguien que es ciego de nacimiento ha de tener derecho sólo a una compensación material que no puede sustituir la visión y no derecho a un ojo de alguien que tiene dos que funcionan bien?232





––––––––   168   ––––––––

d) Si se ha aceptado más arriba que la identidad personal no se pierde por amputación de órganos o miembros, no vale tampoco el argumento de que se habría alterado la personalidad del obrero turco.

e) Podría afirmarse que el turco monorrenal teme ahora que en caso de padecer una afección renal correría un grave peligro de muerte. Por ello, tiene miedo y este dato psicológico debe ser tomado en cuenta. El Dr. Crockett respondería:

e 1) El obrero turco no tiene motivo para tener miedo pues en caso de que tuviera una afección renal, se le implantaría otro riñón obtenido de un muerto o de una persona viva que lo haya donado o vendido o a quien se le haya aplicado el mismo procedimiento de extracción no voluntaria.

e 2) Comprendo que el obrero turco pueda tener miedo a pesar de lo dicho en e 1 pero, nadie negará sensatamente que el miedo es un dato moralmente menos relevante que la muerte de alguien a quien podría haberse salvado de una muerte segura.

f) Por lo tanto, puede inferirse, siguiendo a Eric Rakowski, que está éticamente permitido y hasta ordenado proceder a un trasplante compulsivo de órganos si se cumplen las siguientes cinco condiciones:

Primero, debe haber una escasez crónica de estos órganos y tejidos, habida cuenta también de las donaciones voluntarias, de los comprados y de los órganos de cadáveres. Segundo, los beneficios esperados de los receptores tienen que ser substancialmente mayores que los de los órganos artificiales u otras formas de tratamiento. Tercero, la transferencia de sangre o de un órgano no debe conducir a la muerte probable del donador o a inconvenientes tan graves como los que afectaban al receptor antes de la transferencia. Cuarto, los beneficios para el receptor deben ser significativos; pequeñas mejoras no permiten la imposición de riesgos o sacrificios substanciales a los transferentes. Quinto, los receptores potenciales no deben haber renunciado a sus derechos a esta ayuda233.



Y, para mayor justicia, puede aceptarse la cláusula cautelar que dice que los transplantes de este tipo sólo podrán realizarse a personas que no hayan causado voluntariamente el daño del órgano que debe ser

––––––––   169   ––––––––

reemplazado: los alcohólicos no recibirán hígados, los fumadores no tendrán acceso a nuevos pulmones.

Llegados a este punto, no hay duda que muchos de nosotros, por más importancia que demos al principio de la igualdad de recursos, nos sentiremos algo incómodos ante la idea de que éticamente esté justificada la imposición de donación de órganos no renovables. Aduciríamos, probablemente, los siguientes argumentos:

a’) La aplicación de reglas de compensación en el caso del turco engañado significa desvirtuar totalmente el sentido de aquéllas. Su fin es contribuir a superar una situación deficitaria provocada por un accidente o por un acto delictivo. Pero, en este último caso, el carácter delictivo no queda eliminado por la compensación. Robert Nozick ha expuesto argumentos convincentes acerca de la relación entre compensación y prohibición de ciertas acciones que no he de reiterar aquí.234

El Dr. Crockett ha dejado de lado muy rápidamente el aspecto psicológico del miedo. Si hubiera leído a John Locke, sabría que justamente el miedo es el motivo fundamental que impulsa a las personas en el estado de naturaleza a la creación del Estado. O sea que no se trata de un simple dato desechable sin más.

b’) Pero, el paso más importante es el de suponer que los órganos no renovables son recursos equiparables a los bienes que no forman parte del cuerpo humano. Los ojos o los riñones no son sólo recursos vitales sino que forman parte, como diría Dworkin, tanto de la persona como de sus «circunstancias» y, por ello, no pueden ser tratados como sus dineros o vestidos.235

c’) Las intervenciones en la integridad física de una persona no pueden dejar de lado su consentimiento, a menos que aquellas se realicen para evitarle un daño físico. Tal sería el caso de las vacunaciones obligatorias. Extraer los órganos de una persona sin su consentimiento para aliviar el mal de otra es un caso claro de instrumentalización, es decir, del tratamiento de una persona sólo como un medio.

d’) El tratamiento de una persona como mero medio no depende del grado de identidad o de personalidad de aquélla. Puede ser que la

––––––––   170   ––––––––

persona siga siendo la misma en el sentido de que su identidad no es alterada por la extracción de un riñón. Si el argumento en contra de la extracción forzada fuera el de la alteración de la personalidad, no costaría mucho llegar a la posición según la cual como los niños no tienen una personalidad muy formada, ellos serían los candidatos ideales para practicar la extracción forzada de órganos.

e’) Tiene razón en este sentido Ronald Dworkin cuando propone el trazado de una «línea profiláctica» que vuelva inviolable la integridad física de las personas y excluya las partes del cuerpo de una persona viviente de la categoría de los recursos sociales236.

f’) Thomas Nagel ha insistido en la necesidad de distinguir entre valores «agent-neutral» y «agent-relative». Este tipo de valores permiten aducir razones que

[...] surgen de los deseos, proyectos, compromisos y, lazos personales del agente individual, todo lo cual le proporciona razones para actuar persiguiendo los fines que le son propios. Estas son [...] razones de autonomía237.



Las posiciones éticas consecuencialistas admitirán tan sólo valores «agent-neutral». Los inconvenientes que estas posiciones implican no he de analizarlos aquí; en todo caso ellas contradicen la perspectiva que he adoptado al comienzo de este trabajo.

Si se acepta, como creo que es correcto, la existencia de valores «agent-relative», parece también plausible inferir que la extracción forzada de órganos, indemnizada o no, contradice el principio de autonomía y está moralmente prohibida.

Casos 5)-8): Abastecedores difuntos

Los casos 5), 6), 7) y 8) se diferencian notoriamente de los anteriores por el hecho de que se trata de cadáveres. Pero, aún en estos casos, hay que

––––––––   171   ––––––––

excluir, por lo pronto, aquéllos en los que la muerte fue producida violentamente con miras a obtener órganos. Así, en marzo de 1992, en el anfiteatro de la Facultad de Medicina de Barranquilla fueron encontrados diez cadáveres de indigentes y los restos de otras cuarenta personas. Los guardias de la Facultad apaleaban a los mendigos con bates de béisbol y los trasladaban luego a los quirófanos en donde se les extraían sus órganos que eran comercializados después en el mercado negro. Este fue el caso de los abastecedores no voluntarios llamados «desecha» (designación genérica para mendigos y niños abandonados)238.

Los casos 5) y 6) son muy semejantes a los casos 1) y 2) con la ventaja de que aquí no se presentarían los aducidos problemas de pérdida de identidad, degradación moral o explotación. No veo, por ello, inconveniente ético alguno en respetar la voluntad de la persona fallecida. El que la donación post mortem sea gratuita o no, no altera substancialmente la calidad moral del acto.

Si la voluntad del difunto es relevante en los casos 5) y 6), no veo por qué no ha de serlo también en 7) y 8). Sin embargo, no hay duda que aquí podrían aducirse argumentos en contra, dignos de ser tomados en serio. Son, por lo menos, los siguientes:

a) Es verdad que podría sostenerse que el no respeto de la voluntad del difunto implica dañarlo por frustrar sus intereses y que, por lo tanto, ello debería estar prima facie prohibido. Sin embargo, si se ven las cosas más de cerca y no se desea penetrar en el ámbito de nebulosas metafísicas, no cuesta mucho concluir que el concepto de daño no puede ser utilizado en el contexto de las decisiones de última voluntad. Joel Feinberg, por ejemplo, ha sostenido que las personas pueden ser dañadas en este sentido después de muertas:

Acontecimientos posteriores a la muerte pueden frustrar o promover aquellos intereses de una persona que puedan haber ‘sobrevivido’ a su muerte. Estos incluyen sus intereses orientados públicamente e intereses referidos a terceros y también sus intereses ‘autocentrados’ en el sentido de que se piense de él de una determinada manera. El daño póstumo

––––––––   172   ––––––––

produce cuando el interés del difunto es frustrado en un tiempo posterior a su muerte239.



También según Feinberg, los intereses de una persona estarían conceptualmente vinculados con los propósitos, deseos y expectativas de aquélla. Ahora bien, como sólo las personas vivientes pueden desear, esperar o proponerse algo, hablar de la violación de los deseos o intereses de un difunto es un sinsentido. Por lo tanto, es moralmente irrelevante el respeto de las decisiones cuya realización tendrá lugar post mortem. Valen aquí los argumentos presentados por Barbara Baum Levenbook240 y Ernest Partridge241 en contra del principio de intereses póstumos. Según Levenbook, si se admite que una condición necesaria para tener intereses es la capacidad de estar consciente, de sustentar creencias o formular deseos, se puede inferir la inexistencia de intereses póstumos. Si, para evitar este problema se recurre a la idea de intereses separados de quien los posee, como también propone Feinberg, se llega a una especie de «intereses flotantes» o a una ontología de los intereses, desprovistos de toda sustentación personal. Como afirma Ernest Partridge:

Esto no puede significar que las personas [...] no son ingredientes necesarios de la existencia de intereses. Así, si bien es verdad que los intereses son o pueden ser satisfechos por eventos y circunstancias objetivas, estas condiciones objetivas son ‘intereses’ sólo en la medida en que interesen a alguien. Si se elimina el interés personal a causa de la muerte, por ejemplo, lo que queda son meros acontecimientos y condiciones sin objeto, no ‘intereses’242.



b) Levenbook ha intentado recuperar la noción de daño a difuntos recurriendo al concepto de «pérdida». Según Levenbook, para que

––––––––   173   ––––––––

exista un daño se requieren dos condiciones necesarias: «a) la persona dañada tiene que perder algo o ser privada de algo, b) la pérdida, la privación, tiene que ser algo malo para ella»243. La idea de pérdida permitirá superar los problemas del concepto de daño como lesión de intereses: cuando una persona es asesinada, por ejemplo, el daño que sufre consiste en la pérdida de la vida pero ella se produce justamente cuando ha dejado de existir. Si una persona puede perder algo cuando ya no existe, entonces puede también ser dañada después de muerta. La pérdida de una buena reputación es algo que puede sucederle a una persona después de muerta. La reputación es algo que no se pierde con la vida y, por ello, puede perderse también después de muerto. En el caso que aquí nos interesa, el no respeto post mortem de nuestras decisiones voluntarias lícitas nos daña porque significa la pérdida de vigencia de las mismas justamente en el momento en que deberían tenerlas.

El argumento no es convincente. Joan C. Callahan244 ha puesto de manifiesto el error que subyace a la concepción de Levenbook: definir la muerte como la pérdida de la vida es recurrir a una formulación equívoca que permite después hablar de pérdidas sin perdedores con lo que se vuelve a tener algo así como «pérdidas flotantes». No es que alguien pierda la reputación después de muerto; lo que cambia es la opinión que los vivientes tienen ahora del difunto. Y éste no pierde nada porque ya no es poseedor de nada, ni espiritual ni materialmente.

c) Las decisiones de última voluntad se distinguen claramente de las que una persona toma con la intención de llevarlas a cabo en vida. Aquéllas sólo pueden ser cumplidas por terceros. En este sentido son similares a contratos pero, a diferencia de lo que sucede en los contratos entre vivientes, su incumplimiento no puede dañar ya que la parte presuntamente «dañada» ha dejado de existir y no podrá enterarse jamás de que su voluntad ha sido burlada. Este es el «argumento de la ignorancia».

d) Hay que distinguir claramente entre disposiciones de última voluntad que afectan un interés público o social y aquéllas que son pública o socialmente indiferentes. Así como puede prohibirse que alguien disponga que su cadáver no sea enterrado o cremado sino colocado en una

––––––––   174   ––––––––

plaza hasta su total descomposición, así también puede prohibirse que alguien impida la salvación de otras personas negándose a la extracción de sus órganos post mortem. Si por razones estéticas u olfativas se prohíbe la colocación del cadáver en una plaza, no se comprende por qué no han de tener más peso las razones éticas de la salvación de una o más vidas sin costos para el muerto.

e) Si se acepta la autopsia dispuesta judicialmente, para aclarar, por ejemplo, las causas de la muerte, sin que importe la voluntad del muerto, ¿por qué no ha de aceptarse la intervención en un cadáver para salvar vidas?

f) Un cadáver no es una persona, es decir, que aquí no puede hablarse de derechos fundamentales tales como los de la integridad física. Un cadáver es una cosa y, a menos que se crea en «la resurrección de la carne y en la vida perdurable», parece no haber buenos argumentos racionales para sostener que puede inflingirse daño a un cadáver.

A ello podría responderse con las siguientes razones:

a’) Es verdad que los intereses son siempre intereses de alguna persona y que cuando hablamos de los intereses de un difunto nos referimos a los que tenía la persona cuando vivía.

En la frase de Joel Feinberg citada más arriba se recoge una distinción de W.D. Ross que no deja de ser relevante para esta cuestión. Se trata de la que existe entre «cumplimiento de un deseo» y «satisfacción de un deseo»: uno puede cumplir un deseo sin quedar por ello satisfecho y uno puede estar satisfecho sin que el deseo se haya cumplido. Si se quiere mantener la vinculación entre deseo, interés y daño, en el caso de la persona muerta, los intereses que desaparecen definitivamente son aquéllos que están vinculados con la satisfacción y el goce personales; ellos son los intereses «auto-delimitados» («self-confined»). Pero hay otros intereses, los «auto-centrados» («self-centered»), que pueden ser cumplidos o frustrados después de la muerte de una persona:

El cumplimiento o la frustración de un interés puede seguir siendo posible, aun cuando sea demasiado tarde para la satisfacción o el disgusto245.





––––––––   175   ––––––––

En el caso de las disposiciones de última voluntad se trata, sin duda, de intereses «auto-centrados» que excluyen radicalmente toda posibilidad de satisfacción personal pero que suelen tener para el común de las personas una máxima importancia. Psicológicamente significan algo así como una experiencia precaria de eternidad. Lo grave en este caso es que su cumplimiento depende totalmente de la voluntad de terceros. Quien formula una disposición de última voluntad queda librado íntegramente a los supervivientes en cuya buena fe confía. Son los supervivientes quienes prometen expresa o tácitamente cumplir el deseo formulado ante mortem. Si el cumplimiento de las promesas entre vivos es uno de los pilares de la vida social moralmente aceptable debido a la seguridad que ello trae consigo, dada la relevancia psicológica de la creencia de que los deseos póstumos serán cumplidos, no cuesta mucho imaginarse el daño psíquico que pueden experimentar los miembros de una sociedad en la que impere una regla que permita burlar el cumplimiento de todo deseo no controlable por quien lo formula246.

Aceptar la relevancia moral de los deseos de cumplimiento post mortem no requiere, pues, recurrir a «intereses flotantes» o a «perdedores inexistentes» sino tan sólo tomar en cuenta intereses relevantes de seres vivientes que saben que irremediablemente habrán de morir y que probablemente habrán también de formular deseos cuya realización requiere haber muerto.

b’) No hay duda que una diferencia básica entre las disposiciones de última voluntad y las decisiones cuya realización tienen lugar durante la vida del decidor es que en el primer caso su control de realización escapa al decidor y su ignorancia acerca de la misma es total. La cuestión es si esta ignorancia afecta el valor (moralmente) vinculante de la decisión. Si la respuesta es afirmativa, ello equivaldría a sostener que está moralmente permitido o es moralmente indiferente no cumplir decisiones siempre que el decidor no se entere. Lo mismo valdría para todo tipo de contrato: un engaño exitoso liberaría de toda culpa moral. Pero, si ello es así, el hecho de que el decidor haya muerto es irrelevante. También en el caso de las relaciones entre personas vivientes, la ignorancia del incumplimiento de un contrato eliminaría toda responsabilidad moral. Ello significaría, dicho con otras palabras, la consagración moral del

––––––––   176   ––––––––

adagio «ojos que no ven corazón que no siente». Este adagio no parece ser un buen candidato como criterio para la evaluación de comportamientos morales. El argumento de la ignorancia deriva su plausibilidad de un dictum moralmente inaceptable cual es el que propone el engaño perfecto como eliminador de daño. Ya Aristóteles tenía sus dudas acerca de la vinculación conceptual entre daño sufrido y conciencia de daño247. Como observa sabiamente Thomas Nagel:

[E]l descubrimiento de una traición nos hace desgraciados porque es malo ser traicionados; no es que la traición sea mala porque su descubrimiento nos hace desgraciados248.



Desde el punto de vista de la ignorancia no existe diferencia entre contratos in vita y decisiones post mortem.

La reprochabilidad moral de la violación de decisiones post mortem no se fundamenta (obviamente) en un derecho del difunto sino en el deber de los demás de respetar las decisiones de terceros (siempre que el contenido de las mismas sea moralmente legítimo). Si se acepta que la autonomía de una persona se manifiesta justamente en las decisiones que libremente adopta, el respeto de las mismas (también en los casos en los que el decidor no puede controlar su cumplimiento) equivale al respeto de la autonomía personal. El respeto de las decisiones post mortem constituye el contenido de un deber imperfecto en el sentido de que no tiene como correlato un derecho.

c’) Un cadáver es una cosa y, en tanto tal, no puede tener derecho. Pero, ello no quiere decir que un cadáver no tenga relevancia moral. Si se está dispuesto a admitir, por ejemplo, que las obras de arte tienen una relevancia moral (moral standing) que impone deberes de respeto, podría sostenerse que lo mismo vale para un cadáver. Y, al igual que en el caso de la obra de arte, puede sostenerse también que no se trata tanto de un deber «directamente» centrado en el cadáver sino que «a través de él», tiene como destinatarios terceros vivientes249.



––––––––   177   ––––––––

d’) Si la profanación de cementerios es considerada como una grave agresión a la memoria de los muertos (con prescindencia de la ofensa a sus familiares), ello se debe a que un cadáver no es una mera cosa o una fuente de recursos sin más. La idea de la «línea profiláctica» puede valer también aquí.

e’) Según una encuesta Gallup de febrero de 1983, muchas personas se niegan a donar sus órganos post mortem porque temen que en caso de enfermedad grave los médicos puedan sentirse tentados a aumentar la disponibilidad de órganos descuidando la atención del paciente y acelerando su muerte. (No hay que descartar sin más la posibilidad de caer en manos de un médico consecuencialista.) Este argumento valdría con mucha más razón para el caso de la luz verde a los transplantes aun en caso de negativa del paciente250.

No obstante todos estos argumentos, podría sostenerse que, aun cuando pueda disponerse ante mortem sobre el destino del propio cadáver (decidiendo, por ejemplo, que debe ser enterrado en un determinado cementerio o incinerado), un cadáver es, además, una fuente de bienes vitalmente útiles cuya no utilización puede causar daños a seres vivientes. Volviendo al caso de las obras de arte: ¿existe la obligación moral de cumplir la última voluntad de un gran artista que dispone que a su muerte deben ser destruidas todas sus obras? ¿No pensaríamos que en este caso de egoísmo póstumo su decisión debe ser ignorada?251 El «gran artista» en el caso de trasplante de órganos es el difunto poseedor de órganos aptos para trasplantes, «Human vegetables», para usar una expresión en boga en el ámbito anglosajón. Esta perspectiva parece ser la que subyace a las disposiciones jurídicas vigentes en varios países en el sentido de que, a menos que exista manifestación expresa en contrario, habrá de suponerse la voluntad de donación252.

El aspecto de la gratuidad o no de los órganos del difunto depende de la atribución de derechos de propiedad sobre el cadáver. Aquí pueden distinguirse dos casos:



––––––––   178   ––––––––

a) Cadáveres que no son reclamados por nadie; para él valdrían las disposiciones que rigen para la res derelicta y así suele procederse. Siempre parece haberse supuesto en este caso la voluntad tácita del difunto en favor de la libre disposición de su cuerpo post mortem. La mayoría de los cadáveres con los que se experimenta en las lecciones de anatomía tienen este origen. Uno de los perversos argumentos que suelen utilizarse para matar «desechables» y «niños de la calle» con el objeto de extraerles órganos es que sus cadáveres serán res derelicta.

b) Cadáveres que son «reclamados» por los parientes del difunto. Este derecho de reclamación podría ser interpretado en el sentido de que aquéllos tienen derechos de propiedad sobre el cadáver253. Si así fuera, en caso de que el donante no lo hubiera especificado, se admitirá que son los herederos quienes tienen la propiedad del cadáver. Esto es lo que se supone en el caso 6).

Desde luego, una vez admitido que la propiedad del cadáver corresponde a los herederos y suponiendo la voluntad de donación del difunto, podrían construirse escenarios más o menos macabros en los que los herederos podrían depositar el cadáver en lugares adecuados y, de acuerdo con el grado de conservación de los órganos (un problema técnico), ir vendiendo órganos según las necesidades familiares.

Los casos 7) y 8) con casos de colectivización de bienes privados.

En el caso 7), el Estado realiza la confiscación de un bien privado perteneciente a los herederos (puesto que si no se trata de una res derelicta) por razones de utilidad pública. Los herederos resultan dañados

––––––––   179   ––––––––

ya que se los priva de una posible indemnización. Y los intereses «auto-centrados» del difunto resultan irremediablemente lesionados. Esto implica una muy fuerte carga de argumentación para quien propicie la confiscación.

En el caso 8) se trata de una expropiación de un bien privado sobre la cual pesa el inconveniente de la violación de la voluntad del difunto. Pueden haber también fuertes dudas acerca de hasta qué punto es posible hablar de «indemnización» cuando se trata del destino del cadáver de un familiar.

Todo esto vuelve muy difícil la justificación ética de los casos 7) y 8).

II

Al comienzo de este trabajo me he referido a la creciente escasez de órganos. Las causas de esta situación son de diferente naturaleza pero pueden agruparse en dos clases fundamentales:

a) causas puramente naturales: mayor demanda de órganos debido a los progresos de la técnica médica y menos disponibilidad de cadáveres aptos para la extracción de órganos como consecuencia de la disminución de la tasa de mortalidad. Este es un hecho estadísticamente comprobado.

b) causas de tipo psicológico: menor disposición a la donación de órganos in vita y post mortem. También existen al respecto datos estadísticos254.



––––––––   180   ––––––––

Las causas del tipo a) no pueden ser eliminadas con medios éticamente aceptables ya que la única forma de suprimirlas o reducirlas sería, por una parte, renunciar a la aplicación de un recurso que puede salvar la vida de muchos pacientes o, por otra, promover la muerte de personas sanas estimulando el suicidio de los jóvenes, derogando las medidas de seguridad vial y laborales, aumentando la clase de los «desechables» o extendiendo el concepto de muerte de manera tal que puedan incluirse a personas aun vivas en la categoría de muertas255.

Las causas de tipo b) están vinculadas (como todo fenómeno psicológico) a una serie de factores no siempre fáciles de identificar y de delimitar claramente: prejuicios, creencias religiosas, temor a que el interés por obtener órganos pueda conducir a un descuido en el tratamiento de ciertas enfermedades (como en el caso de los encuestador por Gallup a los que me he referido más arriba) o a la fijación prematura del momento de la muerte. La discusión actual sobre la aceptabilidad del concepto de muerte como muerte cerebral, muerte pulmonar o muerte cardíaca o el caso de Marion Ploch256, sumados al hecho de que los trasplantes tienen que realizarse conservando funciones vitales del «muerto» y el temor ante la diligencia de los trasplantadores, han contribuido a crear un estado de ánimo entre los potenciales donantes post mortem y sus familiares adverso a la donación de órganos. Así, en Alemania, por cada cuatro muertos cerebralmente los parientes se niegan a que se realice un trasplante de sus órganos; hace un año la proporción era de cinco a uno.

La superación de las causas del tipo b) exigirá, pues, un reforzado trabajo de información, tarea tanto más complicada si se toma en cuenta las circunstancias en las que debe realizarse el trasplante (los órganos

––––––––   181   ––––––––

trasplantados tienen que estar «vivos») y la actual polémica acerca de la definición de la muerte257.

Estas dificultades influyen también en las propuestas de obtención y/o adjudicación de estos bienes crecientemente escasos. A ellas quiero ahora referirme. Si se acepta la relevancia de las decisiones autónomas subrayada en la sección I, hay que descartar desde ya la posibilidad de recurrir a «abastecedores» no voluntarios. Puede pensarse entonces en las tres siguientes formas de obtención y/o adjudicación de órganos para transplantes:

  1. mercado
  2. banco de órganos
  3. club.

1) Quienes proponen el recurso del mercado centran sus consideraciones en los casos 2) y 6) del cuadro presentado y argumentan que de esta manera puede aumentarse considerablemente la disponibilidad de órganos. Si se admite el derecho de propiedad de cada persona sobre su propio cuerpo, se afirma, no habría inconveniente alguno en aceptar la vía del mercado. Las transacciones podrían realizarse in vita o post mortem. El ejemplo del delincuente italiano ilustraría el primer caso. Con respecto a las transacciones post mortem, Lloyd R. Cohen y Henry Hansmann han propuesto diferentes modalidades que se extienden desde el pago anticipado de cuotas anuales decrecientes al vendedor hasta la entrega de una única suma a sus herederos258.



––––––––   182   ––––––––

Frente a la posibilidad del mercado de órganos pueden hacerse valer las siguientes objeciones:

a) Si se establece el mercado de órganos, es probable que disminuya el número de donantes: el atractivo económico puede inhibir la disposición a la cesión gratuita; ello traería como consecuencia un aumento de los costos de los trasplantes;

b) si el mercado funciona plenamente, sólo los ricos serán compradores ya que el «bien» órgano seguirá siendo necesario y escaso, dos hechos que permiten vaticinar precios relativamente elevados259: las actuales desigualdades de ingreso y fortuna se manifestarían también en desigual por lo que respecta a las chances de salud y prolongación de la vida; una sociedad que confiere importancia al principio de igualdad de oportunidades no habrá de aceptar este procedimiento de asignación de órganos;

c) quienes propician la idea del mercado no tienen en cuenta que este sistema sólo serviría para reforzar la vulnerabilidad de sectores de la población que no tienen otros productos que vender como no sean partes de su propio cuerpo;

d) un mercado libre de órganos provocará la aparición de mayoristas que concentrarán las ventas; se establecería una especie de «rufianismo de órganos». Los anuncios publicitarios de países del Este de Europa citados más arriba parecen testimoniar la existencia de estos centros de venta al por mayor.

A estas objeciones podría responderse lo siguiente:

a’) conviene tener en cuenta que aquí no se cuestiona la licitud moral de la venta sino más bien las consecuencias negativas por lo que respecta a la adjudicación o accesibilidad de los órganos por parte de los distintos sectores de la población; en este sentido, si el mercado puede asegurar una mejor oferta, los mayores costos que puedan resultar deberían correr por cuenta de los organismos estatales o por las cajas de enfermedad. Si el problema fuera sólo el mayor costo, habría que renunciar también a la medicina atómica y a buena parte de los tratamientos médicos. En este sentido, los órganos ocuparían una posición intermedia entre los bienes privados y los bienes públicos. No son públicos porque su uso es

––––––––   183   ––––––––

excluyente y distributivo; pero no serían estrictamente privados porque su disponibilidad tiene una relevancia tal para la salud que se asemejan a ciertos bienes públicos tales como la disponibilidad de recursos técnicos en los hospitales.

b’) el mercado podría funcionar restringiendo la calidad de comprador a centros oficialmente autorizados que luego distribuirían los órganos comprados de acuerdo con criterios estrictamente medicinales; de esta manera no se violaría el principio de igualdad de oportunidades de recibir un órgano, cualquiera que fuera el status económico del paciente;

c’) el argumento de la vulnerabilidad es correcto a medias. En efecto, desde el punto de vista del comprador (y también desde el punto de vista imparcial) él se encuentra en una situación de mayor vulnerabilidad ya que la posesión del órgano en cuestión es un asunto de vida o muerte, en cambio, para el vendedor, se trata de un asunto de mayor o menor riesgo. Como afirma John Harris:

Una pregunta que se impone aquí es la de saber quién es más vulnerable, quién necesita más nuestra protección. Si formulamos esta pregunta, podríamos ver la ética de los trasplantes comerciales bajo una luz diferente. La gente que se está muriendo y necesita un trasplante tiene derecho también a nuestra preocupación, respeto y protección, no desean morir. Quienes eligen y vender órganos aceptan voluntariamente un riesgo menor y hasta insignificante. ¿Es preferible moralmente someter a un grupo de ciudadanos a una muerte segura en vez de ofrecer incentivos (tentaciones, si se prefiere) a otro grupo para que corra riesgos? ¿No es mejor proteger a los más vulnerables permitiendo que otro grupo elija correr o no el riesgo con la esperanza tanto de beneficiar a sus congéneres como de beneficiarse a ellos mismos financieramente?260



d’) el peligro del «mayorista» o del «rufián» es un caso claro de abuso que podría ser evitado exigiendo al vendedor la presentación de un informe sobre el origen del órgano que ofrece en venta. Si ésta es la consecuencia de un crimen o de situaciones de explotación, la compra no se lleva a cabo.



––––––––   184   ––––––––

De estos cuatro contraargumentos, los más débiles son los dos últimos: mientras la situación del mundo se mantenga como hasta ahora (y no hay indicios de que ella haya de cambiar en un futuro ni siquiera medianamente lejano), seguirán dándose condiciones socio-económicas de explotación y será muy difícil determinar el grado de vulnerabilidad de compradores y vendedores ya que muy probablemente los vendedores no serán agentes voluntarios sino personas que se vean forzadas a entrar en este tipo de transacciones. Y es también probable que ellas mismas se vean obligadas a recurrir a intermediarios para un mejor éxito en su búsqueda de potenciales compradores. Será, por lo tanto, prácticamente imposible crear los marcos suficientes como para garantizar un funcionamiento mercantil éticamente aceptable. Ello sugiere la conveniencia de buscar otras alternativas para la adjudicación de órganos.

2) El banco de órganos es el sistema que actualmente se practica en el Centro de Leiden. Abastecedores del tipo 5) constituyen la mayor parte de los suministradores de órganos (pero no habría problema en incorporar también a los tipo 1). Los problemas de este procedimiento de adjudicación son, por lo menos, los siguientes:

a) Como a este banco tienen acceso tanto los donantes como los no donantes, existe una tendencia fuerte a adoptar la posición que menor sacrificio requiere, es decir, no donar y recibir el órgano cuando se lo necesita.

b) Está también el peligro de la «parcialidad»: aunque existe la obligación de informar al Centro de Leiden, la disponibilidad de órganos suele no ser comunicada con la debida rapidez y se tiende a adjudicarlos a receptores vinculados por razones de vecindad o de conocimiento personal con el hospital que dispone del órgano261.

Los inconvenientes de la gorronería y de la manipulación pesan pues sobre el sistema de bancos.

3) La tercera posibilidad, la del club, ha sido propuesta recientemente por Hartmut Kliemt262. Esta alternativa se basa en el principio de reciprocidad: quien dona un órgano lo hace no sólo por razones supererogatorias sino porque espera también ser receptor eventual en caso de

––––––––   185   ––––––––

que necesite un órgano o un tejido. La donación le otorga un derecho privilegiado de acceso a los órganos disponibles. Por supuesto, pueden pensarse distintas modalidades para la constitución de estos clubes:

a) Admisión de todo aquel que esté dispuesto a donar un órgano:

    in vita,
    post mortem;

b) Clubes especializados en ciertos órganos (clubes renales, de retina, de hígados);

c) Clubes que permitan heredar a los hijos menores de edad o incapaces el derecho de acceso a órganos no utilizados por el progenitor donante y a quien se le extrajo en vida o post mortem un órgano;

d) Clubes con membrecía revocable o no; la revocabilidad queda excluida en el caso de las donaciones post mortem de un receptor-donante arrepentido. Este podría ser un caso de confiscación justificable del cadáver.

En el caso de revocación de una donación en vida, no hay argumentos éticamente sostenibles que permitan lesionar la integridad física del donante arrepentido.

e) Clubes de donación única o múltiple. Parecería que es justo que el donante a quien se le extrajo un órgano quede liberado en el futuro de su obligación de donación.

La selección del donante en cada caso particular obedecerá primariamente a razones médicas y, en caso de que existan varios posibles donantes igualmente aptos, el sistema de sorteo parece ser en los casos normales el más equitativo.

El principio básico del club es, como se ha dicho, el de reciprocidad pero éste es completado con el de solidaridad frente a quienes por razones de edad o de incapacidad física no pueden ser miembros del club263.

Si volvemos a considerar el cuadro de los 8 casos, es fácil comprobar que con la idea del club aquéllos quedan reducidos a sólo dos: el 1) y el 5), es decir, los casos de donación voluntaria y gratuita en vida y post mortem. El caso 7), es decir, el de la extracción no voluntaria post mortem

––––––––   186   ––––––––

podría ser justificable sólo si se tratase de un receptor-donante arrepentido.

La propuesta del club evitaría, según Kliemt, dos problemas vinculados con el mercado y con el banco de órganos respectivamente: el de considerar a los órganos como un simple recurso, susceptible sin más de transacciones mercantiles, y el de establecer una especie de propiedad colectiva sobre los órganos en el sentido de un «common pool ressource». Sobre el primer punto me he extendido en la parte I de este trabajo y sobre el segundo he insinuado el carácter ambiguo de los órganos como bienes privados/públicos.

Dejando de lado estos problemas, podría pensarse que la propuesta del club puede conducir a situaciones que nos parecen moralmente reprochables. Cabe recordar al respecto el caso de Luiza Magardician, una rumana de 22 años que llegó a Nueva York en junio de 1985 con la esperanza de obtener un riñón. En su país había agotado todos los métodos de tratamiento y era imposible obtener este órgano. El director de la National Kidney Foundation de Nueva York/New Jersey denegó el pedido de la ciudadana rumana alegando que «dada la enorme escasez de donantes en los EE.UU., los ciudadanos americanos deben tener preferencia»264. Esta posición fue apoyada por Jeffrey M. Prottas, subdirector del Bigel Institute for Health Policy en la Brandeis University, quien sostuvo que dado que la comunidad americana «había demostrado el altruismo necesario para posibilitar el trasplante de órganos, [...] los miembros de esta comunidad nacional tienen un derecho a que no se les niegue un trasplante de órgano porque este órgano haya sido enviado a un país de ultramar u ofrecido a una persona que hubiera viajado aquí específicamente para obtenerlo». El «criterio legítimo» para tomar decisiones de adjudicación debía ser la «membrecía en la comunidad que proporciona los órganos»265.

El fundamento de la restricción nacional es aproximadamente el mismo que el de la propuesta del club: evitar «gorrones» y estimular las donaciones concediendo un tratamiento privilegiado a sus miembros.



––––––––   187   ––––––––

La alternativa extrema de una política de apertura total destruiría, por cierto, la institución misma del club con lo que se volvería a caer en las otras dos alternativas que parecen ser menos atractivas. La solución posiblemente se encuentre en la dirección sugerida por la resolución de la American Society of Transplant Surgeons que establece que el 5 por ciento de todos los trasplantes de riñón deben estar destinados a pacientes extranjeros (no miembros del club) y que «estos pacientes deben ser seleccionados sobre la base de los mismos criterios médicos que los demás (miembros)»266. La discusión acerca de si el porcentaje del 5 por ciento es adecuada o no puede ahora ser dejada de lado: lo importante es decidir si se está dispuesto a aceptar esta nueva excepción para no socios. En todo caso, mientras no existan a nivel mundial clubes como el propuesto por Kliemt la presión de quienes no pueden ser socios de ningún club constituirá un fuerte peligro para la estabilidad de los clubes existentes a nivel nacional. El porcentaje propuesto por la American Society equivale a algo así como una cuota de inmigración de los países industriales con respecto a ciudadanos del Tercero o Cuarto Mundo y valen para él argumentaciones similares a las aducidas sobre esta cuestión.

La inclusión de cuotas de beneficios para los no socios altera, desde luego, la concepción clásica de un club267. Efectivamente, en los «clubes» normales nadie puede ser obligado a ingresar pero quien no ingresa no goza de los servicios del club. Pero, hay otro aspecto que parece conspirar contra la idea del club: en el caso de los clubes de donantes, los servicios que se ofrecen son de una naturaleza tal que, de facto, el ingreso se vuelve compulsivo (al menos para los ciudadanos del país que adopte la institución del club). Si ello es así, el concepto de donación parece ser difícilmente aplicable; el club corre el riesgo de transformarse en un recurso eufemístico para ocultar un reclutamiento coactivo de abastecedores. En este caso, si la idea justificante del club era asegurar un mejor ejercicio de la autonomía individual, cuando se le aplica hasta sus últimas consecuencias ellas son justamente las opuestas a las que se quería llegar: el individuo se ve enfrentado con una situación sin escapatoria: o es socio

––––––––   188   ––––––––

o carece del derecho a ser considerado como posible receptor de órganos: posee la misma oportunidad de ejercer su autonomía que el sediento en el desierto a quien se le ofrece un vaso de agua a cambio del otorgamiento de un servicio riesgoso.

*

En lo aquí expuesto no he pretendido proponer soluciones sino más bien delimitar problemas. En la primera parte, he intentado subrayar la admisibilidad moral del abastecimiento voluntario de órganos, gratuito o no, in vita o post mortem. A menos que se adopte una intransigente posición kantiana por lo que respecta a la relación entre donaciones o ventas de órganos y la dignidad personal, no veo cómo pueda argumentarse válidamente en contra de lo que he sostenido en la consideración de los 8 casos analizados. Por lo que respecta a la vía más adecuada para la adjudicación de órganos, mi actitud es vacilante: razones prudenciales parecen aconsejar la no implantación de un mercado libre de órganos; el funcionamiento de bancos de órganos puede estar sujeto a los inconvenientes subrayados por Hartmut Kliemt; la propuesta del club, a primera vista sugestiva porque parece evitar los problemas del mercado y del banco, puede, en la práctica, conducir a resultados no aceptables desde el punto de vista del libre ejercicio de la autonomía individual.

El problema es complicado porque, a diferencia de lo que ha sucedido con otros adelantos de la técnica médica, los trasplantes pueden (por ahora) ser realizados sólo con la contribución de seres humanos que asuman el papel de abastecedores268; encontrar el punto de equilibrio equitativo es una tarea tan difícil que invita a inclinarse por el rechazo de regulaciones de validez general. Tal vez lo más sensato sea proceder

––––––––   189   ––––––––

en los casos de adjudicación de órganos de acuerdo con una cuidadosa casuística que dé prioridad a quienes estén dispuestos a participar en las relaciones de abastecimiento-recepción, pero con cláusulas cautelares que tengan en cuenta el principio de solidaridad y de urgencia médica. Para agravar aún más la situación, cabe tener también en cuenta que la escasez de órganos sólo podrá disminuir si estamos dispuestos a cambiar fundamentalmente nuestras tradicionales relaciones con nuestro propio cuerpo ante y post mortem. Todo esto invita a seguir reflexionando sobre un tema que, como casi todos los que plantea la medicina, escapa a la posibilidad de soluciones radicales o definitivas.

Tenía razón Toulmin: la medicina le ha salvado la vida a la ética; pero, creo que coincidiría conmigo en afirmar que también se la ha puesto mucho más difícil.



Arriba