Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoEstudio estético del Canto a Bolívar

Pero es preciso intentar una explicación de tan singular hazaña. Ley universal es que aun la concepción más grandiosa no puede hacerse sentir y tener eficacia sino contando con el poderío estético de la forma. Que se le dé o no importancia, se impone el hecho de que sólo a través de los valores estéticos campean los otros valores -filosóficos, morales, patrióticos- que concurren en una obra para inmortalizarla. No basta proclamar a Olmedo poeta de la Independencia, voz de América, voz que no muere y cuyo eco sigue vibrando en la fuga de los años, perpetuando el latido heroico que creó nuestras patrias americanas. Es preciso mostrar cómo llegó a ser eso.

Tiene toda vida superior sus momentos culminantes y simbólicos, momentos fugitivos que importan más que largos años para el recuerdo perdurable. Es preciso, sin embargo, hurgar en los años anodinos para hacer de ellos el pedestal de las horas en que se superó gloriosamente una vida. Del mismo modo la inspiración da a veces al poeta una hora suprema, en que el canto se eleva maravillosamente puro, irresistiblemente bello, sellado para la inmortalidad. Pero este   —50→   canto único en cuanto a la valía y a la gloria nunca puede ser único en la producción del cantor: no hay orgullo cimero de rama que se meza en las nubes sin solidez de tronco y de raíces. Si el poeta canta un día el canto sublime destinado a perdurar, es que indudablemente ha entregado al viento en el curso de la vida muchos cantos sin ecos. La historia literaria debe, sin embargo, buscar afanosa estos ecos, sin los que no explicaría la consagración del canto inmortal.

Esto que se cumple con muchos poetas, es verdad de extraordinario relieve en Olmedo. Olmedo desde luego no pertenece de ninguna manera a la raza de los poetas de inspiración y factura impecablemente sostenidas, virtud rarísima que no ostentan más de cuatro o cinco grandes nombres de la literatura universal -Sófocles, Virgilio, Milton, Racine-. Olmedo es esencialmente de los poetas desiguales; pero de los que llevan la desigualdad hasta la paradoja. No cabe un juicio sintético que lo abarque todo en una fórmula. No hay cómo reducirlo a unidad.

La edición que con muchos inéditos publiqué en 1945 abrió nuevo campo a la crítica, y lejos de simplificar el problema ya existente, pareció complicarlo hasta hacerlo insoluble; si bien es verdad que se cumplió lo que debía preverse, a saber, que, como en todo problema en que interviene la vida, la complejidad de datos al parecer contradictorios era la que llevaba en germen la solución verdadera, y la lección ejemplar.

La solución aquí fue aislar resuelta y definitivamente al Olmedo de Junín. Este Olmedo debía ser juzgado aparte. Es el Olmedo de valía y renombre universal, el poeta cuya entonación y vuelo heroicos ni tuvieron propiamente modelos, ni han sido igualados jamás. Todas las demás composiciones nos presentan a un Olmedo al nivel de otros muchos poetas, respetable y todavía significativo, pero que no guarda ninguna proporción con el otro.

  —51→  

Descartando por ahora aquel acervo de ochenta composiciones, valiosas muchas (como podrá comprobarse en la selección), pero muchas también sin más valor que el de permitir un conocimiento más completo de la psicología de Olmedo, de sus modalidades literarias y de su intimidad, concentremos ya la atención en el estudio de la gran obra maestra que le ha inmortalizado.

Para lo cual es preciso recalcar deliberadamente la falta llamativa de homogeneidad entre este canto y todo el resto de su obra (exceptuada la Oda de Miñarica), falta de homogeneidad, no sólo en la materia, no sólo en el modo, sino en la misma potencia. Hecho extraño pero innegable, que plantea un problema complejísimo, problema literario y poético, problema humano.

Empezando por este último, nos hallamos ante lo que parece una clara contradicción. Todos los datos que se han llegado a reunir de la vida externa y de la intimidad de Olmedo, nos revelan a un hombre de índole reposada, de tendencias pacíficas, de carácter retraído, casi tímido, apegado como ninguno a los halagos y ternuras de la familia. Nos ponen delante a un hombre no incapaz, por supuesto, de actitudes enérgicas, pero sí predominantemente apacible y suave, a un intelectual de cepa, que no dejaba sus libros por la acción sin un suspiro de disgusto, indicio claro de la violencia que para ello debía hacer a su natural, a un hombre, en fin, a quien parece que se puede definir adecuadamente con dos palabras: hombre de hogar, hombre de letras.

Y ¿sería este hombre el llamado a encarnar el alma de América en su hora de exaltación libertadora?

Con la misma dificultad, con la misma contradicción aparente, se perfila el problema en el orden literario. La edición completa de los versos de Olmedo ha servido sin duda para proyectar la curva de evolución   —52→   de su carrera poética, desde los primeros ensayos juveniles al apogeo de los cantos sublimes, y de éstos a las languideces de sus trovas de anciano. Pero la curva que nos presenta no es de gradual ascensión, seguida de la declinación normal que se da en casi todos los poetas y escritores; nos pone ante los ojos el desconcertante fenómeno de una obra poética, que pudiera compararse a una agraciada y fértil campiña, en medio de cuyos plácidos cultivos se irguiesen, bloques inesperados e inexplicables, dos monolitos gradiosos que no responden a nada en el paisaje circundante.

Sería seguramente exagerado el afirmar en forma rotunda que los dos grandes cantos guerreros, contrapuestos al resto de la producción del poeta, parecen de otro hombre; pero algo parecido es lo que la primera impresión impulsa a decir. Y evidentemente que el problema está, no en defender la parte suave y delicada de la obra de Olmedo de la nota de incongruente con sus arranques épicos, sino al contrario en explicar estos arranques épicos contrapuestos a la delicadeza y suavidad normales en la producción y persona del poeta. El hijo de don Andrés Bello, don Carlos, que conoció a Olmedo en Paita en 1846, escribía a su padre: «Tiene un aire y unas maneras que demuestran una excesiva cortedad, que al leerse el Canto a Bolívar, no era de presumirse en su autor».

Y, a pesar de todo, hay que mantener que el Olmedo de La Victoria de Junín es el genuino Olmedo, sólo que descubriéndonos un arranque y una potencia de que ni él mismo quizá se sabía poseedor. El Olmedo del Canto a Bolívar no ha robado a nadie, ni al mismo Bolívar, la visión fulgurante del significado de la libertad de América; no está cantando entusiasmos de otros, sino el propio; no está reflejando   —53→   almas ajenas, sino revelando la propia suya, águila inexperta, impelida del regio instinto de una estirpe clara, la estirpe de los poetas pindáricos, a la que ni él mismo hasta entonces había creído pertenecer.

El caso de la composición del magno epinicio es el de la repentina y triunfante actuación plenaria de un cúmulo de fuerzas latentes, no sospechadas ni de su propio dueño, y que no podían entrar en acción sino mediante el apremio violento de sucesos extraordinarios y con el concurso también extraordinario de circunstancias propicios para tal actuación.

Estudiemos ante todo este apremio y este concurso de circunstancias.

El factor tiempo, importante en cualquier vida humana, en la de Olmedo fue decisivo. ¿Qué hubiera sido Olmedo, como poeta, de haber nacido cincuenta años antes o cincuenta años después? -Cincuenta años antes, en el ambiente adormido y átono de la Colonia, en la inconsciencia conformista de la ciudad virreinal donde se educó, hubiera vegetado pobremente, poeta de corte, amable versificador de fiestas de sociedad. Las treinta y dos composiciones que ahora pueden leerse anteriores al grito de 1820, tal nos lo presentan. Confesémoslo llanamente, de haber nacido cincuenta años antes, Olmedo no hubiera sido nada: águila enjaulada, no hubiera llegado a saber él mismo la envergadura de sus alas.

De haber nacido cincuenta años más tarde y de haber entrado en la virilidad durante las primeras décadas de nuestra vida republicana, en que se debatía la patria en medio de luchas partidaristas sin grandeza ni ideal, ¿dónde hubiera hallado la musa de Olmedo la ráfaga gloriosa que necesitaba para levantarse a las alturas? Ni se haga valer que el encuentro fratricida de Miñarica le inspiró su segunda obra maestra. Este segundo revuelo de su genio de poeta, nunca lo hubiera dado sin el primero, como explícitamente   —54→   lo confesó él mismo: «La victoria de Miñarica ha despertado la musa de Junín».24

La libertad hizo poeta a Olmedo, la libertad en su gestación de martirio y de gloria. Ella reveló a Olmedo su vocación; ella puso en su boca la trompa épica y le dio alientos para hacerla oír a través de todo el continente americano. El Canto a Bolívar no pudo escribirse sino en la hora en que se escribió. El viento de tempestad, las rachas de heroísmo legendario que batieron las pampas de Junín y Ayacucho fueron necesarias para arrancarle del nido y lanzarle al cielo abierto.

Tal el apremio violento, único capaz de sacar a la acción las fuerzas latentes de un genio ignorado de sí mismo.

En cuanto al concurso extraordinario de circunstancias que hicieron eficaz el espolazo de este apremio repentino, se lo va a poder apreciar ahora, cuando la documentación, hasta hoy inédita o esparcida en fuentes inasequibles, viene tardíamente a revelarnos lo que fue la vida de Olmedo en los cinco años largos que precedieron al brote en apariencia súbito del Canto, en los cuatro primeros meses de 1825.

Volvamos brevemente para una rápida vista de conjunto al cuadro histórico de aquellos años febriles.

9 de octubre de 1820, independencia de Guayaquil -9 de diciembre de 1824, victoria de Ayacucho: cincuenta meses, totalmente estériles para el arte de Olmedo, pero maravillosamente fecundos para la transformación de su espíritu, transformación que preparó silenciosamente el brote de su más excelsa inspiración.

La aventura de las Cortes de Cádiz le había dado experiencia de la política parlamentaria y alto   —55→   crédito de hombre ilustrado y prudente, aunque sin inspirarle espontánea atracción hacia las actuaciones públicas. Sin embargo, en el momento en que la patria, rotas de una sola sacudida brusca sus cadenas, le llama en su ayuda y solicita, para consolidar la independencia y organizarla, la aportación de esta experiencia y de este crédito, del renombre y garantía de su acrisolada honradez, de su talento y prestigio, allí está Olmedo. Estudios favoritos, halagos del hogar, intereses económicos, tranquilidad y paz, todo lo sacrifica, todo lo inmola en servicio de la patria. Del 9 de octubre de 1820 al 14 de mayo de 1822, de la independencia de Guayaquil a la victoria de Pichincha, ¡cuántos afanes, cuántas zozobras! Comparte con Sucre y el Ejército libertador todos los azares y sobresaltos de aquella campaña, coronada con el triunfo final sólo en virtud de la inquebrantable energía en no desmoralizarse por ninguna derrota parcial, en no dar muestras de flaqueza ante las tremendas incertidumbres de una lucha desigual y sin cuartel. Sabe Olmedo de todos los sinsabores y angustias de la organización de la vida pública en su ambiente de continua intranquilidad, en una ciudad cruzada constantemente por las tropas, que vienen a descansar de sus victorias o a rehacerse después de sus reveses. Inicia ante terribles perplejidades y peligrosos compromisos las relaciones internacionales de la pequeña comunidad independiente. Prueba en carne propia lo que cuesta afianzar y perpetuar la libertad; y su amor por ella crece a proporción de los sacrificios que le cuesta. La tranquilidad que debía proporcionarle el triunfo de Pichincha y la solidaridad con Quito emancipada, se desvanece ante la actitud autocrática que asume Bolívar en la anexión de Guayaquil. Olmedo la reputa ofensiva para la autonomía de la ciudad, y arrollado por el genio de la guerra, cede el campo pero alta la frente y la protesta en los labios. Bolívar no doblegó a Olmedo. Se destierra éste al Perú; y allí la anarquía en que se descompone el virreinato, la espada de Damocles colgada sobre   —56→   la obra libertadora empezada en Colombia mientras no triunfe de las fuerzas españolas concentradas en el Sur, la retirada de San Martín que deja sin jefe a las tropas de la insurrección, le hacen comprender que Bolívar es el hombre necesario, el único capaz de acabar con el poderío de España. Olvidado todo resentimiento, él mismo acude de Lima a Quito a solicitar su concurso, a reclamar para los ejércitos insurgentes inconexos y desorientados «una voz que los una, una mano que los dirija, un genio que los lleve a la victoria».- «Después de la revolución de tantos siglos (termina en su alocución), parece que los oráculos han vuelto a predecir que tantas querellas confederadas en una nueva Asia por la venganza común, por ninguna manera podrán vencer sin Aquiles».25 ¿No es ésta ya la entonación del Canto de Junín, que había de nacer con alma americana, pero bajo la égida griega de Homero y de Píndaro? -Olmedo, dentro de la vida civil, compartía la efervescencia y sobreexitación de los grandes jefes militares, y con ellos vivía en la expectación de los encuentros sangrientos necesarios para la liberación definitiva. Estaba preparado para el canto inmortal.

Cierto que no había seguido a los ejércitos en campaña, que no había vivido personalmente su vida, que no había asistido a ninguna batalla. ¿Pero cuándo han necesitado esto los poetas para cantar las guerras? ¿Lo necesitó Virgilio para dejarnos en la escena última de su epopeya uno de los cuadros en que la sombría grandeza de las armas desenvainadas para trágicas venganzas alcanza su apogeo en la literatura universal? ¿Lo necesitó Víctor Hugo para hacer de La retirada de Rusia y Waterloo en su gran poema napoleónico Los Castigos, cuadros de incomparable potencia y de un realismo terrible? Víctor Hugo no había visto la catástrofe de la estepa blanca sembrada de cadáveres ni la desesperación de la lucha final en Waterloo, pero las ha pintado y cantado como   —57→   no lo hubieran podido hacer ninguno de los actores de aquellas tremendas tragedias. Olmedo no presenció Junín ni Ayacucho, pero ha pintado y cantado los dos épicos encuentros, como no lo pudo hacer ningún testigo, como no lo podía hacer entonces nadie en toda América sino él.

Pero los excitantes externos y el concurso de las circunstancias más favorables nada son, si no actúan sobre una potencia capaz. La composición de La Victoria de Junín fue, dijimos, la súbita actuación de un cúmulo de fuerzas latentes, sin duda, pero existentes en Olmedo.

Criticaban un día ante Napoleón, como fantástica y afectada, la romanidad de Corneille. ¿Cómo podía conocer un mundo que no había visto? ¿De dónde le venía esa grandeza antigua? Y replica Napoleón: «¡De sí mismo, de su alma! ¡El genio, eso es el genio, llama que cae del cielo y da al espíritu en quien cae una intuición anticipada del mundo!»26.

Intuición la de Virgilio, que sin haber probado jamás la paternidad, ha trazado en la Eneida la galería de padres más variada, más profunda, más conmovedora que se ha visto en una epopeya. Intuición la de Shakespeare en sus pinturas espeluznantes del alma criminal de Lady Macbeth y de Yago. Intuición la de Racine en su refinada psicología de las perversidades del corazón de Fedra. Intuición la de todos los grandes épicos, dramaturgos y novelistas en sus variadísimas etopeyas. E intuición la de Olmedo, que, sin ser guerrero, ha pintado y cantado almas de guerreros con una viveza que a ellos mismos desconcertara, con una verdad y una vida que todavía palpitan en sus versos cuando hace más de un siglo que todos esos corazones han dejado de latir.

Napoleón para explicar a Corneille pronunció la palabra «genio», -palabra de que se ha abusado   —58→   hasta desvirtuarla por el exceso mismo del abuso. ¿Por qué, sin embargo, no pronunciarla también para explicar a Olmedo, cuando el primero en hacerlo fue Bolívar? De los tres triunviros guayaquileños, mandó, según vimos en O'Leary, desagraviar a solo Olmedo, cuyo genio dijo respetaba y no su empleo. Y esto decía en 1822, casi tres años antes del Canto de Junín. No fue lisonja de agradecido; era visión certera de aquel gran conocedor de hombres, que de una mirada deshacía en unos hinchazones de falsa grandeza y descubría en otros valores desconocidos. Antes de escribirse La Victoria de Junín, supo el Libertador que tenía «genio» el poeta para escribirla, y al verla escrita reconoció gozoso el acierto de su adivinación.

Queda naturalmente y quedará para siempre el misterio de cómo esas fuerzas latentes, esas fuerzas geniales de Olmedo estuvieron enderezadas precisamente hacia el canto épico, hacia el canto guerrero, cuando todos los elementos constitutivos de su psicología, comprobados en todas las fases de su vida, parecen radicalmente contrarios a esta orientación.

Es cosa ordinaria que la inspiración cause en los poetas, mientras actúa, ciertos trastornos; pero no los que vemos en Olmedo al tiempo de la composición de sus dos epinicios. Vivió todo aquel tiempo en un trance continuo: desasosiego, sobresaltos, alternativas de exaltación febril y de desalientos y pesimismos terribles. Momentos hay en que está a punto de desistir: «He llegado a persuadirme, escribe a Bolívar, de que no puede mi musa medir sus fuerzas con ese gigante.... Antes de llegar el caso estaba muy ufano, y creí hacer una composición que me llevase con Ud. a la inmortalidad; pero, venido el tiempo, me confieso no sólo batido sino abatido. ¡Qué fragosa es esta sierra del Parnaso y que resbaladizo el monte de la Gloria!».27 Cuando a los diez años le asalta de nuevo   —59→   la inspiración, confiesa a Flores: «Olvidado estaba ya de la impresión de semejantes agitaciones.... La fiebre duró algunos días, y en un momento de escandescencia no pude guardar mi secreto, porque los secretos se guardan mal en la embriaguez....».28 Pero basta una crítica menos entusiasta de Rocafuerte para que se desencante y desanime, y se vuelva a adormecer por muchos días; pierde el hilo y a duras penas puede tomar los cabos sueltos. Y es que, como él mismo explica: «Necesito de tantos accidentes que no es fácil reunirlos, y por esto compongo rarísimas veces. Necesito estar perfectamente libre de toda clase de ocupación; necesito de un lugar cómodo, agradable con vista a los campos, a los ríos, a los montes; necesito de amigos que me critiquen, de jueces que me aplaudan, y aun de porfiados que disputen sobre cada palabra, frase o pensamiento; porque he observado que la disputa me despierta más las ideas y me alienta más que el vino».29 Nótese este último dato. Necesita apoyo, necesita estímulo; parece que no tiene fe ni confianza en su propia potencia, que no cuenta con fuerzas propias para sostenerse en el trípode épico, al que lo sube una fuerza superior dominando su natural esquivez e imponiéndole una carga dulce y gloriosa, pero que le hace jadear:


      ¡Quién me liberta
del dios que me fatiga!...



Misterio todo esto, al que tenemos que resignarnos, por más que en él se nos escape lo que más nos importaría saber, al hallar que el canto glorioso nos viene de manos del poeta de quien menos lo podíamos esperar.

  —60→  

ArribaAbajoEl problema literario

El problema crítico acerca del valor del Canto a Bolívar no ha sido debidamente planteado. Cualquiera que sea la definición metafísica que se haya de dar de poesía, de su esencia y realidad -cuestión no resuelta, y de difícil, si no imposible, solución-, una cosa es evidente, y es que en el juicio de una obra poética (y usamos aquí el término en su máxima amplitud y vaguedad), se pueden y se deben distinguir dos clases de valores, valores literarios y valores poéticos, valores que tiene en común con otras manifestaciones de la palabra estética, y valores peculiares a la poesía como tal. Podemos juzgar, especificando un mismo punto de vista, por ejemplo el de la proporción, plenitud y adecuación del plan, o de la propiedad y majestad de la dicción, una oración fúnebre de Bossuet y una tragedia de Racine: ambas obras, para ser perfectas, deben tener un plan bien concebido y una dicción elevada; pero a la tragedia, si pretende ser poesía, además de estos valores literarios, se le exige un valor poético. Cuanto el género literario que se considera está por su naturaleza más alejado de la prosa, tanto más urgente será el reclamo por este valor poético específico, reclamo que llega a su máxima exigencia en la lírica.

La Victoria de Junín es esencialmente, como la nombró su autor, un canto; pertenece esencialmente a la lírica, aunque sus grandiosas proporciones y el aliento que lo anima sean genuinamente épicos. No es que demos importancia ninguna a estas denominaciones, ni encerremos el problema crítico en minucias de preceptiva; es únicamente dejar constancia de que el Canto a Bolívar es una obra literaria que abiertamente pretende ser poesía y que debe ser juzgada como tal. Ahora bien, los más de los juicios enunciados hasta el día involucran en la apreciación del poema, alabanzas y críticas que no atañen al poema   —61→   como poema, sino como escrito literario, estudiando y dictaminando como si se tratara de una mera narración descriptiva de las batallas de Junín y Ayacucho y de una oración gratulatoria sobre las mismas.

El primer responsable de esta confusión es el propio Olmedo. Es indudable que se daba cuenta como el que más del valor estrictamente poético de su obra, por más que en algunos párrafos de sus cartas parezca deprimirlo; pero lo que con mayor empeño defiende y exalta es el plan del Canto. Al plan califica de «grande y bello», de «grande y sublime», de «magnífico y atrevido»; del plan con visible complacencia y énfasis recuerda que lo ha hecho «con un trabajo imponderable»,30 como si el valor de una poesía dependiese principalmente del plan y no de la alteza de la ejecución. El plan tiene, a no dudarlo grandísima importancia, pero en el orden literario, no en el poético; el plan es fruto del trabajo de las potencias de raciocinio, no de las estéticas. Debemos exigirle al Canto a Bolívar un plan acertado; pero si no tuviese más que eso, jamás hubiera sido en la literatura americana lo que ha llegado a ser.

A esta misma confusión ha contribuido la crítica, por otra parte tan digna del más cuidadoso estudio, de Bolívar. Reparte censuras y alabanzas indistintamente, como si todas recayesen sobre la misma materia e integrasen, al juntarse, un juicio homogéneo, sin advertir o al menos sin permitir que se advierta, que unas recaen sobre las condiciones artísticas generales de la obra, y otras sobre su poesía.

La pauta impuesta por Olmedo y Bolívar ha sido seguida por todos los demás críticos. Con todo es indispensable apartarnos de ella y entablar juicio aparte acerca de las cualidades poéticas de La Victoria de Junín.

  —62→  

En cuanto a valores literarios, el litigio versó desde la publicación de la obra, y versa todavía, acerca del plan, particularmente acerca de la aparición del Inca. ¿Es o no acertado el plan? ¿Es o no es oportuna la aparición del Inca? El primer fiscal fue Bolívar, el primer defensor, el mismo Olmedo. Ambos tienen derecho a ser oídos.

Dice Bolívar: «El plan del poema, aunque en realidad es bueno, tiene un defecto capital en su diseño. Ud. ha trazado un cuadro muy pequeño para un coloso, que ocupa todo el ámbito y cubre con su sombra a los demás personajes. El Inca Huaina-Cápac parece que es el asunto del poema: él es el genio, él es la sabiduría, él es héroe en fin». Y después de otros cargos que consideraremos luego, hechos a esta gran figura de Huaina-Cápac, concluye: «También me permitirá Ud. que le observe que este genio Inca, que debiera ser más leve que el éter, pues que viene del cielo, se muestra un poco hablador y embrollón, lo que no le han perdonado los poetas al buen Enrique en su arenga a la reina Isabel; y ya Ud. sabe que Voltaire tenía sus títulos a la indulgencia, y sin embargo no escapó a la crítica».31 Resumiendo: desproporción de partes, desviación del interés hacia un personaje secundario, prolijidad y pesadez en el episodio.

Olmedo se defiende largamente: «Cuando yo amenacé a Ud. con arrebatarle parte de su gloria, Ud. me tendría por un jactancioso; pero como mi jactancia a nadie dañaba, no tengo necesidad de hacer explicaciones sobre este punto. Mas cuando yo dije a Ud. que el plan que había concebido era grande y sublime, Ud. quizá lo creería; y como al leer mi poema, Ud. puede creerme mentiroso, me veo precisado a vindicarme. Mi plan fue éste. Abrir la escena con una idea rara y pindárica. La musa arrebatada con la   —63→   victoria de Junín emprende un vuelo rápido, en su vuelo divisa el campo de batalla, sigue a los combatientes, se mezcla entre ellos y con ellos triunfa. Esto es la ocasión para describir la acción y la derrota del enemigo. Todos celebran una victoria, que creían era el sello de los destinos del Perú y de la América. Pero en medio de la fiesta una voz terrible anuncia la aparición de un Inca en los cielos. Este Inca es emperador, es sacerdote, es un profeta. Este, al ver por primera vez los campos que fueron el teatro de los horrores y maldades de la conquista, no pudo contenerse de lamentar la suerte de sus hijos y de su pueblo. Después aplaude la victoria de Junín y anuncia que no es la última. Entra entonces la predicción de la victoria de Ayacucho. Como el fin del poeta era cantar sólo a Junín, y el canto quedaría defectuoso, manco, incompleto sin anunciar la segunda victoria, que fue la decisiva, se ha introducido el vaticinio del Inca lo más prolijo que ha sido posible para no defraudar la gloria de Ayacucho, y se ha mentado el nombre del general que manda y vence, y de los jefes que se distinguieron, para dar ese homenaje a su mérito, y para darles desde Junín la esperanza de Ayacucho que debe servirles de nuevo aliento y ardor en la batalla. Concluye el Inca deseando que no se restablezca el cetro del imperio, que puede llevar el pueblo a la tiranía. Exhorta a la unión sin la cual no podrá prosperar la América; anuncia la felicidad que nos espera; predice que la Libertad fundará su trono entre nosotros, y que esto influirá en la libertad de todos los pueblos de la tierra; en fin predice el triunfo de Bolívar. Pero la mayor gloria del héroe será unir y atar todos los pueblos de América con un lazo federal, tan estrecho que no hagan sino un solo pueblo, libre por sus instituciones, feliz por sus leyes y riqueza, respetado por su poder. Apenas concluye el Inca, todos los cielos aplauden. De improviso se oye una armonía celestial: es el coro de las vestales del sol, que rodean al Inca como a su gran Sacerdote. Ellas entonan las alabanzas del Sol, piden por   —64→   la prosperidad del imperio y por la salud y gloria del Libertador. En fin describen el triunfo que predijo el Inca. Lima abate sus muros para recibir la pompa triunfal; el carro del triunfador va adornado de las Musas y de las Artes; la marcha va precedida de los cautivos pueblos, esto es, todas las provincias de España representadas por los jefes vencidos, etc. Este plan, mi querido señor, es grande y bello (aunque sea mío). Yo me he tomado la libertad de hacer este análisis porque temo que, a pesar de la perspicacia de Ud., no conociera toda la belleza de la idea, ofuscada con la muchedumbre de los versos, que es el principal defecto de mi canto. Dispénseme Ud., pues, porque yo descontento de la ejecución, me contento con la bondad del plan, y quisiera fijar las mientes de todos en esto solo, para evitar la infamia de cualquier modo».32

La convicción de Olmedo sobre este punto para él fundamental, no puede estar más rigurosamente enunciada. Entre las Notas del Canto, una de las más largas, la 40.ª, hace todos los oficios de un prólogo galeato.

La contienda entre el héroe y el poeta, la continuaron dos críticos de talla. Don Andrés Bello, en el juicio que publicó en el Repertorio Americano de Londres, en octubre de 1826, recoge, aduna y refuerza hasta donde es posible la argumentación de Olmedo. Nadie ha logrado añadir nada a esta exposición de Bello; aunque algo larga, citémosla en su integridad: «El título de este poema pudiera hacer formar un concepto equivocado de su asunto, que no es en realidad la victoria de Junín sino la libertad del Perú. Bolívar es el héroe a cuyo honor se consagra este himno patriótico, y el poeta hubiera dado una idea harto mezquina de la gloria de su campaña peruana, si se hubiera contentado con ceñir a sus sienes   —65→   el laurel de aquella jornada inmortal. Mas concebida así la materia, presentaba un grave inconveniente; porque, constando de dos grandes sucesos, era difícil reducirla a la unidad de sujeto, que exigen con más o menos rigor todas las producciones poéticas. El medio de que se valió el Sr. Olmedo para vencer esta dificultad es ingenioso. Todo pasa en Junín, todo está enlazado con esta primera función, todo forma en realidad parte de ella. Mediante la aparición y profecía del Inca Huaina-Cápac, Ayacucho se transporta a Junín, y las dos jornadas se eslabonan en una. Este plan se trazó, a nuestro parecer, con mucho juicio y tino. La batalla de Junín sola, como hemos observado, no era la libertad del Perú. La batalla de Ayacucho la aseguró, pero en ella no mandó personalmente el general Bolívar. Ninguna de las dos por sí sola proporcionaba presentar dignamente la figura del héroe; en Junín no lo hubiéramos visto todo; en Ayacucho lo hubiéramos visto a demasiada distancia. Era, pues indispensable acercar estos dos puntos e identificarlos, y el poeta ha sabido sacar de esta necesidad misma grandes bellezas, pues la parte más espléndida y animada de su canto es incontestablemente la aparición del Inca.... Nada hallamos, pues, de reprensible en el plan del Canto a Bolívar pero no sabemos si hubiera sido conveniente reducir las dimensiones de este bello edificio a menor escala, porque no es natural a los movimientos vehementes del alma, que solos autorizan las libertades de la oda, el durar largo tiempo».33

Recoge el guante y propugna la crítica de Bolívar con inusitada perspicacia y vigor don Miguel Antonio Caro, en sus célebres artículos del Repertorio Colombiano de 1879, de los que seleccionamos los párrafos esenciales. «El poema consta de dos partes: Junín y Ayacucho.... La primera forma una oda completa y perfecta, escrita sin duda conforme al   —66→   plan primitivo concebido después de Junín y antes de Ayacucho, es decir conforme a aquellos "planes y jardines" que el poeta cuenta que ideó entonces. Terminantemente confiesa Olmedo que "el fin del poeta era cantar sólo a Junín". Pero vino Ayacucho, y "el canto quedaría defectuoso, manco, incompleto, sin anunciar esta segunda victoria que fue la decisiva". Aquí estaba la dificultad.... Ocurriole a Olmedo resolver el problema cantando desde Junín la victoria de Ayacucho, por medio de un vaticinio; y para que haya quien lo pronuncie, evoca la sombra de Huaina-Cápac. Quiso dar a su poema la unidad de lugar, una de aquellas que tantos quebraderos de cabeza ocasionaron a rígidos dramaturgos, y que tan malos efectos produjeron en el teatro cuando la violencia las impuso. Y violento fue el recurso de Olmedo, que la procuró, suscitando un deus ex machina. Esta es la parte del plan en que él se deleita por el placer de la dificultad vencida, e imaginando que todo vencimiento es de buena ley; y el "trabajo imponderable" del plan no puede ser otro que el que ocasionaba haber de desarrollar una idea capital absurda, teniendo que disponer y ordenar en boca del Inca multitud de cosas que el poeta, y no su aparecido, debía decir sobre Ayacucho, sobre la libertad del Perú y los destinos de América. Que el poeta, comprometido ya a cantar la victoria de Junín y con ella a Bolívar, se viese en la necesidad de celebrar también la de Ayacucho, por decisiva y más ruidosa..., sea todo ello enhorabuena; pero que la aparición del Inca encierre un plan ingenioso y "trazado con mucho juicio y tino para eslabonar las dos funciones de guerra y obtener el fin propuesto", es cosa distinta, y en la que no podemos convenir con el mismo Bello».

Caro propone aquí por remedio el convertir la aparición del Inca en sueño de Bolívar, pero previendo quizá la fácil refutación de este arbitrio añade: «Si éste y cualquier otro medio que se imagine, ofrecen también inconvenientes, debemos deducir que no   —67→   era hacedero reducir las dos batallas a la unidad de lugar».34

¿Quién podrá contradecir esta sentencia, si el mismo Pombo, el más inteligente y el más decidido y fogoso defensor de Olmedo, se ve forzado a esta confesión?: «Convengamos en que el problema era complicado y no admitía solución intachable; pero me inclino a aceptar la que le dio el poeta».35

Quedémonos con esta confesión y esta resolución; si bien interpretaría yo esta última en otro sentido que Pombo.

No creo, en efecto, que haya razón alguna valedera que pueda justificar los 379 versos de la profecía del Inca, si es que se quiere mantener como intangible el precepto horaciano:

Denique sit quodvis simplex dumtaxat et unum.36

Siempre toda obra de arte forma estricta unidad, y si, en virtud de la letra de este precepto, se quiere salvar a todo trance la unidad de lugar. Pero en esto último estuvo el error de Olmedo, como muy bien apunta don Miguel Antonio Caro. Admitámoslo llanamente, la preceptiva clásica, o mejor dicho pseudoclásica, le engañó y maniató. Un conocimiento más profundo del verdadero clasicismo, sobre todo en las fuentes helénicas, (conocimiento quizás imposible en América a principios del siglo XIX), le hubiera enseñado que los grandes maestros clásicos no escrupulizaban en materia de unidades, ni de lugar (ahí están para probarlo las Euménides de Esquilo y el Ayax de   —68→   Sófocles), ni siquiera de acción, como lo demuestra el mismo Sófocles en el Ayax ya citado y en las Traquinias.

Los grandes clásicos, anteriores muchos de ellos a toda preceptiva en fórmulas, no se preocupaban de cumplir reglas, sino de pintar trozos palpitantes de vida humana. Pueden darse situaciones trágicas, materia eminentemente apta para el arte, que para su completo desarrollo no necesitan sino de contados actores, de un solo sitio, de un solo día: tal la tragedia de Edipo Rey, centrada toda en torno de un protagonista y que se desenvuelve con la mayor naturalidad en un lugar único y en el espacio de unas siete u ocho horas. Pero hay asimismo acciones genuinamente trágicas, como las de Hamlet o del Rey Lear, de un enorme interés psicológico o moral, pero que no pueden reducirse de ninguna manera a unidad de tiempo, o a unidad de lugar, o a unidad de acción. ¿Qué hará el dramaturgo? ¿Repudiarlas por incompatibles con las reglas, sacrificarlas por no poder reducirlas a las predichas unidades? ¿O saltar por encima de estas unidades, seguros de que su violación será más que compensada por el valor intrínseco de la obra? Esto hicieron el teatro de Shakespeare y el teatro español, y el teatro romántico, alardeando de ello como de una emancipación de las trabas del clasicismo. En realidad, siglos antes lo había hecho el clasicismo. El ejemplo estaba dado por los príncipes de la literatura griega.

Si Olmedo los hubiese conocido en sus propias fuentes, si hubiese estado empapado en aquellos supremos modelos, no se hubiera tomado el «trabajo imponderable» en el plan de su Canto para querer realizar lo irrealizable, juntar en uno con unidad perfecta los triunfos de Junín y Ayacucho atribuyéndolos ambos a Bolívar, cuando se dieron las dos batallas a seis meses de distancia, en parajes lejanos el uno del otro y al mando de generales distintos. Esto era lisamente imposible, y cualquier arbitrio que en contra   —69→   se tomase no podía sino poner de resalto esta imposibilidad. La defensa de Bello (y la de Mora que le repite) son defensas de amigos. Con el mismo término pudiera calificarse la de Crespo Toral, que es, sin embargo, muy ingeniosa y atractiva: «¿Qué este recurso, esta máquina arcaica no encajan en la poesía moderna?... Debe más bien encarecerse la audacia de quien ensayó este recurso en vida misma de los héroes celebrados en el poema, y teniendo a la vista las pequeñeces de la realidad. Para cantar dignamente en la épica trompa, se ha menester que el tiempo, como el sol al caer, duplique la sombra de los héroes. Olmedo logró vencer esta ley de la naturaleza, y precisamente para suplir la pequeñez de la farsa que dijo Bolívar, puso sobre él la sombra del Inca».37

Hubiera Olmedo afrontado de cara el problema, dejando al descubierto la diversidad de tiempo, de sitio y de personajes, y contentándose con una unidad más laxa, pero efectiva; -y esta unidad laxa (unidad de finalidad y efecto, unidad de dirección e inspiración, unidad sobre todo de forma poética), vertiendo todos los elementos dispares en una misma fragua, los hubiera sacado a todos indisolublemente trabados en fusión lograda a vivo fuego.

De hecho, esto es lo que ha acontecido. Hay unidad en La Victoria de Junín; pero esta unidad proviene, más que de la profecía del Inca, de la virtud unificadora de la forma, maravillosamente sostenida en su pujanza y belleza; -unificación por cierto más que suficiente; y que hace más sensible el que tan a costa suya se empeñara Olmedo en una unidad material, más tangible pero menos estética.

No cabe aquí sino repetir la atinada observación de Cañete: «El hecho es... que el poema vive y vivirá   —70→   excitando admiración y obteniendo aplauso, no ya por virtud de la hermosura del plan, sino a pesar de sus defectos».38

Por lo demás lo precario del artificio se manifiesta en el hecho de que la descripción de la batalla de Ayacucho dentro de la profecía del Inca, y la de la entrada triunfal de Bolívar en Lima al final del canto de las Vestales, dan la impresión de descripciones líricas en que habla personalmente el poeta y no de trozos en boca de personajes distintos; tanto que, no guiándose uno con los ojos por las comillas, podría llegar a dudar de quién está hablando.

Admitamos, por fin, para ser plenamente sinceros y dar a los censores de Olmedo toda la parte de razón que tienen, que el arbitrio de la aparición del Inca, sobre ser artificial y carente de interés intrínseco, pues nadie toma en serio semejantes apariciones, entraña, además, una falsedad ontológica, con la cual no se compadece la belleza perfecta. El Inca considera a los americanos que luchan con los españoles, como a vengadores de los indios conquistados, siendo así que los tales vengadores eran en su mayoría de raza y sangre tan españoles como los mismos españoles, y no tuvieron en la Independencia la más remota cuenta con los Indios. La autonomía primera perdida fue la de la raza autóctona; la recobrada fue la de los propios descendientes de los usurpadores. En ningún sentido verdadero se puede sostener que en aquellos campos volvieran a triunfar los Incas. El episodio del Inca está basado en una falsedad, o digamos en una ilusión del poeta; y Bolívar estaba en lo justo al protestar: «No parece propio que Huaina-Cápac alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún que no quiera el restablecimiento de su trono para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de su sangre,   —71→   siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio». Y concluía: «Este desprendimiento no se lo pasa a Ud. nadie. La naturaleza debe presidir a todas las reglas, y esto no está en la naturaleza».39

Estas son las justas críticas hechas contra el plan y la ideología de La Victoria de Junín. Otras, relativas al estilo y la forma, pueden tranquilamente ponerse a un lado:

«Obra de ayer, dicen Ventura García Calderón y Hugo D. Barbagelata, el Canto conserva con fragmentos que no han envejecido, andrajos de retórica marchita, alegorías polvorientas como los estandartes de museos, que al viento de Junín fueron rutilantes. Para su tiempo fue admirable...».40 Frase insidiosa y mezquina, a la que sólo cabe contestar: ¡Y para todos los tiempos! Eso es confundir lo más superficial y accidental de la forma con la substancia viva. La poesía heroica de Olmedo no es, naturalmente, del gusto y cuño novísimos, no tendrá la frescura barata y vistosa de lo que se acaba de hacer. Tiene algo que vale más que esto, tiene eternidad. «La onomatopeya retumbante del trueno horrendo suena cada vez más a cosa pesada y hueca» dicen. Puede ser; pero Pombo, que es una de las cumbres supremas del Parnaso colombiano, confesaba: «Por más que nos pese, reconozcamos que los amamantados con la leche romántica no hemos acertado a producir un verso heroico que no se apague al eco de aquel trueno clásico».41 No es que propiamente se haya de defender «el trueno horrendo que en fragor revienta»...; es que no parece propio de la alta crítica el despachar sentencia sumaria sobre una obra como el Canto   —72→   a Bolívar, porque haya en él tal cual rasgo que no esté conforme con la última moda literaria.

Lo literario tiene modas; la poesía, no. La poesía es o no es. Intacta está en las epopeyas homéricas, a pesar de sus veintiocho siglos. Intacta en los epinicios de Píndaro, aunque los cambios de civilizaciones los hayan hecho en buena parte inadaptables e ininteligibles. Intacta, en tantas obras de todas las literaturas y de todos los tiempos, a despecho de elementos caducos que no pueden menos de acompañarla.

Por esto la importancia capital de distinguir para un juicio equitativo los elementos poéticos. Defectos de orden literario, los hemos reconocido lealmente en Olmedo, y lo que en él haya llegado a anticuarse en todo este orden. Pero por estos defectos desconocer lo inconmovible del valor poético de su inspiración heroica, hacer responsable a su poesía de sus errores o de sus desfallecimientos literarios, sería máxima injusticia.




ArribaAbajoEl problema poético

Y en último término el gran problema, el único verdaderamente importante, es el poético.

Hecho, y hecho histórico que reclama explicación: con todos sus defectos de plan y deficiencias de forma, el Canto a Bolívar sobrevive con una gloria más que centenaria. Sobrevive, cuando tantos cantos a Bolívar han muerto y están sepultados sin epitafio en los rimeros de los archivos. El Canto de Olmedo fue el de la primera hora, pudo servir de pauta, de escalón para otros más perfectos, pudo ser suplantado. No lo ha sido; ha sobrevivido solo, suplantando él y dominando desde el primer momento y de una vez para siempre a todos los demás.

En el primer centenario de la muerte del Libertador, publicó Cornelio Hispano un libro intitulado   —73→   Los Cantores de Bolívar: Figuran allí muy altos nombres: Bello, Baralt, Fernández Madrid, Heredia, Ortiz, Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, José Asunción Silva. ¿Cuál de ellos ha hecho olvidar, ha oscurecido siquiera a Olmedo? Caro, el mayor humanista, Silva, el mayor poeta, se han contenido prudentes en el Bolívar de la elegía; su Bolívar es el Bolívar de Teneranni. Ni ellos, ni ninguno se ha atrevido con el Bolívar fulgurante de Junín. Lo mismo entre nosotros: Mera, Sánchez, Crespo Toral, se han inspirado en los últimos momentos del Libertador, en el ocaso del genio. El Bolívar de la acción, el Bolívar de la guerra, el Bolívar de la obra constructora, el creador de patrias, es el Bolívar de Olmedo.

«Nacidos con sólo tres años de diferencia, dice hermosamente Don Rafael Pombo, los junta en 1824 un mismo carro de triunfo, y tan indisolublemente que nadie podrá separarlos. El nombre de cada uno de los dos es como el eco de la inmortalidad del otro».42 Y con no menos acierto escribe Cornelio Hispano: «¿Como no meditar en los inescrutables arcanos de los Hados que hicieron nacer al mismo tiempo en apartadas tierras de América, dos genios mutuamente dignos de su misión sobre la tierra: un héroe para asombrar al mundo, y un poeta para cantarlo... el más alto poeta de su raza». 43 También Crespo Toral ha dicho su frase definitiva. Después de haber estudiado al hombre, «padre de su patria, modelo en la vida doméstica y enderezado siempre con rumbo al deber», pregunta: «¿Y el poeta?». Y responde resueltamente: «Nadie que no sea nacionalista extranjero o pedante esclavo de la última moda, le negará su puesto de primogénito de la poesía castellana en América. Él mismo, sin embargo de su timidez, tuvo visión cierta de su fama, por convencimiento de superioridad:   —74→  


La voz del Guayas crece
y a las más resonantes enmudece...»44

Sí, tuvo la convicción, confusa quizá, pero decidida, de la grandeza objetiva inconmovible de sus cantos de victoria.

Tratándose de definir los méritos de Olmedo como poeta, se ha hecho clásico el juicio de don Andrés Bello, en el artículo que dedicó a La Victoria de Junín al año de su aparición, en octubre de 1826, y que concluye con este resumen: «Entusiasmo sostenido, variedad y hermosura de cuadros, dicción castigada..., sentencias esparcidas con economía y digna de un ciudadano que ha servido con honor a la libertad antes de cantarla, tales son las dotes que en nuestro concepto elevan el Canto a Bolívar al primer lugar entre todas las obras poéticas inspiradas por la gloria del Libertador».45 Juicio generoso y amigable, pero todavía algo tímido, y que aún no distingue suficientemente los valores laterales de los valores supremos.

Más clarividencia revela Bolívar en su célebre carta del Cuzco de 12 de julio de 1825. «Confieso a Ud. humildemente, dice, que la versificación de su poema me parece sublime: un genio arrebató a Ud.   —75→   a los cielos. Ud. conserva en la mayor parte del canto un calor vivificante y continuo; algunas de las inspiraciones son originales; los pensamientos nobles y hermosos; el rayo que el héroe de Ud. presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes: aquello es griego, es homérico... Permítame Ud., querido amigo, le pregunte: ¿de dónde sacó Ud. tanto estro para mantener un canto tan bien sostenido desde su principio hasta el fin?».46

«Calor vivificante y continuo..., arrebato genial..., estro que sostiene el canto de principio a fin...»: eso es, con estupenda exactitud.

Otros críticos confirman, precisan, aclaran, todos en la línea tan certeramente señalada por el Libertador:

«Fuerza, entonación viril, majestad» dice Caro.47

«Grandilocuencia poética, continua efervescencia pindárica, arte de las imágenes espléndidas, de los metros resonantes» pondera Menéndez y Pelayo.48

«Inspiración, fuego, sentimiento, profundidad, elevación, delicadeza, cultura y riqueza del lenguaje, armonía», enumera Torres Caicedo49.

«Grandiosidad, riqueza de luces y colores en armonioso concierto, jugosa espontaneidad, emoción sincera y persuasiva» encarece Cañete50.

  —76→  

«Elevación, nota pintoresca y cabal, dinamismo nervioso y crepitante del numen que esparce el efluvio emocional y deja en la atmósfera la vibración genial, onda sonora del ritmo» sintetiza Crespo Toral51.

«Rara conciliación de opuestas cualidades -concluye Pombo-: grandilocuencia sin vaciedad; potente concisión y magnificencia; grande esmero y aparente descuido de todo esmero...; frecuentes reminiscencias clásicas, que, como hurtos de rico, parecen más propios de Olmedo que de sus dueños; riqueza rítmica casi sin igual...; fértil y brillante imaginación y al mismo tiempo sapientísima doctrina; ciencia y calor; verdad y fantasía; historia e invención; fuerza con delicadeza y tacto; orden y libertad; un carácter y filiación completamente europeos, que no desdicen de la novedad y americanismo de su asunto».52

Y no son éstos ditirambos. Más bien quedan, en este haz de alabanzas sinceras, algunas confusiones en las categorías de valores. Más a lo hondo y a lo radical iba Bolívar al decir escuetamente: «Calor vivificante, arrebato genial, estro sostenido», -es decir, poesía; es decir, lo que está más allá del arte voluntario y aprendido; es decir, la intuición y el aliento superiores, el verbo potente y arrebatador, desconcertante por su holgura, irresistible por su verdad y emoción, trasunto fiel de una realidad fascinadora e inasequible interpretada con una grandeza y elevación insólitas, que provocan espontánea admiración y se imponen por su sola presencia.

¡Fuerza dominadora de la poesía, que acaba por arrollar la inercia de la despreocupación, la rebeldía de la razón enjuiciadora y soberbia, las prevenciones del prejuicio! Bolívar, que a 12 de julio de   —77→   1825, a vuelta de críticas razonables y justas contra desaciertos del plan y deslices de la forma, se rendía desconcertado y suspenso ante el raudal de poesía viva de su cantor, exclamando: «Permítame Ud. le pregunte de dónde sacó Ud. tanto estro!», quince días antes, en la primera carta de 27 de junio, después quizá de una lectura somera y fuera de ambiente, había formulado una serie de reparos que revelan una falta total, aunque felizmente momentánea, de comprensión.

«El poema, le dice, es de un Apolo. Todos los calores de la zona tórrida, todos los fuegos de Junín y Ayacucho, todos los rayos del Padre de Manco-Cápac, no han producido jamás una inflamación más intensa en la mente de un mortal. Ud. dispara... donde no se ha disparado un tiro; Ud. abrasa la tierra con las ascuas del eje y de las ruedas de un carro de Aquiles que no rodó jamás en Junín; Ud. se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter, de Sucre un Marte, de La Mar un Agamemnón y un Menelao, de Córdova un Aquiles, de Necochea un Patroclo y un Ayax, de Miller un Diomedes, y de Lara un Ulises. Todos tenemos nuestra sombra divina o heroica que nos cubre con sus alas de protección como ángeles guardianes. Ud. nos hace a su modo poético y fantástico; y para continuar en el país de la poesía la ficción de la fábula, Ud. nos eleva con su deidad mentirosa, como la águila de Júpiter levantó a los cielos a la tortuga para dejarla caer sobre una roca que le rompiese sus miembros rastreros. Ud., pues, nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes... Si yo no fuese tan bueno, y Ud. no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que Ud. había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa...».53



  —78→  

Bolívar tornó a leer con más entrega y simpatía; y se desdijo noblemente. Volvió sobre lo escrito, reconoció la alteza de la obra, sintió la grandiosidad de aquel «carro de Aquiles» que había tomado a broma en la primera carta; en la segunda «griego y homérico» no son ya epítetos de burla, sino suprema alabanza...

Pero hay que confesar que en la primera lectura no comprendió; no entró en el ambiente superior del poema, no tendió el ala para remontarse con su cantor a la región gloriosa en que la poesía, despojando a los hombres y a las cosas de sus modalidades reducidas y efímeras, intuye las trascendencias y las inmortalidades cuando todavía están en germen casi invisible. «Una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa...». -¿No duele oír a Bolívar calificar así la campaña de Junín y Ayacucho y el canto que la eterniza? Bolívar en el momento en que escribía aquella frase, estaba en el suelo y no veía en torno suyo sino pequeñez y mezquindad; para comprender a Olmedo tenía que subir con él a la altura y desde allí mirar la obra estupenda que había de salir un día de aquella mezquindad y pequeñez, obra todavía futura, que el poeta había contemplado y cantado como real y presente, sublime y enaltecedora. El mar visto desde la borda de un barco es poco más que una gran laguna; visto desde el picacho de algún promontorio, es uno de los espectáculos más grandiosos que en el mundo se pueden contemplar. Enjuiciadas de cerca las luchas de la Independencia pudieron parecer «una pobre farsa» aun al héroe que las estaba realizando; contempladas desde el peñón, nido de cóndores, de la poesía de Olmedo, era la sublime gestación de un continente libre. «Todos tenemos nuestra sombra divina o heroica que nos cubre con sus alas de protección...» dice jugando Bolívar, sin saber que así en efecto pasarían a la posteridad. «Ud., añade, nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado al abismo de la nada...». -Pero no   —79→   ha habido tal, porque la sublimación que en manos inhábiles hubiera podido parar en ridículo, en fuerza de la genuina alteza de poesía del cantor, resultó sublimación efectiva y duradera.

La «intimación tremenda» que había hecho Olmedo a Bolívar se ha cumplido: «Si me llega el momento de la inspiración y puedo llenar el magnífico y atrevido plan que he concebido, los dos, los dos hemos de entrar juntos en la inmortalidad».54 Llegó el momento de la inspiración, y tal que (no sostenida por el plan, sino a pesar de él) levantó a la inmortalidad en augusto consorcio al héroe y al poeta. Porque el Canto a Bolívar es obra de inspiración.

Inconcebible se hace para quien tenga sensatez y capacidad crítica la ciega diatriba de los hermanos Amunátegui, quienes imaginaron la obra de Olmedo a modo de penoso centón, cuyos versos se hubiesen ido forjando y remachando a yunque, como anillos de una cadena55. Verso por verso pueden ciertamente y deben estudiar el Canto quienes quieren valorar y admirar los incontables aciertos parciales en la selección de vocablos, en el esplendor de las imágenes, en el vigor métrico, y sobre todo en la maravilla del ritmo, formado por variedad portentosa de cadencias, en las que no se sabe qué ponderar más, si la belleza y gracia de cada una o su justeza y acomodación a las ideas y sentimientos. Con toda justicia alaba Crespo Toral «la fineza de la labor artística, la seguridad del procedimiento, la originalidad para impulsar la acción, descomponiéndola en instantáneas variaciones y súbitos contrastes, la sobriedad estatuaria y vibrante animación».56 Estudio minucioso   —80→   de todo esto sufre La Victoria de Junín, el mismo estudio retórico y humanístico que no sufren sino las grandes obras clásicas.

Pero, por grandes que sean sus méritos en este orden, no son el mérito que encumbra a Olmedo; por útil o gustoso que sea este estudio menudo, no es el que pide la naturaleza del pindárico epinicio.

Quien quiera llegar a sentir y apreciar todo lo que es, debe tratar de vivirlo; debe tomarlo para una lectura corrida y sonora, dos condiciones indispensables. Lectura ininterrumpida; pues las partes se sostienen unas a otras, se completan como elementos inseparables de un todo vivo, no es cada una lo que es sino en función de las otras. Y, además de esto, lectura oída y musical, porque el canto, la armonía, el glorioso estruendo es aquí instrumento activo de unidad, es «mente que agita la mole», alma que vivifica. El verso no es adorno fabricado y sobrepuesto; el verso es la lengua en que, al parecer, sin esfuerzo, sin tanteos, sin traba ni detención, habló en aquel «momento de los milagros» que había predicho Olmedo, alada y gozosa, risueña y feliz, la inspiración.

Tal es el ímpetu natural que trae en su vuelo, que arrolla toda resistencia raciocinante. Puede uno emprender esta lectura con la prevención deliberada de las justas objecciones hechas a la aparición del Inca y a la falsedad de conceptos que implica su interpretación de la Independencia americana; -entregado uno a la corriente del texto, no piensa en nada, olvida objeciones y prejuicios, o prescinde gustosamente de ellos, para darse todo a lo que del todo llena y satisface las más altas aspiraciones estéticas del alma. Con razón protestaba Olmedo: «Si el poeta se remonta: dejarlo; no se exija de él sino que no caiga. Si se sostiene, llenó su papel, y los críticos más severos se quedan atónitos...».57

  —81→  

Inútil y pueril sería cualquier empeño de comentario. En manos del lector está el texto del poeta. Tiene indudablemente un valor pedagógico insustituible, y debe ser enseñado y explicado a todos los niños y jóvenes de América. Pero tiene el Canto a Bolívar una grandeza intrínseca que lo sublima a más alta esfera: es regio florón en la corona de la Patria, es joya primera en nuestro patrimonio nacional, es expresión viviente de lo que fue el alma americana en la hora heroica de la libertad, es nuestra aportación espiritual más preciada a esta obra creadora. Lo que por él debe el Ecuador y la América entera a Olmedo, es deuda que no se acabará nunca de pagar.

Olmedo que, como hombre público, no hubiera sido, después de sus días, sino lo que son, en el mejor caso, todos los hombres públicos, piedra sillar en los cimientos de la nacionalidad, es como poeta, voz sonora que perdura viva y sigue estremeciendo con sus acentos el alma ecuatoriana. ¿Quién podrá calcular el efecto que, en el trascurso de los veintisiete lustros que llevamos de vida independiente, han tenido en la formación cívica de nuestra juventud ecuatoriana los ritmos marciales de la Victoria de Junín?

El gran poeta inglés, Tennyson, ha sintetizado en dos versos poderosos, aplicables a Olmedo como a nadie, la gloria de estos poetas de la Patria:


The song that nerves a nation's heart
Is in itself a deed.

«El canto que templa y enardece el corazón de un pueblo, es en sí mismo una hazaña».



Esta fue la hazaña de Olmedo. La Victoria de Junín. Canto a Bolívar es un monumento nacional; es página integrante del libro de nuestra historia; es la aportación del Ecuador, concreta y perenne a la magna obra de la libertad continental: otros fueron el   —82→   brazo, nosotros fuimos la voz. Cuando quieren ensalzar al héroe epónimo de América, tienen los demás pueblos que tomar las notas del canto de labios de nuestro bardo, el único que tuvo clarividencia de vate, es decir de poeta y de profeta, para prever la gloria inmarcesible de la gesta libertadora.

«En la margen del Guayas caudaloso, decía García Moreno en su artículo necrológico, vemos una lira de oro despedazada sobre una tumba...». No, la lira de oro no quedó despedazada con la muerte del poeta que le arrancó un día glorioso el canto de la Patria. Olmedo vive en los corazones ecuatorianos por el recuerdo de sus virtudes públicas, por la aureola de su título de prócer, por la huella indeleble que dejó en los anales del civismo ecuatoriano; pero vive sobre todo por la perennidad del canto con que se adentró en nuestras almas y nos enseñó a amar la libertad de la Patria, como la más sagrada herencia, como el bien supremo entre los bienes humanos, el que vale más que toda ventaja material, más que la misma vida.






ArribaAbajoComposición y notas acerca de las primeras ediciones de La Victoria de Junín. Canto a Bolívar

Entre los papeles que se han conservado de Olmedo no se encuentra, por desgracia, ningún borrador de su obra maestra; pero es posible seguir paso a paso el proceso de su composición.

Es importante dejar constancia ante todo de que el Canto a Bolívar fue, si no expresamente pedido, al menos sugerido por el Libertador. Así se lo recuerda Olmedo al escribirle a 31 de enero de 1825: «Siento que V. me recomiende cantar nuestros últimos   —83→   triunfos... V. me prohíbe expresamente mentar su nombre en mi poema. ¿Qué le ha parecido a V. que porque ha sido dictador dos o tres veces de los pueblos, puede igualmente dictar leyes a las Musas?». (El Repertorio Colombiano, vol. 2, n. 10, abril 1879, pp. 291-292.)

Existieron cuatro redacciones del Canto a Bolívar: la primera, la que el poeta envió manuscrita a Bolívar el 30 de abril de 1825, según consta en carta de la misma fecha: Pensé que esta carta fuese tan larga como mi canto; pero no puede ser, porque ya el correo apura, y todo el tiempo lo he gastado en copiar mis versos por cumplir la promesa que hice a V. de remitírselos en este correo. (El Repertorio Colombiano, loc. cit., pp. 293-294.) No hay noticia de que se conserve este manuscrito, y sólo por la carta que contestó Bolívar a Olmedo desde el Cuzco, a 12 de julio de 1825, se sabe de esta copia manuscrita, y de que en ella se le habían deslizado al poeta algunos versos incorrectos que no están en ninguna edición impresa. La segunda redacción, «con variaciones y adiciones de diez o doce versos», es la que quedó estampada en la edición princeps de Guayaquil, 1825. La tercera es la que con numerosas e importantes variantes y añadiduras apareció en las tres ediciones de 1826, las de París y la de Londres. La cuarta y definitiva, la que con solos dos ligeros cambios, se publicó en la América Poética de don Juan María Gutiérrez en 1846.

La batalla de Junín se ganó el 6 de agosto de 1824, y la de Ayacucho el 9 de diciembre del mismo año. El trabajo de Olmedo empezó a raíz de la noticia de la primera victoria. Así lo dice él a Bolívar en carta del 31 de enero de 1825: «Siento que V. me recomiende cantar nuestros últimos triunfos. Mucho tiempo ha que revuelvo en la mente este pensamiento. -Vino Junín y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes. Ocupacioncillas que sin ser de importancia,   —84→   distraen: atencioncillas de subsistencia, cuidadillos domésticos, ruidillos de ciudad; todo contribuyó a tener la musa estacionaria. Vino Ayacucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mismo me aturdí con él, y he avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora... Apenas tengo compuestos 50 versos». (Repertorio Colombiano, loc. cit., p. 291.)

La noticia de la victoria de Junín hubo de llegar a Guayaquil a más tardar en el curso del mes de setiembre de 1824, pues a 31 de agosto, el ministro general del Perú, José Sánchez Carrión, la comunicaba al Prefecto de Guayaquil en el siguiente oficio: «Señor: Con fecha 7 del corriente me avisa el Secretario General de S. E. el Libertador el feliz resultado de su jornada en Junín el día 5 (sic) del corriente. Lleno de un gozo que no puede resistir mi corazón al contemplar ya asegurada para siempre la suerte de mi patria, lo trasmito a V. S. para que lo circule a las autoridades de su dependencia, y que sepan los pueblos de ese benemérito departamento que la victoria ha empezado a coronar de una manera decisiva sus incesantes sacrificios... y para que celebrándose esta brillante jornada al tamaño de su importancia, se exalte tanto la pública gratitud hacia los bravos que la han hecho bajo el mando de S. E. como las demás nobles pasiones a que en semejantes casos suelen transportarse los pechos para quienes no hay otro sumo bien en la tierra que la libertad. Congratulo a V. S., como un hijo de Colombia, y a toda su República, por lo que debe el Perú a sus armas siempre vencedoras, en esta heroica acción. Dios guarde a V. S. José Sánchez Carrión». (Documentos para la historia de la vida pública del Libertador publicados por disposición del General Guzmán Blanco, Caracas, 1876, tomo IX, p. 371, n. 2404.)

Los primeros conatos de Olmedo (los «planes y jardines» de que habla en su carta citada de 31 de enero de 1825) hubieron de ser la espontánea reacción   —85→   del poeta ante este oficio. Pero consta que no llegó a escribir nada hasta la noticia de la victoria de Ayacucho. El Estado Mayor General Libertador no comunicó oficialmente esta noticia por orden del día sino el 22 de diciembre de 1825 en el Cuartel General de Lima, (Blanco, Documentos..., tomo, IX, pp. 472-473, n. 2447), y la célebre Proclama de Bolívar, que termina declarando que son «los más vehementes deseos de su ambición: no mandar más», está firmada en el mismo Cuartel General Libertador, el 25 de diciembre. (Ibid., pp. 479-480, n. 2451.) Ambos documentos llegaron a Guayaquil a principios de enero de 1825, pues Olmedo habla entusiasmado de la Proclama en su primera carta a Bolívar, de 6 de enero. (El Repertorio Colombiano, loc. cit., pp. 289-290.) Nada dice aún del Canto en esta carta. Las primeras noticias acerca del mismo son de la segunda carta, en la que taxativamente declara: «Vino Ayacucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mismo me aturdí con él, y he avanzado poco... Apenas tengo compuestos 50 versos». (Ibid., p. 291.)

Consta, pues, que los 48 versos que forman las cuatro primeras estancias del Canto, hasta:


Venció Bolívar, el Perú fue libre,
y en marcial triunfo Libertad sagrada
en el templo del Sol fue colocada.


fueron compuestos entre el 6 y el 31 de enero de 1825. No tiene ciertamente motivo Olmedo para quejarse de este magnífico proemio; a menos que las palabras de su carta: «Por otra parte aseguro a V. que todo lo que voy produciendo me parece malo y profundísimamente inferior al objeto. Borro, rompo, enmiendo, y siempre malo». (Ibid.), se refieran a infructuosos esfuerzos para continuar lo tan brillantemente empezado.

Además de los 48 primeros versos tenía Olmedo para el 31 de enero otra cosa de suma importancia:   —86→   el plan de su obra. Así lo especifica al fin de la carta citada. Refiriéndose a la prohibición de nombrar a Bolívar, dice: «Yo no debo dar a V. gusto por ahora, y no debo por muchas razones: la primera y capital es porque no puedo. Ya tengo hecho mi plan con un trabajo imponderable, ya tengo medio centenar de versos:- ya no puedo retroceder». (Ibid., p. 292.) Renglones más arriba declara: «El plan es magnífico», y más abajo: «Me atrevo a hacer a V. una intimación tremenda: y es que, si me llega el momento de la inspiración y puedo llenar el magnífico y atrevido plan que he concebido, los dos, los dos, hemos de estar juntos en la inmortalidad».

Después de una interrupción reanudó, pues, Olmedo su trabajo -y huella de este segundo comienzo es quizás el segundo exordio:


¿Quién me dará templar el voraz fuego
en que ardo todo yo?...


Fecundos fueron los meses de febrero y marzo y primera mitad de abril, pues en ellos compuso más de la mitad de la obra. En la carta a Bolívar de 15 de abril de 1825, en que acepta la Legación a Inglaterra, le escribe Olmedo: «Mi canto se ha prolongado más de lo que pensé. Creí hacer una cosa como de 300 versos y seguramente pasará de 600. Ya estamos en 520; y aunque ya me estoy precipitando al fin, no sé si en el camino ocurra dar un salto o un vuelo a alguna región desconocida». Promete sin embargo la conclusión de la obra para el próximo correo: «He padecido una fluxión que ha estado de moda; he tenido un mal parto; es decir que he perdido como un mes; y cuando hay tos, no está dispuesto el pecho para cantar. Haré toda fuerza de vela para remitir a V. en el correo que viene mi composición, sea como fuere». La carta de 30 de abril nos sorprende con el anuncio del envío del canto ya completo. En 15 días compuso Olmedo los 304 versos   —87→   que le faltaban para llegar a los 824 que tuvo la primera redacción (ibid., pp. 293-294).

Cuando estaba por los 500 versos, auguraba que pasaría de 600; de hecho vino a pasar primero de 800 y más tarde hasta de 900. Es significativa la advertencia con que acompañaba el envío: «No estoy contento con mi composición. Pensaba dejarla dormir un mes para limarla y podarle siquiera trescientos versos, porque su longitud es uno de sus vicios capitales» (p. 294).

Sin esperar el acuse de recibo ni las impresiones de Bolívar le dirigió Olmedo una larga carta el 15 de mayo, en la que hallamos pormenores importantes sobre las vicisitudes en la redacción del Canto: «Ya habrá visto el parto de los montes. Yo mismo no estoy contento de mi composición, y así no tengo derecho de esperar de nadie ni aplauso ni piedad. Buena desgracia ha sido que en más de dos meses (Febrero y Marzo) no haya tenido dos días de retiro, de quietud, ni de abstraimiento de toda cosa terrena, para habitar en la región de los espíritus. Cuando el entusiasmo es interrumpido a cada paso por atenciones impertinentes, no puede inspirar nada grande, nada extraordinario: feliz quien en tal situación no se arrastra. Pero cuando el entusiasmo se sostiene y está desembarazado por algún tiempo de toda impresión extraña, nunca deja de venir el momento de los milagros... Yo me he visto en el primer caso; así mi canto ha salido largo y frío, o lo que es peor, mediocre. Quizá si hubiera podido retirarme al campo quince días, habría espiado el momento feliz y en sólo trescientos versos habría corrido un espacio mucho mayor del que he corrido en ochocientos». (El Repertorio Colombiano, ibid., p. 294.)

Añade Olmedo al final de la carta un dato importante. Ruega al Libertador le haga extensamente sus observaciones y reparos. «Lo deseo -dice- y lo exijo de V. porque en mi viaje pienso limar mucho este canto y hacer en Londres una regular edición, y   —88→   para entonces quisiera saber el parecer y juicio de V.». (Ibid., p. 296.) Habla luego de cómo los amigos le han instado que haga en Guayaquil mismo la primera edición: «Me han convencido -escribe- y queda bajo prensa. Se puede sacar la ventaja de que esta impresión, aunque de muy mala letra, pues no hay otra, sirva de modelo a la que se pudiera hacer en Lima, pues he puesto gran cuidado en la corrección, en la ortografía y demás accidentes para hacerla clara y correcta». (Ibid.) Habla, pues, Olmedo de la edición de Guayaquil que se estaba haciendo en esos días, de la de Lima que «se pudiera hacer», reproduciendo con exactitud la de Guayaquil, y de la de Londres que resueltamente «piensa hacer», con un texto limado y corregido.

La de Londres se hizo, en efecto, después de la primera de París, en 1826; la de Lima no llegó a realizarse; de la de Guayaquil escribe Olmedo a Bolívar en el correo siguiente, junio 30 de 1825: «En mi anterior dije a V. las razones que me obligaron a imprimir el canto de Junín, a pesar de ser una propiedad de V. Como he hecho algunas variaciones y adiciones de diez o doce versos, he creído que debía presentar a V. un ejemplar, aunque la impresión no merecía ese honor. Esta impresión ha salido tan mala, que casi toda se ha inutilizado; y he tenido el ímprobo trabajo de ir pintando infinidad de letras con la pluma, imitando la letra de molde para hacerla inteligible, y presentar a V. un ejemplar en la forma que fuere menos indigna del héroe de mi canto». E insiste en su petición de la carta anterior: «Vuelvo a rogar a V. que me escriba largas observaciones sobre todo con la mayor franqueza, porque es muy probable que se haga en Londres una edición regular; y yo quisiera que ésta fuese la composición de mi vida». (Ibid., pp. 296-297.)

La carta de 5 de agosto no contiene acerca del Canto a Bolívar sino esta breve alusión: «Mucho siento partir sin haber recibido una carta de V. después   —89→   de haber leído mi pobre canto de Junín. Exijo de V. muchas observaciones que me sirvan para la edición de Londres». (Ibid., p. 298.)

Partió, pues, Olmedo para Londres en agosto de 1825, dejando abandonada y desahuciada la edición princeps de Guayaquil, que ha llegado a ser una máxima rareza.

La carta de Olmedo a Bolívar de 19 de abril de 1825 completa los datos acerca de las dos primeras ediciones del Canto: «V. habrá visto, le dice, que en la fea impresión que remití a V. se han corregido algunas máculas que no me dejó limpiar en el manuscrito el deseo de enviar a V. cuanto antes una cantinela compuesta más con el corazón que con la imaginación. Después se ha corregido más y se han hecho adiciones considerables; pero como no se ha variado el plan, en caso de ser imperfecto, imperfecto se queda». (J. M. Torres Caicedo, Ensayos biográficos y de crítica literaria sobre los principales poetas y literatos hispanoamericanos, París, 1863, primera serie, p. 126.)

No deja de ser extraño que, después de haber escrito Olmedo taxativamente en su carta de 15 de mayo que reconocía que «la muchedumbre de los versos» era «el principal defecto del canto», y de haber hasta insinuado en la carta de 30 de abril el proyecto de «podarle siquiera trescientos versos», llegado el momento de corregir definitivamente su obra, lo que hizo fue añadirle casi un centenar más. Sin duda que una condensación general le hubiera obligado a amplias refundiciones, para las que ya se sentiría sin ánimo.

Cabe al menos averiguar cuándo se hicieron las correcciones y adiciones considerables de la segunda redacción. Quizá las empezaría Olmedo durante el viaje a Europa, pero las hubo de acabar en Inglaterra en los últimos meses de 1825 y primeros de 1826, después de recibidas las dos célebres cartas de   —90→   Bolívar de 27 de junio y 12 de julio de 1825 escritas en el Cuzco. Para fines de abril de 1826 estuvo concluida la edición londinense, de la que dice Olmedo en la carta citada: «El canto se está imprimiendo con gran lujo, y se publicará la semana que entra; lleva el retrato del héroe al frente, medianamente parecido; lleva la medalla que le decretó el Congreso de Colombia, y una lámina que representa la aparición y oráculo del Inca en las nubes. Todas estas exterioridades necesita el canto para aparecer con decencia entre gentes extrañas». (Ibid.)

De la primera edición de Guayaquil se ha hablado hasta ahora únicamente por referencias.

La alusión más antigua a algún ejemplar de ella encuentro en una carta de don Francisco Icaza a J. M. Torres Caicedo, de 20 de octubre de 1878, en la que, mandándole copia de dos de las cartas de Bolívar a Olmedo acerca del Canto, añade: «A esas cartas he agregado la copia de la Advertencia que acompañó la primera edición del Canto a Junín, (Aquí no se ha publicado en las posteriores) pues en ella se anticipa Olmedo a la crítica sobre la aparición i vaticinio del Inca, lo que supongo no habrá U. visto, porque esa edición fue muy limitada i está casi extinguida. Es de Guayaquil 1825». (Archivo de la familia Pino Icaza.)

En la edición de las Poesías de Olmedo preparada por don Clemente Ballén y publicada en París (Garnier Hermanos) por su albacea testamentario don Crisanto Medina (quien firma el prólogo en junio de 1895) se asegura que tuvo el editor «a la vista un ejemplar» de la edición de Guayaquil (p. 265 nota). Monseñor Heredia en una nota de su edición de estudio de La Victoria de Junín, (Quito, 1919) supone que este ejemplar de Ballén pereció en el incendio de Guayaquil de 1896. (p. 57.)

En 1905, el señor Enrique Piñeyro, en un artículo importantísimo del Bulletin Hispanique de la Universidad de Burdeos (tomo VII, n. 3, p. 287), escribe:

  —91→  

«Tengo la fortuna de poseer un ejemplar de esa primera edición, que tan duramente calificaba Olmedo. No puede en efecto ser peor: papel miserable, tipos gastadísimos, justificación imperfecta. Mi ejemplar, que carece de cubiertas, e ignoro si originariamente la tuvo, forma un cuaderno en octavo grande, sin indicación de signatura, compuesto de veintiocho páginas, pero numeradas solamente veinticinco; de las otras tres la que debiera ser la 27 lleva con título de Advertencia, una nota de cuarenta líneas en bastardilla sobre el vaticinio del Inca. Al pie este colofón: Guayaquil Imprenta de la ciudad, por M. I. Murillo 1825. El canto en esta forma se compone de 824 versos».


Hacia la misma época, don Jacinto Jijón y Caamaño, según solía referir, vio en la librería de viejo de Chadenat en París un ejemplar de la edición de Guayaquil, empastado con algunos manuscritos originales de Olmedo; y por un descuido, de que amargamente se arrepentía, dejó de adquirirlo en el acto, y no lo halló ya cuando quiso comprarlo más tarde.

Posteriormente en carta que me escribió el 8 de abril de 1946, el profesor Jorge E. Bogliano de La Plata, me habla de un ejemplar de la edición guayaquileña que existe en la Argentina, sin especificar dónde. De él dice: En cuanto a «imprimir en fascímil la edición de 1825, el trabajo es muy delicado por la tan mentada pobreza tipográfica y el color gris oscuro del papel. Yo supongo, como Peñeyro, que no debió tener portada. El ejemplar que consulto está perfectamente conservado y carece de ella».

Pero a todo esto no existía hasta ahora en el Ecuador un solo ejemplar de esta codiciada edición princeps, ni nadie había visto ninguno, ni siquiera el mayor especialista olmediano, doctor Abel Romeo Castillo. A 9 de marzo de 1959 tuve la fortuna de recibir aviso de The Dolphin Book Co. Ltd. de Oxford, de que estaba a la venta un ejemplar, el que, adquirido inmediatamente,   —92→   es ahora uno de los más preciados tesoros de la Biblioteca Ecuatoriana del Instituto Superior de Humanidades Clásicas de la Universidad Católica del Ecuador.

Efectivamente se imprimió sin portada, al igual de la primera edición de la Oda al Jeneral Flores, vencedor en Miñarica, publicada en 8 páginas por el mismo impresor M. I. Murillo, diez años más tarde, en 1835, pero con tipos nuevos. Consta el Canto a Bolívar en su edición primera de 28 páginas, no numeradas las 4 primeras ni las 3 últimas. Mide con los márgenes muy anchos 28,5 cm. x 18,5. Lleva 22 notas, impresas al pie de las páginas, y al fin del Canto la Advertencia de que hablan Francisco Icaza y Enrique Piñeyro. Debajo de la Advertencia va el colofón que identifica la edición; ésta, mala y todo, no lo es tanto como lo pondera el mismo Olmedo.

El texto de la edición princeps, que no se había reimpreso íntegramente nunca hasta la edición crítica que preparé en 1945, había tenido, sin embargo, una reimpresión parcial, que nadie ha tomado en cuenta. Pero existe un tomito in-16 impreso en 1826 (seguramente antes de las ediciones de París y de Londres), intitulado: La flor colombiana. Biblioteca escogida de las patriotas americanas o colección de los trozos más selectos en prosa y verso, tomo primero, París, en casa de Bossange padre, Calle de Richelieu, n.º 60, 1826 (Imprenta de C. Farcy. Calle de La Tabletterie, n.º 9). En este tomito muy raro, están reproducidos en las páginas 245 a 258 unos Fragmentos de un canto a la victoria de Junín por Olmedo, que son 340 versos del texto primitivo de la edición de Guayaquil. Dato singular, si se toma en cuenta que este librito lleva por fecha el mismo año en que el texto corregido por Olmedo salía en tres ediciones simultáneas.

Por mucho tiempo no se conoció sino la edición de Londres, la única de que habla Olmedo a Bolívar en su carta de 19 de abril de 1826.

  —93→  

Quedaba, sin embargo, un dato que no se lograba dilucidar. Esta edición inglesa dice en la misma portada: Reimpreso en Londres 1826. No podía decirse simple reimpresión de la edición de Guayaquil. Debía, pues, existir alguna otra anterior. Efectivamente el doctor Abel Romeo Castillo, en un artículo publicado el 19 de marzo de 1945 en la Página literaria de El Telégrafo habló de una edición de París de 1826; y sin darme cuenta de que me refería a otro libro enteramente distinto, el mismo año de 1945, di a conocer en las notas de la edición de las Poesías completas de Olmedo, una edición de París de 1826, que había visto por vez primera en 1940 en la Biblioteca de la Universidad de Harvard. Sólo al lograr adquirir para la Biblioteca del Instituto Superior de Humanidades Clásicas de la Universidad Católica ejemplares de ambas obras, apareció que las ediciones parisienses de 1826 eran dos y no una, además de la edición de Londres.

¿Cuál es el orden de prioridad de estas tres ediciones? Los datos existentes no permiten establecerlo con certeza. Pero el más probable parece éste: que la primera es la grande de París; la segunda, la de Londres; y la tercera, la pequeña de París. Las características de cada una son las siguientes:

La primera de París es un tomo elegante de anchos márgenes (18 x 10 cm.), de 72 páginas numeradas. De las cinco primeras que no lo están, la anteportada dice: Canto a Bolívar. La 2.ª da el nombre y dirección del impresor: Imprenta de Paul Renouard, Calle Garencière, n.º 5. F.-S.-G. Vienen luego interpuestos en cartulina gruesa dos grabados, el de la izquierda, un retrato a colores de 10 cm. con la inscripción: Bolívar / Libertador de su Patria. Lleva el pelo rizado, bigotes, casaca verde, pechera roja, charreteras y filetes dorados y tres pequeñas condecoraciones. A la derecha un dibujo de un pergamino enrollado en dos rodillos y cercado de flores, para escribir la dedicatoria. La página 3.ª, portada: La   —94→   Victoria / de Junín, / canto / A Bolívar / por / J. J. Olmedo / Una panoplia entre dos ramas de encina y de laurel. París. 1826. La página 4.ª en blanco. En la 5.ª empiezan los versos con el título de: Canto. Entre las páginas 24 y 25, un grabado a colores de un busto de Bolívar sobre un pedestal que dice: Viva / Bolívar / Libertador / de su / Patria. Detrás de él volando dos ángeles: el uno alza en la derecha una palma y en la izquierda una corona de laurel que acerca a la cabeza de Bolívar; el otro tiene en ambas manos dos trompetas. Delante del busto tres figuras emplumadas, una mujer y dos guerreros, que representan a América. En el fondo el mar, con un barco velero. En la página 54 acaba el canto y hay una viñeta de un gallo. Entre el fin del canto y el principio de las Notas está interpuesto un grabado en negro con el anverso y reverso de una medalla. En torno del anverso que representa a una Victoria que corona a un Libertador - su Patria agradecida. El reverso entre dos ramas de encina y de laurel lleva la inscripción: A / Simón Bolívar / Libertador de Colombia / y joven guerrero desnudo, está impreso: A. Bolívar del Perú / el Congreso de Colombia / Año de / MDCCCXXV.; y debajo está impreso: Medalla a Bolívar. Las 36 notas van seguidas de la página 55 a la 72.

El ejemplar de esta primera edición parisiense de que dispongo; ha sido reempastado. El Dr. Abel Romeo Castillo describe la encuadernación original en los términos siguientes:

«La pasta de la edición de París es en tela con dorado a fuego. En la tapa anterior, dentro de un cuadro a líneas simples en oro, al centro una lira, sobre ella el nombre de Olmedo en forma circular. Abajo en línea recta: Canto a Bolívar y debajo un bigote tipográfico. En la cubierta posterior dentro del mismo cuadro a líneas simples, un ramo, al centro, de flores y frutos. Todo dorado a fuego.

En el lomo, arabesco y dos liras estilizadas doradas a fuego. El título sobre un papel oscuro, en tres   —95→   líneas y en posición vertical a la altura: Canto a Bolívar.

El interior de las tapas está forrado en papel granate con los bordes dorados».


La edición de Londres es un librito de 15,5 x 9,7 empastado en cuero rojo y papel jaspeado. Sin anteportada, empieza con el retrato de Bolívar grabado negro en acero. En cuanto retrato, es evidentemente el mismo de la edición de París; pero el grabado es distinto, no sólo por más pequeño (6 cm.) y de forma diversa el busto, sino por el acabado del pelo, la expresión de los ojos y el dibujo de los recamos de la pechera. Tiene debajo dos grandes ramas de laurel enlazadas con una cinta, y la inscripción escueta: Bolívar. Al pie: en cursiva menudita: Pub. por R. Ackermann. Londres. El embajador venezolano en el Ecuador, señor don Manuel Arocha incluyó este retrato en su Iconografía ecuatoriana del Libertador (Quito, 1943, n.º 92) con esta indicación: «¿Inspirado en el original que fue de Walton? En todo caso, muy superior al grabado de Bate». Los bigotes fechan el retrato como anterior a la batalla de Junín, pues, como anota en sus Memorias O'Leary, «se los afeitó por primera vez en el Potosí en 1825». -La portada dice: La Victoria de Junín / Canto / a / Bolívar / por / J. J. Olmedo. / Un filete sencillo / Reimpreso en Londres / 1826. Al pie de la página siguiente: Un filete / Londres . / Imprenta Española de M. Calero, / 17, Frederick place, Goswell Road. En la página 3.ª empiezan los versos sin más título que Canto. Entre las páginas 24 y 25 está el grabado de la aparición del Inca, con el verso. Venganza y gloria nos darán los cielos. Al lado izquierdo lleva: Louis Parez pinxt., y debajo: Pub. por R. Ackermann. Londres. La composición es valiosa y el grabado finísimo. Entre las páginas 40 y 41 está el grabado de la Medalla de Colombia, igual que en la edición parisiense, pero sin rótulo ninguno en torno del anverso. El dibujo, aunque imperceptiblemente, es distinto y más fino. Después de una página en   —96→   blanco, las notas empiezan en la 59, numeradas 35 de ellas, y al final la que corresponde al verso: Con palmas os espera la Victoria. Termina el libro en la página 80, en la que repite al pie la indicación del impresor de la página 2.ª.

De esta edición de Londres, además de los ejemplares ordinarios de formato 15,5 x 9,7, existen ejemplares más lujosos, que, aunque idénticos en la parte impresa, tienen mayor margen y alcanzan 21 cm. por 13. Al principio está añadida una página con una hermosa viñeta destinada a la dedicatoria. Otra particularidad de estos ejemplares es que la amplitud del margen ha conservado, al pie de la lámina de la medalla de Colombia, la inscripción cortada en los ejemplares más pequeños, y dice: Pub. por R. Ackermann, 101, Strand, Londres; y en Megico. (sic). (Ejemplar visto: en el Museo Manuel M. Buenaventura, Cali, con la dedicatoria autógrafa: Al S. Franco. Garaicoa Su amigo Olmedo).

Un ejemplar de esta edición fue enviado a Bolívar por el editor, quien se vio honrado con la siguiente carta del Libertador:

«Bogotá, a 10 de diciembre de 1827

Señor:

Junto con la apreciable carta de V. del 29 de julio, que acaba de llegar a mis manos, he tenido la satisfacción de recibir el hermoso ejemplar del Canto de Junín, que V. ha tenido la bondad de presentarme, y que acepto gustoso.

Muy laudable es ciertamente el interés que V. ha tomado en propagar en los nuevos estados de América,   —97→   las obras que sirven a la educación pública de nuestras escuelas, y adorno de la juventud. Me es sin duda, muy agradable asegurar a V. que ellas han sido favorablemente acogidas entre nosotros, y solicitadas con empeño.

Doy a V. las gracias, señor, por la oferta que me hace, de remitirme un ejemplar de las obras que se indican en el catálogo. Si tal fuere la bondad de V. puede V. dirigírmelas a Caracas, para que de allí me las remitan donde me halle.

Soy de V. atento servidor.

Bolívar.»


(Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador..., tomo duodécimo, p. 133, Caracas, Devisme, 1828.)                


La segunda edición de París es un librito pequeño de 10,2 cm. x 6, primorosamente empastado en cuero con filetes dorados. En el lomo sólo lleva el nombre de Olmedo. Antes de la portada está el retrato de Bolívar, el mismo de la edición de Londres, pero en litografía. Al pie a la izquierda: Bour. Debajo: Bolívar. Al pie de la página: Lith, de Sohier, rue du Cadram, n.º 19, á París. La portada: La / victoria de Junín, / Canto / a / Bolívar, / por / J. J. Olmedo. Dibujo de una D dentro de una estrella de cinco puntas, cercada de dos ramas de laurel y de encina, de las que cuelgan una decoración. París, En casa de A. Bobée, y Hingray, / Calle de Richelieu, Nº 14. / filete / MDCCXXVI. Empiezan los versos en la página 5.ª con el título de: La Victoria de Junín. Entre las páginas 28 y 29 está el grabado de la aparición del Inca, que sólo mide 6,8 x 4,6 en litografía y por lo mismo bastante simplificado respecto del de la edición de Londres. Al pie, las mismas indicaciones que debajo el retrato de   —98→   Bolívar. Los versos llegan a la página 67, las 36 notas, a la p. 100, separada la última y sin numerar. No trae la medalla de Colombia.

El hecho de reproducir toscamente en litografía los perfectos grabados de acero de la edición de Londres, indica claramente que la pequeña de París es posterior. Que la grande de París sea anterior a la de Londres es la opinión del doctor Abel Romeo Castillo, y parece imponerlo el hecho de que la de Londres se rotula Reimpresión. Sin embargo hay que tener presente que Olmedo no fue a París sino en noviembre de 1826, cuando la edición de Londres estaba, no sólo acabada, sino despachada a Bolívar.

Es sin embargo de notar que los textos de las tres ediciones de 1826 son rigurosamente iguales. Reproducen las mismas palabras en versalitas mayores y menores y en cursivas. La única diferencia que he podido notar es la ú con tilde de PERU y la A con tilde de GUAYAS en algunos versos (no en todos) de la edición de Londres.

La quinta edición del gran epinicio hecha en vida de Olmedo es de Caracas: La victoria / de Junin. / Canto / a Bolívar, / por / J. Joaquín Olmedo. / dibujito Nueva edición / revista con esmero, ordenada bajo nuevo / plan y aumentada con el examen crítico de la / obra, publicado por Don José Joaquín de Mora en el / «Correo literario y político de Londres». / Año de 1826 / dibujito / Caracas. / Imp. por George Corser / filete / 1842. Páginas V-VI: Prólogo del editor (Teófilo E. Rojas). Páginas VII-XVIII. Examen crítico por J. J. Mora. Páginas 1-46, el Canto. El nuevo plan de que habla la portada se reduce a imprimir las notas al pie de las páginas en sus sitios correspondientes, en vez de relegarlas al final.

La sexta edición del Canto a Bolívar es la que incluyó el argentino Juan María Gutiérrez en su América poética, voluminoso tomo de 823 páginas en 4.º   —99→   mayor publicado por entregas de febrero de 1846 a junio de 1847, aunque la portada reza: 1846. En carta de 31 de diciembre de 1846 Olmedo le remite «dos piececitas» para aquella colección, y añade en posdata de última hora: «Hoy -ahora me ocurre una pequeña alteración en el Canto de Junín, que en verdad está plagado de mil lunares. Ojalá que no sea tarde para que esta corrección tenga lugar en la América poética! En la página 40 se dice al fin:


Tal el astro de Venus refuljente
Brilla de modo...

parece cosa impropia en la boca de un inca tan grave, tan venerable este lenguaje astro de Venus, y así recomiendo a V. que esos 4 últimos versos de la pág. 40 se reformen de esta suerte:


Tal se ve Héspero arder en su carrera;
   y del nocturno cielo
suyo el imperio sin la luna fuera».

Asimismo había mandado suprimir los dos versos en que el Inca protesta contra el rigor con que en la conquista se impuso violentamente a los naturales la religión cristiana. No consta si Olmedo llegó a ver en la América poética el Canto de Junín que apareció en la 10.ª entrega de la obra. Ciertamente no alcanzó la publicación en tomo aparte de sus poesías hecha por el mismo don Juan María Gutiérrez, pues no salió, como dice el doctor Abel Romeo Castillo en 1846 (Letras del Ecuador, n. 3, p. 4, mayo 1945), sino en 1848, «como consta de la portada: Obras / poéticas / de / D. José Joaquín Olmedo./ Unica Colección completa. / revista y correjida por el autor, ordenada por J. M. G. / una lira entre ramas de laurel / Valparaiso. / Imprenta Europea, calle de la Aduana. / Julio 1848».

El canto manuscrito, según indicación del autor, tendría 812 u 814 versos. La edición princeps de   —100→   Guayaquil tiene 824. Las tres (París y Londres) de 1826, 909. La definitiva de 1846 en La América poética: 906.

La excepcional trascendencia, histórica y literaria, del Canto a Bolívar, le asigna un puesto aparte en toda la obra de Olmedo, verso y prosa. Es justo, pues, estampar al frente de ella el gran epinicio, para que, aun materialmente, tenga el puesto de honor que le asignan acordes tanto la crítica literaria como la crítica histórica, tanto el interés nacional como el de toda América.