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Jardín umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones1

Ramón del Valle-Inclán



[2]

SOCIEDAD GENERAL DE LIBRERÍA ESPAÑOLA - FERRAZ, 25



[3]

JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*

[4]

PROPIEDAD

DERECHOS RESERVADOS

PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIHG 1920 BY

MR. DEL VALLE-INCLÁN

[5]



JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*

POR

DON-RAMON-DEL

VALLE-INCLAN



OPERA OMNIA



VOL XII

[7]



OPERA OMNIA



HISTORIAS

DE-SANTOS:

DE-ALMAS-

-EN-PENA:

DE

-DVENDES *DUENDES*-

-Y-LADRO-

NES



VOL-XII

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TENÍA MI ABUELA UNA DONCELLA muy vieja que se llamaba Micaela la Galana: Murió siendo yo todavía niño: Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos [10] arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado! Jardín Vmbrío.

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JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


JVAN QVINTO *QUINTO*

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JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:

JVAN QVINTO *QUINTO*

MICAELA LA GALANA contaba muchas historias de Juan Quinto, aquel bigardo que, cuando ella era moza, tenía estremecida toda la Tierra de Salnés. Contaba cómo una noche, a favor del oscuro, entró a robar en la Rectoral de Santa Baya de Cristamilde. La Rectoral de Santa Baya está vecina de la iglesia, en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas y sombreado de olivos. En este tiempo de que hablaba Micaela, el rector era un viejo exclaustrado, buen latino y buen teólogo. Tenía fama de ser muy adinerado, y se le veía por las ferias chalaneando caballero en una yegua tordilla, siempre con las alforjas llenas de quesos. Juan Quinto, [14] para robarle, había escalado la ventana, que en tiempo de calores solía dejar abierta el exclaustrado. Trepó el bigardo gateando por el muro, y cuando se encaramaba sobre el alféizar con un cuchillo sujeto entre los dientes, vio al abad incorporado en la cama y bostezando. Juan Quinto saltó dentro de la sala con un grito fiero, ya el cuchillo empuñado. Crujieron las tablas de la tarima con ese pavoroso prestigio que comunica la noche a todos los ruidos. Juan Quinto se acercó a la cama, y halló los ojos del viejo frailuco abiertos y sosegados que le estaban mirando:

-¿Qué mala idea traes, rapaz?

El bigardo levantó el cuchillo:

-La idea que traigo es que me entregue el dinero que tiene escondido, señor abad.

El frailuco rió jocundamente:

-¡Tú eres Juan Quinto!

-Pronto me ha reconocido.

Juan Quinto era alto, fuerte, airoso, cenceño. Tenía la barba de cobre, y las pupilas verdes como [15] dos esmeraldas, audaces y exaltadas. Por los caminos, entre chalanes y feriantes, prosperaba la voz de que era muy valeroso, y el exclaustrado conocía todas las hazañas de aquel bigardo que ahora le miraba fijamente, con el cuchillo levantado para aterrorizarle:

-Traigo priesa, señor abad. ¡La bolsa o la vida!

El abad se santiguó:

-Pero tú vienes trastornado. ¿Cuántos vasos apuraste, perdulario? Sabía tu mala conducta, aquí vienen muchos feligreses a dolerse... ¡Pero, hombre, no me habían dicho que fueses borracho!

Juan Quinto gritó con repentina violencia:

-¡Señor abad, rece el Yo Pecador!

-Rézalo tú, que más falta te hace.

-¡Que le siego la garganta! ¡Que le pico la lengua! ¡Que le como los hígados!

El abad, siempre sosegado, se incorporó en las almohadas:

-¡No seas bárbaro, rapaz! ¡Qué provecho iba a hacerte tanta carne cruda!

[16] -¡No me juegue de burlas, señor abad! ¡La bolsa o la vida!

-Yo no tengo dinero, y si lo tuviese tampoco iba a ser para ti. ¡Andar a cavar la tierra!

Juan Quinto levantó el cuchillo sobre la cabeza del exclaustrado:

-Señor abad, rece el Yo Pecador.

El abad acabó por fruncir el áspero entrecejo:

-No me da la gana. Si estás borracho, anda a dormirla. Y en lo sucesivo aprende que a mí se me debe otro respeto por mis años y por mi dignidad de eclesiástico.

Aquel bigardo atrevido y violento quedó callado un instante, y luego murmuró con la voz asombrada y cubierta de un velo:

-¡Usted no sabe quién es Juan Quinto!

Antes de responderle, el exclaustrado le miró de alto a bajo con grave indulgencia:

-Mejor lo sé que tú mismo, mal cristiano.

Insistió el otro con impotente rabia:

-¡Un león!

[17] -¡Un gato!

-¡Los dineros!

-No los tengo.

-¡Que no me voy sin ellos!

-Pues de huésped no te recibo.

En la ventana rayaba el día, y los gallos cantaban quebrando albores. Juan Quinto miró a la redonda, por la ancha sala donde el tonsurado dormía, y descubrió una gabeta:

-Me parece que ya di con el nido.

Tosió el frailuco:

-Malos vientos tienes.

Y comenzó a vestirse muy reposadamente y a rezar en latín. De tiempo en tiempo, a par que se santiguaba, dirigía los ojos al bandolero, que iba de un lado al otro cateando. Sonreía socarrón el frailuco y murmuraba a media voz, una voz grave y borbollona:

-Busca, busca. ¡No encuentro yo con el claro día, y has de encontrar tú a tentones!...

Cuando acabó de vestirse salió a la solana por [18] ver cómo amanecía. Cantaban los pájaros, estremecíanse las yerbas, todo tornaba a nacer con el alba del día: El abad gritóle al bigardo, que seguía cateando en la gabeta:

-Tráeme el breviario, rapaz.

Juan Quinto apareció con el breviario, y al tomárselo de las manos, el exclaustrado le reconvino lleno de indulgencia:

-¿Pero quién te aconsejó para haber tomado este mal camino? ¡Ponte a cavar la tierra, rapaz!

-Yo no nací para cavar la tierra. ¡Tengo sangre de señores!

-Pues compra una cuerda y ahórcate, porque para robar tampoco sirves.

Con estas palabras bajó el frailuco las escaleras de la solana, y entró en la iglesia para celebrar su misa. Juan Quinto huyó galgueando a través de unos maizales, pues se venía por los montes la mañana y en la fresca del día muchos campanarios saludaban a Dios. Y fue en esta misma mañana ingenua y fragante cuando robó y mató a un chalán [19] en el camino de Santa María de Meis. Micaela la Galana, en el final del cuento, bajaba la voz santiguándose, y con murmullo de su boca sin dientes recordaba la genealogía de Juan Quinto:

-Era de buenas familias. Hijo de Remigio de Bealo, nieto de Pedro, que acompañó al difunto señor en la batalla del Puente San Payo. Recemos un Padrenuestro por los muertos y por los vivos.

[21]




JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


LA ADORACIÓN DE LOS REYES


Vinde, vinde, Santos Reyes
Vereil, a joya millor,
Un meniño
Como un brinquiño,
Tan bunitiño,
Qu’á o nacer nublou o sol!



DESDE la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en [22] el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos: El de Gaspar era de púrpura de Corinto: El de Melchor era de púrpura de Tiro: El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila: Baltasar el Egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros... Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.

Y Baltasar dijo:

-¡Es llegado el término de nuestra jornada!...

Y Melchor dijo:

-¡Adoremos al que nació Rey de Israel!...

[23] Y Gaspar dijo:

-¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!...

Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces:

-¡Abrid!... ¡Abrid la puerta a nuestros señores!

Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:

-¡Cuidad de no despertar al Niño!

Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en [24] el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola: Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:

-¡Pasad!

Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El niño, que dormía en el pesebre sobre rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas: Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de [25] fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle, y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.

Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:

-Para adorarte venimos de Oriente.

Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:

-¡Hemos encontrado al Salvador!

Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:

-¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!

Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que [26] había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente... Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:

-¡Éste es!... ¡Nosotros hemos visto su estrella!

Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas: Un pastor guiaba sus carneros hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, [27] cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las dos voces:

CAMIÑADE SANTOS REYES - POR CAMINOS DESVIADOS, - QUE POL’OS CAMIÑOS REAS - HERODES MANDOU SOLDADOS.

[29]




JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


EL MIEDO

ESE LARGO Y ANGUSTIOSO escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre [30] señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:

-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor...

La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar: El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes: [31] Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios: Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo. Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas, como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar: Yo desde la tribuna solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar: Sus vestidos eran albos como [32] el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio: Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal: Yo entonces veía en el cielo, ya oscuro, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos...

Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban, y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas [33] a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:

-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!

Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y [34] asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:

-Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente... ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!

Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:

-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?

Yo repuse con voz ahogada:

-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro...!

El Prior atravesó lentamente la capilla: Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey: Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:

-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey...!

No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos [35] inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:

-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!...

Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. Después, sin una palabra y sin un gesto, me la entregó. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras [36] que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba con hueco y liviano son todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:

-Señor Granadero del Rey, no hay absolución... ¡Yo no absuelvo a los cobardes!

Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos: Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

[37]




JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


TRAGEDIA DE ENSVEÑO *ENSUEÑO*

 

Han dejado abierta la casa y parece abandonada... El niño duerme fuera, en la paz de la tarde que agoniza, bajo el emparrado de la vid. Sentada en el umbral, una vieja mueve la cuna con el pie, mientras sus dedos arrugados hacen girar el huso de la rueca. Hila la vieja, copo tras copo, el lino moreno de su campo. Tiene cien años, el cabello plateado, los ojos faltos de vista, la barbeta temblorosa.

 

LA ABUELA.-  ¡Cuantos trabajos nos aguardan en este mundo! Siete hijos tuve, y mis manos tuvieron que coser [38] siete mortajas... Los hijos me fueron dados para que conociese las penas de criarlos, y luego, uno a uno, me los quitó la muerte cuando podían ser ayuda de mis años. Estos tristes ojos aún no se cansan de llorarlos. ¡Eran siete reyes, mozos y gentiles!... Sus viudas volvieron a casarse, y por delante de mi puerta vi pasar el cortejo de sus segundas bodas, y por delante de mi puerta vi pasar después los alegres bautizos... ¡Ah! Solamente el corro de mis nietos se deshojó como una rosa de Mayo... ¡Y eran tantos, que mis dedos se cansaban hilando día y noche sus pañales!... A todos los llevaron por ese camino donde cantan los sapos y el ruiseñor. ¡Cuánto han llorado mis ojos! Quedé ciega viendo pasar sus blancas cajas de ángeles. ¡Cuánto han llorado mis ojos y cuánto tienen todavía que llorar! Hace tres noches que aúllan los perros a mi puerta. Yo esperaba que la muerte me dejase este nieto pequeño, y también llega por él... ¡Era, entre todos, el que más quería!... Cuando enterraron a su padre aún no era nacido: Cuando enterraron a su madre [39] aún no era bautizado... ¡Por eso era, entre todos, el que más quería!... Íbale criando con cientos de trabajos. Tuve una oveja blanca que le servía de nodriza, pero la comieron los lobos en el monte... ¡Y el nieto mío se marchita como una flor! ¡Y el nieto mío se muere lenta, lentamente, como las pobres estrellas, que no pueden contemplar el amanecer!

 

La vieja llora y el niño se despierta. La vieja se inclina sollozando sobre la cuna, y con las manos temblorosas la recorre a tientas, buscando donde está la cabecera. Al fin se incorpora con el niño en brazos: le oprime contra el seno, árido y muerto, lloran hilo a hilo sus ojos ciegos: Con las lágrimas detenidas en el surco venerable de las arrugas, canta por ver de acallarle. Canta la abuela una antigua tonadilla. Al oírla se detienen en él camino tres doncellas que vuelven del río, cansadas de lavar y tender, de sol a sol, las ricas ambas de hilo de Arabia. Son tres hermanas azafatas en los palacios [40] del Rey: La mayor se llama Andara, la mediana Isabela, pequeña Aladina.

 

LA MAYOR.-  ¡Pobre abuela, canta para matar su pena!

LA MEDIANA.-  ¡Canta siempre que llora el niño!

LA PEQUEÑA.-  ¿Sabéis vosotras por qué llora el niño?... Aquella oveja blanca que le criaba se extravió en el monte, y por eso llora el niño...

LAS DOS HERMANAS.-  ¿Tú le has visto?... ¿Cuándo fue que le has visto?

LA PEQUEÑA.-  Al amanecer le vi dormido en la cuna. Está más blanco que la espuma del río donde nosotras lavamos. [41] Me parecía que mis manos al tocarle se llevaban algo de su vida, como si fuese un aroma que las santificase.

LAS DOS HERMANAS.-  Ahora al pasar nos detendremos a besarle.

LA PEQUEÑA.-  ¿Y qué diremos cuando nos interrogue la abuela?... A mí me dio una tela hilada y tejida por sus manos para que la lavase, y al mojarla se la llevó la corriente...

LA MEDIANA.-  A mí me dio un lenzuelo de la cuna, y al tenderlo al sol se lo llevó el viento...

LA MAYOR.-  A mí me dio una madeja de lino, y al recogerla del zarzal donde la había puesto a secar, un pájaro negro se la llevó en el pico...

[42]

LA PEQUEÑA.-  ¡Yo no sé qué le diremos!...

LA MEDIANA.-  Yo tampoco, hermana mía.

LA MAYOR.-  Pasaremos en silencio. Como está ciega no puede vernos.

LA MEDIANA.-  Su oído conoce las pisadas.

LA MAYOR.-  Las apagaremos en la hierba.

LA PEQUEÑA.-  Sus ojos adivinan las sombras.

LA MAYOR.-  Hoy están cansados de llorar.

[43]

LA MEDIANA.-  Vamos, pues, todo por la orilla del camino, que es donde la hierba está crecida.

 

Las tres hermanas, Andara, Isabela y Aladina, van en silencio andando por la orilla del camino. La vieja levanta un momento los ojos sin vista: Después sigue meciendo y cantando al niño. Las tres hermanas, cuando han pasado, vuelven la cabeza: Se alejan y desaparecen, una tras otra, en la revuelta. Allá, por la falda de la colina, asoma un pastor. Camina despacio, y al andar se apoya en el cayado: Es muy anciano, vestido todo de pieles, con la barba nevada y solemne: Parece uno de aquellos piadosos pastores que adoraron al Niño Jesús en el Establo de Belén.

 

EL PASTOR.-  Ya se pone el sol. ¿Por qué no entras en la casa con tu nieto?

[44]

LA ABUELA.-  Dentro de la casa anda la muerte... ¿No la sientes batir las puertas?

EL PASTOR.-  Es el viento que viene con la noche...

LA ABUELA.-  ¡Ah!... ¡Tú piensas que es el viento!... ¡Es la muerte!...

EL PASTOR.-  ¿La oveja no ha parecido?

LA ABUELA.-  La oveja no ha parecido, ni parecerá...

EL PASTOR.-  Mis zagales la buscaron dos días enteros... Se han cansado ellos y los canes...

[45]

LA ABUELA.-  ¡Y el lobo ríe en su cubil!...

EL PASTOR.-  Yo también me cansé buscándola.

LA ABUELA.-  ¡Y todos nos cansaremos!... Solamente el niño seguirá llamándola en su lloro, y seguirá, y seguirá...

EL PASTOR.-  Yo escogeré en mi rebaño una oveja mansa.

LA ABUELA.-  No la hallarás. Las ovejas mansas las comen los lobos.

EL PASTOR.-  Mi rebaño tiene tres canes vigilantes. Cuando yo vuelva del monte, le ofreceré al niño una oveja con su cordero blanco.

[46]

LA ABUELA.-  ¡Ah! ¡Cuánto temía que la esperanza llegase y se cobijara en mi corazón como un nido viejo abandonado bajo el alar!...

EL PASTOR.-  La esperanza es un pájaro que va cantando por todos los corazones.

LA ABUELA.-  Soy una pobre desvalida, pero mientras conservasen tiento mis dedos, hilarían para tu regalo cuanta lana diere la oveja. ¡Pero no vivirá el nieto mío!... Hace ya tres días, desde que aúllan los perros, cuando le alzo de la cuna siento batir sus alas de ángel como si quisiese aprender a volar...

 

Vuelve a llorar el niño, pero con un vagido cada vez más débil y desconsolado: Vuelve su abuela a mecerle con la antigua tonadilla. El pastor se aleja lentamente, pasa por un campo verde, donde están [47] jugando a la rueda... Canta el corro infantil la misma tonadilla que la abuela. Al deshacerse, unas niñas con la falda llena de flores se acercan a la vieja, que no las siente, y sigue meciendo a su nieto. Las niñas se miran en silencio y se sonríen. La abuela deja de cantar y acuesta al nieto en la cuna.

 

LAS NIÑAS  ¿Se ha dormido, abuela?

LA ABUELA.-  Sí, se ha dormido.

LAS NIÑAS  ¡Qué blanco está!... ¡Pero no duerme, abuela!... Tiene los ojos abiertos... Parece que mira una cosa que no se ve...

LA ABUELA.-  ¡Una cosa que no se ve!... ¡Es la otra vida!...

[48]

LAS NIÑAS  Se sonríe y cierra los ojos...

LA ABUELA.-  Con ellos cerrados seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es su alma blanca la que mira.

LAS NIÑAS  ¡Se sonríe...! ¿Por qué se sonríe con los ojos cerrados?...

LA ABUELA.-  Sonríe a los ángeles.

 

Una ráfaga de viento pasa sobre las sueltas cabelleras, sin ondularlas. Es un viento frío que hace llorar los ojos de la abuela. El nieto permanece inmóvil en la cuna. Las niñas se alejan pálidas y miedosas, lentamente, en silencio, cogidas de la mano.

 

[49]

LA ABUELA.-  ¿Dónde estáis?... Decidme: ¿Se sonríe aún?

LAS NIÑAS  No, ya no se sonríe...

LA ABUELA.-  ¿Dónde estáis?

LAS NIÑAS  Nos vamos ya...

 

Se sueltan las manos y huyen. A lo lejos suena una esquila. La abuela se encorva escuchando... Es la oveja familiar, que vuelve para que mame el niño: Llega como el don de un Rey Mago, con las ubres llenas de bien. Reconoce los lugares y se acerca con dulce balido: Trae el vellón peinado por los tojos y las zarzas del monte. La vieja extiende sobre la cuna las manos para levantar al niño. ¡Pero las pobres manos arrugadas, temblonas y seniles, hallan que el niño está yerto!

 

[50]

LA ABUELA.-  ¡Ya me has dejado, nieto mío! ¡Qué sola me has dejado! ¡Oh! ¿Por qué tu alma de ángel no puso un beso en mi boca y se llevó mi alma cargada de penas?... Eras tú como un ramo de blancas rosas en esta capilla triste de mi vida... Si me tendías los brazos eran las alas inocentes de los ruiseñores que encantan en el Cielo a los Santos Patriarcas: Si me besaba tu boca, era una ventana llena de sol que se abría sobre la noche... ¡Eras tú como un cirio de blanca cera en esta capilla oscura de mi alma!... ¡Vuélveme al nieto mío, muerte negra!... ¡Vuélveme al nieto mío!...

 

Con los brazos extendidos, entra en la casa desierta seguida de la oveja. Bajo el techado resuenan sus gritos. Y el viento anda a batir las puertas.

 

[51]



JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


BEATRIZ


Cap. I.

CERCABA EL PALACIO UN JARDÍN SEÑORIAL, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de dioses: ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas: Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.

La Condesa casi nunca salía del palacio: Contemplaba el jardín desde el balcón plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase [52] las rosas para el altar de la capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado: ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas! Carlota Elena Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón, una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey don Carlos I. La Condesa guardaba como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas, sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de sinople.

La Condesa era unigénita del célebre Marqués [53] de Barbanzón, que tanto figuró en las guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara -nunca los leales llamaron de otra suerte al convenio-, el Marqués de Barbanzón emigró a Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto azul de los guardias nobles, y lució la bizarra ropilla acuchillada de terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al divino César Borgia!

Los títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondarin y Señor de Goa extinguiéronse con el buen caballero don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se [54] levantaba del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los orígenes de tan esclarecido linaje.

Si más tarde tituló de Condesa, fue por gracia pontificia.




Cap. II

La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco carmesí:

-¿Da su permiso la Señora Condesa?

-Adelante, Fray Ángel.

El capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial. Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo. Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las espuelas. Allá [55] en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: Agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer... Fray Ángel se santiguó:

-¡Válgame Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la señorita Beatriz?

La Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y suspiró:

-¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego... Me han hablado de una saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace verdaderos milagros.

[56] Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:

-Sí que los hace, pero lleva veinte años encamada.

-Se manda el coche, Fray Ángel.

-Imposible por esos caminos, señora.

-Se la trae en silla de manos.

-Únicamente. ¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo... Es una reliquia...

Viendo pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: Era un viejo de ojos enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados, que robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y [57] rabioso ulular. El rosario temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi sin voz:

-¡Pobre hija! ¡Pobre hija!

Fray Ángel preguntó:

-¿No estará sola?

La Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:

-Está con mi tía la Generala y con el señor Penitenciario, que iba a decirle los exorcismos.

-¡Ah! ¿Pero está aquí el señor Penitenciario?

La Condesa respondió tristemente:

-Mi tía le ha traído.

Fray Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto:

-¿Qué ha dicho el señor Penitenciario?

-Yo no le he visto aún.

-¿Hace mucho que está ahí?

-Tampoco lo sé, Fray Ángel.

-¿No lo sabe la señora Condesa?

[58] -No... He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de Bradomín. Si sana mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón.

Fray Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas, parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán permaneció en pie:

-Señora Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con un gran sigilo. Sobre la madrugada ya podemos estar aquí.

La Condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado:

-¡Dios lo haga!

Y la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando... [59] Fray Ángel se adelantó: La mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa pasó con los ojos bajos y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.




Cap. III

Beatriz parecía una muerta: Con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes.

El señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, [60] hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:

-¡Pobre niña! ¡Pobre niña!

Como Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar su pena. El señor Penitenciario le preguntó en voz baja:

-¿Cuándo llegará ese fraile?

[61] -Tal vez haya llegado.

-¡Pobre Condesa! ¿Qué hará?

-¡Quién sabe!

-¿Ella no sospecha nada?

-¡No podía sospechar!...

-Es tan doloroso tener que decírselo.

Callaron los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba parecer serena: Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El señor Penitenciario se acercó:

-Condesa, necesito hablar con ese Fray Ángel.

La voz del canónigo, de ordinario acariciadora [62] y susurrante, estaba llena de severidad. La Condesa se volvió sorprendida:

-Fray Ángel no está en el palacio, señor Penitenciario.

Y sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó muy quedamente:

-No hablen ustedes aquí... Carlota, es preciso que tengas valor.

-¡Dios mío! ¿Qué pasa?

-¡Calla!

Al mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El señor Penitenciario bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás. Misia Carlota quedó en el umbral: Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo corredor: Después, santiguándose, volvió [63] sola al lado de Beatriz, y posó su mano de arrugas sobre la frente tersa de la niña:

-¡Hijita mía, no tiembles!... ¡No temas!...

Cabalgó en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones, por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en voz alta:


ORACIÓN

¡Oh, Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario, donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra, y os ungió Madre del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero, Virgen María, [64] que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor gloria y mi salvación eterna. Amén.

Beatriz repitió:

-¡Amén!






Cap. IV

Los ojos del gato, que hacía centinela al pie del brasero, lucían en la oscuridad. La gran copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas. En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo, brillaba el metal de los blasones bordados: La puente de plata y los nueve roeles de oro que don Enrique III diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de porcelana que imitaban manos abiertas. Un [65] criado encendía los candelabros de plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de solemnidad, empezó a decir:

-Es un terrible golpe, Condesa...

La dama suspiró:

-¡Terrible, señor Penitenciario!

Quedaron silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo que apenas podía ocultar:

-¡Temo tanto lo que usted va a decirme!

El canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada por las graves meditaciones teológicas:

-¡Es preciso acatar la voluntad de Dios!

[66] -¡Es preciso!... ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?

-¡Quién sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios, nosotros no los conocemos.

La Condesa cruzó las manos dolorida:

-Ver a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás.

El canónigo la interrumpió:

-¡No, esa niña no está poseída!... Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto. ¡La confesión de esa niña enferma todavía me estremece!...

La Condesa levantó los ojos al cielo:

-¡Se ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas! Porque antes estuvo poseída, señor Penitenciario.

-No, Condesa, no lo estuvo jamás.

[67] La Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de perdérsele. El señor Penitenciario lo recogió de la alfombra: Era menudo, mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un cáliz:

-Aquí está, Condesa.

-Gracias, señor Penitenciario.

El canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita: Tenía la frente desguarnida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida, llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:

-En este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás...

La Condesa le miró horrorizada:

-¿Fray Ángel?

El Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo rojo, privilegio de aquel Cabildo:

[68] -Esa ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de ella!...

La Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera: Sus labios no exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después continuó:

-Beatriz ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande, que llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!

La Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:

-¡Yo haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!

El canónigo se puso en pie lleno de severidad:

-Condesa, el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.

[69] Agobiada, yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus hijos. Allá fuera, las campanas de un convento volteaban alegremente, anunciando la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del brasero apagado dormía, roncando, el gato.




Cap. V

Los gritos de Beatriz resonaron en todo el Palacio... La Condesa estremecióse oyendo aquel plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros, se retorcía: Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de la frente, yerta y angustiada manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la mirada muerta e intensa del Cristo: Un Cristo de [70] ébano y marfil, con cabellera humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse. Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos:

-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Perdóname!

Y le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa quiso alzarla en los brazos:

-¡Sí, hija, sí! Acuéstate ahora.

Beatriz retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho:

-¡Ahí está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.

Y Beatriz mostrábale a su madre el seno de [71] blancura lívida, donde se veía la huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas:

-¡No temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!

-¡No! ¡No!

Y Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el suelo: Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su madre, sollozó:

-Mamá querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme... Yo te llamé gritando... Tú no me oíste... Después quería venir todas las noches, y yo estaba condenada...

-¡Calla, hija mía! ¡No recuerdes!...

Y las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta de arcaica ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel [72] había criado para Beatriz... La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente.

La Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado, la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo, que parece tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: Eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz: Las venas azules dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas, la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada, que casi no podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz que ardía a los pies del Cristo, en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre [73] la corva nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía, y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud:

-¡Al fin descansa!

-Sí.

-¡Pobre alma blanca!

Sentóse y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron silencio: Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía arrullando.




Cap. VI

A media noche llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen. Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico que tienen las [74] fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz, preguntó a los criados:

-¿Visteis si ha venido también Fray Ángel?

En vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que acuerdan el tiempo de los mayorazgos:

-Señora mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.

-¿Pero no fue a Celtigos un fraile con el aviso?...

-Estos tristes ojos a nadie vieron.

Los criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba: Los ojos, sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada:

-¡Miren con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.

La Condesa, que permanecía de pie en medio de la estancia, interrogó:

[75] -¿Pero no vio a un fraile?

-A nadie, mi señora.

-¿Quién llevó el aviso?

-No fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era después una paloma volando, volando para el Cielo.

La dama preguntó temblando:

-¿Es buen agüero eso?...

-¡No hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan gran señora.

La Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos clavados en Beatriz, pronunció lentamente:

-A esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano lo tiene, mi señora.

La Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la saludadora, igual [76] que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal:

-La Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo, han de decirse las doce palabras que tiene la oración del Beato Electus, al dar las doce campanadas del mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la Cristiandad.

La Condesa se acercó a la saludadora: El rostro de la dama parecía el de una muerta, y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas:

-¿Sabe hacer condenaciones?

-¡Ay, mi Condesa, es muy grande pecado!

-¿Sabe hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.

La saludadora meditó un momento:

-Sé hacerlas, mi Condesa.

-Pues hágalas...

[77] -¿A quién, mi señora?

-A un capellán de mi casa.

La saludadora inclinó la cabeza:

-Para eso hace menester del breviario.

La Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La saludadora arrancó siete hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un rezo, salmodió:

-¡Satanás! ¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres, y en él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles tristes y escuras del Infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.

[78] Entonces el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres, mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, y esperan el día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de Fray Ángel, que al claro de luna descubrieran flotando en el río... ¡La cabeza yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!

[79]






JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


VN *UN* CABECILLA

DE AQUEL MOLINERO VIEJO y silencioso que me sirvió de guía para visitar las piedras célticas del Monte Rouriz guardo un recuerdo duro, frío y cortante como la nieve que coronaba la cumbre. Quizá más que sus facciones, que parecían talladas en durísimo granito, su historia trágica hizo que con tal energía hubiéseme quedado en el pensamiento aquella cara tabacosa que apenas se distinguía del paño de la montera. Si cierro los ojos, creo verle: Era nudoso, seco y fuerte, como el tronco centenario de una vid: Los mechones grises y desmedrados de su barba recordaban esas manchas de musgo que ostentan en las ocacidades de los pómulos las [80] estatuas de los claustros desmantelados: Sus labios de corcho se plegaban con austera indiferencia: Tenía un perfil inmóvil y pensativo, una cabeza inexpresiva de relieve egipcio. ¡No, no lo olvidaré nunca!

Había sido un terrible guerrillero. Cuando la segunda guerra civil, echóse al campo con sus cinco hijos, y en pocos días logró levantar una facción de gente aguerrida y dispuesta a batir el cobre. Algunas veces fiaba el mando de la partida a su hijo Juan María y se internaba en la montaña, seguro, como lobo que tiene en ella su cubil. Cuando menos se le esperaba, reaparecía cargado con su escopeta llena de ataduras y remiendos, trayendo en su compañía algún mozo aldeano de aspecto torpe y asustadizo que, de fuerza o de grado, venía a engrosar las filas. A la ida y a la vuelta solía recaer por el molino para enterarse de cómo iban las familias, que eran los nietos, y de las piedras que molían. Cierta tarde de verano llegó y hallólo todo en desorden. Atada a un poste de la parra, la molinera [81] desdichábase y llamaba inútilmente a sus nietos, que habían huido a la aldea: El galgo aullaba, con una pata maltrecha en el aire: La puerta estaba rota a culatazos, y el grano y la harina alfombraban el suelo: Sobre la artesa se veían aún residuos del yantar interrumpido, y en el corral la vieja hucha de castaño revuelta y destripada... El cabecilla contempló tal desastre sin proferir una queja. Después de bien enterarse, acercóse a su mujer murmurando, con aquella voz desentonada y caótica de viejo sordo:

-¿Vinieron los negros?

-¡Arrastrados se vean!

-¿A qué horas vinieron?

-Podrían ser las horas de yantar. ¡Tanto me sobresalté, que se me desvanece el acuerdo!

-¿Cuántos eran? ¿Qué les has dicho?

La molinera sollozó más fuerte. En vez de contestar, desatóse en denuestos contra aquellos enemigos malos que tan gran destrozo hacían en la casa de un pobre que con nadie del mundo se metía. [82] El marido la miró con sus ojos cobrizos de gallego desconfiado:

-¡Ay, demonio! ¡No eres tú la gran condenada que a mí me engaña! Tú les has dicho dónde está la partida.

Ella seguía llorando sin consuelo:

-¡Arrepara, hombre, de qué hechura esos verdugos de Jerusalén me pusieron! ¡Atada mismamente como Nuestro Señor!

El guerillero repitió blandiendo furioso la escopeta:

-¡A ver cómo respondes, puñela! ¿Qué les has dicho?

-¡Pero considera, hombre!

Calló dando un gran suspiro, sin atreverse a continuar, tanto la imponía la faz arrugada del viejo. Él no volvió a insistir. Sacó el cuchillo, y cuando ella creía que iba a matarla, cortó las ligaduras, y sin proferir una palabra, la empujó obligándola a que le siguiese. La molinera no cesaba de gimotear:

-¡Ay! ¡Hijos de mis entrañas! ¿Por qué no [83] había de dejarme quemar en unas parrillas antes de decir dónde estábades? Vos, como soles. Yo, una vieja con los pies para la cueva. Precisaba de andar mil años peregrinando por caminos y veredas para tener perdón de Dios. ¡Ay mis hijos! ¡Mis hijos!

La pobre mujer caminaba angustiada, enredados los toscos dedos de labradora en la mata cenicienta de sus cabellos. Si se detenía, mesándoselos y gimiendo, el marido, cada vez más sombrío, la empujaba con la culata de la escopeta, pero sin brusquedad, sin ira, como a vaca mansísima nacida en la propia cuadra, que por acaso cerdea. Salieron de la era abrasada por el sol de un día de Agosto, y después de atravesar los prados del Pazo de Melías, se internaron en el hondo camino de la montaña. La mujer suspiraba:

-¡Virgen Santísima, no me desampares en esta hora!

Anduvieron sin detenerse hasta llegar a una revuelta donde se alzaba un retablo de ánimas. El cabecilla encaramóse sobre un bardal y oteó receloso [84] cuanto de allí alcanzaba a verse del camino. Amartilló la escopeta, y tras de asegurar el pistón, se santiguó con lentitud respetuosa de cristiano viejo:

-Sabela, arrodíllate junto al Retablo de las Benditas.

La mujer obedeció temblando. El viejo se enjugó una lágrima:

-Encomiéndate a Dios, Sabela.

-¡Ay, hombre, no me mates! ¡Espera tan siquiera a saber si aquellas prendas padecieron mal alguno!

El guerrillero volvió a pasarse la mano por los ojos, luego descolgó del cinto el clásico rosario de cuentas de madera, con engaste de alambrillo dorado, y diósele a la vieja, que lo recibió sollozando. Aseguróse mejor sobre el bardal, y murmuró austero:

-Está bendito por el señor obispo de Orense, con indulgencia para la hora de la muerte.

Él mismo se puso a rezar con monótono y frío visviseo *bisbiseo*. De tiempo en tiempo echaba una inquieta [85] ojeada al camino. La molinera se fue poco a poco serenando. En el venerable surco de sus arrugas quedaban trémulas las lágrimas: Sus manos agitadas por temblequeteo senil, hacían oscilar la cruz y las medallas del rosario: Inclinóse golpeando el pecho y besó la tierra con unción. El viejo murmuró:

-¿Has acabado?

Ella juntó las manos con exaltación cristiana:

-¡Hágase, Jesús, tu divina voluntad!

Pero cuando vio al terrible viejo echarse la escopeta a la cara y apuntar, se levantó despavorida y corrió hacia él con los brazos abiertos:

-¡No me mates! ¡No me mates, por el alma de...!

Sonó el tiro, y cayó en medio del camino con la frente agujereada. El cabecilla alzó de la arena ensangrentada su rosario de faccioso, besó el crucifijo de bronce, y sin detenerse a cargar la escopeta huyó en dirección de la montaña. Había columbrado hacía un momento, en lo alto de la trocha, los tricornios enfundados de los guardias civiles.

[86] Confieso que cuando el buen Urbino Pimentel me contó en Viana esta historia terrible, temblé recordando la manera violenta y feudal con que despedí en la Venta de Brandeso al antiguo faccioso, harto de acatar la voluntad solapada y granítica de aquella esfinge tallada en viejo y lustroso roble.

[87]




JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


LA MISA DE SAN ELECTVS *ELECTUS*

LAS MUJERUCAS que llenaban sus cántaros en la fuente comentaban aquella desgracia con la voz asustada. Éranse tres mozos que volvían cantando del molino, y a los tres habíales mordido el lobo rabioso que bajaba todas las noches al casal. Los tres mozos, que antes eran encendidos como manzanas, ahora íbanse quedando más amarillos que la cera. Perdido todo contento, pasaban los días sentados al sol, enlazadas las flacas manos en torno de las rodillas, con la barbeta hincada en ellas. Y aquellas mujerucas que se reunían a platicar en la fuente cuando pasaban ante ellos solían interrogarles:

[88] -¿Habéis visto al saludador de Cela?

-Allá hemos ido todos tres.

-¿No vos ha dado remedio?

-Vos engañáis, rapaces. Remedio lo hay para todas las cosas queriendo Dios.

Y se alejaban las mujerucas encorvadas bajo sus cántaros, que goteaban el agua, y quedábanse los tres mozos mirándolas con ojos tristes y abatidos, esos ojos de los enfermos a quienes les están cavando la hoya. Ya llevaban así muchos días, cuando con el aliento de una última esperanza se reanimaron y fueron juntos por los caminos pidiendo limosna para decirle una misa a San Electus. Cuando llegaban a la puerta de las casas hidalgas, las viejas señoras mandaban socorrerlos, y los niños, asomados a los grandes balcones de piedra, los interrogábamos:

-¿Hace mucho que fuisteis mordidos?

-Cumpliéronse tres semanas el día de San Amaro.

[89] -¿Es verdad que veníais del molino?

-Es verdad, señorines.

-¿Era muy de noche?

-Como muy de noche no era, pero iba cubierta la luna y todo el camino hacía oscuro.

Y los tres mozos, luego de recibir la limosna, seguían adelante. Tornaban a recorrer los caminos y a contar en todas las puertas la historia de cómo el lobo les había mordido. Cuando juntaron la bastante limosna para la misa, volviéronse a su aldea. Era el caer de la tarde, y caminaban en silencio por aquella vereda del molino donde les saliera el lobo. Los tres mozos sentían un vago terror. No se había puesto el sol y el borroso creciente de la luna ya asomaba en el cielo. La tarde tenía esa claridad triste y otoñal que parece llena de alma. El arco iris cubría la aldea, y los cipreses oscuros y los álamos de plata parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Los tres mozos caminaban en hilera, y sólo se oía el choclear de sus madreñas. Antes de entrar en la aldea se detuvieron en la Rectoral que era una [90] casona vieja situada en la orilla del camino. El abad se paseaba en la solana, y ellos subieron humildes, quitándose las monteras:

-¡A la paz de Dios, señor abad!

-¡A la paz de Dios!

-Aquí venimos para que le diga una misa al Glorioso San Electus.

-¿Habéis juntado buena limosna?

-Son muchos a pedir y pocos a dar, señor abad.

-¿Cuándo queréis que se diga la misa?

-Como querer, queríamos mañana.

-Mañana se dirá, pero ha de ser con el alba, porque tengo pensado ir a la feria...

Después los tres mozos se despedían agradecidos, con una salmodia triste. Siempre en silencio, caminando en hilera, entraron en la aldea, y guarecidos en un pajar pasaron la noche. Al amanecer, el que se despertó primero llamó a los otros dos:

-¡Alzarse, rapaces!

Se incorporaron penosamente, con los ojos llenos [91] de angustia y la boca hilando babas. Los dos gimieron: El uno dijo:

-¡No puedo moverme!

Y el otro:

-¡Por compasión, ayudadme!

Y sollozaron medio sepultados en la paja, fijos sus ojos tristes y cavados en el compañero que estaba de pie, y se quejaron alternativamente: El uno:

-¡Sácame al sol, que aquí muero de frío!

Y el otro:

-¡Por el alma de tus difuntos no nos dejes en este desamparo!

Sus voces sonaban iguales. El compañero les interrogaba asustado:

-¿Qué vos sucede?

Y las voces estranguladas gemían:

-¡Por caridad, sácanos al sol!

El compañero acudió a valerles, pero como tenían las piernas baldadas, fue preciso dejarlos allí con la puerta del pajar abierta, para que las almas [92] caritativas que pasasen pudiesen socorrerlos. Al despedirse de ellos lloraba el compañero:

-Ya tocan para la misa: Yo la oiré por vosotros. No desesperéis, que a todos querrá sanarnos el Glorioso San Electus.

Salió, y por el camino seguía oyendo las dos voces estranguladas que parecían una sola:

-¡Líbrame de penar, Glorioso San Electus!

-¡Glorioso San Electus, no me dejes morir en estas pajas como un can!

A la puerta de la iglesia un niño aldeano tocaba a misa tirando de una cadena. Estaba abierta la puerta, y el abad, todavía por revestir, arrodillado en el presbiterio. Algunas viejas en la sombra del muro rezaban. Tenían tocadas sus cabezas con los mantelos, y de tiempo en tiempo resonaba una tos. El mozo atravesó la iglesia procurando amortiguar el ruido de sus madreñas, y en las gradas del altar se arrodilló haciendo la señal de la cruz. El niño que tocaba la campana vino a encender las velas. Poco después el abad salía revestido y comenzaba [93] la misa. El mozo, acurrucado en las gradas del presbiterio, rezaba devoto: Caído en tierra recibió la bendición. Cuando volvió al pajar caminaba arrastrándose, y durante todo aquel día el quejido de tres voces, que parecían una sola, llenó la aldea, y en la puerta del pajar hubo siempre alguna mujeruca que asomaba curiosa. Murieron en la misma noche los tres mozos, y en unas andas, cubiertas con sábanas de lino, los llevaron a enterrar en el verde y oloroso cementerio de San Clemente de Brandeso.

[95]




JARDÍN VMBRÍO *UMBRÍO*:


EL REY DE LA MÁSCARA

EL CURA DE SAN ROSENDO DE GONDAR, un viejo magro y astuto, de perfil monástico y ojos enfoscados y parduscos como de alimaña montés, regresaba a su rectoral a la caída de la tarde, después del rosario. Apenas interrumpían la soledad del campo, aterido por la invernada, algunos álamos desnudos. El camino, cubierto de hojas secas, flotaba en el rosado vapor de la puesta solar. Allá, en la revuelta, alzábase un retablo de ánimas, y la alcancía destinada a la limosna mostraba, descerrajada y rota, el vacío fondo. Estaba la rectoral aislada en medio del campo, no muy distante de unos molinos: Era negra, decrépita y arrugada, [96] como esas viejas mendigas que piden limosna, arrostrando soles y lluvias, apostadas a la vera de los caminos reales. Como la noche se venía encima, con negros barruntos de ventisca y agua, el cura caminaba de prisa, mostrando su condición de cazador. Era uno de aquellos cabecillas tonsurados que, después de machacar la plata de sus iglesias y santuarios para acudir en socorro de la facción, dijeron misas gratuitas por el alma de Zumalacárregui. A pesar de sus años conservábase erguido: Llevaba ambas manos metidas en los bolsillos de un montecristo azul, sombrerazo de alas e inmenso paraguas rojo bajo el brazo. Halagando el cuello de un desdentado perdiguero, que hacía centinela en la solana, entró el párroco en la cocina a tiempo que una moza aldeana, de ademán brioso y rozagante, ponía la mesa para la cena:

-¿Qué se trajina, Sabel?

-Vea, señor tío...

Y Sabel, sonriente, un poco sofocada por el fuego, con el floreado pañuelo anudado en la nuca [97] para contener la copiosa madeja castaña, con la camisa de estopa arremangada, mostrando hasta más arriba del codo los brazos blancos, blanquísimos, rubia como una espiga, mohína como un recental, frondosa como una rama verde y florida, mostraba sobre la boca del pote la fuente de rubias filloas, el plato clásico y tradicional con que en Galicia se festeja el antruejo.-Católas el cura con golosina de viejo regalón, y después, sentándose en un banquillo al calor de la lumbre, sacó de la faltriquera un trenzado de negrísimo tabaco, que picó con la uña, restregando el polvo entre las palmas, procediendo siempre con mucha parsimonia. Hallábase todavía en esta tarea cuando los tenaces ladridos del perro, que corría venteando de un lado a otro, parándose a arañar con las manos en la puerta, le obligaron a levantarse para averiguar la causa de semejante alboroto:

-¡Condenado animal!

Sabel murmuró un poco inmutada:

-¿Estará rabioso?

[98] -¡Rabioso, buena gana! Si estuviese rabioso no ladraba así.

A esta sazón rompió a tocar en la vereda tan estentórea y desapacible murga, que parecía escapada del infierno: Repique de conchas y panderos, lúgubres mugidos de bocina, sones estridentes de guitarros destemplados, de triángulos, de calderos. Abrió Sabel la ventana, escudriñando en la oscuridad:

-¡Pues si es una mascarada!

Apenas divisaron a la moza los murguistas, empezaron a aullar dando saltos y haciendo piruetas, penetrando en la casa con el vocerío y llaneza de quien lleva la cara tapada. Eran hasta seis hombres, tiznados como diablos, disfrazados con prendas de mujer, de soldado y de mendigo: Antiparras negras, larguísimas barbas de estopa, sombrerones viejos, manteos remendados, todos guiñapos sórdidos, húmedos, asquerosos, que les hacían de repugnante agüero. En unas angarillas traían un espantajo, vestido de rey o emperador, con corona de [99] papel y cetro de caña: Por rostro pusiéranle groserísima careta de cartón, y el resto del disfraz lo completaba una sábana blanca.

Instóles el cura con tosca cortesía a que se descubriesen y bebieran un trago, mas ellos lo rehusaron farfullando cumplimientos, acompañados de visajes, genuflexiones y cabeceos grotescos. Habían posado las angarillas en tierra y asordaban la cocina, embullando muy zafiamente al eclesiástico y a la moza, que no por eso dejaban de celebrarlo con risa franca y placentera: Solamente el perro, guarecido bajo el hogar, enseñaba los dientes y se desataba en ladridos. El párroco insistía en que habían de probar el vino de su cosecha, y acabó por incomodarse: Mejor no se hacía en diez leguas a la redonda: Era puro como lo daba Dios, sin porquerías de aguardientes, ni de azúcares, ni de campeche... Encendió un farolillo, descolgó una llave mohosa de entre otras muchas que colgaban de la ennegrecida viga, y descendió la escalerilla que conducía a la bodega. Desde abajo se le oyó gritar:

[100] -¡Sabel! Trae el jarro grande.

-¡Voy, señor tío!

Sabel apartó del fuego la sartén, descolgó el jarro y desapareció por la oscura boca, que la tragó, como un monstruo. Entonces, uno de los enmascarados se acercó a la ventana y la abrió lentamente, procurando no hacer ruido. Una ráfaga de viento apagó el candil, dejando la habitación a oscuras. Sólo se distinguía el fulgor rojo, sangriento de la brasa, y la diabólica fosforescencia de las pupilas del gato, que balanceaba dulcemente la cola adormilado sobre la caldeada piedra del hogar. De repente reinó un profundo silencio. Una voz murmuró muy bajo:

-¡No pasa un alma!

-Pues andando...

Buscaron a tientas la puerta y desaparecieron como sombras. En la escalerilla de la bodega resonaban ya las pisadas de los huéspedes. Sabel venía delante y se detuvo, sin atreverse a andar en la oscuridad. Por la ventana que los otros habían dejado [101] abierta alcanzaba a ver el cielo anubarrado y el camino blanco por la nieve, sobre el cual caía trémulo y melancólico el lunar:

-¡Se han ido!

Y Sabel tuvo miedo sin saber por qué. El cura, que venía detrás con el farolillo, repuso jovial:

-¡Qué granujas! Ya volverán.

¿Cómo no habían de volver? Allí en medio de la cocina estaba el rey, grotesco en su inmóvil gravedad, con su corona de papel, su cetro de caña, el blanco manto de estopa, la bufonesca faz de cartón... Sabel, ya repuesta, adelantó algunos pasos y le acercó el jarro a los labios:

-¿Quieres beber, señor rey?

Al separarlo, después de un segundo, la careta se corrió hacia abajo, descubriendo una frente amarilla, unos ojos vidriados, pavorosos, horribles:

-¡María Santísima!

Y la moza, horrorizada, retrocedió hasta tropezar con la pared. El cura la increpó:

-¡Qué damita eres tú!

[102] -No..., no... señor tío... ¡Pero es un difunto!

Y, estrechándose contra el viejo, se aproximaba palpitante, con ese miedo de las mujeres aldeanas que las impulsa a mirar, a acercarse, en vez de cerrar los ojos y de huir. El párroco tiró de la careta con resolución. Luego alzó el farol, proyectando la luz sobre el inmóvil y blanco enmascarado. Le contempló atentamente, dilatados los ojos por ávida mirada de estupor, y bajando el farolillo, que temblaba en su mano agitada por bailoteo senil, murmuró en voz demudada y ronca:

-¿Tú le conoces, muchacha?

Ella respondió:

-Es el señor abad de Bradomín.

-Sí... Mañana le aplicaremos la misa por el alma.

Sabel temblaba con todos sus miembros, y gemía preguntando qué hacían, lamentando su mala estrella, lo que iba a ser de ellos si la justicia se enteraba:

-¡Tío..., señor tío! Podemos avisar en el molino.

[103] El cura meditó un momento:

-No; ahí menos que en ninguna parte. Me parece que conocí a los dos hijos del molinero. Pero podemos enterrarlo en el corral, junto a los naranjos.

-¿Y si lo descubren los perros como al criado del vinculero de Sobrán? ¿No se recuerda?

-Pues con él aquí no hemos de estarnos. ¿Hay tojo?

-Alguno hay.

Entonces el párroco fue a la ventana y la cerró, poniendo la tranca, y lo mismo hizo con la puerta.

-Ahora cumple hacer callar a ese perro. Al que llame no se le contesta. ¡Así se hunda la casa! ¿Entiendes?

Quitóse el levitón, y empuñando una horquilla bajó a la bodega. A poco volvió con un inmenso haz de tojo y otro de paja: Los dejó caer de golpe delante de Sabel, que estaba acurrucada junto a la lumbre, gimiendo con la cara pegada a las rodillas, [104] y la ordenó que pusiese fuego al horno. La rapaza se enderezó sumisa, sin dejar de temblar, pálida como un espectro... No tardaron las llamas, con música de chisporroteos y crujidos de leña seca, en cubrir la chata y negra boca del horno: Se alargaban llegando hasta el medio de la cocina, como una bocanada de aliento inflamado: Sus encendidos reflejos daban a la lívida faz del muerto apariencia de vida. El cura le desató de las angarillas, y haciendo a Sabel que se apartase, metióle de cabeza en el horno; pero como estaba rígido, fue preciso esperar a que se carbonizase el tronco para que el resto pudiese entrar. Cuando desaparecieron los pies, empujados por la horquilla con que el párroco atizaba la lumbre, Sabel, casi exánime, se dejó caer en el banco:

-¡Ay! ¡Nuestro Señor, qué cosa tan horrible!

El cura le dijo que si bebía un vaso de vino cobraría ánimo, y para darle ejemplo, se llevó el jarro a la boca, donde lo tuvo buen espacio. Sabel seguía lloriqueando:

[105] -¡De por fuerza lo mataron para robarlo! Otra cosa no pudo ser. ¡Un bendito de Dios que con nadie se metía! ¡Bueno como el pan! ¡Respetuoso como un alcalde mayor! ¡Caritativo como no queda otro ninguno! ¡Virgen Santísima, qué entrañas tan negras! ¡Madre Bendita del Señor!

De pronto cesó en su llanto, se levantó, y con esa previsión que nace de todo recelo, barrió la ceniza y tapó la negra boca del horno, con las manos trémulas. El cura, sentado en el banco, picaba otro cigarrillo, y murmuraba con sombría calma:

-¡Pobre Bradomín!... ¡Válate Dios la hornada!

[107]



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