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José Manuel Blecua: en el texto

José-Carlos Mainer



En el principio era el texto... ¿Para qué entonces las otras cosas -hermenéuticas, semióticas, historias- si «texto» lo dice y lo convoca casi todo? Texto: tejido. Luego, por tanto, sustancia de naturaleza compleja y no forzosamente homogénea. Sólo en apariencia compacta; en realidad, discontinua. Walter Benjamin escribió una nota acerca de la prosa que me repito muy a menudo, como ideal remoto de la mía propia pero, sobre todo, como intuición capital del enigma de lo escrito: «El trabajo en una buena prosa tiene tres peldaños: uno musical donde es compuesta; uno arquitectónico, donde es construida, y, por último, uno donde es tejida»1. ¿Qué tiene que hacer el estudioso? Nada más que desandar el proceso, destejer lo tejido, repasar cuidadosamente los tres peldaños del texto y, sobre todo, tener a su disposición una textura limpia, fiel a una voluntad que es tenaz pero que también suele vacilar mucho antes de la última decisión y contra cuya integridad conspiran las intenciones de sus lectores o editores. Aparentemente, sólo aparentemente, la obra de José Manuel Blecua se ha movido en el telar mismo, en las tramas y las urdimbres del tejido filológico y ha renunciado al gratificante despliegue de las construcciones críticas: ha concernido a cosas como la pedagogía piadosa de las ediciones escolares, la ponderada antología de textos, la edición meticulosa de clásicos. En repetidas ocasiones, el interesado dijo que no le gustaba escribir ensayos y, de hecho, los suyos suelen ser anormalmente breves y presentados con humildad poco frecuente -porque es sincera- como notas de lectura, observaciones al paso o escalas previas en desiderata críticos que espera que otros pongan por obra. Repetidas veces reclamó de los demás tal o cual monografía -una historia de la puntuación y una de la poesía áurea, pongo por caso- pero no la escribió. ¿Poca capacidad de trabajo? ¿Versatilidad de la vocación? ¿Coquetería intelectual? De lo primero, no hay nada. De segundo y de lo tercero, hay algo, porque José Manuel Blecua prefirió, sin duda, la agilidad del apunte a la pesadez inherente a los cuentos, pero además hay modestia auténtica y muy aguda condena de lo que es imprescindible y previo.






ArribaAbajoPara leer los textos

Empecemos por el principio, por la necesaria construcción de un, pedagogía de la literatura. Blecua llegó a la filología como catedrático de instituto. Lo fue al lucrar las oposiciones de 1935, junto con una promoción irrepetible: Guillermo Díaz-Plaja, José Filgueira Valverde Antonio Rodríguez Moñino... Por aquel entonces, los profesores de enseñanza media no sabían que Ernest Renán, en pleno furor positivista, había escrito que una buena «historia de la literatura» exoneraba a sus usuarios de la lectura directa de los textos. Pero obraban como si se desayunaran todos los días con el autor de la Vie de Jésus antes de ir a dar clase al Collège de France. Todo se les volvía enumeraciones de nombres propios, listas de obras, divisiones en épocas divisiones en géneros y subgéneros: la finalidad de la historia de la literatura era la introducción del orden en el aparente caos, la llave divisoria como arma de ataque. No bastaba que hubiera «romances» -los romances se dividían en ciclos (bretón, carolingio, novelesco) y los que no entraban en el lecho de Procusto se llamaban «líricos». Los poetas del XVIII pertenecían a la «escuela sevillana» o a la «escuela salmantina», como los dramaturgos del XVII se agrupaban en «lopistas» y «calderonianos», y los barrocos en «culteranos» y «conceptistas» por mor de la simetría. En 1934, Miguel Artigas publicó el «programa de cátedra» con el que Menéndez Pelayo había obtenido la suya en 1876 y, desde entonces, no hubo opositor que no herborizara en sus páginas sabiduría edificatoria. Allí había epígrafes tan inverosímiles como «Indicaciones y conjeturas acerca de la civilización de los aborígenes y primeros alienígenas peninsulares. Turanios. Iberos: leyes y poemas de los turdetanos», o tan escasamente prometedores como «méritos de la prosa de las Partidas», o tan reveladores de la obsesión ordenadora y sus impotencias como éste que pertenece a la lección 58: «Otros grupos literarios que no pueden calificarse en escuelas», y que acoge poetas antequeranos y valencianos del XVI que no vienen tan regimentados como los salmantinos y sevillanos. Lo que sucedió es que nadie vino a reparar en las prudentes anotaciones que el opositor había añadido a aquella yerta taxonomía: «Sin erudición y sin investigaciones propias -decía Menéndez Pelayo- no hay conocimiento serio. Por tal razón debe el maestro recomendar a sus alumnos el estudio directo de las fuentes y de los autores que se vayan analizando, estudio que, hecho con discreción y buen tino, les evitará perder un tiempo precioso en la lectura de obras de segunda mano, y quizá el adquirir mil nociones erradas o habituarse a lugares comunes y frases hechas: dolencia harto general entre nosotros»2.

Claro está que, entre tanto, algo y hasta mucho se había hecho por remediar el estado de cosas. Desde sus Lecturas españolas de 1912 hasta el Lope en silueta de 1935, Azorín había educado un par de promociones de sensibilidades más propensas al impresionismo,, a la intuición, a la valoración del detalle. Y dos filólogos del Centro de Estudios Históricos, Tomás Navarro Tomás y Américo Castro, habían creado en 1910 la colección de Clásicos de «La Lectura» (luego, Clásicos Castellanos). Y la benemérita Compañía Iberoamericana de Publicaciones puso en marcha la colección «Las Cien Mejores Obras de la Literatura Española» que conocieron cierto éxito escolar, aunque no tan grande ni merecido como la memorable serie «Biblioteca Literaria del Estudiante», directamente orientada por sus editores -los del Instituto-Escuela- hacia el trabajo en las aulas3. Pese a lo cual, los manuales seguían invitando a la rutina clasificatoria. Recuérdense, sin ir más lejos, los epígrafes y subepígrafes de la indigesta Historia de la literatura española, de Juan Hurtado de la Serna y Ángel González Palencia, y compárense -vale la pena- con la agilidad y la inventiva del tono y las divisiones de la Historia de la literatura española con la que Ángel Valbuena Prat, en plena guerra civil, inauguraba un nuevo periodo de nuestra manualística4.

Pero la contienda abrió un paréntesis lleno de incertidumbres: también en este terreno, Hurtado y González Palencia derrotaron a Valbuena, que hubo de cambiar su cátedra de Barcelona por la de Murcia, y a Ángel del Río que editaría su Historia de la literatura española fuera de España. El joven Blecua había sido movilizado y se incorporó a la administración militar, pero el trabajo oficinesco no le impidió publicar -en la revista Universidad, de Zaragoza- la edición del Libro infinido y el Tratado de la Asumpción de la Virgen, de don Juan Manuel. Y una antología de los ásperos versos de Ramón de Basterra, cuyo prólogo escribió -en los términos de exaltación que dominaban-José María de Areilza y en la que Blecua sólo hizo constar sus iniciales. La minuciosa bibliografía elaborada por Rosa Navarro (Homenaje a José Manuel Blecua, Gredos, Madrid, 1983, pp. 7-17) olvida este librito que se publicó en 1939 por Ediciones Jerarquía y que, más que un tributo al espíritu de la época, sospecho que debió ser o compromiso insoslayable o un cálculo.

Sin embargo, su trabajo más importante de estos años estuvo en relación con aquella carencia de lecturas directas que arriba se señalaba. En 1938, organiza la Biblioteca Clásica Ebro, gracias a la aportación económica y técnica de un indiano, Teodoro de Miguel, que había trabajado en Argentina para Editorial Calleja; el modelo elegido para los tomitos de Ebro fue la colección de Classiques Illustrés Vaubordolle, de Hachette, iniciada en los años veinte. Sus epígonos españoles hicieron todavía más simples y algo más castizas las cubiertas severas, poniendo unas grecas platerescas y dos escudos editoriales (en uno se lee, bajo la cruz, la inscripción «Pro Patria, opus et vitam» y en el otro, bajo una cruz patriarcal, «Iberus, pater Hispaniae»). Como en el modelo galo, la disposición de las ediciones incluía un resumen cronológico de la vida del autor, una relación por fechas de los acontecimientos fundamentales de su época, un prólogo de tono divulgativo, el correspondiente texto anotado y los apéndices didácticos que si en Francia comprendían sendas propuestas de «Questions» y «Sujets de dissertations», aquí se limitaban a una relación de «Temas de trabajo escolar», precedida de una selección de «Juicios críticos».

Para la colección que dirigió, Blecua escribió mucho entre 1938 y 1947. En 1939, se encargó de la segunda entrega de la serie, la Poesía lírica, de Lope de Vega, y de la Poesía de Góngora, que fue la undécima de ellas (el primer número fue El condenado por desconfiado, por entonces atribuido a Tirso, preparado por Ángel González Palencia; el tercero fue una selección de la Historia de España del Padre Mariana, a cargo de Manuel Ballesteros Gaibrois; el cuarto, una Poesía de Fray Luis de León, que preparó Jesús Manuel Alda Tesan). En 1940 entregó dos volúmenes de Poesía romántica y una edición abreviada de Generaciones y semblanzas, de Fernán Pérez de Guzmán, y de Claros varones de Castilla, de Hernando del Pulgar; en 1941, dio El caballero de Olmedo y una selección de Garcilaso; en 1944, una edición de Peribáñez y el Comendador de Ocaña; de 1945 fueron sus selecciones de Lope de Rueda y Quiñones de Benavente; de 1946, la edición de la poesía completa de Juan de la Cruz, y de 1947, una antología de Escritores costumbristas.

No son, por supuesto, trabajos memorables y alguno incluso rinde tributo más o menos forzoso a la retórica de la época; en el prefacio de la edición de El caballero de Olmedo se afirma, por ejemplo, que «el español de los siglos XVI y XVII estaba embriagado de dinamismo y necesitaba acción, desde el teatro hasta la empresa religiosa y guerrera. Y por eso, Lope, reencarnación viva y palpitante, única, de nuestra raza, supo también crear un teatro único, nacional, impulsivo y espontáneo»5. Lo que, sin duda, no era tanto retórica nacionalsindicalista cuanto paráfrasis del lopismo menendezpelayesco y de los conceptos de la entusiasta y estomagante Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, de Ludwig Pfandl (edición alemana de 1929, traducción española de 1952). Pero, a cambio, el trabajo de Blecua supo entender muy bien que el meollo de la trama era una canción popular, cuya fortuna rastreaba, y el apéndice reproducía la partitura de las «Diferencias sobre el canto llano del Caballero», obra de Antonio de Cabezón. Y la nota editorial avisaba que se toma el texto directamente de la Veinticuatro parte perfecta de las comedias del Fénix... (Zaragoza, 1641), sin saquear una vez más la edición de la Academia: no era nada frecuente proceder con tanta probidad intelectual.

La bibliografía está siempre al día y es notable la escrupulosa lealtad de nuestro autor a la tradición filológica anterior a la guerra, que no todos citaban y que, por supuesto, se vinculaba a la España vencida en 1939. Cuando Blecua edita la poesía de Lope, la selección tiene muy en cuenta la que José Fernández Montesinos hizo para Clásicos Castellanos en dos volúmenes y como allí, se buscan coplas y villancicos en las obras dramáticas. Su interpretación de la personalidad de Lope debe mucho a la biografía de Rennert, ampliada por Américo Castro: en el trinomio constituido por Lope, Góngora y Quevedo, «casi me atrevería a decir que era más bondadoso que los otros dos [...]. Lope se encuentra por decirlo así en medio de la calle y entre la acera izquierda y la derecha y encuentra su personalidad armonizando las dos tentaciones [...] pero su misión en esta trilogía se cumple al equidistar lo mismo del culteranismo que del conceptismo y al fundir estas dos corrientes dentro de su crisol»6. Años después, al editar La Dorotea (el libro predilecto de Karl Vossler) o la Poesía completa lopesca7 (y, a la vez, al afrontar la puesta en limpio de toda la lírica de Quevedo), no cambiará su pensamiento: Lope le sigue pareciendo una suerte de placa impresionable, un patio abierto donde todo y todos se entrecruzan. Pero también Quevedo y Góngora son almas plurales, a su manera, aunque disfrutan con los lenguajes más que con los sentimientos. Para entonces Blecua sabe muy bien que la historia de la poesía -y de la literatura- es un proceso de inclusiones: tejido interminable.

Entre tanto, Blecua ha publicado también una excelente edición del Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena, en Clásicos Castellanos8. Y ha tenido tiempo de ayudar a la fundación de la revista Castilla, en Valladolid, y de la Institución Fernando el Católico y del Archivo de Filología Aragonesa, en Zaragoza. A esta ciudad llegó en 1940 como catedrático del Instituto Goya por traslado, al ser nombrado su predecesor, Miguel Allué Salvador, director de la Confederación de Cajas de Ahorro. La instalación fue fecunda. En ese mismo año de su toma de posesión publicó su primera Historia de la literatura española de alcance escolar que, en 1952, se transformaría en una renovadora y estupenda Historia y textos de la literatura española, que marcó el inicio de una nueva forma de estudiar donde el texto era el asunto central9. Los bachilleres de aquellos años remotos supimos después que a las dotes persuasivas de Rafael Lapesa, José Manuel Blecua y el joven Fernando Lázaro Carreter debíamos la introducción de aquellos ejercicios de las reválidas de cuarto y sexto que se basaban en el «comentario de textos», donde se ponía a contribución el conocimiento del léxico, la práctica del análisis sintáctico, los principios más elementales de la evaluación formal de un estilo y la capacidad de redactar con alguna imaginación. ¡Qué distintos de la mezcla de tecnicismos y obviedades que han impuesto los petulantes gramáticos de hogaño como dieta filológica a nuestros alumnos!




ArribaAbajoComponiendo antologías

Relacionada con esa voluntad de servir a la enseñanza, está la vieja afición de Blecua a las antologías. Aún recuerdo sus clases en la biblioteca-seminario de la vieja Universidad de Barcelona, al hilo de los poemas de la Floresta de lírica española cuyos ejemplares se nos repartían a los alumnos y servían de referencia a su explicación (a pesar de lo cual nos leía los poemas y cumple reconocer que, a despecho de su voz monótona y su entonación de sordo reeducado, Blecua era un recitador eficaz que sabía subrayar con gracia los dramáticos hiatos herrerianos, los intrincados hipérbatos gongorinos o los cadenciosos paralelismos de la poesía popular de Lope).

En conversación con Felipe B. Pedraza, confesó que «uno de mis proyectos era el de escribir la historia de las principales antologías de la poesía española, porque alguna ha tenido una trascendencia inmensa, como el Cancionero de Romances de Martín Nucio. Recuerdo, claro, con cariño todas las antologías que he publicado, sobre todo la Floresta de lírica española, la Lírica de tipo tradicional, o la más reciente de la poesía renacentista»10. Y es que, por supuesto, hacer bien una antología lleva aparejadas muchas intenciones y destrezas. En primer lugar, toda selección supone un diseño previo de cómo son las cosas y, al cabo, viene a ser la visualización de un esquema histórico: la antología es la intuición primera de la historia, en tanto la construcción de ésta es selección y ordenación de acontecimientos. Pero, a la vez que la antología jerarquiza y clasifica, también tiene un sentido de rescate y replanteamiento del material que se va acumulando en la mesa del antólogo. Al lado de lo consagrado, el colector sensible puede poner de relieve lo secundario, aunque importante; lo más fascinante del trabajo no es reconocer una vez más lo obvio sino captar el síntoma de lo que vendrá, o el ademán inútil de lo que se apunta pero no alcanzará madurez, o la melancolía de lo que ya no es más que una sobrevivencia o un ocaso. Y por último, toda antología es un ejercicio vivo de sensibilidad que nos proporciona el lujo de elegir lo mejor -o lo más significativo, que es otra forma de ser mejor-, porque una antología es una forma activa de releer, de revisar, de volver a gustar lo que se descubrió un día. Imagino que la atracción de Blecua por las antologías responde, en definitiva, a algo de todo eso: para este historiador que finge no serlo, resulta ser su forma predilecta de hacer auténtica historia literaria; para este lector contumaz, confeccionar antologías es un modo de leer. Y, en esa lectura, de buscar lo que siempre se pretende en la lectura: el detalle significante que permite entender un mundo, aquello que transparece -un vocablo muy suyo- un sentido.

Blecua empezó muy pronto a trabajar como antólogo. Para Juan Guerrero Ruiz, publicó, entre 1943 y 1945, en régimen de una por año, tres notables antologías temáticas: Los pájaros en la poesía española, Las flores en la poesía española y El mar en la poesía española11. En 1955 puso mano a un empeño, dirigido por Dámaso Alonso, que no pasó del primer tomo. Se trataba de una Antología de la poesía española, para la que Alonso escribió un breve prólogo general y Blecua hizo el ya citado y único volumen: Lírica de tipo tradicional (el segundo hubiera estado dedicado a la Edad Media)12. Vale la pena detenerse por un momento en el alcance del libro. En su prefacio, Blecua evocó la hermosa conferencia que Ramón Menéndez Pidal dictó en 1919 sobre «La primitiva poesía lírica española» y no vaciló en atribuirle el origen de su idea. No habría pretendido otra cosa que ilustrar una hipótesis que don Ramón intuyó -la existencia de una poesía lírica castellana antigua, a pesar de la falta de textos fehacientes-, que vino a ser verificada por el hallazgo de las jarchas, justo treinta años después, y que, al poco, convirtió en historia de la literatura el trabajo de Dámaso Alonso que, al llamarlas «cancioncillas de amigo mozárabes», las puso en relación directa con las «cantigas de amigo» galaico-portuguesas13.

Hoy parece discutible lo que hasta 1970 supimos sobre las jarchas y, a cambio, sabemos mucho más de primitiva lírica popular. Pero lo importante es que Blecua levantó su antología sobre la fecunda y atrayente creencia en la tradicionalidad selectiva y consciente de Menéndez Pidal y además supo espigar con fortuna en dos fuentes espléndidas que, por vez primera, se utilizaban intensamente por un investigador literario: el Cancionero Musical de Palacio (que había editado ya Francisco Asenjo Barbieri) y los libros de vihuelistas y polifonistas del XVI, en los que venían trabajando los estudiosos del Instituto de Musicología, de la sede barcelonesa del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Y el resultado fue una fascinante selección de quinientas composiciones. Se arranca de las jarchas, que todavía eran una novedad, pero se incluye también el famoso trístico sobre Almanzor (tal como viene en el Cronicón del Tudense: «En Catalañazor / rompieron a Almanzor / el atamor»), y se sigue con la precursora serranilla de la Zarzuela y las impresionantes endechas canarias a la muerte de Guillén Peraza. Y se concluye -tras una amplia selección de la lírica popular de Lope- con unos versos incluidos en la poco memorable prosa académica de El entretenido, Antonio Sánchez de Tortoles, en la edición de 1701 (una de las escasas enmiendas que cabe hacer a Blecua: hay una salida anterior de ese libro en 1673).

No es casual, ni mucho menos, que la Floresta de lírica española (1957, 1963, 1972)14 haya sido un libro de éxito. En el prólogo de su primera edición, sin embargo, Blecua declaraba que el «descontento» es sensación inseparable de toda antología, empezando por el del autor. Pero no ocultaba tampoco su entusiasmo por la labor y, como antes se decía, su interés porque la antología pudiera ser un panorama de grandes y pequeños, ya que «creo que la montaña exige el valle» y porque no es bueno que «olvidemos que, más de una vez, los dioses han concedido la gracia de un poema o de un solo verso a quien se esforzó con amor en querer ser poeta». No es difícil encontrar las ilustraciones a esta piadosa función de rescate, asumida por el antólogo. De ahí que haya un villancico glosado de Romero de Cepeda -«Ojos, decídselo vos»-, que es precioso, aunque desconocido. O un anónimo tan logrado como «Ceguedad de un amante», un soneto del XVII en un cartapacio zaragozano, que parece arrancado de un álbum romántico. O que hallemos un conmovedor poema becqueriano de Ángel María Dacarrete, muy cerca de una impresionante «Figura tomada del natural», de Antonio Ros de Olano, que hubiera podido firmar José Gutiérrez Solana. Incluso en lo que concierne al siempre verbosísimo y copioso Ramón de Basterra -su viejo conocido de 1939-, Blecua supo acertar con dos de los mejores momentos del Vírulo. Las mocedades, de 1924: los escuetos y moralistas «El diario» y «Obra de sofocación».

Las mismas virtudes de oportunidad y buen gusto asisten a los dos tomos de La poesía de la Edad de Oro, confeccionados para Castalia15. El primero es ilustración viva de sus tesis -luego hablaremos de ellas- acerca de la cartografía poética del XVI. No hay sino ver la intención del arranque: se reproduce el romance del saco de Roma, tomado del Cancionero de Martín Nucio; una canción muy cortesana de Francisco López de Villalobos, y una selección de Juan Boscán, al que representan un villancico, un soneto, trozos de la epístola a Diego de Mendoza y un fragmento de Hero y Leandro. Lo que vale decir, un romance noticiero todavía posible en la España del Emperador (y recogido de la antología que puso de moda los romances entre los lectores cultivados), un testimonio de la perduración de las modas poéticas del siglo XV y un atractivo revoltillo de las nuevas formas italianizantes, que conviven todavía con los villancicos glosados.

El volumen que antologa la poesía barroca contiene un prólogo que es prodigio de síntesis. Si en el siglo XVI a Blecua le interesó ver la pluralidad de caminos abiertos, ahora le importaba más advertir el juego de las sensibilidades generacionales (que, como hemos visto, ya intuyó en 1940 al hablar de la «generación» Lope-Góngora-Quevedo, aunque aquí matice mucho más): hay una promoción de 1560 (Lope, Góngora), otra de 1580 (Quevedo), otra del 1600... Blecua se movió siempre a gusto en el barroco. Puede que, a título personal, le fuera más simpática la nitidez armoniosa del XVI, pero el hervor del conflicto, resuelto en creatividad (en efusión sentimental, en catarata metafórica o en juego de palabras) le atrajo intelectualmente de forma muy poderosa. Y, de hecho, trabajó casi siempre en esa ladera intrincada de las letras españolas. En 1984, Blecua dio por fin a conocer un trabajo que tenía ya escrito hace años y que le pedí para que apareciera bajo el sello de la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses que yo dirigía: La poesía aragonesa del Barroco16. Muchos de sus autores estaban en el libro coetáneo de Castalia del que ya se ha hablado: los académicos Anhelantes (cuya obra recogió el Mausoleo a la memoria de su padre, compilado por Juan Francisco Andrés de Uztarroz) y los poetas contribuyentes al certamen pilarista de 1628, convocado por Juan Bautista Felices de Cáceres... Blecua aprovechó el breve prefacio para sembrar otra de sus numerosas incitaciones: «¿Quién no agradecería, por ejemplo, un libro antológico de la poesía sevillana, o de la antequerano-granadina, o de la valenciana?». Y, al paso, remachó otra idea que ya conocemos y que es motor y justificación de sus antologías: «Aun lo minúsculo debe contribuir a la formulación de la historia poética de estos siglos, tan necesitada de una mano cariñosa que le ayude a salir del vergonzante estado en que hoy se encuentra».

Esa «mano cariñosa» estuvo también pronta en la larga y titánica ejecutoria de Blecua como editor de textos. A él le gustaba contarla como una colección de casualidades enlazadas17. Pero sabía que era algo más... Al ver a Andrés Giménez Soler corregir las galeradas de su monografía sobre don Juan Manuel, tuvo la idea de realizar una edición de su obra y presentarla como tesis doctoral. Le disuadieron de hacerlo pero no por eso cejó en su interés; muy joven todavía, publicó dos libros del caballero, a los que ya me he referido, y con el tiempo, realizó una edición memorable de El conde Lucanor18. En 1982-1983 remató su viejo sueño doctoral: la preparación de las Obras completas, cuyo segundo tomo incluye una edición crítica del Lucanor (una transmisión enredadísima, pues comprende cinco códices coetáneos, ninguno con visos de cabeza del stemma, y una edición del XVI, la de Argote de Molina) y de la Crónica abreviada19.

En 1940 decidió, sin embargo, el tema de su tesis y esta vez sus mentores aceptaron un proyecto de edición: se trataba del Cancionero de 1628, joya de la Biblioteca Universitaria de Zaragoza, que incluye casi setecientos poemas y que, al fin, publicó en 1945, como anejo 32 de la Revista de Filología Española20. El hecho de que allí se incluyeran las Lágrimas de Hieremías castellanas de Quevedo y muchos poemas de los Argensola hizo nacer dos nuevas líneas de investigación. Por un lado, con Edward M. Wilson, publicó las Lágrimas, cuidadosamente cotejada con otras versiones de los mismos poemas21, y en 1969 las prensas valencianas de Soler sacaron a la luz el primer volumen de los cuatro que comprende la Obra poética de Francisco de Quevedo, sin duda uno de los monumentos imperecederos de la ciencia universitaria española posterior a 193922. Por otro lado, la Institución Fernando el Católico le imprimió su edición de las Rimas de los Leonardo de Argensola, base segura para los tres tomos que recogieron de nuevo la obra lírica de los hermanos en la colección de Clásicos Castellanos, ya en los años setenta23.

Pero todo se enlaza... en quien trabaja con asiduidad y no se arredra ante la dificultad de una búsqueda. Le sucede a quien sabe leer con atención, porque captar una anomalía textual, una desviación que no sea sistemática, un apunte que revele la sombra de lo apócrifo, no es fácil: no es una aplicación mecánica de paradigmas previos de transmisión textual sino un ejercicio de intuición auténticamente literario, una sabiduría forjada en muchas lecturas anteriores que, en el fondo, supone una reconstrucción hecha consciente de la producción de la escritura. Buscando una tragedia de Lupercio Leonardo, se encontró con un extenso manuscrito que copiaba poemas de Fernando de Herrera y, con el título de Rimas inéditas, los dio a conocer en 194824. Planteaban un serio problema sobre la verdadera autoría de las enmiendas del texto herreriano de la edición postuma, preparada por Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez, y así surgió una notable y conocida polémica que le enfrentó a Oreste Macrí, el mayor estudioso del poeta sevillano. Blecua defendió el primer texto impreso de 1580 (Algunas obras...) en atención a dos acusados rasgos de estilo, lo que significaba adoptar una decisión de estimativa nada fácil: le pareció impropia del autor la presencia de arcaísmos, muy abundantes en la versión moderna, y sospecha de manipulación la ignorancia de aquella estilística de la dialefa que Herrera había defendido e ilustrado en sus Anotaciones a Garcilaso. No era fácil que un poeta de clara conciencia moderna e ideas lingüísticas muy personales gustara de un lenguaje arcaizante y, menos todavía, desmintiera en su obra personal los efectos que había admirado en su modelo. La edición definitiva de la poesía de Herrera llegó, por fin, en 197525, pero todavía nos queda por reseñar la de las poesías completas de Fray Luis de León, en 199026, y la de las polémicas traducción y declaración del Cantar de los Cantares de Salomón, impresa en 199427. Blecua siempre dedicaba sus trabajos a colegas y amigos y dedicó éste a Claudio Guillén, recordando que su padre, Jorge, publicó el texto en 1933; el final del prefacio es una declaración preciosa acerca de la dedicatoria: «El Cantar de los Cantares de Fray Luis es el más bello Sí de la prosa espiritual de la Edad de Oro, como Cántico de Jorge Guillén lo es de la poesía española contemporánea».

Y esa mención del poeta de Valladolid ha de servir de introducción a una de las empresas más singulares de Blecua: la edición del Cántico de Guillén que tomó como base el de 1936, segunda de sus salidas, pero que recogió la evolución anterior a 1928 y la posterior hasta Aire nuestro, que acababa de ver la luz en prensas milanesas. También aquí la fidelidad a los versos guillenianos y sus problemas de evolución venía de atrás, una vez más. En 1949, los jóvenes Ricardo Gullón y José Manuel Blecua publicaron en la zaragozana Librería General un bonito volumen, La poesía de Jorge Guillén (dos ensayos), que fue el segundo de la serie «Estudios Literarios» y que llevó viñetas de Santiago Lagunas, Fermín Aguayo y Eloy Laguardia, recientes promotores del Grupo Pórtico de arte abstracto. El texto de Blecua («En torno a Cántico») es espléndido y uno de los primeros grandes trabajos académicos sobre un poeta del 27. Lo conoce muy bien y nos advierte, de entrada, que no estamos «en presencia de un poeta frío e intelectualista puro, como nos lo han querido retratar más de una vez [...]. Para mí es una de las obras más fervorosas y encendidas de toda nuestra lírica, llena de un extraño júbilo ante las cosas, la nieve o un sillón, difícil de encontrar en las letras españolas. Es la poesía más llena de asombro que conozco»28 (por eso, al final, contrapone el júbilo de Cántico al fuego romántico de Residencia en la tierra, de Neruda, confrontando dos versos de cada uno: «El río que pasando se destruye» / «Feliz el río que pasando queda»). Pero lo admirable es que, ya entonces, buena parte del análisis de Blecua se basa en los resultados estéticos del cotejo de las distintas versiones. A veces, lo que se observa pasaría inadvertido incluso a un lector atento: en el poema «Naturaleza viva», por ejemplo, se confrontan versiones de 1932 y de 1945 (tercer Cántico) y las dos variantes principales son un adverbio modal, «serenamente», que es reemplazado por «exactamente», y una ponderación, «tan resuelto», que pasa a «resuelto». Pero el análisis de la «voluntad de estilo» (se decía entonces, antes de la deconstrucción y la intertextualidad) es fecundísimo29. ¿Nos ha de extrañar que interpretación y edición sean dos tareas entrelazadas?




ArribaAbajoHistoria de los textos, historia

Esta es la cuestión fundamental que advertíamos desde un principio. Blecua hace historia literaria «en el texto», que es su lugar natural, el único del que cabe hablar: haciendo que la historia surja directamente de él y no lo atropelle para imponerle significados. Y, en tal sentido, no hay un sólo trabajo de Blecua -prólogo a una edición, prefacio a una antología, nota publicada en una revista- que no suponga una lección de auténtica historia de la literatura y se convierta en un hallazgo que aporta luz a las preguntas fundamentales de nuestra historia. Que son, en definitiva y por lo que toca a nuestro campo, unas pocas, exactamente cuatro: determinar cómo se constituye y actúa una tradición intelectual, apreciar la permanente pugna entre la originalidad y la obediencia, analizar la relación de la literatura con la industria que la difunde y con sus parientes inevitables -la imprenta, las formas de lectura, pero también los planes de educación, las necesidades de la propaganda o las miserias de la censura- y, por último, atender a la relación de los autores y los lectores, entendida en su esencial reciprocidad. Sobre esos tácitos presupuestos, Blecua ha desarrollado una fecunda serie de hipótesis, algunas de las cuales ya son tesis universalmente aceptadas. Un ejemplo de éstas ha sido el establecimiento del mapa poético del XVI, un objetivo que surge precozmente entre sus preocupaciones y que se irá desplegando con el paso de los años. Aparece ya en un texto de 1948, donde por vez primera cita la importancia del conocimiento y aprecio del Cancionero General, de Hernando del Castillo (1511), verdadera enciclopedia de los modos de la lírica cortesana, y los pocos años que separan sus constantes reimpresiones de la edición conjunta de los poemas de Boscán y Garcilaso, en 1543, y a la vez, de la aparición del Cancionero de Romances, impreso en Amberes, que es de hacia 1547. Y concluye sin vacilar: «Esto supone que durante el Renacimiento corren paralelos tres conceptos distintos de poesía: a) poesía del Cancionero General de 1511, alambicada y cortesana; b) poesía de tipo italianizante, en versos endecasílabos, amorosa, grave y elegante, y c) poesía de tipo medieval, en la que se siguen cantando las hazañas del Cid Campeador, de los siete infantes de Lara o de la aventura (sic, por "ventura") del Conde Arnaldos, más los villancicos profanos y sacros, que continuarán durante dos o tres siglos»30. Luego, en 1952, perfila algo más la observación y separa cuatro corrientes distintas y conviventes: la lírica tradicional generalmente cantada, el romancero igualmente cantado, la poesía culta del siglo XV (Mena y Manrique, de modo especial) y el acervo de la poesía del Cancionero General31. En el luminoso artículo de 1972 sobre el vihuelista Alonso Mudarra, Blecua establece, al fin, una cartografía más compleja a la vista de los textos que utiliza el maestro en sus ejemplos para tañer y cantar: ve que allí hay sonetos de Garcilaso y Petrarca, trozos de la Arcadia de Sannazaro, el «Dulces exuviae» de la Eneida (que remitía, claro, a una fuente de las «dulces prendas» de Garcilaso), fragmentos de las Heroidas ovidianas y hasta salmos de la Biblia, pero también se encontraba el initium de las coplas manriqueñas, hasta tres romances de tema bíblico y numerosos villancicos populares. Cuando, medio en broma medio en serio, traza un cuadro sinóptico (al modo de Octavi de Romeu, nos dice el viejo lector de las glosas dorsianas), el lector sabe muy bien que no nos hallamos ante una división mnemotécnica al modo de las que proponían los antiguos manuales: este retablo tiene la fluidez viva e interactiva de un paisaje; es, en rigor, vida de la cultura, sorprendida en acto de creación32.

Algo parecido observamos en los reiterados acercamientos de Blecua a las peculiares relaciones de poesía e imprenta. En un breve estudio de 1952 sobre Juan de la Cruz, observó ya que la mayoría de los grandes poetas áureos son de obra corta («bolsillable», dice él con un neologismo que le divierte y que recuerda al «tascabile» italiano) y que «ni Garcilaso, ni san Juan de la Cruz, ni Góngora, ni Quevedo dieron sus obras a la estampa y hubieran quedado inéditos sin la diligencia afectuosa de manos amigas»33. La idea se amplía en un discurso barcelonés de 1964: nos advierte aquí que la forma usual de difusión de la poesía tradicional ha sido el canto y cómo la poesía culta -desde la del XV a la de nuestros días- ha vivido en antologías intencionadas (como la de Pedro Espinosa en 1600 o la de Gerardo Diego en 1932), mucho más que en tomos de autor, porque los poetas españoles son poco dados a imprimir y dejan que sus obras circulen entre sus amigos (observaciones similares hizo su amigo Rodríguez Moñino en su discurso de ingreso en la Academia)34. Al final del trabajo de 1964, Blecua observa que, pese a ese desdén por lo impreso, los poetas españoles «han sido de un rigor casi excesivo para vigilar su obra»35. Y esa observación certera crece en su interior, busca su confirmación en textos y llega a su mejor formulación en el discurso sobre el rigor poético en España, pronunciado para su ingreso en la Academia de Buenas Letras en 1969: un espléndido recorrido donde se detiene ampliamente en el caso de Fernando de Herrera, que conocía al dedillo, pero que también nos enseña cosas muy sustantivas de Lope, Góngora, Quevedo, Valle-Inclán, Guillén, Carner...36

Otra noción historiográfica a la que Blecua dedicó larga reflexión fue la de Barroco. Fue un tema que su generación heredó de la reflexión estética de los años veinte (con el centenario de Góngora, pero también con los trabajos de D'Ors y Werner Weisbach, al fondo) y que ocupó en diferentes formas a muchos compañeros de generación: Díaz-Plaja, Maravall, Emilio Orozco37. No hay elección de ámbito de trabajo científico que sea fortuita (y si lo es, nada bueno presagia a los resultados del empeño). Aquellos jóvenes, que el tiempo y la manía clasificatoria llamaría «generación de 1936», fueron los epígonos de una generación -la del 27- quizá demasiado alegre e internacionalista. Compartieron en su primera mocedad aquellos entusiasmos, pero pronto buscaron arrimos más candentes, más tensos y, sobre todo, más cercanos. El barroco, que era ruptura pero también angustia, complicación decorativa pero también vehemencia pasional, les interesó porque parecía tener que ver con el carácter español y porque era una respuesta nacional al humanismo, cuyo internacionalismo era, al cabo, frío.

La gran aportación de Blecua a la configuración de la estética barroca fue, sin duda, haber apuntado la fuente común -y la identidad, en resumidas cuentas- de conceptismo y culteranismo. El primer acercamiento al hallazgo lo encontramos en el largo y excepcional análisis de 1945 sobre el estilo de El Criticón, que incluye en su comienzo una hermosa y personal definición del estilo («toda literatura es, pues, literatura de circunstancias, poesía y realidad, pero también literatura de instancias»: de afirmación de personalidad) y que desarrolla un análisis psicológico muy sutil del intelectualismo y de la visión del mundo de Gracián, que demuestran que lo conceptuoso no es una gratuita exornación de la prosa sino el afloramiento estético de una complejidad afectiva38. Pero la conclusión más explícita y brillante está en un breve artículo de ABC, en 1961. Y lo hizo demostrando que el mayor de los culteranos, Góngora, era en puridad... un criptoconceptista: «Por eso, todo lector atento que se acerca a la Agudeza y arte de ingenio, de Gracián, queda extraordinariamente sorprendido al ver que el teorizador del conceptismo y de la agudeza se sirve con tanta frecuencia de Góngora para explicar sus sutilezas y distingos». Y, de hecho, la Fábula de Píramo y Tisbe, el último de los grandes poemas gongorinos, fue un intento de «demostrar que no sólo era el mejor y más alto poeta culto de la lengua española, sino también el más agudo, difícil y paradójico de los conceptistas de su tiempo»39.




ArribaLa erudición y la vida

A finales de los años sesenta, se hablaba mucho de sociología de la literatura y de estructuralismo. Por debajo de aquellos nuevos horizontes epistemológicos, bullía una tectónica histórica que hoy empezamos a entender con más claridad: la fuerte ideologización izquierdista que acompañó todo el decenio y la presencia de una nueva promoción de profesores que se preguntaban por su función en una sociedad en acusado (y desordenado) crecimiento. Blecua, un liberal inteligente, supo entender como muy pocos lo que pretendían aquellos P.N.N. (profesores no numerarios) levantiscos, pero también sabía que muchos de sus propios apuntes e ideas habían explorado el mismo territorio que ahora pretendían descubrir los nuevos: la relación de la literatura con la sociedad en que surge y la posibilidad de indagar la existencia de modelos teóricos flexibles en las ciencias humanas. En su artículo «Estructura de la crítica literaria en Edad de Oro» anunciaba que usa el término titular en su sentido más tradicional pero, de hecho, con coquetería un si es no es provocativa, no renunciaba a tan llamativo marbete. Lo que ofrecía bajo el título era un completo programa para indagar cómo prólogos, aprobaciones, poéticas, sátiras, parodias, organizan en los siglos XVI y XVII un sólido referente crítico, apoyatura y norma de la futura escritura. Y su hallazgo le permitía lamentar una vez más: «Nos falta aún el gran libro que se merece la historia de la crítica literaria en España y hasta la historia del delectare et prodesse que arranca de don Juan Manuel y no acaba hasta nuestros días»40.

Pero este hombre (que gustaba de asombrarse ante la escasa novedad de las tendencias en la historia y de repensar las razones profundas de todo comportamiento codificado) era mucho más escéptico respecto a la sociología, aunque, en el fondo, también le atrajera poderosamente. En su artículo «Dos memoriales de libreros a Felipe IV» escribió: «Dentro de una posible historia sociológica de la literatura española, aún en mantillas, el capítulo de los copistas, libros y libreros de la Edad de Oro ofrecerá un interés extraordinario»41. Y en el que ya hemos citado, «Sobre el rigor poético...», empezaba por advertir: «Dentro de una posible, y hasta ahora bastante futura, sociología de la literatura española, la historia de la transmisión de los textos literarios es sencillamente fascinante»42. Tenía razón en sus cautelas. Una sociología de la literatura no es asunto exclusivo de afirmaciones vagas sobre la clase social o el grupo al que pertenece el escritor, de especulaciones gratuitas sobre su público potencial o de asociaciones cogidas por los pelos entre lenguas literarias y visiones del mundo: afirmaciones que, por lo demás, solían exhibir por aquel entonces un adánico apriorismo. Formular una síntesis exige previa y suficiente familiaridad con los datos; es como un regalo que, no siempre, la fortuna hace a los que lo han merecido. Pero, en tanto, Blecua pensaba que podía adelantarse camino llevando como viático aquellas observaciones que él había recogido... mientras buscaba otras cosas: las informaciones que nos proporcionan los preliminares de un libro antiguo, las noticias profesionales que nos da un epistolario de escritor, la información sobre lecturas que viene en un testamento o en un memorial mercantil. Y una vez más, la historia le ha dado la razón: hoy pensamos que lo más parecido a una sociología de la literatura son los trabajos de historia cultural de Roger Chartier y Guglielmo Cavallo, de Peter Burke o de Carlo Ginzburg.

Los que hemos tenido la fortuna de ser alumnos de José Manuel Blecua nos acostumbramos a una retórica escolar muy suya, que era reveladora: me refiero a aquellas frases como «fíjense ustedes», «ojo», «detrás hay toda una metafísica», que esmaltaban sus explicaciones... Disfrutaba en el camino de la investigación y pretendía que sus alumnos lo hiciéramos también. Siempre repetía aquello que oyó a Pedro Salinas y yo mismo he tomado en préstamo alguna vez: «Trabajo en lo que me gusta y encima me pagan por ello». Y es que no entenderíamos cabalmente a Blecua sin su sentido del humor: el del hombre que escribió el divertido «centón zamorense» en homenaje a Alonso Zamora Vicente43 y que manufacturó en endecasílabos blancos la epístola de homenaje a Alarcos Llorach, que tiene preciosos consejos sobre la dispositio y la función de la digresión y el chiste en el discurso44.

Ya hemos dicho más arriba que Blecua ha venido dejando como indicación de trabajo un montón de sugerencias necesarias. Y es que le entusiasmaba rastrear ramificaciones porque creía que el mundo de la expresión humana -en definitiva, un filólogo es una variedad de antropólogo, quizá el antropólogo menos especializado- es sustancialmente repetitivo y limitado: el estudioso de la literatura sabe que unas pocas imágenes -el recuerdo de unas flores, la luz de la luna, el rumor del agua- y unos pocos recursos retóricos -el paralelismo, la anáfora, la plurimebración final- pueden combinarse infinitamente y que lo hacen en cualquier parte del mundo. A partir de lo diverso es posible ascender a la intención final única: todo, en definitiva, es una forma de lenguaje. En una ocasión ya lejana, lo puso por escrito -en una broma que tenía mucho de veras- mientras sus alumnos de bachillerato en Zaragoza llenaban los folios de un examen final: «La mano» es el jocoso proyecto de un libro sobre la importancia de las manos en la historia de la cultura, lo que le lleva desde la antropología a la semiótica, desde el arte a la liturgia. Un futuro libro sobre la función de la mano -nos explica- obligaría a estudiar la quiromancia y la lengua de los sordomudos, las frases hechas con la palabra «mano» (que son legión) y los juegos de sombras chinescas, el protocolo de las caricias y los gestos del guardia urbano, pero también los del sacerdote en los actos litúrgicos, además -por supuesto- de llevarnos a confeccionar la correspondiente antología de «La mano en la poesía» y el álbum de «La mano en el arte» (solamente echamos de menos en el recuento provisional de este último apartado las manos unidas al modo de catedrales góticas que obsesionaron a Auguste Rodin en una etapa de su vida)45.

Más arriba recordaba a otro propósito que el más modesto de los trabajos eruditos (que valga la pena leer) obedece a una elección íntima que puede comprometernos tantos como la pintura de un cuadro o la composición de un cuarteto. La tarea de Blecua deja ver detrás la dedicación de una vida a la reconstrucción de la razón literaria en un panorama poco alentador de rutinas académicas y con las referencias culturales más significativas en forzosa cuarentena. Y también trasluce una vida intensa: amistad, lealtades, trabajo bien hecho, gusto por el goce de la escritura, pragmatismo hondamente liberal como visión del mundo. Creo que Jesús Munárriz lo vio muy bien en un poema precioso, que ofreció a nuestro hombre en su jubilación y que comenta una vieja fotografía de Ildefonso Manuel Gil y José Manuel Blecua, con sus mujeres, Pilar Carasol e Irene Perdices, bailando en la Nochevieja de 1948. Los años eran desapacibles pero aquella instantánea contagia una simpatía instintiva que el poeta ha sabido cifrar en


esos ojos, meteoros de la vida,
esa música alegre en los oídos,
esos trajes de fiesta decorosos,
aquel champán, sin duda catalán,
las uvas -cotillón a medianoche-
los pies trenzando, destrenzando ritmo.46



Aquel año -en el que Miguel Labordeta publicó Sumido 25 y Cela, el Viaje a la Alcarria-, Blecua había visto impresas sus ediciones de los poemas inéditos de Fernando de Herrera y del Libro de la Oración, de María de Santo Domingo. Y entregó a Ínsula el explosivo artículo sobre «Miré los muros de la patria mía» -que demuestra que el famoso soneto de Quevedo no es político sino filosófico47- y en una nota del Boletín de la Real Academia Española dio noticia de un soneto atribuido a Cervantes y de un romance del Conde de Lemos48. ¿Erudición vacua, podría sostener alguien a la vista de este hombre joven que bailaba con su mujer, educaba a dos futuros y excelentes filólogos y enseñaba literatura en el Instituto Goya a muchos notables profesores del porvenir? La vida es la suma de todo: de los papeles viejos y del champán catalán, de la mejor historia de la filología española y de la feísima postguerra que todos habitábamos.





 
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