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ArribaAbajo Quito y la independencia de América

(Discurso)


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Sesión solemne celebrada por la Academia Nacional de Historia, en la sala capitular de San Agustín el 29 de mayo de 1922, primer centenario de la batalla de Pichincha

Honorables diplomáticos, señores académicos, señores:

Por vez primera, la Corporación que fundara en 1909 el Ilmo. Sr. Arzobispo González Suárez y a la que procuró transmitir su amor a la Patria, a la verdad y al estudio, preséntase en público para sesionar solemnemente, conmemorando uno de los más gloriosos fastos de nuestra historia; y es que la «Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos», honrada con el título de «Academia Nacional de Historia», por el Congreso de la Nación, estaba en el deber de conmemorar la gloriosa efemérides, cuya celebración ha tenido en estos días embebido el ánimo de los quiteños. El recuerdo de la batalla de Pichincha ha sido siempre grato a todos los ecuatorianos y especialmente a los nativos de la Capital, que, cada mayo, al sonido de los cañones que rememoraban el triunfo de Sucre han exultado, recordando la   —362→   jornada que selló definitivamente la libertad de Colombia y coronó la obra que Quito comenzara para bien de todo un Continente.

En el Centenario de acontecimiento tan trascendental, justo era que toda la República, con respetuosa alegría, celebrase el triunfo de los ejércitos libertadores; Quito, la acción de armas verificada en la montaña en cuyo regazo se cobija, y deber era de la Academia, en una fiesta netamente histórica, tomar parte con la austeridad propia de su carácter.

Es, por esto, señores, que os ha convocado a este templo del patriotismo, para aquí, en el lugar consagrado por el más trascendental acontecimiento de nuestra vida nacional, en el centenario del triunfo, recordar los sacrificios hechos por Quito para conseguir su independencia y la de la América Española, tributando debido homenaje de gratitud, no sólo a los que vieron coronada su frente con inmarcesibles laureles, sino a aquellos que oscuros murieron en la reyerta, a los que pasaron a la posteridad con el dictamen de mártires y a los que poco favorecidos de la fortuna sólo apuraron el cáliz del sacrificio para morir después olvidados y quizás menospreciados, por aquellos mismos a quienes enseñaron la ruta del heroísmo y de la gloria.

Ardua tarea superior a mis escasas fuerzas; mas, habiéndome confiado la benevolencia de mis colegas el cargo de Director de la Academia, no podía excusarme de representarla oficialmente, cumpliendo con el mandato del estatuto académico.

Confuso me siento al hablar ante tan ilustrado auditorio, avergonzado al ver que ocupo la cátedra que en otro tiempo fue trono donde Selva Alegre, Quiroga, Morales y Larrea decretaron la libertad de América Española; porque en esta tribuna veneranda resonó la voz de nuestros próceres, que fue luz para millares de cerebros,   —363→   que incendió en hoguera el patriotismo de los hispanoamericanos y en cien gloriosos campos les hizo conquistar la autonomía. Mas si he de ocuparme de ellos, de los que continuaron su empresa, de lo hecho por Quito en pro de la Independencia, ¿qué lugar más adecuado que este salón, esta cátedra que ellos ennoblecieron, aquí donde palpita el recuerdo de tan preclaros varones, en este recinto primor del arte quiteño, al abrigo de un monasterio, cristalización de nuestra vida colonial, donde todo nos habla, de hechos pretéritos?

Singular destino el del Convento Máximo del Gran Padre San Agustín; edificole la piedad religiosa con piedras de un palacio incaico y en él se instaló la Junta Suprema, primer gobierno autónomo del Ecuador, ¡no parece sino que hubiera sido hecho para relicario de la Patria! La Providencia quería prepararlo al efecto; arrancadas de pre-hispánica construcción son sus piedras como los materiales de nuestro organismo social; labrolas la mentalidad española, que lució sus galas en el hermoso claustro; extremose en decorarlo el ingenio criollo, a nuestra vista están las geniales producciones de Miguel de Santiago, materiales indígenas, concepción europea, primores mestizos prepararon la acrópolis ecuatoriana, consagrada por la Asamblea del 16 de agosto, santificada con las cenizas de los primeros mártires de la libertad americana, que el monasterio que vio los esplendores de la instalación solemne de la Junta, recogió también en su seno los mutilados cadáveres de las víctimas del 2 de agosto...

Al estudiar los acontecimientos que produjeron la separación de las colonias españolas de su Metrópoli, llama   —364→   la atención el paralelismo que se observa en la marcha que siguieron en los varios países de América del Sur, tanto que, a primera vista, diríase que careciendo de raíces locales, son efecto de los sucesos que, por entonces, se desarrollaban en Europa; un estudió más prolijo demuestra todo lo contrario, la aparente uniformidad del proceso revolucionario desaparece; advirtiéndose desde un principio profundas diferencias en las diversas naciones, de tal modo que se llega al convencimiento de que las modalidades de la época son tan sólo una condición accesoria, que determina la explosión de un fenómeno de largo tiempo atrás preparado. Toda la América Española tenía un común anhelo, el de gobernarse por sí misma; mas en cada una de las nacionalidades que desde la Conquista se habían formado en el Mundo descubierto por Colón, esta aspiración se concebía de distinta manera y obedecía tanto a causas comunes como a otras peculiares del terruño; la situación de cada colonia, el espíritu del gobierno que la regía, la diversa formación racial del pueblo influía en el modo de concebir y desear la autonomía, bien a que todas aspiraban.

La posición geográfica, los antecedentes de los hombres que dirigieron los primeros acontecimientos, los recursos del país imprimieron decisivo rumbo en la marcha de la guerra de Independencia, que sólo pudo llevarse a feliz término por la cooperación de todos los pueblos de la América del Sur, que, en los últimos años de la lucha, obraron mancomunados y como una sola nación.

Desde 1809 aparecen ya marcados los grandes centros del movimiento separatista; Quito y Chuquisaca levantaron aquel año el estandarte de la revolución; ciudades interandinas, las dos tienen facultades universitarias antiguas y una numerosa población de doctores, hábiles para la consulta de la enmarañada legislación colonial,   —365→   que conocen al dedillo las Leyes de Indias y las de Partidas, sin ignorar las doctrinas de los grandes juristas de su siglo; en las dos ciudades viejas audiencias mantienen un simulacro de gobierno local, que atiza las disensiones internas, a título de administrar justicia, conservando vivaz el espíritu de crítica; y en ambas, familias de alta alcurnia y no escasos recursos se asfixian por la estrechez del ambiente local, asaz mezquino, mientras sueñan en honores y bienandanzas, que sólo pueden adquirir gobernándose por sí mismas. La Presidencia de las Charcas y la de Quito habían conservado unidad administrativa con el Virreinato de Lima, como consecuencia de la organización precolombina del Imperio Incaico y producto de la Conquista y las Guerras Civiles, hasta que esta obra histórica y bastante fundada en la naturaleza fue deshecha por los monarcas españoles, principiado ya el siglo XVIII; y, cosa curiosa, las dos se hallaban a la sazón gobernadas por ancianos: el que mandaba en Quito era famoso por su actuación en un suceso que hondamente había conmovido a las Charcas, y el que en ellas regía había dejado huellas en la historia del Reina de Quito. No termina aquí el paralelismo, que podría seguirse casi hasta la terminación de la guerra, no sólo, en los hechos, sino también en los hombres; es que el medio, las condiciones locales de las Charcas y Quito son muy semejantes y se reflejan en el desarrollo de los hechos humanos; mas no vaya a creerse, por esto, que se pueda afirmar que el proceso histórico es el mismo: los patriotas de Chuquisaca participan, en gran manera de las preocupaciones dinásticas e internacionales, que desde el establecimiento de la casa de Braganza, en el Brasil, agitaban a los porteños, como entonces se llamaban los vecinos de Buenos Aires, las cuales eran completamente extrañas a los moradores de Quito; además, en el altiplano del Sur del Perú, el problema racial, la revancha indígena contra el blanco, fenómeno desconocido en nuestra guerra de Independencia, era un factor importantísimo   —366→   en la cruenta lucha. La aparición del Inca Hauina-Cápac, en la apoteosis de gloria del Libertador, el guerrero de Colombia, en un poema escrito por un quiteño, que quiteños se llamaban todos los nativos del Reino, es un arbitrio poético, desnudo de verdad; pero que en el alto Perú tenía una significación muy grande; la sublevación de Pumacahua difícil es decir si es una escena de la emancipación, o si en ella se prolongan las guerras de Túpac-Amaru.

Las lecciones que de estas comparaciones se deducen, hallan también plena demostración si se ponen en paralelo el movimiento argentino y el venezolano, centros predestinados para la victoria y conclusión de la obra empezada por Quito y Chuquisaca; una misma parece ser, a primera vista, la gestión histórica de Bolívar y San Martín, vana apariencia: la invasión inglesa arrastra a la revolución a los moradores de la capital del Virreinato del Sur; Miranda, al servicio de Inglaterra, se presenta en las costas de su patria a libertarla, y Miranda, el girondino, el General de la República Francesa, trasplanta a América doctrinas y procedimientos de la Gran Revolución y en su patria implanta definitivamente la manera francesa. Napoleón y Bolívar se asemejan, el Imperio palpita bajo la Dictadura Colombiana.

La aspiración por la autonomía estaba en toda América: de Behering al Cabo de Hornos, el mismo fin persiguen los colonos ingleses, los españoles o los lusitanos; para logarlo, en todas partes hay héroes dispuestos al sacrificio; mas la concepción del modo de adquirir bien tan preciado es distinta en cada uno de los varios núcleos y diverso el modo de comprender su goce. Un simple accidente determina el momento de empezar la lucha; las condiciones geográficas, el medio racial fijan la marcha de los acontecimientos; acciones y reacciones conducen a los pueblos a resultados no previstos.

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No se independiza América ni porque filósofos y literatos del siglo XVIII destruyan con sus escritos las bases de las organizaciones monárquicas del Renacimiento, ni porque Rousseau predica el evangelio revolucionario, y menos aún porque Francia, ensangrentada, destrozada por las disensiones intestinas, pase de la anarquía al Imperio, con mengua de la lógica y quiera democratizar el mundo, avasallándolo a su Emperador, a sus Mariscales. América va a la autonomía, pues todo un mundo no puede depender de otro, porque los hijos de los europeos no son capaces de considerarse inferiores, por sólo el hecho de haber nacido en tierras más ricas, más extensas, más grandiosas que aquellas en que vieron la luz sus progenitores.

Si la conquista de América hubiera dejado existentes núcleos sociales, organizados de la primitiva raza del Continente, con su propia cultura, sus peculiares instituciones, sometiéndolo tan sólo a la tutela y explotación de la raza superior, el dominio de las naciones europeas habría sido quizás más duradero: pero, habiéndose formado comunidades agrícolas, pastoriles o mineras, de la misma raza que la de la nación conquistadora, imposible era que al llegar éstas a un grado avanzado de desarrollo no reclamasen ser tratadas como iguales en el concierto nacional, con los mismos privilegios y prerrogativas que las provincias de la Metrópoli, y que antes de aceptar una inferioridad no merecida no se lanzasen a la guerra y prefirieran cercenar los lazos de unión con la Madre Patria, más bien que reconocer un vasallaje infundado; pero, como las ideas rara vez hacen garra en el alma popular, cuando se presentan en abstracto, en cada una de las varias nacionalidades americanas cristalizan en forma peculiar, según las condiciones del momento y del medio.

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Si queremos comprender los hechos de nuestros próceres, debemos procurar conocer su mentalidad, tratar de pensar como ellos, reconstituyendo las condiciones en que vivían y, dicho sea de paso, ésta es condición que falta en muchos libros históricos acerca de la guerra de la Independencia y casi por completo en los que de este período de nuestra historia tratan; el venerando historiador don Pedro Fermín Cevallos, por ejemplo, no diferencia la psicología de los hechos del año nueve y del veintidós, ¡como si en vano hubiesen transcurrido trece años de tan intenso vivir!

En las postrimerías del siglo XVIII, un español de raza y de cultura tenía como suprema aspiración conseguir honores públicos, que enalteciesen su nombre y le permitiesen legar a los suyos un apellido distinguido, o dar mayor brillantez a los blasones heredados; abrirse campo a través de los cerrados haces de la capa superior, ¡hasta llegar a los más altos niveles a los que más cerca estaban del Rey!

Escalar la burguesía letrada, laica o clerical, si era plebeyo; obtener una ejecutoria de nobleza, si era persona de viso, aun cuando sea trayéndola por los cabellos, como pretendió hacerlo Espejo44 ; llegar a título de Castilla, si era noble, gastando una fortuna y, si era preciso, pagando varias veces crecida suma, como aconteció con el primer Conde de Selva Florida. ¡Oh, qué feliz el que podía hablar a la Católica Majestad, con el sombrero puesto! ¡Por tan Suprema dicha, infinidad de héroes habrían, sin vacilar, corrido al sacrificio!

A menos de tener el feo pecado de la avaricia, sólo veían nuestros padres en los bienes materiales un medio de obtener honores pacientes, sufrían privaciones para fundar una capellanía, comprar un enterramiento,   —369→   que enalteciese a la descendencia, sin importarles no gozar ellos mismos del fruto de sus sudores. Una vinculación, un mayorazgo, sueño dorado; el apellido, bandera de honor que en sí encierra todo lo que se admira en los padres y se ama en los hijos, estaba asegurado contra los embates del tiempo y la fortuna; conseguido, podía un hidalgo dormir tranquilo, su progenie bendeciría al fundador, por el descanso eterno de su alma, regularmente, una, dos o más veces al año rezarían graves religiosos.

Ser cabildante, ejercer un Corregimiento, tener plaza de Oidor, ser Presidente de Audiencia, era, a más de disponer de las gangas de un poder, más o menos grande, ocasión propicia de contraer méritos, para obtener mercedes y ascender un grado en el escalafón social.

Lo dicho expresa, aun cuando de modo pálido e impreciso, las aspiraciones de la sociedad española, siendo el realizarlas mucho más fácil a los nacidos en la península o en una capital virreinal que a los que la suerte había señalado por cuna una ciudad, sede de oscura Audiencia.

En 1655 llegaba a Quito un Chapetón llamado Silvestre Sánchez Flórez; antes de embarcarse, había pedido se le diese certificado de limpieza de sangre, y obtuvo sentencia de ser cristiano viejo; y como sólo el infeliz gañán no tiene en Castilla pretensiones de infanzón, aun se dijo en el despacho algo que podía interpretarse como calificación de nobleza.

En Indias no debieron faltarle apoyos, y es de suponer fue laboriosa su vida, probablemente, oscura, no dejó otra huella que el expediente citado45 .

Dueño de colosal fortuna, su descendiente Antonio abriose ancho campo en la sociedad; gruesa suma de doblones   —370→   costole el ser Marqués de Miraflores, título que obtuvo en 175146 ; lenguas maldicientes, probablemente las de aquellos que en él verían un nuevo rival, murmuraron de sus blasones y para acallarlas fue preciso una carta del Virrey de Lima, que el influyente Marqués hizo se insertase en las actas del Muy Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento47. Don Antonio tenía alientos y pesos para todo, guardó en Quito para que perpetuase la familia a su hijo Mariano y despachó a España a Ignacio, pues sólo viviendo en la Metrópoli podía con sus relevantes méritos llegar a mayor altura. Logrolo, en efecto: Gobernador de Moxos, Presidente de las Charcas, fue el eminente criollo nacido en Latacunga; valor, ilustración, inteligencia le habrían quizás elevado hasta el solio virreinal; su fortuna fue próspera mientras contó con protector tan poderoso como el Ilustre Vertiz; mas era criollo, confabuláronse contra él los peninsulares y consiguieron que muriese en una prisión.

¿Qué sentiría su hermano Mariano, el Marqués de Miraflores, de nuestra Junta Suprema, al ver que a Don Ignacio no le había valido el librar a la Paz del cerco que le tenía puesto Túpac-Catari, ni el haber sido uno de los más notables gobernantes de las Charcas? ¡Cómo resonarían en su alma adolorida aquellas voces que desde el confín meridional de los dominios españoles le decían que el gran crimen de su hermano había consistido en nacer en América48 y cuya exactitud podía comprobar con sus propios ojos! ¿No pensaría que él, como todos sus paisanos, era víctima de una gran injusticia? ¿Que la carrera gloriosa de los Flórez había llegado a su cenit y estaba condenada a infecundo   —371→   estancamiento? ¡Cuántas veces, en su interior, habrá repetido, considerando que la liberación de la Paz, si hubiese sido obra de un peninsular, en Francia o en Italia, habría sido premiada con la Grandeza y con inmensas prerrogativas, la justa queja tantas veces exhalada por los Conquistadores, que habiendo ellos aportado a la Corona de Castilla más dominios que un Duque de Alba, recibían menor galardón que un Capitán de Flandes!

No sólo los altos puestos administrativos eran ejercidos, de ordinario, pues no faltaron algunos Presidentes criollos, por los peninsulares, sino que aun en los cargos secundarios tenían preferencia los nacidos al otro lado del Atlántico.

Por disposición real, en los empleos municipales, en los prioratos monásticos debía observarse la alternativa: un vecino o fraile criollo debía tener por sucesor, un peninsular, y como el número de éstos era forzosamente menor que el de aquéllos, claro está que la ley implicaba una condición preferida para los que no habían nacido en el país. Un español recién desembarcado, con tal de poseer ejecutoria de nobleza, tenía más probabilidad de ser Alcalde que un benemérito criollo, descendiente de los primeros conquistadores y pobladores; nuevo en la tierra, sin el conocimiento de ella, fuerte con la amistad de los altos funcionarios, sus paisanos, el castellano arrogante creíase de mejor estirpe que los hijos de otros castellanos y hacía sentir su creencia.

Si se quiere conocer cómo sangraba el alma de los regnícolas por estas injusticias, oígase al abogado chuquisaqueño, Don Mariano Alejo Álvarez, en el precioso discurso que escribió en Lima para su incorporación en el Ilustre Colegio de Abogado, en 181149 .

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A consecuencia de estos antecedentes existía honda rivalidad entre españoles y criollos, la que, de día en día, se agravaba por la altanería de los primeros.

El régimen administrativo contribuía a acentuar el mal; desde un principio los Reyes de España vieron en las colonias un manantial de riquezas. Los indígenas fueron las primeras víctimas; inmisericordes conquistadores explotáronlos con sevicia, y los quintos reales dieron al Tesoro Español caudales para más de una descabellada aventura. La riqueza acumulada por los indios no era inagotable y las entradas reales disminuyeron, mientras los conquistadores conservaban una suma de poder y riqueza que los volvía peligrosos; entonces se pensó en leyes humanitarias que protegiesen a los hombres de color, y en artificiosos sistemas capaces de privar a los conquistadores del fruto de sus heroicidades; vinieron a América taimados visitadores, astutos legistas, y, con hermosas fórmulas, consumaron la expoliación de los encomenderos. Agotáronse otra vez los recursos: los descendientes de los conquistadores lamentaban miserias a la par casi que los indígenas; nuevos encargados de «reformar la tierra», de proveer al «bien comunal», con un título u otro, recorrieron el Nuevo Mundo, estudiando la manera de hacer que la yesca diese zumo. Si los Austrias pretenden extender sus dominios, establecer su hegemonía en Europa, astutos visitadores vienen a América para enviar nuevos tesoros de las Indias; si los Borbones desean poner a España a la altura de las otras naciones europeas, se imponen a los indianos nuevas cargas. Las ordenanzas de Carlos V provocan en el Perú las Guerras Civiles; el establecimiento de nuevos impuestos desencadena en Quito las revoluciones de las Alcabalas y de los Estancos; Carlos III impulsa a la península con vigor por la senda del progreso, en las colonias el pueblo, que no puede sobrellevar nuevos gravámenes, se lanza a la guerra civil; los levantamientos   —373→   de Túpac-Amaru y de los Comuneros marcan época en la historia de los tres virreinatos de la América Meridional.

Obtener la mayor suma de dinero e impedir la formación de organizaciones poderosas, son el norte y fin de la administración.

En las colonias, que son ahora las repúblicas Sudamericanas, no existía al terminar el siglo XVIII ninguna fuerza organizada que pudiese contrarrestar el poder real; los cabildos se componían, en buena parte, de peninsulares y sus prerrogativas habían sido cercenadas día tras día, las familias nobles, por muy poderosas que fueran nunca llegaron a disponer ni de la fortuna, ni de la influencia de las de los Grandes de España, sólo la Iglesia constituía una aparente excepción; el Patronato, la presentación y pase real de los Obispos los convertían en simples funcionarios de la Monarquía; las órdenes religiosas habían logrado, gracias a sus privilegios, acoplar grandes recursos; mas la alternativa hacía que éstos, buena parte del tiempo, fuesen administrados por peninsulares, y la celosa política había ya de antaño puesto múltiples trabas a su continuo desarrollo. La expulsión de los jesuitas fue, sobre todo, consecuencia del poder de la orden, en la que Carlos III veía un organismo demasiado poderoso que podía hacer sombra a su autoridad. El juramento que Carlos III exigió de los Obispos anulaba completamente sus facultades50 .

Los gobernantes españoles vivían celosos de su autoridad, temblaban ante la idea de la formación de un espíritu público en las colonias; el recuerdo de la monarquía incaica había en el Alto Perú animado a los indígenas en su revuelta; Arreche quiso suprimir los trajes   —374→   aborígenes y el Marqués de Loreto ordenó se recogiesen todos los ejemplares de los escritos de Garcilaso51 .

Para obtener recursos se vendían empleos a trueque de que los gobernantes fuesen venales; para no pagar salarios a los Corregidores, se les permitía el repartimiento, dejando expuestos a los indígenas a mil irritantes iniquidades; Corregidor hubo que les obligó a comprar anteojos negros, que él volvió a adquirir a menos precio, para revenderlos nuevamente a los pobres indios a una muy subido, repitiendo tan deshonesta especulación, tres, cuatro o más ocasiones consecutivas; otro les obligó a comprar brocados, que, después de vendidos y comprados varias veces, iban a parar en los almacenes de Lima, cuando el propietario hubo ya obtenido un beneficia del 300 por ciento52 . ¡Qué importaba tan horrendos abusos si mediante ellos economizaba el Erario buenas sumas, si aumentaba el comercio de la Metrópoli, habiéndose encontrado una hermosa fórmula para cohonestar tan criminales tratos! ¡Se había estampado en las Leyes de Indias que era necesario obligar a los indígenas a que comprasen productos europeos, para impulsarlos al trabajo y acostumbrarlos a la civilización!

El celo por la autoridad, la necesidad de aumentar las rentas eran el alma de la legislación comercial de la colonia, contra cuyas disposiciones tanto reclamaron los americanos distinguidos del siglo XVIII. Monopolio por los comerciantes de Cádiz, industrias prohibidas en las colonias eran unos de tantos medios excogitados para mantener la dependencia de la Metrópoli, cuya injusticia pesaba grave sobre los pobres colonos. Se veía el resultado inmediato, no el porvenir; tantas cortapisas impedían el rápido desarrollo de las colonias, que habría   —375→   producido al Monarca rentas más cuantiosas que las provenientes de impuestos mal calculados.

Razones sobradas tuvieron los próceres americanos para desear gobernarse por sí mismos, buscando el bien del suelo nativo, sin subordinarlo al de la Madre Patria, sin que corriese el riesgo de que la impericia de gentes poco conocedoras del país entorpeciese el desarrollo americano.

El Rey estaba muy alto: la tradición española, la literatura desde el rústico romance cantado en los riscos cantábricos hasta el cortesano drama de Calderón de la Barca, enaltecían la fidelidad al Soberano. Encarnación viviente de la Patria, la sustituye enteramente en la psicología de aquellos siglos; el Rey es sagrado, la Nación es suya, porque él es todo de ella: defensor de la fe y del honor castellano, su nombre sustituye al de España en la literatura cortesana o de cordel de aquellos tiempos; y el español patriota amaba a su Monarca, como demostró sabía amar a su suelo, en las épicas guerras contra Napoleón.

El respeto al Soberano, el profesarle absoluta fidelidad eran virtudes hondamente radicadas en el alma española, casi confundidas con la fe religiosa. ¿No era el Rey y Legítimo Señor el representante de la autoridad divina? Si se quiere comprender cuán profunda era la veneración a la persona del Monarca, debe recordarse que en Inglaterra el pueblo creía a los Reyes dotados de poder sobrenatural para curar ciertas enfermedades, hasta el reinado de Ana, no obstante haber mucho antes verificádose la revolución de Cromwell.

Qué de admirar, entonces, que el grito popular de las revoluciones americanas fuese ¡Viva el rey! ¡Abajo el mal gobierno!

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La necesidad de que América se gobernase por sí misma la había sentido ya un oidor de Lima del siglo XVI. El Visitador Muñatones de Briviesca, compañero del virrey conde de Nieva, creía necesario que el Consejo de Indias residiese en Panamá y que en la ciudad de los reyes existiese un consejo formado «por personas de aquellas provincias» para resolver todas las cuestiones gubernativas, quedando la audiencia limitada a conocer de asuntos judiciales entre partes.

En Quito, ciudad conventual por excelencia, en que los frailes eran proporcionalmente más poderosos que en ninguna otra de Sudamérica, cuya vida estaba absorbida por la de los monasterios, la aspiración de los americanos a gobernarse por sí mismos y la obstinación de los peninsulares de ser ellos los señores, aun cuando fuese preciso acudir a medios violentos, aparecieron en un principio en las contiendas que por los altos cargos conventuales se trataban constantemente en la colonia; ya en 1625 luchaban con acritud regnícolas y chapetones por el provincialato de la provincia Dominicana de Quito.

Hechos de esta naturaleza repitiéronse con frecuencia, hasta que gobernando el reino de Quito el presidente Alcedo y Herrera, la elección del Rector de la casa de jesuitas de Quito, las pretensiones del vizcaíno padre Hormaegui, la impolítica conducta del Visitador, padre Zárate, vasco de nacimiento, quienes contando con el apoyo del Presidente, ofendieron gravemente al cabildo civil. Produjo esto tal irritación en los quiteños «que los desacuerdos entre el Padre Andrés de Zárate y los miembros del ayuntamiento de Quito llegaron a ser división entre españoles y criollos, y rompimiento entre europeos y americanos». En efecto, los quiteños, dice González Suárez, «cayeron en cuenta de que los españoles oprimían a los criollos, advirtieron que los europeos consideraban a los americanos como si fueran hombres de   —377→   otra especie, cuyo destino fuese el de servirlos y estarles sujetos; y aquella malquerencia sorda, que ya desde tiempo atrás venía fermentando secretamente en el pecho de los criollos, se manifestó al descubierto en amargas censuras, en murmuraciones y en críticas contra los españoles; la ciudad se encontró fraccionada en bandos, tanto más irreconciliables, cuanto el odio que los dividía era engendrado por el amor a la tierra del propio nacimiento».

Después de este suceso, los presidentes criollos don José de Araujo y Río y don Fernando Sánchez de Orellana gobernaron rodeados de la odiosidad y desprecio de los peninsulares; el último debió sufrir las consecuencias de la altanería del aragonés Fray Gregorio Ibáñez Cuevas, cuando Quito estuvo perturbado por asuntos de régimen interno, de la orden seráfica.

El establecimiento del estanco de aguardiente motivó la sublevación del pueblo de Quito el 22 de mayo de 1765, en la cual saqueó las casas en que se guardaba el aguardiente. La audiencia atemorizada debió ceder y abolir el nuevo impuesto. Satisfízose el pueblo, pero continuó alborotado; los peninsulares formaron por esto una guardia para defensa propia y de los magistrados; el mes siguiente, el 18, el barrio de San Roque impuso al obispo el nombramiento de un párroco de su agrado; el 19 se levantó la gente de San Blas para sacar de la cárcel a un tal Ballinas. Las prisiones hechas en la noche del 21 por una partida de 15 ó 20 europeos, capitaneados por el corregidor, los castigos que se impusieron a algunos de los aprehendidos dieron motivo al levantamiento del 24, cuyo objeto era el de «matar a todos los chapetones»; a las 12 de la noche, después de varios encuentros favorables a los quiteños, el pueblo atacó la casa de don Ángel Izquierdo, con el fin de incendiarla; para impedirlo, los defensores de la Audiencia empeñaron serio combate, perdiendo un cañón, que, como el situado   —378→   en el pretil del Palacio hacia la iglesia de la Compañía, quedó en poder de los amotinados. Continuaron las reyertas todo el siguiente día, pero a las seis y media, de la tarde, convencidos de su derrota y cediendo a las exigencias del populacho, los Oidores abandonaron el Palacio Real y al otro día entregaron todas las armas a los vencedores.

El 28 capituló la Audiencia, conviniendo en que los chapetones saldrían de la ciudad en el término de ocho días. La carencia de una organización previa, el origen del movimiento en la baja plebe hicieron que el triunfo no diera consecuencias inmediatas y no se iniciase entonces la lucha por la autonomía.

Mientras el pueblo humillaba de este modo a los representantes del dominio español, al grito de viva el Rey, abajo el mal Gobierno, el retrato de Carlos III permanecía expuesto en la Plaza Mayor, iluminado con cirios por las noches, aclamado por los quiteños, que al vivar al Monarca hincaban una rodilla.

Cuando esto sucedió tenía dieciocho años el doctor don Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo, talento claro, genio predispuesto a la crítica; aquellos sucesos debieron impresionarle profundamente, tanto más cuanto que de precoz inteligencia y dotado de ardiente amor al estudio había adquirido ya una vasta ilustración.

En Espejo encontró la causa de la Independencia un apóstol decidido, la fecundidad de su labor la reconocieron, más tarde, los jefes españoles mejor informados, tales como Molina.

Puede afirmarse que en la Revolución del Estanco terminó el período de gestación inconsciente de la Independencia, para principiar con Espejo la preparación doctrinaria y netamente americana; el estudiante mestizo, que quizás con el bajo populacho hizo armas contra la Audiencia continuó, perfeccionó y volvió viable la idea netamente popular y quiteña de la autonomía americana.

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Esta es la diferencia entre los dos grandes iniciadores de la emancipación de Sudamérica, la concepción de Miranda es obra de sus viajes, de su conocimiento de la América Inglesa, ya libre, gloriosa y próspera, de su contagio de las ideas enciclopedistas; se forma fuera de América; se desarrolla lejos de la Patria y en su ejecución, juntamente con elementos europeos, intervienen procedimientos exóticos; el genial Espejo perfecciona, complementa y da forma a una idea criolla.

El Gobierno del Presidente Diguja parecía destinado a calmar la fermentación de los ánimos; varón justiciero procuró el bien de su gobernados y en su tiempo nada aconteció que pueda presumirse fuera un antecedente de la separación de las colonias, aun cuando fue el ejecutor del extrañamiento de los jesuitas, ordenado por Carlos III. Su sucesor, uno de los gobernantes que mayor huella ha dejado en la historia colonial, don José García de León y Pizarro, contribuyó no poco a precipitar los acontecimientos; hombre observador, dotado de claro ingenio, muy pronto se dio cuenta del desastroso estado económico del Reino de Quito, pero fiel y celoso cumplidor de las órdenes de su Soberano, después de indicar los medios de remediarlo, extremó la recaudación de impuestos, agravó la pobreza pública, pues sabía el ansia con que el Monarca esperaba los caudales de América, para poder incrementar sus obras civilizadoras en España. Como Arreche y Piñeres, pertenece García de León y Pizarro a aquellos activos funcionarios de Carlos III, hombres capaces de impulsar el progreso americano; pero que, por su excesivo celo de complacer al Monarca, aumentando sus rentas, fueron verdugos del pueblo e hicieron más insufrible el régimen colonial.

Pizarro gobernó Quito, aparentemente pacífico, mientras se desencadenaban en el Norte y en el Sur las formidables revoluciones de los Comuneros y de Túpac Amaru.

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No parece fue Espejo enteramente extraño a este movimiento. En «La Golilla», en cuya elaboración tomó parte, se justificaba y aplaudía la sublevación india del Alto Perú; el Presidente Villalengua persiguió, con este pretexto, al médico quiteño, que ya antes había tenido sus cuestiones con García de León y Pizarro, que, juzgándole sospechoso, procuró alejarle de Quito.

El proceso iniciado por Villalengua condujo a Espejo a Bogotá en 1789, en donde encontró ocasión propicia para difundir sus ideas: Nariño, el Precursor, fue uno de sus amigos, Espejo era ya entonces famoso por sus escritos, y, sin duda, contribuyó a iniciar al futuro traductor de Los derechos del Hombre, en la campaña por la autonomía, Selva-Alegre, amigo y protector de Espejo, estaba también en la capital del Virreinato.

En 1794 ocurren tres hechos sensacionales que revelan la íntima conexión con que trabajaban los patriotas de Quito y los de Santa Fe; este año, el 6 de setiembre, se fijaron, en la primera de las ciudades nombradas, pasquines sediciosos, y en la investigación que este hecho motivó, llegose a saber que Nariño había impreso una traducción de Los derechos del Hombre.

El 21 de octubre del mismo año, al amanecer, se encontraron en Quito banderolas de tafetán rojo con una cruz de papel blanco con la inscripción bien conocida; en otros parajes se habían fijado pasquines dirigidos a sublevar al pueblo.

En Guayaquil, el Alguacil Mayor de Cabildo, don José Gorostiza denunció una carta, franqueada en Quito y seguramente escrita aquí, fechada falsamente en Bogotá el 3 de octubre. Dicha correspondencia estaba destinada a enardecer el ánimo de los patriotas, mediante la propagación de noticias falsas; decía: «Nuestra Independencia ya parece segura con la ayuda de Dios y de las Potencias que nos auxilian. El Virrey está preso... Los grandes hombres que se hallaban en las cárceles saldrán de ellas, pues el espíritu de odio al Monarquismo   —381→   que nos aflige está poseyendo todos los ánimos que no son traidores a la Patria... Propáguelo V. M. que así conviene a la utilidad, libertad cristiana y suspirada gloria de América».

Una imprudencia del clérigo Juan Pablo, hermano de Espejo, reveló la magnitud de los proyectos entonces acariciados y en vía de realizarse en Quito: gobierno autónomo, ejercido por los regnícolas, mediante procedimientos democráticos, reforma de las comunidades religiosas, simultaneidad en la ejecución de este plan en todas las colonias que unidas debían estar listas para apoyarse y defenderse contra la Metrópoli si oponía resistencia. Si esto sabemos por el proceso iniciado en los primeros meses del 95, por las declaraciones de la Navarrete, ¿será posible dudar de que fuese Espejo autor o cooperador de las banderitas, anónimos y cartas del año anterior?

¿Y el Monarca? Espejo en sus escritos, en los sermones que pronunció por la boca de su hermano, muéstrase, fervorosamente, vasallo leal de Carlos IV, como los próceres del año nueve de Fernando VII. Estos eran sinceros, ¿no lo sería su Maestro, como lo era el pueblo del motín del Estanco, cuando gritaba: Viva el Rey, abajo el mal Gobierno?

El 28 de diciembre de 1795 era sepultado Espejo; mas su doctrina y ejemplo debían dar fruto después de corto tiempo.

Don Luis Muñoz de Guzmán dejaba la Presidencia de Quito a fines de 1798; un hombre extraordinario iba a encargarse de los destinos del Reino, el flamenco don Luis Héctor Barón de Carondelet; los patriotas le amaron y tributaron admiración; en su honor decretaron se erigiese una estatua; la muerte segó su vida antes de que los acontecimientos de la Península obligasen a los próceres   —382→   a obrar contra su autoridad o a postergar la realización de la empresa, por consideraciones a su persona.

La invasión napoleónica precipitó, indudablemente, los acontecimientos: la abdicación de Fernando dejó acéfalo el trono español; el pueblo de la Península reasumió la soberanía, para ejercerla en nombre y representación del Monarca, los funcionarios españoles procuraron impedir que América hiciese otro tanto y se obstinaron en mantener la absoluta postergación de los criollos ante los peninsulares, agravando la injusticia que tanto dolía a nuestros padres; España necesitaba recursos para luchar contra el invasor y debía ser América la proveedora principal del Erario; por lo mismo que el Gobierno era más débil, volviéronse los gobernantes más suspicaces y celosos de su autoridad.

Heridos en su dignidad los americanos, viéndose tratados como vasallos de condición inferior, sintiendo agravado el peso de sus sufrimientos pensaron que había llegado el momento de poner término al «mal gobierno»: ¿por qué no habían de hacerlo si en España había sido patriótica virtud el derrocar a Godoy, si los mismos gobernantes de la Península execraban al Ministro traidor? Oidores, Presidentes, Virreyes no debían sus cargos al favor del Príncipe de la Paz?

En los primeros días de marzo de 1809 denunciose que se proyectaba una revolución; constaba que el Marqués de Selva-Alegre había escrito una carta que enseñó a Fray Mariano Murgueitio, en la cual, después de   —383→   lamentar la situación de la Península, concluía con la expresión de que «¿si acaso sería esta Provincia la primera que se había gobernado por sí?» El fin de la carta era persuadir a un corresponsal de hacer en el lugar de su residencia lo que debía verificarse en Quito. Don Juan de Salinas «dio» al Padre Torresanos «un plan de mutación de Gobierno, en el que constaba que se había de formar una Junta compuesta de distintos individuos, de un Senado, tropas y demás economías que se habían de valer, verificado el nuevo Gobierno».

Don Nicolás Peña propuso a su primo el doctor José Antonio Mena «formar República en esta Provincia» extinguiendo el Gobierno de la Audiencia y creando una Junta.

Quiroga sostuvo en la tienda de José María Tejada, que la junta Central del Reino no tenía autoridad y sus órdenes no debían ser obedecidas; que estando Quito muy pobre se hacía mal en remitir el situado a Santa Fe y exigirse a sus moradores donativos.

Morales aprobó la carta de Selva-Alegre.

Era, pues, el plan pesquisado en marzo, idéntico al realizado en Agosto, los comprometidos eran los mismos e iguales las funciones a que estaban destinados.

Sus autores fueron reducidos a prisión; los peninsulares deseaban se los tratase como reos de crimen de Estado; se habrían sentido hondamente satisfechos de escarmentar y humillar en ellos a la nobleza criolla. Los quiteños usaron de habilidad para entorpecer el curso del proceso; con argucias abogadiles e influjos personales, hicieron que se siguiese la causa con desgreño; el Fiscal Arechaga era criollo y procuró justificar la conducta de los americanos, opinó que se les declarase leales vasallos, apercibiéndoles usasen la mayor cautela, acusó sólo a Salinas, pidió sean juzgados por perturbadores los denunciantes.

  —384→  

Los patriotas alegaron falta de comprobación del hecho que se les culpaba; mas no renegaron de su obra; con valor la proclamaron buena y con eruditas y sólidas consideraciones demostraron su justicia.

Las razones no son obra de artificio, son la expresión bien meditada de una convicción firme, la enunciación leal y sincera de sus derechos, fruto de vigilias en las que las condiciones del momento les habían indicado la manera legal de realizar sus patrióticas aspiraciones. Los grandes hombres del año nueve no eran unos farsantes, el erudito alegato de Quiroga no es obra de hipocresía; estudiando este precioso documento, dado a conocer por el doctor don N. Clemente Ponce, se descubre el verdadero pensamiento de los próceres.

América no es propiedad de España, su unión con la Metrópoli consiste únicamente en la comunidad de Soberano; mas «si por desgracia falta éste y no hay sucesor legítimo, independencia de la América, cualquiera que sea su gobierno». Si «no existe la autoridad suprema, tampoco sus representantes, porque siendo éstos emanaciones de aquella, dejando de existir la primera, dejan de existir todas las que son dependientes». Para justificar el proyecto bastaría con el ejemplo «que ministra la Península... sus operaciones y procedimientos dan a América la regla, el ejemplo y la norma que debe imitar en igual caso; porque una misma acción que allí es heroica, puede ser aquí un crimen, siendo nosotros igualmente hombres y vasallos de un mismo Soberano». Esta última proposición encierra en sí toda la doctrina de la primera época de la Independencia: igualdad de derechos entre nacidos a uno y otro lado del Atlántico, frase que adquiere su justo valor, cuando se tiene en cuenta que Quiroga recuerda la organización constitucional de la antigua España, antes de que cortesanos y privados sofocasen el poder de las Cortes, mediante actos usurpadores que, en ningún modo, hacen caducar los privilegios   —385→   del pueblo; y téngase en cuenta la corriente política de España en aquel tiempo, que, si resiste a Napoleón, transforma también la Monarquía de absoluta en constitucional.

Meses después, consumada ya la revolución, cuando a Quito acosaba, por el Norte, el Sur y el Occidente, la rabia española, escribía el mismo Quiroga: «Religión, Vasallage y Patriotismo, son los objetos que se proponen, éstas son las voces de la Constitución, estos tres puntos los que jura y manda observar la Junta Central, ¿quién pudo pues contradecirlos? ¿quién fue capaz de resistir su imperio? Nadie, porque todo hombre conoce la fuerza de estos deberes esenciales... Aquí no hay delito, ni puede haberlo; pues a más de ser tan santos los objetos y fines, son los mismos que tiene la Suprema Junta de la Nación... Creíamos que teníamos los mismos derechos que los pueblos de la Península porque somos ni menos hombres, ni menos vasallos de Fernando VII que los españoles europeos... Callamos... el desprecio, las vejaciones, la humillación y la adversidad con que hemos sido tratados, con el mayor ultraje y dureza. Día llegará en que se presenten a toda luz y se acrediten con pruebas justificables. Nos atrevemos a creer que si en los demás países de América han sido tratados sus naturales con la dulzura y suavidad que ordenan las leyes y en las presentes circunstancias encargan la Suprema Junta; en Quito hemos sido considerados como bestias de carga y como esclavos destinados a arrastrar cadena de hierro. Ni el mérito, ni la virtud, ni el nacimiento, ni los talentos, ni otra alguna calidad han sido recomendación para el premio y la justicia. Envueltos en la indigencia y la oscuridad han acabado sus días los que no han tenido el talento o la humillación de negociar por medio de una abatida y vergonzosa lisonja...».

General ha sido la creencia de que estos documentos no son la expresión sincera del pensamiento de los próceres,   —386→   quienes, desde un principio, concibieron y desearon la total emancipación de las colonias, mas no se atrevieron a proclamarla, por no herir los sentimientos de las masas; los que así discurren se ven obligados a falsear todo el proceso histórico de la separación, a ignorar hechos trascendentales ocurridos con posterioridad y la psicología criolla, de principios del siglo XIX, irrogándoles a los próceres grave injuria, atribuyéndoles perjurios y engaños muy ajenos de almas generosas.

Aspiraban a gobernarse por sí mismos, a tener iguales derechos que los peninsulares, a poner término a la condición ilegal de vasallos inferiores, regenerando el injusto régimen colonial; estos deseos existían de antaño, apóstoles de la talla de Espejo predicaron la reforma; los sucesos de España prestaron ocasión propicia para realizarlos de modo, diremos, constitucional; el tiempo, la residencia española, los crímenes cometidos y tolerados por el Gobierno peninsular, la natural evolución de los hechos condujeron a América, no a la autonomía, a la independencia y a la República. ¿Los Convencionales del 89 pensaron, acaso, en convertir la Francia en República?

Apenas instalada la Junta Suprema tratose de realizar el atinado plan de Espejo: América, al unísono, debía reasumir el ejercicio de la Soberanía y poner términos a la opresión de los peninsulares.

Para lograrlo, se dirigió ella no sólo a los Cabildos inmediatos a la Capital y que formaban parte del Reino de Quito, sino a los de ciudades lejanas. La relación de lo acontecido iba acompañada de claras y elocuentes exposiciones, en las cuales se demostraba la justicia de lo hecho y se incitaba a verificar idéntico movimiento.

Distinto fue el resultado de estas comunicaciones, según el nivel cultural y las condiciones especiales de las varias poblaciones; las villas inmediatas a Quito en   —387→   las que se sentía no sólo el influjo gubernativo de la Capital sino el de su aristocracia, obedecieron la orden que les impartiera la Junta; en las más lejanas, rencores lugareños, rivalidades de provincia ahogaron la voz de los patriotas; el influjo peninsular, más decisivo por la inferioridad del medio en que ejercía, fue preponderante; nadie se opuso al movimiento que imprimieron los gobernadores, y ejércitos reaccionarios se pusieron en marcha sobre Quito.

Mas la voz de los patriotas no se perdió en el desierto: En Caracas, Emparán, noticioso de lo acaecido en Quito, se llenó de temor de que un hecho semejante pudiera realizarse dentro de los límites de su Gobierno, y al saber que algunas personas tenían en su poder impresos relativos a la Junta, las trató como reos de Estado, hizo preparativos bélicos y puso en agitación a Venezuela.

En Cartagena de Indias, en 10 de octubre, recibió el Cabildo la comunicación de Selva-Alegre, datada en Quito el 20 de agosto, acompañada de varios documentos, y aun cuando no aprobó los medios empleados en Quito, reconoció laudables los propósitos perseguidos. En la contestación decía: «Este Cabildo por una propia y funesta experiencia comprende muy bien cuán amargos y sensibles deben haber sido a los ilustrados y fieles quiteños los grados de abajamiento y vejación por donde en los papeles que ha remitido a US. se expresa haberles hecho pasar en las actuales circunstancias».

Selva-Alegre se dirigió a Amar y Borbón comunicándole lo acontecido en Quito, mas lo hizo como a persona particular, no como a alto funcionario. El Virrey consultó inmediatamente al Real Acuerdo, al que participó también las cartas que había recibido del Cabildo y del Gobernador de Popayán, resolviéndose con el voto del Real Acuerdo a separar Popayán de Quito, y que el pliego para el Ayuntamiento se entregase al Alcalde de   —388→   2a. vara, el cual, al día siguiente, puso en manos del Virrey el acta del Cabildo en la que aparecía que sólo un Vocal se pronunció detestando el proceder de Quito, mientras los demás pedían una reunión de notables para tratar sobre asunto tan grave. Resistió a un principio Amar, mas luego convino en ello; juntose la Asamblea el 7 de setiembre por la mañana; con el mismo objeto, se verificó otra el 11, presidida por el Virrey; en ésta «se advirtió notable acaloramiento para dar a conocer que debía formarse Junta Superior de Gobierno a semejanza de las aprobadas de las provincias de España... se pretendió en el curso de la sesión que debían ser deliberativos, no consultivos, los dictámenes». Afirmose muy altivamente por los más notables vecinos de Bogotá que concurrieron, no sólo la licitud de lo hecho en Quito, sino la necesidad de imitarlo en Bogotá; fue entonces cuando Acevedo Gómez leyó parte del famoso Memorial de Agravios. Al tratarse de los sucesos de agosto quedó moralmente verificada la revolución: el ejemplo de nuestros próceres dio alientos a los de Santa Fe para sostener ante el primer Magistrado los derechos de los americanos a gobernarse; ante él se enunciaron, entonces, doctrinas que, en otras circunstancias dichas en privado, habrían sido castigadas con años de presidio.

Los tres principales centros del Norte de América Meridional se conmovieron profundamente con las proclamas de la Junta Soberana instalada en Quito, que hicieron pensar a los criollos que había llegado el tiempo de realizar su aspiración: la de gobernarse por sí mismos; hablose en público y en privado de lo acontecido, regándose así fecunda semilla. Caracas, Cartagena y Bogotá tuvieron, sucesivamente, sus Juntas, en cuya instalación no pudo menos de influir el ejemplo de Quito, por todos conocido.

Fue Quito la primera, en lo que llegó a ser Gran Colombia, en constituir un Gobierno independiente; sus   —389→   próceres procedieron sin incitación extraña: no sabían ni podían saber que casi simultáneamente una población andina iniciaba también la magna lucha; las noticias de la revolución de La Paz llegaron a Quito cuando ya el perjurio había entregado inermes a los patriotas a la venganza peninsular, el 22 de diciembre de 1809.

Efímero fue el dominio de la Junta, que terminó su existencia autónoma con las capitulaciones celebradas entre Castilla y don Juan José Guerrero, el 28 de octubre; mas no terminó entonces su fructífero ejemplo, pues los criollos pudieron convencerse, una vez más, de cuán vanas eran las promesas de los gobernantes españoles y del ningún respeto que hacían de la fe jurada, cuando creían que era obstáculo al estentóreo castigo de los que habían osado atentar contra los derechos de la Madre Patria. Repitiose en Quito la misma escandalosa traición que la que costó la vida a los Jefes Comuneros y a los Señores Indígenas, no hacía 30 años.

¡Tremenda lección que volvió irreconciliables a realistas y patriotas; estos supieron desde entonces que no había cuartel, que los indultos eran vanos, que los gobernantes carecían de honor!

Vino luego la segunda revolución de agosto, verdadero principio de la guerra a muerte. Los soldados de Fernando, con el aplauso de los mandatarios peninsulares, cometieron horrendos crímenes; derramose la sangre de los patriotas, y también la del pueblo inocente y sumiso, que pagó con su vida el ser americano. Aquel   —390→   día, la causa de la Independencia dejó de ser la de una gran parte de la aristocracia quiteña, para ser popular.

Un historiador muy bien informado, pero nada inclinado a atribuir notable importancia a los hechos verificados en Quito, dice: «El 2 de agosto... tenía lugar en Quito un acontecimiento que por sí solo hubiese sido bastante para conmover a toda América y hacer estallar la revolución continental...» «jamás pudo verse mejor concurso y coincidencias de hechos para justificar la revolución, aquella noticia era la brisa que soplaba sobre la yesca encendida; coincidiendo con la correspondencia de Caracas, según la cual en aquella ciudad fue recibida con entusiasmo y alborozo la revolución del 20 de julio, se publicaba también en Bogotá lo sucedido en Quito, y un bando para que la sociedad santafereña se pusiese de luto por las víctimas de Ruiz de Castilla, por las del Socorro y por las de Casanare, para todas las cuales se determinó la celebración de honras fúnebres; por una parte vino la conmiseración para con los mártires del patriotismo, por otra la excitación más furibunda».

En Caracas, al recibir la noticia del 2 de agosto, conmoviose el pueblo y pidió la expulsión de los españoles europeos y canarios, los cuales se alarmaron grandemente, no sólo los residentes en la Capital, sino los que vivían en la Guaira y otros puntos. La Junta venezolana ordenó se celebrasen honras por las víctimas de Quito.

Otra consecuencia, no de orden externo como las anteriores, sino limitada a Quito tuvo la conmoción del día 2 y fue que, en vista de la exaltación popular, de un ataque a la ciudad que se preparaba en las afueras, probablemente, por el número de soldados muertos, que, se asegura en algunos documentos, pasaban de cincuenta,   —391→   el Real Acuerdo capituló; pues de tal debe calificarse el acta celebrada el 4, cortando la Causa de Estado, ordenando la plena restitución en sus derechos a los patriotas sobrevivientes, la salida de la tropa de Lima y su reemplazo por otra nativa de Quito y, por último, el reconocer en su cargo de Comisario Regio a don Carlos Montúfar, hijo del Presidente de la Junta Suprema.

¿Quién negará que el pueblo de Quito triunfó de las autoridades españolas en la trágica jornada de agosto? No fueron aquellas concesiones del Real Acuerdo, una palmaria derrota de la política española?

Por Espejo, por la Junta Suprema, por el martirio de los próceres, ejerció Quito su misión iniciadora, verdadero magisterio continental; los hechos verificados en la ciudad andina alcanzaron con su influjo a toda la América española, fueron decisivos en el evolucionar de las naciones que formaron parte de la Gran Colombia.

Por esto, Quito, que empleó su sangre y sus recursos para trazar a muchos pueblos el camino de la heroica conquista de la libertad, conserva, como su más valiosa joya, el recuerdo de los sucesos de agosto que le dan puesto preeminente en la historia de la Independencia.

No terminó allí su gloriosa gestión, pues aun cuando los acontecimientos de 1811 y 1812 no tuvieron la importancia americana que los del bienio antecedente, demostraron que el pueblo que inició la lucha sabía continuarla con honra, hasta sucumbir heroicamente; por desgracia, este periodo de nuestra historia es aún poco conocido, en numerosas equivocaciones incurren, al tratarlo,   —392→   los escritores y muchos hechos se narran con menoscabo de la verdad, sufriendo, con ello, la reputación de los actores.

Rectificar las narraciones corrientes, basándose en documentos auténticos, es obra larga y difícil, mas requerida por la verdad y el patriotismo.

En los dos años y meses que duró nuestro segundo Gobierno autónomo, Quito debió arrostrar toda clase de sufrimientos; fueron, sin duda, los más agudos los provenientes del riguroso bloqueo que impusieron los españoles. Cuenca, no obstante tener en su seno algunos vecinos insurgentes, como se llamaban los partidarios de la Independencia, por el influjo de su Obispo, Quintián Ponte y Andrade, y del Gobernador, don Melchor de Aymerich, gozosa con ser interinamente la Capital del Reino, opuso tenaz resistencia a los ejércitos libertadores; Guayaquil que, por un curioso juego de la fortuna, declaró, el 9 de octubre de 1810 guerra a Quito, fue una sólida base para las operaciones que desde el Perú organizaba el Virrey Abascal; Pasto, indomable refugio del coloniaje, amenazaba al nuevo Estado por el Norte.

Toda comunicación con el exterior era imposible, apenas si la ocupación de Esmeraldas fue momentáneo alivio; los peninsulares, señores aún del Pacífico, bien pronto ocuparon el puerto, que, por lo fragoso del camino que lo unía a la Sierra, era no sólo indefendible, sino de poco provecho.

Las nuevas del exterior debían pasar por el tamiz chapetón y ningún producto extranjero podía llegar a Quito; felizmente, situado en una comarca rica, cuya agricultura produce la mayor parte de los alimentos necesarios al hombre civilizado, tardó en sufrir las consecuencias de su aislamiento: no faltaban en el interior ciertas manufacturas, obreros hábiles en todas las artes   —393→   continuaron proveyendo a las necesidades más imperiosas; mas, a la par que muchos objetos que pudiéramos llamar de lujo, faltó uno de primera necesidad: la sal, desde tiempos prehistóricos, la que se consumía en el callejón interandino, era elaborada en la costa de Guayaquil que surtía con tan indispensable artículo, hasta a las poblaciones de Pasto; las escasas y malas salinas del callejón interandino no bastaban para las necesidades de la población, y artículo tan indispensable llegó a ser objeto de lujo, usado con parsimonia en las mesas de los potentados.

El estancamiento del comercio produjo la miseria en las poblaciones de tratantes, el malestar financiero en las ciudades: los ejércitos enviados por la Junta habían consumido el dinero en sus expediciones, había escasez de numerario y la pobreza era alarmante.

El Gobierno patriota, aún mal establecido, había carecido de la energía suficiente para mantener el orden interior: algunos pacíficos campesinos convertidos en soldados y provistos de armas, encontrando cómoda la vida aventurera, se habían trocado en ladrones y asolaban las campiñas.

La agricultura, desprovista de los brazos que se destinaban a la defensa de la Patria, no era suficiente para satisfacer las necesidades del pueblo.

Aunque la fábrica de pólvora de Latacunga producía artículo tan necesario para la guerra, no por eso era menor la carencia de pertrechos. Con justicia, escribe un contemporáneo: «El pueblo de Quito no se dejó vencer por cobardía... La causa se perdió con la muerte de sus atletas y si el terreno se dejó al enemigo, fue cuando no hubo una sola bala que arrojarle. En esa larga campaña se agotaron todos los arbitrios meditados para proporcionar un parque de guerra que fomentara la contienda. Se consumieron las campanas, las piezas de bronce   —394→   de los trapiches, las pesas de los relojes y hasta los tinteros de plomo. Las escuelas de niños se empleaban con afán y asidua contracción en redondear piedras que suplían la falta de balas de plomo o bronce; y toda la población, sin exceptuar el sexo débil, se había convertido en una especie de maestranza. ¿Pero qué medio, hay para salvarse y salvar la santa causa de la libertad de las garras del despotismo, cuando faltan los instrumentos o materiales del combate? Cediendo el ejército, patriota, no al valor de los invasores, sino a la escasez de los propios medios de defensa, tuvo que acabar su campaña batiéndose en San Antonio, con balas de barro y consumiendo sus últimas reliquias en las orillas de Yahuarcocha».

La situación mediterránea de Quito causa fue de su vencimiento, mas no de inutilidad de sus esfuerzos: Nueva Granada luchaba, en esa época, heroicamente por la libertad; por momentos las fuerzas realistas primaban sobre los patriotas en ocasiones la balanza se inclinaba favorable a las que luchaban por la Independencia, sin lograr ninguno de los partidos aniquilar definitivamente al contrario; la extensión del territorio dividido en secciones geográficamente independientes entre sí, el apoyo de Cartagena, la comunicación con Venezuela, fueros factores que impidieron la destrucción de los patriotas. Mas si la resistencia de Quito no hubiese impedido la acción conjunta de las tropas del Virreinato de Nueva Granada con las del Virrey de Lima, ¿no habría sido, quizás, otro el resultado? ¿No era el Perú el centro de la dominación española?

¿No fue la victoria de Montes con su expedición organizada en el Perú la que preparó la ocupación del Cauca por Sámano y obligó a Nariño a emprender la campaña del Sur, en la cual fue deshecho el ejército patriota por los soldados que ocupaban Quito? ¿Puede, acaso, calcularse cuán distinta habría sido la situación de los   —395→   granadinos, si no se hubiese visto Nariño en la necesidad de defender la frontera meridional; cuál habría sido el resultado de la guerra, si las derrotas del 13 y 14 se hubieran experimentado dos años antes?

Quito, no obstante su desfavorable situación, no se contentó con la guerra defensiva, organizó varias expediciones: victorioso don Carlos Montúfar en Guaranda avanzó sobre Cuenca; su presencia intimidó al Presidente Molina, sucesor de Castilla; los insurgentes azuayos preparábanse a recibir al ejército vencedor, cuando una, rápida e imprevista reacción del populacho cuencano, encabezado por sujetos muy influyentes, volvió peligrosa la posición de Montúfar; la estación de lluvias, la falta de pertrechos obligaron al quiteño a retirarse a Riobamba.

La segunda campaña del Sur, aunque las tropas de Quito, obtuvieron triunfos importantes, como el de Verdeloma, fue menos feliz, por razones de carácter interno discordias personales y doctrinarias habían perturbado el orden del Estado; los hombres más influyentes se perseguían, debilitando la acción de los patriotas.

Por el Norte también emprendió Quito una campaña gloriosa, ya que logró vencer el irreductible baluarte de Pasto; el paso del Guáitara por nuestras tropas es una de las más gloriosas acciones de armas de nuestra historia; la ciudad fue ocupada por el ejército de Quito, mas el Presidente de Popayán, Caicedo, obtuvo la entrega de Presa tan valiosa, que no supo conservar; por un momento, fuerzas quiteñas lograron libertar la región interandina, de opresores.

Don Carlos Montúfar, al instalar la Junta Superior de Gobierno, hizo algo menos que los próceres de agosto: la nueva institución no era Soberana y estaba, en parte, formada por las autoridades españolas; Quito reconocía al Consejo de la Regencia, mientras se mantuviese   —396→   en un lugar de la Península, libre del dominio francés y en guerra con José Bonaparte, quedando, en caso contrario y en el de trasladarse a América, libres los quiteños para escoger el modo de gobernarse.

Esta Junta fue aprobada por la Regencia, en Real Orden de 14 de mayo de 1811; debía subsistir hasta que las Cortes resolviesen la Constitución de la Nación Española; un mes antes, había Larrumbide comunicado al Presidente de Quito esta resolución, que se conocía ya aquí el 8 de octubre. Desde entonces el Gobierno de Quito, era legítimo, aun para los peninsulares. Tardía providencia, tropas quiteñas sostenían la feliz campaña sobre Pasto, y la primera expedición del Sur parecía garantizar el éxito de la mandada por el Coronel Francisco Calderón.

En febrero de 1811, Selva-Alegre, verdadero Jefe del Gobierno, aunque sólo fuera el Vicepresidente de la Junta, se felicitaba por «la libertad americana que tan gloriosamente se ha proclamado en estas felices regiones, sin faltar a la felicidad debida a nuestro legítimo Soberano»; mas las operaciones corrientes en Quito eran ya bastante avanzadas: el doctor Rodríguez, en el Cabildo Abierto que se celebró para declarar guerra a Tacón, el 4 de julio, dijo a don Carlos Montúfar que hasta cuándo estaban con la simpleza del reconocimiento a la Regencia y que ya era tiempo sustituyese el título de Comisario Regio, por el de Comandante de las fuerzas de Quito; don Joaquín de Araujo, Representante de Riobamba, aseguraba que el Provisor Caicedo había dicho que la obediencia aparente a las Cortes era sólo hasta tener más fuerzas y que a Fernando sólo obedecerían cuando residiese en América, y aun se afirmaba que el presbítero Viscaíno decía que si viese al Rey le asestaría un tiro de pistola. Castilla vivía recluido en el Palacio, con solo un paje, reducido a la impotencia.

  —397→  

Así el pueblo, lejos de felicitarse por el reconocimiento de la Regencia, pues, estando ya reunidas las Cortes, era poco menos que nugatorio y porque, siendo puramente temporáneo y condicional, parecíale ser tan sólo anuncio de nuevas calamidades, como las del 2 de agosto, ocasionadas por los tratados de Castilla con Guerrero, al día siguiente de publicada la Real Orden, el 11 de octubre se amotinó, pidiendo la expulsión del Presidente español, y su reemplazo con el Obispo Cuero y Caicedo, en lo que la Junta convino; resolviose, además, que mensualmente se celebrase un Cabildo Abierto, para tratar del bien de la Patria y se sabía que el primer asunto a discutir era el de la sumisión a la Regencia.

El 4 de diciembre instalose el Congreso que debía organizar el Reino; antes de su instalación, Riobamba, por medio de un Cabildo Público, había declarado a petición del Síndico Procurador, don Fernando Velasco, su resolución de permanecer unida a Quito mientras se respetasen sus derechos, y, en caso contrario, o de que se desconociese la autoridad de la Regencia, defenderse con las armas.

El Cabildo Catedral, consultado por el Magistral Rodríguez Soto, acerca de la total separación de la Regencia, manifestó que su Representante debía votar por la sumisión a las autoridades españolas; el 11, el Ayuntamiento, negose a jurar al Congreso, por no ser un cuerpo soberano, «sino una superioridad del mismo género que la Junta Gubernativa, en quien sólo hemos reconocido las facultades del Virreinato» y ofreciendo jurar la Constitución si ella es «capaz de asegurar la felicidad de la provincia».

Aun cuando el 4 se instalara el Congreso, hasta el 6, no había comenzado sus labores; mas el 11, reunidos en la Sala del Palacio Presidencial de la Capital del Reino de Quito, el Obispo Presidente y los miembros del Supremo   —398→   Congreso, propuso Cuero y Caicedo, como cuestión previa, «si debían las provincias reunidas y constituyentes seguir en el reconocimiento prestado anteriormente por esta Capital al Consejo de la Regencia y a las Cortes congregadas extraordinariamente en la Isla de León, obedeciéndose sus órdenes como de una soberanía supletoria y representativa de toda la Nación, o si, por el contrario, debía entenderse ahora para lo sucesivo reasumido el ejercicio de la soberanía respectiva a las provincias comprendidas en este distrito, para proceder, bajo este principio inconcuso, a expedir con toda franqueza y libertad todas las órdenes y providencias relativas al arreglo de la administración pública, dependiente únicamente este Estado de la actividad privativa y suprema de nuestro legítimo Rey, don Fernando de Borbón, durante su cautiverio, hasta que se restituya a la legítima posesión de sus derechos absolutamente libre de la dominación francesa e influjo de Bonaparte». Discutida la proposición del Obispo Presidente y teniendo en cuenta que la Regencia no había concedido igualdad de representación a las provincias americanas y peninsulares, que no había resistido con éxito a los franceses, se resolvió, a pluralidad de votos, por la independencia, recomendando la confederación con las provincias granadinas, cuyos intereses y derechos son comunes con los de Quito para el bien de la «sagrada causa americana».

El 29 de enero de 1812, remitió Molina el proyecto de Constitución, escrito por el Maestrescuela, doctor don Calixto Miranda, documento aún inédito y valiosísimo para conocer las opiniones corrientes en esa época. Séanos permitido transcribir la Declaración Primera Del Reino y su Soberano.

«Declara que siguiendo el estilo de la antigüedad se llame este Reino el Reino de Quito y que sus límites y términos sean como deben ser, conforme a las antiguas leyes de su demarcación guardadas hasta la presente.   —399→   Declara que este Reino no puede agregarse a otro cualquier Estado sea de Europa, sea de la América, no desmembrándosele alguna de las provincias, que son, y han sido partes integrantes de él. -Declara que, en consecuencia, de los reconocimientos que tiene hechos no es ni puede ser otro el Rey de este Reyno que el dicho Señor Don Fernando VII que debe reinar en él con arreglo a las Leyes, y juntando en esta Capital de Quito las Cortes que deben ser con los Diputados de ella y de las Ciudades, Villas y Asientos del Reyno para todos y cada uno de los casos de que hablan las Leyes de esta materia. -Declara que no reinando personalmente en este Reino y no residiendo en esta su Capital de Quito el mismo Rey Don Fernando lo gobernará soberanamente a su Real nombre y teniendo las Cortes arriba dichas un Senado Supremo Conservador del Reino de que se hablará luego, quien, en consideración a los daños y estragos pasados, nunca permitirá que ni de la Península de cuyas Cortes se ha declarado y declara independiente, ni de otra cualquiera parte vengan acá Gobernadores, Jueces y Empleados que, por lo común, no han traído ni trairían otras miras que de las de volverse cargados de oro y plata, dejando este Reino cada día más pobre y más atrasado en las ciencias, artes y policía que sustentan e ilustran un Estado».



El Soberano Congreso promulgó la Constitución el 15 de febrero; entre el texto sancionado y el proyecto del doctor Miranda se nota mucha diferencia, sin duda, debida a haberse adoptado el formulado por el doctor don Miguel Rodríguez.

Cuán pequeño fuera hasta entonces el influjo de las doctrinas enseñadas en El Contrato Social nos dan a conocer «los artículos del pacto solemne de Sociedad y Unión entre las provincias que forman el Estado de Quito», cuya concepción es enteramente tomista según las doctrinas enseñadas en la Política y su interpretación   —400→   por Suárez en Justicia et Jure, no porque en Quito se ignorasen los principios de la ciencia francesa del siglo XVIII; tan intenso era el deseo de ilustrarse de los criollos, que los libros de introducción prohibida, por voluminosos que fueran, llegaban hasta las breñas andinas; en mi biblioteca conservo un ejemplar de la Grand Enciclopedie, transmitido por herencia desde la Colonia.

«El Pueblo Soberano del Estado de Quito, se lee, en la Constitución, legítimamente representado en uso de los imprescindibles derechos que Dios mismo, como Autor de la naturaleza, ha conferido a los hombres para conservar su libertad y proveer cuanto sea conveniente a su seguridad, prosperidad de todos y de cada uno en particular... en consecuencia de haber reasumido los pueblos de la Dominación Española, por las disposiciones de la Providencia Divina y orden de los acontecimientos humanos, la soberanía que, originalmente, reside en ellos; persuadidos de que el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos del hombre, por medio del establecimiento de una autoridad política que lo dirija y gobierne... por un pacto solemne y recíproco convenio de todos los Diputados sanciona... la Constitución del Estado».

«El Estado de Quito es y será independiente, reza la Constitución, de todo otro Estado y Gobierno, en cuanto a su administración y economía interior, reservando a la disposición y acuerdo del Congreso General todo lo que tiene trascendencia al interés público de toda América, o a los Estados de ella que quieran confederarse. La forma de Gobierno... popular y representativa».



La unión con la Metrópoli queda determinada en la prescripción siguiente: «En prueba de su antiguo amor y fidelidad constante hacia las personas de sus pasados Reyes, protesta este Estado que reconoce y reconocerá por Monarca al Señor Don Fernando VII, siempre que   —401→   libre de la dominación francesa y seguro de cualquier influjo de amistad o parentesco con el Tirano de Europa pueda reinar, sin perjuicio de esta Constitución».

El mismo día en que se dictaba la Carta Fundamental se eligieron los funcionarios, indistintamente entre Sanchistas y Montufaristas.

El juramento que en esa época se exigía terminaba con la promesa de acatar las órdenes que dictare el Congreso «En obsequio de la Religión, del Rey y de la Patria».

Quedaba, pues, en virtud de estas leyes, roto todo vínculo con la Península, mas no con el Rey; se había consumado la revolución que se iniciara en el motín del Estanco, ¡Viva el Rey! ¡Abajo el mal Gobierno! Los quiteños debían gobernarse por sí mismos, sin intromisión extraña, bajo la soberanía de un Monarca constitucional, que sería el mismo que el de España. Sólo la guerra, el continuo acumulamiento de odio que provocaba en los americanos la resistencia de los peninsulares, sus violentas represalias, la palmaria contradicción entre las líricas declaraciones de los Gobiernos españoles, concediendo igualdad de derechos a los nacidos a uno y otro lado del Atlántico, y la violenta negación de estos mismos cuando se trataba de hacerlos prácticos condujeron a los criollos a renegar de su Rey.

En sustancia, era la misma la posición de Quito con respecto a la Corona que la asumida por Cundinamarca desde el 28 de febrero de 1811. El Congreso de Nueva Granada, al dictar el «Acta de federación de las Provincias Unidas» el 27 de noviembre de 1811, parecía conservar igual dependencia del Monarca, ya que sólo desconoce «la autoridad del Poder Ejecutivo o Regencia de España, Cortes de Cádiz, Tribunales de Justicia y cualquier otra autoridad subrogada o sustituída por las actuales, o los pueblos de la Península»; así hasta el 16 de julio de   —402→   1813 no proclamó Cundinamarca su absoluta independencia y Antioquia lo hizo el 11 de agosto. El Congreso de Venezuela, al instalarse en Caracas el 2 de marzo de 1811, juró conservar los derechos de Fernando y no obedecer a ningún gobierno creado por los pueblos de la Península; mas el 5 de julio declaró su absoluta independencia. Cartagena rompió los vínculos con el Soberano, el 11 de noviembre de 1811.

Las derrotas en Panecillo y San Antonio, la total aniquilación de las fuerzas patriotas impidieron la completa evolución del pueblo quiteño hacia la independencia; mas cuán populares eran las ideas de autonomía, lo dice Molina con claridad, en oficio dirigido a la Regencia desde Cuenca, el 28 de abril de 1811:

«La experiencia tiene acreditada que las ideas características de la Provincia de Quito son, desde su cuna, propensas a revolución e independencia. Este es el espíritu que ha animado a los padres, ésta la leche que ha alimentado a los hijos, esto en lo que fundan su soñada felicidad, esto por lo que suspiran, esto, en fin en lo que tienen puestas sus miras y lo que meditan sin interrupción, como el negocio más importante. Una serie no interrumpida de pruebas convence que, por más que en apariencia duerman, velan sobre esta materia y que en tiempos de mayor quietud no cesan de tratar, en silencio, los arbitrios de poner en práctica sus designios. El reconocimiento, sujeción y obediencia a la soberanía, es y ha sido siempre, estimado en el interior de sus corazones como un yugo duro e insoportable que han procurado sacudir».

«Se atribuyen las continuas conmociones sólo a uno que otro espíritu descontento, a la plebe, o a otro motivo de esta naturaleza. Señor, nada de esto es efectivo. Han venido siempre muy enlazadas las operaciones del pueblo alto y bajo de Quito, han sido tan comunes a uno y   —403→   otro, que jamás se ha movido este sin el influjo de aquel, ni jamás el bajo se ha negado a condescender con el alto. Por esto es que entre el uno y el otro hay tal liga, que no se observa casi distinción de personas ni de grados».



No fue el vencedor de Quito un militar rudo e inmisericorde, cual Sámano y Morillo, sino un Jefe de talento superior, hombre calculado para curar las dolencias de un pueblo, agotado por años de privaciones y sufrimientos. Don Toribio Montes, si hubiera gobernado con anterioridad al 10 de agosto, su nombre lo recordaría la historia con bendiciones en unión de los Diguja, Carondelet y otros pocos, muy pocos Presidentes de la Audiencia de Quito.

Después del triunfo manifestose riguroso, condenó a muerte a innumerables patriotas; mas sólo ejecutó a pocos de los sentenciados, dio garantías a casi todos los comprometidos en las pasadas insurrecciones, repuso a muchos en sus empleos, llegando a captarse la voluntad de los criollos; en las elecciones para el Cabildo Constitucional verificadas el 5 de setiembre de 1813, Montes estuvo enteramente acorde con los patriotas, por lo cual y por su dulzura, los realistas desconfiaron de él y hasta trataron de deponerle, fin perseguido por la revolución que encabezara Fromista. Los enemigos del Presidente, deseosos de impedir el desenvolvimiento de su política conciliadora, fingían conspiraciones patriotas; así, no es posible aseverar si fue exacto que Selva-Alegre conspirase en Loja el año 13, ni si fueron reales los hechos   —404→   denunciados por Miguel Jaramillo al Cabildo de Quito, el 8 de setiembre de 1815.

Al terminar Montes su Gobierno cesó el reposo de Quito; Ramírez, adoptando una conducta enteramente contraria, gobernó con el terror: los próceres desampararon la ciudad, refugiándose en lugares inaccesibles, donde los asistían indios que, con fidelidad, los servían; fueron, sin embargo, capturados algunos. Su Alteza Serenísima, el Marqués de Selva-Alegre terminó sus días lejos de su Patria, de la que fue primer Gobernante autónomo.

La conducta de Ramírez encendió nuevamente los ánimos; mas era tan imposible todo levantamiento, que, un proyecto macabro y criminoso que pareció realizable en 1818 fue deshecho por el Presidente, usando, a su vez, de alevoso asesinato.

Mientras tan aflictivas eran las condiciones de los patriotas de Quito, que, o halagados por Montes o perseguidos por Ramírez, se veían reducidos a la impotencia, naves insurgentes cruzaban el Pacífico, convidando a los pueblos del Litoral a sacudir el yugo peninsular. Brown, en febrero de 1816, enarbolando bandera argentina, atacó sin éxito a Guayaquil. Esta ciudad, que se había manifestado hostil a los próceres quiteños, tenía en su seno un pequeño núcleo de patriotas, tales como el genovés Lagomasino; Roca no le menciona, aun cuando ha conservado los nombres de algunos que asegura, se deleitaban con los escritos de Morales, Quiroga y otros promotores de la Independencia. En 1818, don Vicente Ramón Roca, decidido por la libertad, fue procesado por mantener correspondencia sediciosa con el Cura de Acapulco. Por entonces, las autoridades del Guayas manifestábanse recelosas de la opinión de sus subordinados e iniciaron varias pesquisas. En julio de 1819, Illingrot, al Servicio de Chile, presentose en el Golfo combatiendo   —405→   con valor, así como en mayo del año siguiente. Desde las postrimerías de 1819, Cochrane era ya Señor del Pacífico, como lo demostró con su incursión en aguas ecuatorianas, en noviembre. Había llegado el tiempo en que Guayaquil proclamase la Independencia y se coronase la obra principiada en Quito, once años antes.

El movimiento del 9 de octubre fue decisivo para la suerte del Ecuador y de toda América, pues la «Perla del Pacífico» fue la base de la gloriosa campaña de Sucre, que culminó en Pichincha, el centro de reunión de los Libertadores, el principio de la expedición al Perú.

Las condiciones del momento, la evolución de los ánimos en nuestro puerto determinaron el estallido de la revolución, no la presencia ocasional del Sargento Mayor Miguel Letamendi y de los Capitanes Luis Urdaneta y León de Febres Cordero, que se encontraban en Guayaquil, de paso; pues Calzada, desde Pasto, los había llamado para colocarlos en el batallón Primero de Numancia, que se proponía crear en reemplazo del antiguo, de Brotado en Boyacá.

No bien proclamó Guayaquil su Independencia, púsose en relaciones con Bolívar y San Martín, para proceder, de común acuerdo con estos Jefes y bajo su amparo, a la liberación de Quito; pero no esperó la llegada de sus auxiliares para emprender la campaña que terminó con la derrota de Urdaneta en Huachi. No bien súpose en el interior los sucesos de Guayaquil renacieron las esperanzas de los patriotas, que en Ambato, Latacunga y hasta en Machachi se levantaron en guerrillas; el fracaso de la expedición guayaquileña comprometió a los sublevados, que, desde entonces, debieron limitarse a aguardar ansiosos el éxito de las armas libertadoras; por esto fue que Sucre encontró siempre favorable acogida en los pueblos que independizaba; su ejército, en el que no faltaban soldados del Reino de Quito, especialmente   —406→   de Guayaquil y Cuenca, contaba con la simpatía de casi todos los moradores de la Capital, que lo recibieron gozosos, volviendo, merced a su heroico triunfo en Pichincha, a respirar el dulce ambiente de la libertad. ¡Cuánto desearían aquellos ánimos esforzados, que habían arrostrado toda clase de sacrificios por la Independencia, ayudar al adalid de Colombia y ¡cuán penosa les sería la inacción que les condenaba la estrecha vigilancia de Aymerich! El inmenso regocijo; el ilimitado agradecimiento de los quiteños al futuro Mariscal bien se reflejan en el amor a su persona, proverbial en Quito, que ha hecho de él su héroe preferido, y por obra de amor, bien correspondido de Sucre, hijo suyo predilecto.

Apenas alcanzada la victoria, el Cabildo Civil, en unión de los vecinos más notables de la ciudad, decretó, hace cien años hoy, «reunirse a la República de Colombia como el primer acto espontáneo, dictado por el deseo, de los pueblos, por la conveniencia y por la mutua seguridad y necesidad, declarando las provincias que componían el antiguo Reino de Quito como parte integrante de Colombia». Riobamba y Cuenca habían tomado ya igual determinación; al hacerlo en asocio de estas ciudades, por un acto final de sus prerrogativas capitolinas, abdicando su rango de metrópoli, manifestó, una vez más, Quito, su abnegación por la causa de la libertad y el sentido práctico de sana política, que siempre le han distinguido; no pensó, ni por un momento, en que estaba; por su historia, llamada a ser la cabeza de una Nación independiente; usó de su prestigio, para, en bien de América, unificar la acción, haciendo desaparecer pequeñas nacionalidades, que, en el final de la lucha, eran un estorbo, cuando se necesitaban confiar a Bolívar la mayor suma posible de poder; para coronar la obra de agosto de 1809 preciso fue que el Libertador, investido de la Dictadura, gobernase gran parte de América; la unificación del mando fue el preludio de Junín y Ayacucho.

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Otros elementos más determinaron su acción y fueron la gratitud sin límites, la admiración respetuosa hacia Bolívar; al que amó Quito con tierno amor hasta sus postrimeros días, cuando todo era adverso al glorioso Libertador, debilitado y enfermo por las fatigas de las campañas, herido por las calumnias, desilusionado por las resistencias.

Mas si el acta popular del 29 de mayo de 1822 confundió el Reino de Quito en la República de Colombia, cuando se hubo alejado de la vida pública el héroe venerando, cuando la independencia estaba ya segura y no era un estorbo sino una necesidad, el funcionamiento autónomo de las varias nacionalidades históricas de América, Quito, fue la primera ciudad en el Sur, que, por el acta celebrada el 13 de mayo, a consecuencia de la petición hecha un día antes por el Procurador Síndico de su Municipio, heredero del glorioso Cabildo; hizo renacer el Reino bajo el nombre de Estado del Ecuador, sin imponerle ninguna de las trabas federales que luego sufrió y que no poco estorbaron su desarrollo.

No fue para gozar de los frutos de la paz, sino para someterse a nuevos sacrificios por la libertad que Quito se incorporó a Colombia. Muy pronto, después del triunfo, debió soportar otras campañas.

Pasto que, con heroísmo incomparable y digno de mejor causa, había sido desde 1809 el baluarte de los realistas, amenazando continuamente a los independientes del Sur y del Norte, que había sido militarizado por Montes, Ramírez y Aymerich que, además de contar con una   —408→   población numerosa y valiente, es, por su configuración topográfica, una fortaleza casi inexpugnable, no se conformó con el triunfo en Pichincha ni con la capitulación firmada, a consecuencia de esta victoria y de la batalla de Bombón, se puso en armas a fines de noviembre. No era descabellado el plan de los pastusos; reducir a Quito era un proyecto temerario, pero no imposible; mas lo seguro era interponerse entre las dos secciones de Colombia, paralizar los movimientos de Bolívar, imposibilitarle la expedición al Perú o, por lo menos, volverla penosa, difícil su avituallamiento, y estando el Libertador incomunicado con Bogotá, dividido el Gobierno, podía debilitarse la unidad de acción y hasta suscitarse graves conflictos entre el Jefe del Ejército y el Encargado del Poder Ejecutivo.

En diciembre de 1822 hacía mucho tiempo que la correspondencia entre Quito y Bogotá estaba interrumpida, aun por la vía de Guayaquil, a consecuencia de los sucesos de Pasto.

Para debelar la reacción pastusa partió Sucre, rechazado en Taidalá, contramarchó hacia el Sur, para engrosar la expedición organizada en Quito, con las milicias de esta ciudad, las de Ibarra y Tulcán; éstas desempeñaron papel importante y fueron las encargadas de reconocer el paso de Funes y obrar por el Cid y Car.

Sucre ocupó Pasto, mas no rindió a sus habitantes; tampoco lo consiguió Bolívar, que fue en persona a poner término a situación tan molesta.

En junio de 1823, la guerra que nunca había cesado completamente tomó mayor cuerpo: el 12, las fuerzas mandadas por el entonces Coronel Graduado Juan José Flores fueron vencidas por Agualongo, no obstante una resistencia valerosa y la ciudad de Pasto fue ocupada; el Jefe realista púsose en marcha sobre Quito; Bolívar saliole al encuentro, al mando de escasa tropa veterana y   —409→   de las milicias de Ambato, Latacunga y Quito. Después de la victoria de Ibarra se pidieron reclutas a Cuenca, porque las que se habían juntado últimamente eran muchachos raquíticos. Parecía concluida la resistencia. Salom presagiaba el fin de la campaña, estaba equivocado, pues él mismo se vio precisado a abandonar a Pasto, por no recibir oportunamente recursos del Sur. El 20 de setiembre Salom estaba en Túquerres y ordenaba a Flores defendiese a todo trance la cuchilla de Taidalá, asegurándole la pronta llegada de 300 hombres de Quito y 600 de Ibarra y Otavalo, que, con los 200 que tenía estacionados en Túquerres, podían servirle de respaldo en caso de derrota. Después del triunfo realista en Tambo Pintado, los patriotas se vieron obligados a mantenerse en la defensiva, sostenidos con los recursos que se les enviara de Quito y engrosando sus filas con nuevos reclutas de esta ciudad y su comarca. El 16 de octubre se dieron al General Mires las instrucciones necesarias para dirigir la campaña y salió de Quito para el Norte, al día siguiente; el ejército que iba a mandar era, en su mayor parte, ecuatoriano y ya el 22 de diciembre se le remitían de Quito 200 nuevos reclutas. Por la ocupación de Pasto, verificada el 14 de este mes, creía Salom que haría cesar la mayor parte de los padecimientos de Quito, de donde enviaba más milicianos, dinero y víveres.

La guerra siguió, sin embargo, implacable, Mires, que se había vuelto odioso al pueblo y al ejército, cuya incapacidad para mandar en Jefe era notoria, había renunciado el cargo a fines de enero, alegando enfermedad. Salom designó en su reemplazo al General Jesús Barreto, que el 11 de febrero mandaba ya la división muy menguada, por una campaña incesante, en que había sufrido muchas deserciones. El nuevo Jefe, que partió al Perú, llamado por orden de Bolívar, conocida en Quito el 8 de marzo, había rechazado a los realistas en Santa Lucía, el 14 de febrero, quienes, el 28 de marzo,   —410→   recibieron de Flores una derrota decisiva en Mapachico y Aticance; mas la campaña prolongose aún varios meses; en abril continuaba el Jefe Superior del Sur despachando víveres, municiones y milicianos, aunque los recursos estaban agotados y era preciso enviar auxilios al Perú. Combates se sucedían a combates, emboscadas y sorpresas en que siempre predominaba el ejército independiente, pero que consumían gente y recursos que era preciso reemplazar. El terror mezclado a los halagos, medidas de hábil política y triunfos militares fueron las causas de las capitulaciones celebradas en el paso de Funes entre el Coronel Flores y los Jefes realistas, Pedro Santa Cruz, Manuel Guerrero, Lector Fray José López, el 18 de mayo. Desde entonces tomó la guerra otra carácter; había perdido su sello de legitimidad, para trocarse los realistas en bandoleros que, si invocaban al Monarca, más obraban con el aliciente del pillaje. La captura de Agualongo en el Castigo a fines de julio y la de casi todos los Jefes realistas que no habían aprobado la paz de Funes, los rigurosos castigos a los pertinaces completaron la pacificación de la más formidable fortaleza monárquica. El Coronel Flores comunicaba al General Santander, el 15 de agosto, que después de casi dos años de estar interrumpida la comunicación entre Quito y Bogotá por la Sierra estaba ya franca.

En abril del año siguiente, más de cuatro meses después del triunfo en Ayacucho, los realistas de Pasto se pusieron en armas, capitaneados por el presbítero Benavides; a socorrer a Farfán fue Flores, llevando milicianos y recursos obtenidos nuevamente en Quito; estas fuerzas ganaron la batalla de Sucumbíos.

Si hemos recordado, aun cuando someramente esta ruda campaña que, con cortos intervalos, casi duró tres años, ha sido para poner de manifiesto los sacrificios que por la Independencia hizo Quito en este período de nuestra historia, tan poco estudiado; en efecto, aun cuando   —411→   por los Jefes que dirigieron la guerra, por los cuerpos de línea que tomaron parte, puede llamarse colombiana, en el sentido más lato de esta voz, fue el Ecuador y, especialmente, Quito, de donde se obtuvieron todos los recursos de gente, víveres y municiones: del Sur partieron todas las expediciones, en el Sur se equiparon y del Sur fueron a los campos de batalla centenares de milicianos. Pocos auxilios prestó para la campaña la Intendencia del Cauca, que se limitó a guarnecer su frontera; en Bogotá se daba escasa importancia a estos acontecimientos, las providencias que se dictaban allí quedaban tan solo escritas, mientras que el Ecuador sostenía íntegro el peso de una campaña que preocupaba a Bolívar, tanto como la que él mismo dirigía en el Perú.

No por eso dejaba de enviarse milicianos, vituallas, fornituras y armamentos para el Perú; y si hubo descontento y crítica, que llegaron a fastidiar al Libertador, poco satisfecho, por otra parte, de los auxilios que de aquí recibía, débese al empobrecimiento y a la necesidad de atender, de preferencia, a los asuntos de Pasto; no era justa la comparación que hacia Bolívar y Guayaquil, pues en el Litoral, en el Sur del Ecuador, poca repercusión tenía la guerra con los pastusos.

El Secretario, General Espinar, ordenaba a Sucre el 17 de marzo de 1823 hacer efectivo en Quito, el cobro de 100.000 pesos de empréstito y levantar en los Cantones del tránsito, hasta Guayaquil, 400 ó 500 reclutas. Víveres, vestidos y 900 milicianos pedía Bolívar a Salóm, Jefe Superior del Sur el 8 de diciembre de 1824: «Si Ud. no se esfuerza en mandarme los reclutas pedidos, los vestuarios, fornituras, morriones, capotes, sillas, ponchos o frazadas ordinarias y todos mis pedidos para el ejército del Perú, decía Bolívar el 15 de enero de 1824, nada haremos de provecho; el Perú se perderá irremisiblemente». El 30 de diciembre del mismo año se esperaba   —412→   en Guayaquil 500 reclutas quiteños, destinados a seguir para el Sur.

Estos hechos y otros muchos que podrían citarse comprueban que, aun cuando absorbida por la guerra de Pasto la atención de Quito, no dejó la ciudad del 10 de agosto de contribuir a la liberación del Perú, a la medida de sus posibilidades.

Por la iniciación de la Independencia en el motín del Estanco, por la propagación de las ideas de libertad con Espejo, por el ejemplo dado a América en 1809, por la sangre fecunda de los mártires del 2 de agosto, Quito ocupa lugar preeminente en la Magna Epopeya que hizo de sumisas colonias, pueblos soberanos.

Con su porfiada resistencia en 1811 y 12, con sus sufrimientos durante la reacción española, escribió Quito páginas de heroísmo en la historia americana.

El entusiasta fervor en el triunfo, la abnegada incorporación a Colombia, el haber domado el realismo de Pasto, sin dejar de contribuir a la expedición libertadora del Perú, la amorosa fidelidad a Bolívar, demostraciones, son del amor a la Independencia que los españoles afirmaban ser características del quiteño.





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ArribaArte quiteño

(Conferencia)


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Pronunciada en la sala capitular de San Agustín, en junio de 1949, con motivo del II Congreso Eucarístico Nacional



Breves consideraciones históricas

El Ecuador, al conjuro de la autorizada voz de sus Prelados, se ha dado magnífica y espontánea cita de Fe y Amor a Cristo nuestro Dios para honrarle en el sacro santo Misterio y estupendo Sacramento de la dulcísima Eucaristía, para celebrar con inusitada pompa y acendrada devoción este II Congreso Eucarístico Nacional, cuyas jornadas, que serán memorables en la Historia de nuestra Patria, estamos iniciando.

Reúnese el Congreso tantos años después del Primero, dando testimonio irrecusable y evidente, visible a todos, aun de aquellos que teniendo oídos no quieren oír y poseyendo ojos no son capaces de ver, de la innata religiosidad de nuestra estirpe, cuya catolicidad es consustancial al espíritu de Nación, para que en el mundo no quepa duda de que media centuria de laicismo, de persecución religiosa desembosada o hipócrita, no ha logrado   —416→   desarraigar del pueblo su fe en Dios, su amor a Cristo, su entrañable devoción al Sacrificio Eucarístico, su espíritu católico, su inquebrantable adhesión a la Sede de San Pedro.

No en vano fue nuestra República el primer Estado consagrado oficialmente al Sacratísimo Corazón de Jesús y años más tarde, cuando tras un eclipse no tan largo ni oscuro como aquel en que nos ha tocado vivir, volvió a brillar el sol de la verdadera ecuatorianidad y fue el gobierno, como es y será el pueblo, franca y abiertamente católico, al Purísimo Corazón de María, al que un Congreso, en el que no se tenía pudor de actuar como creyentes y para interpretar el querer mayoritario, en el cual el respeto humano no ataba las lenguas de los Representantes, ordenó levantar un grandioso monumento en la cima del macizo Panecillo, para que con su silueta maternal y protectora coronase a la ciudad de Quito y con ella a la Nación toda de la que es cabeza y corazón. Resolución casi olvidada que, ahora con ocasión de este Congreso, por iniciativa del Excmo. señor Arzobispo doctor don Carlos María de la Torre, va a principiar a tener realidad. Dios quiera sea ello presagio de que tras la larga oscuridad del profundo eclipse principien a rayar los destellantes rayos del sol de la ecuatorianidad.

No inútilmente fue el Ecuador el único país en el Universo que salió en defensa del Sucesor de Pedro, cuando se le usurpó aquella temporal soberanía de que había disfrutado con pleno y absoluto derecho desde los albores de la Europa Cristiana y que en el turbulento mundo de ayer y de hoy era garantía y escudo de su más alta e importante soberanía, la espiritual. El Ecuador hizo entonces todo lo que pudo hacer, en defensa de la justicia, mientras los Estados poderosos con su aplauso o con su silencio, se hicieron cómplices de la iniquidad: sólo habló cuando callaban los hasta entonces poderosos monarcas   —417→   que otrora habían sido los defensores de la Iglesia y cuyos tronos están hoy hechos añicos.

Esa actitud viril de nuestra Patria que a hombres miopes y de corazón paralítico parece hasta ridícula, es grande de inmarcesible grandeza, y seguramente en los eternos destinos de la Providencia, es fuente de bendiciones para nuestra Patria, y una de las poderosas anclas en que está afianzada la perenne y fluente vitalidad del Catolicismo en el Ecuador.

Por algo ha sido esta tierra vergel florido de místicas y ensangrentadas azucenas de celestial perfume e inmarchitable belleza, cual Mariana ya en los altares, Catalina de Jesús Herrera y la gran visionaria de las beatíficas visiones del deífico Corazón, rival sin saberlo y casi contemporánea sin noticia mutua, de Santa Margarita de Alacoque, la Madre Clarisa Gertrudis de San Ildefonso.

Ellas y tantas otras, cuyos nombres formarían inacabable letanía, fueron y siguen siendo en la eternidad las lámparas propiciatorias que, con el perfume de su santidad y la heroicidad de su penitencia, guardan la semilla incorrupta de la Fe en el corazón de la ecuatorianidad.

Tras los días de brillo inusitado, en que fue nuestra Patria el único Estado contemporáneo, en el que la apostasía no tenía cabida, en el que el error no se equiparaba con la verdad, el crimen con la virtud, cuando las fuerzas secretas de la impiedad, incapaces de luchar en campo abierto acudieron como último recurso para borrar del mapa a lo que era una renovación en el siglo del indiferentismo de la hispanidad, -de la que somos parte y herederos- en sus viriles y propios contornos de la contrarreforma, al puñal y al veneno, después que el Jefe del Poder Civil sucumbió en la emboscada, afirmando enfático que «Dios no muere» el Jefe del Poder   —418→   Eclesiástico, el manso y dulce Arzobispo Checa, en el día Santo, en el Cáliz del Holocausto, haciendo él de su vida al Señor y Dios de la Eucaristía. El martirio del Prelado, tan alejado y distante de las luchas del poder temporal, que tomó el veneno casi mezclado con la Sangre de Cristo, símbolo es de su pueblo emponzoñado con la enseñanza oficial atea y sectaria, pero es también uno de los inconmovibles basamentos de la catolicidad del Ecuador, porque él, en el coro de los que siguen al Cordero, con el purpúreo manto de los mártires, está allí para afianzar que jamás en su Patria se opacará la Fe ni entibiará el amor a Cristo Sacramentado.

Es por lo dicho, y por múltiples otras causas que media centuria de laicismo, de persecución religiosa franca, o embosada no han logrado desviar del Corazón de Cristo a este pueblo a El consagrado como lo comprueban en el fervor con que la Nación desde sus más remotos confines hasta los mayores centros de población se han aprestado, venciendo las dificultades del momento que cada día se agudizan, por cuanto a la dirección de la cosa pública falta la bendición divina que sólo se la obtiene cuando, se la implora, se ha aprestado a rendir tributo de amor y respeto a Jesús Sacramentado.

Y para que el Ecuador no sólo con las generaciones actuales estuviese presente en este acto nacional de adoración a Cristo Rey de Reyes y Señor de Señores, voluntario y humilde prisionero de los Tabernáculos, sino también con las pretéritas, han tenido los iniciadores del Segundo Congreso Eucarístico Nacional la feliz idea de organizar esta Exposición retrospectiva de arte religioso ecuatoriano, o por mejor decir de arte ecuatoriano tan sólo, pues está todo él impregnado de religiosidad, ya que no hay mejor manera de hacer revivir el sentir de los hombres que nos precedieron en la vida que la de poner de manifiesto sus producciones artísticas.

  —419→  

Y oportuna era la presentación de las obras de nuestros escultores y pintores, especialmente de aquellos que, encerrados en los cenobios, son invisibles en tiempos ordinarios para todos los ojos no hechos exclusivamente a escudriñar en los místicos jardines las huellas del Amado, a fin de que contempladas juntamente con los monumentos de nuestra arquitectura den a las muchedumbres que han acudido a este Congreso, una lección objetiva de lo que fue el Ecuador, país de artistas delicados al par que vigorosos, de intelectos despiertos a la altura de los más encumbrados del Viejo Mundo, pero sobre todo y ante todo de fervorosos católicos que pusieron al servicio de su Fe, no únicamente los recursos de sus arcas sino también los de su cerebro y de su corazón.

Que si el Quito fue un reino, no una humilde, oscura y olvidada colonia española, de grandes arquitectos, exquisitos escultores y tallistas, robustos pintores y magníficos decoradores como lo pregonan los claustros e iglesias de esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad de San Francisco y las obras reunidas para esta exposición retrospectiva de arte religioso; y también semillero de escritores de fuste cual Gaspar de Villarroel, Machado de Chávez y otros muchos que en la Religión encontraron la profundidad de su pensamiento, fue ante todo país misionero que descubriendo tierras y ríos mares para la humanidad y a fin de incorporarlos a su territorio llevó la Fe de Cristo y la luz, de la civilización desde el Caquetá hasta el Ucayali, desde las selvas del Pacífico, cuando en ellas quedaba alguna tan oscura e impenetrable, que aún estuviese en las tinieblas de la gentilidad, hasta los dominios de Portugal. Y esto no fue empresa de un solo tiempo ni de una sola orden religiosa, que cuando se opacaron los tesones misioneros en Mainas, surgió potente la actividad de Propaganda Fidei que irradiaba desde el Colegio Seráfico de Pomasqui.

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Y ni el arte dejó de florecer cuando hecho astillas el Imperio que fundaron los Reyes Católicos y Carlos V principiamos a vivir solos y por nuestra cuenta, ni se apagó la luz del pensamiento, ni el brillo de las plumas, ni la elocuencia de las gargantas o la dulzura de las liras, y continuando la tradición que nos vino de Castilla, que aquí la adaptamos a nuestra peculiar personalidad ecuatoriana, como habíamos sido seguimos siendo, pueblo en que el arte, la literatura y la ciencia al desplegar las alas del barro de la tierra, buscó inspiración y supo encontrarla en los sagrados motivos del Catolicismo.

Esto es lo que con la objetividad real de lo que se ve o se palpa, nos enseña la exposición retrospectiva que hoy se inaugura y en la que por inmerecida distinción tengo a honra dirigiros la palabra, sin otro título que el de creyente sincero y de curioso de nuestro pasado, para hablaros de algunas de las características del arte quiteño dentro del conjunto del hispanoamericano.

La obra artística de que tan orgullosa está nuestra Patria y que puede admirarse en casi todas aquellas poblaciones en las que los tesoros del pasado no han sido destruidos por la inclemencia de la naturaleza, pero que se encuentra, como si dijéramos, centralizada en esta ciudad, no es producto de una sola época, aun cuando la de mayor fuste y calidad corresponde al siglo XVII, que podemos llamarlo el de oro de la quiteñidad; así, si queremos señalar algunas de las características del arte quiteño, tenemos primero que bosquejar someramente una como cronología de él, poniéndola en escala comparativa con el de España.

De los monumentos arquitectónicos que están a nuestra vista, son los más antiguos, la Catedral y el templo de San Francisco.

De éste puede afirmarse, con certeza, que la planta, esto es la disposición de las naves central y laterales, con   —421→   el crucero, pero sin el actual presbiterio ni el atrio, que originalmente debió presentar una estructura diversa, fue construido poco después de fundada la ciudad, en pleno siglo XVI. A la primera edificación pertenecen las paredes y los artesonados del crucero y el coro, y aquí hay que notar junto con la tímida supervivencia del gótico, que se reconoce, tanto en el trazo de la planta y la proporción de la ancha nave central con respecto a las angostas laterales, en la figura ojival de los arcos del crucero; una vigorísima floración de arte mudéjar que en el alfaraje del coro y el crucero rivaliza con las mejores obras de ese estilo de la Península. Bajo este respecto San Francisco de Quito parece obra española anterior a Carlos V, bajo cuyo imperio el estilo mudéjar abandona el campo religioso para supervivir, especialmente en Andalucía, en el doméstico.

Del arte mudéjar quedan otras huellas en Quito, el artesonado de Santo Domingo que, en el crucero, no es inferior al de San Francisco, y el de la Catedral que vale mucho menos.

La de Pasto, antigua iglesia parroquial de esa villa, reconstruida en el siglo XVIII, seguramente aprovechando materiales y quizás partes del templo más antiguo, tiene la capilla mayor cubierta de alfaraje mudéjar que recuerda el de nuestro templo franciscano.

En Bogotá en la iglesia de la Concepción hay un precioso artesonado mudéjar, que antes estuvo en las casas de Juan Díaz de Jaramillo en Tocaima, pero que es de un dibujo bastante diferente de los quiteños, como lo son, también, los de San Diego de Huejotzingo y la Profesa de México; en cambio los alfarajes de una de las escaleras de San Francisco de Lima, de San Miguel y la Merced de Sucre y de la iglesia de Copacabana en Potosí, recuerdan mucho a los de nuestra ciudad y hablando del templo franciscano de la antigua Chuquisaca dice Marco   —422→   Dorta que «marca el límite meridional en el área geográfica de la influencia del arte quiteño».

Para acabar con las reminiscencias árabes en Quito hemos de mencionar un arco ya desaparecido que había en el paso entre la portería y el claustro del convento de San Agustín.

En la decoración barroca, como en la de los pilares del templo de la Compañía, reaparece un débil recuerdo del estilo mudéjar.

A él pertenecen ciertas alfombras de tejido de nudos que deben datar del siglo XVI, imitaciones, probablemente de tapices muzárabes y marroquíes de perfecto sabor oriental, muy diversos, por su decoración, de las que se hicieron en nuestros obrajes en los siglos XVII, XVIII y principios del XIX. Y aquí es de anotar, pues nos hemos propuesto comparar el arte quiteño con otros hispanoamericanos, que en el Cuzco, en el quinientos y principios del seiscientos se hicieron verdaderos tapices de oración, hasta de las dimensiones de los orientales, de lana de vicuña y tejido de tapicería, en los que, si en el conjunto de la composición se advierten, a veces, reminiscencias árabes o persas, por la técnica con que han sido hechas -tapicería sin revés- y los motivos ornamentales predominantes son verdaderos tejidos aborígenes, y de los más perfectos, pero hechos durante la dominación española. Los trabajos en laca de Pasto que son probablemente de fines del XVIII ofrecen un singular sabor persa, sin que podamos decir cómo llegó a la provincia artística quiteña esa influencia.

Si los alfarajes de quiteños son una magistral supervivencia del mudéjar aplicado al arte religioso, un poco tardía para la península, pero de todos modos del siglo XVI, dibujos de influencia arábiga predominan en los vargueños de taracea fina, que, en general, han de tenerse por más antiguos que aquellos adornados con arquitecturas   —423→   o escenas animadas, especialmente corridas de toros, que son del siglo XVIII.

El vargueño y cofre de taracea fina y a dos colores, parécenos que, sin ser una peculiaridad exclusiva del arte quiteño, tiene en él un desarrollo mayor que en ninguno de los artes españoles. En el del Cuzco, el estilo predominante de los vargueños es el de entalladuras dentelladas, o las incrustaciones de concha, imitación del mueble filipino de madera negra, y labores hechos de concha, plata y carey.

Dijimos refiriéndonos a la iglesia de San Francisco, que hemos tomado como guía para este estudio, por contener, dentro de una unidad admirable, construcciones de distintas épocas, fundidas tan armoniosamente que entre sí no desentonan; ejemplo raro de un monumento de exquisito gusto, fabricado por generaciones de contrapuestas tendencias, cual San Marcos de Venecia o San Eustaquio de París, de los que se encuentran muy raros casos en la historia del arte, que hay una tímida supervivencia gótica, en la desproporción del ancho de las naves que parece sugerir el que fueran hechas para sobrellevar bóvedas ojivales, y en los arcos apuntados del crucero. Estos mismos indicios de un estilo anterior al Renacimiento son aún más marcados en la estructura de la Catedral, que en cuanto al goticismo de los arcos del de Santo Domingo, sospechamos que es obra del XIX, cuando se hizo el ábside y los detestables púlpito y altar mayor.

El gótico es el estilo predominante de las construcciones religiosas de la Isla Española, la primera sede de la cultura castellana en América, y de los templos conventuales de México del siglo XVI, pero en el Virreinato del Perú apenas si ha dejado recuerdos en el Santo Domingo de Lima, en San Agustín de Saña, en San Pedro de Julí y un magnífico ejemplo en la iglesia de Guadalupe en el valle de Pacasmayo.

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Así en Quito, aun cuando aquí trabajase Francisco de Becerra, que en Nueva España construyó un magnífico edificio de gótico levantino, la iglesia de Coixtlahuaca, no encontramos, salvo las bóvedas de medio punto con nervuras, de que nos ocuparemos luego, ningún templo de arte gótico verdadero ni en talla decorativa de altares, o adorno de naves, ni escultura ni en arquitectura.

No podemos decir lo mismo de la pintura.

En 1615 pintaba en Quito un artista de fuste llamado Mateo Mejía del que se conserva un lienzo firmado, que representa a San Francisco de Asís rodeado de varios santos de la Orden y otros cuadros que, sin llevar, escrito el nombre del autor, son indudablemente de su mano, entre ellos una Anunciación y un Señor con la Cruz rodeado de la Corte celestial y el retrato de los donantes.

Estos lienzos del más puro sabor prerrafaelita, que recuerdan las obras del «Maestro Castellano de los Reyes Católicos» y en general las flamenco-castellanas del reinado de los Reyes católicos, son un verdadero anacronismo en los albores del XVII y contrastan con las que otros artistas, en esos mismos años, pintaban en Quito.

Podría suponerse que Mejía copiaba dibujos de algún libro ya viejo con grabados flamencos o alemanes, pero hay algo en sus telas que no puede atribuirse tan sólo a la influencia de estampas en blanco y negro, es el colorido y manejo de la sombra que da a sus obras aquel encanto peculiar de los mejores cuadros de fines del siglo XV.

¿Es que fue discípulo mediato o inmediato de algún   —425→   pintor venido a Indias casi a raíz del descubrimiento, que había aprendido el arte en los talleres favorecidos por Fernando e Isabel, en los que predominaba la influencia flamenca? ¿Es que enamorado de algún cuadro venido de Europa, perteneciente a la escuela castellana de fines del cuatrocientos, lo estudió con tal detenimiento, que se apropió del estilo hasta hacerlo propio? ¿Hemos de ver en él un discípulo fiel de Fray Pedro Gosseal llamado Fray Pedro Pintor el flamenco, compañero de Fray Jodoco Ricke?




Bóvedas con nervura

La bóveda de medio punto con nervura de la que en Quito hay sólo un ejemplo: el del Coro de San Agustín y que en México se explica como una supervivencia del gótico que se usó en los primeros templos, tiene una difusión muy grande en los estilos barrocos del Sur.

Las bóvedas de quincha -caña brava y empañete- de la Catedral de Lima que nada tiene de gótica, tienen complicadas nervuras, de las que siete arrancan de la esquina formada por los pilares adosados que componen las diversas pilastras que sostienen las diversas bóvedas que cubren el templo. Santo Domingo de dicha ciudad, donde sí existen restos de una construcción gótica antigua, también tiene bóvedas con nervuras.

En la Catedral del Cuzco, pilastras toscanas en grupos, cuatro, una de cada lado, adosadas a otra más gruesa y retirada y coronadas por grandes dados que representan la cornisa, sostienen arcos peraltados entre los cuales hay una bóveda hemisférica con nervura típicamente   —426→   góticas. Esta misma disposición se repite en todos los templos de aquella ciudad sin excluir el de la Compañía.

La de Chuquisaca que parece que antes de que se arreglasen los arcos y pilastras que ahora se ven, tenía un ábside elíptico en el que las naves laterales daban la vuelta a la central y tenían la misma altura que ésta tiene, con nervuras góticas muy acentuadas. La iglesia de Santo Domingo de esa ciudad, las tiene en la bóveda que descansa en ménsolas alargadas de aspecto muy gótico, en cambio en la Merced las nervuras se han trocado en un castonado pesadísimo.

Esta disposición de la bóveda sólo se observa en Potosí en la Iglesia de San Lorenzo cuya fachada lleva las fechas 1728-1744. En la Paz, que pertenece a la misma provincia artística, las nervuras se han convertido en molduras de dudoso gusto.

No sé si se nos escapa algún otro elemento gótico en el arte quiteño; la influencia de éste en el desarrollo posterior puede decirse nula, si se exceptúa el uso del estofado de oro en los cuadros, que en los de Mejía parece un elemento consustancial al estilo en que están hechos, sigue, hasta principios del XIX, siendo compañero inevitable de las figuras místicas para el consumo del pueblo, y que tanto afea a algunos cuadros.

En España, durante el reinado de los Reyes católicos y el primer tiempo del de Carlos V, estando en relativo desuso el gótico; se construyó de preferencia en el estilo llamado «plateresco» que tiene mucha afinidad espiritual con el «barroco».

Ejemplos hermosísimos de un «plateresco» tardío, nos parecen la portada de la sacristía en la Catedral y la de   —427→   la entrada directa a la nave principal, por el occidente, en la que el primor de la escultura de las diversas cabezas de querubines que rodean el arco en cambiantes posiciones, y el tallado de los rosetones, rivalizan con las de las mejores obras del plateresco peninsular.

La Catedral, edificada por el Deán Freire de Andrade y el Arcediano Rodríguez de Aguayo, ha sufrido diversas transformaciones y añadiduras en el transcurso de los, tiempos, muchas de las cuales no han servido sino para afear el templo, deslucido, desde antaño, porque jamás se terminó de decorarlo, pero en él están las mejores muestras del estilo plateresco que se conservan en el Ecuador, y que demuestran que si se hubiese terminado de acuerdo con las intenciones de los que principiaron a edificarlo habría sido de los bellos de la ciudad. De la construcción primitiva quedan el atrio, las paredes y el alfarje de la techumbre y las portadas de la sacristía y de la entrada occidental.

Las portadas, tanto del claustro como la que da entrada por el sur a la iglesia de la Merced, sacadas quizás de una construcción más antigua, también son platerescas, como lo es la de un palacio que existió al extremo oriental de la carrera Sucre y que hoy se encuentra en nuestro Museo.

En las tallas de algunos altares, especialmente en los más antiguos, se podrían también encontrar elementos platerescos.

Y volvamos ahora al templo franciscano de Quito, que hemos tomado como base para esta excursión somera por los campos de la Historia del Arte Quiteño.

A la iglesia primitiva se le hizo una primera añadidura; el revestimiento de piedra de las paredes que quedan   —428→   bajo el coro, la fachada y el atrio. Probablemente cuando se terminó la edificación del templo, se dejó en la pared que mira al oriente las trabas para recibir la ornamentación de la portada y el atrio hecho a base del desnivel natural del terreno, y de las bóvedas construidas para sustentar la masa del edificio, habría carecido de decoración.

Las obras que se hicieron para dar una fachada digna del interior, revelan la dirección artística y técnica de un gran arquitecto, de la escuela clásica del Cinquecento.

Si se las contempla, separándolas mentalmente del resto del edificio, evocan, inevitablemente, por una parte, el recuerdo del «Palacio de Carlos V en la Alhambra» y por otra el del Escorial.

El primero es obra de Pedro Machuca que hizo los planos y dirigió la fabricación hasta su muerte en 1550, continuada por su hijo Luis hasta 1579 y luego por Juan de Orea, Juan de Coria, amigo de Herrera y por Pedro de Velasco. Las obras iniciadas en 1539 se continuaron hasta 1623.

También la fuente de Carlos V en la alhambra, trabajo igualmente de Machuca que data de 1540, tiene muchas afinidades con la fachada de San Francisco de Quito.

La actividad arquitectónica de Juan de Herrera, ocupa los años de 1558 en que estuvo como aprendiz junto a Juan Bautista de Toledo, hasta su muerte que ocurrió en 1597, su obra más famosa es el Escorial, pero trabajos suyos son los arreglos del Castillo de Simancas, la fachada sur y escalera principal del Alcázar de Toledo, parte del Palacio de Aranjuez, de Loja de Sevilla -hoy Archivo de Indias- la Catedral de Valladolid.

Si se compara la fachada, pretil y bajo coro de San Francisco de Quito, con las obras de Herrera y sus continuadores   —429→   se advierte, dentro de semejanzas indudables, menos severidad y más relieve en el monumento quiteño, que siendo profundamente hispánico y menos italiano que el Palacio de Carlos V en la Alhambra, ocupa un lugar intermedio entre las obras del Cinquecento de Italia y las herrerianas.

Discípulo de Herrera fue Francisco de Becerra que estuvo en Quito, pero sus trabajos, tales como la fachada de Santo Domingo son una concepción muy diferente de la de San Francisco.

La escuela clásica ha dejado también, entre nosotros, obras de escultura y de pintura.

Entre las primeras hay que mencionar, en lugar preeminente la bellísima figura en madera de San Sebastián, hecha, para la parroquia de esta advocación, durante el episcopado del Ilmo. Fray Pedro de la Peña 1566-1581 por Diego Rodríguez, que por su primorosa anatomía puede parangonarse con las mejores esculturas renacentistas y que tiene una belleza humana, a lo antiguo, que rara vez se encuentra en la imaginería española y el Bautismo de Cristo de Diego de Robles, español que trabajaba en Quito durante el último tercio del siglo XVI. De este grupo escultural dice un crítico que es «sereno y frío» que el artista «buscando orden y claridad en su dibujo, como lo hubiera hecho un artista anterior al barroco» sin tratar de «emocionar con sus figuras» sino tratando de «comunicarles precisión clara en su presentación, dentro de actitudes bellas y correctas» ha hecho una obra «no sólo interesante sino bella».

A raíz de la conquista pasaron a América junto con los conquistadores gentes que sabían dibujar y que eran pintores, algunos de los cuales como Rodrigo de Cifuentes, que estuvo en México con Hernán Cortés desde 1523 no carecían de grandes dotes, pero sobre todo lo que influyó para despertar el genio pictórico de los indianos,   —430→   fue la gran cantidad de cuadros unos, los más, mediocres y de pacotilla, otros de gran valor artístico, que comerciantes en su mayor parte italianos y quizás muchos de origen judío, trajeron a América para venderlos a los ricos encomenderos o a las iglesias y conventos que iban por todas partes surgiendo en el Nuevo Mundo. Tantos habían que durante la guerra de Quito un soldado de Pizarro dio de cuchilladas a un retrato del Emperador y su hijo el Príncipe Don Felipe, que formaba parte de una tolda de campaña.

En los últimos años del siglo XVI vivieron en Lima Angélico Medoro, napolitano gran pincel quien estuvo en Quito hasta 1600 y el corso Mateo de Alesio, «discípulo -seguramente no directo- de Miguel Ángel y pintor de Gregorio XIII».

Alesio daba clases de pintura en Lima y entre sus discípulos se contaba Fray Pedro Bedón.

De las obras que se atribuyen, con fundamento, a este célebre dominico, algunas como la Virgen de la Escalera han sufrido tantos retoques que no es dable juzgar de su mérito original, otras como un fragmento de la Flagelación pintado en mármol y algunas imágenes de San José, nos muestran un pintor robusto, muy miguelangesco, que se complace en las musculaturas desarrolladas y tiene un colorido franco y un dibujo correctísimo.

Andrés Sánchez Galque es otro pintor de Quito a finales del XVI que sabía hacer retratos de verismo extraordinario, aun interpretando gentes de color, que son verdaderos documentos etnográficos, sin que por ello carezca de maestría en el manejo del pincel.

El presbiterio y el altar mayor de nuestra iglesia de San Francisco participa un tanto del clasicismo de la fachada, pero en él ya abundan elementos barrocos. Cuando,   —431→   en su estado original, en vez de los cuadros que hoy ocupan los espacios que fueron hornacinas, estaban éstas visibles y en ellas las tallas en bulto de los apóstoles, el aspecto del altar debió ser bastante diverso y de mucha mayor hermosura.

Ya vimos cómo la iglesia franciscana de Sucre marca -según Dorta- el límite meridional de la influencia artística de Quito, al igual el altar mayor de San Francisco de Bogotá señala el septentrional. Este, de incomparable belleza por los bajos relieves que ocupan las hornacinas, en las que en Quito, habían estatuas, es una modesta réplica, por lo demás, de el del templo quiteño.

Entre el crucero y coro de nuestra iglesia franciscana, la nave central está recubierta, del artesonado hasta los altares de las pilastras, por una decoración hecha en madera, esencialmente barroca, que nos conduce a tratar de este período artístico, el más fecundo en obras de mérito en América y que es el que predomina en Indias durante los siglos XVII y XVIII.

El Barroco, el arte de la contrarreforma, es el propio de lo que hemos dado en llamar época colonial en América, es decir, del tiempo en que estos pueblos del Nuevo Mundo fueron reinos que, a igual título y en igual categoría que los otros de la Península, integraban la unidad española, o sea el Imperio castellano, aunque rara vez se hablase de tal imperio, por su nombre.

Pero en los dominios castellanos de las Islas, Tierra Firme y Mar Océano, no hubo un solo barroco, sino que no obstante los entrecruzamientos inevitables, se constituyeron, dentro del mismo espíritu, variedades características con significado geográfico tan marcado que, demuestran que ya para el siglo XVII habían en América nacionalidades definidas, con vigor suficiente para en arquitectura, escultura, pintura y decoración producir estilos propios.

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No pretendemos hacer una enumeración completa de todas las provincias que se pueden distinguir en el Barroco Hispanoamericano, pues para hacerlo nos falta el conocer, personalmente, toda la vastísima extensión del Imperio Castellano.

México tiene un barroco propio en el que el recargo de los ornamentos, recuerda el de algunos de los estilos prehispánicos, de ese país. La pilastra, con entalladuras y a veces silueta de Lermes, que se divide en varios cuerpos menores que se sobreponen para dar cabida a mayor cúmulo de adornos, parécenos que es uno de los elementos que más caracterizan al barroco mexicano junto con la tendencia de acentuar el alto de las fachadas -todo altar es una fachada- con relación al ancho, lo que da una ligereza y un sentido de verticalidad al conjunto. Todas las características típicas de este barroco se encuentran reunidas en el pórtico del sagrario Metropolitano en la ciudad de México, en la iglesia del Tepozotlán y en la parroquial de Taxco.

Parécenos que Guatemala es el centro de otra variedad del Barroco.

No sabríamos decir hasta qué punto puede hablarse de un barroco, propio de Tierra Firme o sea del Istmo de Panamá, la antigua Castilla del Oro, pues quedan muy pocos edificios de la buena época y, estos trasladados, no sabemos con qué respeto a la forma original, de la vieja ciudad destruida por el pirata Morgan, a la actual.

Las fachadas de piedra de la Catedral, Santa Ana y La Merced, se caracterizan por una fragilidad de las columnas y relieves, desproporcionados a los espacios en que se encuentran, como si se copiase en material más noble edificaciones de madera, impresión que acentúa el peso del frontón barroco, sobre un paramento más o menos renacentista.

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En cambio si estos monumentos nos inducen a juzgar que en Castilla del Oro hubo un estilo propio, el altar dorado de la iglesia de San José lo contradice, ya que es quiteño hasta en sus menores detalles.

Entre Bogotá y Tunja se extiende el predominio de otro barroco, menos florido que, en general, los americanos, pero que no conocemos lo suficiente para señalar sus propias características.

Otro de los grandes centros artísticos hispanoamericanos del barroco se encuentran alrededor de la vieja ciudad de Huamanga hoy Ayacucho y de las famosas minas de mercurio de Huancavilca, distínguese por cuanto la superficie ornamentada de las fachadas y altares, de rica y finísima talla, sin demasiado recargo de figuras accesorias, se destaca sobre los planos desnudos de las paredes inmediatas.

Lima, centro del virreinato y residencia de los virreyes, parécenos que puede considerarse que, hasta cierto punto, pertenece a esta provincia artística, si bien su carácter de metrópoli local y su facilidad de acceso por mar, hacen, por una parte que haya muchas obras peninsulares unas magníficas, las más mediocres, y verdadera mezcla de estilos americanos.

Desde Arequipa hasta Potosí, comprendiendo las orillas del lago Titicaca y la ciudad de La Paz, dejando al un lado el Cuzco y a otro Chuquisaca, que son sedes de importantísimas variedades del barroco, se extiende una provincia artística muy interesante en la cual, el espíritu y la técnica indígena trasforman los modelos hispánicos a tal punto, que aun cuando se copian motivos renacentistas, se obtiene un producto mestizo; el relieve es bajo complicado, las superficies ornamentales de gran tamaño. Como ejemplos típicos de esta variedad pueden señalarse la Casa del Moral y la iglesia de la Compañía en Arequipa; el Palacio del Conde Diez de Medina y San   —434→   Francisco en La Paz; la Compañía y San Lorenzo en Potosí.

El Cuzco es, con México y Quito, una de las tres sedes en que el barroco hispanoamericano llega a mayor altura, allí se forja una variedad especial y característica.

Menos vigor tiene aquella, que teniendo por centro la antigua Chuquisaca se extiende hacia Córdova y Tucumán.

El barroco quiteño tiene en arquitectura su expresión máxima en el templo que los jesuitas edificaron en esta ciudad dedicándolo a su fundador San Ignacio.

En esta nuestra iglesia de la Compañía el producto más acabado de la arquitectura y artes decorativas del estilo colonial de Quito, tan hondamente arraigado a la tradición que, cuando los frailes mercedarios quisieron tener un santuario digno de la importancia que había adquirido en el XVIII, la segunda en antigüedad de las comunidades religiosas establecidas en Quito, y entre 1700 y 1737 edificaron el actual templo, no supieron hacer cosa mejor que, en mayores dimensiones, copiar, casi servilmente y hasta en detalles nimios, la de la Compañía.

La primera iglesia que poseyeron en Quito los jesuitas, dedicada a San Jerónimo, estuvo frente al templo actual, calle por medio, y se comenzó a edificar en 1589 y estuvo en servicio hasta 1613.

El solar en que se alza el actual, fue adquirido el 23 de enero de 1605 y pocos días después se colocó la primera piedra, continuándose, con gran entusiasmo, los trabajos de modo que en 1613, habiéndose para entonces terminado las tres naves, pudo abrirse al culto, en 1645 proseguían aún las obras y el actual altar mayor sólo lo terminó en 1743 el hermano coadjutor, de origen tirolés,   —435→   Jorge Vinterer. La fachada la principió en 1722 el Padre Leonardo Deubler y la concluyó en 1760 el arquitecto mantuano Hermano Venancio Gandolffi de la Compañía de Jesús.

No es pues todo el edificio de una misma época, pero si se exceptúa la portada y el altar mayor, que difieren algo del resto, es evidente que el interior de la iglesia ha sido ideado por un solo artista y en su ejecución los operarios y sucesivos maestros de obra, se han ceñido estrictamente, hasta en los mínimos detalles a un minucioso plano trazado por quien concibió la obra; sólo así es concebible la perfecta unidad y armonía del edificio, aun en partes ejecutadas con posterioridad, cual acontece con la decoración de la bóveda de la nave central, tan acorde con la de las pilastras y que fue hecha cuando el templo estaba ya en servicio, seguramente poco a poco, para no interferir con el culto, mientras los fieles estaban protegidos de la intemperie, probablemente con un techo de tejas sostenido en vigas recubiertas con el artesonado de madera dorada de que habla Rodríguez Docampo en 1650. Toda adición posterior, que desgraciadamente no falta, no prevista en el plano original, resalta inmediatamente cual una profanación del maravilloso conjunto.

El plano que trazó consumado artífice, aún en detalles, debió estar concluido antes de 1605.

Es innegable que existe marcada afinidad entre San Ignacio de Quito y San Ignacio de Roma, pero éste es posterior a aquél; el de la Ciudad Eterna se principió a edificar en 1626, once años después del nuestro y sólo en 1650, cuando ya estaba en uso treinta y cinco años el templo quiteño, fue habilitado para el culto, si bien no estaba terminado.

El primer proyecto del santuario romano lo hizo el famoso pintor de la Comunión de San Jerónimo Domenico Zampieri, alias el Dominichino, pero no fue aceptado,   —436→   elaboró entonces otro que no gustó a los jesuitas, y ambos fueron combinados por el Padre Orazio Grassi.

El «Gesu» anterior a los dos templos de que vamos hablando planeado por Vignola que dirigió la obra desde 1568 hasta su muerte ocurrida en 1573, continuado por Giacomo della Porta que modificó sustancialmente el diseño anterior y decorado por Pietro de Cortona y Andrea Pozzo es incuestionablemente el precedente de las dos iglesias dedicadas a San Ignacio, como en general del llamado estilo jesuítico.

Mas el Gesu es en el interior y exterior una obra esencialmente italiana, cosa que también hay que decir de San Ignacio, en cambio la Compañía de Quito es, en espíritu, no sólo española sino hispanoamericana.

El doctor don José Gabriel Navarro fundándose en estas semejanzas ha llegado a la conclusión de que la iglesia de San Ignacio de Quito no pudo edificarse «antes de principiada la de San Ignacio de Roma» cosa desmentida por los hechos, y lo que obliga a presuponer que, por algún desconocido medio, la arquitectura quiteña influyó en la de la Capital del Mundo Católico.

Y aquí hay que advertir que la decoración de la nave central no es un revestimiento posterior, ni un adorno de estuco, sino que está hecha en piedra y forma parte integrante de la estructura de los pilares.

El Padre Jouanen afirma taxativamente que «el diseño de la iglesia se debe al P. Durán Mastrilli» nacidos en 1570 en Nola, puerto italiano en el Adriático perteneciente al Reino de Nápoles y que fue rector del Colegio de Quito; el Padre Vásconez citado por el Padre Vargas atribuye participación en la obra al Coadjutor Francisco Ayerdi que en el Catálogo del Padre Joaunen figura como arquitecto y que ingresó a la Compañía en 1619.

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En el siglo XVII es cuando el barroco quiteño está en su apogeo.

La Capilla del Rosario en cuya factura se empeñó el Provincial Juan de Amaya (1621-1624) y que fue terminada de decorar en el fecundo provincialato de Fray Bartolomé García (1684-1688); la ornamentación de los claustros de San Agustín, bajo el gobierno de Fray Basilio de Ribera (1653-1657), la del claustro Mercedario (1644-1653), la hechura de la Iglesia del Carmen Alto por el arquitecto quiteño coadjutor jesuita Marcos Guerra (1653) la del maravilloso templo de Santa Clara por el lego converso franciscano Fray Antonio Rodríguez (1657), autor también de la capilla del Sagrario (1657-1706) y de la iglesia de Guápulo demuestran la fecundidad titánica del seiscientos.

Del siglo XVIII son la iglesia del Carmen Bajo o Moderno, la primorosa capilla de San José en el Tejar y por último la iglesia de La Merced, copia, más en grande de la de la Compañía.

Aun cuando los monumentos eclesiásticos de mayor importancia de Quito, Lima, el Cuzco, La Paz y Potosí, son casi coetáneos se advierte entre los de cada localidad profundas diferencias estilísticas.

En los del Cuzco el barroquismo es menos acentuado, aun cuando los elementos barrocos sean muy numerosos, especialmente en la decoración interior de los templos que son más esbeltos que los quiteños y más sobriamente decorados.

No hay una sola iglesia en el Cuzco que sea todo un poema de formas del setecientos como son nuestra Compañía o la Capilla del Rosario, únicamente comparables por la riqueza del estilo a ciertos templos mexicanos cual el de Tepozotlán, al que superan, como a los de Nueva España, si se exceptúa la Capilla del Rosario de Puebla de los Ángeles en el primor y finura de los tallados.

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Las fachadas cuzqueñas son bastante adornadas, pero, si no hay ninguna de la pureza herreriana de San Francisco de Quito, tampoco hay encajes de piedra cual la Compañía.

Esta riqueza y acumulamiento de ornamentación en las portadas de las iglesias, de que en Quito es buen ejemplo la Compañía, ocurre muy frecuentemente en México, pero con una concepción totalmente diversa. En Lima, San Agustín tiene un frontis ornamentadísimo, dispuesto en cuatro cuerpos superpuestos, de los cuales el inferior, al que corresponde la puerta de entrada, y el cuarto, en que hay una gran linterna circular, son los únicos que cuentan y vuelven totalmente secundarios los entablamentos segundo y tercero, especialmente este último que se puede llamar mezquino.

La decoración de que acabamos de hablar convirtiendo todo el espacio a ornamentarse en una como tela de tapicería del arte peruano aborigen, preludia geográficamente las que ostentarán más al sur las iglesias de la provincia artística Arequipa Potosí, cual la parroquia de Yanahuara; las iglesias de San Agustín y La Compañía de Arequipa; San Francisco de La Paz, La Compañía y San Lorenzo de Potosí y aun la fachada dieciochesca de la Casa de Moneda de esta última ciudad.

Hay un espíritu de las formas diversas que se observa en el modo cómo se aprovecha de los tallados ornamentales y aun de las formas esenciales de la arquitectura en México, Quito, Cuzco y la provincia artística Arequipa-Potosí y las Charcas.

Tomemos por ejemplo al monumento jesuítico de mayor relieve de Nueva España, el templo de San Francisco Javier, más conocido como la iglesia de San Martín en Tepotzotán, cuya fachada fue hecha entre 1760 y 1762. La fachada ornamental está flanqueada por una torre alta cuyo cuerpo inferior tiene como único ornamento   —439→   unas pilastras adosadas y sillares acentuados, en el segundo, a más de continuarse la ornamentación del primero, hay dos órdenes de ventanas superpuestas de rico marco barroco, que hacen juego con el ojo de buey de la fachada; viene luego un balcón a la altura del artesón del templo y luego una especie de pequeño ático del basamento de la torre y que es, por otra parte, el zócalo del campanario. Este está hecho, a su vez, de tres cuerpos ricamente adornados con pilastras hermes, que hacen de molduras en las esquinas que guardan armonía perfecta con las de la portada, y dejan entre grupo y grupo grandes ventanales, coronándolo todo un cupulín.

La portada unas tres veces más que ancha la forman tres pisos; en el primero va la puerta de ingreso al templo, flanqueada por dos pares de pilastras hermes, más angostas hacia la base que hacia el capitel, divididas en tres secciones, en las que, con molduras, se ha acentuado la partición, siendo las esculturas decorativas de mayor relieve en el sector del medio. Entre pilastra y pilastra, sobre repisas ornamentadísimas, hay dos nichos ocupados por las estatuas de San Ignacio y San Francisco de Borja. Los espacios que quedan libres de entre estos elementos principales los ocupan medallones con figuras en bajo relieve.

El segundo piso es casi la repetición del primero, con la diferencia de que, en vez de la puerta, está el ojo de buey y encima en una hornacina que es en sí reproducción, en pequeño, del elemento principal de la fachada está la estatua de San Francisco Javier.

El tercer piso es un gran tímpano que termina en agujas y es de líneas curvas complejas.

No se han dejado espacios vacíos, los ornamentos casi se topan pero el orden y la simetría han sido respetados dentro de un exquisito equilibrio de proporciones.

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Analicemos ahora la fachada de la iglesia de San Francisco de Lima. Dos torres macizas, pesadas, de sólo dos cuerpos y cupulín, sin otro adorno que balaustradas al fin de cada cuerpo, cornisas, pilares en cada esquina y sillería acentuada, flanquean la portada que, aun cuando tiene triple partición puede decirse no está dividida en pisos. Dos pares de columnas sobre entablamento de pilastras, sostienen un gran tímpano circular partido, en la partidura hay repisas de las que arrancan columnas, mientras otras descansan en el pesado tímpano y sirven de marco a un voluminoso nicho que está, como si dijéramos, en el aire, pesando sobre el vano de la puerta. Corona toda esta parte de la fachada otro tímpano partido más pesado y complejo que el inferior, en cuya partidura va un gran ojo de buey y sobre él, otro tímpano menor.

El fuste de las columnas, de galve composito, están divididas en tres secciones, en el primero hay una estriadura espiral, en el segundo son acanaladas, en el tercero van cabezas de querubines y paños.

Tampoco aquí hay espacios vacíos que hagan resaltar los campos ornamentales, pero la decoración es fundamentalmente a base de molduras. El orden ha desaparecido al tratarse el conjunto como un solo entablamiento, al mismo tiempo que se sacrificaba las proporciones para obtener un efecto artístico muy logrado con el amontonamiento de molduras, en líneas quebradas y curvas.

En la Compañía de Arequipa la torre es un simple acompañante de la portada sin función decorativa. Esta es dos cuerpos bien marcados que al superponerse pierden en ancho y en alto. En el primero está la puerta de ingreso, flanqueada, a cada lado, por dos pares de columnas, separados entre sí, los pares, por anchos espacios; las columnas sobre zócalo de pilastra tienen en el   —441→   fuste dividido en dos secciones, lisa la superior con ornamento geométrico la interior sobre las columnas va una gran cornisa cortada por el arquitrabe de la puerta y terminada en un tímpano de líneas curvas, partido, en las cuatro sextas partes del ancho, que está ocupado por el segundo cuerpo, que sólo tiene dos pares de columnas a los lados de una gran ventana y está coronado por un pesadísimo tímpano de silueta compleja.

En la concepción de la fachada ha habido un verdadero terror a las superficies lisas, todo espacio disponible ha sido ocupado por una ornamentación apretada, de elementos chicos, textil, diríamos y con pequeño relieve.

El orden arquitectónico es perfecto, el equilibrio completo, pero la ornamentación detallista ocupa, en tal forma, los espacios que absorbe toda la atención y hace desaparecer el sentido de la línea.

Tomemos como ejemplo ahora una fachada del Cuzco, digamos la de la Catedral, que bien pudiera serlo la de La Merced, Santo Domingo o San Sebastián.

La fachada aun no teniendo en cuenta las torres, tiene casi tanta anchura como altura, éstas son elemento esencial del conjunto.

La portada tiene un vano central que rompe el orden de los entablamentos aun cuando esté dividido también en tres partes; como estos la puerta de entrada, el ventanal que ilumina la nave y la gran hornacina ornamental; haciendo marco a este espacio abierto, se han dispuesto en tres pisos superpuestos, los adornos arquitectónicos, columnas, pilastras, nichos, tímpanos.

El bien dibujado orden arquitectónico no obedece a propósitos constructivos, sino a una meramente ornamental; servir de marco al hueco de la nave haciéndolo   —442→   presentar, con toda grandeza, desde el exterior, a través del vano de la fachada. La decoración es esencialmente arquitectónica, no escultórica -columnas, cornisas, nichos- y se ha dado valor al contraste de molduras y superficies planas.

Tomemos ahora unas fachadas quiteñas; la de San Agustín; consta de dos cuerpos superpuestos, dórico el inferior, jónico el superior, y un tímpano compuesto, la portada está relevada y en distinto plano que las paredes de la iglesia por el juego de columnas que se anticipan unas a otras; la distinción de pisos es completa, las cornisas y demás elementos arquitectónicos cumplen a la vez una misión constructiva y ornamental, el primer piso es el de la puerta, el segundo el del ventanal del coro, en el tercero, el del tímpano que es a la vez ático, el de la hornacina, en que está la estatua de San Agustín.

Con sus diferencias las mismas características generales hay en la fachada de Santo Domingo, de la que, mentalmente, debemos suprimir las dos hornacinas laterales del segundo cuerpo, que son añadiduras posteriores, y en la de la iglesia de la Compañía, en la cual si la ornamentación es principalmente arquitectónica, se ha empleado la escultura para hacerla más bella y atractiva.

Las diferencias anotadas al tratar de las fachadas de los templos encuentra perfecta similitud en el análisis de los altares, sólo que al estudiarlos hay que tener en cuenta que la madera permite al artista mayores libertades que la piedra, y que el empleo de cuadros, la pintura, el dorado son nuevos recursos ornamentales que no se usan en las fachadas. En Chuquisaca y Popayán se ve el altar de inspiración francesa en el que la hornacina principal del altar mayor es una estancia separada con iluminación propia, lo que ya ocurre en el de la Catedral del Cuzco.

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Las plantas de las iglesias quiteñas pertenecen por regla general a tres tipos: la de la parroquia de aldea que es una construcción cuadrangular, con frecuencia muy alargada, de una sola nave, con el presbiterio en el uno de los lados menores, frente a la puerta de ingreso y con otra entrada, en muchas ocasiones, en uno de los lados mayores.

Magnífico ejemplar de esta planta fue el templo parroquial del Quinche derrocado por 1912. Era un cuadrilátero muy largo y angosto, con un presbiterio algo levantado en que estaba el hermoso altar mayor que aún se conserva.

La nave estaba cubierta por un artesonado barroco parecido al del mismo estilo del templo franciscano de Quito, pero de más hermosa talla e íntegramente dorado. Sobre la puerta de ingreso, frontera al altar, había un hermoso coro y bajo él una mampara tallada. Las paredes estaban íntegramente recubiertas de molduras, doradas y cuadros. El camarín, con su cúpula, con una añadidura posterior hecha por Carondelet.

El segundo tipo es aquel en que el templo es una cruz latina de una sola nave con una capilla mayor en la cabecera, dos en cada uno de los brazos y crucero monumental en la unión, que, como en Guápulo es a veces sustituido por una cúpula. Los altares laterales están empotrados en arcos que hay en las paredes, que si tienen función decorativa cumplen un importante papel para dar mayor solidez al edificio.

En el tercer tipo, el edificio es como en el primero, por el exterior un cuadrilátero, en el interior la nave principal con al ábside y las capillas laterales forma una cruz latina y los espacios sobrantes del cuadrilongo los llenan las dos naves laterales y las capillas especiales o sacristía colocadas a los dos lados de la mayor.

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Este es el trazo de San Francisco, en donde las naves laterales terminan en las capillas del Santísimo, de la Virgen del Pilar, y en la de la familia Villacís, de la iglesia de la Compañía, la Capilla Mayor, San Agustín y hasta cierto punto Santa Clara.

El templo de Santo Domingo ofrecía antes una planta un tanto distinta; no tenía naves laterales sino a ambos lados de la principal una serie de pequeñas capillas con bóvedas de cañón perpendiculares al eje de la iglesia, y con el altar mayor casi bajo el crucero.

La Catedral ofrece una planta curiosísima: tres naves en dirección Oeste-este y una serie de capillas en el muro sur, amplios recintos separados uno de otros y en el extremo oriental del templo otra amplia nave que une en ángulo recto las dos laterales.

Las plantas usadas en América del Sur son generalmente de uno de los tipos descritos, pero en Potosí es frecuente una disposición diversa, todas las iglesias, salvo la Matriz obra de estilo borbónico afrancesado, son de una sola nave aun cuando sea frecuente la planta de cruz latina, muchas veces irregular por la añadidura de capillas, a veces de considerable tamaño.

La Catedral del Cuzco es de tres naves y dos más de capillas y testero plano, ocho tramos laterales, el del crucero y el inmediato a la fachada de igual ancho, las restantes más angostas, el alto de todas las naves es el mismo. La de Lima tiene igual plano con las siguientes diferencias, los tramos laterales son nueve, siendo los más anchos el del crucero, el inmediato a la capilla mayor y el de la cabecera, que no es un tránsito libre como en la cuzqueña, sino que está cortado por muros que delimitan una capilla independiente, que existía ya en la época en que el coro de los canónigos ocupaba como en las catedrales españolas una parte de la nave central.

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La de Chuquisaca es de solo tres naves sin capillas laterales, las tres tienen igual altura y estuvieron separadas por pilastras sin la cornisa sobre el capitel que hay en la de Lima a la que la del Cuzco agrega, el dado, pero más tarde se reforzó estas pilastras con otras adosadas lateralmente de menor altura que soportan arcos de punto redondo; las naves laterales rodean formando una elipse el testero de la central que es abierto.

El plano de la de Cartagena es el que más se parece al de la de Quito, pues como está es de tres naves con una hilera de capillas adosadas a uno de los lados mayores del cuadrilátero, pero se diferencia por no tener una capilla perpendicular a la nave central detrás del altar mayor, sino que éste colocado al extremo del edificio ocupa un ábside pentagonal.

En Quito puede decirse que en los templos del XVII y XVIII cuando se usa la bóveda en la nave central, se emplea siempre la de cañón, como lo demuestran la Compañía, La Merced, la iglesia de Guápulo, etc., mientras que lo ordinario es que cada una de las capillas en que se dividen las naves laterales estén coronadas por pequeñas cúpulas sin tambor.

En el Cuzco el uso de las nervuras derivadas del gótico hace de cada sección de la bóveda una unidad independiente del tipo de nervios. La disposición quiteña se encuentra también en La Paz en el templo de San Francisco, pero la cúpula de media naranja con tambor es desconocida en general en los estilos hispano barrocos de Chuquisaca, Arequipa, Potosí y podría decirse que en el Cuzco en el cual si nuestra memoria no falla el único ejemplo se encuentra en el templo de la Compañía.

La cúpula quiteña es siempre un tanto achatada siendo una media esfera, sin la curvatura compleja de la de San Pedro de Roma que se acentúa en los inválidos de París.

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El Rvdo. P. Vargas con mucha verdad escribe que en Quito «puede afirmarse en general que no hay iglesia sin atrio» pero creemos que no está en lo justo al opinar que «como en Nueva España, respondían a un ideal misionero y religioso» y al atribuir su construcción al propósito de proveer a los indios de un «lugar de cita» para oír la doctrina cristiana.

El atrio quiteño es en nuestra opinión un recurso de ingeniería para resolver los problemas que a los arquitectos planteaba el natural desnivel del suelo o para dar la necesaria perspectiva a las monumentales fachadas dada la relativa estrechez de las calles, esta opinión nuestra se funda tanto en el examen de nuestros monumentos, como en la comparación de los atrios quiteños con aquellos construidos con un fin misional.

El atrio de San Francisco de Quito se hizo para salvar el desnivel del terreno, evitando las tremendas excavaciones que habría sido necesario realizar para poner el interior del templo y el convento al nivel de la plaza; el problema de los distintos niveles preocupa también al gran arquitecto que construyó San Ignacio de Quito y lo resolvió con dos procedimientos diferentes, primero elevó un poco el nivel del piso del templo sobre la calle García Moreno construyendo el pequeño atrio que hay delante de la fachada, con la que ésta adquiere visibilidad e importancia y dando mayor altura a las paredes exteriores del muro meridional de la iglesia a partir del crucero.

En San Agustín en vez de ascenderse de la calle al atrio se desciende por cuanto así lo requería el desnivel del terreno.

Santo Domingo no tiene atrio alguno, el del Carmen Moderno, iglesia del siglo XVIII, tiene atrio al occidente que no puede obedecer a fines de evangelización, pues ya en setecientos ésta había sido hecha y en cuanto al   —447→   que posee por el lado sureste se debe al desnivel del suelo.

El del Carmen Antiguo o Alto ocupa el lugar de una plaza que existió mucho antes que el santuario, sabido es que allí estuvo la casa de morada de los Paredes y Flores y que desde una ventana de ella en los últimos días de su vida mortal oía la misa que se celebraba en la capilla que existió junto al Arco de la Reina la Beata Mariana de Jesús.

El atrio de la Catedral obedece a la misma razón que el de San Francisco y no tiene mayor destino misional que el del Palacio de Gobierno, antigua sede de la Real Audiencia y residencia de su Presidente.

Verdad que antiguamente el atrio de la Compañía estuvo cerrado por el lado sur con un muro bajo que unía la fachada con la monumental cruz hecha de piedra, que el de la Capilla mayor fue cerrado, lo que les daría cierto aspecto de atrios misionales, que tiene aún más marcado el del Carmen Antiguo, sin que lo sea, pues ya recordamos que fue una antigua plaza, que en cuanto al de la Merced sospechamos tiene igual origen, que el templo primitivo ni siquiera estuvo en ese lugar.

El atrio misional mexicano que es el que tiene en mientes el Padre Vargas es completamente distinto del que se ve en el Quito.

Fray Toribio Motolinia escribe «en este país los atrios son muy grandes y muy gentiles, porque la gente no cabe en las iglesias y en los patios tiene su capilla para que todos oigan misa los domingos y fiestas» y Mendieta: «Todos los monasterios de esta Nueva España tienen delante de la iglesia un patio grande cercado... y sirve para que en las fiestas de guardar, cuando todo el pueblo se junta, oiga y se le prodigue en el mismo patio porque en el cuerpo de la iglesia no caben».

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En la Rethorica Christiana de Valdés hay un grabado que representa el atrio y su uso, por él vemos y por los que aún subsisten en Atotonilco de Tula, en Tiezontepec y Cholula, que es un espacio cerrado con muros y una o varias puertas de entrada y varias construcciones entre las cuales la más importante es la Capilla de Indios, construcción abierta que permite la celebración de la misa bajo techo mientras el celebrante puede ser visto por la muchedumbre reunida en el recinto amurallado.

Estos atrios misionales, en algunos aspectos diferentes de los de México los hay en el Altiplano de Bolivia, especialmente en Potosí, donde por causa de las minas había una inmensa población flotante indígena.

Santa Mónica de Potosí está encerrada en un atrio como patio que la excluye de la calle, al igual que San Martín, San Pedro y Santo Domingo, que es un recinto murado, y tiene su portón propio independiente del templo.

La iglesia parroquial de Tiahuanaco también está en el fondo de un patio rectangular amurallado con portada propia, consistente en un arco central que descansa sobre macizas pilastras en cuyas esquinas se han adosado columnas enteras semitoscanas y cinco pequeños ventanales de arco de medio punto, a cada lado de la puerta, soportados por pesadas pilastras con capitel pero sin base. La cúpula del crucero es muy curiosa, carece de tambor, pero el cupulín descansa en cuatro esbeltas columnitas de piedra que soportan una elegante cornisa cuadrangular.

En Sucre es general el que las iglesias tengan atrio misional de paredes altas que forman un recinto que separa el templo de la calle; el de San Miguel es un verdadero patio tanto que la iglesia que está en dirección   —449→   paralela a la calle, sólo tiene la fachada visible desde el atrio; pero el más típico es el de Santo Domingo convertido para 1928 en jardín, con una glorieta -templo de indios para celebrar la misa para las multitudes congregadas en el atrio o sitio para colocar una cruz- y que aísla completamente a la iglesia de la vía pública.

En Lima hay muchos altares en que se ha dejado a la madera su color natural (La Merced); en Huancavilca el oro se ha puesto sobre fondos azules oscuros o verdes metálicos brillantes, en el Cuzco predomina el dorado sobre aurora; en Quito sobre rojo; en Potosí están generalmente pintadas de azul, blanco o verde metálico, combinándose con frecuencia los varios colores con la añadidura de adornos con frecuencia de flores polícromas y con realzamientos en oro.

Los claustros de los conventos también ofrecen diferencias estilísticas locales, los de los monasterios cuzqueños no obstante sus características propias están más cerca de los quiteños que de los de Lima, verdaderos palacios morunos recubiertos de brillantes azulejos.

Muy pocos restos quedan en Quito de la arquitectura civil, no por cuanto en esta ciudad no hubiesen habido suntuosas casas de morada hechas por los grandes señores de los siglos XVII y XVIII, que varias portadas monumentales de piedra subsisten hasta hoy para dar testimonio de que las hubo, sino por cuanto casi todas fueron demolidas o remozadas en el XIX.

Pero a juzgar por los pocos restos que quedan, por los claustros de los conventos de monjas de clausura, podemos decir que las características de la mansión señorial fueron edificio de dos pisos con una fachada a la calle formada por una pared sin ornamentación alguna, con alero volado de canecillos de madera y techo de teja; en el piso de tierra, unas cuantas puertas no muy grandes separadas por espacios que en general eran el doble o el triple de ancho del vano de las puertas, en el   —450→   piso superior ventanas pequeñas con balcones no muy volados con antepecho de verjas de hierro o de madera. En el centro de la portada ornamental de piedra, coronada por el escudo, ésta es, a veces, de un solo piso segundo, en otras se extiende también al piso superior y entonces hay una ventana de arco sencilla o doble.

El interior consta, de ordinario, de más de dos patios, de los cuales el importante es el primer claustro cuadrangular, que en el plano de tierra está formado por columnas o por pilastras ochavadas de piedra, con arcos de medio punto de ladrillo. En el segundo piso tres lados llevan endebles pilares de madera, mientras en el cuarto, el que queda frente a la entrada, hay una azotea.

Las casas señoriales del Cuzco tienen arquería en los dos pisos, por dos o tres de los costados, mientras en los restantes, en el piso superior y a veces también en el inferior, hay construcciones ligeras de madera de celosía o ventanas. Los arcos de los claustros, como los de las plazas, se distinguen por ser de punto redondo mucho más anchos que altos, descansando en ligeras columnas no fusadas, demasiado delgadas para el peso que sobrellevan, con capiteles y bases desmesuradamente grandes que les dan un sabor romántico y morisco.

La casa colonial limeña es de un solo piso, son raras las que tienen dos, como el palacio de los Torre-Tagle, y son esencialmente edificaciones de madera y quincha, en que lo endeble del material se delata en inverosímiles líneas de equilibrio imposible para una materia noble cual la piedra, a través de la máscara de preciosísimos azulejos. La portada, por bella que sea, desaparece ante la exuberancia de las tribunas balcones, verdaderas estancias cubiertas con celosías, que avanzan sobre la calle.

Las de Arequipa, construcciones de piedra, carecen de claustro, son salas largas, abovedadas puestas en cuadro,   —451→   más o menos angostas, comunicadas entre sí o con salidas al patio. La portada tiene una cornisa que ocupa una altura que va, de igual al del vano, la mitad de él, llena de laberínticos entallos. A los lados de la puerta hay ventanucas con cornisas independientes de igual estilo, encima de las cuales está el muro desnudo, sólo de trecho en trecho ornadas con gárgolas en forma de animales. El patio lo forman muros desnudos, sin zócalo ni cornisa, sólo con unas cuantas gárgolas, en los que se abren, a trechos, más o menos simétricos, puertas o ventanas con marcos tallados que terminan en pesadísimas cornisas recubiertas de arabescos.

Los palacios de La Paz tienen todo el énfasis en el claustro y son de dos o tres altos. El lado menor del claustro que mira a la entrada lleva una gran portada ornamental con un arco que equivale a dos pisos y tiene una escalera monumental sobresaliente.

En Potosí es frecuente el que las portadas ornamentales de las casas particulares como las de muchos templos estén protegidas por un alero de teja como acontece con las de las iglesias de La Merced y San Francisco, o por un arco como en los templos de El Belén y San Lorenzo. Esto debe atribuirse en parte al clima, en parte a que los arquitectos conocían que la piedra con que trabajaban se descomponía con la humedad y el hielo.

Los portones de las casas señoriales son en ocasiones -peculiaridad de Potosí- hechas como con mosaico de ladrillo, en algo comparable al que de adobe hacían los peruanos precolombinos en el Litoral -Chanchán verbigracia- y cuando son de dos órdenes, el del piso de tierra en que está la puerta es de nobles proporciones, el orden superior pequeño, de ordinario un simple superpuesto que descansa sin equilibrio sobre el vano del inferior.

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Lo más frecuente son las portadas de un solo piso, aun cuando la casa sea de dos; la puerta tiene umbraladura recta, que puede o no ser una cornisa ornamental, soportada por pilastras de dos tercios sobre las cuales, coronado por un tímpano con alero de tejas está el escudo, tallado como si fuera una tela y rodeado de motivos indianizados de leones o flores.

La casa de Pacheco, con su triple y monumental portada, es un ejemplo espléndido de la arquitectura civil potosina y está hecha de ladrillo, no de piedra.

De la una de las puertas puede decirse que es de tres órdenes, o sostenerse que es de sólo uno. Tal es la naturaleza del dibujo, unos pilares singularísimos de superficie ondulante y lados verticales que parecen ser una curiosa adaptación de la columna salomónica, encuadran la portada dándole unidad de un solo piso, y con ellos está en función un alero volado de tejas en forma de tímpano triangular. El vano del portón, aun cuando esté dividido en tres selecciones, puerta, ornamento en relieve y ventanal con reja de hierro, aparece como si fuera uno solo, por la proporción y la carencia de cornisas que dividan los pisos, no obstante que en el marco que lo rodea estén nítidamente marcados los pisos.

En la segunda de las portadas de la casa Pacheco, esta confusión de uno y tres pisos, en la portada se acentúa, ya que el ventanal que corresponde al tercero invade más de la mitad del segundo.

La tercera portada es netamente de un solo piso, con lo que se confirma la impresión de que el arquitecto lo que buscó fue rodear de un marco majestuoso considerando como una sola unidad el vano, aun cuando, para equilibrar el exterior con el interior, tuviese, después, que dividirlo en pisos.

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En la segunda de las portadas de la casa Pacheco, esta confusión de uno y tres pisos, en la portada se acentúa, ya que el ventanal que corresponde al tercero invade más de la mitad del segundo.

La tercera portada es netamente de un solo piso, con lo que se confirma la impresión de que el arquitecto lo que buscó fue rodear de un marco majestuoso considerando como una sola unidad el vano, aun cuando, para equilibrar el exterior con el interior, tuviese, después que dividirlo en pisos.

Muy típico de Potosí, pero con paralelos en La Paz y Sucre, es el que en la esquina de una cuadra se haya puesto una columna o pilastra libre, quedando así un aposento con atrio triangular.

En Potosí predominan los claustros de un solo piso, con arcos de punto redondo sobre columnas demasiado gruesas para el orden al cual pretenden pertenecer y con capiteles muy pesados. En Chuquisaca predominan las columnas toscanas, bien fusadas con capiteles y bases de buenas proporciones pero el fuste de menos módulos que los debidos; muy común es que las columnas estén sobre bases altas.

La portada monumental decorativa de los palacios particulares del Cuzco, es de ordinario de un solo piso; aun cuando las casas sean de dos, es en esencia un marco magnífico para el vano de la entrada que sobrelleva como timbre de dignidad el escudo de sus dueños, en medio de otros ornamentos que son el coronamiento de un dibujo en el que se ha prescindido del piso superior.

En Quito tenemos ejemplos de estas portadas monumentales de un solo piso en dos que aún quedan en la carrera Chile, la una con los rostones típicos quiteños que hay en la entrada oeste de la Catedral y en muchos otros monumentos, y que debe ser del XVI o XVII y en   —454→   otra con columnas salomónicas del XVIII, que le es casi frontera; en nuestra ciudad cuando sólo se ha tratado de poner un marco a la puerta de calle, que es lo corriente, sólo abarca primer piso, pero los portones monumentales son de dos y el segundo con un arco o con dos gemelos. Así es en las puertas monumentales de la casa de la familia Lasso, obra quizás del XVII aun cuando esté puesta en una pared de XIX, la que existió en la carrera Sucre hoy en nuestro museo, la del palacio de la Inquisición ya demolida, y una bellísima que, en pedazos y fuera de su lugar conocimos y que antiguamente estuvo en una mansión señorial de la Carrera Chile; sin ser en piedra y de hechura más modesta presenta el mismo tipo la que hay en el lado norte de la misma calle, antes de llegar a la plazoleta de San Agustín. De dos pisos es también la magnífica portada del Colegio de los Jesuitas.

En La Paz hay un precioso ejemplar de una portada de tres pisos, afeada por obras posteriores que recortaron las cornisas que marcaban, en el vano de las ventanas, la separación de los entablamentos. La decoración es del típico estilo mestizo aun cuando no tan india como en otros monumentos de esa ciudad.

El siglo XVII si en la arquitectura nos ha dejado los más bellos monumentos del arte hispanoamericano, es, también, en Quito, la época en que trabajó el Padre Carlos, escultor cuyo nombre sabemos merced a que lo menciona Espejo, pero cuyas obras nos revelan un artista de altísimos quilates, dominador de la forma, maestro en la anatomía, de un realismo sorprendente, místico de espíritu barroco muy acentuado, pero alejado de la teatralidad berninesca y de los extravíos del barroco; la posición de sus estatuas es serena y equilibrada, sus paños ricos y modulados caen naturalmente sin estar agitados por el huracán.

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Otro escultor de la época fue Pampite, seudónimo de José Olmos, autor de numerosos calvarios de una policromía de acentuado realismo; más patético que el Padre Carlos da a sus figuras posiciones algo teatrales y los paños menos sencillos tienden ya a desarrollarse en volutas como si las agitase el vendaval.

Juan Bautista Menacho es más conocido como tallista que como escultor, obra suya es el púlpito de la iglesia de Guápulo (1697).

Bernardo Legarda fue otro escultor, de gran mérito, que pertenece a la era barroca, si bien al final de ella pues trabajó en la primera mitad del siglo XVIII. La fama descansa especialmente en sus Inmaculadas, si bien fue además notable tallador como lo pregonan los retablos de Cantuña y La Merced, el del Calvario de la primera de las iglesias mentadas y el del Ecce Homo de la segunda.

La Inmaculada de Legarda es la vencedora del dragón infernal, al que tiene sujeto con una cadena, mientras que con el pie quebranta su cerviz; Señora del Universo levántase a las regiones etéreas asentada sobre la luna; ser alado, mezcla de arcángel y virgen -tiene mucho de la figura tradicional de San Miguel- le son indispensables las metálicas aureolas y las alas de plata sobrepuestas a la escultura. Es pura acción, pero con un movimiento teatral y danzarino, del barroco churrigueresco en sus más extremados extravíos, los paños son complejos rebuscados cual corresponde al estilo de la época.

Caspicara o sea Manuel Chili es el último de los grandes escultores del barroco, que en algunas de sus obras puede llamarse rococó, mientras en otras aparece como perteneciente a la escuela neoclásica de fines del XVIII y primeros años del XIX. Es que en verdad, vivió en las postrimerías del setecientos, cuando Espejo luchaba   —456→   contra el gongorismo y, las influencias que a la Península pasaban del otro lado de los Pirineos, producían la escuela llamada de la Academia.

En el Tránsito de la Virgen de San Francisco y en algunas de las figuras que trabajó para el mismo altar del crucero y lado de la Epístola, vemos al Caspicara churrigueresco rival de Legarda en teatralidad, pero más dueño que él del dibujo y de la gurbia, en cambio en la serenísima figura del Poverello de Asia en la maravillosa Pietta de la Catedral, en el San Francisco penitente de la sacristía del convento de los Mínimos, es el escultor neoclásico de serena concepción pero casi que no por ello deja de ser profundo y emotivamente ascético.

El siglo XVII, o más bien dicho la era barroca que en Quito abraza casi todo el seiscientos y la primera mitad del setecientos, debe llamarse el siglo de oro del arte quiteño, no sólo por los monumentos que entonces se construyen sino por cuadros que en dicho tiempo se pintaron.

Todo desarrollo artístico presupone una era de prosperidad económica que permita el que el artista, disfrutando de relativa holgura, se dedique de lleno a la búsqueda de lo bello; que el gran público tenga medios para adquirir obras que sirvan para ornato de las moradas y satisfacción de los instintos estéticos; los magnates y directores de la sociedad recursos para emprender en obras monumentales, para decorar las iglesias o los palacios, con preciosos ornamentos, o embellecerlos con atractivas pinturas.

Esto ocurre en Quito en el XVII cuando los obrajes y el comercio de telas hacían que de otros reinos de Indias afluyese la plata, que aquí no se sacaba de las minas, con lo que las fortunas eran en Quito más estables que en Potosí, por ejemplo, con lo que las gentes de vivir más tranquilo podían refinar el gusto artístico.

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Así floreció la gran escuela de pintura quiteña al mismo tiempo en que se edificaba nuestros suntuosos templos que, recubiertos de oro y de primorosos entalles, nos están diciendo que no fue Quito una pobre y olvidada colonia.

Esta holgura material se manifiesta entre otras cosas en la importación de cuadros.

Rodríguez Docampo al describir Quito de 1650 habla varias veces de cuadros traídos de España o de Italia; el Padre Quesada para hermosear el Colegio de San Fernando trajo de Roma cargamentos de pinturas; los criollos ilustres que salían a Europa y volvían a su patria traían láminas y lienzos, con qué embellecer sus casas y capillas; algunos hidalgos peninsulares al venir a radicarse en Indias traían consigo obras de arte y así vinieron a Quito cuadros de Ribera, del Murillo y del mismísimo Tiziano; altos funcionarios peninsulares trajeron algunas veces a los reinos donde iban a ser Virreyes o Presidentes sus museos formados por ellos o heredados de sus mayores. El Arzobispo Virrey, don Antonio Caballero y Góngora llevó consigo a Bogotá una colección maravillosa, que estaba en Cartagena al estallar las guerras de la independencia, detenida por las larguísimas tramitaciones del Juicio de Residencia, que comprendía desde esculturas helénicas, hasta cuadros de Rafael y Velásquez, según reza el inventario que se guarda en el Archivo de Indias de Sevilla.

Luis Héctor Barón de Carondelet, el último de los Presidentes de la Real Audiencia de Quito que acabó pacíficamente su período, trajo consigo cuadros flamencos de gran valor.

En el espacio de tiempo comprendido entre la fundación de Quito y la Constitución del Ecuador en República independiente, debieron venir miles de cuadros italianos,   —458→   flamencos, franceses y españoles, desde las importaciones en gran escala como la hecha por el primer Obispo don Garci Díaz Arias, hasta las de una sola pequeña lámina, venida en el equipaje de algún humilde chapetón.

Así, si de Quito salían por cajones pinturas y esculturas para ser vendidas en diversas poblaciones de América, llegaban también innumerables obras europeas como lo atestiguan las muchas que aún se encuentran entre nosotros.

Este comercio de cuadros era un fenómeno general a todas las ciudades españoles de Indias; en Lima tuvo tal importancia que casi impidió la formación de una escuela local, en el Cuzco parece haber sido menos intenso que en Quito.

La llegada de cuadros europeos servía de estímulo para los pintores criollos que los contemplaban con espíritu crítico, a fin de examinar qué podían aprender, pero sin esnobismo ni deseo de imitarlos servilmente; los de verdadero mérito eran copiados repetidas veces y se multiplicaban sus reproducciones.

Así el aislamiento en que vivían los pintores de Quito o el Cuzco, era roto por la importación de telas y láminas, que, datando, aun las que llegaban juntas, de distintos tiempos y proviniendo de diversas escuelas, producían influencias entrecruzadas en la pintura criolla.

Ya hablamos del pintor seudo gótico de principios del XVII, Mejía, de la influencia Miguelangesca a que estuvo sometido Fray Pedro Bedón.

Hay un pintor vigoroso cuyo nombre ignoramos y que a juzgar por ciertos indicios debió pintar por 1615-1638, el autor del Desposorio de la Virgen y San José del Monasterio de la Concepción, el colorido, el dibujo,   —459→   el equilibrio de la composición inducen a clasificarlo como pertenecientes a la escuela pictórica española, fuertemente influida por el arte italiano y anterior al Greco.

Hernando de la Cruz, cuyo nombre seglar fue Fernando de Ribera, nacido en Panamá en 1591, de padres nobles y ricos, en sus mocedades si no siguió la carrera de las letras, cultivó la poesía y la esgrima en la que fue consumado maestro, pero lo que estudió con mayor esmero fue el arte de la pintura. Quiso que una hermana suya fuese monja Clarisa y, para ello, vino trayéndola a Quito, donde a poco tuvo un desafío en que salió el contrincante herido de una estocada, lo que fue ocasión para que Ribera, desengañado del mundo, ingresase a la Compañía de Jesús, en la que ingresó como coadjutor, en 1622, profesando en 1624, llamándose, desde entonces, Hernando de la Cruz, hasta su muerte ocurrida en 1646.

A este singular varón de altísima contemplación mística cúpole la extraordinaria honra de haber sido confidente y director espiritual de la Beata Mariana de Jesús.

Rodríguez Docampo dice que lienzos suyos se ven en la Iglesia de la Compañía; Morán de Butród, poco posterior a él (nacido en 1668, muerto en 1749) en 1721, escribe que «a su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos» del Colegio de los Jesuitas de Quito. El Padre Juan de Velasco en 1788 afirma «los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció al Templo y al Colegio Máximo, fueron y son el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro».

Las obras de este artista, que fue además maestro en el arte pictórico, ya que tuvo una escuela en que enseñaba   —460→   a pintar, deben encontrarse sin duda en la Compañía de Quito y en los otros colegios y propiedades de los jesuitas.

Tres cuadros se le pueden atribuir con seguridad: los grandes lienzos del Infierno y el Juicio Final, que están a la entrada de la iglesia y el retrato de la Beata Mariana que se guarda en el Carmen Alto, los dos primeros han sufrido tantos y tales retoques que no sirven para estimar su obra y conocer su estilo.

En la Compañía quedan algunos lienzos de la época, de muy desigual valor, que si algunos serán del Hermano Hernando de la Cruz otros es probable lo sean de los que aprendían a pintar bajo su dirección. Los Profetas que ocupan las pilastras del templo, como lo ha probado el doctor Navarro, no son suyos sino de Goríbar, pero los huecos dejados al construirlos para recibir cuadros, no pudieron estar vacíos de 1613 en que se abrió el templo para el culto, hasta 1718 fecha aproximada en que pintó Goríbar sus Profetas, así es probable que antes hubo allí otros lienzos de los que probablemente queda aún uno, un maravilloso San Jerónimo, que desdichadamente retocado por 1910, se conserva en los claustros del Colegio San Gabriel.

El retrato de la Beata Mariana de un colorido semejante al usado por Tintoreto, de esmerado dibujo en las manos y algunos otros lienzos jesuíticos que parece probable sean de Hernando de la Cruz nos muestran un pintor de fuste, de aspecto veneciano y con muchas afinidades con Goríbar.

Miguel de Santiago es el pintor máximo de la escuela quiteña. Sábese que en 1656, diez años después de la muerte del Hermano Hernando de la Cruz, trabajó la monumental galería que adorna el Convento de San Agustín, obra que no pudo ser la de un jovenzuelo, ya que en ella se manifiesta el artista en plenitud completa,   —461→   y que murió en 1706, seguramente en avanzada senectud ya que Santiago cual Tiziano y, por qué no decirlo, como nuestros maestros Rafael Salas, Joaquín Pinto y Juan Manosalvas; fue hombre de largo vivir, que manejó el pincel con maestría hasta más de los setenta y quizás los ochenta años.

Diego de Silva Velázquez nació en 1599 y murió en 1660; Zurbarán, en 1598 y 1662; Murillo en 1618 y 1682; Valdez Leal, en 1622 y 1690; fue pues Santiago contemporáneo de los máximos pintores españoles, más, si se tiene en cuenta el retardo con que llegaban a Indias todos los movimientos culturales de la Península.

El colorido de Santiago es sobrio, predominando los tonos sombríos y el claro oscuro, la pincelada larga, ágil y ligera, el dibujo correcto pero no detallado, pecando en ocasiones en defectos muy singulares de perspectiva.

Hizo paisajes de realismo verista copiando la naturaleza del agro andino de su patria, como en la galería que pintó para la Sacristía de Guápulo, pero los que empleó como complemento en algunos de sus grandes cuadros son de un carácter indeterminado, muy al estilo de los de Velázquez.

En la soltura con que maneja el pincel, haciendo con dos o tres brochazos una oreja por ejemplo, o con pocos trazos un pie bien formado, Santiago recuerda al Greco más aún que al mismo Velázquez, alejándose mucho de la manera de Murillo. Sus telas parécense también a las del Greco con el que tiene afinidades notables en todo lo que no es el dibujo deformado y el color, lo primero obedecía al estrabismo del Theotocópoulos, lo segundo a la escuela veneciana, de la que no se encuentra, ni huellas, en Santiago, que a la inversa de Goríbar es netamente español.

Santiago es el autor de un tipo especial de inmaculada, muy difundida en Quito, el de la Virgen de la Eucaristía,   —462→   que tiene como característica muy suya el que María sostiene entre sus manos una custodia con la Sagrada Forma.

El tema de la Inmaculada Concepción ha sido favorito de los pintores españoles. Lo abordó Velázquez en un cuadro de la Colección Laurie Frére. María rebosante de serena devoción, elevada sobre nubes, con los ojos bajos y las manos juntas ora mientras su cabeza la coronan las estrellas. Está sola, reinando en el cielo. Ribera nos la muestra en el cuadro de la iglesia de las Agustinas de Salamanca, sostenida en su ascensión a lo etéreo por una muchedumbre de angelitos que empujan hacia arriba su trono, que es la luna, mientras otro grupo de angelillos levantan las nubes como un telón para facilitar la ascensión de la Celestial Señora. Ella con las manos cruzadas sobre el pecho, las ropas agitadas por el viento mira con señorial majestad al infinito.

Para Valdez Leal, en el cuadro de la National Galery de Londres, en medio de nubes o querubines está contemplativa y serena con las manos cruzadas en el pecho. En el cuadro de Antolínez del Museo del Prado sostenida y rodeada de ángeles, en medio de un viento huracanado, sube al Empíreo, mientras con dulzura mira a la tierra.

En Murillo «en las imágenes de Inmaculada Concepción, con la Purísima erguida sobre la media luna, en una nube animada por ángeles, todo el acento de la expresión se pone en los ojos elevados en lo alto».

De las muchas Inmaculadas de Santiago es la mejor y más compleja, la del Convento de San Francisco, lo esencial de la composición del pintor quiteño es la figura de la Virgen asentada sobre la luna y un trono de nubes, atisbada por querubines, de absoluta serenidad y reposo, con la vista levantada al cielo y teniendo la custodia en las manos.

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Otro de los grandes pintores quiteños fue Nicolás Javier Goríbar. En 1685 testó su padre don José Valentín, en 1688 bautizaba a uno de los hijos de su matrimonio siendo padrino su hermano Miguel, ya sacerdote, coadjutor de Guápulo en 1718, firmaba un grabado, en 1736 pintaba en San Francisco. Debió pues conocer a Santiago y aun cuando en sus cuadros nada revela la influencia de éste, la leyenda y la tradición lo hacen pariente y discípulo.

Goríbar por el colorido un tanto veneciano por la manera de manejar los pinceles parece tener mayor afinidad con Hernando de la Cruz que con Miguel de Santiago.

En el siglo XVII, o mejor dicho de la época en que el Padre Basilio de Ribera hacía pintar la Vida de San Agustín, en la que trabajó Miguel de Santiago, vivió en Quito otro pintor sobresaliente, cuyo nombre nos es desconocido. Dibujo valiente de corrección impecable, pincelada ágil y ligera pero menos suelta que la de Santiago, ejecución valiente pero más detallada que la de éste, colorido de gama más rica y variada sin dejar de ser sobria; son las características que distinguen a este excepcional artista.

En el seiscientos, a juzgar por la gráfica con que escribe su nombre, debió pintar J. Montúfar, que por el perfil que da a sus cabezas recuerda algo a Morales, el dibujo de sus composiciones siempre grandiosas y barrocas es muy diverso del de sus contemporáneos y tiene ciertos atributos medio prerrafaelitas, que parecen sugerir alguna conexión con Mateo Mejía; el colorido es vivo, los fondos claros de notable luminosidad, la pincelada minuciosa y lenta.

Isabel de Santiago hija del gran pintor Miguel de Santiago, y esposa del Capitán Antonio Egas, aprendió junto a su progenitor el arte de la pintura, sus cuadros   —464→   que con frecuencia tienen fragmentos admirables, que no son suyos sino del padre, se caracterizan por un cúmulo de flores o animalillos que revelan la pequeñez de espíritu de su autora.

Entrado ya el siglo XVIII los pintores quiteños más dignos de mención son Antonio Astudillo que parece haber sido discípulo de Goríbar a juzgar por las características de sus lienzos; los hermanos Francisco y Vicente Albán que tienen otra manera de pintar muy diversa de colores fuertes y encarnaciones subidas que se deben, a no dudarlo, a influencia de la escuela francesa de la época de Luis XV.

Legarda de quien hicimos ya mención al tratar de los escultores fue también pintor de mérito, que fijó en el lienzo la misma imagen de la Inmaculada Concepción que esculpió en madera, pero suprimiendo el feo aditamento de las alas y dándole un fondo que le convierte en Maris Stela. El dibujo es correcto, los angelillos que vuelan en torno deliciosos por su frescura, buena anatomía de verdaderos niños y tierna encarnación, el paisaje muy bien logrado, la combinación de luces y sombras armoniosas, el colorido fresco no chillón como en Albán, la pincelada un tanto lamida.

Legarda en el cuadro de que venimos hablando, se muestra el verdadero maestro y predecesor de Manuel de Samaniego. Éste debió nacer por 1765, tenía más de 30 años en 1791 y murió de edad avanzada entrado ya el siglo XIX. Es, pues, un contemporáneo de Goya.

Fue retratista de subidísimos quilates, pero ponía más atención en los rostros que en los cuerpos y en estos la concentraba sólo en la vestimenta, pero sus cabezas rebosantes de vida y de una encarnación vigorosa y fresca , pueden figurar junto a las mejores del final de setecientos.

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Autor de grandes cuadros inundados de luz radiante de colores claros o vivos como el Tránsito de la Virgen, se sobrepuja a sí mismo en los de pequeñas dimensiones en que se muestra miniaturista consumado. Pertenece a la escuela francesa de Boucher y Fragonard por el colorido y la pincelada fina y por cierto acento pastoril y profano que, no podríamos explicar por qué, se desprende de sus lienzos. Es un pintor rococó que se equipara con el escultor Caspicara en algunos respectos, pero que no llegó a ser como este neoclásico y académico.

La escuela de pintura mexicana, contemporánea con Miguel de Santiago y Goríbar, está representada, principalmente por Baltazar Echave el viejo y el mozo, Luis Juárez, Juan Rodríguez Juárez, Sebastián Arteaga y el Jesuita Padre Manuel, que cada uno, en su estilo peculiar, sigue, no obstante, una tendencia común que da a la escuela mexicana «que si no produjo ningún pintor de alta calidad, es simpática por el esfuerzo que supone para seguir la corriente hispánica en medio tan alejado de sus centros vitales».

En la Nueva Granada hubo un pintor de gran talla, que la tradición afirma mantenía estrecha amistad con nuestro Miguel de Santiago, Gregorio Vázquez de Arce nacido en 1638 y muerto en 1711. Parécese en muchos respectos a Santiago pero es más prolijo en el dibujo, de colorido de mayor vivacidad y pincelada menos suelta.

En el Convento Franciscano de Bogotá había por 1924 unos cuadros simbólicos que se atribuían a Vázquez, bien diferentes por muchos conceptos de los que pintó para la Capilla del Sagrario de la Catedral y que nos recordaban, fuertemente, las obras de Santiago, quizás la tradición de la amistad entre ambos tenga algún fundamento.

Fácil es advertir en muchos cuadros cuzqueños, por ejemplo en los que en la iglesia de San Sebastián, representan   —466→   la historia de San Juan Bautista, o en la de Santa Teresa la vida de la Doctora de Ávila, en algunos de la Catedral, marcada influencia flamenca.

Comparados los cuadros quiteños con los de la escuela del Cuzco, se advierte en éstos menos soltura en el manejo del pincel, riqueza de expresión y escrupulosidad anatómica en el dibujo de las extremidades; mayor brillo del colorido, variedad en la gama de las pinturas empleadas y cuidado en los fondos; estos paisajes o arquitecturas son detalles sin importancia para el artista quiteño, que pinta en el verde y soleado paisaje de la sierra ecuatoriana, un escape espiritual de la aplastante y tétrica magnificencia de la puna para el pintor del altiplano.

En la iglesia de San Sebastián del Cuzco hay dos cuadros firmados por Diego Quispe Tito, el uno con la fecha 1677 representa el martirio del santo titular de la iglesia, tema muy tratado por los pintores renacentistas, ya que sin dejar de ser religioso permite lucir hermosas musculaturas. El de Quispe Tito es un cuadro muy bien dibujado, de hermoso colorido y una marcada influencia flamenca. En la misma iglesia en la capilla de San Lázaro hay una Pietà del mismo artista hecha veinte años antes, de técnica vulgar, colorido sobrio y que nada tiene de flamenca.

Lo mejor que produjo la escuela pictórica del Cuzco son los doce lienzos que representan las festividades de Corpus Cristi, que están en Santa Ana, un gran lienzo que estaba en 1928 junto al Coro Bajo de Santa Catalina que son todos de una misma mano y los cuadros de la vida de San Francisco que adornan el claustro principal de ese convento.

Los que representan las festividades de Corpus son doce, de los cuales se aseguraba están perdidos cuatro,   —467→   que fueron encontrados en la misma iglesia de Santa Ana por nuestra esposa, que tuvo la feliz ocurrencia de mover unos bastidores años hacía amontonados contra un muro.

Dos cuadros en que se pinta la participación, que en la procesión del Corpus tenían los españoles, son más altos que los otros diez. Son de un valor histórico extraordinario ya que contienen retratos de personajes reales algunos con sus nombres, otros fáciles de identificar, que muestran con precisión admirable la indumentaria y costumbres cuzqueñas en el siglo XVII, cuando aún los nobles indígenas vestían según la usanza de sus predecesores precolombinos.

El autor de esta maravillosa galería es Basilio de Santa Cruz, pintor de pincelada valiente y suelta que tiene gran parecido con su contemporáneo Miguel de Santiago, hasta en la frecuencia con que ambos incurren en errores imperdonables de perspectiva.

Estos lienzos y aquel de Santa Catalina a que nos hemos referido, se distinguen por un admirable realismo y un colorido muy verdadero. Los planos posteriores son de una ejecución somera y magistral, mientras el detalle es completo en los primeros. La perspectiva es defectuosa; en el primer término se ve una cenefa de cabezas magistrales pero que parecen colocadas independientemente del resto de la escena. El artista trasladó al lienzo la realidad tal cual la veía, aun cuando falto de técnica no pudo dar el ambiente apetecible a la obra.

La influencia flamenca a través de Rubens es apenas perceptible en alguno que otro ángel mofletudo y coloradote que desentona el resto.

Los cuadros de la Vida del Patriarca en el claustro del Convento de San Francisco son de otra mano, entre ellos hay algunos inconclusos, otros hechos a medias entre   —468→   el maestro y sus discípulos y están afeados por la influencia flamenca tan contraria al espíritu de la raza que con cortas figuras retronchas y sonrosadas produce un efecto caricaturesco.

En La Paz los cuadros son casi todos de la escuela cuzqueña, que en San Benito de Potosí está representada por una magnífica serie de fines del XVII y en San Juan de la misma ciudad por otra que data de 1715.

Parece que Chuquisaca fue el centro de otra escuela de pintura peculiar distinta de la del Cuzco. El pintor más representativo de ella parécenos haber sido Melchor Pérez, sus telas datadas en 1705 son duras, de pobre colorido y defectuoso dibujo; en 1708 ejecutó composiciones que pretenden ser grandiosas y que sólo resultan complicadas, que están en San Lorenzo de Potosí; en ellas la ejecución es muy laboriosa y concluida con poco aliento, el dibujo es pobre especialmente el de las manos y los pies, el colorido sin vida, las carnes están muertas. Hacia 1718 había aprendido ya mucho pero subsisten, atenuados, los defectos anteriores particularmente en cuanto al colorido.

Otro artista chuquisaqueño es el que trabajó en San Martín de Potosí, sus pinturas bien distribuidas, de dibujo correcto, de color sobrio pero vivo, tienen un sabor español muy sevillano.

Es curioso que en Chuquisaca casi no hay cuadros cuzqueños, siendo los importados numerosísimos, especialmente españoles e italianos sin que falten flamencos, quiteños y mexicanos.

Creemos haber puesto de manifiesto en este discurso que ya en el siglo XVII existían en la América Española nacionalidades castellanas, suficientemente definidas y vigorosas, para producir en la arquitectura, pintura, escultura y artes decorativas variedades regionales de significado   —469→   geográfico, dentro de la tendencia espiritual de lo barroco.

Algunas de estas modalidades tiene clara relación con las primitivas gobernaciones convertidas más tarde unas en Presidencias, otras en Virreinatos y con el andar de los tiempos en Repúblicas Independientes, tal acontece con México, Guatemala, Colombia y el Ecuador.

La provincia artística de Bogotá y Tunja es la Nueva Granada de la época en que se inicia la separación de España, pero no incluye la antigua Gobernación de Popayán, en donde predomina el arte Quiteño, porque dicha región formaba parte de lo que hoy es Ecuador cultural y políticamente al principiar las Guerras de la Independencia.

El arte quiteño se extiende por todo el Ecuador incluso Popayán, cuyos templos son netamente del ciclo de los nuestros.

En lo que hoy es Perú y Bolivia las variedades artísticas no coinciden con las divisiones políticas contemporáneas; hay una circunscripción artística que las rompe; el Sur del Perú y el Norte de Bolivia presentan una peculiaridad marcadísima, que parece decirnos con la elocuencia inconfundible de lo que se ve y se palpa que la demarcación política hecha por Bolívar, quizás fue un tanto arbitraria y que no fueron sólo cálculos políticos los que indujeron al Mariscal Andrés de Santa Cruz a establecer tres Repúblicas, en lo que eran y son sólo dos.

Estas variedades regionales del barroco se deben, sin que pretendamos enumerar todas las causas: al material humano de que disponían los directores de obras, el personal indígena con sus distintas tradiciones artesanales y de cultura; al influjo ejercido por los primeros maestros blancos que al enseñar albañilería, cantería, pintura o talla a los indios y mestizos, establecieron precedentes que irían constituyendo escuelas. El paisaje, el medio   —470→   influye en el arte, pero en grado muy secundario si se compara con el valor que tienen las fuerzas anímicas y de cultura antes mencionadas.

Sería un rompedero de cabeza el buscar en el medio la unidad artística de Arequipa digamos y de Potosí, la diversidad entre La Paz y el Cuzco, la relativa uniformidad de Lima con Huancavilca.

Pero si el arte criollo esto es el de los blancos las gentes de estirpe castellana, residentes en Indias adquiere modalidades locales, junto a él fórmase en todas partes, más en la escultura que en la arquitectura, más en la pintura que en la escultura, un arte popular folklórico para uso y consumo de las clases incultas, el bajo pueblo de las naciones hispanas del Nuevo Mundo.

Recordemos la composición racial de estos países. A la cabeza de la sociedad está el elemento puramente castellano; los nativos de la Península, los infanzones e hidalgos de casa y solar conocidos, nativos de las Indias, herederos de los Conquistadores y Primeros Pobladores, o de nobles venidos de España, casi siempre a desempeñar algún cargo administrativo.

Viene luego una clase social media, con mayor o menor cantidad de sangre blanca: la de los descendientes de castellanos pecheros que pasaban a Indias en el séquito de los nobles; la de los mestizos acomodados con un pequeño porcentaje de sangre india.

Sigue a esta la de los artesanos, entre los cuales hay mestizos e indios puros, pero que han adquirido una cultura más o menos íntegramente española.

Vienen por último los indios y los negros esclavos que habiendo perdido, más o menos completamente la civilización aborigen, sólo han recibido débiles toques de la castellana.

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Esta estratificación está entrecruzada por los desplazados: nobles indios que sin dejar de serlo, alternan y hasta emparentan con los señores castellanos; mestizos de talento y suerte que llegan a los primeros puestos en los conventos y universidades; hidalgos a quienes reveses de fortuna o una vida rota y licenciosa echan guarda abajo por las escaleras de la sociedad.

El indio si tiene medios económicos, desearía tener un cuadrito, una estatuilla, para rezar ante ella en la capilla del anejo, en la iglesia de la parroquia, y falto de gusto y de recursos contrataría en la mayor parte de las veces a un artista ramplón poco más culto que él.

El mestizo de la baja clase buscaba imágenes para su pobre casa o para el altar de la cofradía de su devoción, pero él tampoco podía contratar los servicios de los pintores y escultores de renombre, sino de artífices mediocres que suplican su deficiencia con superabundancia de dorados, florecillas policromas y otras trivialidades. Y así nace el arte popular, que en ocasiones invade los grandes templos y contrata a su servicio a los mayores pintores, que en sus talleres hacen que sus discípulos ejecuten por docenas cuadros populares, en los que ellos trazan tal o cual figura.

Esta pintura populachera de los siglos XVII y XVIII ha cautivado a Ángel Guido, que quizás le da demasiada importancia53 . Tiene, no hay duda, el encanto de lo folklórico, posee ingenuidad, frescura, al igual que todas las artes populares del orbe, pero carece de maestría y no representa el gusto artístico de las clases cultas.

En el arte quiteño el estofado de oro de los cuadros, es un elemento que siendo casi una característica de la   —472→   pintura popular, se encuentra también en lo señorial y en obras de los más grandes de nuestros pintores, como el tríptico de la Virgen con San Joaquín y Santa Ana, pintado por Miguel de Santiago, que hay en uno de los altares del corredor alto del claustro de San Francisco de Quito.

Quizás el uso del estofado de oro proceda en el arte quiteño de la escuela gótica a través de Mejía.

En el siglo XIX iniciase un profundo cambio en el gusto no sólo en la literatura sino en arquitectura, pintura y escultura. Si en poesía ya en Orozco aparece esta tendencia que culmina en Olmedo nuestro más grande escritor neoclásico, el templete erigido por Carondelet en el atrio de la Catedral es la manifestación de la misma corriente artística en arquitectura. En los años inmediatos a la construcción de esa obra, nada monumental se edifica, las Guerras de la Independencia y la penuria económica que dejan como secuela, impide el que por años se construyan edificios de valor artístico. Por 1840 en el mismo gusto clasicista se arregla el Palacio de Gobierno, poniendo la columnata que da a la plaza, y algo más tarde la fachada de la residencia de los Arzobispos.

Posteriormente, cuando ya el comercio de las quinas principia a florecer, es cuando las familias señoriales construyen en el corazón de la ciudad aquellas hermosas residencias que dan a Quito aspecto uniforme y distinguido, en el que predomina la línea horizontal. El plano interior es el de la casa colonial quiteña que anteriormente describimos, pero la fachada es diversa, ha desaparecido la portada monumental al mismo tiempo que los muros desnudos, las ventanas se han vuelto menos distantes y están encuadradas en marcos de sencilla elegancia; una cornisa remata toda la pared de la fachada, sobre la que puede estar el alar de canecillos de madera. La casa que para su residencia hizo construir el General   —473→   Juan José Flores, vandálicamente derrocada en nuestros días, aquella en que funciona la Corte Suprema de Justicia y la dirigida por don José Manuel Jijón para vivienda de su hermana Doña Antonia, en la intersección de las calles Venezuela y Sucre son buenos ejemplos de aquellas grandes mansiones clasicistas pero muy quiteñas de los primeros años de la República.

Con el andar de los tiempos arquitectos alemanes harán perder un tanto, muy poco, el sabor regnícola de las buenas casas, que no por eso dejarán de ser bien quiteñas hasta que aparezcan afeando nuestra ciudad tantas monstruosas edificaciones como las hechas en estos últimos cuarenta años.

La arquitectura religiosa que en los primeros años de la actual centuria produce aún una construcción monumental digna de la gloriosa tradición quiteña, la cripta de la iglesia de Nuestra Señora de Las Lajas, al otro lado del Carchi, obra del arquitecto e ingeniero ecuatoriano Gaulberto Pérez, no se libra de la espantosa decadencia de la arquitectura civil, allí están para demostrar lo dicho tantas infelices iglesias, trasladadas al ladrillo de algún vulgar manual editado en Alemania que pretenden ser románicas y sólo parecen decoraciones teatrales para algún escenario de aldea, cual San Roque de Quito.

La escultura conservó mucho de lo que en la Colonia la hizo famosa; Carillo siguió bastante de cerca la tradición de Caspicara en su faz clasicista recibiendo ello no obstante influencias románticas. Vélez en Cuenca hizo Crucifijos únicos e inimitables.

Místico y asceta preparábase con penitencia y meditación para ejecutar sus obras, que las hacía despacio y con amor. Sus Cristos en la Cruz sobrepujan y con mucho en expresión patética y adolorida que invita a la oración y en perfección anatómica a los que nos legaron   —474→   el Padre Carlos, Pampite o Caspicara, pero de Vélez puede decirse que sólo fue autor de Crucifijos.

En la pintura Bernardo Rodríguez que en algunos lienzos de juventud se muestra afín de Samaniego es ya el pintor neoclásico de colores sobrios.

Ramón Salas dibujante de escuela y colorista fresco y vivo parece querer en algún lienzo seguir las huellas de David.

Los Cabreras Ascencio, Nicolás y Tadeo son los epígonos de Samaniego, que se adueñan de su manerismo, pero no su genio.

El gran pintor de la primera mitad del siglo XIX es Antonio Salas, en el que, por fenómeno singular, parece continuar la tradición del Hermano Hernando de la Cruz y de Goríbar, retratista magnífico, es poco afortunado en los cuadros religiosos.

Cadena que ya pertenece a la segunda mitad del ochocientos, en sus óleos de retrato parece inspirarse en la técnica de los pintores ingleses contemporáneos de él.

Rafael Salas y Juan Manosalvas que estudiaron en Italia y Joaquín Pinto son los últimos representantes excelsos de la escuela pictórica quiteña, siendo artistas románticos, tras ellos sólo hay que mencionar a Antonio Salguero, que a su muerte no sabemos si una traición artística centenaria ha fallecido o duerme esperando el genio que lo despierte.

Nuestros contemporáneos pueden ser grandes pintores pero en ellos la quiteñidad se busca inútilmente.

Hemos terminado nuestra tosca reseña de la historia del arte quiteño y pedimos perdón a vuestra benevolencia por haberos fatigado con tan desmañada disertación.

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En arte como todas las manifestaciones de la cultura, todo lo que nuestro País tiene de bueno y de bello se ha hecho al amparo de la Iglesia y lleva el sello de lo Católico.