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José Asunción Silva, 1865-1896 (1913)1

Rufino Blanco Fombona

Remedio Mataix (ed. lit.)






ArribaAbajo- I -

Silva, autor desconocido


El caso del poeta colombiano José Asunción Silva es uno de los más trágicos que puede darse en la historia de las letras. Se trata de un poeta de extrema sensibilidad y admirablemente dotado para el arte a quien, en vida, se le consideró mero diletante. Su existir, del cual hubiera querido hacer el joven poeta una obra de arte y de felicidad, estuvo lleno de contrariedades, de luchas, de sombras, de infortunio. El ambiente social y de familia en que se movió no fue propicio a la producción. Y lo poco que produjo se perdió en un naufragio. Por último, se suicidó en plena mañana de la vida, a los treinta y un años, cuando en realidad iba a decirnos su mensaje.

Lo juzgamos sin conocerlo. O, lo que es peor: conociéndolo mal. Conociéndolo por fragmentos sin discriminar, de distintas épocas de su corta existencia. Ignoramos si mucho de lo poco que nos deja es la obra de un jovenzuelo o de un hombre de treinta años. Desconocemos la evolución de su pensamiento y de su técnica. Para que nada falte a destino tan patético, no existe una buena edición de lo que se pudo salvar de su doble naufragio en el mar y en la vida. Y editores y parientes lo apuñalan, ya muerto, en la obra de su espíritu.

Así, en uno de los «Nocturnos», hito de la poesía americana en lengua española, el poeta evoca en «la nupcial alcoba», viva y amorosa, a la niña amada, ya para siempre inmóvil. La familia, sin el divino impudor del poeta, pero con peor gusto, la coloca, no en «la nupcial alcoba», sino en «severo retrete». ¡El colmo de la desdicha! Si José Asunción Silva resucita y conoce la profanación, se vuelve a suicidar. Retrete en castellano tiene, como sabemos, una acepción escatológica.

¡Qué poeta será Silva cuando ha resistido a todo! A todo, incluso a los expurgos de la familia y a los aplausos de un señor de Bogotá llamado don Roberto Cuévano... Don Roberto Cuévano, a menos que sea don Mamerto Liévano2.




ArribaAbajo- II -

Silva íntimo


José Asunción Silva ni por su carácter, ni por el carácter de su poesía, ha sido un poeta popular. En vida, y fuera de un círculo restricto, quizá nadie lo supo apreciar en todo su valer en cuanto poeta. Ni siquiera en su ciudad nativa, adonde pasaba por mero aficionado más que como escritor de carrera y vocación decidida. Profesional de las Letras, en puridad, nunca lo fue: de ahí acaso la confusión.

Era Silva un hombre de excelente familia, rica, orgullosa. Hombre de costumbres y gustos muy poco igualitarios, sin que estos gustos de exquisito riñesen con su ideología francamente democrática:


Juan Lanas, el mozo de esquina,
es absolutamente igual
al Emperador de la China:
los dos son el mismo animal.


Le gustaba la sociedad, como buen charlador; el lujo, como persona de exquisitez; los placeres, como sensualista e imaginativo. Vestía con elegancia. El tipo físico era de suma distinción. Poseyó la hermosura corporal, de par con la hermosura de espíritu, regalos que los dioses combinan rara vez en un mismo presente a los mortales. Apuesto, flexible, pálido, el perfil ático, la corrida barba crespa y castaña, se le ha encontrado parecido con el Lucio Vero de las repeticiones del Louvre; con el busto de barba y cabellos rizos de aquel prestigioso vir en piedra3.

De dandy se le ha calificado, no sin razón. Pero este Brummel tenía el alma de Leopardi: «¡Poeta yo! -exclamaba- ¡Llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, al Dante, a Shakespeare, a Shelley! ¡Qué profanación y que error!».

No era, pues, un cursi satisfecho de sí, echando bocanadas de orgullo literario porque ha compuesto un par de sonetos. Era lo contrario: un insatisfecho. Alma ardiente y de anhelo infinito, lo amaba, lo ambicionaba todo con cierto delirio de grandeza, en una sed divina y humana que nada iba a mitigar. «Como me fascina y atrae la Poesía -escribe-, todo me atrae y fascina irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra; todas las formas de la actividad humana, todas las formas de la vida; la misma vida material, las mismas sensaciones que por una exigencia de mis sentimientos necesito de día en día más intensas y más delicadas».

La fortuna de la familia fue mermándose. Silva, que no se casó nunca, vino a ser, a la muerte del padre, jefe de aquel hogar de madre y hermanas. El idealista debía convertirse en hombre práctico; el poeta, ganar dinero. Ganar dinero fue casi obsesión. Hizo más proyectos que Balzac. En su ansiedad, practica nueve oficios en tres años. Naturalmente, concluyó de arruinarse.

Mundano, inteligente, sin dinero, se acogió a la diplomacia: en 1894 se le encuentra como Secretario de la Legación de Colombia en Caracas. Las cartas confidenciales que envió desde esta ciudad a Sanín Cano, su amigo, algunas de las cuales se publicaron muerto ya Silva, son maravillosas de observación, de ironía. Nada tan íntimo y veraz para conocer a Silva. La idea de rehacer la fortuna por el trabajo no abandona al iluso. En una de esas cartas escribe a Sanín Cano sobre la facilidad de negocios que entrevé en Venezuela:

Ha pasado un mes desde que llegué y me siento como avergonzado de no haber ideado todavía uno que me permita sacar unos cuantos millones de bolívares en limpio para traerme a V... y a la Ch... Usted, que a Dios gracias y para bien de su alma no es ambicioso, no sabe cómo es la fiebrecita de ganar dinero que le entra a un struggleforlífero cuando le pasan por la mano onzas peluconas y luises nuevos... Convide al maestro Vargas Vega a hacerle una novena a San Marcos el Romano por mi intención, a ver si en el curso de un año encuentro yo el primer negocio fructuoso.


(Caracas, 7 de octubre de 1894)                


Más adelante escribe a su amigo:

Cada día vale por seis meses, por la ausencia de V... y de Ch... Si una combinación que vengo preparando sale, en seis meses podré traérmelas. Supóngase usted la vida de hotel, la entrada a las once de la noche por los corredores desiertos, al cuarto frío y trivial; las comidas frente a un libro; la idea permanente de una enfermedad de ellas... Atroz. Pero cuando recuerdo los dos últimos años, las decepciones, las luchas, mis cincuenta y dos ejecuciones, los embargos, el papel moneda, los chismes bogotanos, aquella vida de convento, aquella distancia del mundo, lo acepto todo con la esperanza de arrancar a mis viejas encantadoras de esa culta capital.


Pronto, en la misma carta, va el autor, sin proponérselo, a lo único esencial en él: cosas del espíritu; y al único ambiente en que se complacen su erotomanía y su locuacidad: el mundano. Dice a su corresponsal, dándole noticias de la ciudad adonde arriba:

Anoche, después de haber recorrido todas las librerías y la Biblioteca Nacional, perdida ya la esperanza de encontrar un libro legible, tuve una sorpresa deliciosa. Hay una biblioteca pública, fundada por un señor Revenga, donde se encuentra usted completos a Renan, Taine, Melchor de Vogué, Bourget, Rod; toda la serie de la Internacional de Emilio Aglavé, ¿recuerda?... Spencer, Wundt, De Roberty, Secchi, etc.; todo Ribot, todo Paulhan, todo Guyau... En fin, una mina de oro, inverosímil, por donde fui caminando de sorpresa en sorpresa, pellizcándome para ver si no era sueño; hasta dar con Barrès, Chiampoli, D'Annunzio, Trezza, La Serao, Graff... ¡Juzgue usted mi felicidad! Entre eso y un mundo de revistas y libros que he pedido a Francia e Inglaterra, y de los cuales va usted a ser partícipe, voy a pasar los ratos que me deje libre el trabajo de la Legación, bastante pesado por cierto. Necesito estudiar mucho y regar con toda especie de abonos violentos el jardín interior para no sentir tan intensamente el vacío de esta vida...


Después del intelectual y del desesperado, aparece el dandy, el aficionado a mujeres. Los informes al corresponsal son minuciosos:

El femenino aristocrático es indeciblemente delicioso, ¿oye, Brake?... Un modo, una familiaridad de buen tono, una mezcla de dejo tropical y de elegancia parisiense (porque todas han vivido en París), unas caritas pálidas, con los ojos que brillan como diamantes negros, y las bocas frescas como fresas; unas vocecitas arrulladoras, y todo eso en decoraciones de Julio Duval, el tapicero del Boulevard Montmartre, y bronces legítimos, y toilettes venidas por el último vapor que no le dejarían nada que desear al feminista más exigente. Por ese lado, lo que hay compensa ampliamente lo que falta por los otros. Ya tengo tres salas, de las más difíciles de abrirse a los extranjeros...


Después, observador, pinta al mundillo diplomático:

El Encargado de Negocios de Alemania: un baroncito rubio, el pelo al rape, los ojos azules, pálidos, las manos finísimas, que lee a Wundt y viaja por la Cordillera; un ministro francés: gran cráneo pulido y liso, enorme barba castaña, sedosa, ojos verdosos, con la nostalgia de San Petersburgo y de su nieve, que dice a media voz versos de Poushkin y lee a Tolstoi en ruso y ha recorrido las estepas en «troïka», y con seis años de vida petersburguesa, viene siendo un eslavófilo furioso...


Como Silva era un ironista acerado y un charlador delicioso, la correspondencia, que es la literatura de los conversadores, lo retrata en la intimidad fluente parlanchín, el ojo perspicuo, sagitario que no marra blanco. Del suave clima de Caracas, opina: «es una temperatura-bromuro». De los tipos ridículos que va descubriendo promete croquis, que de seguro envió y serán interesantísimos. Pero las conversaciones de estos imbéciles es lo que más le hiere. Con regocijado desprecio las recoge y las deja palpitantes de vida. Su pluma de ironista hace salir pus y ridículo de tantas almas podridas y grotescas:

En el resto de los diálogos emprendidos, o mejor dicho sufridos por su atento servidor, éste se ha limitado a excitar a los adversarios con: «¡No me diga usted eso!... Cuénteme detalles, porque es muy interesante...», «¡Cómo cansado! No, señor, léame usted otros...», «¿Y eso le sucede a usted frecuentemente?...», «Con que cuatro en una noche, ¿eh?...», obteniendo en respuesta narraciones de treinta minutos, encabezadas respectivamente así: «Sí, señor, es que yo soy un hombre de carácter violento (o dulce o alegre)...», «Le contaré a usted: por allá, a principios de 1856, estaba yo etc...», «Comenzaré con un romance titulado "Desesperación", y después le mostraré 28 sonetos del estilo de los de Numa Pompilio Llona...», «Yo escribo...», and so forth.


De los literatos dice:

Priva el gusto bizantino (de los que creen que Bizancio era una cosa de comer). Lo más curioso de todo es que en conjunto la producción literaria tiene como sello la imitación de alguien (inevitablemente) y que, si usted tiene la paciencia de leer, no encuentra una sola línea, una sola página, vividas, sentidas o pensadas. Hojarasca y más hojarasca; palabras, palabras y palabras, como decía el melancólico príncipe. Si, curioso usted de darse cuenta del porqué, se da el trabajo de estudiar un poco la psicología de los productores, la razón salta a la vista: cultivo científico y lectura de los grandes maestros, cero; vida interior y consiguiente necesidad de formas personales, cero; atención siquiera al espectáculo de la vida, cero partido por cero. Unas imaginaciones de mariposa, una vida epidérmica.


Ese es el mejor capítulo, en síntesis, de la historia literaria de Venezuela para la época en que arribó allí Silva. ¿Ulteriormente? Sigue siendo el mejor capítulo, en síntesis, de la historia literaria de Venezuela.




ArribaAbajo- III -

Entre todos, solo


Ya lo hemos visto en la intimidad de su correspondencia. Por poco que sepamos mirar lo descubrimos desnudo, como fue: sociable, atormentado, agudo, sensual, observador, planeador de negocios quiméricos, amigo de buenas lecturas, hombre de ideas, alma de hiperestésica sensibilidad. Lo vemos derrochando su tiempo y su espíritu y lo presentimos engolosinado con aquellas mujercitas frívolas y graciosas, de las cuales decía: «el brillo de los ojos y de los dientes y el color sonrosado y las muequecitas acariciadoras de cualquiera de ellas le hacen a usted olvidar si el ruidito de la voz que sale de la boca fresca y rosada debe o no significar algo». Y aquellos hombres y aquellas mujeres no suponen, con todo y oírlo atenciosamente, al hombre que tienen por delante.

Se cuenta que el Ministro del Ecuador en Colombia se asombró mucho, a la muerte de Silva, de que lo celebrasen como poeta: él lo tenía por un economista. La anécdota no es imposible. Porque si José Asunción Silva sabía hablar, también sabia oír. Aunque después de sus largas paciencias de auditor comentase «el adversario lo juzga a uno (que oye calmoso las necedades) un joven muy estimable, y uno (a él), un idiota».

Además, la intimidad, la verdadera intimidad de su espíritu y su amor al arte, y aun su producción, Silva los reservaba para una electa minoría. Como sabemos, no le gustaba ni publicar. Y a este despego, en cuanto artista, del público incomprensivo, se debe que lo mejor de su obra pudiera perderse para siempre en un naufragio. Estaba inédito.

Hay unos versos de Silva, titulados «Un poema», sátira tremenda contra la crítica incomprendedora. Así pues, se da la paradoja viviente de que Silva, en medio de todos, estaba solo.

Según Guillermo Valencia, el otro excelso poeta del modernismo en Colombia, «Silva, como Wilde, puso genio en su vida y a escribir consagró sólo talento».




ArribaAbajo- IV -

Elvira y el poeta


En su vida hay una página delicada, controvertida. Una de las hermanas de Silva, Elvira, era también muy bella, ¡la más linda mujer de Bogotá!: «Elvira n'étaitpas belle, c'était la Beauté», ha escrito un primo hermano, Alfredo de Bengoechea, en Mercure de France, mayo de 1903. Esta preciosa criatura murió a los veintidós años. Silva cayó, después de esa muerte, en la más negra melancolía; escribió algunos poemas apasionados e imprudentes... Poco después se suicidó. En suma, parece que se enamoraron el uno del otro. ¿Fue aquello la mera atracción espiritual de dos seres excepcionales? ¿Llegó más allá? ¿Se amaron como Lucila y Chateaubriand? Que existió entre ellos un lazo más fuerte que la muerte resulta evidente, pero, ¿fue culpable? ¿Quién puede en casos tales asegurar «yo sé, yo vi»? Todo son inducciones. El «Nocturno» -uno de los «Nocturnos»- es ya una pieza, si no probatoria, de mucha autoridad, como ese poema haya sido escrito -lo que no sabemos- pensando en Elvira. Y en cuanto al suicidio... Tal vez concurrieran otras causas, pero la muerte de la hermana, el apagarse de aquella «tu boca que fue mía», según el «Nocturno» confidencial, no resulta de las menores. Silva pertenecía a la gran familia de los neurópatas: delirante, ansioso, erotómano y, por último, suicida. «Cada día necesito sensaciones más refinadas», escribe a un amigo. Debe tenerse en cuenta que muchos amigos de Silva niegan toda posibilidad de otro afecto entre Silva y Elvira que no fuera el fraterno4.

Hay otras razones para desechar la hipótesis pecaminosa: la de Bogotá es sociedad muy puritana y la familia de Silva, por ambas ramas, de notoria severidad moral. Sólo que Silva fue un hombre de excepción. Y no parece lógico aplaudir la excepcionalidad en unos aspectos y no admitirla, ni siquiera como posible, en otros. Recuérdese que desde que el mundo es mundo los excepcionales tienen manga muy ancha; y el mundo, por lo general, se las tolera. La filosofía, por boca de un pensador cruel, ha hablado de dos morales, una para los señores y otra para los esclavos; lo que vale decir una para los seres superiores y otra para todo el mundo. También la religión, implícitamente, reconoce una moral de mayor latitud para el hombre de genio. ¿No decía Clemente VII que a Benvenuto podían perdonársele sus fechorías sangrientas por ser hombre único en su arte, aquel «bandido con manos de hada»? En el caso de estos amores hipotéticos, nada justifica la insistencia. Llevar demasiado lejos la sospecha equivale a creer o fingir creer su veracidad. No incurramos en semejante error.




ArribaAbajo- V -

Silva y Rubén


¿Qué suerte de literatura produjo el hombre Silva? Desde luego, y ante todo, hay que situarlo en su época. Veremos cómo corresponde a su espíritu de exquisitez y de sufridor su poesía. Veremos que Silva no escribió línea que no sintiera; y que, hombre de temperamento delicadísimo y además sincero y no vil retórico, tuvo la necesidad de expresarse en formas nuevas y buscó y encontró nuevas formas.

Sus tentativas primeras llevan fecha de 1882, 1883, 1884, 1885. Los versos de Rubén [Darío] para entonces son pésimos. Recuérdese la «Oda a Bolívar» cuando el Centenario del Libertador (1883): ¡deplorable! Los de Silva, sin parecer de un futuro tan noble poeta, son mejores y aún pueden leerse y se leen. Encontramos en ellos personalidad en asomo.

A una mujer que pide cantos al bello adolescente de diez y ocho años, le responde:


Mejor es un buen beso que una elegía,
y mejor que los cantos de vagos temas,
una boca rosada que se sonría.



Poco a poco Silva se fue buscando y encontrando a sí mismo. La forma vacila en cuanto a novedad, aunque ya el pensamiento aletea. La forma aún recuerda, como en «Don Juan de Covadonga», a Campoamor, y, como en algunas estrofas sueltas, a Bartrina. Silva adelanta y, sin mayor esfuerzo, por obra y gracia de su temperamento amigo de lo novedoso del pensar y el expresarse, encontró su ecuación personal. Al pomo cincelado corresponde la esencia pura. La expresión en Silva no fue nunca afectada. Tampoco llegó a las maravillas verbales de Darío, pero contribuyó a formarlas.

En efecto, entre las múltiples influencias que concurrieron en el genio lírico de Darío (único en virtuosidad en nuestra lengua, como Poe en la suya), puede contarse José Asunción Silva.

Silva, desde temprano, se encara con el misterio y se pregunta, como Pascal, qué somos y qué seremos: «¿Qué somos, dónde vamos, por qué hasta aquí vinimos?». Rubén formulará la misma pregunta, en sus años maduros, con el mismo temblor de angustia: «¡Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!». Indirectamente ambos poetas reiteran la misma pregunta y vuelven a plantear el insoluble problema.

Antes de entrar al análisis de la poesía de Silva continuemos, en breves líneas, situándolo con relación a Darío, para concederle a Silva el puesto de iniciador del modernismo. Este puesto lo comparte con Julián del Casal, su gemelo en arte, en pesimismo y en muerte prematura, pero a quien Silva supera en hondura de pensamiento y en preocupación filosófica.

Darío escribió un soneto lindo, titulado «Parsifal». Los cuartetos y el primer terceto dicen así:


Violines de los ángeles divinos,
sones de las sagradas catedrales,
incensarios en que arden nuestros males,
sacrificio inmortal de hostias y vinos;
túnica de los más cándidos linos,
para cubrir a niños virginales,
cáliz de oro, mágicos cristales,
coros llenos de rezos y de trinos;
bandera del cordero, azul y blanca,
tallo de amor de donde el lirio arranca,
rosa sacra y sin par del santo Graal...



¿No evoca esa enumeración la enumeración de «Vejeces», del malogrado poeta de Colombia?


Colores de anticuada miniatura,
hoy de algún mueble en el cajón, dormida,
cincelado puñal, carta borrosa,
tabla en que se deshace la pintura
por el tiempo y el polvo ennegrecida...
Sortija que adornaste el dedo fino
de algún hidalgo de espadín y gola,
mayúsculas del viejo pergamino,
batista tenue que a vainilla hueles,
seda que te deshaces en la trama
confusa de los viejos brocateles;
arpa olvidada que al sonar te quejas,
barrotes que formáis un monograma
incomprensible en las antiguas rejas...



En otros poemas de Darío el metro adquiere la propia música de Silva. ¿Quién no recuerda aquel maravilloso poemita de Rubén «Era un aire suave, de pausados giros,/ el hada Armonía rimaba su vuelo/ e iban frases vagas y tenues suspiros/ entre los sollozos de los violoncelos»? Ese poemita de Rubén es uno de los más sutiles y alígeros que hizo en sus tiempos de juventud. Mucho, y con justicia, celébrase en tales versos «el aire efectivamente acariciador, como escribe Rodó, que simula en ellos el ritmo». Pues bien, ese aire ya se había insinuado, suave y acariciador, aunque no con tanta fortuna, en versos de Silva. El poeta, en «Crepúsculo», recuerda los divinos cuentos infantiles que todos aprendimos de boca de nuestra madre, o de nuestra abuela, y por donde pasan Barba Azul, Ratoncito Pérez, Caperucita Encarnada y la Cenicienta. De esta última, abandonada en la cocina mientras los demás parten al baile, refiere Silva, por medio de una vocecilla «argentina y pura» que súbito se le presentó el hada, su madrina, y le dio


Unos zapatitos de vidrio, brillantes,
y de un solo golpe de la vara mágica
las cenizas grises convirtió en diamantes.
Después, el poeta suspira, añorando
cuentos más durables que las convicciones
de graves filósofos y sabias escuelas,
que rodeasteis con vuestras ficciones
las cuna doradas de las bisabuelas...



Es el mismo aire que Rodó aplaudía, por suave y acariciador, en aquella noche de fiesta versallesca en que reía la divina Eulalia entre el vizconde de los desafíos y el abate de los madrigales.

En el poema «Día de difuntos» -cuya fecha fija ignoramos-, Silva se adelanta, en cuanto factura, a todos los modernistas; y, desde luego, a Rubén Darío. En ese poema multimétrico empleó Silva, el primero, diversos metros, no aisladamente, sino entrelazándolos: el de ocho con el de nueve, como lo usará Darío muchos años después, en el «Canto a la Argentina». En el tercer «Nocturno» también precedió la técnica que Rubén iba a emplear en su wagneriana «Marcha triunfal». La diferencia consiste en que Silva desarrolló versos a base de cuatro sílabas y Rubén de tres. Queda, pues, Silva colocado en su puesto de precursor lírico, de iniciador. Otros poetas, como Amado Nervo, le deberán mucho y coincidirán con él en preocupaciones morales y en angustia metafísica. Amado Nervo reconoce la grandeza de Silva con palabras dignas de uno y otro poeta:

Pocas veces la misteriosa voz de la poesía, que es acaso la de ese divino extranjero que hay en nosotros, la de ese deus absconditus que mora en nuestro espíritu, ha tenido aciertos tan grandes, ha dado con expresiones tan perfectas.



Hemos visto que Silva, junto con Casal, fue, cronológicamente, de los primeros creadores del modernismo en lengua española. También fue de los primeros modernistas en cuanto poeta. Ninguno de los modernistas, ni en América ni en España, ninguno, ni Rubén Darío, lo superó en lírica virtud. Darío le aventajó en virtuosidad verbal, no en cuanto manantial de poesía. Ni tampoco en calidad de sensibilidad. Son diferentes. El ideal de Rubén Darío, en sus mejores épocas, fue el maridaje de la gracia verbal novedosa y sugerente con la densidad inaparente del pensar poético. El ideal de Silva era una expresión llana, de elegancia muy simple, sin arrequives, tan difícil que a veces llega a confundirse con los cantos de cuna («Los maderos de San Juan»), los balbuceos infantiles y el farfullar de los abuelos. Debe confesarse que en ocasiones la forma se depaupera, desmerece. Aquella sencillez suele complicarse con causticidad desilusa, con una ironía trascendental, con una intención poética de toro de Miura. La musa de Darío fue una dogaresa sensual de carne fresca y cubierta de brocado. La de Silva, una princesa melancólica y mordaz, ataviada con sencillez, que mira desde lo alto de su torre el horizonte, lleno el pecho de suspiros y la boca de preguntas. Sabe que porta en sus carnes sonrosadas la mordedura de la lepra. Que ha de sufrir, que tiene de morir joven.

La expresión de Nervo se acerca más a la de Silva que la de Rubén, pero ni Rubén, ni menos Nervo, ni ninguno de los poetas modernistas lo supera en el fino y ojival chorro de lirismo patético. Y no debemos olvidar que Darío, Nervo, Valencia, Herrera y Reissig, y, en España, Juan Ramón Jiménez, Marquina, Machado, han vivido, dejan obra luenga, conclusa. Silva, no. A Silva lo conocemos por fragmentos, de muy desigual valor, salvados de su doble naufragio en el mar y en la vida. Hay que recordar la fecha de ambas catástrofes: la marítima, en el buque Amérique, en aguas de Colombia, a su regreso de Venezuela, en 1895. El otro naufragio, el de la vida, en Bogotá, un año más tarde.




ArribaAbajo- VI -

La poesía y la filosofía de Silva


Hemos preguntado: ¿Qué poesía produce este poeta? En efecto, ¿cuál es el carácter de su poesía? El carácter de su poesía transparenta el del hombre, a quien ya conocemos, por donde se ve su sinceridad artística. El sujeto, según un médico de Silva que tenía razones para conocerlo, sufre porque piensa. Extraña dolencia que no a todos acosa, ni a todos mata. La hija del médico, una rubia, ha preguntado: «¿qué padece aquel joven melancólico?» y el padre responde:


Ese señor padece un mal muy raro,
que ataca rara vez a las mujeres
y pocas a los hombres, hija mía.
Sufre este mal: pensar… Ésa es la causa
de su grave y sutil melancolía...



Agrega el doctor:


...y no se curará sino hasta el día
en que duerma a sus anchas
en una angosta sepultura fría,
lejos del mundo y de la vida loca,
entre un negro ataúd de cuatro planchas,
con un montón de tierra entre la boca.



Es decir, el poeta, según aquel doctor, es un enfermo del mal de vivir y del mal de pensar. Su poesía denuncia estigmas de ambas dolencias. Es la poesía de un enfermo de la psiquis, de un psicopático. Poesía para que la analicen, más que críticos, psiquiatras.

El poeta es filósofo. Ve más allá de lo que alcanzan a ver los otros; ríe de lo que los demás apenas columbran y sufre por cuanto él mismo no logra vislumbrar. A veces ríe y sufre en el mismo instante. Su ironía se entremezcla de inconformidad, de anhelos insatisfechos. Es ironía dolorosa. El poemita «La respuesta de la Tierra» ilustra el juicio. Era un poeta «lírico, grandioso y sibilino» que, ante el misterio del ser y del no ser, interroga a la Tierra:


¿Qué somos? ¿A dó vamos? ¿Por qué hasta aquí vinimos?
¿Conocen los secretos del más allá los muertos?
¿Por qué la vida inútil y triste recibimos?
¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos?
¿Por qué nacemos, madre, dime, por qué morimos?
¿Por qué? Mi angustia sacia y mi ansiedad contesta.
Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo,
en estas soledades aguardo la respuesta...
La Tierra, como siempre, displicente y callada,
al gran poeta lírico no le contestó nada.



La actitud más constante de su pensamiento frente a la naturaleza es la del interrogador. Como no puede resolver todos los problemas que se propone su espíritu inquieto y pesimista, Silva rompe en sonrisa de impotente ironía. Pero a veces parece angustiarse con la mudez de la esfinge:


Estrellas, luces pensativas,
estrellas, pupilas inciertas,
¿por qué os calláis si estáis vivas
y por qué alumbráis si estáis muertas?



El jugo filosófico que se exprime de las meditaciones de este poeta es semejante a aquel que amargó a Salomón en su felicidad y a Leopardi en su infortunio, pero mezclado con un terrón de ironía que le presta nuevo sabor. La vida es un mal, un mal incurable («Lázaro»). La naturaleza no sólo permanece muda ante las interrogaciones, sino que devora en su crueldad de esfinge a los que no logran interpretarla. Pensar mata («Psicopatía»). Todo es uno y todo lo mismo («Realidad»). Las cosas duran más que las almas («La Ventana»). El problema de la muerte no tiene solución. Tampoco la tiene el problema de la vida («Filosofías»). Le aqueja, dice, «el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo y de Leopardi;/ un cansancio de todo, un absoluto/ desprecio por lo humano, un incesante/ renegar de lo vil de la existencia,/ digno de mi maestro Schopenhauer;/ un malestar profundo que se aumenta/ con todas las torturas del análisis».

A ese hombre que padece torturas morales, a ese insatisfecho que desearía que todas las mujeres tuviesen una sola boca para besarla y toda la vida un solo goce para apurarlo y todo el misterio un solo problema para resolverlo; a ese neurópata que se lamenta de sufrir el mal de Leopardi -lo que prueba que se conocía- y que terminará sus días como Rolla y como Werther, el mundo no lo comprende. Esta incomprensión acrece la infelicidad del infeliz. Porque tiene visión clara de sí, de los demás. Y si sufre por lo que sabe, y sufre por lo que no sabe, sufre también por lo que de él no sabrán nunca los otros. Mucha perspicacia demostró Sanín Cano, su amigo, cuando dice que «logró convertir su organismo en la más delicada y exquisita máquina de sufrir». Eso fue Silva, en efecto, «la más delicada y exquisita máquina de sufrir».

Y el producto de esta máquina, la poesía de este poeta, no podía haber sido sino lo que es: una larga angustia lírica. No halla, materialmente, cuerda con qué ahorcarse. A la angustia de la muerte, a la angustia del más allá, a la angustia metafísica, se une la angustia de vivir. ¿Qué camino tomar en la vida? ¿Darse al placer, a los amores fáciles? ¿A la mesa? ¿A la botella? ¿Al trabajo? ¿Al arte? ¿A la filosofía? Para todo encuentra una respuesta desconsoladora. Nada vale la pena. El esfuerzo es inútil; más aún: absurdo. El que se da al placer llega a la prematura ataxia; el que se da a la copa pierde el magín; el que se da al trabajo pierde el magín, la salud y la vida. ¿El arte? Pasa con la moda. ¿La ciencia? Lograrás este hermoso resultado: «no creer ni en ti mismo». ¿La religión? «Compra un giro/ contra la vida eterna/ Págalo con tus goces; la fe aviva;/ ora, medita, impetra;/ y al morir pensarás: ¿y sí allá arriba/ no me cubren la letra?». Entonces, ¿qué? ¿La paz del espíritu? ¿El nirvana? ¿El egoísmo? ¿La inacción?: «Y cuando llegues en postrera hora/ a la última morada,/ sentirás una angustia matadora/ de no haber hecho nada».

La vida, pues, no tiene solución. Lo mismo que la muerte. Y el problema del presente resulta para el poeta casi tan grave como el del más allá.

La desesperación de Silva no es nada cejijunta. Asume la sonrisa. Sobre su extraño mal consulta al médico, en vez de consultar al psicólogo. Los médicos abundan en Silva, como los locos en Shakespeare. El poeta sonríe de la respuesta materialista y obtusa:


Eso es cuestión de régimen: camine
de mañanita, duerma largo, báñese;
beba bien; coma bien; cuídese mucho:
¡lo que usted tiene es hambre!



Este poeta que tiene hambre, un hambre desconocida para el vulgo, aunque sea vulgo doctorado, hambre de infinito, prevé su fin. Lo acosa el anhelo de alzar con el cañón de una pistola el velo de Isis, y, sin embargo, sonríe. Sonríe de la respuesta del médico asnal, sonríe de su propio pensamiento, sonríe de todo. Y esta sonrisa, naturalmente, como cargada de tedio, resu



lta más amarga que una lágrima.

Hay una obrita de Silva titulada «Un poema», mordisco de los más burlescos y terribles que Homero haya infligido jamás a Zoilo:


Soñaba en ese entonces en forjar un poema,
de arte nervioso y nuevo obra audaz y suprema...



El poeta evocó todos los ritmos. Escogió la más bella forma de estrofa:



…Por regalo nupcial
le di unas rimas ricas, de plata y de cristal.

En ella conté un cuento, que huyendo lo servil
tomó un carácter trágico, fantástico y sutil,

era la historia triste, desprestigiada y cierta
de una mujer hermosa, idolatrada y muerta…

bordé las frases de oro, les di música extraña
como de mandolinas que un laúd acompaña…

cruzar hice en el fondo las vagas sugestiones
de sentimientos místicos y humanas tentaciones...

Complacido en mis versos, con orgullo de artista,
les di olor de heliotropos y color de amatista...

Le mostré mi poema a un crítico estupendo...
Y lo leyó seis veces y me dijo: ¡no entiendo!



Qué desdén le merecían los pedantes. Y lo prueba sin frases, muy al modo de Silva, con un irónico plegar de labios.

La sensualidad también es muy de Silva. Sensualidad y tristeza; amor y muerte se hermanan en sus versos. Saca de los jugos nutricios del amor savia que corre por muchos de sus cantos e hincha los tallos y lustra de verdegay o de verde-oscuro las hojas trémulas de su poesía:


Dime quedo, en secreto, al oído, muy paso,
con esa voz que tiene suavidades de raso:
si entrevieras en sueños a aquel con quien tú sueñas
tras las horas de baile, rápidas y risueñas,
y sintieras sus labios anidarse en tu boca
y recorrer tu cuerpo, y en su lascivia loca
besar todos tus pliegues de tibio aroma llenos,
y las rígidas puntas rosadas de tus senos;
si en los locos, ardientes y profundos abrazos,
agonizar soñaras de placer en sus brazos,
por aquél de quien eres todas las alegrías,
¡oh, dulce niña pálida!, di, ¿te resistirías?5



No entremos ahora a preguntar a quién se dirigían esas frases apasionadas y perturbadoras. Baste saber que llamean sensualismo. Y la sensualidad de Silva es doble: de temperamento y de ideología. No siente sólo el deseo de la carne, sino que piensa que la carne tiene derechos. Para la juventud, lo que es de la juventud: el amor.


¿Son sabios los místicos rezos
y las humildes madrugadas
en las celdas sólo adornadas
con una cruz y cuatro huesos?
No, soñadores de infinito:
de la carne el supremo grito
hondas vibraciones encierra.
Dejadla gozar de la vida
antes de caer, corrompida,
en las negruras de la tierra.



Los «Nocturnos» se cree fueron inspirados por su hermana. Uno de ellos, el primero, puede citarse con triple intención, como bello ejemplo del arte de Silva, como muestra de la sensualidad en cuanto elemento artístico, y, si fuera cierto que la hermana lo inspiró, como alegato de la carnalidad de sus relaciones:


¡Poeta, di paso
los furtivos besos!...
¡La sombra, los recuerdos!
La luna no vertía
allí ni un solo rayo...
Temblabas y eras mía.
Temblabas y eras mía bajo el follaje espeso,
una errante luciérnaga alumbró nuestro beso,
el contacto furtivo de tus labios de seda...
La selva, negra y mística, fue la alcoba sombría...
En aquel sitio el musgo tiene olor de reseda...
Filtró luz por las ramas cual si llegara el día:
entre las nieblas, pálida, la luna aparecía.
¡Poeta, di pasolos íntimos besos!
¡Ah, de las noches dulces me acuerdo todavía!
En señorial alcoba, do la tapicería
amortiguaba el ruido con sus hilos espesos,
rendida tú a mi súplica, fueron míos tus besos;
tu cuerpo de veinte años entre la roja seda,
tus cabellos dorados y tu melancolía,
tus frescuras de niña y tu olor de reseda...
Apenas alumbraba la lámpara sombría
los desteñidos hilos de la tapicería.
¡Poeta, di paso
El último beso!
¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía!
El ataúd heráldico en el salón yacía;
mi oído, fatigado por vigilias y excesos,
sintió como a distancia los monótonos rezos.
Tú, mustia, yerta y pálida, entre la negra seda...
La llama de los cirios temblaba y se movía,
perfumaba la atmósfera un olor de reseda,
un crucifijo pálido los brazos extendía...
¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!



Silva no es siempre el poeta de exaltación erótica, ni de irónicas interpretaciones de la vida. A veces medita serena, objetivamente, en verso. Se complace en seductores discursos líricos, nada enfáticos ni palabreros, sino de sosegado fluir melancólico. Es otra manera suya. El poema «La ventana» es de este linaje. También lo es «Día de difuntos». También «Al pie de la estatua».

En «La ventana», de la antigua Santa Fe, hoy Bogotá, divisa el poeta la vieja ventana entre los balcones modernos. Evoca los días de la Colonia, la dama de España que se asomaba al ventanón, nostálgica de la remota Sevilla de donde llega. La ventana vio pasar generaciones y generaciones. La filosofía de este poema parece ser ésta: que las almas sólo perduran en las cosas que crean.

En «Día de difuntos» hay un verso que denuncia la gravedad de la meditación: «¿contra lo imposible qué puede el deseo?». Este es el poema de la fugacidad del dolor. Las campanas, interpretadas por el poeta, poseen voces propias. Pero todas dicen lo mismo: el hombre olvida; el dolor de los que quedan por los que se van vive lo que las rosas de Malherbe: el espacio de una mañana.


Y eso es lo angustioso e incierto
que flota en el sonido.
Ésa es la nota irónica que vibra en el concierto
que alzan los bronces al tocar a muerto
por todos los que han sido.



Estas meditaciones sugieren la imagen de un hombre, las sienes en las manos. Algunos de esos poemas cogitabundos evocan en cierto modo lejanos acentos de la poesía inglesa. Roberto Browning, por ejemplo, Elizabeth Barret-Browning y uno más alto, Shelley, meditan, a su modo, en verso. Pero Silva se diferencia, por varias razones, de ellos. De Robert Browning, hasta por las características del genio latino. De Elizabeth, aunque no fuera sino por la disparidad de sentir y de ver que se revela entre una dama que, después de los cuarenta años, piensa en casarse y se casa, y un joven que antes de los treinta y dos piensa en matarse y se mata. En cuanto a Shelley, para este poeta, que predica on the necessity of atheism, la civilización es un mal, como obra del hombre al fin. Para Silva el mal es la vida misma.

Quizá se vincule más bien a poetas latinos como Antero de Quental y Leopardi. Pero, si siempre resultan aventurados estos parentescos con que los críticos suelen -a veces con excesiva arbitrariedad- entrelazar a los escritores para simplificar y clasificarlos como miembros de una misma familia de espíritus, parece absurdo en el caso de Silva: de Silva no quedan sino fragmentos dispersos, de distintas épocas, aún no precisadas; no se conoce la evolución paulatina de su ser intelectual. No puede, no digo comparársele, ni emparentársele a derechas con poetas y pensadores de obra definitiva.

La única vez que Silva tocó la nota patriótica, fue en una de estas meditaciones. ¡Con qué discreción lo hace y qué lejos su filosofar de las charangas militares y patrioteras! Es una larga meditación sostenida con aliento y singular nobleza. La composición se titula «Ante la estatua». No sabemos qué fecha asignar a tal poema y es sensible. ¿En qué época de su vida sintió este escéptico el sentimiento patrio? Se trata de la estatua de Bolívar, por Tenerani, el discípulo amado de Cánova, erigida en Bogotá. Cuéntase que Cánova dijo a su discípulo: -Tenéis la fortuna de ser contemporáneo de un héroe. Habéis nacido para inmortalizar los rasgos de Bolívar. Y así fue.

La composición de Silva iba a suscitar el recuerdo de la «Oda a la estatua del Libertador» por Miguel Antonio Caro; oda que es otra estatua clásica, no inferior a la de Tenerani. La obra de Silva no alcanza a la de Caro, pero ¡cuán noble es! Unos niños juegan al pie del bronce. El poeta lo observa, sin antítesis a lo Victor Hugo, sino en lengua reposada y maestra:


Nada la escena dice
al que pasa a su lado indiferente,
sin que la poetice
en su alma el patrio sentimiento...



En cambio, el poeta fija en tal escena sus miradas y piensa, ante el espectáculo de la vida, en lo que expresa el alma de las cosas. El poeta escucha en su interior una voz que le habla del héroe, de la manera menos heroica:


El viento de los siglos
que al soplar al través de las edades
va tornando en pavesa
tronos, imperios, pueblos y ciudades,
se trueca en brisa mansa
cuando su frente pensativa besa.



Recuerda las somnolentes generaciones coloniales y cómo una sola generación, por su voluntad de sacrificio, se empinó sobre todas ellas y pudo redimirlas. Ve erguirse la figura del Padre de la América y quiere rememorar, y rememora, no las horas de felicidad y de triunfo, sino las de infinita amargura en que se abrevó aquella alma selecta:


Otros canten el néctar
que su labio libó: di tú las hieles;
tú, que sabes la magia soberana
que tienen las ruïnas,
y al placer huyes y su pompa vana,
y en la tristeza complacerte sueles;
di en tus versos, con frases peregrinas,
la corona de espinas
que colocó la ingratitud humana
en su frente, ceñida de laureles.



Silva quiere un canto encendido y purificador, vivaz y purificador como una llama, un canto que abrase los labios. Es necesario redimirnos por el dolor. El genio y el martirio tienen derecho a homenajes:


Hazlo un grano de incienso
que arda, en desagravio
a su grandeza, que a la tierra asombra,
y al levantarse al cielo un humo denso
trueque en sonrisa blanda
el ceño grave de su augusta sombra.



Lógico parece que si un poeta de la estirpe intelectual de Silva cantase a Bolívar, cuya vida entera, según la expresión de Unamuno, «rezuma poesía», se fijara de preferencia no en el lado brillante y epopéyico, sino en el segmento sombrío, en la amargura que devoró, no sólo por obra de los hombres, sino también por su propia naturaleza de sensitivo y de neurópata. Porque Bolívar tuvo de veras la tristeza salomónica, la tristeza del fuerte, la tristeza del sabio, la tristeza en medio de las prosperidades. En la cima del poder y de la gloria, sintiendo la inanidad del triunfo y la infinita vanidad de todo, escribe una carta melancólica y exclama en ella: «Mis tristezas provienen de mi filosofía». Es la amargura del Eclesiastés la que corre desde ese año (1825) por su pluma, antes de ilusión, y aloe lo que fluye de su espíritu, antes optimista. ¿Qué mucho que Silva, cuya mente tuvo concomitancias con la mente ya desilusa del Libertador, simpatizara con las angustias espirituales del héroe? Tanto más simpatiza con ellas cuanto el poeta las atribuye a la corona de espinas «que colocó la ingratitud humana/ en su frente, ceñida de laureles». Esa misma corona de espinas, en aquellos mismos países y por obra de aquella misma gente, incomprendedora y perversa, la estaba advirtiendo el poeta sobre su propia frente. ¿Cómo no iba a sentirse movido a pensar en aquel dolor que comprendía? El poeta no abandona la serenidad. Su meditación es grave. El grito no descompone las líneas del rostro a su musa pensativa, ni el movimiento desordenado altera los pliegues del peplo. Cuando va a terminar el poeta su meditación advierte de nuevo el correteo de la muchedumbre infantil en torno y al pie de aquel bronce «alzado de los hombres para ejemplo». El poeta, como el héroe, también cree en la inanidad del esfuerzo y exclama, conversando de pensamiento con el Libertador: «Te sobran nuestros cantos...».

Entre tanto, la vida, efímera y bulliciosa, en forma de criaturitas, discurre:


...y la tristeza del lugar alegra
al agitarse en cadenciosas rondas,
forjando con las risas y los gritos
de las húmedas bocas encarnadas,
con las rizosas cabecitas blondas
y las frescas mejillas sonrosadas,
un idilio de vida sonriente
y de alegría fatua
al pie del pedestal, donde, imponente,
se alza sobre el cielo transparente
la epopeya de bronce de la estatua.



Tal es la manera como encara la musa de José Asunción Silva temas que son pábulo a comentarios generosos, a solemnes y amenas divagaciones.




Arriba- VII -

El suicidio


El poeta, no más feliz que el héroe, apuró también la copa socrática. Si fue querido por las mujeres, fue envidiado por los hombres. En Caracas -donde fue secretario de Legación durante corto tiempo (en 1894-1895)- los ratés lo apodaron la casta Susana; en Bogotá, la canalla de pluma y la de plumas se conjuraron contra el poeta. A los poetillas se aliaban los petimetres, y a los petimetres los acreedores. Él recuerda, con horror, los embargos, sus cincuenta y tantas ejecuciones. Aunque algunas de estas enemigas hubieran sido más imaginarias que reales, en la sensibilidad exacerbada del poeta debieron parecer atroces. ¡Y se sentía tan solo!

Era soberbio. Conocía su mérito; aunque no fuese un vanidoso vulgar, sino todo lo contrario. Cuando lo acosaban acreedores o adversarios, solía exclamar: «A mí me verán primero muerto que pálido». Pero la vida lo derrotó.

La pobreza cerníase sobre su hogar. Sus heroicos y múltiples esfuerzos por someterla resultaron fallidos. Para colmo de infortunio, murió Elvira, la hermana bienamada, acaso malquerida. Silva no pudo más. La mañana de un domingo lo encontraron muerto en su cama. Se había partido el corazón con una bala. La víspera, la noche del sábado, estuvo tertuliando en la sala de su hogar con su familia y varías personas amigas que llegaron de visita. Se tomó té, a las diez, como es costumbre en Bogotá (ten o'clock tea); platicose hasta las once, o poco más, y cada quien se retiró. Antes de medianoche Silva estaba en su dormitorio. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, lo encontraron muerto en su lecho.

¿Se había matado en la noche o al amanecer? Cuando arribó el médico, a las ocho y media, el cadáver estaba yerto y rígido, lo que inclina a creer que el suicidio ocurrió en la noche. La cabeza, ladeada sobre el hombro, ya no pudo ser enderezada. Hubo que cortar un tendón del cuello para que el cuerpo entrase en la urna.

Elegante hasta en sus últimos momentos, se mató con tan estudiadas precauciones que su lecho, el lecho en que acababa de expirar, no estaba desarreglado. La bala cumplió su estrago con eficacia. La detonación ahogola entre las frazadas con que envolvió el revólver antes de disparar. Se evitó lágrimas fraternas y maternales sobre su agonía y curiosidad o aspavientos de la servidumbre. Murió como había vivido: en medio de todos, solo.

Del corazón, herido, había brotado un arroyito que empurpuró las blancas sábanas. Un hilo de sangre, como una culebrita roja, serpenteaba en el suelo. ¡Ay! En ese arroyito bermejo se había ahogado una juventud; ese hilo rojo ataba una vida a la tumba. Desaparecía el último descendiente de Oberman y de René; el último poeta que sintió, sin fingimiento, aquel mal que llamaron los latino staedium vitae.

Mal ejemplo el de su arte y el de su vida -necesario es confesarlo- para pueblos paralíticos, casi todos, de voluntad, que necesitan maestros de energía y doctores del ideal práctico. Mal ejemplo, sobre todo si aquellas sociedades extreman ahora el afecto que se le negó en vida, en la peor de las formas admirativas: la imitación.

De haber conocido al poeta de los «Nocturnos», el doctor Max Nordau hubiera diagnosticado severamente el caso de Silva. Y ahora aparecería éste en las clínicas literarias del doctor entre los sicopáticos, no lejos de María Baskhirtseff, como un delirante, un loco moral, con exaltación erótica morbosa. Por fin, suicida.





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