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Joaquín Lorenzo Villanueva en el debate sobre la Inquisición de las Cortes de Cádiz

Emilio La Parra López


Universidad de Alicante



En su Vida Literaria, publicada en Londres en 1825, afirma Joaquín Lorenzo Villanueva al tratar sobre la abolición de la Inquisición por las Cortes de Cádiz: «Yo fui por ventura uno de los que más contribuyeron a esa victoria: en lo cual no tuve otro mérito, que el poder decir de la inquisición, como individuo que había sido de aquel gremio en el tribunal de corte, cosas recónditas, de cuya noticia carecían los que estaban a la parte de afuera»1.

La afirmación es muy elocuente acerca de la personalidad de Villanueva y no está exenta de rotundidad, a pesar del matiz que introduce con el uso de la locución adverbial «por ventura», que significa «acaso» o «quizá». Villanueva se atribuye un notable protagonismo en una de las decisiones más debatidas y complejas concernientes al desmantelamiento de la España del Antiguo Régimen y se presenta como conocedor de la Inquisición por dentro, en contraste con los de «afuera». Este último extremo lo subraya en distintas ocasiones en la obra autobiográfica mencionada y lo recordó en la sede parlamentaria. Su primera intervención en el debate sobre la Inquisición en 1813 la comenzó aludiendo a «la amistad con que me han honrado cinco inquisidores generales y otros respetables ministros e individuos de la Inquisición»2. Muy escasas personas podían presumir de trato directo con tantos inquisidores generales, lo cual daba a entender, por lo demás, el lugar relevante ocupado por Villanueva en los medios eclesiásticos de su tiempo.

Como observó con agudeza el Conde de Toreno, con la alusión a su experiencia personal, Villanueva quiso «dar autoridad» a sus opiniones en asunto tan discutido3. Más tarde, sin embargo, este último hizo algunas puntualizaciones. En su Vida Literaria refiere que no intervino en el debate parlamentario sobre la Inquisición por propia iniciativa, sino instado por otros, y explica el caso. En una de las habituales tertulias vespertinas celebradas durante su estancia en Cádiz, dos diputados -no menciona sus nombres- solicitaron a él y a Francisco Serra (éste, también representante por Valencia y eclesiástico), que les dieran «mayor luz» sobre la hipotética incompatibilidad del Santo Oficio con la Constitución. Serra sugirió que hablara Villanueva, «diciendo que de las cosas interiores del santo oficio acaso nadie podía informarles mejor que yo, que las había tocado por mis manos»4. Villanueva asumió el reto y preparó a conciencia su intervención, en la que hizo gala de gran erudición, como acostumbraba. En sus publicaciones (muy numerosas), así como en sus participaciones parlamentarias, incluso las breves, abundó en citas (generalmente de los concilios toledanos, padres de la Iglesia o relevantes personalidades del Siglo de Oro y del XVIII) y hasta tal extremo llevó esta práctica, que en su defensa frente a las acusaciones del fiscal en el proceso a que fue sometido en 1814-1815, llegó a realizar más de sesenta citas en una sola respuesta a los cargos formulados contra él, lo cual, en aquella circunstancia, no dejaba de ser extraordinario5.

Si damos crédito a cuanto dice en su Vida Literaria, no queda margen para la duda: opinó sobre la Inquisición con pleno conocimiento de causa. Su aportación al debate fue, sin duda, importante y respondió a lo que el sector liberal esperaba de él6, pero eso no supone que resultara decisiva a la hora de adoptar las Cortes su veredicto final sobre el Santo Oficio, ni tampoco que en su parlamento ofreciera novedades apreciables. Como ha constatado José Antonio Escudero, la primera intervención de Villanueva se produjo cuando se llevaba varios días discutiendo el proyecto presentado por la Comisión de Constitución y ya quedaba poco nuevo que decir, por lo que su intervención adolece de repeticiones y reiteración7. La discusión parlamentaria había comenzado el 4 de enero, dos semanas antes de la primera participación en ella de Villanueva, y hacía más de un mes, el 8 de diciembre de 1812, que la mencionada Comisión había presentado su Dictamen sobre los tribunales protectores de la fe, en torno al cual giraron estas sesiones parlamentarias. Las ideas expresadas por Villanueva están claramente expuestas en este texto8. Por lo demás, antes que el valenciano, hablaron los diputados García Herreros, Argüelles, Conde de Toreno, Muñoz Torrero, Mejía, Espiga y Antonio Oliveros, los cuales argumentaron en contra de la pervivencia de la Inquisición y declararon su inconstitucionalidad de forma muy similar a como él lo hizo. Por otra parte, a esas alturas, la defensa de la Inquisición también había sido realizada con la máxima extensión y entusiasmo por los diputados «serviles», en particular por el canónigo Inguanzo y el inquisidor Riesco.

La resolución final de las Cortes, plasmada en el Decreto sobre la abolición de la Inquisición y establecimiento de los tribunales protectores de la Fe, aprobada el 22 de febrero de 1813, recoge en lo sustancial las propuestas contenidas en el citado Dictamen de la Comisión. Así pues, tal vez convenga, de entrada, rebajar el carácter de protagonista que, con matices, se atribuye Villanueva en su Vida Literaria. Sin embargo, es útil examinar sus intervenciones en este caso, por otras razones. Por una parte, porque ayuda a entender la actitud y pensamiento de un personaje muchas veces contradictorio y sin duda alguna importante en el proceso de descomposición del Antiguo Régimen. También lo es como exponente del comportamiento en las Cortes del llamado «jansenismo hispano», que desde fines del siglo XVIII hasta bien entrada la centuria siguiente se mostró muy activo en la política española, y no sólo en lo relativo a los asuntos eclesiásticos. En las Cortes de Cádiz, Villanueva fue tal vez el diputado que mejor personificó a este sector y esto, naturalmente, tiene relevancia para entender el espectro político de ese tiempo.

El capítulo XXXIX del tomo I de la Vida Literaria, en el que inicia Villanueva la narración del debate en las Cortes de Cádiz en torno a la Inquisición, comienza con esta frase: «En nada se manifestó tan a cara descubierta en aquellas cortes la ojeriza del fanatismo contra la ilustrada piedad, como en las empeñadas discusiones que precedieron a la abolición del llamado santo oficio»9. Esta afirmación expresa, a mi modo de ver, el significado atribuido por Villanueva a la discusión parlamentaria sobre la Inquisición: consistió en la contraposición entre el «fanatismo» y la «ilustrada piedad»; en otros términos, entre la opción inmovilista defendida por quienes se aferraban a la Iglesia del Antiguo Régimen y la reformista de los que pretendían purificarla. El contraste con la opinión de otro destacado diputado, Agustín Argüelles, expuesta asimismo años después de clausuradas las Cortes, es elocuente. Argüelles también considera un «triunfo» la decisión de aquel congreso sobre el Santo Oficio, pero para él, el debate fue «la controversia más esclarecida por todas sus circunstancias, que tal vez sostuvo la razón contra el error y la ignorancia»10. Argüelles discurre como liberal laico y apela a la razón, mientras que Villanueva lo hace, ante todo, como clérigo y se refiere a la piedad. Para este último, lo importante no consistió en terminar con un tribunal peculiar por muchas razones, claramente opuesto al ideario liberal por sus fines, organización y procedimientos, sino en sustituirlo por otro sistema destinado a establecer en España «la ilustrada piedad», esto es, consolidar una determinada forma de entender la religión, que no era otra que la del grupo jansenista, por lo demás, siempre formulada de forma un tanto imprecisa.

Ahí habría que situar la clave de las intervenciones parlamentarias de Villanueva, no sólo al tratar de la Inquisición, sino en el conjunto de la legislatura. Pues en aquellas Cortes movió a este diputado, sobre todo, un espíritu profundamente religioso, muy marcado por la intolerancia de cultos. Dicho de otra forma, Villanueva antepuso su ansia por acometer la reforma eclesiástica y su manera de entender la religión a cualquier otro asunto y actuó en las Cortes como hombre de Iglesia, lo cual no fue obstáculo para que se preocupara de temas variados, no relacionados directamente con la religión, convirtiéndose en uno de los diputados más activos de aquella legislatura. Tampoco lo fue para que casi siempre votara al lado de los diputados liberales y que al finalizar la legislatura hubiera alcanzado fama de haberse convertido en uno de los más señalados de esta tendencia11. Todo ello, a pesar de que no fuera un hombre muy convencido de las ideas políticas liberales. Joaquín Varela lo sitúa en el grupo de los diputados realistas, aunque por su «talante ilustrado» y, en consecuencia, reformista, hizo cuanto pudo por cambiar la España del Antiguo Régimen. Pero una cosa era su reformismo y otra su concepción política, anclada -según el autor citado- «en una línea de pensamiento claramente pre-estatal y en unos supuestos pre-constitucionales» similar a la que caracterizó a los diputados conservadores en aquellas Cortes12. Valga, como ejemplo, esta opinión expresada por Villanueva cuando se discutía el muy importante artículo 4 de la Constitución13: «el fin de toda sociedad política es el bien de todos los individuos que la componen, no sólo considerados en sí mismos, sino en orden al bien público de la sociedad, y en orden a Dios». Joaquín Varela hace el siguiente comentario: «Con lo cual quedaba bien claro que para este diputado la soberanía no era una facultad ilimitada, sino condicionada al cumplimiento de unos fines, "el bien público de la sociedad", es decir, el bien común, y sujeta a las limitaciones impuestas por la ley divina y por la natural, reflejo de aquella»14.

En tres ocasiones habló Villanueva durante el debate sobre la Inquisición. La primera -su parlamento se desarrolló en dos sesiones, las del 20 y 21 de enero de 1813- se encuadró en la discusión de una de las proposiciones preliminares del Dictamen de la Comisión, que era de este tenor: «El tribunal de la Inquisición es incompatible con la Constitución». Las otras dos intervenciones, que tuvieron lugar el 1 y el 3 de febrero, se refirieron a la censura e introducción de libros.

La primera actuación de Villanueva, la más importante, fue un extenso discurso que llevó escrito y, por consiguiente, no se trató de un acto improvisado. Plagado de citas y referencias históricas (abundaron, como siempre, las de los concilios toledanos, disposiciones de carácter regalista de los monarcas españoles e informes del Consejo de Castilla) giró en torno a dos tesis contenidas en el citado Dictamen de la Comisión:

  1. El poder temporal tiene la obligación de proteger la religión católica, impedir el culto de cualquier otra y castigar a los disidentes.
  2. La capacidad para ejercer esa función no corresponde a la Inquisición, por su incompatibilidad con la Constitución, sino a los obispos, como reconoce la tradición histórica española.

No pasó desapercibida la intervención parlamentaria de Villanueva. Su discurso, impreso aparte de las Actas de las Cortes, se difundió por España y América15 y, al parecer, impresionó su forma de pronunciarlo. Toreno ha dejado constancia de esta circunstancia y, aunque el pasaje ha sido muy citado, merece la pena recordarlo, porque ilustra acerca de la manera de ser y de actuar de nuestro diputado: «Usó el Sr. Villanueva en su discurso de ironía amarga, lanzando tiros envenenados contra el señor Inguanzo en un tono humilde y suave, la mano puesta en el pecho y los ojos fijos en tierra, si bien a veces alzando aquella y éstos, y despidiendo de ellos centelleantes miradas; ademanes propios de aquel diputado, cuya palidez de rostro, cabello cano, estatura elevada y enjuta y modo manso de hablar, recordaban al vivo la imagen de alguno de los padres del yermo; aunque escarbando más allá en su interior, descubríase que, como todos, pagaba tributo de flaquezas a la humanidad, las que asomaban en la voz y gestos al enardecerse o al estar el orador seguro de su triunfo»16.

Al igual que los diputados liberales que habían intervenido en sesiones anteriores, Villanueva contrapuso los procedimientos de la Inquisición con las garantías judiciales establecidas por la Constitución, abundando en la crítica de determinadas prácticas procesales inquisitoriales (la incomunicación de los reos, el tormento, las delaciones secretas, etc.). Pero, si bien esto ocupó una parte importante de su parlamento, no constituyó el grueso de su argumentación. El motivo fundamental de la inconstitucionalidad de la Inquisición radicaba -según el diputado setabense- en que no era ése el organismo más adecuado para proteger la religión católica, de acuerdo con el artículo 12 de la Constitución. Primero, porque la Inquisición atentaba contra la soberanía temporal: «ha aspirado a hacerse independiente de los mismos Reyes» y se ha convertido en un tribunal que «no puede ser sostenido sino estableciendo la potestad indirecta y aun la directa del Papa sobre los Soberanos»17. Segundo, porque la creación del Santo Oficio fue un acto excepcional, contrario a la tradición histórica española y al espíritu de la Iglesia: «la erección de la Inquisición en Castilla fue un privilegio por el cual se alteró el plan establecido por el derecho común eclesiástico para la sustanciación de las causas de fe»18, de modo que -dice más adelante- «será medida más sabia y más justa, esto es, más conforme a la Constitución restablecer la ley de Partida que deja expedita a los Obispos la autoridad que les compete por derecho divino de juzgar por sí las causas de la fe, restituyendo a los tribunales civiles la potestad y jurisdicción secular para sustanciarlas y determinarlas como antes, en la parte que les competen, aplicando las penas señaladas en nuestras leyes»19.

En suma, la inconstitucionalidad del discutido tribunal radicaba en su origen y su forma de proceder, pero no en su fundamento y en sus fines y, por si quedaban dudas, Villanueva se pronunció de forma tajante: «esta incompatibilidad [con la Constitución] no recae sobre la protección que dispensa la Inquisición a la fe católica»20. Es decir, «el sistema de la Inquisición» -como denomina nuestro diputado al aparato del Santo Oficio- no tenía cabida en el ordenamiento constitucional porque era innecesario en España (las leyes históricas contemplaban perfectamente sus funciones y la Constitución recién aprobada se comprometía a proteger la religión) y atentaba contra la autoridad del poder temporal y el episcopal. En definitiva, Villanueva se declaraba en contra de la Inquisición en virtud de los tres principios fundamentales esgrimidos por los denominados «jansenistas» durante la segunda mitad del siglo XVIII: regalismo, anticurialismo y episcopalismo.

En su discurso ante las Cortes, Villanueva fue muy explícito. «No se trata de si a la Santa Iglesia le compete el juicio de las causas de fe: esto no se niega ni se duda (...) Aún menos se niega a V.M. [las Cortes] la potestad y aun la obligación que tiene de auxiliar en estos casos a la Iglesia y de protegerla contra sus enemigos con leyes sabias y justas, empleando la autoridad civil y aun las armas en su defensa»21. Se trataba simplemente -diríamos nosotros- de cambiar el sujeto (el órgano encargado de proteger la religión), pero no el objeto, el cual seguía siendo el mantenimiento de la religión católica y la persecución de sus «enemigos», incluso con las armas. En definitiva, continuaba como propia de España la situación de intolerancia religiosa y la herejía seguía siendo un delito objeto de castigo.

No cabe negar coherencia en este punto a una persona como Villanueva, acusada muchas veces de «cambiacolores», como se tildaba en la época a quienes no tenían inconveniente en mudar de opinión según las circunstancias22. Su postura en 1813, al tratar sobre la abolición de la Inquisición, es en sustancia idéntica a la mantenida años antes, en 1798, cuando en su respuesta a la Carta del obispo Grégoire al Inquisidor General Ramón J. de Arce, se pronunció a favor de la continuidad del Santo Oficio. En el discurso parlamentario que comentamos aludió a este episodio: «defendí indirectamente a este tribunal [la Inquisición], al cual combatía Grégoire, no precisamente por ser defectuoso, como lo habían combatido Fleury, Bossuet y otros extranjeros prudentes, sino por ser el medio único que teníamos entonces de conservar dominante en España la religión católica, que es a lo que él se oponía». E insiste: su intención consistió en «combatir el único error de Grégoire sobre esto [la Inquisición], que era, como he dicho, persuadir a los españoles la tolerancia civil de las sectas y despojar al Soberano de la potestad de proteger la fe con leyes civiles»23.

Para garantizar la intolerancia religiosa -objetivo básico e irrenunciable-, Villanueva se vio obligado en 1798 a defender la Inquisición, pero en 1813 ya no considera necesario un tribunal de estas características. En rigor, ésta es la única diferencia en su consideración sobre el Santo Oficio antes y después de la reunión de las Cortes. La diferencia es sustancial desde el punto de vista institucional y también, si se quiere, desde el político, debido al lugar central de la Inquisición en la monarquía española, pero la idea de Villanueva sobre el carácter católico de España sigue inmutable.

Si Villanueva cambia de postura respecto a la pervivencia de la Inquisición no es porque haya variado su forma de pensar, sino por la nueva circunstancia política, marcada por la existencia de la Constitución y la actividad de las propias Cortes. El artículo 12 constitucional consagraba la intolerancia de otro culto que no fuera el católico, por lo que resultaba innecesaria al efecto cualquier otra instancia. Por otra parte, Villanueva confiaba en que a medida que las Cortes desarrollaran su programa de reformas, irían dejando expedito el camino al regalismo y al episcopalismo y de esta forma se establecería sin trabas «la ilustrada piedad». Así se entiende que a la hora de explicar y justificar la supresión de la Inquisición, Villanueva utilizara fundamentalmente argumentos de carácter eclesiástico y relegara a un segundo término los estrictamente políticos, como la garantía de los derechos individuales, la salvaguarda del principio de la división de poderes y otros que constituyeron el grueso de las intervenciones de los diputados liberales laicos24.

Había sido precisamente Villanueva uno de los diputados más influyentes en la redacción definitiva del artículo 12 de la Constitución. El 2 de septiembre de 1811, se presentó a debate parlamentario este artículo, redactado por la Comisión de Constitución en los términos siguientes: «La Nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra». Sólo intervinieron tres diputados, los tres eclesiásticos. Primero lo hizo Pedro Inguanzo, representante caracterizado y combativo del sector «servil». A su juicio, el artículo se limitaba a constatar un hecho y exigió una declaración más explícita: «La religión -sostuvo- debe entrar en la Constitución como una ley que obligue a todos los españoles a profesarla, de modo que ninguno pueda ser tenido por tal sin esta circunstancia»25. A continuación habló Muñoz Torrero, alineado desde el primer momento en el sector liberal, mostrándose partidario de una mayor contundencia en la afirmación de la unicidad católica. Finalmente lo hizo Villanueva. Se sumó a la postura del anterior y propuso la siguiente redacción del artículo: «La Nación española conservará y protegerá, con exclusión de toda secta, la religión católica, apostólica, romana, única verdadera que profesa y ha profesado desde los tiempos más remotos»26. Al día siguiente, la Comisión de Constitución ofreció un nuevo texto, que fue aprobado sin debate. Era el siguiente: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». Con leves variantes, esta redacción recogía la propuesta de Villanueva, salvo en un detalle: la declaración expresa de la historicidad del catolicismo como religión única en España. Tal hecho podía sobreentenderse, pero en el texto definitivo del artículo no quedaba tan patente como en la frase final del sugerido por Villanueva.

El detalle era importante para el «jansenista» Villanueva, quien no dejó pasar ocasión en las Cortes para recordar la bondad de los primeros tiempos del catolicismo en España, iniciados cuando Recaredo eliminó el arrianismo27. Los concilios de Toledo y, posteriormente, las Partidas de Alfonso X habían garantizado la unidad católica mediante el procedimiento adecuado: reconociendo plenamente los derechos en la materia de la autoridad temporal y episcopal, sin necesidad de establecer un tribunal especial. El despotismo y los vicios adquiridos por la propia Iglesia -uno de ellos, la creación de la Inquisición- lo habían tergiversado todo, pero gracias a la Constitución se entraba en una nueva situación en la que se garantizaba la catolicidad de la monarquía, la pureza de la fe y la vuelta a la antigua disciplina. Así pues, el artículo 12 permitía proseguir la tarea que -según él- se había arrogado impropiamente la Inquisición para salvaguardar la unidad religiosa de España y perseguir a quienes atentasen contra ella. Tal actividad gozaba de cobertura constitucional, de ahí que, como hemos visto, Villanueva considerara improcedente tratar sobre ello cuando ya estaba proclamada la Constitución.

Meses después del debate sobre la Inquisición, en agosto de ese mismo año de 1813, Villanueva volvió sobre este punto en el parlamento. La ocasión la deparó la discusión del proyecto de Ley sobre responsabilidades de los infractores de la Constitución, presentado al Congreso el mes anterior. El artículo 2.º de este proyecto contemplaba lo siguiente: «El que conspirase directamente y de hecho a establecer otra religión en las Españas, o que la Nación española deje de profesar la religión católica, apostólica, romana, será perseguido como traidor y sufrirá la pena de muerte»28. Ante las dudas expresadas por varios diputados sobre el sentido de esta disposición, terció Villanueva de forma tajante: «¿Qué quiere decir conspirar en España contra la unidad exclusiva de la religión católica? Maquinar o fraguar planes o promover solicitudes para que se admitan en ella por el Gobierno judíos u otros sectarios»29. Como cabe constatar, esto equivalía a defender una de las funciones básicas de la Inquisición, cuando ya las Cortes habían abolido este tribunal.

Ahora bien, el diputado valenciano precisó con habilidad su postura, con el fin de dejar a salvo su permanente evocación de la bondad de los tiempos anteriores a la Inquisición. El artículo debatido no declaraba delito contra la religión la existencia de «sectarios» en España, pues antes de la creación de la Inquisición por los Reyes Católicos existían comunidades de judíos y no por eso dejó de ser católica la monarquía. La presencia de practicantes de otras religiones no afectaba, insistió Villanueva, al carácter católico del Estado, sino que una vez en vigor la Constitución de 1812, aparecía un delito nuevo, «delito -recalcó- que no es contra la religión, sino contra la actual Constitución política del Estado»30.

Si nos atenemos a la letra de las intervenciones parlamentarias de Villanueva y, en particular, a esta última, cabría concluir que, en materia de intolerancia religiosa, entendía que la Constitución iba más lejos que la Inquisición. No parece éste, sin embargo, el auténtico pensamiento del valenciano. Como otros diputados reformistas, confiaba en el horizonte abierto por la segunda parte del artículo 12 de la Constitución, es decir, el compromiso de la nación, que no propiamente el Estado, de proteger la religión «por leyes sabias y justas»31. Esto implicaba, de entrada, la eliminación de la arbitrariedad, uno de los defectos más acusados de la Inquisición, según Villanueva. Además, sancionaba la política regalista que garantizaba la vía adecuada y justa para velar por la pureza de la religión. Sobre el particular se explayó Villanueva en su segunda y tercera intervención en el debate de 1813 sobre la Inquisición, al tratar sobre la introducción y censura de libros. Distinguió entre la calificación de la doctrina, que correspondía a la Iglesia (o sea, a los obispos), y la adopción de las medidas pertinentes para permitir o prohibir la divulgación de escritos, potestad ésta del poder secular o de los obispos, si en ellos delegaba la autoridad temporal. A continuación se extendió en críticas hacia la forma de proceder de la Inquisición en esta materia. Según Villanueva, este tribunal se había limitado a seguir la estela marcada por la Congregación Pontificia del Índice, caracterizada por prohibir las obras favorables a los derechos temporales de los soberanos, aunque no contuvieran doctrinas contrarias a la fe y a las buenas costumbres. La Inquisición había actuado así «por adulación a la curia romana»32. La crítica era terminante, pero Villanueva no se paró en ella. Añadió dos observaciones de indudable importancia para él. Por una parte, señaló que durante el siglo XVIII, la Inquisición española había ido más lejos aún que la Congregación romana en la persecución de cualquier autor considerado sospechoso de jansenismo, lo que -afirmó- «demuestra la conexión que en esta última época tenía la Inquisición de España con cierto partido preponderante en Roma». Por otra, acusó a la Inquisición de no perseguir «las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana»33. El ataque a los jesuitas -sin mencionarlos- era evidente, lo cual fue otra de las obsesiones del diputado valenciano para establecer la «ilustrada piedad».

El 3 de febrero, última ocasión en que Villanueva intervino en el debate sobre la Inquisición, dio otro paso para garantizar la victoria «de la ilustrada piedad sobre el fanatismo». Propuso que España elaborara su propio índice de libros prohibidos, al margen de la Curia romana. Sus palabras fueron las siguientes:

Debiendo tener la Nación un índice expurgatorio de los libros contrarios a la fe católica, que no puedan correr libremente, y constando que en el último publicado por la Inquisición el año 1790 se incluyeron varias obras de autores católicos notoriamente piadosas y útiles, pido a V.M. que usando de la regalía que le compete en orden a la prohibición de libros, y de la protección que debe a la causa de la Santa Iglesia, tenga a bien nombrar una comisión de personas doctas del seno de las Cortes, la cual, asociándose, si lo tuviese a bien, con sujetos de fuera, con presencia del dicho Índice del año 90 y de los edictos posteriores, forme un nuevo catálogo de los libros perjudiciales, cuya introducción y curso no deba permitirse en estos reinos...34



Las cosas no pueden quedar más claras: Villanueva ni siquiera rechazaba el odiado Índice. Desaparecía la Inquisición, pero no la actividad que venía ejerciendo, la cual debería continuar por otras vías. Al igual que ocurría con la intolerancia religiosa y el castigo del hereje, continuaría la censura de escritos, aunque a tenor de la propuesta parlamentaria que se acaba de reseñar, variarían, sin duda, los textos prohibidos y si antes lo eran los que defendían las ideas «jansenistas», ahora lo serían los que las atacaran (en otras palabras, la doctrina «jesuítica»). Más tarde, en 1824, explicitó esta idea en un artículo publicado en el periódico Ocios de Españoles Emigrados35. Mantuvo allí que la curia romana y, por su influencia, la Inquisición, guiados por «miras puramente humanas, y pasiones no menos ajenas de la moral evangélica, que de la prosperidad y seguridad de los tronos y de los pueblos», habían prohibido libros que «respiran piedad», «donde lejos de haber ni rastro siquiera de irreligión, se defiende la doctrina antigua de la Iglesia, que condena las nuevas máximas de la curia». Esa doctrina «antigua» era la que estaba fundada en el respecto de los derechos canónicos de los obispos y en el reconocimiento de que el Papa no tiene «respecto de reyes y reinos otra autoridad que la espiritual»36.

De nuevo, el ataque a los jesuitas, aunque en última instancia, en el pensamiento y la actuación política de Villanueva prima el episcopalismo (y, en consecuencia, su antirromanismo), por ser, a su juicio, el recurso idóneo para implantar la «ilustrada piedad»37.

Tal fue el objetivo perseguido por el valenciano con la abolición de la Inquisición, extremo que dejó bien claro -como se ha visto- en su libro autobiográfico. La «ilustrada piedad» no suponía tolerancia religiosa, ni desaparición de la censura. Así pues, desde la óptica jansenista, aunque se declaraba abolida la Inquisición, en realidad únicamente se reformaba su modo de proceder. No pensaron de la misma forma todos los diputados de Cádiz, en particular los liberales laicos, pero éste fue, en rigor, el resultado final, como ha hecho notar Gérard Dufour38. Pero el ataque a la Inquisición fue sólo un elemento de un planteamiento más amplio de Villanueva, que abarcaba una extensa reforma de la disciplina eclesiástica y esto tenía un significado más profundo39.

Es indiscutible el lugar central que la libertad religiosa ocupa en el combate librado en Europa contra el Antiguo Régimen y no menos claro resulta que en las Cortes de Cádiz no se luchó por conseguir esa libertad, antes al contrario, se mantuvo inmutable el principio de intolerancia. Pero, como recientemente ha recordado Claude Morange, en aquella coyuntura «más significativas eran para las masas la cuestión del diezmo o la del poder económico de la Iglesia que la posibilidad de practicar otra religión que la católica, cuestión por así decirlo intempestiva»40. Quizá porque no fuera la tolerancia una necesidad, o por razones tácticas41, no constituyó preocupación dominante de los diputados, tampoco de la opinión pública, y a la hora de suprimir una institución tan característica del Antiguo Régimen como era la Inquisición, se prestó más atención a otros aspectos que, desde nuestra perspectiva, son secundarios, pero entonces ocupaban la primera línea de las preocupaciones de los españoles. Lo fundamental, entonces, eran las reformas, los cambios. Vistas las cosas así, la postura de Villanueva en el debate sobre la Inquisición quizá no fue muy disparatada desde el punto de vista táctico, aunque refleja una forma de pensar que no tiene demasiado que ver con el liberalismo, por lo que quizá hubiera que matizar algunas opiniones sobre la capacidad renovadora de la llamada «corriente jansenista».





 
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