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ArribaAbajoDe «Política conservadora»

(Tomo I, págs. 97-209)



ArribaAbajoGestación de la nacionalidad: el nacimiento de la nacionalidad. Un siglo de vida

(Fragmento)


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Gestación de la nacionalidad


El reparto de la tierra

El conquistador bravío que venía de una Europa que acababa de salir del feudalismo y hacía pininos en el sendero de las monarquías absolutas, pensó, al tomar posesión de la nueva tierra, ser en ella señor de los vasallos que a la corona de Castilla ganaba con el valor de su espada. Forjose, quizás en su fantasía con vivos colores un cuadro halagüeño: América estaba muy distante del poder real; sería en ella un noble tan independiente y dueño de su feudo como los barones más reacios para obedecer al soberano, allende las fronteras españolas, en donde los privilegios de que gozaban las villas, la pequeñez de los Estados antes de la unión de Castilla y Aragón habían impedido que el feudalismo tuviese la importancia que el de otros países.

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Pero como era castellano celoso de sus prerrogativas, para que no fuesen conculcadas por sus iguales, las poblaciones que fundó las llamó villas o ciudades y las dotó de cabildos encargados de administrar justicia, a imagen y semejanza de los que existían en la madre patria, que contrapesaban los anhelos feudales, al mismo tiempo que servían para mitigar la absoluta autoridad de la corona.

Los monarcas que en la Península veían con malos ojos lo que era obstáculo al ejercicio de su poder, no permitirían que en el Nuevo Mundo refloreciese el feudalismo y se constituyese una aristocracia poderosísima, señora no de títulos cortesanos y cuantiosas fortunas, sino de provincias y vasallos.

Por esto, Hernán Cortés pasó tan tristes días; por tal motivo, Carlos V ofendió con sus ordenanzas a los conquistadores del Perú; a demoler el feudalismo que estaba fundándose, mandó a Vaca de Castro, al virrey Blasco Núñez y sobre todo al astutísimo La Gasca.

Las guerras civiles del Perú fueron la lucha entre la monarquía absoluta del siglo XVI y las formas sociales más antiguas que los conquistadores querían hacer retoñar en el Nuevo Mundo. El sentimiento de lealtad al rey, el apoyo de la Iglesia, empeñada en mejorar la suerte de los indígenas, la obra de los letrados que veían mayores probabilidades de medrar si triunfaba el partida del soberano, vencieron la causa de los conquistadores con la cooperación de muchos de entre ellos que así defraudaban sus propias ambiciones.

Mientras los galeones iban repletos con los quintos reales tomados de los despojos que se hacían a los indios, no se pensó en ordenanzas que mitigaran los sufrimientos de los hombres de color, ni preocupó la esclavitud a que eran reducidos; mas cuando ya no hubo templos idolátricos que desnudar del oro que cubrían los muros, ni vajillas de metal precioso que fundir, entonces la corona   —117→   cobró celos del poderío de los conquistadores, pensó que no estaban bien las encomiendas perpetuas, y empezó a estrujar a los indianos, cuando ya los indios eran yesca, para que dieran jugo de riqueza con que calmar la sed que sentía el tesoro español, siempre exhausto por las gloriosas aventuras de Flandes, Italia, Francia y Alemania; mas esto no se hizo sin dejar la mita, el repartimiento y otros medios adecuados para que los criollos pudieran a su vez extorsionar a los indios.

¡Cuestión toda de conveniencia! Si ya Fernando el Católico andaba receloso del virreinato de las Indias concedido al primer almirante, Carlos V podía aún tolerar la constitución de un nuevo feudalismo, mientras había un rescate de Cajamarca que quintar; pero no desde el momento en que se empezaban a trabajar minas y cultivar haciendas.

Golpe de muerte para lo que puede llamarse la primitiva constitución de la sociedad española en América, fue el que recibió el feudalismo conquistador en Jaquijahuana; pues las luchas posteriores, como las de Hernández Girón y don Sebastián de Castilla, representan sólo los estertores de la agonía de una concepción muy cara a ánimos esforzados, para que pudiese desaparecer calladamente.

El español fue, en un principio, señor de vasallos; la posesión de la tierra le importaba únicamente en cuanto necesitaba de ella para la casa y huerta o para mantener un hato; su riqueza no consistía en la posesión de cosas sino en el dominio de hombres que debían tributo perpetuamente a él, a sus herederos y sucesores.

La monarquía quitó la perpetuidad, hizo que las encomiendas fuesen por una o dos generaciones; relajó los vínculos que unían al indígena con el encomendero; poco a poco fue cuidando que no se encomendasen los indios vacos, y se los adjudicase a la real corona, con lo   —118→   cual destruyó el feudalismo naciente, pero no su organización.

La propiedad territorial privada no existía en la mayor parte del antiguo Perú; había tierras asignadas al inca, a los dioses, a los caciques y a los aíllos; las dos primeras con la dominación española pasaron a ser realengas; los caciques siguieron poseyendo lo que antes usufructuaban; las tierras de los aíllos se convirtieron en propiedad de las comunidades indígenas.

Vino luego la reducción de la tierra, hecha con fines civilizadores, pero no siempre logró libertarse de la influencia de los intereses personales. Las parcialidades indígenas eran pequeñas y vivían desparramadas; era preciso concentrar la población para que recibiese el influjo de la cultura europea. Los pueblos aborígenes, con excepción de unos cuantos centros importantes, eran tan sólo el sitio donde estaba la huaca, vivía el cacique, y donde los naturales tenían unas cuantas casas en que hospedarse cuando se reunían, mientras la mayor parte del año moraban cabe las chacras o agrupaciones fortificadas que se erguían en un risco de la cordillera. La concentración de los aíllos en pueblos alteró profundamente la forma en que estaba dividida la población y produjo cambios en el emplazamiento de las tierras de comunidad. Estas se señalaron en la cantidad que se juzgó necesaria para satisfacer las necesidades de la agrupación, fuese mayor o menor de la que antes estaba destinada para que cultivasen. Por pequeños que fuesen los adelantos que la conquista introdujo en la agricultura, por lentamente que adoptase el indio el arado, el buey y las herramientas de fierro, el cultivo del suelo llegó a ser más intenso, y menos preciso el turno de los terrenos sembrados unos años, abandonados otros; con lo que disminuyó la extensión que requerían las parcialidades para trabajar su sustento; lo que les quedaba sobrante podían enajenarlo, previo permiso de la autoridad y en muchas ocasiones lo hacían.

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La comunidad a veces con el transcurso de los años dejaba de existir, y era reemplazada por el mestizaje, por un pueblo de blancos, a los cuales sólo para el pastoreo interesaba la propiedad común; en tal evento, la venta de las tierras cuando no llegaban a ser tenidas por realengas o del Estado, era segura, conservando cada familia no en usufructo sino en propiedad la parcela que cultivaban, que por lo mismo entraba en el comercio con lo cual no era raro que llegase a ser el núcleo, alrededor del cual el blanco formaba una hacienda o era absorbida por la heredad vecina.

Las tierras asignadas a los caciques en tiempo de la gentilidad, eran de ordinario extensas y situadas en las regiones más fértiles; con ellas debía subvenir el curaca a los gastos que demandaba su categoría; atender a las necesidades de sus súbditos; eran hacienda pública. Al hacerse la reducción de la tierra, común fue que éstos conservaran sus campos, que podían quedar distantes del pueblo, y entonces pronto eran considerados patrimonio particular del cacique, quien disponía de él a su antojo, que ordinariamente consistía en venderlo poco a poco a un criollo y despilfarrar la hacienda hasta quedarse pobre, sumándose a la masa proletaria de sus hermanos de raza.

Las tierras realengas que comprendían todas aquellas que pertenecían al inca y a las huacas y cuantas quedaban vacantes, la corona no las iba a conservar improductivas; ni era compatible con la organización española el cultivarlas por cuenta del erario público, como hacían los soberanos del Cuzco, y como podían haberlo hecho con los mitayos; así fueron cedidas a los españoles previo pago de una suma al erario, que contaba con el producto del repartimiento de tierras, como uno de sus más importantes ingresos.

Generalmente el repartimiento se hacía durante la visita del reino. El visitador (hombre prominente en la   —120→   administración, a veces el virrey, como cuando Toledo recorrió gran parte del Perú, en otras, un miembro de la Audiencia, es decir siempre un personaje grave) principiaba por el empadronamiento de los naturales, a fin de conocer cuántos eran los que estaban obligados a pagar el tributo al encomendero o a la corona; determinaba luego la tasa de lo que debían tributar, y fijaba el número de indios que debían trabajar en las mitas, por cuánto tiempo y dónde; hecho esto, señalaba las tierras pertenecientes a la comunidad, de acuerdo con las necesidades de ésta; daba extensión poco más o menos grande al curato; examinaba los títulos de propiedad de los terratenientes vecinos, y sacaba a remate las tierras vacas, asignándolas al mejor postor.

Como las visitas se repetían periódicamente ya que la hacienda real estaba siempre escasa de dinero, natural era que paulatinamente se fuesen vendiendo las heredades sin dueño y menguando los lotes asignados a la comunidad y al curato.

El español, peninsular o el criollo de Indias o el mestizo rico que pretendía pasar por noble, no iban a trabajar con sus manos la hacienda que adquirían; así, juntamente con el terreno recibían el derecho a determinado número de mitayos, o sea jornaleros que debía proporcionar la parcialidad indígena vecina.

Las tierras del curato podían venderse previo el permiso del ordinario y de las autoridades reales; y, frecuentemente, se enajenaban para atender a los gastos de la construcción de la iglesia, de una nueva torre o altar o por motivos menos justos, y pasaban a formar parte de las haciendas particulares.

Los blancos, que vieron defraudadas las esperanzas de ser señores de vasallos, comprendieron bien pronto que su porvenir estaba en la adquisición de bienes inmuebles, que redituaban bien si para trabajarlos disponían   —121→   de suficiente número de indígenas que eran de más provecho, mientras más vinculados con la tierra que labraban. Así el feudo de vasallos se trocó en el de fundos, a los cuales, como el caracol a la concha, quedaban vinculados los vasallos. En vez de una aristocracia de guerreros hubo una de terratenientes, la que de ningún peligro era para la corona, ya que en derecho la jurisdicción que el hacendado tenía sobre sus súbditos era sólo aquella inherente al contrato de trabajo.

¿Cómo pudo acontecer esto? Hemos dicho que, después de la derrota de Gonzalo Pizarro en Jaquijahuana, fue destruido el feudalismo, pero no su organización; poco importaba para el indígena que la encomienda en vez de ser perpetua fuese por una o dos generaciones y que vaco por la muerte de tal conquistador o de su nieto, se le encomendase a un chapetón recién llegado o al descendiente de un personaje de nombre; su condición, por ello, no mudaba, aun cuando cambiase el apellido del señor; así, el pasar de la encomienda al concertaje no significaba para él mucho; trocar un vasallaje por otro y cuando éste era más ventajoso no era cosa para pensarla dos veces.

El mitayo que trabajaba en las tierras de un terrateniente encontraba provecho en quedarse a vivir en la hacienda del señor, que así tenía amo propio que mirase por él y le tratase más benignamente, que si sólo había de atender a sacar el mayor fruto del trabajo que temporalmente debía darle de bracero.

El repartimiento era otra institución que favorecía el concertaje. Con el humanitario propósito, en apariencia, de enseñar a los indios a trabajar y a valerse de los productos de la civilización europea, pero con el verdadero fin de economizar el salario de los corregidores y otros funcionarios subalternos, el rey facultó a éstos la introducción de cierta cantidad de mercaderías, la que   —122→   proporcionalmente debía repartirse entre los indígenas; quienes quedaban obligados apagar su valor después de cierto tiempo. ¿Qué más natural que el pobre indio pagara el precio del repartimiento trabajando la heredad del corregidor, si la tenía en la provincia, no obstante serle prohibido o de su agente, o de uno de sus amigos y si, como sucedía muy a menudo, al cabo del año no había reunido la cantidad precisa para satisfacer al corregidor y el tributo, antes que sufrir el remate de sus pocos bienes y la prisión por lo que aún debía, continuar prestando sus trabajos por un crédito que cotidianamente iría acumulando con los nuevos repartos y la imprevisión peculiar de su raza?

Si era libre y no tenía protección, si le embargaban cuanto poseía e iba a caer en la cárcel, ¿qué podía hacer para dar alimento y vestir a su familia, sino empeñarse a sí mismo, como garantía de un préstamo, vinculándose a la hacienda en donde trabajarían él y sus descendientes?

Visto bien y consideradas todas las cosas, para él era menos mal conseguir amo que por él velase que quedarse en los pueblos expuesto a los vejámenes del corregidor, el cacique, los principales mandones, para que le exigiesen el pago del tributo, el trabajo de la mita, el precio del repartimiento o la satisfacción de sus caprichos. En una hacienda tendría quien vele por él, como cosa propia; quien, como igual, pusiese a raya al funcionario blanco abusivo, a la autoridad indígena, el peor tirano y lobo rapaz de las comunidades, al decir de respetados escritores de los siglos XVI y XVII, quien como superior reprimiese, sin que, por eso renunciase el indio al derecho de acudir a los funcionarios reales, cuando los excesos del amo requieran remedio.

Han pasado muchos años desde que se abolieron la mita, el tributo y el repartimiento; ¿no viven hoy más   —123→   seguros los indios a la sombra de una hacienda que en los anexos a merced del teniente político, el alcalde o cualquiera que pretenda ser tenido por blanco?

Mas todo lo dicho no bastaría para explicar la existencia del concertaje, si no correspondiera condiciones inherentes al espíritu aborigen. El imperio incaico y las organizaciones políticas que le precedieron, modeladas libremente, sin imposición ni influjo extraño, por el comunismo teocrático que caracterizaba a todos, no tenían en cuenta al individuo, cuyos derechos y libertad desaparecían ante los del aillo, del imperio, padre y tutor de los súbditos, cuyas necesidades debía prevenir, y a los que a su agrado obligaba a trabajar. Estas instituciones modelaron el carácter del aborigen después de haber sido hechas según las tendencias del espíritu. Fueron posibles por la imprevisión propia de la raza, imprevisión que acentuaron con su vigencia. Como infante, el indio necesitaba siempre de ayo; éste eran el Inca, el cacique, quizás ellos mismos tan imprevisores como sus subordinados, pero sujetos a la costumbre y que no tenían embarazo en ordenar trabajos que no ejecutarían, en disponer que se hiciesen economías que no le causarían privaciones. Y el natural, hecho a este régimen, encontraba ventajoso: buscar amo que tuviese graneros repletos, para el día de escasez, graneros que sustituían a los que el inca mantenía con igual objeto en las provincias; y que le diese una muda cuando la que traía puesta se le hiciese pedazos en el cuerpo, sin haber pensado en sustituirla.

¿No tenía el inca, con igual propósito, depósitos de ropa, siempre llenos? Al llegar el día de las fiestas, quién le proporcionaría el maíz para hacer chicha en cantidad suficiente, para la gran borrachera con que estaba acostumbrado a celebrarlas, si el curaca no conservaba como antaño los graneros llenos; ¿quién sino el amo? ¿Qué le importaba, en cambio, pignorar su libertad obligándose   —124→   a ruda faena diaria, si el trabajo forzado y en beneficio ajeno era el único que conocía; si de todos modos tendría que ir a la mita, que tomar parte en las mingas de su comunidad? Así el hacendado fue y es para el concierto, su nuevo cacique, su flamante inca; él le construye la casa; él subviene a los gastos del matrimonio, del entierro; él le da vestido nuevo, comida cuando le falta, dinero para la fiesta. A trueque tenía que trabajar toda la vida, sin redimir la deuda que él por su parte gustoso acrecentaría aun cuando tuviesen sus nietos que satisfacerla. ¿No era indio plebeyo, destinado a perpetua labor?

El indígena tiene el corazón singularmente apegado al suelo que cultiva, al pedazo de tierra en que nació, pasó la niñez, vivió su juventud; puede recorrer, como arriero o mercader, muchas provincias, mas al pueblo nativo vuelve siempre; no en vano los escritores castellanos enumeraron, entre las mayores tiranías de los incas, la traslación de los mitimaes; para comprender cuan duro haya sido el cumplimiento de esta ley, es preciso haber visto a un indio andino ponerse flaco y macilento, llorar como niño y volverse melancólico sólo por permanecer unas pocas semanas lejos del lugar donde estuvo su cuna.

Este apego fue el lazo más fuerte que unió al indio con la hacienda donde trabajaba, en la que tenía huasipungo que cultivar para sí y en donde estaba su casa. ¿Siempre había sido usufructuario de la parcela que le daba la comunidad, qué le venía a él con no ser dueño de su chacra?

Tan íntimo era este vínculo, que el concierto llegó a formar parte de la propiedad inmueble, después de un siglo de república, cuando se han dictado leyes para abolir el concertaje, se han visto negocios de importancia deshacerse, ¡por cuanto el vendedor llevó a otro fundo suyo uno o más peones!

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Mientras esto acontecía y obraban las causas ya apuntadas, haciendo que la propiedad de la tierra comunal se trocase en particular y que en vez de ser patrimonio de los indígenas, fuesen de blancos o mestizos españolizados, actuaban por otros medios que siendo al parecer opuestos, ya que en vez de dividir juntaban, cooperaron al mismo fin, es decir, a la formación de una aristocracia de terratenientes, nos referimos a los mayorazgos, vinculados, censos y capellanías.

La acción de los primeros era semejante, consistía en mantener en el poder de una misma familia, un funda extenso que quedaba fuera del comercio; como el vínculo o mayorazgo sólo podía crearse cuando se poseía fortuna considerable, estimulaba, hasta cierto punto, no sólo con las ventajas económicas que causaba, sino más que todo con el honor que producía, porque el tener tal propiedad era considerado como atributo de la alta nobleza el acaparamiento de tierras.

Las capellanías o censos consistían en la obligación con que se gravaba una propiedad, pagando renta determinada sobre el capital acensuado o satisfaciendo ciertos gastos. Estas instituciones, al parecer, facilitaban la multiplicación de los propietarios, que podían adquirir un inmueble sin disponer de la suma necesaria para pagar todo su valor. Eran instituciones no sólo buenas sino óptimas, que contribuyeron poderosamente al desenvolvimiento de la sociedad hispanoamericana; su abolición ha causado muchos perjuicios. La filantropía, patriotismo o caridad encontraban en ellas el medio de asegurar la perpetuidad de una obra benéfica, librándola de los vaivenes de la fortuna; medio de que hoy carece quien desea fundar o favorecer un establecimiento benéfico. Mas aconteció que se abusó de la facultad de imponer censos o crear capellanías; por lo cual el propietario del fundo trocábase en mero administrador, veíase en la imposibilidad de pagar las pensiones; el predio salía a   —126→   remate; y era adquirido por un terrateniente que contaba con suficientes recursos para afrontar a todos los gastos; cuando no lo conservaba en su poder el beneficiario de la renta.

Las instituciones pías o las familias dueñas de cuantiosos censos contaban con renta saneada, que si no se empleaba íntegramente en el objeto para el que la destinó su fundador, acumulada servía para adquirir nuevas haciendas. En ocasiones, indiscreto celo o administración imprevisora de una fortuna traían por consecuencia gravar más a las haciendas que lo que obrando prudentemente se hubiera debido establecer; y en tal casa a más de los trastornos económicos que esto causaba, venía a corroborar a la formación de latifundios, favorecida por las tendencias de la época.

¿En qué podía emplear un negociante próspero sus economías sino en adquirir una hacienda? No producían éstas no sólo bienestar material sino que a la vez daban importancia social al dueño? ¿Qué otro medio igualmente firme había para asegurar la prosperidad de los descendientes?

Así, mientras se formaba la sociedad ecuatoriana, en los tres siglos de coloniaje, se constituía una aristocracia de terratenientes, basada en la propiedad de fundos extensos, trabajados por indios conciertos, la que subsiste íntegra, después de cien años de vida independiente y que ha sido, digámoslo así, la espina dorsal de la nueva nación. Hoy, parece un tanto arcaica y a nadie se oculta la necesidad de adaptarla a las nuevas condiciones del mundo, a las ideas y sentimientos del siglo; es evidente que necesita mayor flexibilidad, a fin de que desaparezca el carácter parasítico que hemos dicho tiene la cultura occidental de nuestros países y para que los elementos subordinados de la sociedad adquieran todo su valor, para el perfecto desarrollo del organismo; pero, al hacer,   —127→   debemos tener en cuenta cuán delicada es la trabazón de las vértebras, cuán indispensable su estabilidad para la vida y obrar con cuidado, con prudencia suma.




Las castas

La conquista produjo, como natural consecuencia del vencimiento a los aborígenes, la formación de castas, dentro del complejo social que, entonces, se originó. Los sentimientos aristocráticos que prevalecían en occidente, en el siglo XVI, facilitaron este fenómeno; el que, por lo demás, es consecuencia inevitable de todo sentimiento de un pueblo a otro, aun cuando aquello no sea fruto de la guerra, sino de la riqueza o de la diplomacia. Los dominadores siempre forman grupo social superior, que tiende a guardar para sí los privilegios que su situación le ofrece y a colocar a los sometidos en condición inferior.

Si, como en América, el conquistador pertenece a otra raza distinta, no sólo por la lengua y peculiares rasgos fisonómicos sino también por el color y el aspecto general de la persona; si a esto se añade la posesión de cultura inmensamente más eficaz y perfecta, esta división en castas se acentúa y, mientras más marcadas son las diferencias entre dominadores y dominados, mayor profundidad y permanencia adquiere la separación de las castas.

Puede ocurrir como en ciertos lugares de la América inglesa, que la nueva sociedad prescinda de los elementos autóctonos, para las condiciones propias de éstos, ineptos para la convivencia en la colonia; mas no, por esto, desaparece la casta; por el contrario, era y es tan honda la separación, que los que tienen la piel roja eran perseguidos y aniquilados cual bestias de caza.

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La América precolombina, especialmente en donde existían Estados constituidos, como en México, el Perú, tenía organización aristocrática muy compleja, con nobleza que por grados, que la costumbre había fijado con toda rigidez, iba desde el emperador hasta los caciques de las pequeñas parcialidades; los españoles, al principio, la respetaron cuidadosamente, pues cuadraba bien a sus ideas y sentimientos, a tal punto que, muerto Atahualpa Pizarro cuidó de coronar inca, que sometido a él sustituyese al que había hecho ajusticiar; y no uno sino dos fueron los soberanos que recibieron el llauto de las manos del conquistador.

El aprecio a la realeza indígena, la estima que se hizo de los blasones americanos se tradujeron en enlaces, en títulos y escudos de armas concedidos a los descendientes de algunos señores aborígenes, y tuvieron manifestación dramática en la pretensión de la coya por Gonzalo Pizarro, aquel singular y acerado espíritu, que representó más que nadie las tendencias feudales de sus compañeros, tan ingenuamente narrado por Tito Cusi Yupanqui.

De allí se originó que la sangre de los Monteczumas circule en las venas de algunos grandes de España, y la de los incas esté mezclada con la de ciertos infanzones e hijos-dalgos.

Pero éste fue fenómeno momentáneo y hasta cierta punto excéntrico; corresponde, sobre todo, a la época feudal; el que aspiraba a ser señor de vasallos era muy natural que pensase sería bueno para sus hijos unir a los títulos del padre los legítimos derechos de la madre. Bien pronto el indígena, aun de sangre real, fue tenido por inferior a todo blanco por humilde que fuese su cuna; no podía ser de otro modo si el marqués don Francisco fue en la Península guardián de marranos, y el adelantado don Sebastián de Benalcázar salió prófugo de su pueblo por haber matado a palos a un burro que cargado   —129→   de leña arreaba. Estos ejemplos y otros muchos tendían a igualar, en Indias, a cuantos a ella venían, sean gentilhombres de la corte, segundones de preclaro abolengo, hidalgos de solar conocido o humildes pecheros. En el Nuevo Mundo, eran las hazañas y la suerte las que darían brillo a los blasones viejos, o fundarían otros recientes, no menos valiosos.

La nobleza aborigen en cuanto representaba una tradición sacerdotal, fue abolida inmediatamente; y los visitadores de idolatría procuraron que se perdiese toda traza de ella, ya que con razón la estimaban peligrosísima para la fe de los indios; aun a los caciques miraban con mal ojo, por considerarlos depositarios de la tradición pagana y propensos a recaer en la adoración de las huacas y mallquis, con los que les enlazaban la tradición y la historia familiar.

Así en el transcurso de pocos años no quedó de la aristocracia aborigen, más que los cacicazgos venidos muy a menos que sólo los indios estimaban en algo, y que a los criollos interesaban únicamente como un intermedio para mandar a los indígenas. Los debilitados restos de esta secular institución desaparecieron con los albores de la república; el curaca fue un indio como cualquier otro, un simple capataz, que vigila a sus semejantes, sin importancia social; el noble aborigen, o se sumó a la sociedad española, desapareciendo absorbido por la clase de los mestizos pues la familia que había adquirido su herencia por conveniente alianza, procuraba ocultar como una vergüenza, su origen indio, o por la masa común, en donde perdiendo todo rango se igualaba a los demás.

El color de la piel, la contextura del cabello, las costumbres y prejuicios hacían que la clase social constituida por los indígenas fuese una verdadera casta, la ínfima del nuevo organismo.

La importación de esclavos africanos, que comenzó poco tiempo después de descubierta América, vino a complicar   —130→   las cosas. Otra clase social iba a constituirse, que basada no sólo en diferencias accidentales, sino especialmente en la coloración de la piel, tenía que ser estable y volverse una casta.

El negro llegaba a los nuevos países acompañando al amo, formaba parte de su séquito del conquistador; por baja que fuese su posición, pertenecía a los invasores, y se consideraba superior al indio; a la esclavitud misma se acercaba al blanco y le daba ciertas prerrogativas; el servicio doméstico de etíopes era manifestación de riqueza.

En el Ecuador, la inmigración africana tuvo poca importancia. El clima de la sierra no era propicio al negro; así, su número fue muy pequeño; ni en los valles calientes, en donde se destinaba a los esclavos al cultivo de la caña cuando eran escasos los braceros indígenas, llegaron a constituir núcleos considerables. En el litoral, abundaron más, pero existiendo en ciertas regiones numerosa población indígena, la clase de mestizos absorbió casi toda la sangre africana, habiendo lugares en los que casi no quedan huellas de su influjo, mientras en otros subsiste pura en pequeño porcentaje de los pobladores. Si no fuera por la provincia de Esmeraldas, podría decirse que el elemento negro en el Ecuador es tan pequeño que no necesita ser tomado en cuenta; pero allí aconteció que los verdaderos conquistadores de los aborígenes fueron los náufragos de un buque negrero, tan prolíficos que en poco tiempo modificaron el aspecto étnico de este territorio.

La situación del negro fue y es comparable a la del indio, si bien un tanto superior para lo cual bastaría que no tengan lengua propia y hablen y piensen en castellano.

El blanco, el indio y el descendiente de África constituyeron las tres castas principales en las que el color de   —131→   la piel, las formas exteriores dividieron la sociedad que se formó en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Sencillo sería el cuadro, si sólo estos elementos principales lo completaran, pero al Nuevo Mundo vinieron más hombres que mujeres, y la mezcla de sangre verificose en todas las proporciones imaginables entre los tres tipos, produciendo un complejo mosaico étnico; el castellano no desdeñó a la india para mujer, o concubina; la negra diole hijos y las dos razas subalternas no dejaron de juntarse. Mientras el fruto de estas uniones tuvo la piel más oscura, menor fue su estimación; si conservaba el rostro blanco, no era mucha la distancia que de los criollos le separaba. Estas clases medias fueron cada día más numerosas; como entre unas y otras la separación no era marcada, no tuvieron entre ellas la seclusión propia de las castas; formaron, eso sí, una intermedia entre la superior y las dos inferiores, cuya importancia colectiva creció continuamente. La independencia rompió las barreras que la separaban de la europea; el mestizo culto pudo, desde entonces, llegar a los más altos puestos.

Hasta cierto punto pudo considerarse durante el coloniaje como casta especial la de los nacidos en la península; las guerras civiles hicieron que la corona desconfiase de los indianos y procurase que los puestos importantes los ocupen los nativos de la metrópoli; mientras los criollos ni por su número ni preparación no sintieron los efectos de esta preferencia, la cosa careció de importancia; pero, más tarde, las leyes que regulaban la alternativa, la exclusión de los empleos públicos que significaban mando efectivo, volviéronse la piedra del escándalo en la paz de las colonias. En el clero y las comunidades religiosas fue en los que primero se notó esta injusticia.

Tal es la forma en que se sedimentó la sociedad en el largo período en que bajo la dominación hispana gestó la nueva nacionalidad; estas fueron las características del embrión que atenuadas subsisten.

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En el interés de la prosperidad del organismo está que los linderos se borren; preciso es que lo acontecido con la casta intermedia se realice en las demás; la obra es difícil, mas por lo mismo requiere que se la emprenda seriamente.

Nada se gana con desconocer lo que de hecho existe; el mal no se evita con no mencionarlo, o declarar solemnemente que no se lo padece; antes, para extirparlo, es preciso ponerlo en evidencia y buscar el antídoto para obtener la salud.

Mas así como un individuo que tuviese las piernas raquíticas no iría al cirujano para que se las cortase, sino que buscaría al médico que con paciente tratamiento las fortificase y haría metódicos ejercicios que les den la robustez indispensable; así es preciso huir en este caso de los recursos radicales, es decir que no altere el choque de todo el organismo social, para que éste no se destruya, que aunque enfermizo, es necesario y mañana quizás será fuente de vigor.

Y sobre todo nadie olvide que las leyes no reforman lo que antes no corrigieron las costumbres.




Las clases sociales

Descritas quedan en las páginas precedentes, las castas en que fatalmente se dividió la sociedad hispanoamericana en los países andinos (consecuencia ineludible de la diversidad de elementos étnicos que la compusieron y del sojuzgamiento de unos a otros, por sus relaciones históricas y el diverso grado de cultura), castas que tenían constitución estable ya que eran las formas físicas correspondientes a distintas mentalidades, las que las constituían no una ley arbitraria. Pero por esto mismo, lejos   —133→   de ser como las de ciertos países herméticas, podían ser salvadas por hombres excepcionales o circunstancias imprevistas.

La casta mestiza con sus imprecisos límites, formaba algo así como escala y atenuaba las rigideces de la clasificación etnográfica.

Junto a esta división existía otra, la de las clases sociales que es necesario tener también en cuenta.

La primera y más alta formaban la de los gobernantes, casi todos peninsulares, quienes por sus entronques y amistades en la Madre Patria ejercían influjo decisivo que se extendía no sólo a los depositarios del poder real sino a todos sus paisanos.

Seguíanle en categoría la nobleza criolla y los eclesiásticos. Estos, por las instituciones coloniales, la riqueza de que en conjunto disponían, los privilegios de que gozaban y sobre todo por haber sido frailes, curas y obispos, los autores de casi cuanto de bueno y noble se hizo en la América española, eran en ella poderosísimos; por lo cual los gobernantes civiles veíanlos con envidia, de que nacían continuas disputas, en las cuales fue, de ordinario, la iglesia la defensora de la libertad y el bienestar de los nativos, y si no siempre aconteció así, cúlpese en parte a la imperfección de que no se libra el hombre en ningún estado de vida y a que el gobierno de Indias prefería ver en los altos cargos, aun cuando fuesen eclesiásticos, a sujetos nacidos allende el Atlántico. No quiere significar lo dicho que menospreciamos la obra de quienes no fueron criollos; la civilización venía de occidente y preciso era que los que la introdujeron hayan sido europeos; mandatarios civiles hubo tan benéficos como el insigne presidente de la Real Audiencia de Quito, Luis Héctor, Barón de Carondelet, que los próceres pocos días después de rebelados contra España decretaban que se le erigiese una estatua, deuda aún no pagada por la capital del Ecuador.

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Lo único que pretendemos afirmar es que cuando se producía colisión de intereses entre los de los americanos y los de la madre patria, no siempre los obispos o frailes peninsulares lograban libertarse totalmente del influjo del grupo a que pertenecían, aun cuando muchos lo consiguiesen, sin que falten ejemplos de americanos tan ansiosos de ser siempre gratos al monarca, que traicionaran al lugar de su nacimiento.

La aristocracia vencida en las guerras civiles sólo adquirió plena conciencia de su misión, al finalizar el dominio español; actuó desde un principio en los cabildos y fue, por consiguiente, utilísima para moderar el absolutismo que pretendían ejercer los representantes de la corona. Al iniciarse la vida republicana era la depositaria casi exclusiva de hombres preparados para gobernar y dirigir a los nuevos pueblos.

A ella pertenecían o pretendían pertenecer gran parte de aquellos que hemos llamado en otro lugar aristócratas terratenientes que no tenían necesariamente que ser nobles y en ocasiones eran mestizos y bien podían descender de pecheros españoles. El señor de blasonada alcurnia era, salvo caprichos de la fortuna, dueño de fincas; el que las tenía podía carecer de pergaminos nobiliarios, pero la posesión de haciendas heredadas de padres o abuelos daba lustre y bienestar. De estas familias y de las nobles salían, de ordinario, los que se dedicaban a profesiones liberales o ingresaban al clero, es decir, cuantos en las colonias representaban al elemento intelectual y no eran peninsulares, si se exceptúan, hasta cierto punto, la medicina, la pintura y la escultura.

Los hijos de peninsulares de oscuro nacimiento que no habían logrado enriquecerse en Indias, al cabo de poco tiempo se confundían con la población mestiza que si vivía en las ciudades se ocupaba de los oficios manuales o se dedicaba al comercio en pequeño, formando así la burguesía o el obrerismo urbano de las nuevas sociedades,   —135→   al que frecuentemente ingresaban los hijos ilegítimos de las clases superiores.

Si moraban en los campos y lograban ser dueños de parcelas, eran los elementos directivos de las parroquias o asientos, elementos que, paulatinamente, absorbían a los indígenas o los alejaban a los anexos, de tal modo que con el transcurso del tiempo la mayor parte de las poblaciones rurales han llegado a estar constituidas casi exclusivamente por este elemento. Fácil sería hacer larga lista de los pueblos de indios del siglo XVI que hoy sólo están habitados por blancos.

Los trabajos agrícolas, la obra de braceros eran patrimonio del indio, a quien incumbía también ciertas faenas domésticas, constituyendo así uno de los proletarios de las comunidades hispanoamericanas.

El negro, esclavo o no, se radicaba en los climas ardientes, cuando no iban a las ciudades a ser el sirviente de lujo de sus amos.




La articulación territorial

Si la sociedad se estratificaba en capas, simultáneamente se articulaba, repartiéndose orgánicamente por el territorio.

El reino de Quito era unidad social antes de que llegaran los castellanos y la forma en que se verificó la conquista robusteció y confirmó esta unidad; la ciudad de Santiago de Quito fundada para llenar urgentes necesidades del momento, no existió sino en el acta notarial que la creaba. Pudo haber sido trasladada del campo estratégico que Almagro y Benalcázar escogieron para resistir a las huestes de Alvarado, a los suntuosos aposentos de   —136→   Cajabamba, que quizá estaban en el sitio en que nació la villa del Villar de don Pardo o Riobamba la vieja, como parece indicarlo el nombre que aún lleva uno de los caseríos que de sus ruinas nacieron; pero más al norte existía ya una población, centro del dominio incásico, categoría que se repartía con Tomebamba, capital del sur. Esta había sido duramente castigada por Atahualpa; Quito, de donde partió el ejército vencedor del inca y que era como la base de su poder, pudo encontrarse entonces en el apogeo de su importancia indígena. A ella tenía que ir Benalcázar, si quería vencer la tenaz resistencia de Rumiñahui y los otros capitanes que salvaron el honor del imperio, el cual de rodillas cayó ante Pizarro en la celada de Cajamarca; y la villa de San Francisco de Quito estaba destinada a ser la capital y cédula matriz de la nueva nacionalidad. ¿Por qué Benalcázar, en vez de fundar una nueva población como hizo Pizarro en la ciudad de los reyes, escogió para cabeza del reino el sitio en que estaba emplazada la fortaleza fabricada por Túpac-Yupanqui, para extender las conquistas hacia el norte y proteger a los países recientemente ganados? ¿Quizás porque no sintió, tanto como su jefe, la necesidad de tener el mar a la mano, o porque separadas las tribus cultas del litoral de las de la sierra por extensa zona de bosques vírgenes, una ciudad ribereña se prestaba mal para centro del nuevo país o porque no podía él llamarse descubridor de la costa? ¿Cuál fue el motivo por que se prefirió Quito a Tomebamba? ¿Influyó, acaso, la destrucción por Atahualpa o el deseo de alejarse de Pizarro para facilitar el desarrollo de sus ulteriores proyectos?

El hecho es que, fundada la villa de San Francisco de Quito, fue el centro de la nacionalidad en ese momento engendrada.

Los españoles no ocuparon un país desierto, sino bastante habitado y en el que existían seguramente mayor número de pueblos de los que hay actualmente, en los   —137→   que moraban los aborígenes; para ejercer autoridad sobre éstos y conservarlos sujetos, encontraron bien pronto que las distancias que separaban a Quito de San Miguel de Piura o de cualquiera de las otras poblaciones del sur o de Pasto, eran demasiado grandes; así, a medida que aumentaba la población castellana fueron fundándose otras ciudades o villas, centros a su vez del influjo castellano o bases para proyectadas conquistas; así nacieron Cuenca, Loja, Guayaquil, Portoviejo y otras; cuando el sitio escogido fue seleccionado con acierto, prosperaron; de lo contrario desaparecieron poco más o menos pronto. La selección hizo que subsistieran sólo aquellas que correspondían a una división geográfica; cada una de éstas fue la sede de un cabildo. Fundáronse, en veces, en un sitio cualquiera que al parecer reunía condiciones privilegiadas; pero lo más corrientes fue fundarlas donde ya existía un caserío aborigen. Dichas ciudades a su vez fueron núcleos de donde irradiaba la nueva vida y alrededor de los que se constituían otros pueblos españoles o adquirían importancia en la administración castellana, los de indios. Así, pues, antes de que se pensase en la organización de provincias, distribuirse automáticamente la población, constituyendo las regiones. Estas venían a componerse de un cabildo o varios, entre los cuales existía uno principal aun cuando ante la ley fuesen iguales; de asiento sedes de un corregidor, si eran muy importantes; subordinados a éste, si de menos consideración, y de simples pueblos de indígenas, de los cuales los más poblados eran la residencia del curaca, cuya jurisdicción se extendía a otros menores. Como esta distribución se hacía dejando obrar la realidad, sin ponerle cortapisas, era fundada en la naturaleza y estable. Con el transcurso de los años se ha desarrollado; lo que fue pequeña planta ha crecido; el retoño se ha convertido, en ocasiones, en robusta rama; pero la estructura general del árbol es la misma, aun cuando la legislación actual ignore ciertos elementos o pretenda darles otra forma.

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La existencia del reino de Quito fue confirmada oficialmente con la creación de la Real Audiencia; desde entonces la nación ecuatoriana adquirió personalidad propia que con el correr de los años se robusteció y acentuó. Las audiencias fueron la base de las nacionalidades independientes, sobre todo aquellas que habiendo sido fundadas en los albores del coloniaje subsistieron hasta la época de la independencia. Los virreinatos en América meridional influyeron poco en la formación de los Estados.




El alma religiosa

Este cuerpo social completo necesitaba espíritu que lo vivificase, elemento que uniese entre sí los diversos componentes, y esta alma de la sociedad hispanoamericana andina, que a ambos lados de la línea ecuatorial se formó en las centurias décima sexta, décima séptima y décima octava, es la religión católica apostólica romana.

Así comprendieron quienes llegada la hora dieron autonomía a las colonias; pues, sintiendo que el alma religiosa era la que daba vida a los pueblos por cuyo bienestar sacrificaban cuanto como hombres podían ofrecer en holocausto, cuidaron de jurar conservar incólume la santa religión que todos profesaban, como piedra fundamental del nuevo edificio.

No podía ser de otra manera; la cruz, para el aborigen vencido, era escudo que le amparaba contra los golpes de codicia y crueldad de sus amos; para el etíope esclavo, la carta de hermandad que volvía iguales al negro y al blanco, ante el precio de la Sangre de Cristo, por unos y otros derramada; no valía sólo un puñado de dinero sino un tesoro inestimable, del cual tenían que rendir cuenta el siervo y el señor; para el mestizo era cariñosa   —139→   guía, para el español freno y para el criollo esperanza.

Cuanto de noble y bueno se hizo en América hispana se ejecutó al amparo de la iglesia o en su nombre; suprimid de la historia la labor del sacerdote, los anhelos de perfeccionamiento de algunos seglares, inspirados en todo caso por fuerte sentimiento religioso, entonces la conquista y colonización del Nuevo Mundo serían episodio sombrío, en que campearían la codicia, la crueldad, la perfidia y la brutalidad más desencadenadas. Sin el freno del sacerdote, todas las expediciones descubridoras serían las salvajes hordas comandadas por Lope de Aguirre.

¿Quién defendió al indio contra los excesos del conquistador? ¡El fraile o el clérigo!

Los historiadores, aún los de ánimo más prevenido contra el catolicismo, recuerdan con admiración a fray Bartolomé de las Casas a aquel dominicano de alma ardiente y apasionada, soñador y quimérico que consumió su vida luchando en pro de sus hermanos los indios, provocando la ira del rey contra las faltas de los conquistadores, exagerándolas hasta la hipérbole. Mas lo que se olvida con frecuencia o se procura no recordar es que él no fue excepción, su espíritu latía en casi todos los corazones de los buenos ministros de Dios que había en las Indias; sólo que no todos podían dedicarse a pintar ante el monarca la desgracia de sus súbditos del Nuevo Mundo, sino que preferían quedarse entre ellos ejercitando la caridad evangélica, llamando a cuenta a los españoles, recordándoles continuamente la ley de Dios. Cuando libres de sus apostólicos cuidados tomaban la pluma, sea para escribir la historia de los pueblos dominados, sea para dar a conocer los afanes de los que en el cuidado de la nueva viña les habían precedido, o para dominar las lenguas aborígenes y hablar en su propio idioma a los indianos, del Divino Señor de Nazareth jamás dejaron de   —140→   condenar los abusos de los blancos, interceder por los débiles, predicar caridad a los fuertes, y enseñar la virtud a todos.

¿Será preciso recordar aquellas obras en su género tan distintas de Las Virtudes del indio, de Palafox, La destrucción del Perú, de Molina o el elocuentísimo trabajo de Atienza? ¿No basta, acaso, en confirmación de lo dicho, ojear cuantos libros escribieron los sacerdotes en los primeros tiempos del coloniaje? ¿Será necesario recomendar el examen de los infinitos memoriales que obispos, curas y misioneros dirigían sin cesar al soberano, llamándoles la atención sobre cuanto convenía al descargo de su real conciencia y para que los naturales fueran bien tratados, de cuyos memoriales están llenos los archivos de España y de los que sólo una pequeña parte ha sido publicada? ¿Los que tanto celo manifestaban en estas ocasiones habranse dormido cuando podían laborar con mayor eficacia? ¿Habrán descuidado su misión moralizadora, en el púlpito y el confesionario?

Cuando un seglar, digamos Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés o Pedro Cieza de León levantó su voz en defensa de los maltratados indios, ¿en nombre de qué lo hizo? En el de los principios y enseñanzas de la Iglesia católica. ¿Qué los movió cuando no fue el interés oculto de dejar mal parado a un rival o vengarse de algún gobernador del que estaban quejosos? La moral de Cristo predicada por sus ministros. ¿Quiénes enseñaron a los aborígenes los rudimentos de la civilización occidental, juntamente con la doctrina cristiana? Los frailes y los curas.

No se olvide que el primer colegio fundado en el reino de Quito fue el de San Andrés, para los indios, especie de escuela de artes y oficios, en la cual los franciscanos enseñaban no sólo las primeras letras sino hasta humanidades, el canto y oficios mecánicos a los muchachos aborígenes.

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El primer trigo fue traído por fray Jodoco Ricke y así infinidad de adelantos se debieron a quienes vestían hábito talar.

Con razón el indio sintió bien pronto profunda reverencia e intenso amor por el sacerdote, y fue sinceramente cristiano, aun cuando su mentalidad primitiva no le permitiese penetrar en todos los arcanos de dulzura y belleza que encierra la fe de Cristo. Cien años después de la conquista, el indio, a quien no alcanzó la jurisdicción del santo oficio pues la inquisición era inhábil para conocer las causas de los naturales, había casi por completo olvidado a sus dioses. Bastaron unas cuantas enérgicas gestiones de los visitadores de idolatrías para que los cultos gentilicios desaparecieran, sobreviviendo sólo en lugares muy apartados, únicamente en forma de oscuras supersticiones, de que no está libre pueblo alguno de la tierra.

En el cuidado de los menesterosos, indios, blancos o mestizos ¿quién se ocupó? La Iglesia. Obras Pías fueron los hospitales que pronto se fundaron en todas las ciudades importantes; los hospicios se constituyeron siempre al amparo de la cruz; la limosna misma se pedía y se daba por amor a Dios.

La imprenta llegó siempre a América cubierta con el manteo de un religioso; la primera prensa, los primeros tipos que hubo en el Ecuador, los trajeron los jesuitas. La primera obra que salió de esos talleres fue un librito con devotas oraciones en loor de la Santísima Virgen.

La primera escuela gratuita para niños la debió Quito al padre García, preclaro dominico, a quien, como a su compañero fray Ignacio de Quesada, debe nuestra patria la inmortalidad del bronce. Antes, mucho antes, existían ya escuelas, colegios y hasta universidades fundadas, dirigidas y costeadas por institutos religiosos.

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No sólo en Quito, en todos los países americanos la creación de establecimientos de enseñanza fue siempre obra de eclesiásticos; en nuestra patria, basta mencionar el seminario de San Luís, el colegio de San Fernando, las facultades universitarias de San Gregorio Magno, Santo Tomás de Aquino y San Fulgencio.

La cultura colonial que hizo que estos remotos países no fueran oscuras factorías, sino centros llamados con el tiempo a figurar entre naciones civilizadas fue todo de origen eclesiástico, católica por inspiración, esencialmente cristiana por su naturaleza.

Y esta cultura era el alma de la nueva sociedad.

Nuestra arte, de que tan orgullosos debemos estar los ecuatorianos, arte vigoroso, de que nada tiene de provincial, ¿no es, acaso, enteramente religioso? En los conventos nació, en ellos se conserva, fueron las comunidades monásticas, ricas e influyentes las que hicieron posible su espléndido florecimiento.

En remoto risco andino hay la choza de un indio, es el descendiente de los antiguos dueños del país; observemos con cuidado para advertir qué es lo que une a la infeliz familia de este indio con la sociedad, a que con su trabajo beneficia. No por cierto, los anhelos del lucro; satisfecho vive en medio de su pobreza, ni siquiera cruza por la mente la idea de mejorar de condición; no seguramente el amor, patria apenas posee nociones de que es ciudadano de un país, del que no tiene otro testimonio que las exacciones del teniente político o del cobro de algún impuesto; tampoco el del idioma, él habla y piensa en su propia lengua. ¿Cuáles son, pues, los vínculos? La iglesia del pueblo a que acude los días festivos, a oír la santa misa, iglesia en que ha sido bautizado y recibirán nombre sus hijos, en donde ha sido bendecida la unión con su compañera y constituido el hogar, en donde se elevarán preces por su eterno descanso el día   —143→   en que muera; iglesia a cuya sombra está el cementerio, llamado a guardar los restos suyos, con los de sus padres y descendientes, cubiertos con la misma tierra bendita que la de los huesos del mestizo y del blanco, hasta que para unos y otros suene la trompeta de la resurrección y comparezcan el pobre gañán y su amo el hacendado ante un mismo Juez, para ser juzgados según los talentos que hayan recibido y sólo en atención a sus virtudes. Sabe que entonces la pena que le aguarda si ofendió al Señor o el premio que recibirá, serán semejantes para él y para el blanco.

La iglesia en cuyos templos se congregan igualados todos ante la Sangre de Cristo, dominadores y dominados, la que ora indistintamente por los hombres sea cualquiera el color de la piel.

La fe en un Dios que por todos murió en una cruz y al que el infeliz peón puede, con el mismo título llamar padre y pedir el pan cuotidiano, como el más encopetado criollo, sabiendo a ciencia cierta, que sus preces son igualmente escuchadas; la fe, decimos, en Dios, sublime y consoladora.

He allí lo que el aborigen ha recibido del conquistador o mejor dicho del sacerdote que le acompañaba; la hermandad de Jesús, la fe en el Crucificado, la divina moral enseñada por Cristo, las bienaventuranzas predicadas en la Montaña, las sublimes y ciertas perspectivas de una dicha eterna, para los pobres de espíritu y los humildes de corazón. Rico e inestimable don que hizo desaparecieran para siempre los sacrificios humanos, los ritos lascivos, las tenebrosidades de los cultos gentílicos. Timbre de orgullo para la Madre Patria fue su catolicismo; su más limpia gloria, la pureza de la fe; su mayor grandeza, el ardor que puso siempre en defender y propagar las enseñanzas de Cristo. Y ese espíritu animaba a los descubridores, aun cuando, de carne flaca e impulsados   —144→   por ardientes pasiones, sucumbiesen con frecuencia a los embates de la codicia o del orgullo, engendrando crueldades, homicidios y otros crímenes que no se pueden disculpar, pero sí atenuar en algo, si se tiene en cuenta la magnitud de la empresa en que estaban empeñados, lo pequeño de los medios de que disponían, la falta de freno en países lejanos, en donde se sentía tan poco el poder de la justicia y adonde no venían los virtuosos sino los más audaces y aventureros.

Católicos sinceros (pues a Dios volvían de sus extraviados pasos, cuando la vejez, la desgracia o la muerte cercana apagaban el hervor de las pasiones, manifestando arrepentimiento a veces con acentos de trágica elocuencia, como en el testamento de Marco Sierra Leguizano), al constituir las nuevas sociedades y fijar sus hogares en los países recién descubiertos, diéronles organización esencialmente cristiana.

La religión presidía los actos todos de la vida, cuya concepción misma era católica. Con el bautismo, recibía el criollo el nombre que usaría; sus padres enseñarían de consuno luego al niño a invocar a Dios, la doctrina cristiana y las oraciones serían lo primero que aprendiese, y en la mente tierna gravaríanse profundamente la esperanza del cielo o el temor al infierno. Los actos litúrgicos, las preces comunes afirmarían más tarde estas instrucciones, que se completarían luego en la escuela o colegio dirigidos por sacerdotes y las impresiones de la niñez y la juventud no harían sino robustecerse hasta el día en que descansase en la paz del Señor o sufriera eterno castigo.

Para el mestizo las cosas no ocurrirían de distinta manera; pudiera ser que la madre, los tíos maternos le iniciasen en la tradición aborigen y sus teogonías, pero no por ello sería su fe menos firme. Garcilaso de la Vega apegadísimo fue a todo lo aborigen y usó con orgullo el   —145→   título de inca; pero esto no amenguó su religiosidad cristiana.

¿Habéis leído alguna de las muchas y patéticas relaciones de lo que hacían los moradores del reino de Quito cuando un volcán amenazaba ruinas con columnas de humo y fuego, con espesas tinieblas y pungentes olores sulfurosos, o cuando la tierra se sacudía en formidables convulsiones? ¿Podrá encontrase prueba más convincente de que la fe cristiana era la carne de la carne, la sangre de la sangre, de la nueva sociedad? Ricos y pobres, nobles y esclavos, hombres y mujeres, criollos, mestizos, indios y negros ambulaban por las poblaciones con los pies descalzos, las cabezas cubiertas de ceniza, los cuerpos de cilicios, haciendo penitencia y clamando compasión a Dios; allí eran las confesiones, públicas pregonando a gritos los pecados secretos; allí era el unirse en matrimonio los amancebados; allí el devolver lo hurtado los ladrones; el restituir las ganancias ilícitas el usurero.

Flor de esta sociedad, cuya alma era la religión, no tan sólo culto externo sino caridad viva y ardiente, es aquella mujer joven esposa de Cristo, de cuyo martirio quiso ser participante, la Beata Mariana de Jesús, la quiteñilla lozana, a la cual ajaron las más rigurosas penitencias, que se consumió en holocausto por su pueblo, que hizo de su casa una ermita y fue lirio de pureza, por lo cual de su sangre brotaron azucenas. Y ella no fue única, aun cuando sus imitadores sean menos conocidos; todo un capítulo y uno de los más interesantes de nuestra historia está por escribirse, el de las vírgenes excelsas que honraron a su patria y amaron a Dios. Juana de Jesús, Juana de La Cruz, la inspirada poetiza, la Santa Teresa americana, la Madre Catalina de Jesús Herrera, pruebas son de que el catolicismo nuestro era capaz de llegar a las más altas esferas de la mística.

Que el catolicismo de la colonia era verdadero fuego de amor y no simple fórmula ritual, demuéstranlo no   —146→   sólo los nombres de aquellas audaces penitentes y arrebatadas místicas, una de ellas elevada por la iglesia infalible a los altares, sino el de muchos claros varones que aquí podríamos mencionar, tales como el obispo Solís, el ilustrísimo Villarroel, fray Pedro Bedón, el venerable Urraca, los padres Ontaneda, Bolaños y otros muchos. Pero mucho más decisivo es el testimonio de los misioneros, principiando por el recuerdo del primer jesuita que penetró en las selvas amazónicas, en donde pereció por servir a su Dios, convirtiendo infieles, el padre Rafael Torres, hasta el del ilustrísimo Plaza, el apóstol del Ucayali.

La vida del misionero sujeto a innúmeras privaciones, alejado aun de sus hermanos de hábito, encerrado en la espesura de las selvas, expuesto a mil peligros, sin más compañía que la de rudos salvajes, volubles como el viento, que con cualquier pretexto abandonaban o trocábanse en enemigos, padeciendo hambre y desnudez muy de ordinario, amenazado de continuo por las pestes del trópico, roído el cuerpo por llagas o minado por fiebres malignas, sin más recurso que las hierbas del campo, los cuidados de seres primitivos o los consuelos que podía esperar de un compañero, víctima de los mismos tormentos y del que le separaban considerables distancias, no es vida de aquellas que se emprende por placer, sino únicamente a impulsos de ardoroso idealismo, o con la certeza de pingües ganancias.

¿Y cuál era la que esperaba el misionero? ¿Cuál su ideal? Ganar almas para Cristo, hacer meritoria la suya, purificada por el sufrimiento en obsequio a su Criador. ¿Iba a adquirir riquezas? ¿Por qué otros no han ocupado el puesto que dejó vacío cuando el filosofismo volteriano dejó a los indios del Amazonas sin pastor ni padre? ¿Por qué, de los que han sido atraídos por el caucho, lejos de quedar recuerdos indelebles de virtud, han dejado regueros de sangre y estigmas de crueldad? ¿Iba el misionero   —147→   en busca de honores? Oh, sí, de honores celestiales. En cuanto salía de las selvas ansioso volvía a ellas la mirada, dábase prisa en reparar las menguadas fuerzas para solicitar nuevamente permiso al superior, para internarse en ellas... No, no eran ambiciones terrenales las que daba frutos de tan excelsa caridad.

La historia de las misiones de Mainas, de la Compañía de Jesús parece una leyenda toda entretejida con sacrificios y heroicidades supraterrenas; pero leyenda cierta, documentada. ¿Dígase ahora si esta comunidad religiosa que tenía casas y colegios en casi todas las poblaciones importantes del reino de Quito y que en su seno abrigaba una legión de varones apostólicos que en medio de la oscuridad de la selva virgen, venciendo tamañas dificultades, servían con tanto lustre al Rey de los reyes, no habría contado con predicadores llenos de espíritu de Dios que con su palabra y ejemplo inculcasen al pueblo la moral de Cristo; con prudentes confesores que dirigieran las conciencias de los penitentes que a ellos acudían, por los senderos del Crucificado, con virtuosos maestros que formaran a la juventud por ellos educada, de acuerdo con el espíritu de Jesús?

Al lado de los jesuitas y las misiones de Mainas, en menos escala, es verdad, pero no por ello menos meritoriamente, dominicos y franciscanos ejercitábanse en la conversión de los indios infieles. ¿Lo que se afirmó de los unos no podrá con igual verdad aseverarse de los otros?

Franciscano y nativo de Quito fue aquel varón inflamado en amor a Jesucristo, fray Fernando de Jesús Larrea, fundador de los colegios de propaganda fidei de Pomasqui, Popayán y Cali.

A las misiones que las otras comunidades religiosas sostuvieron en lo que ahora es el Ecuador, ha faltado un historiador. Cosa igual habría acontecido quizás con las de la Compañía, sin la expulsión decretada por Carlos   —148→   III pues, exceptuando la obra del padre Rodríguez, casi todas se escribieron cuando durante el ostracismo, imponiendo a sus autores forzoso descanso, éste se les hizo dulce recordando las fatigas pasadas.

Al parecer existe palmaria contradicción entre lo dicho en las líneas que acaban de leerse y los disturbios, escándalos y sacrilegios que la historia nos cuenta que sucedieron en los conventos de Quito en la época colonial y los primeros tiempos de la república.

Aquellos son ciertos, constan de documentos auténticos; de ellos queda prueba plena; muchos de ellos fueron narrados con verdad por nuestro historiador el ilustrísimo señor doctor don Federico González Suárez, quien fue sacerdote, canónigo de las catedrales de Cuenca y Quito, obispo de Ibarra y por último Arzobispo de Quito. Su testimonio no puede ser tachado de parcial contra el clero y las instituciones monásticas; él no obró de ligero, estudió cuidadosamente; por lo tanto, sabía lo que escribía y lo hizo cuando estuvo cierto de contar la verdad; no procedió atropelladamente, consultó su conciencia y escribió seguro de proceder de acuerdo con los dictámenes de la moral.

Nosotros, lejos de rebatir sus afirmaciones, podemos añadir, sin temor de equivocarnos, que revolviendo los archivos de España y el Ecuador, podría aumentarse mucho el número de los acontecimientos, escándalos unos, criminales otros, sacrílegos los más, que se podrían contar que los que fueron culpables miembros del clero secular o del regular, que el ilustre historiador o no conoció o no creyó del caso recordar, por no tener importancia para la historia de nuestra nación.

¿La contradicción se acentúa? Lejos de ello hemos aceptado lo de la relajación monástica, afirmamos el hecho de que hubo escándalos y, sin embargo, sostenemos que la fe de la colonia era viva, traducida en obras de   —149→   excelso amor a Dios; que el clero, en conjunto, era el causante de este fervor religioso que mantenía la moral cristiana y dignificaba a la sociedad; añadimos que tal cosa aconteció en los siglos XVI y XVII; que a fines del XVIII, justamente en el período que menos escándalos registra la historia, fue más general la corrupción y que los mayores excesos se cometieron en los primeros tiempos de la república.

«¿Sabéis por qué un malvado de gran talento compromete, por decirlo así, la reputación de los demás, prestando ocasión a que de algunos casos particulares se saquen deducciones generales?» escribía Balmes, «porque en un malvado de gran talento todos piensan, de un malvado necio nadie se acuerda; porque forman un vivo contraste la iniquidad y el gran saber y este contraste hace más notable el extremo feo; por la misma razón que se repara más en la relajación de un sacerdote que en la de un seglar. Nadie nota una mancha más en un cristal muy sucio; pero en otro muy limpio y brillante, se presenta desde luego a los ojos el más pequeño lunar».

La observación perspicaz del filósofo español no necesita comentarios; ella nos dispensa de insistir en el motivo por el cual la mayoría de los lectores de la Historia General de la República del Ecuador, por el ilustrísimo González Suárez no prestan atención alguna a los largos capítulos en que se cuenta la edificante vida de los obispos que han ilustrado la sede quiteña, sus múltiples aciertos en el gobierno de la diócesis, la fundación de recoletas por frailes ansiosos de perfección, la generosidad de los que daban sus bienes para la creación de centros de enseñanza y beneficencia, el encendido amor a Cristo que animaba a nobles doncellas o recatadas viudas que establecían nuevos monasterios. Esto y mucho más de laudable se narran en aquel ponderado libro del que con frecuencia sólo se citan la picante aventura o sacrílego amorío de algún tonsurado. A ello contribuyen la defectuosa   —150→   distribución de la obra, distribución que relega para un tomo especial y él último, la vida intelectual, como si no fuera parte integrante de la historia civil, e indispensable para comprender el estado social de cada época.

De las misiones también trata en tomo separado, como si fuesen sucesos independientes que no se relacionasen con los narrados en el cuerpo de la historia, aun cuando esta división puede justificarse más que la otra, no deja de ofrecer serios inconvenientes. La riqueza de la compañía, que se pone de manifiesto al tratar de su expulsión, requería saber cómo y en qué se empleaba y para ello era preciso saber lo que los jesuitas hacían en Mainas.

González Suárez como explorador de la historia del período colonial, tenía forzosamente que limitarse a tratar de los sucesos externos que conmovían a la sociedad, dejando para sus continuadores el perfeccionar la obra y ocuparse en la vida del pueblo; y claro está que el acertado trabajo de un director de conciencia, la predicación de un sacerdote animado por divino celo, la educación de la juventud por maestros virtuosos, no son acontecimientos ruidosos, de que quedan en los archivos voluminosos procesos. Son acontecimientos de todos los días, que se ejecutan modestamente y que sólo cuando la investigación ha penetrado las entrañas del pasado aparecen a la vista del estudioso. Por ser la excepción, por eso los escándalos y crímenes dejan tras sí la huella de numerosos testimonios, mayores mientras más peregrino es el suceso.

Que el clero de la colonia no era despreciable, demuéstranlo mil incontrovertibles testimonios. No sería aquí ocioso recordar que el ilustrísimo Oviedo afirmaba que los profesores que enseñaban en la facultad universitaria de San Gregorio Magno podían, con su ciencia honrar las cátedras de Salamanca o Alcalá de Henares, si no tuviéramos   —151→   constancia fidedigna de lo que valían los miembros de una comunidad religiosa que íntegra e intempestivamente fue trasladada del remoto reino de Quito a Europa, en donde los jesuitas criollos supieron honrar a su patria y al instituto en que se habían formado, con su ciencia y virtud: Aguirre, Orozco, Illescas, Velasco y otros muchos figuraron con honor en Italia.

La misma comunidad que encerraba hombres tan depravados como fray Gamero, por la misma época de los famosos acontecimientos del monasterio de Santa Catalina, contaba con elementos valiosísimos y era capaz de tan nobles acciones, como el establecimiento del Colegio de San Fernando y la Universidad de Santo Tomás de Aquino. ¿Cómo explicar ésta, al parecer, insondable contradicción entre un hecho laudabilísimo, fruto de santo patriotismo y nobilísima generosidad y aquellos excesos? ¿Cómo sino recordando que mientras pocos eran los corrompidos que escandalizaban con su maldad, hubo muchos buenos frailes animados de cristiano fervor?

Examínese la vida de aquellos serafines, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y se encontrará que junto a ellos y a otras almas privilegiadas existían uno que otro fraile o monja perversos, espíritus tibios y flacos que se dejaban arrastrar por los acontecimientos en contacto con otros virtuosísimos, entre cuya influencia y la de los malos fluctuaban los débiles. Cosa parecida acontecía en los monasterios y conventos quiteños. Sor Catalina de Jesús Herrera, en su preciosa autobiografía (inédita aún por desgracia, que la literatura patria se ve así privada de una de sus más preciadas joyas) describe, con encantadora sencillez, un estado de cosas muy semejante. La relajación de pocas sirve para hacer resaltar la virtud de las demás y la santidad de algunas, entre las que sobresale la mística escritora.

Monasterio que produjo flor tan fragante, monasterio que encerró en sus muros a una Juana de la Cruz, no era   —152→   no pudo ser antro de perdición, cueva de sacrilegios, como podría suponerse por la relación verdadera de los escándalos que acontecieron en el siglo XVII.

La más virtuosa profesión no muda la naturaleza humana, ni destruye la inclinación a lo malo, no suprime las pasiones aun cuando les ponga cortapisas. Nada tiene pues de sorprendente que existan frailes perversos y monjas deshonestas; que los haya en una época dada no es indicio de que tales defectos sean peculiares de toda comunidad, a que pertenecían los escandalosos; lo único que ello significa es que por cualquiera circunstancia los frenos morigeradores de las bajas inclinaciones del hombre no funcionaban normalmente.

Cuando nada anormal perturba la organización monástica, el individuo que apartándose del espíritu religioso, lejos de buscar la perfección que para alcanzarla tiene a la mano todos los medios adecuados, se entrega a lamentables desvaríos, es bien pronto llamado al orden y si prosigue en sus errores, separado del instituto. Si tal cosa no sucede, es síntoma de que algo perturba la marcha regular del monasterio y que si no se remedia aumentarán diariamente las notas discordantes y escandalosas, será cada día mayor el número de los extraviados, sin que por ello sea preciso que todos, ni aún la mayoría de los religiosos sean indignos de su ministerio.

La vida secular andaba demasiado mezclada con la del claustro en la época colonial; esto dependía, en parte, de la misma importancia social de los conventos y de la quieta existencia de nuestras poblaciones. La elección de un superior por la influencia que tal acto ejercía en la sociedad, era asunto de trascendencia, con el que estaban vinculados intereses materiales y morales de los seglares; además había tan pocos motivos de preocupación pública que lo que debía tener resonancia tan sólo dentro de los muros del convento lo tenía en toda la población. El   —153→   espíritu mundano penetraba así el claustro con el consiguiente quebranto de la disciplina.

Era tan alta la importancia del clero, tan exiguo el medio ambiente que influía en todos los asuntos terrenales, y los sacerdotes en semejantes ajetreos no siempre lograban conservarse recogidos.

Las poblaciones indígenas necesitaban pastores celosos y ¿quiénes podrían serlo más que los regulares? Se les confiaba, pues, curatos sacándoles de la vida de la comunidad, lo que a la larga era grandemente perjudicial a su espíritu.

El patronato real daba injerencia a los funcionarios civiles en asuntos eclesiásticos que eran resueltos con criterio mundano; del quisquilloso cuidado de las regalías, nacían rivalidades entre el poder real y el de los obispos, con seguro menoscabo del orden de la iglesia; los díscolos buscaban el apoyo de la autoridad que creían conveniente para sus pretensiones, sin perjuicio de recurrir después a la contraria si a sus fines convenía.

He allí manifestadas someramente las causas principales de la relajación de una parte del clero, y el porqué sus excesos tenían gran eco, porque no eran reparados en su origen y cómo el extravío de pocos afectaba a los más, aun cuando no participaban de él.

La elección de un superior es natural que produzca cierta pacífica contienda entre los electores en nada contraria a la perfección evangélica, siempre que designada el que debe mandar se olviden los ardores de la víspera y se reconozca de corazón en el designado al ungido por el Señor para mandar; utópico sería que en tales empeños no se mezclasen intereses personales y sólo se mirase por el bien de las almas y la gloria de Dios; mas aun suponiendo a todos buenos no es posible imaginarlos perfectos; por lo cual nada de raro hay que asomen puntillos   —154→   de mundanales preocupaciones. Mas ¡ay!, si de estas discusiones salvan los muros del convento y en ellas se mezclan los seglares; entonces aquel fueguecillo inocuo truécase en voraz hoguera que consume la paz del claustro, la disciplina monástica; el orgullo, el amor propio, atizados por el viento que penetra por la puerta (que debió tener cerrada la clausura) dan al traste con el juicio de muchas cabezas; y sólo las llenas de espíritu divino resisten a la furia de la tempestad que tarda poco más o menos tiempo en apaciguarse con el consiguiente quebranto de la disciplina. Y esto acontecía en la colonia con frecuencia. La cerrada puerta cedía, juguete de dos, violentas presiones: la del mundo que quería penetrar los más ocultos rincones del convento; la de los frailes que movidos de impulso laudable, a veces como el de ensanchar el campo del ministerio o por disipación deseaban mezclarse en todos los negocios terrenos.

En la pequeñez del medio quieto de la colonia, los accidentes de la elección de un prior o una abadesa preocupaban a toda la población, por curiosidad, ya que no había cosa de más monto en que entretenerse por la enorme influencia que con su superioridad intelectual y la moral ejercían las comunidades religiosas y hasta por sus riquezas y por el papel descollante que desempeñaban en la vida social de aquel entonces.

Incompleto sería este bosquejo de las causas que alteraban la disciplina monástica si no nos fijáramos en la formación del clero.

El descubrimiento de América reveló la existencia de vastas poblaciones que no había oído la predicación cristiana; y es natural que inmediatamente los espíritus animados de amor a Jesús quisiesen volar a estas regiones en que tantas nuevas almas podían ganar para el Señor; pero las Indias eran también los países de las riquezas inauditas, fáciles de ganar, en donde la ley andaba rota y la moral maltrecha, como acontece en todos los   —155→   dorados, háblese cualquier lengua, sea cualquiera su latitud, y junto con los sacerdotes sedientos de ganar almas venían otros que ansiaban acumular tesoros; verdad es que los codiciosos de dinero más abundaban entre seculares que regulares, y esto no sucedió sólo en un principio. Por otra parte, el ingreso al estado religioso era apetecible, pues daba influjo y aseguraba el pan de cada día; de allí provino que segundones de familias principales vistiesen hábito talar por voluntad propia o paterna, aun cuando tuviesen más vocación para soldados, mercaderes o aventureros.

Aquellos elementos corrompidos y éstos que fácilmente se corrompían, eran los causantes de los escándalos, arrastrando momentáneamente en ocasiones, como cuando de alguna prerrogativa de la orden se trataba, hasta a los verdaderos religiosos.

Estos y otros inconvenientes no obstaron para que el clero ejerciera misión, laudabilísima en la sociedad colonial que por ello fue esencial y sinceramente católica.

El hogar, tanto del indio como del criollo era cristiano y por esto ofrecía hermoso espectáculo de virtudes; la educación era profundamente religiosa, la confianza en Dios y la sumisión a la iglesia presidían a todos los actos de la vida; tan católica que aún hoy no existe un espíritu que pueda ser realmente neutral en este terreno; hay fieles y enemigos de la religión, católicos y anticatólicos pero no acatólicos. El alma religiosa penetra, fortísima, toda la sociedad, domina aun a aquellos que pretenden combatirla.




La formación de la cultura

Nada de extraño encontrará el lector que afirmemos que la cultura que adquirió la sociedad indohispana del   —156→   reino de Quito fue esencialmente católica. Primero, por cuanto era reflejo y trasplante de la de España, que es y ha sido modelada por la religión profesada por esta nación; segunda, porque tenía que expresarse y concebirse en un idioma forjado bajo la influencia de las ideas religiosas; y, en fin, porque siendo una variedad de la cultura occidental o europea, tenía que ser cristiana como ésta.

No se constituyó en América una nueva civilización; los aborígenes contribuyeron tan sólo en grado mínimo para la de los nuevos pueblos; se adoptó una ya formada y en pleno vigor; desde las artes mecánicas hasta las ideas filosóficas, todo fue originario y dependiente de las de Europa.

El cultivo de la inteligencia lo debieron los americanos casi exclusivamente a los cuidados del clero; no sólo las primeras escuelas fueron fundadas por religiosos, salvo alguna rara excepción; se crearon seminarios en cumplimiento de lo dispuesto por el concilio tridentino y en ellos se educó la juventud del Nuevo Mundo; las universidades nacieron junto a estos colegios, ante todo como facultades de teología y cánones para coronamiento de la formación eclesiástica. Las bellas letras se introdujeron como auxiliares de la predicación; de allí se originó que la mayoría de los escritores vistan sotana y haya la preponderancia de las obras del género religioso, hasta entre las escritas por seglares.

La arquitectura rara vez se ejercitó edificando palacios; en la construcción de iglesias y monasterios lució sus primores; decorando los claustros de un convento, las naves o fachadas de los templos, los artistas americanos aprendieron los secretos del arte y desplegaron sus excepcionales habilidades.

La pintura, salvo contados retratos fue por lo menos en Quito -metrópoli artística de Sudamérica- siempre   —157→   religiosa; cuadros devotos produjo para satisfacer la demanda de una sociedad creyente, que quería imágenes sacras para adornar la morada y orar ante ellas; pero sus obras maestras las reservó para cuando se le encomendase la decoración de un altar o monasterio.

La escultura no conoció otros asuntos que los místicos; el arte del decorado sólo encontró campo vasto en que desplegar delicados entalles, cubiertos de brillante oro, cuando trabajó al servicio de la fe y devoción de los colonos.

Las letras y las ciencias fueron en América hasta fines del siglo XVIII provincianas, con excepción de la etnografía y la lingüística. Fray Bernardino de Sahagún en México recogiendo en lengua azteca las tradiciones y mitos de los indios no fue en zaga a los modernos cultivadores del folklore, y superó enteramente a su época; otro tanto hicieron Molina y Ávila en el Perú, y junto a éstos habría que nombrar a muchos otros preclaros investigadores.

La labor filológica de misioneros y predicadores no puede ponderarse; gramáticas y diccionarios brotaron en todos los rincones del Nuevo Mundo, cuyas lenguas nunca antes escritas quedaron libres de las contingencias del tiempo.

Pero en Quito, en este rincón apartado de los Andes, ni la arquitectura ni la pintura ni el decorado fueron provincianos; produjeron en el siglo XVII obras maestras llenas de vigor y hermosura, de las que algunas en su género son productos maestros del barroco español o de la pintura sagrada, tales como si hubiesen sido trabajados en los centros artísticos más florecientes del otro hemisferio.

Las artes manuales importadas de España en manos de obreros indígenas y en la reclusión de las colonias,   —158→   adquirieron cierta originalidad; en poblaciones serraniegas, Cuzco, Huamanga; Cuenca y Quito, cuando ya en la madre patria las incrustaciones de maderas de diversos colores, a la manera morisca, habían caído en desuso, siguieron trabajándose primorosamente, con dibujos propios, en que perduran recuerdos de arabescos, mezclados con el de decoraciones aborígenes.

En Pasto nació un arte especialísimo: la goma que producen los árboles de esas montañas y que ya sabían los incas aprovechar para ornamento de vasos de madera, sirvió de materia prima a decoraciones esplendentes que algo tienen de chinescas, mucho de españolas y no poco de americanas.

La textilería guardó algo de lo que debía a los aborígenes; pero tomó de occidente los procedimientos industriales y produjo, durante largos años, la riqueza del reino de Quito.

En agricultura fue más notable la deuda de las nuevas sociedades a la raza vencida; pero el arado, la yunta y las herramientas de hierro junto con el trigo, la cebada y mil otras plantas, transformaron la faz de los campos.

La sociedad hispana de los Andes ecuatoriales, en el período de desarrollo, asimiló gran parte de la civilización española, pero no produjo cultura propia. La occidental recibió en América ciertos contingentes y modificaciones, adaptándose al nuevo medio, aun cuando, por todos sus elementos superiores y orientación general, siguiera y sigue siendo fruto de importación que vive al rescoldo del hogar nativo; y esta falta de raíces y de vigor nativo de la civilización, que se advierte al constituirse en naciones independientes las flamantes repúblicas, se acentúa en los cien años de vivir autónomo en que rotos los vínculos con la madre patria se busca la inspiración, no en el español que es lo propio, sino en las tendencias y aspiraciones de otros pueblos de distinta raza.



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La vida económica

Quintos reales y tributos de indígenas fueron las principales entradas de la hacienda pública, juntamente con la parte que le cabía en el diezmo, en los primeros tiempos del coloniaje; más tarde se introdujeron la alcabala y los estancos, dando cada uno ocasión para levantamientos populares; se cobraban, además, derechos sobre la introducción o salida de ciertos artículos, no sólo cuando el intercambio se verificaba con la Península, sino con varias provincias de Indias; a estos ingresos hay que añadir los que producían la venta y composición de tierras, las lanzas y medias anatas, la venta de empleos y muchos otros de menor cuantía.

Como en el reino de Quito la minería no fue próspera, el principal ingreso de las cajas reales consistía en el tributo que pagaban los naturales, y por demás está decir que consiguientemente no era de los dominios ricos y era exiguo lo que producía a la corona.

País donde no se elaboraban metales, y del cual se procura extraer la suma posible, de ellos para remitirlos en los galeones; país que debía pagar la renta de los funcionarios públicos, casi todos forasteros, cuyo anhelo era formar fortuna con que volver a la madre patria, o trasladarse a las sedes de los virreinatos; país que necesitaba adquirir de España muchos artículos de primera necesidad, como el vino, el papel y el aceite, de lujo otros, comprándolos en Portovelo a subidos precios, a los agentes de los comerciantes que tenían monopolizado el tráfico de Indias, a quienes en Lima los revendían; país era en que tenía que escasear la moneda, bajar los precios de los productos naturales y languidecer toda actividad económica.

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Menos mal mientras las bayetas y paños de Quito encontraron buen mercado en el Perú, Nueva Granada y se negociaba en Chile, Buenos Aires y Guatemala; pero cuando se abrió la ruta del Cabo de Hornos y el río de la Plata, cuando se pusieron trabas y cortapisas a los obrajes, la situación financiera del reino se volvió angustiosa en extremo.

La vida debió haber sido fácil, en cuanto pequeñísima suma bastaba para llenar las necesidades más apremiantes, tales como las de alimentación; los precios de los víveres eran mínimos así como el del vestido para el que se satisfacía con el tosco jergón de los obrajes y el tocuyo de la tierra; pero no para quien, por su condición social, requería sedas y brocados, holandas finas o paños europeos. Pero si la vida era barata, escaso era el trabajo y bajísimos los jornales o sueldos, a excepción de los que ganaban los funcionarios civiles o eclesiásticos.

No podía ser de otra manera, los productos de la agricultura tenían que venderse en los mercados internos; si se aumentaba la producción, faltaban compradores; bastaba, pues, producir lo indispensable para el consumo, con el menor esfuerzo y gasto; se trabajaba casi por nada, por un pedazo de tierra en que cultivar lo suficiente para un mísero sustento, o por unas cuantas medidas de granos que llevados al mercado apenas significaría unos pocos maravedís; el servicio doméstico se daba por bien pagado con la comida y una muda por año.

Nada de extraño pues que en medio de la abundancia hubiera no sólo pobreza sino hambre y miseria.

En tan aflictivas condiciones no se podía esperar que la agricultura prosperara o que nacieran empresas audaces y productivas; las fortunas representaban el fruto de pacientes labores, de capitales reunidos dolorosamente maravedí por maravedí, durante varias generaciones, salvo el caso de que un buen empleo público, un corregimiento,   —161→   por ejemplo, o un provechoso remate de diezmos hubiele permitido acumular con rapidez una suma apreciable.

Natural efecto de estas circunstancias tenía que ser el que la economía doméstica tomara tintes de avaricia; no era el espíritu de empresa, el despliegue de las actividades del cuerpo y del alma que conducían la holgura, sino una parsimonia extremada en los gastos y un meticuloso cuidado de recoger las más pequeñas entradas; pero como a ello se avenía poco el espíritu rumboso del criollo, siempre propenso a la ostentación, iban mezclados el derroche aparente y ocasional con la parsimonia judaica en el trato íntimo; con poner estrados lujosos y dormir en el suelo, con vestir seda por fuera y andar sin camisa, con tener en la ciudad casa decente y vivir todo el año en misérrimo aposento en la hacienda. Entre las preciosas figurillas que nos han dejado los escultores de fines del siglo XVII y del XVII, hay una que se encuentra con bastante frecuencia, conocida con el nombre de majestad y pobreza. Representa un mancebo apuesto, de semblante aristocrático, lleno de garco y que complacido ostenta las más finas galas de su época, pero tan raídas y despedazadas, que ha perdido medias y zapatos y camina descalzo; la camisa es un harapo; los calzones y chaqueta están raídos, el chambergo mismo roto, sin que por ello el joven tipo verdadero de gran parte de la sociedad colonial ande menos ufano. El que se tuviese por aspiración suprema conseguir un puesto en la administración pública o un beneficio eclesiástico (cosa difícil, ya que la mayoría estaba reservada para los peninsulares) creaba nocivo espíritu burocrático. El que se prefiriera depender de otro, por censo, capellanía o de cualquier otra manera, antes que buscar por sí mismo el modo de llenar las necesidades; el que se optase el dulce ocio, antes que un trabajo tan poco remunerador, fueron gérmenes perniciosos.

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Esto en cuanto a los elementos directivos de la sociedad; que en lo que se refiere a las clases mestizas, no hacía sino estimular los sentimientos heredados del indio y segar los anhelos de mejoramiento, igualándolos en ellos a sus progenitores de piel más oscura.

El cuadro que acabamos de bosquejar corresponde mejor a la época final de la colonia, aun cuando para aplicarlo a toda ella bastaría rebajar poco, muy poco, los tintes oscuros.

En los dos primeros tercios del siglo XVIII, edad de oro del reino de Quito, no hay duda de que el activo funcionar de los obrajes daba cierta holgura a las familias principales y al pueblo más ocasión de ganar el sustento; pero este bonancible tiempo no fue largo ni libre de violentos contrastes, algunos de fatal repercusión para los proletarios, como la clausura de aquellos talleres que no tenían permiso real y donde el trabajo era libre.

Para complicar las cosas, sucedió que se impusieron muchos censos o capellanías, en épocas de prosperidad, cuando la propiedad tenía mayor valor y los frutos se vendían a mejor precio, que obligaban a pagar determinada pensión perpetuamente a los propietarios del fundo; renta que con la disminución de los capitales, vino a ser exorbitante, con la consiguiente quiebra de muchas fortunas, lo que aumentaba la pobreza general.

Hemos expuesto someramente las causas por las cuales la vida financiera del reino de Quito era por demás escuálida; por estas, unas dependían, otras eran agravadas por la errada política económica del gobierno de Indias o por desastres que en materia de riqueza sufrió España, sea por absurda dirección de sus negocios públicos o por circunstancias externas. Estas y esas son bien conocidas y se encuentran descritas con toda amplitud en cualquier libro que de historia colonial trate, por lo cual nada al respecto diremos.

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La penuria paralizó el progreso social; la falta del estímulo del lucro detuvo el desarrollo del espíritu de empresa, y habituó a las gentes a contentarse, primero, con el menor esfuerzo luego a desechar como absurdo el pensar en obras de aliento y vivir día a día guardando los previsores, lo que a fuerza de privaciones podían ahorrar de los exiguos ingresos o comiéndose el patrimonio quienes no podían resistir a la constante tenacidad de ostentar riquezas.

Para compensar esta falta de actividad, sólo se ofrecían al criollo, las intriguillas y habladurías sociales, el sutilizar sobre puntos de cánones o leyes; la investigación científica profunda no podía encontrar cabida en mentes incapacitadas para un trabajo intenso por la quietud del ambiente; la producción literaria tenía que ser escasa en donde todo producto era pequeño y rutinario. No faltaban sujetos ilustrados y hasta eruditos, pero iban como abejas libando gota a gota la miel de los libros que leían por placer, faltos de ordinario de energía para por su cuenta construir algo propio con los elementos acopiados, salvo cuando en ocasión dada tenían que ejecutar una obra de encargo y sabido es que las tales, de ordinario, son mediocres.

El raquitismo económico del organismo social en la época del desarrollo ha pesado duramente en el siglo de vida autónoma; produjo deficiencias y vicios que no se han remediado aún, tales como anhelo de conseguir renta segura mediante un empleo público; ver en éste más que la obligación de prestar sus servicios, motivo para gozar muellemente de una gollería; rehuir todo esfuerzo intenso y acomodarse suavemente a la rutina; fluctuar de continuo entre la avaricia y el despilfarro en la administración del patrimonio particular; concebir como medio casi único de hacer fortuna, la ninguna salida, en vez de propender a conseguir grandes entradas. Por esto el desarrollo financiero de la nación ha sido tan lento,   —164→   siempre años atrás del desenvolvimiento en otros campos de actividad, desarrollo que a su vez ha sido espacioso, preso en un medio económico atrofiado.




El imperio está enfermo

El estancamiento económico, la decadencia artística del siglo XVIII, la pobreza intelectual y otros lunares de la colonia, algunos de los cuales señalados en las páginas precedentes no se pueden explicar si sólo se tienen en cuenta las condiciones particulares de cada colonia, o las de los dominios de Indias en general; hay que verlos desde un mirador más alto, donde la vista se explaya por remotos confines.

No escribimos historia, si extendemos ante el lector un cuadro somero hecho de generalizaciones, cuadro en que procuramos suprimir el dato concreto, nombres, fechas y casos particulares, para que aparezcan tan sólo las características de la sociedad que se formaba en el regazo de la madre España, es con el exclusivo fin de manifestar su constitución íntima, tal cual la modeló el tiempo.

Las colonias hispanoamericanas tomadas en conjunto sin que falten excepciones, se fundaron a principios del siglo XVI y crecieron rápidamente, caminando a trancos gigantescos por la ruta del progreso; en momento dado, sus pasos se vuelven vacilantes; son luego más lentos, hasta que les sobreviene una especie de parálisis; la edad de oro del coloniaje se esfuma en la historia; un momento aún de brillantez aparente y se inicia un largo período de decadencia en el cual la vitalidad que encierran en sí los pueblos del nuevo mundo lucha, lenta y dolorosamente, por salir a flor de tierra; logra al fin cuando   —165→   en el horario del destino se aproxima el minuto del alumbramiento; pero esta segunda época la prosperidad que precede como autora a la lucha por la independencia es provinciana, lunar de que está exenta la primera.

¿Cómo explicar esta curva, en apariencia caprichosa? ¿Por qué se detiene el ritmo del progreso, frustrando las esperanzas; al parecer bien fundadas de un brillante porvenir para la Nueva España, Nueva Castilla y Nueva Granada? ¿Cuál es la causa por que los oscuros establecimientos de la América del Norte, que de 1550 a 1650 eran en todo y por todo inferiorísimos a los españoles, pronto los superan y los dejan rezagados en cultura y riqueza?

La civilización española había adquirido madurez cuando la Península estaba dividida entre los reinos cristianos de Aragón y Castilla, y el enclave árabe de Granada; al unir Fernando e Isabel los católicos con sus personas la suerte de los pueblos de que eran reyes y al expulsar a los moros a las costas africanas, con la extensión de los dominios no sólo a Italia, en donde los aragoneses tenías ya casa propia, sino en Flandes y Alemania, esta civilización, en fin de primavera, desparramó toda la savia acumulada para florecer maravillosamente en el siglo de oro, con actividad inusitada, no sólo en el campo de las letras y artes, sino adquiriendo el cetro de la guerra y constituyendo un imperio, en cuyos lindes no se ponía el sol.

Esta obra portentosa, síntoma era de que la cultura española, había llegado a la plenitud del vigor; de que estaba en la cumbre de la vida, a que de cerca siguen la vejez y el agotamiento.

Vino más rápidamente por cuanto por falta de un organismo político cuya robustez fuera comparable a la que tenía la cultura, había estado como represada, para desbordarse torrentosa en cuanto a la unidad de España   —166→   le dio un instrumento proporcionado a los altos hechos que debía ejecutar, semejante a aquellas plantas que crecen en parajes en que las nieves perduran hasta que el sol casi en la canícula las deslíe y que en pocos días se visten de hojas, flores y frutos, consumiendo la vitalidad de que están repletas.

Fin de primavera fue el reinado de los reyes católicos, con su arte plateresco tan lleno de originalidad, con sus escritores que aún usaban la rima antigua y hablaban castellano un tanto arcaico, con sus hombres tan repletos de originalidad y vigor libre, llámense Gonzalo de Córdova o el cardenal Cisneros o sea un italiano españolizado, como Cristóbal Colón.

El verano principió con Carlos V y terminó con la destrucción de la armada invencible; Hernán Cortés, Francisco Pizarro fueron hijos de esta época, en que el frescor de la vegetación no ha sido marchito por la canícula; arte y letras pregonan la plenitud de la fuerza de la cultura. El organismo del Estado se transformó baja Felipe II; perdieron en importancia los reinos y provincias, la vida toda de la nación se concentró en las manos de este gran estadista. Las masas inmensas estudiadamente sobrias y desnudas de El Escorial son heraldos, que anuncian el otoño frío.

Frutos sazonados como los que ofrece la naturaleza cuando las plantas van a despojarse de la verdura; dulces, con toda la savia acumulada, son las obras de los príncipes del lenguaje, contemporáneos de los últimos Felipes: Cervantes, Lope, Calderón, o las telas de Murillo y Velázquez. Cuando algunos de ellos se acercaron a la tumba, las nieves invernales han cubierto la tierra en donde brotó la cultura que produjo el imperio en que no se ponía el sol. Culteranismo y conceptismo, artes muertos son, como lo es la arquitectura churrigueresca de fines del siglo XVII.

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Y la época de decadencia se extendió desde que Carlos II subió al trono hasta la invasión napoleónica, no obstante los esfuerzos de los monarcas borbones; en la metrópoli misma toda cultura fue provinciana, la capital espiritual fue París, aun cuando políticamente toda España haya sido absorbida por Madrid.

Muchas páginas podrían dedicarse a explanar lo apuntado en pocos renglones; pero basta, a nuestro objeto, saber que el imperio español estuvo enfermo con los achaques de vejez, mientras se modelaban las sociedades hispanoamericanas.

Echad una piedra en un estanque, el sitio herido por ella es el centro de ondas que van propagándose hacia la periferia, cada vez más débiles; las vibraciones, a medida que se alejan del foco, son menos intensas y llegan más tarde; lo propio acontece en los fenómenos de cultura lo que sucedía en la Península sentíase en Indias, después de cierto tiempo y no siempre sin que se mezclaran dos o más movimientos en origen distintos; así a nadie extrañe ver una fachada plateresca, datada de año en que en la metrópoli este estilo había caído en desuso, ni que se encuentre un escritor culterano al tiempo en que en la corte todos se afanaban por seguir a los clásicos franceses. Estos anacronismos son más frecuentes en la senectud del imperio, cuando la vida latía con ritmo lento.

Toda la máquina social resintiose en Indias de la decadencia española, con grave mengua para la prosperidad de los Estados que allí se formaban... La ancianidad en la madre perjudica al embrión que en el seno abriga.

Y aquí es donde debe buscarse la causa por la cual las colonias inglesas superaron tan pronto a las ibéricas, no en absurdas superioridades etnográficas ni en pretendida perfección de método colonizador que la historia niega.





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El nacimiento de la nacionalidad

El deseo de los indianos de separarse de España y tener gobierno propio remonta casi a la época de la conquista. Gonzalo Pizarro y su teniente Carvajal lo sintieron y hasta intentaron ponerlo en obra, disgustados con las nuevas ordenanzas de Carlos V. Igual anhelo palpitó en los disturbios posteriores a la pacificación del Perú por La Gazca; y observador tan avisado como el visitador Muñatónez de Briviesca, lo advirtió, dio consejos para impedir que tal separación pudiese verificarse, y trató de satisfacer hasta cierto punto las aspiraciones de los americanos, trasladando el centro del gobierno a Panamá, en donde debía residir el consejo de Indias; y constituyendo en la ciudad de los reyes un consejo formado «por personas de aquellas provincias», para resolver todas las cuestiones gubernativas. De haberse seguido las insinuaciones del perspicaz oidor, no hay duda   —170→   que con el transcurso del tiempo, América habría conseguido la autonomía, sin segregarse del imperio castellano. Una de las postreras manifestaciones de este deseo de independencia de la primera hora fue, a no dudarlo, la revolución de las Alcabalas en Quito.

El sentimiento de fidelidad al soberano estaba tan arraigado, que los colonos sólo se aventuraban a sublevarse contra sus ministros en ocasiones en que un nuevo impuesto, una ley que hería sus intereses personales, sacábanles de quicio; entonces, en medio del tumulto y cuando se hallaban como fuera de razón, se aventuraban a pronunciar palabras malsonantes a la lealtad, de las que luego se arrepentían como de grave desvarío, avergonzados de haber llegado a tales excesos.

No puede afirmarse si este anhelo de autonomía desapareció del todo o sólo se adormeció en los ánimos criollos, al terminar el período turbulento de las guerras civiles; parécenos más probable lo primero, pero el hecho es que los dominios castellanos gozaron de larga época de completa paz, sólo interrumpida por las irrupciones de piratas, ingleses, holandeses o franceses, que daban ocasión para manifestar acendrada lealtad al soberano.

Crisis tan grave como la Guerra de Sucesión pasó en las colonias desadvertida, sin que se discutiera si había de prestarse juramento de obediencia al príncipe Borbón, o a sus rivales de la Casa de Austria; y así como Felipe V fue el victorioso y reinó quietamente en las Islas y Tierra Firme del mar Océano, pudo serlo cualquiera de los otros, que nadie habría negado aquende el Atlántico, sumisión a quien mandase en Castilla.

Pero con el crecimiento de las nuevas sociedades fueron advirtiéndose síntomas de descontento: primero, ocurrió la rivalidad entre criollos y peninsulares, pues éstos ocupaban casi todos los altos cargos civiles y, de preferencia,   —171→   aun los eclesiásticos, cosa que pudo pasar desadvertida mientras el número de los nativos idóneos para desempeñarlos fue pequeño; mas, luego; hubo necesidad de regular la alternativa, disponiéndose que en los cargos subalternos, tales como los de Alcalde en los ayuntamientos o los de superiores de las comunidades religiosas, fuesen un período criollos, y otros, europeos; de éstos no había muchos que reuniesen las cualidades requeridas para tales empleos, de modo que quien podía aspirar a ellos y había nacido en España, estaba seguro de lograr la distinción apetecida, mientras que para el americano la perspectiva era lejana; los primeros disponían, por ende, de mayor influencia, con la cual y con el apoyo que preferentemente les prestaban las primeras autoridades por razón de paisanaje, se aumentaba el desprecio con que miraban a sus iguales en raza pero nacidos en América. Agravaba esta situación el que los venidos de la Península agrupábanse constituyendo núcleos, de que quedaban excluidos los oriundos de Indias; cuando la prosperidad de Potosí, la selección se hacía hasta entre los mismos españoles, de acuerdo con la provincia de nacimiento, formándose grupos antagónicos que llegaron a batirse entre sí.

En la época a que vamos refiriéndonos, chapetón se contraponía a criollo.

La alternativa no se extendía a los empleos superiores, ni siquiera a las sillas de los coros de las catedrales o a los empleos de corregidores; un presidente de audiencia indiano era caso extraordinario; por dos oidores criollos, miembros casi siempre de una audiencia distinta de aquella en que nacieron, había muchísimos oriundos de la metrópoli; rara vez un clérigo americano llegaba a ser obispo, y tenía menos probabilidades de ser canónigo que un chapetón.

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Las restricciones puestas al comercio y que beneficiaban a los mercaderes de Cádiz, eran otro motivo de continua queja para los criollos.

Los gobernantes, muchas veces, más que el bien de la tierra buscaban conseguir el favor real para lo que no había medio más seguro que el de enviar fuertes sumas al real erario; ajero al país, ansiosos por salir de él cuanto antes y ricos, se ocupaban de preferencia en sus intereses personales y los de sus paisanos antes que en volver próspero el territorio que les estaba encomendado.

La administración misma de Indias tenía como norte no tanto el progreso de las colonias, cuanto que ellas produjeran gran renta a la corona, siempre escasa de fondos.

Estos y otros motivos hicieron que los americanos se convenciesen primero, de que eran injustamente tratados como vasallos de inferior calidad, a la de los peninsulares; segundo, de que el gobierno ejercido por personas extrañas que no conocían las necesidades del Nuevo Mundo no cuidaba de los verdaderos intereses de sus pobladores. El consejo de Indias, decían ellos, está muy lejos para que sepa lo que debe hacer; lo componen en su mayor parte; chapetones que antes fueron presidentes u oidores en Indias, en donde formaron parte de la casta peninsular, nuestra opresora, a quien siguen sirviendo; los informes que de ordinario recibe son los que le envían, las autoridades locales que adolecen de igual parcialidad; los encargados de cumplir con las órdenes del consejo son también chapetones, esto es adversarios nuestros. Las verdaderas necesidades de América no serán, por consiguiente, nunca atendidas, ni nuestros méritos recibirán recompensa. Nos es preciso tener gobierno propio, para que el rey pueda acertar en la administración de sus colonias.

El anhelo de autonomía llegó, así, a ser muy general aun cuando pocos se atreviesen a confesarlo de temor al castigo, y más todavía por no pasar por traidores ni súbditos   —173→   desleales del monarca, ya que el sentimiento de fidelidad al rey estaba muy arraigado en los corazones de los indianos.

Sólo la obstinación con que la metrópoli se resistió a conceder la autonomía apetecida; el rigor e injusticia con que fueron tratados los próceres que buscándola se atrevieron a hacer lo que con aplauso ejecutaron los españoles, para resistir a la invasión napoleónica, y por lo que aquellos fueron severamente castigados y tildados de traidores; y el empeño desplegado por ambos bandos para someter por las armas al contrario pudieron socavar la fidelidad de los nativos y llevarlos a desconocer como autoridad extraña y abominable al amado Fernando, el sucesor de los reyes, a quienes ellos y sus mayores veneraron.

Miranda, cuando se presentó en son de guerra contra el monarca, fue visto con horror por los venezolanos que poco más tarde le confiaron el mando del ejército de la Junta suprema de Caracas, para que sometiese a las autoridades peninsulares que amenazaban al nuevo gobierno.

Este anhelo de autonomía que nació en el elemento eclesiástico criollo, porque era el que más duramente palpaba la injusticia de la alternativa, llegó a ser general en América a mediados del siglo XVIII; en la audiencia de Quito manifestose, por vez primera, claramente como sentimiento popular, en la revolución del Estanco, cuyo grito de guerra fue «Viva el rey. Abajo el mal gobierno». Que estaba extendido por todo el continente, demuéstralo la simultaneidad con que en todas partes se aprovechó la ocasión propicia para realizarlo.

El emperador de los franceses que había ocupado a España con sus tropas, con pretexto de las desavenencias domésticas de la corte y del motín de Aranjuez, obtuvo que abdicase Carlos IV y su hijo Fernando VII, estando   —174→   éste prisionero en Bayona; el título así adquirido a la corona de España lo traspasó a su hermano José.

América no era propiedad de España según la legislación colonial, sino que estaba unida a ella por cuanto pertenecía al rey de Castilla que lo era también de los demás reinos en que estaba dividida la Península. Presa el soberano, obligado a abdicar, siendo la cesión de la corona a favor de José Bonaparte, nula y contraria a las leyes, evidente era que América quedaba libre de toda sumisión a la Metrópoli y en aptitud de gobernarse por sí misma. En Europa los dominios españoles obligados a defender su independencia (siendo hecho notorio que mucho antes de la cautividad del monarca, un favorito ambicioso, amigo del usurpador, era quien en verdad había gobernado) reasumieron la soberanía, depositándola en juntas soberanas que después de vencer no pocas dificultades lograron establecer un poder central no muy estable. Lo que había sido no sólo lícito sino meritorio en la Península, tenía que serlo también en Indias. En España se creyó que las juntas debían defender la independencia, y que había llegado la época de remozar el caduco organismo político. En América se juzgó lo mismo y se aprovechó al vuelo la oportunidad que se presentaba de conseguir la ansiada autonomía. Así, en 1810, en casi todos los reinos de Indias se establecieron juntas soberanas, encargadas de ejercer la autoridad real, mientras durase la cautividad del soberano, y de defender estos dominios de cualquiera usurpación externa, para lo cual fueron depuestas las autoridades existentes. El celo que desplegaron en la organización de los países respectivos, reuniendo congresos para que dictasen las constituciones de los nuevos Estados, demuestra claramente que no pretendieron hacer obra provisional sino que su fin fue constituir nuevas sociedades, dotadas de gobierno autónomo, sin desconocer el vínculo debido al monarca. La mayoría de los congresos soberanos le reconocieron expresamente y sólo más tarde se llegó a desconocer la autoridad   —175→   real cuando los acontecimientos volvieron imprescindible tal medida.

No se procedía de modo diverso en España: en cuanto hubo ocasión para ello reuniéronse las cortes constituyentes que dictaron la nueva constitución de la monarquía, aprovechando también allí de las circunstancias para modificar cuanto anticuado y perjudicial había, a juicio público, en la organización del Estado.

Mas aconteció en el Nuevo Mundo que por los peninsulares y las autoridades que no fueron oportunamente desconocidas por no haber sido simultáneo el movimiento en todas las capitales o por tener sede en villas de segundo orden, acudieron a las armas para someter a los criollos que habían osado perturbar la sumisión en que según ellos debían vivir los americanos, pues opinaban que cualquiera que fuese la suerte que corriera la Península, igual debía ser la de sus dominios, desconociendo la verdadera constitución de éstos si hubiesen sido patrimonio de la nación española, y no partes integrantes del imperio, a igual título que los de Aragón o Navarra, por tener todos común soberano.

Principió de esta manera la guerra que había de prolongarse 14 largos años y que produjo la separación completa de las colonias y destruyó el imperio español. La pendiente fatal de los hechos condujo a los americanos al desconocimiento del monarca, lo que fue inevitable desde el momento en que éste se sumó al bando de los peninsulares, la lucha no fue desde entonces entre regionales y europeos sino entre realistas y patriotas.

Quito fue la primera ciudad en el norte de Sudamérica en la que se estableció una junta suprema, una de las capitales en que más vivo era el deseo de autonomía; adelantose varios meses a las demás, como lo hicieron otras dos poblaciones andinas, Chuquisaca el 28 de mayo de 1809, y La Paz, a ejemplo de ésta, el 16 de julio. La   —176→   revolución de Quito del 10 de agosto del mimo año; fue movimiento del todo independiente de las anteriores, hecho sin sospechar siquiera lo que en el altiplano del alto Perú acontecía.

Cercada la junta soberana por todas partes con los ejércitos que lograron levantar los gobernadores de Popayán, Guayaquil y Cuenca, quienes acusaban a los próceres de traidores al rey cautivo, y recibieron decidido apoyo de los virreyes Abascal del Perú y Amar y Borbón de Nueva Granada, hubo de capitular bien pronto, después de pocos meses de gobierno empleados en dictar algunas providencias de poca monta para la organización del reino; defenderse de las acusaciones que les hacían los peninsulares; acopiar medios para repeler el ataque inminente de fuerzas superiores y hacer la propaganda de su causa.

Esta fue activísima y bien dirigida, por cuyo motivo pudo Quito ser llamado con razón «Luz de América», ya que alumbró muchos entendimientos con las elocuentes proclamas y manifiestos que sin reposo brotaban de las plumas del marqués de Selva Alegre, Morales, Quiroga y Larrea y otros conductores de la revolución que tinosamente esparcidos por villas y ciudades distantes fueron parte eficaz para que en ellas se repitiese lo que en Quito se había hecho.

Y no hay duda de que los argumentos con que los próceres justificaban su conducta, aún desde el punto de vista del derecho español, eran irrefutables. En medio del fondo de la defensa jurídica y apenas velada por ella palpitaban el dolor de los americanos de verse preteridos en su propia patria, la amargura de sentirse pospuestos a los peninsulares, y la airada queja contra el despotismo con que eran tratados por los nativos de España, sentimientos comunes a la mayoría de los criollos ilustrados, mucho antes de que nadie se atreviese a expresarlos,   —177→   y de que había sido ardoroso apóstol el mestizo quiteño don Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Mucho se ha exagerado el supuesto influjo de la revolución francesa y el de los escritores que la precedieron como Rousseau y los enciclopedistas en la iniciación de la Independencia. Indudable es que Nariño conoció y tradujo la declaración de los derechos del hombre, que Miranda estaba imbuido del espíritu de los revolucionarios franceses así como algunos otros próceres, mas éstos eran minoría pequeñísima y aun ellos en su mayor parte sentían verdadero horror por los excesos cometidos por los revolucionarios y por la impiedad de que dieron tan atroces pruebas. En cuanto a la casi totalidad de sus conductores del movimiento no sólo simpatizaban con convencionales, la Gironda o la Montaña, sino que habrían perseguido, como a criminal, a quien se hubiese atrevido a proponer como modelo a los regicidas de Francia.

La independencia se basó en sentimientos y necesidades americanos. Su ideología hasta muy avanzada la guerra fue netamente española, deducida de los principios y doctrinas que se enseñaban en las universidades públicas con la aquiescencia del santo oficio, libres de toda sospecha de herejía. Para proclamar la soberanía del pueblo una vez que el monarca se hallaba incapacitado para ejercerla, para afirmar que en defensa de sus derechos amenazados por usurpadores o tiranos era lícito requerir las armas, no necesitaban acudir a Rousseau, bastábales consultar a Santo Tomás de Aquino o a sus expositores.

La Junta suprema de Quito ante la incapacidad de defenderse del ataque de fuerzas superiores que contaban con la cooperación material y moral de los virreyes de Lima y Santa Fe, capituló salvando la bondad del principio revolucionario y obteniendo promesa jurada de que los autores del movimiento no serían perseguidos. Pero   —178→   entre las autoridades españolas era doctrina corriente que las capitulaciones firmadas aun con los más solemnes juramentos, no obligaban si habían sido pactadas con rebeldes, a quienes se desconocía del derecho de tratar con los representantes del soberano. De allí provino que en cuanto el conde Ruiz de Castilla se juzgó suficientemente fuerte para tomar medidas represivas, encerró en la cárcel pública a los patriotas que pudo aprehender e inició la famosa causa de Estado que habría conducido al cadalso a cuantos tomaron parte decisiva en la revolución de agosto; pero la suerte de éstos era muy cara a la comunidad, y una conjuración netamente popular, no aristocrática como la precedente, atacó el 2 de agosto de 1810 el cuartel en que estaban detenidos los presos. Fatal para ellos fue tan atrevido arrojo, pero también para el gobierno peninsular que incapaz de resistir a la indignación de un pueblo enfurecido por los crímenes cometidos por la soldadesca sufrió una derrota, no por disimulada, menos grave, ya que cedió en toda la línea ante las exigencias de la muchedumbre.

Las tropas auxiliares debieron retirarse, y don Carlos Montúfar y Larrea, hijo del revolucionario marqués de Selva Alegre, tildado hacía poco de reo de lesa majestad, entró a Quito triunfalmente, ornado con el título de comisario regio; poco después se instalaba la junta superior, fruto de la victoria alcanzada con lágrimas y sangres el 2 de agosto por un pueblo que supo imponerse a soldados bien armados y numerosos.

En el tiempo que duró el segundo gobierno autónomo de Quito, la situación de los patriotas era al parecer mucho más favorable, porque toda América ardía de entusiasmo por alcanzar la apetecida independencia administrativa, y en toda ella se combatía con ardor entre criollos y peninsulares, con excepción del bajo Perú, en donde el poderío español no había amenguado y cuyo virrey desplegaba inusitada actividad, poniendo en juego los recursos   —179→   inmensos de ese país, centro del imperio castellano en la América meridional, para domar a los que él consideraba rebeldes. Mas este cambio era aparentemente beneficioso, pues los patriotas quiteños seguían aislados envueltos en un círculo de fuego.

Verdad es que el virreinato de Nueva Granada estaba casi todo en poder de los patriotas que movidos en gran parte por el ejemplo de Quito habían establecido gobiernos autónomos; pero es preciso no olvidar que Pasto, la indomable fortaleza del realismo, se interponía entre unos y otros, y que con sus legiones valientísimas amenazaba ya al norte ya al sur, desafiando a todos y esperando tranquila tras inexpugnables parapetos naturales un ataque poco menos que imposible, viviendo satisfecha en un país fértil que produce cuanto es necesario al holgado sustento de sus frugales moradores, sufridos y valerosos, cual nuevos espartanos.

Aun cuando Quito tenía, por el Mediodía, preocupaciones de mayor cuenta, comprendió bien la importancia de tener expedito el camino del septentrión para comunicarse, auxiliar y recibir socorro de sus hermanos de Nueva Granada y salvando el infranqueable Guáitara ocupó con sus tropas la ciudad de Pasto. Pudo entonces el presidente de Popayán, don Joaquín Caicedo, venir libremente hasta Quito, y si celillos territoriales no hubiesen malogrado el resultado de esta campaña, y si Caicedo, quien reclamó como perteneciente a su jurisdicción la ciudad ocupada, hubiese sabido guardar tan valiosa presa, quién sabe cuán distinta historia nos narraran los anales del Nuevo Mundo y cuántos años antes se hubiesen librado las batallas decisivas que los patriotas ganaron en Junín y Ayacucho.

El mérito de esta expedición, la importancia de la toma de Pasto sólo pueden aquilatarse teniendo en cuenta las malogradas campañas emprendidas con igual objeto por las autoridades de Popayán; la que desde Cundinamarca   —180→   trajo Nariño, y los titánicos esfuerzos que para domar a la provincia empecinada cuando ya el imperio español estaba roto en pedazos, debieron hacer Bolívar, Sucre y Flores.

Por el sur, Guayaquil y Cuenca amenazaban al nuevo Estado y unidas al Perú eran bases desde las cuales el virrey Abascal podía emprender operaciones contra el gobierno de Quito, como en efecto lo hizo bajo la dirección de Montes, vencedor de los quiteños, con las armas y la sagacidad.

Infeliz fue la junta en sus ataques a Cuenca en que había algunos decididos patriotas, ciudad que con furor había abrazado la causa realista, contando con el apoya de Guayaquil.

En este importante puerto todos al parecer eran por entonces decididos partidarios del gobierno español, a lo menos así se manifestaron los vecinos principales, entre ellos don José Joaquín de Olmedo y don Vicente Rocafuerte.

La falta de salida al mar fue muy perjudicial a los patriotas; pronto escaseó cuanto de Europa venía, no hubo plomo de que hacer proyectiles y la carencia de sal llegó a ser desesperante; males que la ocupación momentánea de la costa de Esmeraldas no remedió, ya por fugaz ya por ser casi intransitable la montaña que la separa de los centros poblados de la sierra.

Después de dos años de mantener continua guerra en todas las fronteras, el gobierno de Quito sucumbió en los campos de Mocha, Panecillo, San Antonio de Imbabura y Yaguarcocha, no tanto por el empuje de las fuerzas comandadas por Montes, sino de agotamiento. Desde entonces quedó Quito en poder de los peninsulares, y sirvió de cuartel general para los esfuerzos que desde el Perú se hacían para someter a la Nueva Granada, no sin que   —181→   en ellos se empleasen sus propios recursos, impidiéndole salir de la postración en que se hallaba. No en vano habíase lanzado a la refriega un año antes que las demás ciudades y mientras sus compañeros en la heroica empresa recibieron continua ayuda de los patriotas de Buenos Aires que libres de zozobras en su propia casa pudieron enviar expedición tras expedición al alto Perú y socorrer a los guerrilleros de las republiquitas, tuvo que batirse sola ya que los próceres granadinos apenas se bastaban para sí mismos, hasta que ganada la batalla en Boyacá, pudo Bolívar enviar a Sucre a libertarla.

El desarrollo de la independencia quedó descabal en nuestro suelo, lo que le colocó en notoria inferioridad a las otras secciones de Colombia, pues al unirse a esta república careció de guerreros y estadistas que tuviesen el brillo de la victoria y experiencia en el manejo de los negocios públicos.

Parte en ello tuvo la discreta sagacidad de Montes, con la que rindió muchas voluntades, y en un pueblo empobrecido sumido en espantosa angustia fue como suave bálsamo curativo.

Mas no se piense que el astuto pacificador de Quito era amable por naturaleza. Usó del terror, como todos sus congéneres de aquel bando y época, pero sólo en un principio, hasta tener a sus enemigos inermes; pero comprendió bien pronto que a un pueblo aniquilado en la lucha convenía más tratarle con dulzura, para que sintiendo el bienestar de la tranquilidad se resignara con la desgracia y temiese engolfarse en nuevas aventuras, mientras experta mano le sustraía (casi sin que de ello se apercibiera) lo que hubiera podido vigorizarle para volver a la anhelada demanda de libertad. Ni la conciencia del poder recuperado, ni la desesperación que produce el maltrato eran así móviles para impulsar al pueblo a la guerra, y sufrió resignado el dominio peninsular. Cuando   —182→   el partido español intransigente logró separar a Montes del gobierno, Ramírez y Aymerich extremaron las medidas de rigor, sin otro efecto que encender los aquietados ánimos que debatiéndose entre la exasperación y la impotencia forjaron planes descabellados y hasta criminales para sacudir el yugo peninsular.

Quizás este perspicaz gobernante viviendo en íntimo contacto con los criollos que formaban su sociedad predilecta, llegó a convencerse de que la autonomía de América era ineludible sin que fuera forzosa la disgregación del imperio, pero el puesto que ocupaba en la administración, por secundario, la desconfianza con que le vigilaban sus paisanos le impidieron tal vez exponer abiertamente su pensamiento, que pudo coincidir en el fondo o, en sustancia aunque no en los medios con los ideados por Aranda y Godoy, quienes previeron la separación de las colonias y con ser tan influyentes ministros no fueron escuchados. Asidero a tal suposición dan algunos indios, entre otros, la opinión expresada por él de que si le nombrase visitador general de América invistiéndole de omnímodas facultades semejantes a aquellas con que Carlos V revistió a La Gasca, al patriota quiteño el magistral Rodríguez Soto, en poco tiempo terminaría la guerra, con beneficio para España y sus Indias.

La guerra interrumpida por el triunfo de Montes, encendiose nuevamente después de siete años, a los once de haber principiado, y para concluir con la victoria definitiva de los independientes.

En 1820 la situación de los dos bandos beligerantes era completamente distinta de la que fue en 1813. La escuadra chilena se había adueñado del Pacífico, el ejército unido, conducido desde la Argentina por San Martín después de atravesar victorioso el continente, ocupaba Lima y el poder español en el Perú parecía encontrarse en el ocaso, sin que nadie pudiese preveer los contrastes   —183→   que padecerían los patriotas antes de que las batallas de Junín y Ayacucho sellasen la independencia de la patria de los Incas. Bolívar triunfador en el norte absorbía la atención de los realistas de Quito que debían guardar el baluarte de Pasto e impedir que el Libertador marchase sobre la «Luz de América», en donde sus insurgentes moradores de seguro le recibirían con los brazos abiertos y le ayudarían con todos los recursos que pudiesen.

Entonces, cuando ya naves patriotas habían osado penetrar el golfo hasta hacer fuego sobre los fuertes de Guayaquil, los vecinos de este puerto, cuya opinión no se puede saber desde cuando se volvió propicia a la independencia, depusieron a los representantes del rey sustituyéndolos con una junta. La hora de este pronunciamiento fue tan bien escogida que la ciudad se libró de las calamidades inherentes a las pacificaciones o reconquistas españolas que padeció dos veces Quito, y de las que no se escapó Cuenca, mas no pudieron ser los cálculos humanos tan acertados que se librase Guayaquil de las contingencias de la guerra. El Protector del Perú no pudo prestar la ayuda solicitada sino muy escasamente, pues con rapidez su situación desahogada se volvió inquietante, y el sol de ventura que había alumbrado sus pasos desde Mendoza a la ciudad de los reyes descendía apresuradamente al ocaso.

El socorro vendría, no del Perú sino de Colombia, pero la distancia, la difícil comunicación harían que llegase tarde y no desde un principio y en cantidad suficiente, para con la cooperación de los países del sur, de los Granaderos de los Andes argentinos y la división peruana de Santa Cruz, dirigir la campaña en que se dieron las batallas de Tapi y Pichincha que sellaron la independencia del reino de Quito.

Así Guayaquil sostuvo por su propia cuenta y con sólo sus fuerzas la guerra en un principio, hasta que la suerte fue adversa en Huachi a las fuerzas que comandaba   —184→   Luis Urdaneta; con el auxilio de Colombia y la dirección de Sucre durante la segunda expedición destruida en el mismo sitio que la anterior y como auxiliar de Colombia en la tercera campaña, hasta la capitulación de Aymerich. Gloria es de aquel puerto y su provincia haber hecho más que ninguna otra sección de Colombia en pro de la libertad del Perú, teniendo parte muy grande en las victorias en Junín y Ayacucho.

En el tiempo transcurrido entre la toma de Quito por Montes y el 9 de octubre de 1820, se había producido profunda transformación en la mentalidad de los patriotas. Desde que fue evidente que el gobierno español impulsado sobre todo por los peninsulares residentes en Indias y especialmente por los que tenían cargo de autoridad no toleraría jamás que América se gobernase a sí misma; que consideraría traidores y castigaría como a tales a quienes se atrevieran discutir la absoluta sumisión en que juzgaba debían vivir los criollos; preciso fue combatir no sólo por la autonomía, sino por la completa separación de España. Ni discutirse pudo el punto desde el momento en que libre Fernando VII del cautiverio napoleónico extremó las medidas coercitivas contra los patriotas. Desde entonces, el rey fue odiado al igual que los chapetones y la malquerencia a los peninsulares se extendió a la Madre Patria.

«¡Viva el rey! ¡Abajo el mal gobierno!» fue el grito de guerra de la revolución quiteña del estanco; el mal gobierno contra el que clamaban era el predominio de los nativos de España. En formas cultas y académicas, la exclamación del populacho exasperado alienta en los discursos y proclamas de las juntas suprema y superior y de cuantas se formaron en América en 1809 y 1810.

Estaban los americanos descontentos del gobierno que tenían, pero rotas las vallas de la sumisión, caldeados los ánimos con la guerra, exasperados por la crueldad empleada por las autoridades para reprimir a los patriotas,   —185→   irritados con la injusticia que se cometía al exigir obediencia a las juntas españolas y combatir a las americanas, cuyo establecimiento era tan legítimo como el de las primeras, tenían que preguntarse ¿quién era el responsable del mal gobierno contra el cual se alzaban en armas? ¿Quién nombraba a virreyes, presidentes y gobernadores? ¿Quién, sino el rey?

La lealtad, heredada con la sangre, fortificada por la leche materna, habrá encontrado paliativos y excusas a tan tremenda acusación, suficientes para disculpar al monarca, como aquellos, de que estaba muy lejos y no podía conocer nuestras necesidades; que los gobernantes le ocultaban la verdadera situación de estos dominios y le engañaban acerca de la capacidad y méritos de los criollos; que privados perversos como el príncipe de la paz han gobernado a su nombre, sin que él ni supiese los males que se causaban a sus vasallos. Estas contestaciones, en un principio sostenidas por la tradicional fidelidad, habrán podido parecer satisfactorias; mas luego con las peculiares condiciones del momento, tenían que aparecer cándidas disculpas, aun a riesgo de desconocer lo que en ellas había de justo. Dos sentimientos obraban contrapuestamente, ambos ofuscando la rectitud del criterio el uno el amor al rey y señor natural con todo el peso de lo tradicional, el otro el furor de la lucha impulsada por el instinto de conservación. Vacilar entre ellos fue posible hasta que Fernando VII vuelto del cautiverio abrazó con ardor la causa que defendían las autoridades españolas en América.

Así, combatiendo al mal gobierno, terminaron por luchar contra el rey y la monarquía. Se identificó al rey con el detestado gobierno; fácil era confundir al monarca con la monarquía, sobre todo cuando para ganar adeptos se acudía a la oratoria y dejándose llevar por la pendiente literaria siguiendo los gustos de la época se llenaban   —186→   páginas con ideas generales de dudosa exactitud y con períodos declamatorios.

Si en los escritores contemporáneos de Europa encontraban abundante material para perorar contra los reyes llamándolos tiranos, y probar la bondad de la democracia, con citas de las historias de Grecia y Roma, contrahechas y pésimamente entendidas; en la corte abundaban ejemplos, hechos como para socavar la lealtad más acendrada, comenzando por la privanza de Godoy, la torpe vida de la reina María Luisa de Parma, la estultez de Carlos IV, la bajeza con que él y su hijo obedecieron a Napoleón, la traición a la patria de personajes de viso que se sometieron dócilmente a José Bonaparte, y los continuos jurar y perjurar la constitución del amado Fernando.

Depuestas las autoridades peninsulares, preciso fue construir una nueva administración. Doctrina corriente, enseñada por las universidades fieles a la tradición escolástica, era que el pueblo recuperaba la soberanía, faltando o volviéndose indigno el depositario, y de acuerdo con este principio obraron los próceres, sea reuniendo clandestinamente un grupo de vecinos que nombraban una junta suprema, sea designándola por medio de un cabildo, abierto, convocado en consonancia con las tradiciones españolas y las instituciones vigentes que legalizaban aquella venerable herencia de la edad media. El nuevo organismo era sancionado luego en reunión pública, a la cual concurrían los tres Estados, el clero, la nobleza y el pueblo y el ayuntamiento de la ciudad, con la cual era ya legal su autoridad que se extendía a todas las poblaciones del reino, cuyos cabildos debían nombrar representantes que integraban aquel consejo a la vez ejecutivo y legislativo.

Mas como el nuevo Estado necesitaba una constitución (pues así lo exigían las ideas corrientes en el mundo inspiradas por el ejemplo de la Gran Bretaña) había que   —187→   reunir un congreso que la dictase. A él irían representantes de los tres Estados y de los cabildos de todas las poblaciones. No de otro modo se procedía en la Península. Hasta aquí puede decirse que ningún influjo ejercían ni la revolución francesas ni el centro social; eran más bien las doctrinas de Montesquieu las que dirigían la organización dé estas monarquías constitucionales, a la inglesa, al igual de lo que acontecía en Francia en la época en que los Estados generales se transformaron en la gran convención.

Los congresos debían dictar la carta fundamental del nuevo Estado; el ensayo no era satisfactorio; la autoridad de ordinario dividida entre varias personas, resultaba ineficaz para la dirección de la guerra y el mantenimiento del orden, naciendo rivalidades entre los caudillos y las diversas poblaciones. Si es soberana Santa Fe, ¿porqué no ha de ser Cartagena por ejemplo? ¿Por qué causa la capital va a nombrar más número de delegados que las otras villas? El caos sustituía al orden; la guerra fratricida no siempre se evitaba. Mientras tanto un adversario unido avanzaba sobre las poblaciones rebeldes, dejando en cada paso estigmas de terror. La necesidad de la defensa hacía nacer saludables dictaduras que si no salvan siempre a la patria permiten resistencia decorosa; dictaduras transitorias, porque nadie tiene títulos suficientes para descollando entre los demás como gigante asumir definitivamente el poder supremo. Además era opinión entonces corriente en todo el mundo y lo será por muchos años que la felicidad o desgracia de un pueblo se debe a la perfección o imperfección de su carta política y que basta cambiarla para que todo mal se remedie; así a un ensayo sucedía otro, pero mientras tanto se había roto el vínculo dinástico con la repudiación al monarca; había que proveer el vacío que esto dejaba y hacer obra estable; ya no se trataba sólo de dar la ley fundamental, a un Estado autónomo del gran imperio, sino de crear la   —188→   máquina para administrar una nación soberana. ¡Encargo difícil en verdad! ¿Qué huellas, qué ejemplo seguir? Robespierre y el terror estaban ya medio olvidados; habían acontecido tantas cosas singulares en el mundo que aquello poco se recordaba; las águilas imperiales habían volado muy alto hasta dorar con la sombra de sus alas las escenas horripilantes de la revolución. El corso había suscitado tanto odio y respeto que la vista volvía atrás y se encontraba placentera la época del directorio, ilustrada por el sol napoleónico en oriente. La coronación de Bonaparte fue un crimen de la ambición del tirano que encadenaba a su carro triunfal a los pueblos que el 14 de julio rompieron las cadenas y ligaduras de la esclavitud. Aquel hecho que en un tiempo pareció la piedra fundamental del orden el Ararat en que descansaría el arca en que la autoridad se salvó del diluvio de la anarquía, se miraba luego como funesto en que fracasa la nueva humildad que iba a nacer a la luz de las antorchas encendidas por los pensadores del siglo XVIII. ¿Los ejércitos del segundo Alejandro no triunfaban acaso con la bandera de los derechos del hombre, conculcados por su jefe?

¿El tirano destructor de la democracia no era Bonaparte? ¿El terror no sería la obra de los demagogos? Tiranía y demagogia son los dos enemigos de la democracia antigua. ¿No le mostraba así la historia de Grecia y Roma en la que se leía que cuando uno y otro escollos se evitaban, largo tiempo la república era la encarnación de la soñada edad de oro con la austeridad de las costumbres, el respeto a la libertad y el reinado de todas las virtudes? En la historia antigua, entonces en boga, tan contrahecha y lejana de la verdad, era donde las generaciones de fines del siglo XVIII y principios del XIX buscaban, de preferencia, normas de conducta. ¿Y dónde iban a encontrarlas sino allí; no era el imperio romano fruto de la depravación de las costumbres y preludio de la decadencia; la Edad media, noche de barbarie, hasta   —189→   que el Renacimiento, dando vida a la antigüedad disipó las tinieblas?

Vistos a esta luz los acontecimientos de Europa, el terror y el imperio parecían los extravíos pasajeros de una obra óptima iniciada en la gran convención e interrumpida por Bonaparte, después que con la caída de la montaña recuperó su curso normal. No sucedería lo mismo en América; la lección estaba aprendida, bastaba, reprimir a los demagogos, e impedir que surgiese un césar, y si éste aparecía en el horizonte, acudir aun cuando fuese al puñal de Bruto, como en la conjuración fracasada en setiembre contra el Libertador.

Mas esto no había sido suficiente para vencer la repugnancia que inspiraba la Revolución Francesa con la impiedad y desorden que le caracterizaron; pero en el mismo continente vivía un pueblo feliz, gobernado según los postulados de la república democrática -los Estados Unidos de Norteamérica- en que parecía haber renacido la república soñada de la antigüedad; y este ejemplo era suficiente para disipar los más fundados temores.

Miranda, el girondino, contribuyó -a no dudarlo- poderosamente a acelerar esta evolución en el norte; en el río de la Plata se obró con más lentitud; la democracia se estableció legalmente allí más tarde.

Es indudable que Bolívar conoció en Europa las obras de Rousseau y que empapó su espíritu con las enseñanzas del ginebrino, enseñanzas que encontraban eco profundo en los pliegues románticos de su corazón de poeta. Era además el Contrato social el alma de la democracia y de acuerdo con él debía organizarse la nueva sociedad; pero su inteligencia era muy práctica y apta para gobernar por lo que no prestaría pleno asentimiento a las utopías de aquella doctrina; la sensibilidad le volvería apóstol de una fe en que creía muy a medias, y el contacto con la realidad le haría desechar por perniciosa.

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Léanse el manifiesto escrito en Jamaica y el mensaje al congreso en Angostura, y se podrá apreciar cuan verdadero es lo que afirmamos. En la constitución boliviana hay aún reminiscencias literarias de Rousseau; pero el pensamiento va por cauce diametralmente distinto, que el genio ha descubierto en medio del caos pero que sólo él veía claramente. Pasará un poco más de tiempo, las lecciones de la realidad serán más duras, y el Libertador vacilará entre ceñirse la corona o colocarla en las sienes de un príncipe europeo; vacilación trágica, pues uno u otro partidos significaban renegar de sus años más gloriosos, despedazar el ídolo ante cuya belleza se postró de hinojos en la juventud, y despojarse del lauro de Libertador. Iturbide en el Patíbulo y Napoleón en Santa Elena eran advertencias para alejarse de tal empresa y recordarle sus juramentos pasados. Lucha tremenda en la conciencia de un hombre gigantesco, en la cual transigiendo consigo mismo a impulsos de la implacable realidad, optó por la dictadura que alejándole por unos instantes el peligro, por transitoria e ilegal agravaba la dolencia que pretendía remediar.

Muchos, y entre ellos muy claros ingenios, juzgaron que para el bien de América convenía el establecimiento de monarquías constitucionales; tal era por ejemplo la opinión de San Martín, quien sea por temperamento sea porque su educación exclusivamente militar le libertó hasta cierto punto del virus de Rousseau, sea porque para él amaneciera, antes que para Bolívar el día de los desengaños fue partidario de los gobiernos monásticos cuando al Libertador le parecía monstruoso el pensamiento de erigir nuevos tronos en América, paraíso futuro de la libertad y la democracia. El que el héroe del Plata pensase así muestra, bien a las claras, que los más puros patriotas podían ser monarquistas; pero surgía, desde luego, un equívoco. Durante la guerra los defensores del poder español se habían llamado realistas; realistas eran los aborrecidos enemigos; ¿no era traición a   —191→   la causa de América volver al vasallaje de un rey? Se había luchado por ser libres; ¿no era crimen desear ser nuevamente vasallos? Peregrina confusión de ideas; la libertad por la cual se habían hecho tantos sacrificios, la que significaba primero gobierno autónomo, luego soberanía, se confundía ahora con la democracia; tal era el resultado de la verbosa y declamatoria literatura patriota, cortada sobre patrones franceses, bajo la inspiración del pensador ginebrino.

Los realistas vencidos en la refriega defendían no una forma de gobierno sino la absoluta sumisión de América a España. ¡Avasallador influjo de las palabras, a cuyo conjuro muchas veces se embrollan las ideas! ¡No en vano los antiguos magos creían que, conociendo los nombres de los dioses y de las cosas, dominarían la naturaleza!

Tuvo en un tiempo el Contrato social poder misterioso y no lo ha perdido todavía del todo, de emanar sutilísimo tóxico del que no se libraban ni los adversarios del filósofo de Ginebra; esencia impalpable que se propagaba con la velocidad de la luz y que con su aroma exquisito embriagaba, sacando de quicios hasta a los que ni noticias tenían de su autor. ¿Exageramos? Léanse los periódicos políticos de oposición al régimen bolivariano de 1828, 1829 y 1830, y aun los defensores del Libertador, véase si nos quedamos cortos; consúltese si se quiere mayor abundancia de pruebas, toda la literatura política americana de la primera mitad del siglo XIX, la que pudiera llamarse conservadora, como la radical, y se verá que en lo dicho no hay hipérbole.

Pues bien, aquel veneno había cundido ya tanto hacia el final de la guerra de independencia, que era ir contra corriente, y pretender casi lo imposible, proyectar hacer de los países americanos monarquías constitucionales.

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La Santa Alianza, agrupando con España a todas las grandes potencias del continente europeo, para aniquilar con la fuerza todo germen democrático, restablecer, el poder absoluto de los reyes, aboliendo las constituciones, aumentaba la repugnancia con que en América se veían los proyectos monárquicos. Además la corriente espiritual del momento, hasta en el Viejo Mundo era favorable a los principios democráticos; allá se coaligaban los príncipes para defender el absolutismo; en el Nuevo Mundo dicha corriente obraba libremente.

Pero otra dificultad de más peso no hemos mencionado aún, dificultad que frustraba los planes de los monárquicos. ¿Quiénes podían reinar en los nuevos Estados? No bastaba encontrar un príncipe, se necesitaban varios. La familia Borbón, reinante en España, parecía ser la indicada, pero Fernando VII no permitiría jamás que ninguno de sus miembros ocupase el trono de un país que contra él se había sublevado; no sería en este asunto menos testarudo que lo que fue el gobierno español en el de la autonomía. Y un príncipe español tenía también, para ser aceptado por sus flamantes vasallos, serios inconvenientes. La guerra había sido contra los peninsulares; ¿cómo obedecer a uno de éstos que llegaría con una corte de nativos de España? ¿No se malograba así el fruto de la campaña renaciendo la sumisión a la Metrópoli? Las mismas dificultades ofrecían fijarse en un príncipe Borbón de las ramas italianas y para rechazarle existían más motivos que impedían escoger uno francés. La Gran Bretaña convencida por la experiencia de Buenos Aires y otras anteriores de la imposibilidad de adueñarse de las Indias, había auxiliado discretamente a los patriotas ansiosa de debilitar el poder español, y adquirir el dominio mercantil en América; y la Gran Bretaña no convendría jamás en que estas naciones viniesen a quedar bajo el predominio de un rival más temible y poderoso como lo hubiesen sido Francia o Austria, Borbones y Ausburgos quedaban, así, excluidos.

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La opinión de la Gran Bretaña sería decisiva, pues adversaria de la Santa Alianza, su amistad era indispensable a los patriotas que veían en la liga de los príncipes, un grave peligro y porque además era la nación que con el prestigio de su poder servía de intermediaria a los nuevos Estados con las demás potencias europeas.

Quedaba pues una sola posibilidad y bien remota: un príncipe inglés. A ello se oponían pero en sentido inverso las mismas causas que para uno nativo de Francia. Las potencias continentales y los Estados Unidos no podrían tolerar tal crecimiento del poder de la Gran Bretaña, porque a nadie se ocultaba que si príncipes ingleses reinaban en América, estas naciones quedarían virtualmente sometidas a la Gran Bretaña. Europa toda deseaba la paz, después de las guerras napoleónicas, y ésa se mantenía gracias al inseguro equilibrio político y no era cosa de aventurarse a romperlo por un trono inestable, pues no se ignoraba la resistencia que a la monarquía presentaba gran parte de la opinión pública en el Nuevo Mundo. A los pueblos americanos no podría tampoco agradar la elección de señores de índole y raza distintas que vendrían rodeados de amigos y cortesanos ajenos al país, y más todavía si éstos y su séquito profesaban una religión distinta.

Se optaron, pues, instituciones semejantes a las que regían en la América inglesa, las que a juzgar por el bienestar que gozaba esa nación, parecían perfectas; los espíritus exaltados, es decir los más infeccionados del virus roussoniano, las encontraban poco avanzadas para naciones que según el decir general estaban predestinadas para ser el edén de la democracia.

Difícil, en verdad, parece que hubieran podido constituirse en otra forma, las naciones hispanoamericanas; la independencia se efectuó por los criollos, para su beneficio. La población indígena fue mera espectadora de la lucha, o plegó indistintamente a uno u otro bando, según   —194→   las vicisitudes de la fortuna; eran pues los criollos de sangre española y los mestizos que con ellos habían colaborado quienes iban a organizar para gobernarse a sí mismos, las nuevas nacionalidades. Al terminar la contienda había dos aristocracias, la de sangre y de los próceres, casi exclusivamente militar ésta, formada en gran parte por elementos de la primera. La nobleza fue la iniciadora del movimiento revolucionario. Las primeras juntas están formadas por personajes de lo más granado de la sociedad colonial, y muchos de los prohombres de la independencia llevaban blasonados apellidos; bastará citar un ejemplo: Bolívar. Algunos habiendo figurado en la época de la iniciación, atemorizados por el primer fracaso, habían en la época álgida de la contienda guardado reserva sin que por ello renunciaran a los títulos que les daba su actuación en la primera hora. De los infanzones realistas los de mayor prestigio abandonaron el Nuevo Mundo juntamente con las huestes españolas; los demás plegaron aunque forzadamente a la situación impuesta por la victoria de las armas americanas.

Los libertadores habían conseguido el apoyo eficaz y a veces decisivo como el de los llaneros de gentes de baja condición social de que salieron algunos de los más prestigiosos jefes; para estos elementos la libertad era sinónimo de supresión de toda aristocracia que pudiese oponerse a su ascensión a los más altos cargos de la república.

La nobleza realista o que no tenía galones conquistados en los campos de batalla, no estaba tampoco dispuesta a soportar que las familias de los guerreros vencedores, entre las que no faltaban algunas de color oscuro, hasta semejante al ébano, formasen clase preponderante; apenas toleraba que fuesen ciudadanos dotados de iguales derechos, ya que no podía impedirlo a los dueños de la fuerza, pero los miraban como a inferiores, zahería con el desdén y las sátiras.

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Los letrados clérigos o seglares quienes necesariamente abundaban en los congresos y constituyentes y que por su mayor versación teórica en las ciencias políticas ejercían en esas asambleas poderoso influjo, tenían que mirar con terror la formación de una aristocracia militar a que quedarían subordinados y cuya tendencia a la violencia y al abuso les era bien conocida por diarios desmanes de la soldadesca. Aquellos hombres, por lo demás, carecían de experiencia para el manejo de la cosa pública, eran académicos teorizantes. Si en la época colonial ocuparon algún cargo administrativo, éste fue secundario; la organización de la república les había dado ocasión para elaborar toda clase de quimeras y para empaparse en todas las utopías en boga, pues la guerra con sus necesidades imperiosas, con sus inevitables dictaduras, había establecido forzado divorcio entre las leyes y el gobierno; se legislaba para después, para cuando concluido el fragor de las armas fuese posible regir a los pueblos según las ideales normas de gobierno descubiertas por los sabios magistrados que encerrados en sus gabinetes indagaban la naturaleza de la democracia perfecta por las normas dictadas por Solón, Licurgo o por los estadistas de Francia o los Estados Unidos de Norteamérica, sin dignarse mirar al pueblo en que vivían, a fin de conocer su constitución real y determinar cuales eran las instituciones que le convenían. Confiaban ciegamente en el porvenir seguros de que las miserias del presente desaparecían por encanto en cuanto la libertad fuese efectiva.

Para vencer en los comicios y dominar al auditorio qué medio más seguro que un bello discurso en que a la parte de citas en la antigüedad, campeasen pensamientos encumbrados y líricas declamaciones, y el orador más elevado, el que más ensalzase a la libertad denigrando a los tiranos, encareciendo los méritos de la democracia, arrastraba tras sí el parecer de la mayoría con lo cual predominaban de ordinario las ideas más avanzadas. Discutiose   —196→   por ejemplo con ardor si convenía la federación o el gobierno unitario, aduciendo numerosos argumentos en pro y en contra de cada tesis como si se deseara determinar un problema de metafísica, y descubrir cuál de los dos sistemas era en abstracto el perfecto, sin pararse a considerar cuál era el más adecuado a la nación.

El idealismo intelectual de los letrados de entonces y el interés personal de no quedar supeditados a los guerreros, convirtiéronlos en gran parte en apóstoles no sólo de la república sino de la demagogia para lo que contaron con la cooperación de algunos soldados que sinceramente pensaban como ellos o buscaban el modo de satisfacer sus ambiciones, eclipsando a un superior prestigioso, o saltando por encima de compañeros de igual mérito o más distinguidos. El caso del general José María Obando, realista hasta casi el fin de la guerra en Nueva Granada y rebelde contra la dictadura de Bolívar es a este respecto, típico.

No hay que olvidar que en los ejércitos libertadores había jefes de color oscuro para negros y mulatos como el heroico Padilla; para éstos la democracia era no sólo ideal sino algo indispensable. La entrada de estos individuos en la aristocracia colonial fundada, en la sangre, la debilitaba, y excluirlos era imposible, pues habría sido preciso desconocer sus méritos, iguales a los de los otros libertadores. Los títulos y prerrogativas de la nobleza provenían de mercedes de los reyes de España; darles vigor era como prolongar la soberanía de los monarcas, después de haber sacudido su yugo; sabían a coloniaje, y era natural desconocerlos.

La administración española había cuidado solícitamente de que en Indias no se constituyese ninguna organización poderosa.

En las colonias no existía al terminar el siglo XVIII, ninguna fuerza organizada que pudiera dominar el resto de la sociedad; las familias nobles, por muy poderosas   —197→   que fueran, nunca llegaron a disponer ni de la fortuna ni de las influencias de los grandes de España y habían estado supeditadas por los gobernadores peninsulares y por sus paisanos, los nativos de España, que constituían la casta privilegiada; no formaron Estado superior ni siquiera el eclesiástico que no obstante la riqueza reunida por algunas órdenes religiosas, estaba a merced de la corona, a consecuencia del patronato. Muchos eran miembros de la aristocracia pero carecían de organización de casta, no estaban dispuestos a concederse preeminencias mutuamente. Faltaban, pues, a la sociedad hispanoamericana en sus clases dirigentes los elementos fundamentales para una organización monárquica; para ello habría sido precisa la venida de príncipes extranjeros que trajesen corte y diesen cuerpo a la aristocracia nativa, escogiendo sus componentes de entre los hijosdalgo de raza y de soldados gloriosos. Ya hemos visto que esto era imposible; además a ello se oponía el espíritu nacionalidad que la guerra había exaltado.

La independencia fue obra de un grupo selecto, reclutado, en su mayor parte, entre las familias distinguidas y las gentes de letras a cuyo grupo se sumaron elementos de las clases inferiores que en las vicisitudes de la refriega encontraron ocasión propicia para dar a conocer sus aptitudes. El pueblo al que pertenecía la tropa combatía, movido del odio a la dominación europea o impulsado por sentimientos de fidelidad al rey o porque creía que la rebelión contra el monarca era una especie de impío atentado contra la fe católica. Para él, si era patriota, lo que le importaba era conseguir la independencia de la tierra nativa de todo yugo extranjero sin tener siquiera idea del gobierno que sustituiría al español; por supuesto si los jefes le hablaban de igualdad de todos los ciudadanos, de supresión de preeminencias sociales, de libertad y fraternidad, claro está que con entusiasmo esperaba el advenimiento de la democracia; si,   —198→   además, le decían que durante siglos ha sido víctima de injusticias, que la desigualdad social era fruto de usurpación y tiranía, no sólo amaría las instituciones democráticas sino que miraría con odio lo que a ellas fuese contrario.

Los dirigentes al dictar las constituciones de los nuevos Estados juzgaban por las condiciones peculiares a ellos y para gobernar entre iguales evidente es que sólo encontraban aceptables aquellas instituciones que consagraban esta igualdad.

Las corrientes espirituales de la época por lo demás eran marcadamente republicanas; las nuevas sociedades no iban a organizarse de acuerdo con normas que los intelectuales de Europa reputaban anticuadas, indignas de las luces del siglo y de los progresos de la civilización y tenidas por restos de barbarie; corrientes tanto más poderosas cuanto que seducían a los inferiores con la perspectiva de mejores días, y atraían a los superiores por la generosidad y desprendimiento que suponía en ellos el defenderlas, medio seguro de conquistar popularidad. Sólo la presión ejercida por un poder respetable habría podido contrariar esta tendencia del tiempo, y en América no había quien la ejerciese.

Inevitable era por consiguiente que los países hispanoamericanos adoptasen la forma republicana, y circunstancias que hemos puesto de manifiesto hicieron que se prefiriese la democracia.

La igualdad de todos los ciudadanos ante la ley fue así dogma que a poco volviose indiscutible aunque no correspondiera a la realidad social. En efecto en un pueblo compuesto de elementos diversos en raza y cultura, imposible era que esta igualdad pudiese ser efectiva; los componentes inferiores de la Nación tenían que quedar en posición ficticia, pues tanto por su nivel intelectual   —199→   como por las condiciones materiales de su existencia estaban incapacitados para la vida democrática. Por otra parte leyes hechas para la porción culta de la sociedad no podían proteger eficazmente a quienes no tenían la capacidad necesaria para valerse de sus derechos. La igualdad y la fraternidad eran impracticables en colectividades en que no sólo existían las diferencias de fortuna y educación inevitables en todo concierto humano sino otras más profundas como las de cultura.

En países en donde convivían no sólo clases sociales sino verdaderas castas no fundadas en precepto legal sino en la naturaleza humana, la democracia no podía establecerse sino en nombre, participando de ella una porción de los asociados mientras el resto quedaba al margen de la vida nacional.

Y este desequilibrio entre las constituciones escritas y la real de las naciones hispanoamericanas, es una de las causas que han entorpecido su desenvolvimiento en el siglo que llevan de vivir autónomas, durante el cual en larga y sangrienta evolución han ido adaptándose a la vida democrática que ha llegado a serles indispensable aunque en alguna de ellas como en el Ecuador, un elevado porcentaje de la población, la masa indígena, permanezca aún alejada del vivir nacional.



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Un siglo de vida

(Fragmento)


El 24 de mayo de 1822 terminó oficialmente la guerra de independencia en el territorio del reino de Quito que por resolución del pueblo de la capital decidió el 29 de dicho mes y año «reunirse a la república de Colombia como el primer acto espontáneo dictado por el deseo de los pueblos, por la conveniencia y mutua seguridad y necesidad, declarando las provincias que componían el antiguo reino de Quito como parte integrante de Colombia». Riobamba y Cuenca habían tomado ya igual resolución, Guayaquil vacilante entre anexarse al Perú o formar república separada, se decidió al fin no sin que Bolívar ejerciese presión para ello, a seguir unido a la Nación a que pertenecía por su historia y geografía, de la que era imposible separarse sin grave daño para sí y los demás pueblos, de cuya comunidad formaba parte.

Mas si la guerra concluyó nominalmente en realidad prolongose hasta abril de 1825, pues fue preciso combatir   —202→   incesantemente a los realistas de Pasto, que con heroísmo sin precedentes defendieron la causa que creían santa. Por lo demás sabido es que el Ecuador sirvió de base para las operaciones que dirigió el Libertador en el Perú y por consiguiente todo se subordinó a las necesidades de la campaña que terminó en Ayacucho.

Al ingresar nuestro país en la Gran Colombia, estaba ya constituida ésta, es decir, se habían dictado las leyes del Estado, en cuya elaboración el Ecuador no tomó parte, mas preciso es recordar que por entonces, salvo en provincias alejadas del teatro de la guerra, las prescripciones de la carta fundamental no tenían efecto sino en cuanto no fuesen contrarias a las necesidades militares; los encargados del mando quedaban así virtualmente investidos de una dictadura ilimitada.

El Ecuador por motivo de las revueltas de Pasto y por la vecindad al Perú, fue unas de aquellas secciones en que el Jefe superior por delegación de Bolívar disponía de omnímodas facultades, y sea porque la vigilancia del Libertador fuera eficaz o porque el temperamento de los designados para el cargo y por las aptitudes de que estaban adornados, el hecho es que no abusaron del poder y gobernaron al país con acierto, en aquellos tormentosos y difíciles tiempos en que todo quedaba subordinado a las necesidades bélicas, en que era preciso atender de preferencia al envío de auxilios al ejército libertador, obteniéndolos por la coactiva si era necesario; fueron tan ingentes las necesidades, tan premiosas las órdenes de Bolívar que no siempre guardaban la equitativa proporción las contribuciones que se exigían con los recursos del pueblo contribuyente, por lo cual el de Quita llegó a elevar tristes quejas que disgustaron al Libertador.

Pero haya influido para ello el temperamento sosegado de los pobladores o la prudencia de las autoridades o ambas circunstancias a la vez, guardaron esta discreta   —203→   moderación con lo cual evitaron las escenas de terror y las medidas demasiado violentas a que acostumbrados estaban otros pueblos desde las épocas de la guerra a muerte. Mantúvose así el sur en quietud sólo perturbada por los escándalos que de vez en cuando promovían soldados, hechos a las intemperancias y crueldades de la pasada campaña, antes de que fuese regulada la guerra por el convenio firmado entre Bolívar y Morillo.

Aquellos años en que ni se daba ni se recibía cuartel, habían acostumbrado a la tropa a toda clase de desmanes; privado el contrario hasta del derecho a la vida, con razón no se respetaban ni su honor, ni sus bienes. La norma última de conducta eran la violencia y cualquier crimen, con tal de que se redundaran en perjuicio de un adversario, se justificaban. La precaria subsistencia de los ejércitos mal provistos de víveres y vestidos, era causa de que estos males se agravasen. Años de semejante vida hicieron que la conciencia de muchos militares encalleciese, que se despertara en ellos morbosa inclinación a la sevicia, que ha dejado honda huella en ciertos pueblos, recrudeciendo periódicamente con ocasión de las numerosas guerras fratricidas.

Aconteció que en el Ecuador la contienda interrumpiose durante el período más álgido de la guerra a muerte y que fuese Montes el jefe de los ejércitos de la reconquista española, por lo cual, salvo unas ejecuciones capitales, no se vieron en Quito los macabros espectáculos que en Bogotá y otras ciudades del norte, señalaron el ingreso de las huestes españolas y que reanudada la guerra en 1820 estuviese ya regularizada y viniesen las tropas colombianas al mando del jefe más benigno y humano de cuantos figuraron en la lucha de Sucre. Librose por esto la población ecuatoriana de ser testigo de tantas horripilantes crueldades como las que presenciaron otros pueblos.

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No estaban pues nuestros antepasados de los primeros tiempos de la república acostumbrados a la violencia; por lo mismo dolíanles más los atropellos de la soldadesca, ordinariamente reprimidos por las autoridades aun cuando no siempre con el debido rigor, que en veces se veían precisados a tolerar los desmanes para evitar mayores dificultades y en otras acostumbradas a ellos, los miraban con reprensible indiferencia.

Estos inconvenientes fueron menores de lo que pudieron haber sido, porque Sucre fue quien en un principio ejerció la autoridad superior en el sur y por haber sido luego largo tiempo jefe superior del sur el general Bartolomé Salom, quien si más inclinado a la dureza que la suavidad, poseía corazón recto y justiciero.

Desde 1822 a 1825 hubo relativa tranquilidad. Suscitábanse eso sí disputas que tenían poca resonancia, con motivo de la aplicación de las leyes colombianas y la intromisión de los funcionarios civiles en asuntos que pertenecían a la jurisdicción eclesiástica; disputas ocasionadas por la oscuridad que entonces reinaba respecto al patronato; pero el país permanecía en orden que mantenían las autoridades militares dirigidas por Bolívar, mientras en la Nueva Granada en donde la constitución estaba en vigor, agolpábanse ya las nubes que producirían la tempestad política en los años venideros. Una de las causas a que a ello contribuía era la división de la república en dos secciones, la una de los países en Asamblea en que la suprema autoridad era Bolívar, la otra aquella en que regían las normas de la carta fundamental, en donde gobernaba el vicepresidente, general Francisco de Paula Santander; éste, por ausencia de la capital del Libertador, era de acuerdo con la ley el jefe del Estado y su jurisdicción debía extenderse a todo el país, pero mientras en unas provincias mandaban él y el congreso, otras por ley especial estaban sujetas a Bolívar, que tenían consigo en el Perú gran parte del ejército y las necesidades   —205→   de la campaña le obligaban para mayor rapidez de las operaciones, a impartir directamente órdenes a los militares acantonados al norte de Pasto, órdenes que aunque se comunicaban al ejecutivo, a veces antes de que éste las confirmase se cumplían.

Por lo demás no siempre Bolívar quedaba satisfecho del modo como Santander cumplía con sus encargos; y éste, por su parte, quejábase en ocasiones de las exigencias del Libertador. Mientras tales cosas pasaban directamente entre ellos no tuvieron mucha importancia ya que el presidente estimaba a su segundo, y éste sentía por él aunque en menor grado que otros veneración. Mas si se mezclaban subalternos, volvíanse agrias las diferencias con lo que iban éstos dividiéndose en dos facciones, cuyos resentimientos llegaban hasta los jefes que paulatinamente fueron mirándose con recelo. Estas desavenencias fuera del carácter personal muy lamentable, ya que Santander a más del lato cargo que desempeñaba, gozaba de merecido prestigio sobre todo entre los civiles, por su gestión administrativa y de no escasa reputación, militar por la participación que tuvo en la campaña que produjo la victoria de Boyacá, tenían doble cariz muy peligroso; el vicepresidente estaba respaldado por las leyes y el congreso con lo que aparecía como el portaestandarte de los principios republicanos, además era granadino como la mayoría de los tribunos de Colombia, mientras Bolívar era venezolano como gran parte de los principales guerreros. Las desavenencias entre ellos tenían que convertirse en lucha de principios y de nacionalidades.

Mientras tanto Bolívar en el Perú era investido con omnímodo poder y en Lima la ciudad entonces más famosa de la América meridional (en donde residía la universidad de tan alto renombre como la de San Marcos, en donde la permanencia larga de la corte virreinal produjo estadistas de tradición a quienes debe la diplomacia   —206→   peruana, la habilidad que aún conserva) se pregonaban el fracaso de las normas constitucionales y la necesidad de que el jefe del Estado tuviese libres las manos de toda traba, en horas de peligro para la nación y de que dispusiese de poderío suficiente para reprimir con eficacia a la anarquía y la demagogia.

El Libertador anunciado por las trompetas de la fama como el guerrero invencible, recibía honores extraordinarios del pueblo peruano; Bolívar, coronado con los laureles de Junín y Ayacucho era coronado como semidiós.

Estos hechos tenían que repercutir de distinto modo en los partidarios de un gobierno fuerte y en los fanáticos de la democracia, entre los allegados al Libertador y los que con él estaban resfriados por alguna causa; para los unos eran precedente y lección; para los otros una advertencia. Bolívar que ya sabía muy bien que si no se cerraba el paso a la demagogia la libertad por él conquistada en cien batallas sería ilusoria; que los españoles serán desalojados del Perú ni consolidada la independencia si no podía obrar libre de cualquier estorbo legal que veían en los honores que se le tributaban un medio de aumentar su fuerza y el prestigio del ejército, una recompensa a los infinitos trabajos que él y sus subalternos habían padecido largos años y un ornato para su idolatrada Colombia; complacíase en las manifestaciones extraordinarias de admiración y gratitud del pueblo y hasta parece que las buscaba. Esto no pasaba desapercibido para aquellos a quienes por rivalidades, resentimientos personales o convicciones políticas, la gloria del Libertador les hacía sombra.

Más allá de las fronteras del Perú y Colombia Bolívar era tildado de disfrazarse de Libertador del Perú, cuando en realidad se prometía conquistarlo. Por el cual Colombia y él eran vistos con recelo que ya existía provocado por el poder militar de la gran república y su   —207→   arrogancia. Comparábase la actitud de San Martín con la de los colombianos; el primero había ido con un ejército auxiliar, los segundos eran cuerpos enviados por su patria para independizar el Perú, cuerpos que mantenían la cohesión con el país nativo, y a los que el ejército peruano quedaba subordinado. El protector no era sino un general del Río de la Plata; el Libertador, el presidente de Colombia, el general en jefe de todo el ejército, el ídolo de su pueblo. Atisbábanse pues sus actos para denunciar cuanto en ellos se encontrase de antirrepublicano; y como con frecuencia debió proceder autoritariamente, no faltaron ocasiones en las cuales pudieron acusarle. Estas acriminaciones llegaban a Colombia y robustecían el partido oposicionista al Libertador, partido que veía o pretendía ver en él un peligro para las instituciones que regían a la república. De este modo aun cuando para la extrema izquierda de la democracia colombiana, la constitución de Cúcuta era deficiente en torno de ella y de Santander, jefe del gobierno constitucional, se agrupaba junto con todos aquellos a quienes disgustaba la dictadura.

Entre los militares colombianos existía de antemano cierto descontento contra las legislaturas, los mandatarios civiles y los gobernantes de Santa Fe; parecíales y quizás no sin algún aparente fundamento que eran cicateros en el reconocimiento de sus servicios y que entorpecían con motivos fútiles las operaciones militares; queja igual ha surgido siempre en todos los ejércitos contra los parlamentos, y en Colombia los desplantes del militarismo y el temor de que amenguase la democracia hacían que el gobierno cuidara de hacer sentir su autoridad en las filas combatientes.

Reafirmábase esta crítica entre los oficiales que estaban en el Perú al ver cuanta desproposición había entre los recursos que se enviaban del sur, sujeto a un régimen especial y los del resto de la república, en donde imperaba la constitución.

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Los acontecimientos políticos del Perú que tan profundamente impresionaron al Libertador, al autor del manifiesto escrito en Jamaica, del discurso pronunciado en Angostura, al que escribió la constitución boliviana, produjeron hondo escepticismo acerca de la bondad del régimen adoptado por los Estados americanos en aquellos de sus tenientes que poseían espíritu crítico en los que más de cerca le rodeaban o en los que por sus ocupaciones estaban más en contacto con la vida política. Y en efecto, el espectáculo no era edificante: Riva Agüero, apoyado por el ejército que comandaba Santa Cruz, se había impuesto al congreso y usurpado la autoridad legítima, aun cuando luego fuese rehabilitado el título; antes el mismo San Martín había renunciado el protectorado, encaminándose a voluntario ostracismo, minada su autoridad por las intrigas; vinieron en seguida las rivalidades entre el congreso y el ejecutivo, tanto más escandalosas cuanto se produjeron a la vista del enemigo que ocupaba la capital, y que en momento en que se cerraba el cerco de la fortaleza del Callao, que servía de refugio al gobierno nacional; y en aquellos días de angustia suprema Sucre, el único hombre capaz de salvar a la patria, viendo la confusión y desorden que en todo lo relativo a la defensa introducían las providencias de las autoridades rivales e ineptas, había exigido para hacerse cargo del mando que con ruegos se le ofrecía, que se le invistiese de poder omnímodo en el teatro de las operaciones. Sucedieron, luego el fracaso de la campaña de Intermedios, en el que todos veían un fruto de las rencillas políticas; y la inacción forzada de Valdés, en Lima, impedido de obrar, porque primero se atendía a los intereses de los partidos antes que a la salvación de la patria. Tumultos unos en pos de otros, se sucedieron hasta dar el inaudito espectáculo de que Riva Agüero y Torre Tagle, jefes rivales, traicionaran a su país poniéndose en secreta inteligencia con los realistas; con lo que se puso en evidencia tan plena como la luz del medio día que el   —209→   Perú sería independiente sólo en caso de que en él no imperase otra ley que la voluntad soberana de Simón Bolívar.