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ArribaAbajoLa erección del obispado de Quito

(Discurso pronunciado en el cuarto centenario de la erección de Quito en Silla Episcopal - 1946)


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ArribaAbajoDiscurso pronunciado en el Cuarto Centenario de la erección de Quito en Silla Episcopal

Los hechos sociales, los del ser colectivo, pueden y deben ser estudiados bajo distintos puntos de vista científicos; así el moralista examinará su bondad intrínseca, de acuerdo con los preceptos inmutables que rigen la moralidad de los actos humanos, y el jurista verá si se conforman o no con la ley vigente.

Pero cuando estos acontecimientos, en que intervienen los organismos superindividuales, que se llaman Cultura, Sociedad, Nación, Estado, se investigan en relación a su desarrollo, a través del tiempo, cabe el considerarlos bajo tres aspectos diferentes: el histórico, el funcional y el cultural.

De los tres, el primordial y básico, es el primero, que es el que proporciona los fundamentos para los otros dos, ya que sin el conocimiento de los hechos mal podría descubrirse la trabazón de su funcionamiento, ni menos el ritmo que rige un ciclo vital.

La historia cumple con su misión cuando reconstruye el proceso vital de un organismo superindividual, narrándolo con verdad, en forma lógica, esto es concatenando   —308→   los hechos no sólo de acuerdo con su sucesión en el tiempo, sino con la influencia que unos ejercen en los que les suceden.

Pero este solo conocimiento no agota la materia, antes sugiere dos nuevos puntos de mira.

Preciso es descubrir las leyes que rigen el funcionamiento del organismo superindividual en las distintas etapas de su desenvolvimiento; el por qué cierto tipo de organización familiar, por ejemplo, produce determinado orden económico; cierta forma de gobierno y de orientación definida a los hechos políticos, entendiéndose como tales los que dicen relación a la vida interna, e intercolectiva; esto es lo que constituye la esencia de la investigación funcional del pasado, o del presente.

Mas ella no basta: cada uno de aquellos seres u organismos que no son de por sí un individuo, sino una colectividad, están sujetos a un ritmo vital, nacen, crecen, llegan a la plenitud del ser, decaen, envejecen y mueren. Todo lo que es humano recorre el camino que media entre la cuna y el sepulcro. Descubrir este proceso es lo que incumbe a la investigación cultural, o si se quiere llamarla por un término más preciso, etnográfica, que si la ciencia del «ethnos» se ha aplicado más al estudio de las civilizaciones primitivas, e incipientes y a los pueblos pretéritos, tiene ancha y feliz cabida en la de las colectividades, que han dejado recuerdos escritos de su existencia.

En las ciencias biológicas, en las de los organismos individuales, también tenemos los tres puntos de vista, el descriptivo: Anatomía; el funcional: Fisiología; y el del desenvolvimiento: Genética.

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Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, dotándole de luz clarísima de la inteligencia, para que descubriendo la Verdad, amase y venerase a su Creador; diole el anhelo del Bien, el deseo de mejorar de condición, el apetito de Felicidad, para que buscase la Perfección y sirviese los designios del Supremo Autor; dotole de Libre Albedrío para que realizara su misión, no como un autómata, pero con mérito y gloria, por actos libres de voluntad espontánea y así se hiciese digno, por Caridad, del Eterno Amor.

Pero al inspirar el Soplo Divino -el espíritu- en el barro amasado por sus manos -la materia- el rey de la creación, vino a quedar compuesta de alma y cuerpo, sujeta a innúmeras limitaciones: el conocimiento no lo obtendría sino a través de los sentidos y la verdad sólo la descubriría tras largo esfuerzo, fragmentaria y confusamente; tendría que vivir en sociedad, pues en el aislamiento no podía realizar su destino.

El hombre «animal racional» según la definición aristotélica es, asimismo, ser social.

De este hecho nacen, en el plan divino, los organismos superindividuales de que hemos hablado anteriormente, que en graduaciones sucesivas van del círculo íntimo de la familia, hasta el inmenso de la cultura, que así como entre el Hogar y el Estado, que consta de muchas familias, se interponen otros organismos superindividuales, de igual modo una cultura, de ordinario, abraza a varias naciones y dentro de ella funcionan organismos intermedios, dotados de vida propia.

Hay sociedades cuya constitución es puramente contingente, que pueden ser o no, según actos de libre albedrío; éstas no constituyen organismos vivos, aun cuando su desarrollo esté condicionado al medio en que se desenvuelven; pero existen otras de las que no es dable sustraerse, que no dependen de nuestro querer, de las que   —310→   ineludiblemente formamos parte, en virtud de la naturaleza humana, tales como la familia, la nación, la cultura, etc. Un individuo puede no constituir una nueva familia, pero nació y creció en una determinada, aun cuando ésta sea la Inclusa. Es posible sea un apátrida, mas en determinada Nación se forjó su ser y con ella está vinculado por educación e historia. Es dable que rebelde e inconforme, loco o genio, pretenda sustraerse de la civilización de que forma parte, o incrustarse en otra; pero siempre llevará su alma modelada en el troquel de la que le es ingénita.

El panorama de las generaciones pretéritas nos enseña que no los Estados, cosa más pasajera y accidental, sino las Naciones germinan, florecen y mueren en la sucesión de los siglos; la Romana, la de la República y el Imperio, no es la misma que la italiana, aun cuando ambas han tenido su sede en el espacio de tierra que va de los Alpes al Mediterráneo. El mismo mundo contemporáneo nos muestra la existencia simultánea de civilizaciones distintas, con sus peculiares concepciones del universo, la China y la Occidental, o Europea, para no mentar otras, y la historia nos habla de aquellas que cual la Egipcia, la Asiria dejaron de existir hace muchos años.

Si nos fijamos en estos acontecimientos, cuando el desarrollo del ciclo vital no es interrumpido por un accidente externo, observaremos siempre una etapa inicial balbuceante y débil, luego una robustez inexperta, pero llena de energías y promesas, seguida de un florecer magnífico que ha solido llamarse Edad de Oro, tras la cual se produce una época de ampulosidad, no aparecen nuevas formas, sino que las ya creadas se amplifican y refinan, de modo que la abundancia de detalles hace que como desaparezcan las estructuras fundamentales, viene tras ello un agotamiento y las fórmulas rígidas sustituyen a la fluidez vital, es la senectud presagio de la muerte, en la que el proceso creador se agosta, que puede prolongarse   —311→   más o menos tiempo y en el que se vive de lo que fue, hasta que surge un nuevo organismo colectivo, destinado a recorrer igual ciclo vital.

Tal acontece con las familias, los Estados, las naciones, las culturas.

Fijémonos, por un momento, en el arte, arquitectura, escultura, pintura, que son las ramas de expresión de la belleza, tal cual las concibe una cultura, más fácilmente comprensible a los que pertenecen a otra, y observaremos, cuando su desenvolvimiento nos es conocido, primero una etapa primitiva de balbuceos infantiles, en la que lo artístico apenas aflora de lo rigurosamente utilitario; luego un período arcaico, de formas duras, en el que la concepción mental, es ya, puede decirse, casi completa, pero en el que aún no logra dominarse a la materia y la expresión tiene una sencillez encantadora, en la inexperiencia de las formas; viene, luego, la época clásica, en la cual la madurez intelectual va unida a la plenitud de la técnica; pero bien pronto el dominio de ésta inclina a los artistas a complacerse en el detalle, a poner en la obra más virtuosidad que genio, es el barroco, que con su misma exuberancia fatiga, que conduce a la estilización, al formulismo; las ideas se anquilosan, la fórmula sustituye a la vida y se cae en un arcaísmo rebuscado, decadente y senil, hay para todo modelos estereotipados, hasta que el arte cansado; apetitoso de originalidad, sin poder lograrla, porque la savia vital se ha agotado, se diluye en creaciones sin sentido y retorna a lo bárbaro.

Lo que pasa en el arte ocurre en la literatura, en la ciencia, en todo aquello que es manifestación de una cultura; los ciclos no son sincrónicos: primero llega a su madurez la plástica tridimensional, luego la pintura; la epopeya precede a la lírica y ésta al drama; la ciencia retarda un tanto el paso, primero tienen su floración las disciplinas especulativas, siguen las de la naturaleza y por último las históricas.

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Una cultura es un todo, un organismo superindividual compuesto de varios otros de la misma naturaleza, naciones o grupos de ellas afines entre sí; los ciclos siguiendo en ellas un mismo ritmo, tampoco son absolutamente simultáneos.

La nación forma otro organismo superindividual, de menos órbita y duración que la cultura, pero regido por iguales ciclos.

Visto así el panorama de la humanidad desaparecen, todas las contradicciones que un evolucionismo trasnochado y la idea del progreso indefinido encuentran en las páginas de la Historia de verdad.

Lejos, muy lejos de existir un progreso continuo, en la sociedad de los organismos superindividuales, hay individuos que nacen, llegan a la juventud, a la madurez, envejecen y mueren, que responden en este mismo mundo, pues carecen de alma eterna, de sus virtudes o vicios, y cumplen con el plan Eterno, trazado por el Autor de todas las cosas.

Cuando hay un medio social propicio para la fecundación, una materia prima dispuesta y -por otra parte- una nación, una cultura en madurez viril y se produce el contacto entre ambas, surge de él, según el caso, una nueva nacionalidad, o una cultura; sea lo uno o lo otro, el nuevo ser que se gesta está destinado a realizar su ciclo vital, al principio al amparo del poder fecundante.

Del 15 de agosto al 6 de diciembre de 1534 se engendró la nacionalidad ecuatoriana; el 13 de abril de 1546 cobró mayor vigor esta creación con el establecimiento   —313→   de Sede Episcopal en Quito y se perfeccionó el 18 de setiembre de 1564, cuando principió a funcionar la Real Audiencia, para llegar a la plenitud de la vida propia, tras los hechos memorables del 10 de agosto de 1809, el 9 de octubre y 3 de noviembre de 1820 y el 24 de mayo de 1822, el 13 de mayo de 1830.

En este recorrido, que apenas abraza el período de la infancia de la nacionalidad, hay dos etapas: la de la formación, que comprende el tiempo transcurrido entre la fundación de Santiago del Quito y la constitución del Ecuador en Estado Soberano, Libre e Independiente y el de la vida propia. En el primero se observan también tres ciclos, el del engendramiento, 1534-1564; el de la gestación 1564-1809, en el cual dentro de la vida del Imperio Español, llega el Quito a su Edad de Oro cultural, en los dos primeros tercios del siglo XVII; y el del desprendimiento del poder fecundante que corre entre 1809 y 1830.

El hecho de conmemorarse este año de gracia de 1946 el Cuarto Centenario de la Erección en Quito de la Silla Episcopal, invitando está a considerar, a la luz de las doctrinas bosquejadas al principio de este discurso, la significación que tuvo para la constitución de la nacionalidad ecuatoriana, lo que se verificó el 13 de abril, cuatro centurias antes de ahora, en la por entonces aún humilde iglesia parroquial de la ciudad de San Francisco del Quito, acontecimiento trascendentalísimo, ya en sí mismo, ya por la alteza de los personajes que con el rodar de los años han ido ocupando la sede que, ese día, estableció   —314→   Garci Díaz Arias y que hoy ocupáis vos, Excelentísimo Sr. Dr. Dn. Carlos María de la Torre.

El Sumo Pontífice Paulo III, a petición del César Carlos V, en Roma, el 8 de enero de 1545 estableció la Sede Episcopal de Quito, a la que había sido antes presentado el Bachiller Don Garci Díaz Arias, gran confidente y amigo del Conquistador del Perú, Don Francisco Pizarro.

La Corte Española, conocedora de lo dilatado de sus dominios americanos y de la necesidad de establecer en ellos Obispados que rigieren la vida espiritual, solicitó de la Santa Sede la creación de varias diócesis, en lo que había sido el Imperio Incaico; así en 1537 se fundó la del Cuzco, que se erigió al año siguiente, siendo su primer Obispo Fray Vicente Valverde; en 1542 la de Lima;. en 1547 la de Popayán; en 1551 la de las Charcas.

El Rey, en su calidad de Patrono de la Iglesia, era el promotor de estas fundaciones que el Papa realizaba a su pedido; la resolución de crear el Obispado de Quito, debió preceder con algunos años a la expedición de la Bula de Paulo III; así, ya en 1540 se dio al Licenciado Don Cristóbal Vaca de Castro orden de demarcar los distritos eclesiásticos, de los obispados de Lima, Cuzco y Quito; probablemente ya por entonces las autoridades de Lima presentaron al Monarca, a Garci Díaz Arias para ocupar la silla episcopal quitense y obtuvieron aceptación favorable de la Corte; sólo así se explica que en 1541 éste firmase Obispo Electo de Quito, aun cuando no existiese todavía, canónicamente, la diócesis; es probable que la Santa Sede convino en conferirle la dignidad episcopal, para regir la proyectada Catedral en 1543, pues así lo afirma el Licenciado Montesinos; pero es evidente que sólo en 1545 expidió Paulo III la Bula «Super specula militantis ecclesiae», que dio ser jurídico a la diócesis, de la que cuatro años antes se llamaba Obispo Electo el Bachiller Garci Díaz Arias.

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Un año daba el Pontífice para que el Emperador hiciese la presentación del electo, pero ésta debía estar ya hecha, aun cunado no oficialmente, lo que se deduce tanto de lo expuesto anteriormente, como de la celeridad con que se procedió a la erección efectiva.

En efecto, entre la fecha del documento pontificio dado en Roma el 8 de enero de 1545 y su ejecución en Quito, el 13 de abril del siguiente año, apenas media el tiempo requerido por la distancia si se tiene en cuenta que la Bula debió, con los lentos medios de comunicación de entonces, ir de la Ciudad Eterna a la Corte de España, recibir el pase del Consejo de Indias, navegar hasta América, para llegar a Lima, o al Cuzco, donde de ordinario residía Garci Díaz Arias y venir con él a Quito, para que a ella diese cumplimiento el 13 de abril de 1546.

En el acta de erección de nuestra Santa Iglesia Catedral, no hay nada que dé la más leve sospecha para creer que Garci Díaz Arias no hubiese, hasta entonces, recibido la consagración episcopal: firma Episcopus Quitensis y se llama así mismo «Dei et appostolicae Sedis gratia, Primus Episcopus civitatis Sancti Francisci del Quito», pero no lo era aún; la consagración la recibió tan sólo, en el Cuzco, el 5 de junio de 1547; fiesta de la Trinidad, según lo declara él en carta escrita al día siguiente a Gonzalo Pizarro, que original vio Don Marcos Jiménez de la Espada.

Es probable que desde entonces y en los agitados meses que precedieron a la rota de Jaquijaguan permaneciese junto a Gonzalo, hasta cambiar banderas y unirse al Presidente la Gasca, de cuyo consejo formó parte hasta febrero de 1549, después de lo cual volvió a Quito, donde falleció el 2 de mayo de 1562.

Poco es lo que se sabe de él y bastante opaca fue su gestión episcopal, pues ni firmó el acta de erección, ni   —316→   en su tiempo el Cabildo eclesiástico llevó memorias de sus resoluciones.

Fray Pedro de la Peña, Fray Luis López de Solís, segundo y cuarto obispo, fueron los verdaderos organizadores de la diócesis, que se ha visto ilustrada por una serie de preclaros varones, que han brillado con luz purísima, en el Cielo de la Patria.

Este es el acontecimiento que tuvo lugar en la humilde Iglesia Parroquial de San Francisco del Quito, hace cuatrocientos años, sencillo en sí mismo, pues ya podemos imaginar que habrá estado destituido de pompa; los tiempos no eran para que la hubiese, fresca estaba aún la sangre derramada en Iñaquito, tres meses mal contados antes, y muchos eran los vecinos que sufrían persecuciones del vencedor y numerosos los hogares enlutados; como testigos sólo figuran el Arcediano Melchor de Rivera, el Canónigo Juan de Ocaña, Gómez de Tapia, Andrés Laso, Bacalamo, Juan de Herrera, Pedro Alfonso de Beltrán, Andrés Sánchez, el Notario Gabriel de Heredia y «otros varones sumamente discretos» entre los que se contarían los frailes de San Francisco, la Merced y Sto. Domingo, residentes en Quito; sencillo y humilde por la calidad del nuevo prelado, que ni tenía aún consagración episcopal, ni dotes para el gobierno de la grey, pero fecundo en consecuencias.

La nacionalidad ecuatoriana se produce el día en que juntados los ejércitos de Sebastián de Benalcázar, Diego de Almagro y Pedro de Alvarado, bajo la conducción del primero resuelven establecer definitivamente poblaciones castellanas, en la extensión septentrional del Imperio Incaico,   —317→   la conquistada por Tupac Yupanqui y Huayna Cápac y sede del movimiento rebelde de Atahualpa, esta es el 28 de agosto de 1534, cuando en la ciudad de Santiago se erige, sólo en proyecto, la villa de San Francisca del Quito.

Tres circunstancias son las que precisan esa fecha, como la del engendramiento de una nacionalidad en potencia, que sólo vuélvese real el 6 de diciembre: la conjunción de ejércitos distintos, si ésta no se hubiese verificado, las fundaciones hechas por Almagro, en nombre de Pizarro, no habrían formado parte de la nacionalidad peruana; el ánimo ya determinado, al parecer, de Benalcázar de hacerse de gobernación propia; el hecho de que la dirección del nuevo grupo quedó en manos de éste.

Las naciones hispanoamericanas son engendradas cuando por obra de la acción conquistadora se establece en el suelo americano y en medio de la población indígena un nuevo ser colectivo, al ruedo de un Cabildo, que se considera y actúa como el núcleo de un nuevo reino.

El del Quito tiene, no obstante, en un principio, cierta inestabilidad, pues se establece a nombre y en cierta manera bajo los auspicios de Pizarro y luego la acción organizadora de Benalcázar se desplaza hacia el norte y la gobernación que se le concede, por último, no abarca, justamente, lo que había sido el punto de partida de sus actividades; pero ello -no obstante- es ya tan efectiva, que el Marqués la reconoce como tal y crea una gobernación que confiere a Gonzalo Pizarro. Mas, tampoco, entonces se solidifica, pues con la llegada del Licenciado Vaca de Castro, el Gobernador del Quito parte al sur y es arrastrado a la gran aventura de dar un soberano castellano al Tahuantinsuyo.

Entonces es cuando entra en acción, como fuerza aglutinante, la creación del Obispado. ¿Cuáles son sus linderos, cuál el espacio en que ejerce su jurisdicción?

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Todo lo que ha sido Ecuador y aún más de lo que hoy es. Por el Norte comprendía a Pasto, por el Sur a Jaén y Piura, por el Oriente hasta donde llegaban los Misioneros partidos de Quito. El primer desmembramiento fue la creación, en 1616, del Obispado de Trujillo, que no vino a formar parte de la provincia eclesiástica quitense sino que quedó como sufragáneo de la de Lima, la última, la erección en 1859 del Obispado de Pasto anexado a la Catedral Metropolitana de Bogotá que no hizo sino confirmar lo hecho en 1835 al aceptar la Santa Sede que la división entre las jurisdicciones episcopales de Popayán y Quito se conformase con lo dispuesto por la ley de la Nueva Granada de 1832.

Así la autoridad eclesiástica desde 1546, se ejerce desde Quito, con lo que se solidifica y estructura la nación engendrada el 28 de agosto de 1534, y esta acción continúa y perdura, pues las nuevas diócesis, creadas con posterioridad en territorio ecuatoriano, forman parte de la provincia quitense y reconocen al Arzobispo de Quito como a su Metropolitano. Esta unión no se romperá ni el día que Guayaquil, Cuenca, sean sedes arzobispales, que entonces la de Quito será la Primada.

La fuerza espiritual coaligante de la ecuatorianidad arranca, pues, de aquel acontecimiento humilde y sencillo, que tuvo lugar en la Iglesia Parroquial de San Francisco del Quito, el 13 de abril de 1546, y por la cual ésta se trocó en Catedral.

No exageramos el valor de este acontecimiento; de su importancia da testimonio fehaciente el General José María Obando, nada clerical, por cierto, quien, cuando estaba más empeñado en anexar Pasto a la Nueva Granada, urgía, a Santander obtuviese la erección del Obispado de Pasto, pues decía que de no obtenerla, resultarían fallidos todos sus esfuerzos políticos y militares.

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Hemos mirado el acontecimiento que se conmemora, sólo bajo un aspecto, el de la acción que el Obispado de Quito ejerció, por el hecho de su existencia, para dar estabilidad a la nación que fue engendrada, al fundarse la villa de San Francisco, que cobró fuerza definitiva con la fundación de la Real Audiencia y de la Presidencia de Quito; pues puede afirmarse, con plenitud de verdad, que las Audiencias son las que con el andar de los tiempos se transforman en los Estados Hispanoamericanos; pero podría también estudiarse su significado nacional, bajo otros puntos de vista, como sería el de la acción ejercida por los Obispos Quiteños, como conductores de la nacionalidad, impulsadores de su progreso; para desarrollar este tema tendríamos que analizar la obra apostólica de Fray Pedro de la Peña, el verdadero organizador de la diócesis, de Fray Luis López de Solís, el fundador de Estudios en nuestra Patria, del sapientísimo Oviedo, del canonista Peña y Montenegro, para no seguir mentando nombres, del insigne patriota Cuero y Caicedo, de Checa, de González Suárez; pero ello nos llevará largo espacio de tiempo y ya demasiado hemos abusado de vuestra paciencia.

En el corazón y la memoria de todos los ecuatorianos está el recuerdo de tantos y tan excelsos varones, que en el espacio de cuatro centurias han regido la grey quiteña, que la sede episcopal, tanto ayer como hoy, ha sido el centro de la vida espiritual del Ecuador, foco de luz vivísima, de virtud, de progreso, vigía constante y antemural de la Patria.



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ArribaAbajo Disertación acerca del establecimiento de la universidad de Santo Tomás y del Real Colegio de San Fernando

(Fragmento)


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Ligeros apuntes sobre los colegios fundados con anterioridad al de San Fernando

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Es de suponer que en cuanto en Quito hubo niños españoles, de edad de dedicarse al estudio, se fundarían en la ciudad rudimentarias escuelas en que se daría una enseñanza aún más primitiva y mezquina que los establecimientos en que se dictaba.

Veinte años debían de haber transcurrido desde la fundación de la ciudad cuando los franciscanos fundaron el colegio de San Andrés, en que se enseñaba a leer, escribir, doctrina cristiana, gramática latina y música; era especialmente para los hijos de los caciques, para indios nobles y para los hijos de los españoles pobres. Este colegio subsistió hasta el 20 de febrero de 1581.

El obispo Peña, condolido de la general ignorancia, fundó una cátedra de latinidad, dirigida por el presbítero Juan González y otra de teología que él en persona visitaba diariamente, situadas ambas en su misma casa. A éstas, en 1569, según lo afirmaban los mercedarios en carta al rey «frailes de todas las órdenes y seglares vamos a oír y oímos y aprovechamos».

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Las graves desavenencias que sobrevinieron entre el obispo y los oidores perturbaron también la marcha de este colegio, que era un seminario incipiente. El oidor Ortegón hizo cerrar la cátedra de latinidad, regentada por el clérigo García Sánchez. El clásico escritor Lope de Atienza, que debemos contar en vista de su libro Estado Moral de los Indios del Pirú entre las mayores glorias literarias de la catedral de Quito, quejábase en 1583 de que la Audiencia, a título de ser el seminario perteneciente al real patronazgo, había desposeído de las cátedras que desempeñaban a los sacerdotes nombrados por el señor Peña, para dárselas «a dos mozos familiares de sus casas y que acompañaban sus mujeres, porque con esto satisfacen a las obligaciones que tienen».

El cabildo eclesiástico, que gobernó la diócesis en sede Vacante desde 1588 hasta 1594 para satisfacer al mandato del concilio tridentino y prosiguiendo lo hecho por el segundo obispo, sostuvo «un seminario humilde y modesto», en el cual se enseñaba «la lengua latina, el cómputo eclesiástico y el canto gregoriano; habiendo clases o aulas de latinidad, una que llamaban de mayores y otra de menores». Eran los maestros los eclesiásticos Pedro Valderrama y Luis Remón, mas andando el tiempo suprimiose la una cátedra y continuó la enseñanza el primero de los nombrados.

A mediados de julio de 1586 llegaron a Quito los primeros jesuitas y principiaron a ejercer su evangélico ministerio, captándose el cariño del pueblo durante las calamidades que sucedieron al terrible terremoto del 30 de agosto del año siguiente. Satisfecho el padre Atienza, provincial del Perú, con el éxito obtenido por la compañía, envió en 1588 a esta ciudad «otros tres padres y un hermano coadjutor», permitiendo esta ayuda empezar aquel año a enseñar gramática, «servicio que estimaban mucho los españoles en las ciudades de Indias, por la escasez que había, ordinariamente, de centros docentes».

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Terminado el primer curso de humanidades principiaron a dictar clases de filosofía, ciencia que hasta entonces nunca se había enseñado en Quito en público. «Tal era la fama, dice González Suárez, de los nuevos profesores, que hasta los mismos prelados de los conventos de Quito mandaron algunos religiosos jóvenes a recibir lecciones -de filosofía...; pues aun cuando en los conventos se habían establecido ya esas enseñanzas, los religiosos no tuvieron en menos irlas a escuchar de los profesores de la compañía de Jesús».

Felipe II, por cédula expedida en Tordesillas el 22 de junio de 1592, recomendó al benemérito señor Solís, Obispo de Quito, que cumpliendo con lo dispuesto por el tridentino erigiese el seminario de San Luis que estaba ya fundado.

Tanto por el elevado concepto que tenía el ilustrísimo Solís de la compañía de Jesús, cuanto tal vez por tener ya los jesuitas fundado colegio fue a ellos a quienes se confió la dirección del nuevo plantel. El obispo lo hizo en frases muy apremiantes, pues se expresó así: «Ordenamos y mandamos que mientras la compañía de Jesús y superiores de ella nos quisieren hacer esta gracia a Nos y a todo este obispado de tener a su cargo el gobierno de dicho seminario, no se le quite, como está capitulado; y pedimos y rogamos a los dichos superiores de la compañía por la Sangre de Cristo y el amor que en Nos han conocido, no se exonere de él en ningún tiempo».

En las constituciones que dictó el fundador para el seminario se detallan muchos puntos relativos al régimen interno del establecimiento y a las obligaciones de los estudiantes; mas no se precisan las cátedras que en él deben dictarse, las que estaban situadas en un edificio diferente; sólo se expresa que concurrirán a las clases y lecciones que «suelen haber en los estudios de la compañía».

Merced a la preparación de la Compañía de Jesús para la enseñanza, a la pureza de sus costumbres que la cercanía   —326→   a la época de la fundación hacían fuesen las determinadas es la regla puntualmente observada, a la protección de los obispos y al carácter diremos oficial del recién fundado colegio, bien pronto adquirió tal desarrollo que las demás organizaciones de docencia casi llegaron a desaparecer totalmente.

«Ya el año de 1601, dice el padre Astráin... se indicaba el fruto espiritual y literario que empezaba a dar de sí este modesto seminario de San Luis».

«Han tenido -dice la historia manuscrita de la provincia del Perú-, muchos actos públicos de artes y este año de 1601 de teología escolástica, en que estaban presentes la audiencia, el obispo y la gente más grave de la ciudad, con tanta aprobación y aceptación de todos, que según su parecer se pudiera tener y ser muy estimada en Salamanca».



Además los jesuitas exigieron no se permitiese a nadie tener enseñanza de gramática latina y eran tan celosos por conservar el monopolio de la educación, que amenazaron cerrar el seminario si el cabildo civil no clausuraba el establecimiento que había abierto Luis Remón.

Ya vemos cómo a todo trance quisieron conservar la exclusiva y la larga disputa que se promovió entre ellos y los dominicos.




Del establecimiento de la universidad de San Fulgencio

El 20 de febrero de 1581 los frailes franciscanos hacían dejación del colegio de San Andrés que durante poco más o menos treinta años habían regentado, no obstante   —327→   la oposición del ayuntamiento de Quito del obispo don Garci Díaz Arias, que llegó a prohibir a los indios que fuesen al colegio y a impedírselo por medio de sus esclavos y criados a quienes había mandado que los domingos atajasen a los indios que iban a la iglesia de San Francisco, apostándose para esto en las esquinas; y del obispo fray Pedro de la Peña, quien además de notar varias irregularidades en el colegio, advertía ciertos inconvenientes para el culto en la catedral, que de él dimanaba que los Franciscanos con ocasión del colegio estaban adquiriendo bienes propios, lo que era contrario a su instituto y que las madres de los indios estudiantes violaban la clausura, entrando diariamente al convento a dar de comer a sus hijos.

El 21 aceptó la audiencia la renuncia de los franciscanos y confió la dirección del colegio a los agustinos que lo llamaron de San Nicolás Tolentino; el nuevo plantel era tan sólo externado pues los muchachos iban a comer a sus propias casas.

Los agustinos fray Luis Álvarez de Toledo y fray Gabriel Saona, enviados por el provincial del Perú, el futuro obispo de Quito, López de Solís, el 22 de julio de 1573 tomaron posesión del sitio señalado para el convento de su orden en esta ciudad. Fray Juan de Vivero fue el primer prior del reciente monasterio.

El padre Saona que era prior cuando se estableció el colegio de San Nicolás Tolentino, trece años antes que el seminario de San Luis, en vista de las facilidades que el reciente colegio prestaba, tanto para aumentar el influjo de su orden, cuanto para hacer grande y positivo bien a la atrasada colonia, concibió, seguramente, el proyecto de establecer una facultad universitaria, a la que sirviese de base el colegio de San Nicolás Tolentino. Para conseguirlo debió primero obtener que el rey lo solicitase del pontífice, y tal prisa se dio que ya en 1596 el 20   —328→   de agosto Sixto V expidió su bula Intelligente, quam domino grati.

Su Santidad creaba por ella, en el convento de San Agustín de Quito, Universidad de Estudios Generales, que debía subsistir hasta que el monarca español estableciese universidad real; en ella podían enseñarse artes, teología y derecho canónico, además de cualquiera otra ciencia o facultad lícita. Tan amplio era el permiso que hasta en los estatutos se estableció la manera de conferir el doctorado en Medicina.

Los grados que podía conferir la universidad eran los de bachiller, licenciado, doctor y maestro, tanto a los religiosos agustinos como a los de otras órdenes de mendicantes y también a los laicos.

Debe advertirse que la bula de Sixto V es tan sólo dos años posterior a la fundación del seminario de San Luis, que es sumamente amplia y que era, no una facultad universitaria, sino una universidad verdadera la que autorizaba a los agustinos organizasen.

Para apreciar el valor de la gracia pontificia, recordemos algunas fechas. Paulo II, en 1538, facultó a los dominicos de la isla Española, para que en el colegio que tenían en la ciudad de Santo Domingo erigiesen universidad al modo de la de Alcalá de Henares; en 1571, Pío V confirmó la Universidad de Lima, erigida por Felipe II, por el año de 1566; en 1580, Gregorio XIV erigió en universidad el colegio del Rosario que los dominicos tenían en Bogotá.

Parece que fue bastante difícil el obtener el pase regio para la bula de Sixto V, y a ello atribuye González Suárez el que la erección de la Universidad demorase varios años.

Ignoramos en qué se funda el sabio historiador; mas sospechamos que si hubo dificultades del orden de las por   —329→   él mencionadas no fueron éstas las que más retardaron la erección, sino la carencia de recursos para subvenir a los cuantiosos gastos que demandaba una universidad en regla, motivo quizás de la tardanza del general de los ermitaños de San Agustín para expedir sus letras patentes, autorizando a los frailes de Quito para servirse de la bula. En efecto, éstas las expidió solamente en Roma el 2 de setiembre de 1602; y ¡cosa singular! mientras el Papa da facultad de graduar a todo género de estudiantes, el general se limita a tratar de los grados que han de conferirse a los propios frailes del convento. Ocho años entre la fecha de un documento y otro a más de la restricción apuntada, señales son de obstáculos internos, no ante el Consejo de Indias sino ante el tribunal del propio general de la orden.

La presentación ante el Consejo de la bula de Sixto V sólo se hizo en 1621, el 5 de febrero; el consejo pidió el dictamen del fiscal, éste lo dio el 24 de marzo de 1622 en los siguientes términos: «El fiscal dice que ha visto la bula que se le remite y le parece que se puede pasar, advirtiendo que por ella la religión de San Agustín no ha de adquirir derecho alguno irrevocable para la fundación de la universidad, sino sólo en el ínterin que su majestad mande que se haga en Quito estudios generales, y con que los estudiantes no queden libres de la jurisdicción real, ni por esta fundación adquiera jurisdicción el provincial o rector de la universidad en los estudiantes y sin perjuicio del derecho de otra universidad erigida por su majestad y aprobada por su santidad».

No esperaron los agustinos el pase regio para establecer la universidad sino tan sólo el recibir la patente generalicia; así, el 20 de diciembre de 1603 se juntaron en el definitorio a hacer capítulo intermedio el provincial fray Agustín Rodríguez, los definidores fray Diego Mollinedo, fray Alonso de Paz, fray Alonso de la Fuente y Chávez y el adicto fray Juan de Figueroa, para proceder   —330→   a erigir la universidad de san Fulgencio y a dictar sus estatutos. De acuerdo con el general no previeron en las constituciones nada relativo a los laicos ni a los religiosos de las otras órdenes que estudiasen en la universidad, los que por la bula de Sixto V, estaban autorizados, sino únicamente acerca de los religiosos de la provincia de San Miguel o de otras provincias que cursasen en San Fulgencio. Así, se lee lo siguiente: «Que en este convento de nuestro padre San Agustín de Quito pueda haber y haya estudio general y universidad en la cual los religiosos de la dicha universidad con el grado e insignias de maestro en santa teología».

Y en esta contradicción entre el privilegio pontificio y la patente del general, entre la multitud de facultades en que se conferían grados y la existencia de cátedras tan sólo de artes y teología, entre los doctores seglares y los estudiantes exclusivamente agustinos, es donde debe buscarse la causa de la rápida y vergonzosa decadencia a que llegó la universidad de San Fulgencio.

En 1638 conservaba aún bastante prestigio; así fueron apreciados los títulos que confirió a Álvaro Cevallos Bohorques, natural de Azancoto, a quien el obispo Oviedo recomendaba para una canonjía. Este sujeto, en el mes de abril del año citado, en tres días consecutivos recibió los grados de bachiller, licenciado y doctor en sagrada teología; mas este modo de laurear prestábase a múltiples abusos; así llegó a ser doctor un zapatero de Popayán que ignoraba por completo la lengua latina. Tal era la inescrupulosidad con que se procedía que según González Suárez, «el doctorado de la universidad de San Fulgencio no gozaba de prestigio en la colonia y al fin llegó a ser hasta vergonzoso el recibirlo».

El 25 de agosto de 1786, Carlos III, por cédula real, prohibió que la universidad de San Fulgencio confiriese grados.

  —331→  

Mientras aquel que no era agustino, con tal de rendir sus exámenes simultáneamente, o casi en un mismo día, podía ser bachiller, licenciado, maestro y doctor en la universidad de San Fulgencio, los frailes aquellos para quienes se habían establecido estudios, debían dos años, por lo menos, cursar artes, tres teología y ser uno pasantes. En la Universidad sólo se establecieron clases de filosofía y teología; a éstas concurrían los agustinos, mas era dicha universidad cuño de título de doctores en ciencias, que no se enseñaban. Hubo dos personas que ni para rendir examen habían penetrado en esas aulas de San Fulgencio. Y cosa singular parece que el primitivo móvil -los estudios de los religiosos- se había en el transcurso del tiempo perdido de vista; en 72 años ni un solo fraile se graduó en su universidad. ¿Tendrían acaso vergüenza de título tan baladí?




La creación de la facultad universitaria de San Gregorio Magno

El ilustrísimo señor González Suárez afirma que el fundador del seminario de San Luis, ilustrísimo Luis López de Solís, solicitó al rey que fundase universidad en Quito. No dice el historiador quien deseaba el obispo que regentase la universidad; mas no es de suponer que pensase en sus hermanos, porque la bula de Sixto V en favor de los agustinos fue expedida dos años después de fundado el seminario; y si entonces los hubiese creído en condición de dirigir estudios generales, no es probable que hubiera confiado la formación del clero de su diócesis a los jesuitas. Así, nos inclinamos a creer que su deseo fue la organización de la facultad universitaria de San Gregorio Magno.

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Fue desde un principio la Compañía de Jesús instituto docente y recibió de Julio II la facultad de graduar a sus religiosos estudiantes, previo riguroso y público examen en una universidad. Parece que la mente del Papa era evitar al nuevo instituto el erogar los derechos que para obtener títulos debían satisfacer en los estudios generales. Pío IV, el 19 de agosto de 1561, había concedido el que todos los discípulos de los jesuitas pudiesen laurearse en artes y teología en los lugares distintos de las universidades, o en aquellos en que las hubiera, a los estudiantes pobres y a los ricos en casos de que hallándose suficientes en los exámenes rendidos en los colegios de la compañía fuesen rechazados por las universidades.

San Pío V en 1568, en su bula Sane cum fide, revocó los privilegios anteriores, si bien en 1571 permitió a los jesuitas dictar públicamente clases cómo las de las universidades, con tal de que fuesen a hora diferente, pudiendo sus discípulos graduarse en cualquier estudio general.

En 1578, el trece de mayo, Gregorio XIII volvió a conceder y aun amplió sus privilegios revocados por su antecesor.

Si bien se considera, con tales prerrogativas, que tenían por objeto poner a la orden fundada por San Ignacio de Loyola, a cubierto de las asechanzas de sus múltiples y poderosos rivales, que habrían deseado verla privada de su misión docente, podían los jesuitas, desde que se fundó el seminario de San Luis, otorgar grados en artes y teología, fundándose en el privilegio de Pío IV.

El historiador de la Compañía de Jesús en la asistencia de España escribe a este respecto: «No se pidieron aquí en Europa facultades más extensas en esta materia, porque sin duda no se creyeron necesarias, habiendo por acá tantas universidades y estando todas tan asequibles a todo género de gentes, así a los eclesiásticos y religiosos   —333→   como a los seglares. Empero allá en el Nuevo Mundo, donde sólo funcionaban con toda regularidad en el siglo XVI las universidades de México y de Lima, sentíase bastante la falta de centros docentes donde los alumnos pudieran recibir los grados académicos. Pareció pues conveniente a los jesuitas pedir algún nuevo privilegio a la sede apostólica y en efecto obtuvieron un breve importantísimo del papa Gregorio XV el 8 de agosto de 1621».

El padre Velasco señala como la fecha en que se iniciaron las gestiones para conseguir la fundación de universidad en Quito dirigida por los jesuitas el año de 1619; las gestiones para obtener el breve datan de 1618.

Gregorio XV en el breve In super eminenti, dice que «reflexionando... cuanto se aumenta la fe católica con los estudios de las letras, como se extiende el culto de la Divina Majestad, cómo se conoce la verdad y se fomenta la justicia, procuramos de buen grado tomar aquellos medios por los cuales los hombres que se aplican cuidadosamente a los estudios de las letras puedan conseguir el fruto de sus trabajos y los premios que merecen, removiendo para esto cualquier género de impedimento... Condescendiendo con las súplicas... Felipe Rey Católico de las Españas... concedemos con apostólica autoridad por el tenor de las presentes a nuestros hermanos los arzobispos y obispos de las Indias occidentales y, en caso de sede vacante, a los cabildos de las iglesias catedrales el que puedan conceder los grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor, a todos los que hubieren estudiado cinco años en los colegios formados por los presbíteros de la compañía de Jesús de las islas filipinas, de Chile, Tucumán, Río de la Plata, Nuevo Reino de Granada y de otras provincias y partes de las mismas Indias, donde no existen universidades de Estudio general, que disten por lo menos doscientas millas de las públicas universidades». Esta gracia era válida por diez años.

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Al siguiente año, el dos de febrero, Felipe IV expidió su cédula de Madrid, comunicando a los obispos el breve del pontífice y encargándoles su cumplimiento.

Urbano VIII el siete de enero de 1627, restringió la validez de los grados tan sólo a América; mas al renovar por tiempo indefinido la gracia temporal de Gregorio XV, hizo nuevamente válidos en todas partes los títulos conferidos por los obispos a los discípulos de los jesuitas.

Fuertes con estas gracias los jesuitas instalaron en Quito el año de 1622 la universidad de San Gregorio Magno.

¿Era esta creación legal? ¿Se reunían en Quito las condiciones establecidas en el breve? Sospechamos que no, pues en la misma ciudad existía la universidad de San Fulgencio; mas felizmente para nuestra cultura intelectual no lo creyeron así ni los jesuitas ni las autoridades de la colonia; al contrario, fueron los agustinos los que debieron sufrir contradicciones de parte de la de San Gregorio.

Respecto de la universidad de San Gregorio y de las demás fundadas por la compañía mediante el breve de 9 de julio de 1622, afirma con justicia el padre Astraín: «Propiamente no merecían el título de universidades, pues sólo poseían el privilegio de dar grados. Pronto sin embargo prevaleció la costumbre de llamar universidades aquellos centros docentes».




Los dominicos y la enseñanza con anterioridad a la fundación del Colegio de San Fernando

El primero de junio de 1541, fray Gregorio Zarazo obtuvo del cabildo se le señalase sitio para la fundación   —335→   de un convento de dominicanos. La orden de predicadores fue la tercera en establecerse en esta ciudad.

Quesada atribuye la fundación del convento a fray Alonso de Montenegro, compañero de Benalcázar, y afirma que «fundado dicho convento el primer cuidado de su religión fue correspondiendo a su instituto principal de enseñar, dar principio a los estudios poniéndolos formarles y corrientes en tan conocida utilidad de la causa pública que fue la primera y única escuela que en esos principios dio enseñanza a la juventud de todo aquel reino; con tal aprovechamiento que muchos de los discípulos en virtud de los cursos y actos literarios hechos en los referidos estudios lograron sus grados; de que consta que los primeros maestros del clero secular se debieron a la religión de predicadores».

Según Montalvo, con el convento de San Pedro mártir «se fundaron los estudios generales, de artes, teología, gramática y una cátedra de lengua propia de los naturales del país, donde aprendieron los hijos de los primeros conquistadores, bebiendo por muchos años todo el clero secular de las puras fuentes de la doctrina angélica los copiosos raudales de la sabiduría con que se fecundaron las incultas malezas de aquel dilatado mundo»; y llama a este instituto que supone floreciente, Colegio de San Pedro Mártir.

Tales aseveraciones puede advertirse a primera vista son notablemente exageradas; si los dominicanos, desde 1541 o poco después, hubiesen tenido cursos regulares de artes y teología no habría sido hecho tan sensacional el primer curso de la filosofía dictado por los jesuitas en 1589, a que concurrieron religiosos de varias órdenes, ni el dominicano fray Pedro de la Peña, condolido de la ignorancia general, habría encomendado a clérigos seculares el que en su propio palacio enseñasen, en 1569, latinidad y teología, clase a la que concurrían frailes de   —336→   todas las órdenes; pero sería, por otra parte, excesivo el negar con Calderón en absoluto la existencia de estudios en el convento de san Pedro Mártir. Ni Quesada ni su contrincante están en lo justo: ambos erran; mas, felizmente, es fácil restablecer la verdad.

En las leyes de Indias hay una cédula de Felipe II, expedida en Toledo el 12 de febrero de 1591 en la cual se ordena que en Quito los dominicanos enseñen quichua; la historia de esta cátedra la ha narrado González Suárez.

Es de suponer que la cátedra de quichua se dio a los dominicos por haber sido un miembro de la orden el primero que publicó una gramática de este idioma, fray Diego de Santo Tomás y que fue el núcleo alrededor del cual se organizaron cursos públicos, sin que llegaran jamás a constituir un verdadero colegio; tal se desprende de los hechos que a continuación apuntamos y sobre todo de las siguientes frases de Docampo, que manifiestan el estado en que se encontraba esta enseñanza en 1650. Son las siguientes:

«Ha habido (en Santo Domingo) frailes doctos, maestros, presentados y lectores de teología y artes que suelen ejercitar en los generales que tenían en su claustro, sin salario ni ayuda de costa alguna. Leíase asimismo en cátedras la lengua general del inca... la cual cátedra se ejerció y principió por mandato de su Majestad atendiendo al útil de los naturales, con salario al catedrático de dicha orden de 300 pesos de buen oro... en cada año pagaderos de tributos de indios vacos si los hubiese y en defecto de ellos, de penas de cámara y como no hubo de lo uno y otro género de que pagarse, pasaron años sin que hubiese satisfacción, con que cesó la leyenda de esta cátedra después de 20 y tantos años que la leyeron con aprovechamiento de muchos».



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Bien claramente se expresa el notario, público y secretario de la universidad de San Gregorio: los dominicos leían artes y teología, mas no existían y colegio organizado. Eran, diríamos ahora; profesores de docencia libre, que dictaban clases públicas.

De orden del vicario de la provincia, fray Pedro Bedón, el 15 de marzo de 1618 se hizo una información en la que prestaron sus declaraciones varios religiosos, «conviniendo todos en la continuada y fructuosa doctrina que se suministraba en sus escuelas, a los seglares, hasta que suficientes ascendían a los grados y empleos eclesiásticos».

Esta información se hizo para solicitar del rey y del Papa la creación de la universidad en el convento de San Pedro mártir. Con el mismo fin se remitieron cartas de la real audiencia, obispo y cabildos, y fueron enviados de procuradores a Madrid, fray Alonso Bastidas y fray Florentino Rique y poco después el padre Jacinto Hurtado, quien falleció en Roma, sin haber logrado terminar las negociaciones que las concluyó el presentado fray Jerónimo de la Torre, obteniendo, en 1619, el breve de Paulo V Charissimi in Christo.

En sustancia fue el mismo privilegio concedido dos años después a los jesuitas por Gregorio XV y de que ya hemos hablado.

La facultad era, pues, general para todos aquellos lugares distantes de las universidades públicas, 200 millas y no como, poco exactamente afirma Quesada «para que el obispo de Quito diese grados a los que cursasen en los dichos estudios de San Pedro Mártir».

«Es algo singular, dice a este propósito el docto Padre Astraían, que habiendo obtenido esta gracia en 1619, no la presentaron en el consejo real o, por lo menos no consiguieron el pase regio hasta el año de 1624, y este pase   —338→   les fue dado con la limitación de usarle en los colegios de Santa Fe de Bogotá; de Chile y de Filipinas».

Y nosotros, a nuestra vez, preguntaremos si existía un colegio de San Pedro Mártir, como lo pretende Quesada y Montalvo, ¿cómo es que igual gracia que la concedida por Gregorio XV a los jesuitas no surte igual efecto? ¿Cómo es que sólo son los profesores de San Gregorio y los examinadores de San Fulgencio los únicos que en Quito confieren grados antes de la fundación de la facultad universitaria de Santo Tomás de Aquino? ¿No es evidente que si hubiesen existido estudios organizados y sistemáticos en el convento de Santo Domingo, el privilegio de Paulo V habría hecho surgir una universidad semejante y rival de la de San Gregorio? El breve del un Papa produjo efecto muy distinto que el del otro; claro está, porque existía el seminario de San Luis y no el colegio de San Pedro Mártir; no porque en el convento de este nombre no se diesen clases, que las había, sino porque no existía una institución docente organizada.

En 1686 ante el provisor, juez y vicario general del obispado se hizo una información, a pedimento del padre Juan Martínez Rubio, jesuita que cita Calderón, y otra de oficio hecha por la audiencia, que tuvo en su poder González Suárez; en la primera declararon diez y ocho testigos, «muchos de ellos doctores, dignidades eclesiásticas y seculares, caballeros de hábito y honrosos puestos, y todos unánimes y conformes, deponen con juramento no haber conocido» en Quito «más escuelas y estudios públicos que los de la Compañía, ni tener noticia que otra religión los haya tenido... Sólo siete testigos convienen haber habido a temporadas algunos pocos estudiantes gramáticos en el convento de San Pedro Mártir... Acuérdanse los testigos en dicha información que en el tal convento solía haber el día de Santa Catalina mártir por la tarde, conclusiones de sus religiosos sobre una cuestión   —339→   teológica, que de cuatro en cuatro años en el capítulo provincial había tres conclusiones sobre una sola cuestión, y que el sustentante de ella era tal vez religioso maestro de filosofía, por no haber estudiante religioso, que las defendiese, y que las conclusiones de tabla en dicho convento eran muy pocas».

Comparando lo que escribe Docampo y lo que afirman los testigos, cuyo dicho cita Calderón, se deduce que antes de 1650 los Religiosos de Santo Domingo, de motu proprio, sin remuneración alguna, por épocas -ha habido, suelen, tenían, dice el Escribano- dictaban clases de Teología y Filosofía; ésta era la fructuosa doctrina, de que habla la información del Padre Bedón que, en su tiempo, de continuo se m ministraba a los seglares en las escuelas del convento. En 1618, la enseñanza era continuada; antes de 1650 solía darse en los generales por algunos frailes doctos; en 1686 sólo se recordaban las clases de gramática dadas por temporadas, mientras los estudios mismos en la Orden estaban en decadencia; en veces, no había estudiante Religioso que sostuviera las conclusiones.

De 1618, época en que el santo celo de varón tan preclaro como Fray Pedro Bedón, hacía pensar en el establecimiento de Estudios Generales, hasta 1686, en que se trabajaba en la fundación del Colegio de San Fernando, los estudios habían constantemente decaído en el convento de San Pedro Mártir, siendo ésta la causa, juntamente con la limitación impuesta en el Pase Regio a la gracia de Paulo V, por la cual nunca existió, antes de la fundación de la de Santo Tomás, Facultad Universitaria en el convento de Dominicos de Quito.

Los hechos narrados por los testigos que, a petición del Jesuita Juan Martínez Rubio, declararon ante el Vicario, encuentran virtual confirmación en las siguientes frases del Padre Fray Juan Bautista Marinis, Maestro   —340→   General de la Orden de Predicadores, en su patente expedida en el convento de la Minerva de Roma:

«Así, pues, en primer lugar, con el fin de resucitar y dar mucha vida al vigor de los estudios... erigimos en esta provincia (en la de Quito) dos estudios generales».



Ya en las disposiciones del Capítulo General de 1650, se lee: «Para, salvar de su última ruina y resucitar los estudios literarios, etc.».

En 1624 se dio el Pase Regio al Breve de Paulo V; el 26 de abril de 1626 presentose en Bogotá al Presidente, para su cumplimiento. El privilegio era para diez años, y no se renovó; luego había caducado en 1636. Anteriormente, el siete de enero de 1627, había Urbano VIII limitado la validez de los grados dados por Jesuitas y Dominicanos, en sus Colegios de Indias, a sólo América, en el breve Alias felicis, de que ya hablamos.




De la fundación del Colegio de San Fernando, de 1650 a 1683

Diego Rodríguez Docampo, prolijo cronista de Quito, de principios del siglo XVII, cuenta que el convento de Santo Domingo poseía 3500 pesos de ocho reales de renta anual, a más de «una estancia de pan sembrar en el valle de Chillo... en el de Cayambe vacas y ovejas y en el de Guaillabamba huertas y trapiche; y esto fuera de los entierros, obvenciones y demás aprovechamientos funerales», lo que le permití a gastar «unos años más y otros menos 4905 pesos, sin el trigo de la estancia que se consume en el sustento diario», atendiendo a los cuantiosos desembolsos de la fábrica de la iglesia. «Tiene   —341→   esta provincia, escribe luego, muchos religiosos criollos y otros castellanos; muy doctos, graduados de Presentados, Maestros y Lectores de las cátedras de Teología y Artes, que han cursado, grandes Predicadores del Santo Evangelio, con que se autoriza lo espiritual y temporal de ésta Sagrada, Religión».

Por esta época existían las siguientes casas de Dominicanos: el Convento Máximo de Quito, el de Recoletos, también en esta ciudad, los de Baeza, Latacunga, Riobamba, Cuenca, Loja, Guayaquil y Pasto, y 36 parroquias en el Obispado de Quito, filera de 46 entre doctrinas y conventos en la Gobernación de Popayán, inclusa también en la provincia de Santa Catalina Mártir.

Meléndez, en su obra publicada en 1681, enumera 12 conventos, 5 prioratos y 26 doctrinas.

Montalvo, dice que en 1687 a la provincia de Santa Catalina «acredita con majestuoso esplendor» su título de Santa «en 17 conventos, 32 doctrinas, un Colegio y un monasterio».

Florecía, pues, en prosperidad material la Orden Dominicana en la Audiencia de Quito, a mediados del siglo XVII: podía tentar las más arduas empresas.

En 1650 el Capítulo General ordenó formar Estudios en la Provincia de Santa Catalina Mártir; la misma disposición la confirmó el de 1656, y en las letras patentes del General Juan Bautista Marinis de 9 de julio de 1662 le encareció lo anteriormente dispuesto, nombrando aquellos que debían fundar dos casas de Estudios para Religiosos, la una en el Convento Máximo de Quito, la otra en el de Pasto.

Mas nada se hizo hasta 1676, en que re resolvió en «el Capítulo Provincial, continuar la pretensión de establecer Universidad, que databa de 1619, aplicando de su parte medios de mayor fundamento que anteriormente para su consecución».

  —342→  

El 20 de setiembre fue elegido Provincial, pacíficamente, Fray Jerónimo Cevallos, sujeto muy entusiasta por la fundación del Colegio.

Uno de los primeros actos del nuevo provincial fue el enviar a Europa al Padre Fray Ignacio de Quesada, que había sido nombrado Procurador y Definidor de la Provincia en la Corte, el cual llegó a Madrid, después de penosa navegación, dos años más tarde.

Antes de la salida de Fray Ignacio, la Orden de Predicadores representó ante la Audiencia cuán conveniente sería la fundación de «un Colegio de Seglares, en donde se lea Gramática, Artes y Teología, y enseñe la Doctrina de Santo Tomás», ofreciendo hacerlo «a su costa, así en lo material del edificio, como en todo lo demás de Cátedras y Maestros». La Audiencia, en vista de esta solicitud, informó al Rey en carta de primero de junio, «de que convenía se diese licencia para la fundación porque aunque en esa ciudad hay un Colegio Seminarios que está a cargo de la Religión de la Compañía de Jesús, era el concurso de Estudiantes tan crecido, que cada día se experimentaban embarazos, sobre no poder entrar todos los que pretendían, malográndose sujetos de quienes se podían esperar muy copiosos frutos en la enseñanza de los Indios, que había en esta dilatada provincia, de más que con la emulación que tendrían entre sí los dos colegios, se adelantarían los ingenios y crecería el lucimiento de las Escuelas». Juntamente con la carta de la Audiencia se remitieron otras del Obispo y de los Cabildos eclesiástico y secular de 20 de mayo y 5 de junio, «ponderando había necesidad de otro colegio, para el acrecentamiento de los sujetos y lustre de esa ciudad, con doctrina tan importante y sana como la del Angélico Doctor Santo Tomás, y que habiendo de ser a expensas de la Religión de Santo Domingo no sería gravosa a esa ciudad la fundación, ni su conservación, porque tenía   —343→   bastantes haciendas para el sustento de los Religiosos catedráticos y fábrica material».

La fundación, a un principio, proyectada era la de un Seminario semejante al de San Luis, en el que se pudiesen admitir convictores por la pensión de cien pesos al año.

No sabemos en qué mes arribó a España el Padre Quesada; mas es de suponer que en llegando a Madrid daría comienzo a sus gestiones, las cuales, a más de la fundación del Colegio, estaban encaminadas a conseguir para su Orden las misiones de los Gayes y Canelos, que Dominicanos y Jesuitas se disputaban por entonces, y aún parece que, en aquella época, se daba mayor importancia al primer asunto, como puede verse por el Memorial que, tomándolo de Meléndez, reproducimos a continuación y cuya fecha puede fijarse en los últimos meses de 1679 o principios del año siguiente:

«Señor: - Fray Ignacio de Quesada del Orden de

Santo Domingo, Maestro en Sagrada Teología, Definidor y Procurador General por la Provincia de Santa Catalina Virgen y Mártir de Quito del Reyno del Perú, en las Indias Occidentales, para las dos Cortes, Regia y Pontificia: Humildemente postrado a las Reales plantas de V. Magestad, representa y hace saber como en la dicha Provincia de Quito se ha servido Dios Nuestro Señor con su piedad y altísima providencia de descubrir por medio de los Religiosos de mi sagrada Religión unas dilatadas y espaciosas Provincias de Indios bárbaros gentiles; la primera de ellas nombrada la provincia de los Canelos; y la segunda que está poblada de más siete mil Indios nombrada la Provincia de los Gayes, a orillas del Río Bohono, que corre hacia el Río Grande del Marañón, en cuyas orillas y tierras firme, dilatada en más de mil leguas hasta el mar del Norte, de montañas altas y cerradas y valles espaciosos habitan trescientas Provincias o Naciones de indios gentiles con distintas lenguas y estilos: noticia   —344→   que adquirió mi Religión, asegurando con cuidadosa y madura inquisición su verdad, por haberlas participado de Religiosos de toda autoridad y virtud, que para dicha reducción entraron con grandísimo trabajo, por ser más de ochenta leguas de camino de montañas ásperas, de altos peñascos y precipicios, todo poblado de animales ponzoñosos, culebras, víboras, fieras, tigres, y leones, y en el intermedio muchos ríos muy caudalosos; y que todo el camino apenas se puede caminar a pie, como lo hicieron los Religiosos, con sólo unos báculos en las manos y los escapularios en el cuerpo, por no permitir más decencia, así lo cerrado de la montaña como lo fogoso del temperamento, experimentando a cada paso en riesgo y evidentísimo peligro de la vida, a no asistir Dios Nuestro Señor a sus operarios y Predicadores Evangélicos con los socorros de su Divina gracia, cumpliéndose en ellos lo que prometió al Psalmista super aspidem et basilicum, ambulabis, et conculcabis leonem et dracomem; mas dieron por bien pasados los trabajos y afanes de su penosa peregrinación y pasaron mucho más por haber logrado, como lograron la conversión de estos pobres idólatras a nuestra Fe Católica; la cual recibieron con tanta docilidad y demostraciones de regocijo, que apenas fue propuesta por los Religiosos, cuando luego pidieron el agua del Santo Bautismo y estando dispuestos como ordenan los Sagrados cánones, los bautizaron los Religiosos y juntamente los redujeron a que viviesen juntos y congregados en forma de pueblo (que no fue poco en esta gente bárbara). El pueblo se nombra Santa Rosa de Penday, así por haberse encomendado esta nueva reducción y empresa santa al patrocinio de la gloriosa Santa Rosa de Santa María, a quien se hicieron repetidas rogativas y novenarios en todos nuestros conventos y doctrinas, pidiéndole su favor; como porque los dichos indios acabados de salir de su gentilismo, sin más impulso que el Divino y ver diversas estampas de Santos y Santas en manos de los Religiosos, escogieron con particularidad milagrosa   —345→   la de la gloriosa Santa Rosa para Protectora y Patrona de su pueblo. Y porque a este tiempo se acabaron los bastimentos que con indecible trabajo habían llevado los Religiosos para alimentarse, pasándose muchos días sólo con raíces de árboles y maíz, que es usual alimento de esos indios, salieron fuera de la montaña dejando primero cuatro indios capaces de los cristianos antiguos para que los instruyesen en la doctrina cristiana, como lo hicieron; pues volviendo segunda vez a entrar los Religiosos a dichas Provincias salieron todos nuevamente convertidos, puestos en coro con una Cruz por delante, con muchas guirnaldas de flores en las cabezas, rezando, hasta cuatro leguas de distancia y abrazándose de los Religiosos, sin poder resistirse a sus agasajos, los cargaron en hombros hasta la iglesia que dejaron fundada los Religiosos, donde hicieron oración todos juntos y dieron gracias a Nuestro Señor de tan singular beneficio, y todas estas demostraciones fueron de alegría y regocijos, por verse cristianos, libertados de la diabólica servidumbre y bárbara idolatría; y luego inmediatamente dieron cuenta a los Religiosos, cómo los indios Gayes, que como dicho es, habitan en la segunda provincia, y con quienes comunican de amistad estos de la primera Provincia, pedían entrasen los Religiosos a su provincia para enseñarles la Ley Evangélica y bautizarlos, siendo como son estos indios Gayes los más belicosos y caribes de todas estas Provincias para que se conozca la infinita piedad de Dios, lo cual se confirmó porque luego que entraron los Religiosos, salieron de dicha Provincia de los Gayes dos Embajadores de su Cacique o Rey pidiendo con instancia entrasen los Religiosos a su Reino y Provincia a sembrar la Ley Evangélica y a bautizarlos.

»En esta ocasión me envió mi Prelado y Provincia por Definidor y Procurador General en ella, para que postrado a los Reales pies de V. Majestad diese cuenta, como lo hago, del estado en que se halla esta nueva conquista   —346→   y tengo por cierto se habrá hecho en la entrada a la segunda Provincia grande fruto, por haber corrido su disposición por el celo y autoridad y Religión del Padre Maestro Fray Jerónimo de Cevallos, Provincial actual, a quien se debe toda esta nueva reducción hasta el estado en que hoy se halla y que únicamente está entendiendo sólo en esta materia, en ocasión de buscar el descanso de su celda al trabajo de tantos años de cátedra y púlpito, que ha ejercitado con sobresalientes créditos en esta Provincia y al ejemplar de su celo se han movido, fervorizados y encendidos en el amor de Dios y de las almas, los sujetos más graves de mi Provincia, teniendo por único y principal fin esta nueva reducción, que Dios Nuestro Señor se sirva de continuarla hasta su última consecución para honra y gloria suya, y mayor servicio de vuestra Católica y Real Majestad, a quien Dios guarde infinitos años para la protección y propagación de nuestra Santa Fe Católica.

»Y aunque V. Majestad sólo atiende a las utilidades espirituales, por dar puntual noticia de estas nuevas tierras, más que por otro motivo, doy cuenta a V. Majestad, cómo esas montañas están pobladas de árboles de canela, razón de llamarse Provincia de los Canelos, y de otros árboles que dan resinas preciosas: la tierra es muy rica y abundante de oro, aunque hoy no permiten sacarlo los recién gentiles, de que perecerán todos, si dejan sacar los tesoros de sus tierras, lo cual se vencerá en estableciéndolos bien en nuestra Santa Fe Católica, para que Vuestra Real Majestad tenga más medios con que defender la Fe Católica. Con las noticias de estas riquezas han querido algunos españoles pretender derecho de Encomenderos; y con efecto entraron a dicha Provincia y los molestaron, obligándolos a que apostatasen y dejando el pueblo se retirasen a las montañas más ocultas, y que costó grandísimo trabajo a los Religiosos buscarlos y reducirlos de nuevo. Mas la Real Audiencia con el celo y   —347→   justificación, que estila los agregó a la Real Corona de V. Majestad, dándonos Provisión Real, para que diez años no pagasen tributos en conformidad de las Cédulas Reales, y para que así se facilitase la reducción de los demás, cuyo instrumento autorizado presentaré ante V. Majestad a su tiempo, pidiendo lo más conveniente para que no se frustre esta conquista.

»Y porque para fin tan santo no falten operarios, y no se diga: Meffis quidem, multa, operarii auten pauci, le pareció a mi Sagrada Religión fundar un Colegio, en que se enseñasen Gramática, Artes, dos Cátedras de Teología Escolástica, una Cátedra de Teología Moral, y otra de Escritura: lo cual confirió y trató así con la Ciudad de Quito en su Cabildo y Ayuntamiento, como con el Cabildo Eclesiástico, Obispo y Real Audiencia. Obligándose mi Religión a dar un Colegio fabricado en unas posesiones que tiene en la plazuela de Santo Domingo, apreciadas en catorce mil pesos: obligándose juntamente a dar los Catedráticos y Rector para dicho Colegio, para cuyo sustento se obliga la Religión con una hacienda en particular, y con todas las de la Provincia en común, sin que se damnifiquen los demás conventos, por aplicarles el mismo sustento, que tuculares en todos los más Colegios que están fundados en Indias y en el Seminario de San Luis de la Catedral de Quito son Convicción. En cuya atención, y habiendo primero satisféchose desta materia la ciudad, la Real Audiencia, Obispo, y Cabildo Eclesiástico, informan unánimes y conformes es conveniente dicha fundación, y lo suplican a Vuestra Majestad, para cuyo efecto me otorgó su poder la ciudad de Quito, para que en su nombre lo pidiese a Vuestra Majestad, así por la razón referida, como porque no se sigue perjuicio a la ciudad; antes sí grandes utilidades, porque en toda esa Provincia no hay más de un Colegio, que es el Seminario de San Luis y ser grande la copia de la juventud que se aplica a las letras, y juntamente porque en toda   —348→   esa Provincia no se lee la Doctrina del Angélico Doctor Santo Tomás en Estudios Generales siendo tan necesaria de saberse para la defensa de la Fe Católica: ni tampoco se damnifican, ni gravan los haberes reales; pues no se pide a Vuestra Majestad más que la gracia de la licencia, y que fundado dicho Colegio se seguirá Vuestra Majestad la utilidad de menos gastos en la conducción de operarios evangélicos que tanto cuesta a Vuestra Majestad conducirlos.

»Suplica a Vuestra Majestad se sirva de conceder dicha licencia, en atención de que es del servicio de Dios y de Vuestra Majestad, y de lo que la Religión de Santo Domingo ha servido a Vuestra Majestad en estas partes, siendo la primera que predicó la ley evangélica y derramó su sangre para propagarla en ese Reino del Perú, y que apenas hay Provincia en las partes de la América, que no la haya reducido a la Fe Católica mi Religión sagrada; y que sólo a este fin me ha enviado a los pies de Vuestra Majestad, costeando los gastos en cerca de tres mil leguas de camino, con manifiestos peligros de mi vida, y los trabajos que se dejan entender: y caso que a Vuestra Majestad pareciere no ser suficientes los instrumentos de las rentas para la congrua sustentación, se suplica sea condicional la dicha licencia, porque no se retarde obra tan pía, en que se recibirá merced».



Antes de proseguir adelante, permítasenos una observación que, a fuer de historiar sucesos pasados, no podemos menos de hacer; el Memorial transcrito de Quesada carece de sinceridad: se pide el establecimiento de un Colegio de Seglares, para que los infieles no carezcan de catequistas, y se trata de obtener que éstos sean Dominicos; se piden cátedras de Teología para evangelizar a salvajes. Hasta provoca creer que lo que se aspiraba era a rivalizar con los Jesuitas; y, para tener, como ellos, misiones, se desea fundar Colegio o viceversa. Grande, patriótica, benéfica fue la labor del Padre Quesada; pero no nos impida   —349→   la admiración por sus hechos generosos descubrir sus pequeñeces, sus ardides de buena y de mala ley, que de ambas usa para alcanzar su objeto.

Estudiados en el Consejo de Indias, los documentos que acabamos de citar, el Rey, por Cédula de 23 de marzo de 1680, ordenó al Presidente de la Audiencia, Licenciado Dn. Lope Antonio de Munive, que juntamente con el Obispo, que lo era el eminente escritor Dn. Alonso de la Peña y Montenegro, «confiriesen con el Provincial de la Orden de Predicadores, la forma en que se podía disponer la fundación», y la informasen «de la hacienda que tuviese para ella, y si era perpetua, y en bienes permanentes, y si quedaría al convento de San Pedro Mártir, renta bastante para mantenerse, después de sacar la que se aplicase al Colegio; y qué colegiales y cátedras había de tener, y con qué renta segura, y cómo se había de regir y gobernar el Colegio; de qué Obispados habían de entrar colegiales y cuántos, y con qué orden y qué cantidad habían de contribuir los que entrasen, qué informaciones se habían de hacer, y qué constituciones habían de tener, y que las formasen y dispusiesen y qué casa y sitio había para el Colegio, la costa que tendría la fábrica; si sería de algún perjuicio que se fundase y que no teniéndolo ajustasen con el convento las escrituras convenientes, precediendo los tratos y demás requisitos necesarios en los contratos de Comunidades: y que hecho todo con la claridad y distinción expresada enviase el dicho Presidente los autos con su parecer».

Fuerte con la Cédula de que acabamos de hablar, y mientras llegaban de Indias los informes solicitados, el Padre Quesada, deseoso de adelantar el negocio, trasladose a Roma. En primer lugar, entendiose con el General de la Orden, obteniendo el 15 de febrero de 1681 las siguientes letras patentes de las que transcribimos los párrafos que conocemos y que se encuentran en el Memorial del Padre Calderón.

  —350→  

«Como hemos conocido de las actas del Capítulo General, celebrado en Roma el año de 1656; que el Reverendísimo Predecesor nuestro Maestro Fray Juan Baptista de Marinis, con el Definitorio General, para librar de la última muerte, como dice, en vuestra Provincia los Estudios Generales que hay, para resucitarlos en nuestro convento de San Pedro Mártir de Quito, destinó personas, a quienes encargó la ejecución, y prohibiendo toda negligencia, y tardanza mandó con toda especialidad y cuidado, que a costa de la Provincia se instituyese y formase un Colegio formal para doce Religiosos nuestros, los mejores y más capaces de toda la Provincia, los cuales por concurso de oposición han de entrar en él. Y como humildemente se nos represente por el M. R. P. Maestro Fray Ignacio de Quesada Definidor y Procurador General de Nuestra Provincia, que negocio de tan grave peso hasta ahora no ha sido puesto en ejecución, y que ya tiene conseguido de la benignidad Real, que el tal Colegio erigido debajo de la disciplina de la Orden, sirva también para la enseñanza de los seculares según que las Cédulas de su Majestad auténticamente a nos exhibidas hacen fe indubitada». Añade, dirigiéndose al Provincial de Quito, «amonestándote, y pidiéndote por las entrañas de Cristo, que con el consejo de los Padres Maestros, determinen la erección, y fundación de tal Colegio, conforme a la voluntad de nuestra Católica y Real Majestad expresada en sus Cédulas».

No se diga que hacemos el papel del Padre Calderón; mas no podemos pasar adelante sin advertir que no es exacto que para aquella fecha hubiese el Rey aprobado la fundación del Colegio que Fray Ignacio de Quesada proyectaba, sino tan sólo pedido informes sobre la conveniencia de tal establecimiento, y que cuantas diligencias se habían obrado iban encaminadas exclusivamente a la creación de un plantel para seglares, no para Religiosos. Debió, probablemente, encontrar Fray Ignacio poca   —351→   disposición en el General para crear un Colegio de seculares, cuando en 25 años no se había establecido aquel que el Padre de Merinis y el Capítulo General habían ordenado fundar, como cosa urgente e inaplazable, para resucitar los muertos estudios; entonces, cambiando de rumbo en sus pretensiones, quiso complacer a los justos anhelos de su Superior, sin renunciar a sus patrióticos proyectos, dando, así, un avanzado paso para la realización de los mismos.

Obtenida la Patente del General, podía el Padre Quesada pensar en conseguir un breve de su Santidad, adelantando, así, en no pequeña parte, aquellas diligencias que parecía debían depender del consentimiento regio, para el cual se habían solicitado informes a Quito; y fue tan venturoso en sus gestiones, que Inocencio XI, en Santa María la Mayor de Roma, el 23 de julio de 1681, expedía el siguiente capital documento para la fundación del Colegio de San Fernando...




De la organización del Colegio de San Fernando y universidad de Santo Tomas. 1689-1694

El primer Rector del Colegio de San Fernando, nombrado por el General de la Orden, Fray Antonio de Monroy, en 1682, fue Fray Jerónimo de Cevallos; mas aquel, que ejerció por vez primera el cargo, el Presentado Fray Gabriel Lozano; en 1690 lo era Fray Juan Mantilla.

En el primer curso «se tuvieron cinco conclusiones generales: las primeras dedicadas a la Santísima Trinidad, como a principio de todas las cosas; las segundas dedicadas a la Reina de los Ángeles María Santísima del Rosario, como a especial Madre, Abogada y Protectora   —352→   de la Religión de Predicadores y del... Real Colegio...; la tercera se dedicaron... a su Rey, Señor natural, Monarca y especial Patrón y dueño del Real Colegio de San Fernando:... concurriendo a las referidas conclusiones... todos los tribunales y Religiones sagradas... El mismo año de 90, día de San Agustín se graduaron en Artes 17 Colegiales».

El 29 de agosto de 1690 recibió el grado de Licenciado y Doctor en Teología, Don Ignacio Roldán «con todos los privilegios, facultades y exenciones que gozan los doctores de las Universidades de Lima y México».

En 1691, el número de colegiales era de 40 «de la primera y más calificada nobleza, de Quito, Popayán y Panamá»; había, además, 100 estudiantes de Gramática, «que esperaban a que se comenzase el segundo curso de Artes por el mes de Septiembre de 91».

«Reconociendo», la Orden Dominicana, «cuán del servicio de Dios» y del Rey era la «fundación del Real Colegio de San Fernando, y Universidad de Santo Tomás ha obrado, ayudada de Dios con tal liberalidad» que ha llevado a cabo el establecimiento «sin que para tan cuantiosos gastos hayan contribuido con un maravidí, la ciudad sus vecinos ni otro alguno, menos el Secretario Pedro de Aguayo». Este, «en vida dotó la Cátedra de Medicina con seis mil pesos y una beca con dos mil pesos y últimamente por su testamento deja un legado pío de diez mil pesos a la Religión para la dotación de la Cátedra de Prima de Leyes».

En Cédula de Diez de marzo de 1683, había Carlos II autorizado en el Colegio de San Fernando la fundación de Cátedras de Teología, Artes y Gramática. El 20 de julio, al dar el Pase a la bula de Inocencio XI autorizaba, si tenían dotación suficiente, la creación de otras asignaturas, siempre que recibiesen aprobación real. Para las de Cánones, como hemos recordado, donó el Padre   —353→   Provincial, Fray Bartolomé García, $ 10.000 de su legítima, 11.000 Fray Miguel Quintero y 3.000 Fray Francisco Obando. Estos 24.000 pesos daban de rédito mil doscientos, que se distribuía «los 500 al Catedrático de Prima de Sagrados Cánones, 400 al de Vísperas y 300 al de Instituta».

Estas Cátedras, que debían regentarse por seglares o clérigos seculares, así como la de Medicina, fueron erigidas por Cédula real de 13 de abril de 1693.

Se recordará que ya en la Cédula de 23 de marzo de 1680 se comisionó al Presidente de la Audiencia de Quito, Don Lope Antonio de Munive para que, de acuerdo con el Obispo y Provincial, formulase los Estatutos del Colegio de San Fernando, comisión que en Cédula de 10 de marzo de 1683, se limitó al Presidente y Provincial. Estos cumplieron con su encargo, remitiendo un proyecto, que fue sometido al Consejo de Indias, que lo estudió e introdujo en él ciertas modificaciones, recibiendo entonces la aprobación regia e incorporadas las Constituciones en la Real Cédula de 21 de diciembre de 1694.

Imprimiéronse el mismo año, en elegante folleto infolio, por Julián de Paredes. La edición no debió ser escasa, pues se encuentran aún bastantes ejemplares.

En éstas se establece que el Rey es el Patrono; que bajo la jurisdicción de Santo Domingo están la enseñanza, gobierno y bienes del Colegio, y que si dejare de existir vuelvan todos sus bienes al Convento de San Pedro Mártir.

La condición primera de que fuesen 20 los colegiales indispensables, se limitó a que estuviesen siempre provistas las becas.

En lo espiritual, estaba el Colegio sujeto al Provincial o Vicario de la Provincia Dominicana de Santa Catalina Mártir y, en lo temporal al Representante del Rey en Quito.

  —354→  

En la elección de Rector, además de los Catedráticos, tenían los dos Colegiales más antiguos voto para la formación de la terna, en que debía escoger, al que fuere de su agrado, el Presidente de la Audiencia. El designado gobernaba cuatro años. Faltando el Rector, ejercía su cargo el Vice-Rector y, en sustitución de éste, el Catedrático de Prima de Teología.

La vida que debían llevar los estudiantes era un tanto monástica y estaba severamente reglamentada en los Estatutos. El vestido era «sotana clerical de paño negro... la beca blanca» y adornada con las armas reales, orladas con las de la Orden de Predicadores, «en la cabeza bonete negro y en las manos guantes para la decencia».

Podían asistir a los cursos los estudiantes Dominicos, pero no morar en el Colegio.




Conclusión

Los hechos que acabamos de reseñar, tuvieron honda influencia en la marcha y desenvolvimiento de la Nación ecuatoriana, de que fueron insignes benefactores los Dominicos de las postrimerías del siglo XVII, especialmente Fray Bartolomé García, Fray Jerónimo de Cevallos y Fray Ignacio de Quesada.

El brillante escritor, quiteño de familia, de nacimiento y de corazón, Gonzalo Zaldumbide, recordando del antiguo claustro de la Universidad Central y de algunos otros de los monumentos capitolinos, afirma, con justicia, que atestiguan «que no datamos de ayer, que nuestra vida colonial no fue la de una factoría de negros, que también tenemos pasado, es decir alcurnia, prestigio heredado, nobleza histórica». Si de algo debemos enorgullecernos, con justo título, es de nuestro pasado de ciudad   —355→   doctoral, artística y erudita. No poseemos ni el oro, ni el prestigio, ni la fuerza de otros pueblos; pero tenemos tradición, historia gloriosa, repleta de heroicidades en las luchas de la independencia, de arte sublime y superior, quizás, al de México en la colonia, de Universidades y escuelas, cuando muchas de las hoy más populosas ciudades del Nuevo Mundo eran humildes villorrios. Justos blasones de nobleza, patrimonio no sólo de la Muy Leal Ciudad de San Francisco, sino de toda la Nación de que ella es cabeza; mas también fuente de remordimientos de sanos propósitos para el porvenir, que no hemos de resignarnos los que fuimos de los primeros en cultura, con que hoy andemos rezagados y nos dejemos sobrepujar por los hermanos segundones.

El Ilmo. Solís hizo brotar en medio de la noche oscura de la colonia incipiente, el manantial de luz y ciencia, que fue el Seminario, origen de la Facultad Universitaria de San Gregorio Magno. Transcurren cerca de 100 años sin que la colonia cuente con otro centro de enseñanza que el mencionado; mas en el Convento de Santo Domingo hay Priores y Provinciales criollos, que aman a su Orden y quieren verla esplendente, que adoran el suelo americano en que nacieron y, en medio de la incuria gubernativa, de la indiferencia de las autoridades, sacrifican sus intereses, su quietud y no cejan hasta dar a Quito un nuevo semillero de ciencia: no les arredran rivalidades, entorpecimientos jurídicos, la hostilidad del Obispo; realizan su propósito y, en su cristiano empeño, procuran ver florecer en Quito Estudios Generales, como los que eran prez y ornato de las Cortes de Lima y México. Donan haciendas, renuncian a sus legítimas paternas, emprenden penosos viajes. ¿Qué les importa tanto sacrificio, si la Orden de Predicadores se cubrirá de glorias y hará bien a la Patria? ¿Habrá muerto la raza de los Cevallos, de los Quesadas, y de los Garcías? ¿Sus hechos generosos no producirán imitadores? Resurja el vigor   —356→   de aquellos tiempos, anime el espíritu de esos nobles varones, nuevamente, almas generosas; entonces Quito, la ciudad de antiguos prestigios y luciente pasado, será lo que fue, ¡no tendrá rubor de sus hermanas menores!

Raíces tiene entre nosotros la cultura; volvamos al pasado: las hondas raíces que penetran en la historia dan savia pura y vigorosa. En el pasado, el árbol nacional fructificará, ¡no trasplantado a los endebles y movedizos terrenos de la imitación!

¿Qué habría sido de la civilización ecuatoriana sin los fundadores del San Fernando, cuando Carlos III creyó prudente alejar de sus dominios a los Jesuitas? ¿No es la Universidad Central, la de Santo Tomás de Aquino, fundada por los Dominicos del siglo XVII?

Expulsados injustamente los que durante un siglo habían monopolizado la enseñanza, ¿no es verdad que si no hubiese habido otros maestros, habría naufragado la cultura?

Fue el San Fernando el primer Colegio para seglares que existió en el reino de Quito, fue Colegio Real y, por consiguiente, el principio de la enseñanza pública. Obró, además, como incentivo para el incremento del Seminario de San Luis; desapareció, al fundarse, el monopolio: los dos planteles rivales lucharon siempre por la primacía.

Sólo Artes y Teología se enseñaban en Quito, cuando se estableció el real Colegio de San Fernando; gracias a los Dominicos, sus fundadores, hubo Cátedras de Cánones, se dotó la de Medicina, se pensó en el establecimiento de las de Leyes y hasta se proyectó una de Matemáticas. Jesuitas y Predicadores rivalizaban en aumentar el número de asignaturas, resultando un beneficio incalculable para el desarrollo de la intelectualidad quiteña.

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¿Podrán olvidarse los nombres de aquellos benefactores? ¿No serán merecedores de imperecedera gratitud nacional? Todo lo hicieron por su esfuerzo propio: pródigos de sus bienes, generosos con los de la comunidad, sin ayuda ajena, realizaron lo que, si bien se considera, parece hoy sólo posible a las fuerzas del Estado. Sin cooperación alguna exterior, la ilimitada generosidad de aquellos frailes sólo encontró eco en el Secretario Pedro de Aguayo.

Se dijo que se empobrecía el Convento por fundar el Colegio, y contestó Quesada con nobles frases: «Esta objeción» no «lo podía ser para la Religión de Santo Domingo, cuyo principal desvelo siempre ha sido contribuir con su persona, bienes y haciendas al servicio de Dios, al de su Rey y Señor Natural y al de la causa pública, sin atender al socorro de sus propias necesidades, queriendo voluntariamente quedar pobres en el sustento corporal, por repartir el espiritual pan de doctrina a los fieles, en cumplimiento de su instituto religioso».