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José Joaquín de Mora ante la España de su tiempo

Salvador García Castañeda





Quienes se han ocupado de Mora le han tenido por un espíritu de la Ilustración, a medio camino entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, otros le dieron como ecléctico o como un converso al romanticismo. Más acertado parece el juicio de Luis Monguió para quien, «Mora, como Jano, mira en dos direcciones, una la del gusto clásico profundamente enraizado en él; otra, la del gusto que va abriéndose camino en sus propios días» (1967, 80) y Vicente Llorens, que estudió detenidamente sus actividades literarias en el Londres de la emigración, coincide con Monguió en que «Mora o la inconstancia podría ser el título de cualquier estudio dedicado a su obra crítica» (1979, 61).

Basándome en sus dos obras más destacadas del género narrativo, las Leyendas españolas, que es una colección de poesías en metros diversos, y el poema Don Juan, discutiré brevemente la presencia de José Joaquín de Mora en estas obras y sus ideas acerca de la España de su tiempo. De las primeras salieron tres ediciones en Londres, París y Madrid, todas en 1840, y Don Juan vio la luz en Madrid, el 1 de enero de 1844.

Como se recordará, Mora nació en Cádiz en 10 de enero de 1783 y murió en Madrid en 4 de octubre de 1864. Mora tiene capital importancia en la historia de la literatura española durante el período de transición entre el neoclasicismo y el romanticismo, aparece con frecuencia junto con Alcalá Galiano en la famosa «querella calderoniana», destaca de nuevo entre los refugiados liberales de Londres por su labor periodística y literaria, y, finalmente, por sus andanzas por tierras de Hispanoamérica durante más de quince años.

Los asuntos de las Leyendas españolas son los propios de tantos dramas, novelas, y narraciones históricas y legendarias en prosa o en verso localizados preferentemente en un Medioevo o un Siglo de Oro, idealizado, galante y caballeresco. Sin embargo, no encontraremos en ellas ni trovadores ni peregrinos, ni milagros ni demonios. Los personajes de estas leyendas no están marcados por el destino y sus desdichas son el resultado de su comportamiento, son gente común y corriente a la que mueven sus pasiones, vista por el poeta con despego desde una perspectiva irónica. Mora pinta un mundo prosaico despojado de misterio y de encanto por el escepticismo.

La originalidad de sus Leyendas y de su Don Juan está en el modo de presentar unos temas, unos personajes y unas situaciones propios de la escuela romántica pero desprovistos de tal carácter. Aunque ha de tenerse muy en cuenta la poderosa influencia de Byron, el escepticismo de Mora no es de carácter enteramente literario sino resultado, a mi ver, de su larga vida en la emigración y del progresivo fracaso de sus ilusiones. Algunos críticos le han acusado de prosaísmo en sus Leyendas, sin tener en cuenta quizás, que siguiendo los pasos de Byron, el suyo es un prosaísmo intencionado pues lo que se propuso en ellas fue desmitificar una Historia que juzgaba falseada tanto por quienes la escribieron como por el peso de la tradición, así como ridiculizar personajes y situaciones idealizados hasta entonces.

Mora no distinguía entre leyenda e historia, precisamente por no tener fe en esta última. La veía como un falseamiento intencionado de la realidad de los hechos, y a historiadores y cronistas vendidos al servicio de los poderosos, dedicados a falsificar la verdad para unas masas crédulas que contribuían a perpetuar la leyenda. La misma historia que proclama a España «reina del mundo» en los tiempos de su apogeo, calla que entonces ardían en la hoguera «judíos, filósofos y brujas» (VI, 9); y cuando ensalza a los monarcas de otros tiempos, Mora retóricamente pregunta al numen de la Historia: «¿No hubo en España reinas corrompidas? / ¿No hubo reyes insignes majaderos?» (VI, 5).

Las Leyendas Españolas vieron luz en 1840, el «annus mirabilis» de la poesía romántica española. La obra de Byron era ya conocida en la literatura europea y fue fuente de inspiración de Espronceda y de sus contemporáneos. Lo irreverente de su estilo, su desafío a las convenciones literarias y la falta de respeto hacia la sociedad y sus instituciones presentes en el Don Juan atrajeron de inmediato a los románticos españoles. El de Mora apareció sin nombre de autor, está sin estudiar, y la mayoría de quienes se ocupan de él no mencionan esta obra. Se publicó en Madrid, en 1844, cuando su autor contaba 61 años, estaba ya plenamente integrado dentro de la sociedad española y sus convicciones juveniles habían tomado otros derroteros. Es posible que le diera a la imprenta por nostalgia o por considerar que tenía valor literario pero que lo hiciera anónimamente por juzgar que tanto el tema como las ideas expuestas en él carecían ya de actualidad. Lo mismo que El Diablo Mundo, que María de Álvarez y que el mismo Don Juan de Byron, concebidos como obras de gran envergadura, el poema de Mora quedó incompleto. Tiene seis cantos y un total de 654 octavas reales aunque los últimos versos de la última octava prometían al lector continuar la narración «en el canto venidero» de una obra proyectada en «doscientos sesenta cantos» (VI, 121).

Contrariamente a las leyendas, compuestas a lo largo de varios años, que revelan una evolución en las ideas y el estilo de su autor, Don Juan parece haber sido escrito con juvenil arranque y en poco tiempo, hasta que Mora se cansó o no supo cómo continuar su narración. Que es obra de juventud nos lo dice el propio autor en las octavas 68 y 69 del Canto V: «Andaluz y muchacho [soy...] Puede ser que en llegando a los cincuenta, / mude de tono y me corrija un tanto / [...] Todavía, por dicha, estamos lejos». La versificación en octavas reales, el estilo, la ideología y la insistencia sobre algunos temas inclinarían a juzgar contemporáneos este poema y la leyenda Don Opas, escrita en cuatro partes que ocupan 483 octavas aun cuando unos versos de esta última revelan que se está escribiendo en «mil ochocientos treinta y cinco» (CI, 459).

Desde el principio de su Don Juan Mora confiesa la osadía de atreverse a competir con Byron pero deja bien claro que su protagonista será enteramente diferente al del poeta inglés, que le parece «un calavera triste, / de corrupción y fatuidad resumen». Inspirado en sus lecturas y, sobre todo, en el personaje que había visto representar «en los teatros de mi tierra [...]» (I, 5)1, Mora concibe el suyo como un señorito sevillano de capa y espada, «un bribón andaluz» de charla seductora y tan diestro que «sus pérfidas caricias / llenaron los conventos de novicias», con el que simpatiza porque no oculta hipócritamente sus desafueros bajo una aparente virtud.

La ideología liberal de Mora le llevó a un largo exilio desde el que escribió obsesivamente contra la institución monárquica, objeto frecuente de sus ataques tanto en las Leyendas como en Don Juan. En el canto VI de este poema advierte que su objeto serán «la espada, [d]el cetro y la corona / que en la suerte del mundo pueden tanto» (VI, 1) y rinde homenaje al Byron poeta de genio «colosal» e incluso aún más al «espíritu indomable» del luchador por la libertad del pueblo griego contra «el déspota sañudo».

En su elogio nostálgico de Sevilla, «de recuerdos heroicos noble archivo», echa de menos los tiempos en los que los españoles tenían por lema «Mi Dios, mi Rey, mi Dama» (I, 22) pero no dice qué tiempos serían aquellos pues en Don Opas muestra ya su desdén por la monarquía visigoda en términos demagógicos e inequívocos. El Trono, para él, no es más que «Un girón de terciopelo / y unas tablas de pino; y los cristianos/ se figuran estúpidos que el cielo / esta armazón sostiene con las manos» (II, 504).

Aunque en la leyenda «El halcón» consideraba la Edad Media como una época turbulenta en la que hubo tantas virtudes como vicios, predomina en él la idea de una sociedad formada por nobles y clérigos opresores y por un pueblo oprimido. En sus relatos escasean tanto los héroes como las heroínas, los personajes no se comportan con el decorum propio de su rango y tienen los vicios propios de los seres comunes y corrientes. Buena parte de ellos son amorales, oportunistas e ignorantes y están dominados por el egoísmo, la avaricia y la lujuria. Mora vio a los monarcas godos como gente degradada y corrupta, y a los de la casa de Austria como sanguinarios instrumentos de la intolerancia religiosa, especialmente a Felipe II, protagonista siniestro de tantas obras románticas, pero centra sus odios en la dinastía borbónica y echa la culpa de los males de España a Luis XIV. Él fue quien impuso a Felipe V, al que ve como una nulidad carente de seso, su dinastía hizo medrar el jesuitismo, y la influencia francesa afectó nuestros modales y nuestra lengua, y «De entonces en España se introdujo / esa tendencia al ocio y a la holganza; / esa amalgama de miseria y lujo, / de orgullo y de bajeza» (VI, 58).

Quien a través de sus lecturas había llegado a concebir la Edad Media como una época de oscurantismo y de tiranía tuvo ocasión de vivir el oscurantismo y la tiranía propios del absolutismo y así llegó a la conclusión de que la historia nacional se repetía y que el modo de pensar de los españoles permanecía inalterable. Por eso las motivaciones de aquellos antepasados medievales que aparecen en estas leyendas son irónicamente las mismas que las de quienes vivieron en la primera mitad del siglo XIX. Mora advierte a sus contemporáneos que si sorprenden la barbarie y las injusticias relatadas por Tito Livio y Mariana, sus propios bisnietos se sorprenderán también de que ellos hubieran sido «unos grandísimos bribones» pues «mientras más se escribe y más se charla / de honradez más difícil es hallarla» (IV, 549).

Es frecuente hallar obras à clef entre las de carácter histórico, en las que los personajes del pasado encarnan a otros semejantes del presente, a quienes por razones políticas resulta peligroso criticar. También se da esto aquí pero con la diferencia de que Mora avisa al lector de tal semejanza y aun insiste en ella porque escribe desde el exilio, lejos del alcance de sus enemigos. Lo mismo hicieron otros escritores liberales, como Valentín de Llanos, Trueba y Cosío y García de Villalta, a quienes el pasado les proporcionó ejemplos para probar que la historia se repetía en el presente. Mora compara la traición de Don Julián y de Don Opas con las abdicaciones de Bayona, la derrota de Rodrigo es semejante a la que infligieron los franceses a las tropas de la Junta Central en Ocaña, y la apoteósica entrada de Tarif en una España plagada de gente indiferente y tornadiza se asemeja a la de Fernando VII cuando volvió de su cautividad. Pasado y presente llegan a confundirse pues aunque los tiempos históricos son diversos los defectos de quienes rigen el mundo y los problemas a que dan lugar son los mismos. Doña Isabel, la casada seducida por Don Juan deja la Sevilla del Siglo de Oro y la vemos más de dos siglos después instalada en el Madrid decimonónico isabelino, que es tierra de cucaña para los oportunistas (V, 45-51, 60).

Una y otra vez reaparece en estas Leyendas y en Don Juan la obsesión del poeta por desprestigiar ante sus lectores a aquellos personajes convencionalmente respetables que representan la monarquía, el clero, la nobleza y las instituciones en el poder. Quiere mostrarlas cómo son realmente, aunque no sabemos si lo cree así o si lo hace en términos demagógicamente simplistas en beneficio de sus lectores. El poder está distribuido de manera tan injusta que quienes le ostentan no lo merecen ni por sus virtudes ni por su inteligencia, los puestos de responsabilidad no están en manos de los más aptos sino de charlatanes y arrivistas -«el necio manda y el bribón legisla»- a quienes los constantes altibajos de la política elevan o derriban. Y el poeta, tan dado a moralizar, advierte paternalmente: «No extrañéis estas cosas, hombres cuerdos, / gentes sencillas, optimistas bobos, / hay personajes sucios como cerdos; / hay magnates voraces como lobos» (Don Juan, V, 97).

Siempre ha habido autores dados a ocupar sus ratos de ocio en escribir poesías de carácter burlesco y pornográfico, y no escasearon ciertamente entre los neoclásicos y los románticos (vayan como ejemplo los nombres de Samaniego, Bartolomé José Gallardo, el duque de Rivas, Espronceda, Miguel de los Santos Álvarez, Ayguals de Izco y tantos otros). En estas composiciones los protagonistas eran con frecuencia gente de iglesia pues el anticlericalismo alcanzó un carácter furibundo en algunos de los liberales que habían sido procesados por la Inquisición como Eugenio de Tapia o fueron al exilio como Valentín de Llanos, Telesforo de Trueba, García de Villalta y, evidentemente, José Joaquín de Mora. Unos, en la línea de La Religieuse de Diderot, del marqués de Sade y de la novela gótica pintan clérigos siniestros y fanáticos, otros, en la tradición del Decamerón, se complacen en mostrarles cómicamente mujeriegos, borrachos y glotones. En el Don Juan de Mora hay un franciscano, «alto cual torre y fuerte como risco» (I, 27), confesor y amante de la madre del protagonista, y un inflexible predicador que explica a un nuevo religioso, en privado, que la carne es flaca y por ello «forzoso será hacer la vista gorda» y obrar libremente, «con tal que en lo exterior nunca se falte» (III, 102-103). A juzgar por las referencias en sus obras, Mora fue creyente y en la leyenda «Don Policarpo» consideró la Religión como «raudal puro y sublime, / de donde mana en perennal corriente / solaz al corazón, luz a la mente» (XLI, 329) aunque el mayor enemigo de la Religión era aquel clero fanático que aterrorizó a los españoles con la Inquisición y trató de impedir que se relacionaran con el resto de Europa.

El antiguo catedrático de Granada hizo también blanco de sus ataques al sistema universitario. Abomina la esterilidad y monotonía, de «aquel rebuznar peripatético» (I, 29), dice, de los estudios tradicionales de retórica, filosofía y teología, y aunque las reformas han abolido el uso de los viejos manteos estudiantiles el sistema no ha cambiado. Sin embargo, los versos «Todo lo saben todos en el día, / ni hay ciencia que se oculte a un mozalbete, / cuando en mollera de razón vacía, / la Enciclopedia en diez segundos mete» parece referirse más a la moderna educación «a la violeta» que a la tradicional. Doctor en Derecho, Mora confirió el mismo título a su Don Juan, calavera y juerguista, atacó a la magistratura y no perdió ocasión de ridiculizar a jueces y abogados. En su poema, un joven abogado ignorante justifica sus pretensiones a un alto puesto diciendo: «¿Es acaso el saber de algún provecho / para juzgar? Registre Uescelencia / cada Chancillería, cada Audiencia / y verá qué cabezas de chorlito / ocupan sus salones» (V, 110-111). La magistratura, en fin, vista como parte del sistema opresor, es prebenda de ineptos y de vendidos que viven «fétido estiércol convirtiendo en oro» (IV, 20).

Curiosamente, en otra ocasión asegura que «No soy yo de esos hombres descontentos / que en calumniar se placen al que brilla / alzado en los espléndidos asientos» (V, 98). Creo que las citas anteriores excusan todo comentario.

El escepticismo de Mora alcanza a los «principios», que todos profesan respetar pero que nadie respeta pues ni son fijos ni los derechos existen, en la práctica (VI, 95). Da como ejemplos el de la «Responsabilidad de los gobernantes» pero asegura que todavía no ha visto a un mal ministro morir en la horca, o el de «Libertad de imprenta» aunque ni la prensa puede expresar el sentir del pueblo ni los poderosos la hacen caso (VI, 94). El que un país tenga una Constitución tampoco garantiza que haya un gobierno justo y democrático y se ríe de las garantías constitucionales: «Desde que tenemos garantías / no se ven en el mundo fechurías» («Zafadola»). Entonces ¿qué soluciones ofrece en un siglo tan agitado como el suyo, cuyas leyes ni son justas ni se respetan y cuyos gobernantes son tan indignos? En la España del tiempo, políticamente dividida, Mora considera una «dura alternativa»: el gobierno en poder de «la turba o la diadema», es decir, «el plan estrafalario / de hacer legislador al proletario», que sería el de la extrema izquierda, o «la vuelta atrás y deshacer lo hecho», que sería el de la extrema derecha (Don Juan, VI, 117-119). Pero ni los partidos se entienden entre sí ni sus representantes son más que «hombres llenos de viento y de pasiones». Como tantos otros liberales ilustrados de su tiempo desdeña a las masas y los movimientos populares y así lo expresa en repetidas ocasiones («Don Opas», «Hermigio y Gotona», «Zafadola», «El halcón», «El bastardo»). La leyenda «Zafadola» ilustra el caso del reyezuelo moro de aquel nombre, un hombre justo y bueno que por no gobernar con mano dura perdió el reino y la vida. A juicio de Mora, lo que necesita el mundo es que un filósofo recto gobierne con espíritu libre a las naciones que piden «seguridad y paz, y un brazo fuerte» (Don Juan, VI, 121), y afirma que la solución para España sería «que no hubiese más código en cien años, / que una nudosa vara de acebuche» (Don Juan, IV, 95). Y, sorprendentemente, el poeta rebelde, el proscrito liberal reclama aquí el poder dictatorial contra el que ha luchado siempre.

En estas obras Mora muestra repetidamente su desprecio hacia los hipócritas que engañan con una moral, una religión y una virtud convencionales precisamente por ser un moralista con agudo espíritu crítico, manifiesto en frecuentes digresiones y sermoneos. Aquel rebelde fue un hombre de orden siempre en la oposición contra quienes hacían mal uso del poder. A mi juicio, su visión pesimista de la existencia resulta más de sus experiencias vitales que de la inevitable pose propia del espíritu de aquellos tiempos, y las experiencias de la guerra, la emigración y el peregrinaje por diversos países hicieron de él un escéptico.

A partir del siglo XVIII estuvo muy generalizada la creencia, y entre los liberales europeos después de la creación de la Santa Alianza, de que Europa había entrado en un proceso de decrepitud y que el porvenir estaba en América. Mora veía en ella la tierra virgen donde toda reforma era posible sin los impedimentos tradicionales europeos pero vivió allí varios años, participó en la política, y fue testigo del fracaso de las ideas liberales y del sistema constitucional tanto en las nuevas repúblicas americanas como en su patria.

En sus ataques contra el sistema absolutista hay una amargura y un resentimiento que apenas encubre la sátira y las Leyendas españolas, escritas en ratos de ocio durante los años del exilio podrían ilustrar el itinerario de una desilusión. De vuelta ya en España, pasó a formar parte de aquel poder que tanto había execrado: la Academia en 1845, el periodismo y la política, y su liberalismo resultaba templado para unas generaciones más jóvenes y más militantes. Y, como apunta irónicamente Vicente Llorens, fue Mora, ya por entonces académico respetable, quien tradujo del francés para la imprenta, La Gaviota de su amiga Cecilia Boehl de Faber, la hija de aquel don Nicolás y de aquella doña Frasquita de la «querella» (1979, 67). Los tiempos habían cambiado, Mora era un hombre maduro y la política era otra.

SALVADOR GARCÍA CASTAÑEDA

The Ohio State University






Bibliografía representativa

LLORENS CASTILLO, Vicente, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra 1823-1834. Madrid: Castalia, 1968, 2.ª ed.

——, El romanticismo español. Madrid: Fundación Juan March y Editorial Castalia, 1979.

MONGUIÓ, Luis, Don José Joaquín de Mora y el Perú del Ochocientos. Berkeley y Los Angeles: California U. P., 1967.

MORA, José Joaquín de, Leyendas españolas, París: Vicente Salvá, 1840 [Cito por esta edición].

——, Don Juan. Poema, Tomo I. Madrid: Establecimiento Tipológico, e Imprenta Peninsular, Carrera de San Gerónimo, núm. 43, 1.º de enero de 1844.

ROMERO TOBAR, Leonardo, Panorama crítico del Romanticismo español. Madrid: Castalia, 1994.

FLITTER, Derek, Spanish Romantic literary theory and criticism, Cambridge U. P., 1992.



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