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ArribaAbajoCapítulo VIII

Desagradable agüero


Nada en efecto se asemejaba menos a la altanera ambición del cortesano favorito, del aromático galán e intrépido guerrero, que aquel cirujanillo hipócrita y servil, que parecía agradecer hasta las injurias, al paso que estaba bien penetrado de la superioridad que le daban su astucia y conocimientos respecto de gentes, si bien ilustres, poco leídas. Así es que, semejante a un guardián de fieras, atrevíase a tirar de cuando en cuando leves sarcasmos contra las fogosas pasiones de hombres templados por el exasperado tono de Moncadí, persuadido de que con su aire rastrero y humilde disiparía fácilmente la tormenta, de la misma suerte que lanza el joven indio su ligerísima canoa en las agitadas ondas, seguro de que su misma fragilidad le sirve de égida contra sus embates y vaivenes. Verdad es, como ya hemos dicho, que el noble coronel odiaba de todo corazón a don Judas; mas no por eso dejaba de vivir bajo su venenosa influencia, y como fascinado por el siniestro brillo de sus ojos y la ponzoña de su aliento. Aunque se encolerizaba contra él y lo exasperasen de continuo su impudencia y su audacia, veíase obligado a ceder, parecido en esto al fogoso bridón que juzgándose con bastante brío para burlarse de su conductor, es fácilmente sujetado por el diestro joven que lo lleva de las riendas. Y no tratamos de significar que no le pagase don Judas en la propia moneda, sino que iba simulado su menosprecio bajo ciertas formas equívocas entre la risita aduladora y el sarcasmo de su lengua viperina; mirábalo por un lado muy poco superior a una bestia, y muy capaz por otro de destruir a un semejante suyo, sino en fuerza de la sutileza de sus artes, por la pujanza de sus miembros o la influencia de sus empleos. Era en suma respecto de él un hombre sin ingenio y sin caletre, en quien únicamente campeaba lo material, pero de quien se proponía sacar grandes partidas de dinero, único ídolo de su corazón dañino, bien que por la vergüenza que le causaba el vicio de la avaricia, disfrazaba esta pasión rastrera con ingeniosísimos colores.

El doctor Judas Rosell, decíase a sí mismo al contemplar las medallas de su papelera, no es uno de aquellos miserables usureros que sólo admiran el lustre de ese metal, sino un hombre que alcanza el mágico poder de que reviste al individuo sagaz que lo posee. ¿Qué obstáculo podrá haber en el mundo que no se allane con su auxilio? Si apasionado andáis de las mujeres, os borra la fealdad, os disimula la poca gracia y os convierte en un Adonis; a los débiles hace poderosos, a los cortesanos magníficos, y sobrecarga a los que apetecen honores de cruces y medallas y veneras. En esa humilde gaveta tengo yo floridos prados, ricos alcázares, títulos de hidalguía y cuantos regalos halagar pueden la mísera condición de los hombres. Hasta la venganza, placer sublime que convierte al mortal en un semidiós, tengo metida en tan preciosísima arquita, aunque he preferido siempre proporcionármela por medio del ardid y de la astucia, porque es doble entonces la satisfacción que resulta de su logro.

Tales eran las reflexiones que hacía nuestro benéfico facultativo siempre que visitaba su tesoro y al salir ahora de la casa de don Leopoldo Moncadí. Embebido en los últimos planes trazados con el coronel para perder a Portoceli, dirigíase a dar una vuelta por la huerta al efecto de meditarlos más despacio, cediendo voluntariamente la acera a cuantos iba encontrando por la calle, y quitándose oficioso el sombrero no menos para saludar al título o al hidalgo, que para corresponder al modesto menestral o al simple sacristán de monjas.

¡Miserables!, pensaba el muy bribón en tanto que prodigaba estas genuflexiones; si penetrarais lo que encierran las compactas paredes de cierto cajón mío, a buen seguro que os pondríais de rodillas para rendir homenaje a mi encogida personilla, Pero algún día me he de vengar de vosotros, ni más ni menos que de ese estúpido Moncadí tan pródigo de dicterios y de afrentas. Bien es cierto también, para alivio y desahogo mío, que suelo levantar recias tempestades en su corazón preñado de ignorancia y de orgullo, y que en eso de darle flechazos... ¡hem! ¡hem! ¡hem!... no acostumbro quedarme detrás de su señoría.

Mientras endilgando esos piadosos discursos proseguía su rumbo hacia las puertas con la humildad de un novicio, corrieron varías mujeres detrás de él y detuviéronlo diciendo:

-¡Bendito sea Dios! He aquí el hombre que nos hacía falta, el hombre cuyo socorro para estos casos es único y eficaz.

Y rodeábanle al mismo tiempo y acariciábanle en muestra de la necesidad que tenían de su persona.

-Está bien, comadres, está bien -respondía don Judas revolviéndose entre ellas- gracias, no soy tan docto como decís, ni tan caritativo, hago lo que puedo, procuro sobre todo consolar al pobre, pues al pobre... porque todos lo somos, hermanas mías... pero...

-Digo y lo sostengo -exclamó una de las tías- que es usted el barbero más diestro de toda España.

-Ya, pero...

-¿De España dijiste? Y aun de Murcia -interrumpió otra- poco alcanzas su habilidad cuando andas tan escasa en los encomios.

-Bueno, bueno, comadre; todo eso está muy bien, pero...

-Sí señor, y no hay pero que valga, honradísimo don Judas; que nada me ha incomodado usted por aquel piquillo de la caída que dio mi pobre Juan cuando echaban el tejado a la casa de los Gremios.

Ni a mí por la sangría que aplicó a la mula de mi hermana.

-Ni a mí por aquel tumor de la vaca de mi suegra.

-Ni a mí por eso...

-Ni a mí por lo otro...

Y empezaron a soltar juntas la tarabilla, de suerte que formaban una revolución infernal. Varias veces tentó el cirujano escabullirse, pero teníanlo tan bien sitiado, que no le fue posible a pesar de su mucha maña en encogerse y doblegarse. Apaciguóse al fin un poco aquel discordante vocerío, y enteraron entonces al mareadísímo facultativo de Elche de que no se trataba de vacas ni de mulas, sino de un niño que se estaba muriendo a cierta comadre de todas ellas, la cual comadre le había dado a mamar una leche inficionada de resultas del susto que recibió cuando le llevaron a casa el cadáver de un sobrino suyo, a quien dos días antes habían asesinado en la calle gentes dejadas de la mano de Dios. Apenas hizo alto don Judas en esta última circunstancia, pues enteramente dado al interés de su profesión, preguntó si sabían la naturaleza de la enfermedad del niño.

-Se va hinchando como un sapo, y se pone tan encendido, con unos ojazos que le salen de la frente, y una baba que...

Malum signum, malum signum! -exclamó el cirujano.

-Lo que verdaderamente tiene, señor doctor -gritó otra de las presentes- son una especie de tarugos que llaman enginas.

-Cinanche trachealis: enfermedad mortal, que corre legua por hora. Llevadme allá, hijas mías, y dadme que sobre la marcha lo emplaste, lo bizme y lo jaropee, que yo os aseguro su salvación sólo con que lleve a la muerte dos deditos de ventaja.

Guiáronlo con grande algazara a calle no muy distante, y metiéronlo en una casa de humilde aspecto, dentro de la cual entonaban a la sazón varios religiosos el lúgubre canto de los muertos. Hubo de atravesar una pieza, sin duda la más capaz de la habitación, en medio de la cual yacía tendido sobre un féretro el cadáver de cierto joven, en quien reconoció no sin pasmo a Santiago, el aprendiz de su tienda. Turbóse el hombre, y púsose a mirarlo con ojos en que se pintaba una admiración estúpida y sombría. Y no fue esto lo que más le sorprendió, sino venir en conocimiento por los informes que le dieron de que aquel malogrado mozo había sido precisamente la víctima de su equivocación y del hachazo de Crispín. No dejó de preguntar con repetidas instancias si sabían qué objeto lo trajo a Murcia, curiosidad que no pudieron satisfacerla la tía del difunto, ama de aquella casa, ni las demás comadres que la acompañaban en su malandanza. No obstante su carácter inhumano y únicamente sensible a los atractivos del oro, sintió en lo íntimo de su pecho haber sido verdugo de un muchacho a quien quería, por manera que estuvo casi dudando si verdaderamente podría ser castigo del cielo, o provechosa lección de algún santo que lo patrocinase. Apresuróse a desempeñar con el tierno niño las atribuciones de su ministerio, y salió más que deprisa de una casa donde había un espectáculo tan lúgubre, que le echaba en cara por vez primera su malignidad diabólica, y hacíale probar los remordimientos de su corrompida conciencia. Ya lanzado sin embargo con gigantesco impulso en la carrera del crimen para retroceder a lo menos antes de vengarse de los que creía enemigos suyos, sufocó aquel leve estímulo de arrepentimiento, y preparóse a bajar al calabozo de Crispín para enterarle del último plan, y disponerle a que no desmintiese la parte que en él le correspondía, cosa indispensable para su salvación y la de sus cómplices.




ArribaAbajoCapítulo IX

Nuevos lances de la vida de un bandolero


No le acompañaremos a la lóbrega cárcel donde yacía gruñendo y blasfemando contra él y don Leopoldo el antiguo verdugo de la cuadrilla de Jaime. Dejémosle que haga penetrar momentáneamente entre sus tinieblas el brillo de una luz trémula y opaca, y que medite nuevos atentados en compañía del bárbaro que allí se encierra; y trasladémonos de un salto al fondo de cierto bosque situado entre Murcia y Crevillente. Los árboles que lo formaban tenían todo el vigor y la aspereza de los que criándose en largos despoblados nunca sienten la mano simétrica del hombre; y como se elevaban en su recinto varias colinas de bastante altura, entrelazábanse con los de su pendiente los más robustos del valle, y componían de esta suerte una selva verdaderamente enmarañada y sombría. Pasaba a muy corto trecho el camino real de Murcia, describiendo retorcidas revueltas, miradas de los transeúntes como puntos de siniestro augurio por lo que favorecían la malvada intención de los bandoleros. Añadíase a esta circunstancia la de saberse positivamente que las cavernas de este bosque, como más entapizadas de hierba, oreadas y frescas que las de Crevillente, les servían de regalo, y que solían pasar allí con sus mujeres o barraganas, y pública y escandalosamente solazarse sin respeto a las costumbres ni temor de las justicias. En el momento no obstante de que hablamos reinaba en tan dilatada selva el más tétrico silencio: no se oía otro rumor que el viento silbando por los altos pinos, el grato murmullo de fugitivos arroyos, y algún rápido gorjeo de tímidas avecillas. Sin reparar en estos agradables objetos, ni manifestar recrearse por el temple primaveral de tan pintoresco sitio, con los brazos cruzados sobre el pecho daba vueltas por entre los árboles el barbado capitán de los bandidos, sumergido al parecer en serias reflexiones, y ofreciendo la imagen de un hombre próximo a cometer un atentado contra sí mismo. Cuando más daba a entender con tal enajenamiento que se hallaba a infinita distancia su espíritu de aquellos lugares, distrájole a deshora el alegre rumor de chillones cascabeles anunciando lucida comparsa de arrieros que iba a pasar por el inmediato camino con sus mulos enjaezados, encascabelados, llenos de lucientes planchas y de flotantes cintas, según ataviarlos suelen los gentiles zagales de aquellas provincias. Jaime aplicó el oído como para averiguar si venían de Murcia o si se dirigían a ella; y mientras estaba atento a tal observación, hirióle la voz de uno de ellos, que con el aire melancólico que acostumbran iba cantando la siguiente copla, o para alentar a la recua, o para sobrellevar con más dulzura las fatigas del viaje:


Al fin en alto suplicio,
sin que librarte presumas,
pagarás para escarmiento,
bárbaro Crispín, tus culpas.

-¡Harto merecido lo tiene! -exclamó el Barbudo con lastimoso acento- ¿Quién le manda separarse a su antojo de mis órdenes, y exponerse sin más ni más a la desatinada cólera de los alguaciles murcianos?

Interrumpióle de nuevo el arriero con estos versos del mismo romance:


En balde romper las cuerdas
cual can rabioso procuras,
y al santo varón desoyes
que altas verdades te anuncia.
Recios ¡ay! son los dogales,
colérica está la turba,
andan sueltos los ministros,
canta el pregón tus injurias.
Y es vana ya tu porfía,
vana tu sangrienta furia,
y lo será muy en breve
la del Jaime a quien acusas.

-¡Ay de mí! -prosiguió el Barbudo- sobrada razón llevas en pronosticarme un fin desgraciado y prematuro. También me lo pronostican mis remordimientos y mis sueños... Pero ¿por qué te olvidas de que a ese mismo, cuya muerte tanto apeteces, debes la poca seguridad que se disfruta en estos montes? Y no es decir que no deteste esta vida vengativa y turbulenta, sino que temo a mis enemigos, y a los mismos a quienes hice bien, y a cuantos reciben deleite en ver expirar en alta horca a un hombre reputado de valiente.

Íbase disminuyendo el eco de los cascabeles y las voces a medida que doblaba la recua un altillo colocado a cierta distancia del Barbudo, y volvía éste a caer en un silencio todavía más tétrico, cuando al reparar en el bulto de una persona errando por la misma selva, dirigióse a ella y empezó a decirle:

-¡Cómo tan tarde, señor don Rodrigo! Hace tres horas mortales aguardaba a usted en este bosque. ¿Qué es de nuestros enemigos? ¿Qué tal lo pasa el hermosísimo objeto de sus amores?

-Va recobrando la razón, amigo Jaime, aunque manteniéndose firme en el propósito de no apartarse de sus filiales deberes. Esta noche pasada tuve por el jardín larga conversación con ella: mostróse más tierna, más generosa, más apasionada que nunca, pero constante siempre en no abandonar al conde.

-¿Y Leopoldo?

-Encerrado en su casa conferenciando con don Judas, y fraguando nuevos medios de perderme. Ya supisteis el hachazo que destinaban a mi cabeza y derribo de los hombros.

-¿La de aquel infeliz que nos servía? Lo sé, señor don Rodrigo, y aunque me felicito de haber librado la vida de usted por el ardid que sugerí al efecto de que conferenciase con doña Julia, no dejo de sentir en lo íntimo de mi corazón cierto pesar de su muerte como inocentemente ocasionada por mi causa. ¡Ah! Si posible me fuera descubrir al pícaro que se alquiló para semejante atentado.

-¿Pues ignoráis que es uno de vuestra pandilla?

-¿Cómo de mi pandilla?

-Y tanto, que Leopoldo y don Judas hacen recaer públicamente en vos la sospecha de tal asesinato. Iban con el mayor escándalo diciendo que habíais querido vengaros en el mensajero de entrambos, al mismo tiempo que me ponían anónimos dándome caritativos consejos para que en vista de tal ejemplo desconfiase del Barbudo.

-¡Oh pérfidos! -exclamó Jaime rechinando los dientes y como descargando una tremenda cuchillada.

-Por lo que a mí toca -prosiguió el oficial- lejos de creer en las apariencias de tal vileza, ni un momento me he detenido en venir a la cita que me distéis, pues sé que os calumnian, Jaime, y que ninguno de ellos es digno de campear siquiera a vuestras órdenes.

-A lo menos encuentro en usted un hombre que hace justicia a la desgracia de mi situación y a los sentimientos de mi pecho. ¡Ah! Como logre verlo feliz y recibido en el mundo con el favor que a su mérito se debe, juro valerme de su mediación para lograr el indulto y dar un eterno adiós a esa inmoderada libertad y a esas agitaciones continuas que con tanto imperio nos seducen, bien que espero poner igualmente en juego la de cierto personaje no menos generoso e ilustre.

-El malvado de que se sirvieron para asesinarme está en capilla, y no tardarán en conducirlo a la horca. Quiso suponer en el interrogatorio que hizo aquella muerte asalariado por mí; pero faltando las pruebas en que apoyarla, y alegando además razones superiores a su ingenio, muy diversas de las que llevado de su rústico caletre pronunciar solía, sospecharon los jueces que aquello era sugerido de algún ruin enemigo interesado en perderme. Sin embargo, nunca quiso el hombre desdecirse: confundíanlo con ingeniosas preguntas, pillábanlo en palmarias contradicciones, redujéronle en fin a que no abriese los labios por no proferir más sandeces; más no lograron remontarse al claro y verdadero origen de aquella trama.

-¡Perezca de mala muerte el pícaro que por perversidad se aparta de la moderada conducta que tanto les recomiendo! Pero Crispín ha de tener alguna esperanza de salvarse... de otra manera, yo sé, porque lo conozco bien, que no hubiese dejado de delatar a don Leopoldo y a don Judas. Supuesto que está en capilla, y ni uno ni otro son hombres para arrancarlo ya de la cárcel o del pie de la horca a viva fuerza... mucho me engañaría, señor don Rodrigo, si no anduviese en la danza algún trato secreto entre el cirujano y el verdugo...

-¿Y cómo es posible que...?

-Varios lances podría referir a usted si la ocasión me lo permitiese.

El lejano rumor de algunos bandoleros que venían corriendo cortó en esta frase el coloquio del Barbudo y Portoceli. Volvióse Jaime hacia los que más se adelantaban, los cuales empezaron ya de lejos a instruirle de que había sido sorprendida la cuadrilla a las espaldas del bosque.

-Pero se resisten -dijo Jaime oyendo el tiroteo.

-Sólo sacan fuerzas de flaqueza -respondió el bandido- pues la desesperación y la esperanza de que acudas pronto a su socorro, les obliga a presentar cara al peligro, no obstante de ser muy superior el número de los contrarios.

Sin responderles palabra previno Jaime al caballero que tuviese la prudencia de ponerse en salvo mientras acudía al auxilio de su gente. Encaminóse en seguida con increíble rapidez al sitio de la refriega; y don Rodrigo, que lo iba siguiendo a lo lejos para ser testigo de aquella escena, violo llegar al campo de batalla, reunir a los bandidos que andaban dispersos, ponerse a su cabeza, acometer un altillo, aturdir a trabucazos los soldados de la ronda que lo defendían, y apoderándose de él defenderse desde allí como si fuese inexpugnable ciudadela. Tan pronto dividía su gente como la reunía en pelotón; tan pronto amenazaba un grupo de enemigos como caía sobre otro ajeno entonces de semejante acometida. Su destreza en disponer y repartir a los hombres que mandaba, su agilidad en saltar barrancos y trepar por los montes, su astucia por último en engañar a los que desconocían este modo original de hacer la guerra, le daba una superioridad tan decidida que muy en breve hubo de fatigarles y desesperarles y aburrirles. Cuando los tuvo rendidos, al ronco son de una caracola reunió toda su gente y verificó la retirada con cierto aparato de orden hacia lo más selvático del monte. No bien llegaron sus satélites a tomar posición ventajosa en su falda, empezaron a insultar la torpeza de sus perseguidores y a levantar hasta las nubes el arrojo y pericia del impávido adalid a quien nuevamente debían la salvación de todos.

Sin dar muestras de complacerse en semejantes elogios, mandóles Jaime apostar de modo que no cometiesen la sandez de dejarse sorprender de resguardos ni miñones, y fuese a registrar la selva por si le era posible encontrarse otra vez con Portoceli. No tardó mucho en descubrirle, y llevándolo al margen de una apartada fuente, continuaron su conferencia, tanto para adivinar los proyectos de Rosell y Moncadí, como para llevar adelante el empeño de lograr lo que entrambos pretendían.