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Juan de la Cueva: una dramaturgia de historia y amor

Juan Matas Caballero



RESUMEN

El teatro de Juan de la Cueva se articula en torno a dos temas fundamentales: la historia -como marco en el que se plantea el problema de las consecuencias políticas que se derivan del incumplimiento de la autoridad real- y el amor. El tratamiento de estos temas y su correspondencia con las diversas modalidades literarias de la época, proporcionan a la dramaturgia de Cueva un carácter de hibridación genérica y una profundidad ideológica que la proyectan como un modelo interesante en la apoteosis de la comedia nueva.

Palabras clave

Siglos de Oro (XVI). Teatro. Juan de la Cueva. Temas: historia, amor.





1. La figura dramática de Juan de la Cueva brilla con luz propia en el abigarrado y denso panorama que ofrece la dramaturgia española en el último tercio del siglo XVI. En este momento histórico, más que el número de piezas teatrales, lo que destaca en el mundo escénico es sobre todo una amplísima variedad de formas dramáticas -el teatro religioso, universitario y escolar, la herencia clásica traducida en una proliferación del controvertido género trágico, las representaciones de las compañías de cómicos ambulantes- cuyo ingente caudal confluirá en la aparición de la comedia nueva.

Como si se tratara de un desafío a una inexistente ley de oro, cuyos severos mandatos todos parecían obedecer ciegamente, Juan de la Cueva publicó sus catorce piezas dramáticas en un volumen que, en 1583, de la sevillana casa de Andrea Pescioni, salió a la luz con el neutro nombre de Primera parte de las comedias i tragedias de Juan de la Cueva dirigidas a Momo1. Nuestro autor no ofrecía ninguna sistematización de esas catorce piezas dramáticas, sino que se limitó a denominarlas comedias o tragedias. Entre las segundas figuraban Los siete Infantes de Lara, Ayax Telamón sobre las armas de Aquiles, La muerte de Virginia y Apio Claudio, y El príncipe tirano-, las otras diez restantes aparecían bajo el marbete de comedias.

Tal vez no esté de más recordar que todas las obras fueron representadas en los mismos escenarios sevillanos, y que fueron publicadas en dos tomos sin discriminación alguna. Por otra parte, por los mismos años en que se difundieron sus obras dramáticas, el propio Cueva, en su Coro Febeo de Romances historiales, había declarado que «el Trágico, y el Cómico, / es uno ya, y una cuenta / [...] / assi, que ya es todo uno»2; y, de hecho, entre unas y otras no median sino diferencias accidentales, como lo corroboraría una simple mirada a la comedia y la tragedia de El príncipe tirano que no son sino dos partes de un idéntico retablo, cuya distinción radica en la muerte final del aborrecible príncipe en la tragedia, de acuerdo con la tipología tradicional que el mismo Juan de la Cueva había recogido en su Viaje de Sannio3.

Como la división entre comedia y tragedia se establecía con la baremación de tales parámetros, no es difícil concluir que tal clasificación resultaba inoperante. Ahora bien, no se trataba sólo de la opinión de Cueva, puesto que los trágicos filipinos no se alejaban un ápice de estas palabras y, si distinguieron en su propia práctica accidentalmente entre tragedia y comedia, nunca pretendieron codificar su separación de manera rigurosa. Sus obras -como las del sevillano- oscilaban entre ambas categorías dramáticas, pero el género al que apuntaban sus realizaciones y el que las abarcaba todavía no se perfilaba con nitidez. No podía llamarse comedia por la distancia que media entre el perfil de la comedia renacentista y la voluntad de estilo de los que -como los dramaturgos de la segunda mitad del siglo XVI- quisieron dignificar el teatro. Tampoco podía llamarse tragicomedia, pues era un concepto hermafrodita «acuñado en broma por Plauto» y que solía aplicarse a la descendencia, un tanto espúrea, de la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Se trata, pues, de un género que aún estaba en el limbo del anonimato, aunque su práctica se evidenciara, y que no se haría corpóreo hasta que el genial Lope de Vega diera con la fórmula eficaz cifrada en su comedia nueva4.

Así las cosas, pretender una clasificación del teatro de Juan de la Cueva partiendo de su tímida diferenciación práctica -que no teórica- entre comedia y tragedia, sería, a mi juicio, la perpetuación de un error. Por ello, creo conveniente que la necesaria ordenación de su dramaturgia se haga a raíz de un criterio bien distinto al del controvertido, inexacto y equívoco planteamiento tradicional de las modalidades genéricas.

Sin duda, uno de los aspectos más destacados del teatro de Cueva es su gran variedad de temas, que se traduce en una inigualable -al menos entre sus coetáneos- diversidad de registros, sucesos, personajes, etc. Atendiendo a este aspecto, las catorce piezas teatrales de Cueva podrían agruparse, siguiendo la clasificación propuesta por el profesor M. A. Pérez Priego5. Pero el variado corpus dramático de Juan de la Cueva todavía es susceptible de simplificarse un poco más, puesto que sus piezas teatrales giran en torno a dos temas centrales: la historia -aunque más concretamente el planteamiento político de la obediencia a la autoridad real- y el amor, que son dos de los cuatro asuntos fundamentales que conforman la comedia áurea -junto al tema del honor y de la religión, que no son obviados, ni mucho menos, en el teatro de nuestro autor-, y sobre los que, al fin y al cabo, él mismo se pronunció en su Exemplar poético6. El que estos asuntos sean los principales centros de atención del dramaturgo sevillano no significa que en su Primera parte de tragedias y comedias no aparezcan, tratados con más o menos profusión e intensidad, otros temas y motivos de interés, como el honor, la justicia, el poder, la religión, el matrimonio, etc., si bien es cierto que su existencia está vinculada, e incluso subordinada funcionalmente, a los temas claves de su dramaturgia.



2. Juan de la Cueva, a mi juicio, acertó plenamente cuando incorporó a su teatro el tema de la historia o, si se quiere, el planteamiento de la obediencia a la autoridad real bajo el prisma de su actuación política. Casi nada o muy poco importa que no hubiera sido el primero en utilizar tales temas como material literario para su dramaturgia. Marcel Bataillon había señalado que esta novedad había surgido antes de 1579 en varios puntos de la península al mismo tiempo, y que, por lo tanto, no debía atribuirse a nuestro dramaturgo este mérito7. Y Eugenio Asensio matizaba que el «ciego poetastro» Baltasar Dias, en su Tragedia do Marquês de Mântua, se había adelantado bastantes años al dramaturgo sevillano8.

Sin embargo, esas interesantes revelaciones no alteran en absoluto el reconocimiento que goza Juan de la Cueva porque, al fin y al cabo, sí que fue el primero que buscó sistemáticamente sus temas en el pasado español9, y que no sólo se sirvió de la historia nacional y de la leyenda como fuente teatral, sino que empleó además otros materiales en la línea del posterior teatro del XVII. Por otro lado, no se limitó a una exigua presencia de la historia en sus dramas, sino que pretendió imprimirle una gran variedad -que le permitió descollar en su entorno teatral- acercándose a la historia española, medieval (con Los siete Infantes de Lara, La muerte del rey don Sancho y La libertad de España por Bernardo del Carpio) y contemporánea (con El saco de Roma), y a la historia clásica (con La libertad de Roma por Mudo Cévola) e, incluso, a asuntos novelescos (con El príncipe tirano), y siempre, lejos de someterse al rígido dictado de la tradición, Cueva desarrollaba los temas históricos haciendo gala de un espíritu crítico -no siempre afortunado-, con un amplísimo margen de libertad, en virtud de su óptima adaptación al espectáculo teatral10.

La selección de estos temas garantizaba a Cueva, en gran medida, la atención y aceptación de su teatro por parte del público que, sin duda, debía de mostrarse especialmente receptivo ante un espectáculo que escenificaba unos asuntos que le resultaban muy conocidos, gracias a la tradición romanceril o a las crónicas medievales. Pero la colocación en escena de estos hechos no respondía sólo a un afán exclusivamente vanidoso de quien pretende la aclamación popular de un público que, cuando menos, se entregará mayoritariamente a la contemplación de semejante propuesta escénica.

El dramaturgo sevillano estaba interesado por el drama histórico en sí mismo, habida cuenta de las posibilidades de planteamiento dramático que le ofrecía la visualización de unos acontecimientos archiconocidos. Ya don Ramón Menéndez Pidal, que había destacado la primacía de Juan de la Cueva en la utilización de las fuentes románcenles, enfatizó el efecto del texto teatral ante el público11. Y, de hecho, el mismo Cueva había manifestado, en su Exemplar poético, el valor de depósito argumental que había en los romances12.

Pero el dramaturgo sevillano también mostró un especial interés por el drama histórico porque ese pasado le permitía la posibilidad de plantear toda una serie de problemas que una situación en el presente le hubiera impedido. Así, a través de sus dramas históricos, Juan de la Cueva podía ofrecer al público de su tiempo una reflexión sobre cuestiones tan delicadas y comprometidas como la del poder político, susceptibles de ser connotadas a las esferas del poder de su más inmediata realidad, o simplemente interesar a los espectadores con temas que les afectaran directamente13. Desde esta perspectiva, el teatro histórico del sevillano nos muestra una clara tendencia de carácter didáctico, que se suma a la finalidad estética y hedonista que se deriva de su teatral visualización de semejantes acontecimentos. Y, en este sentido, puede afirmarse que Cueva está avanzando los rasgos que constituirán la dramaturgia histórica del XVII.

En todos los dramas históricos de Juan de la Cueva se puede apreciar la presencia de un tema común: el ejercicio del poder del rey14, cuya injusta actuación lo convierte en un tirano y, por consiguiente, termina ajusticiado -excepto en La libertad de España por Bernardo del Carpio, donde el rey se arrepiente de su incorrecto proceder-. De este modo, Juan de la Cueva nos propone el planteamiento de un problema político, que se convierte en el tema recurrente de sus dramas históricos: el tiranicidio15. Este ajusticiamiento podía tener una aceptable justificación -ya que no en el pensamiento cristiano- en Maquiavelo cuyo discurso político manifestaba una defensa radical de cualquier medio con tal de conseguir el elevado fin de la res publica. Séneca no hallaba diferencia alguna entre el rey y el tirano en cuanto a su denominación; es decir, el rey debe diferenciarse del tirano por su comportamiento y actuación. El tirano es un déspota, un ser execrable que no participa de los valores de la comunidad y, por lo tanto, su ajusticiamiento es una necesidad para la salud política de la colectividad.

El propio Juan de la Cueva nos permite entrever algunas opiniones que revelan cómo su concepción personal se sitúa en esta misma perspectiva. En El Viaje de Sannio decía que la tragedia «es un retrato que nos va poniendo / delante de los ojos los presentes / males de los mortales miserables / en héroes, reyes, príncipes notables»16; y en un sentido similar, Momo había declarado que «la comedia es imitación de la vida humana, espejo de las costumbres, retrato de la verdad, en que se nos representan las cosas que debemos huir, o las que nos conviene elegir, con claros y evidentes ejemplos»17.

De las piezas teatrales de Cueva, la que ofrece un mejor planteamiento del tema del tiranicidio no se inspira en un suceso histórico real, sino que se trata de una comedia novelesca cuyo trasunto histórico es ficticio. Me refiero a la tragedia -y también a la comedia- de El príncipe tirano, que enhebra un claro discurso acerca del ejercicio de gobierno del rey y, por extensión, de la monarquía -e incluso del poder-. Nuestro dramaturgo ofrece una doble imagen de la tarea de gobierno: por un lado, el rey actúa guiado por la razón, por la prudencia, se preocupa por la impartición correcta de la justicia y, en todo momento, guiará sus pasos, en un claro ejercicio de patriotismo, con la finalidad de obtener siempre el bien de la re pública. De este modo, el rey cumple con el papel que le corresponde dentro del orden que implícitamente nos propone el dramaturgo. Es decir, un orden vertical que parte de Dios, de quien recibe directamente su autoridad convirtiéndose así en su representante civil legitimado para cumplir y hacer cumplir la justicia en la tierra18. Por otro, y en un sentido opuesto, vemos al príncipe, Licímaco, que, una vez convertido en la máxima autoridad, ejerce el poder guiado por su pasión, y antepone sus intereses personales -que suelen ser la satisfacción de vicios depravados- a los de la re pública. De esta forma, rompe con su precepto de cumplir con su ejercicio legitimado por la divinidad y se convierte en un déspota, con lo que su pueblo oprimido invoca la justicia de Dios, y se rebela ajusticiándolo mortalmente -como si de manera tácita la mano divina hubiera accedido a la petición popular-, justificando así el tiranicidio19.

Este es el planteamiento o la reflexión política -tan simplista que puede considerarse maniqueo- que se observa en la obra. En efecto, Cueva pone sobre las tablas no un problema enjundioso acerca de la responsabilidad del ejercicio del poder, sino una dicotomía sobre el papel del rey -y, por extensión, de la monarquía- cifrada en dos polos opuestos: el buen gobernante y el déspota. Entre ambos extremos no se proponen soluciones intermedias, ni se establecen matices esenciales. Ahora bien, es posible que ni el teatro de la época fuera lo suficientemente refinado como para poner en escena profundos debates sobre la monarquía, ni que el público fuese tan sagaz como para captar muchas sutilezas y, sobre todo, que ni al propio Cueva le interesara cargar excesivamente las tintas en un problema que, al fin y al cabo, se hubiera convertido en un lastre ajeno a la verdadera acción dramática del asunto histórico planteado. De hecho, la reflexión propuesta -de clara procedencia maquiavélica, con toda su esencia maniquea y con la sencillez que se quiera- resultaba extraordinariamente funcional para el público de la época. De este modo, nuestro dramaturgo estaba poniendo las bases de la futura comedia política que tanto éxito tendrá en el teatro del siglo XVII, de la mano de Lope o Calderón, quienes introducirán, no obstante, un importante giro en su planteamiento ideológico y escénico.

Este sencillo planteamiento teórico se observa en algunos de los dramas históricos de Juan de la Cueva, con la única excepción, quizás, de Los siete Infantes de Lara, que se recrea sobre todo en el tema de la venganza y en la ejemplaridad moral que el suceso proyecta en el individuo más que en la colectividad, que es lo que se aprecia en las demás obras. Por otra parte, el problema político se desvía hacia un tímido planteamiento del conflicto étnico-social-religioso entre el moro y el cristiano, pero sobre todo hacia la venganza individualizada contra la traición, más que en la crueldad y tiranía de Almanzor. Se trata de un asunto de carácter épico novelesco con un interesante anclaje histórico, que, al fin y al cabo, por los últimos episodios que habían tenido lugar en la España contemporánea de Juan de la Cueva -la insurrección de los moriscos en las Alpujarras de Granada en 1568-1571 - daban al tema y a la obra unos interesantes visos de actualidad. El problema de la convivencia entre moros y cristianos subyacía como un buen sustrato ideológico que posibilitaba una gran aceptación popular de la obra. A ello hay que añadir cómo el punto de vista adoptado por parte del dramaturgo enfatizaba la maurofobia latente. Con esta pieza teatral el dramaturgo sevillano demostraba cómo el recurso a la historia también podía suponer una buena estrategia para dramatizar las eternas preocupaciones y anhelos del hombre (el amor, la religión, la ambición, la fidelidad, la traición, la venganza, etc.).

En la comedia La muerte del rey don Sancho y reto de Zamora el problema queda planteado cuando el rey don Sancho decide tomar Zamora desoyendo los consejos del Cid y traicionando la promesa hecha a su fallecido padre y a su hermana Urraca, quien invoca la justicia divina. El rey morirá asesinado por el traidor Vellido Dolfos. Cueva nos ha presentado al rey don Sancho como un ser execrable que abusa de su poder y destruye la armonía interna de su país20. Ese retrato de un rey carente del más mínimo rasgo positivo se une al exagerado carácter de Vellido Dolfos, quien se ha convertido en liberador y cuyo ajusticiamiento encuentra justificación política21. Después se establecerá un duelo para hacer justicia por el asesinato del rey y un juicio para la liberación de Zamora. El dramaturgo toma partido por las posturas que ha tomado la mayoría, que se ha mostrado más juiciosa. El asunto histórico se ha transformado de este modo en un planteamiento de corte político, pues la comedia presenta -como sugiere B. W. Wardropper- el problema ideológico de la relación entre la fuerza y la justicia, y nuestro dramaturgo realiza una indagación a lo Maquiavelo de la conexión entre política y ética22.

En la comedia La libertad de España por Bernardo del Carpio el conflicto planteado también tiene su origen cuando el rey cumple mal su función de gobierno castigando severa e injustamente a su hermana y al Conde de Saldaña por haber tenido un hijo natural. El rey, obsesionado con la idea de que su trono sería heredado por el hijo «bastardo», decide entregar el país a los franceses. En contra de lo que ocurría en El príncipe tirano, ahora será Bernardo el que decida enmendar el error del rey liberando a España de la invasión francesa. En esta obra destaca la idea de que el rey no será ajusticiado porque admite su error y ayuda a Bernardo en la liberación de España. Por otra parte, se impone finalmente el interés por la re pública a la preferencia personal, con lo que se restituye, tras el perdón de los amantes, el orden23. La obra histórica es aprovechada además para ofrecer una tímida reflexión sobre otros asuntos, como el obligado ejercicio del poder frente a la anhelada vida alejada de la corte, con claros ecos del tópico del beatus Ille; el obedecimiento a un mandato injusto, pero que procede del rey, y que perjudica a la relación amistosa, es decir, el conflicto entre la lealtad y la amistad; el patriotismo; etc.

La libertad de Roma por Mudo Cévola presenta un paralelismo evidente con la obra anterior, que se observa ya en la identidad de sus respectivos títulos, con los lógicos cambios de los nombres propios, habida cuenta de que esta última, inspirada en Tito Livio, sitúa la acción en la antigüedad clásica. Si Juan de la Cueva nos demuestra que sus dramas históricos se construyen a raíz del mimema base expuesto más arriba24, ahora incluso nos permite observar cómo su creación dramática se hilvana, en ocasiones, siguiendo unos parámetros fijos que, en este caso, coinciden con los de la última comedia25:

A B C D E
Alonso Jimena-
Saldaña
Francia Carlomagno B. Carpio
tirano ----- amor------traición-----rey extr.-----libertador
Tarquinio Hijo de
Tarquín.
Toscanos Pórsena M. Cévola

Si el proceso de la acción dramática es muy similar, el final será distinto, pues en esta obra aparecerá de nuevo el tema del tiranicidio al no cambiar de actitud el rey déspota (que no hizo justicia por la violación cometida por su hijo, que no aceptó la decisión política de abandonar el poder que le imponía una institución pública como el Senado romano, y que traicionó a su pueblo)26. Por otra parte, como se sugería en el planteamiento general, si el ajusticiamiento del rey solía estar auspiciado veladamente por la divinidad, en este caso será el propio dios Quirino quien condene a Tarquinio (fols. 281v. y fol. 283v.). Pero, cuando el motivo del tiranicidio cobrará fuerza y plena justificación será al intentar Mucio Cévola matar al rey Pórsena para liberar Roma27.

En otro orden de cosas, un elemento interesante se observa en esta obra: la aparición de un sentimiento de patriotismo generalizado no es patrimonio de los nobles o allegados al poder, sino que se hace partícipe al pueblo llano, y se destaca especialmente a las mujeres, que llegan a encarnar un papel que les estaba vedado en el teatro28.

El saco de Roma es una obra de contenido histórico, pero centrado en un asunto contemporáneo, cuyos ecos todavía debían de perdurar entre los coetáneos de Cueva, incluso muchos de los espectadores que vieron su representación debían de tener noticias muy directas a través de familiares o amigos. La cercanía del asunto -buscada con frecuencia por el dramaturgo29- debió de ser un elemento decisivo para el éxito de esta pieza teatral, que fue publicada como obra suelta en 1603.

En este caso, Cueva no sigue el mimema propuesto en sus anteriores dramas históricos, sino que la obra gira en torno a dos elementos que dramáticamente resultan más funcionales aún. El centro de interés no se sitúa ya en el tiranicidio, sino que la lección doctrinal, si es que puede ser considerada así, se cifra en la exaltación del patrioterismo y del catolicismo30. Cueva ha sabido tratar el asunto de manera que calase en el espíritu fervoroso del espectador que debía de vibrar con la exaltación, por un lado, del carácter valiente y vencedor de los españoles frente a los alemanes y, por otro, su ardiente catolicismo frente a la herejía luterana. En definitiva, la proclamación de los dos grandes sistemas de valores que permitían mostrar una España católica y triunfante. Se trata de dos componentes básicos que experimentarán un extraordinario desarrollo en la comedia histórica del XVII.

Cueva sintetiza de una manera fundamentalmente dramática el discurso político de las piezas anteriores, incidiendo en dos aspectos que manifiestan una clara funcionalidad propagandística31, enfatizada, si cabe, con la presencia final en la escena de la figura imperial de Carlos V32.

Juan de la Cueva ha sido, pues, una figura principal en la adaptación de la historia a las tablas teatrales, y hay que destacar su atrevimiento por recuperar un material inédito, de ahí su significación histórico-literaria. Si bien es verdad que no siempre supo aprovechar dramáticamente toda su riqueza ni captar su espíritu ni sus más entrañables valores, es decir, que a veces no supo descubrir su sentido ni su trascendencia33, no es menos cierto que lo que en ocasiones puede ser considerado torpeza, confusión, falta de criterio en su organización teatral, resulta ser una combinación de elementos para conseguir su propósito concreto34. Sin embargo, la recuperación teatral de los temas y asuntos históricos y su utilización con fines políticos e, incluso, propagandísticos, por un lado, y la convergencia en su teatro del humanismo clasicista y de lo popular por otro -como señalara B. W. Wardropper35-, influyó de manera decisiva en el nacimiento del drama histórico posterior, cuya culminación vendrá de la mano, entre otros, de Guillem de Castro y Lope de Vega.



3. El segundo eje temático que enhebra las restantes obras dramáticas de Juan de la Cueva es el tema del amor. El dramaturgo sevillano plantea un conflicto que gira en torno al amor, que a menudo se entrecruza con otros asuntos (confrontación amor/honor; la disputa padre/hija; el matrimonio de conveniencia/matrimonio por amor; etc.) que terminan por imprimir una mayor complejidad temática y una múltiple perspectiva a los dramas amorosos.

Los escasos estudios dedicados a la dramaturgia de Juan de la Cueva se han centrado de una forma casi exclusiva en las obras históricas, desatendiendo prácticamente las piezas de tema amoroso, a excepción de El infamador. Si es cierto que los dramas de asunto histórico revalorizan -aunque, en este sentido, la crítica no se manifieste de manera unánime- la significación literaria de Cueva por lo que en ellas hay de anticipo y de contribución a la comedia nueva, no debiera soslayarse la importancia de sus comedias amorosas, pues en ellas también se puede observar determinadas características que resultaron especialmente importantes en el desarrollo de la comedia del XVII, aparte de la excelente construcción dramática que se aprecia en algunas de ellas.

La Comedia del degollado resulta especialmente interesante pues Cueva nos ofrece una original presentación del conflicto amoroso porque, junto al planteamiento del discurso temático que se relaciona con otros problemas, el dramaturgo se emplea a fondo en la construcción dramática de la obra, cuya acción se complica con el cruce o la transformación de la aventura amorosa en una puesta en escena de un drama que calificaría de bizantino, pues, en cierto modo, sigue las pautas de los relatos griegos o bizantinos36, a lo que habría que sumar la presencia de rasgos característicos de las aventuras moriscas y de cautivos37. Juan de la Cueva nos ofrece, pues, una original propuesta teatral que arranca de la propia literatura que, en el fondo, es la tácita protagonista del drama.

En efecto, la comedia sigue una construcción dramática que recuerda en gran medida la estructura de los relatos griegos, pues la historia amorosa de Arnaldo y Celia se forja a través de la separación, de la experiencia del viaje marítimo y del cautiverio en Berbería. Es decir, su relación se concibe escénicamente como una peregrinatio amoris que finaliza felizmente, e incluso con el perfeccionamiento de su sentimiento amoroso, tras la superación de todas las adversidades.

El eco de los libros de aventuras moriscas -en concreto del Abencerraje- también se manifiesta con cierta nitidez. El tema de la caballerosidad y generosidad entre moros y cristianos, que tanta importancia tenía en la obrita38, se revitaliza en la comedia de Cueva. En efecto, Arnaldo se había mostrado generosísimo con Chichivalí, cuyo cautiverio, según él mismo nos cuenta, parecía más una visita cortesana que un castigo y, además, el caballero y amante cristiano termina poniéndolo en libertad. La maurofobia queda encarnada en el propio Chichivalí al corresponder a Arnaldo con la perfidia y la traición, pues termina secuestrando a su amada Celia. De este modo, Cueva transgrede la lección de generosidad que se planteaba en el Abencerraje; y de esa transgresión surgía el desarrollo de la acción dramática al no producirse inicialmente la correspondencia entre el moro y el cristiano, y terminar con un leve matiz de maurofilia, equilibrando de forma paralela la acción dramática con el perdón del Príncipe moro que permite la huida de los enamorados.

Cueva nos ofrece realmente una acción dramática, la del amor, y subordinada a ella, otra acción en torno al tema de la generosidad entre moros y cristianos. Una acción con una doble focalización conflictiva que, sin romper con la preceptiva neoaristotélica, atisbaba la habitual práctica teatral de la comedia nueva cuya doble acción dramática se planteaba como haz y envés de un mismo asunto.

El tema del amor ofrece un desarrollo inspirado en los parámetros de la filosofía sentimental de los Siglos de Oro, presidida por la importancia del pensamiento neoplatónico39. Así, puede observarse cómo la relación amorosa entre Arnaldo y Celia está regida por la filosofía amorosa neoplatónica, si bien es verdad que no está del todo ausente el amor cortés e, incluso, el eco de La Celestina cuando el amante convierte su pasión amorosa por Celia en una especie de religio amoris40. Como se había dicho más arriba, esta relación amorosa experimenta un proceso de perfeccionamiento de tendencia espiritual que termina con la disipación de la desconfianza inicial mostrada por Celia y con la confirmación de sus sentimientos.

En un sentido opuesto evoluciona el esquema amoroso de Chichivalí y del Príncipe moro, pues sus sentimientos surgen teñidos de un intenso barniz idealista de corte neoplatónico: si el primero se enamora de Celia sólo al contemplarla, el segundo avanza un paso hacia la sublimación erótica, pues su enamoramiento se produce sólo de oídas41. Y, en sentido contrario a la positiva evolución afectiva de Arnaldo y Celia, su amor experimenta un intenso proceso de degradación, pues de la expresión espiritual se desemboca en el surgimiento de un amor carnal, de una pasión irrefrenable que obliga a los personajes hacia la exclusividad corporal.

En definitiva, la obra nos ofrece un doble planteamiento del tema amoroso cuya resolución tiene una evidente trascendencia en el plano moral, del lado positivo, con el feliz restablecimiento de la relación entre Arnaldo y Celia y, en la vertiente negativa, con el castigo mortal al perverso Chichivalí.

En la Comedia del tutor el tema del amor, y su valoración final según los convencionales parámetros de la moralidad, es el eje de la obra. En realidad, todas las piezas amorosas de Cueva siguen este mimema teatral: planteamiento amoroso; conflicto entre el amor puro, de matiz espiritual o matrimonial, y el amor impuro, cifrado sólo en su vertiente carnal; y, finalmente, la dichosa recompensa y el castigo en forma de escarnio que recíprocamente reciben ambas concepciones amorosas.

Pero, la gran aportación de Cueva en El tutor se cifra, a mi juicio, más que en el seguimiento de la fórmula propuesta, en su plasmación a través de los recursos característicos de la comedia de enredo, con algunos rasgos genuinos, y no demasiado infrecuentes en el mundo escénico, como el hecho de que todo el peso de la acción recaiga, no sobre los personajes centrales -que ni siquiera es el Tutor, que da nombre a la obra-, es decir, el galán (Otavio) y la dama (Aurelia), o sus antagonistas (el tutor o Leotacio), sino en el criado (Licio), que es el verdadero artífice de toda la situación de enredo, que conecta a todos los personajes con Aurelia en beneficio de su señor, cuyo disfrute amoroso final con la dama es debido al extremado ingenio y astuta labor de Licio. Un planteamiento cuyo esquema podría representarse de la siguiente manera:

esquema

Como habíamos visto en la comedia anterior, el dramaturgo plantea en escena las dos consabidas y contrapuestas concepciones del amor: por un lado, el casto o puro, de carácter idealista, que está encarnado por Otavio y Aurelia (de nuevo, en la expresión amorosa del enamorado se aprecia el influjo de La Celestina, al manifestar su divinización de la dama, convertida en su única devoción y creencia [fols. 118v.-119v.]); y, por otro, el amor lascivo, encarnado por el Tutor y por Leotacio, quienes pretenden a Aurelia, aun conociendo que es la amada de Otavio. El dramaturgo censura esta segunda actitud amorosa presentando de forma satírica el sentimiento del viejo hipócrita y del amigo desleal, que terminan siendo ridículamente burlados por Licio y Otavio42, al tiempo que se produce el definitivo encuentro de éste con su amada Aurelia.

En El infamador también encontramos una reflexión de carácter moral que surge a raíz de un lance amoroso. El dramaturgo nos plantea una situación límite, que no se ajusta exactamente al mimema comentado por la ausencia de alguno de sus elementos (el contraste positivo del amor no aparece encarnado en ningún personaje concreto y, por consiguiente, no se produce el conflicto entre ambas concepciones amorosas): Leucino pretende el amor de Eliodora y, con tal de conseguirlo, usa todo tipo de tretas, recurre a terceras, promete el matrimonio e, incluso, emplea la fuerza física. La dama, por su parte, caracterizada por su exacerbada castidad, rechaza las pretensiones del galán, y en el forcejeo mantenido con él y un criado, mata a éste. Leucino hace un falso perjuro contra la dama que, cuando va a ser ajusticiada, queda en libertad al descubrirse la verdad.

La atención que ha suscitado este drama de Cueva -que, a mi juicio, ofrece menos interés dramáticamente hablando que las otras piezas teatrales- se debe sobre todo a su consideración como posible modelo o fuente de El burlador de Tirso/Claramonte43. No puede descartarse que Tirso/Claramonte conociera la obra de Cueva, y que la tuviera en cuenta en la composición de su Burlador; pero lo cierto es que las diferencias entre ambas son notorias (sin entrar a valorar las propias de su construcción dramática). Una duda de difícil respuesta planea sobre el asunto: es posible que Tirso no tuviera en cuenta El infamador y que esta obra no influyera en nada en El burlador; pero también pudiera ser que sí la hubiese tomado como fuente para su Burlador, y que en aras de un mejor planteamiento dramático de la obra se apartara radicalmente de su modelo44.

El mimema base de las comedias amorosas se vuelve a repetir en la Comedia del viejo enamorado y en La constancia de Arcelina. En la primera obra termina condenándose el lascivo amor del viejo Liboso por Olimpia, cuyo favor pretende conseguir recurriendo a toda clase de argucias (dinero, engaño y magia). El casto amor de Arcelo por su prometida Olimpia, tras una sufrida peripecia en la que se produce incluso la separación física de los enamorados, acaba finalmente por imponerse. El drama nos ofrece también el planteamiento del conflicto entre el padre y la hija en relación con el problema del matrimonio, inclinándose Cueva al final por la postura de la hija quien, desobedeciendo la propuesta matrimonial del padre, opta por la unión basada en el sentimiento amoroso de carácter espiritual45.

Sobre presupuestos similares se construye la segunda obra, cuyo final no resulta satisfactorio para ninguno de los personajes. La comedia -que podría afirmarse que obedece a un planteamiento típico de enredo y de «novela policíaca»46- pone en escena una situación poco convencional, pues dos hermanas (Crisea y Arcelina) están enamoradas de Menalcio, quien no se decanta por ninguna, mientras que Fulcino, que no es amado, está dispuesto a unirse con cualquiera de ellas. Este infrecuente enredo de amor podía haberle dado frutos dramáticos ciertamente interesantes a Cueva, quien opta por un desarrollo y solución que estimo un tanto disparatados, y que finaliza con el castigo para todos los personajes. Tal vez de manera un tanto simplista nuestro dramaturgo hizo subrayar en la pieza teatral el mensaje moral de que el loco e insano amor sólo conduce a la desgracia. En cualquier caso, la universalización del castigo, que ha recaído sobre todos los personajes, se me antoja injusta por no depender directamente de su actuación, con lo que la doctrina moral, lejos de deducirse de la propia acción teatral, ha sido impuesta ex nihilo desde la consciencia de su autor, sumiendo a la comedia en una atmósfera de extraña y fallida construcción dramática.

A modo de conclusión, se ha pretendido demostrar que el teatro de Cueva gira en torno a dos temas fundamentales: la historia y el amor. Sin duda, nuestro dramaturgo supo recrear su teatro en el tratamiento de los temas que más trascendencia y proyección literaria tendrían en la escena española de la centuria posterior. También se ha podido comprobar cómo de estos dos temas principales dependían otros asuntos, no menos interesantes, cuyo tratamiento proporcionaba a la dramaturgia de Cueva otras dimensiones que terminaban por ofrecerle una mayor profundidad ideológica.

Sin ánimo de entrar en detalle, recordemos, como simple botón de muestra, el tema del honor y de la justicia que se plantea en la mayoría de sus piezas teatrales. El tratamiento del tema del moro con todas sus derivaciones (maurofilia/maurofobia, generosidad, religión, conflicto étnico y fronterizo, etc.) que se planteaba no sólo en Los siete Infantes de Lara, sino también en la Comedia del degollado. El tema de la mujer, desde una vertiente claramente profeminista, también puede observarse en la dramaturgia de Cueva -como se indicó oportunamente-, y que se concreta de muy variada forma: la defensa de la libertad de la hija en materia sentimental frente a la imposición paterna y, por extensión, el conflicto padre-hija, y sus consecuencias en relación con el honor, la justicia, el amor paterno-filial, la autoridad paterna frente a la libertad filial, se aprecia en El infamador, El viejo enamorado, La muerte de Virginia y Apio Claudio. También se ha visto el tema de la amistad o, de forma más precisa, del amigo desleal en El tutor y El degollado. El tema de la lealtad a la autoridad frente a la voluntad del individuo; así se planteaba el problema del cumplimiento de un mandato ordenado por un superior al que se obedece por lealtad, aunque se trate de una orden injusta y no compartida, en La muerte del rey don Sancho, La libertad de España por Bernardo del Carpio o La muerte de Virginia y Apio Claudio. El tratamiento escénico de la tercería, con sus consecuencias de índole moral, se observa en El infamador, El tutor y El viejo enamorado.

La lista de temas planteados en el teatro de Cueva no está obviamente cerrada, como tampoco podría concluirse en pocas palabras la relación de motivos y tópicos literarios que el dramaturgo sevillano empleó en sus piezas teatrales. Interesa destacar, siquiera sea brevemente, cómo Juan de la Cueva nos ofreció un teatro con una gran riqueza y variedad en sus planteamientos temáticos, que en justa correspondencia fueron hábilmente hilvanados a una amplia galería de registros -o, si se quiere, de géneros- literarios. Desde esta perspectiva, la dramaturgia de Cueva se caracteriza por haber desarrollado una función metapoética, sustentada no sólo en la base de su conjunta labor práctica y reflexiva, sino también en su mixtura literaria y, más concretamente, en su hibridación genérica.

Así, no debe resultarnos difícil observar cómo nuestro dramaturgo nos ofrece evidentes rasgos de la tragedia clásica (La muerte de Virginia y Apio Claudio o Los siete Infantes de Lara), la comedia de enredo a la manera plautina (El tutor), o cómo toma para su teatro muchos elementos que caracterizaban algunas de las modalidades genéricas de la época: la comedia celestinesca (El infamador), la literatura morisca y de cautivos (Los siete infantes de Lara, El degollado), la comedia pastoril (La constancia de Arcelina), la mitología y el mundo sobrenatural, la épica con un tono romanceril, etc. Semejante proceder, lejos de resultar extraño en un escritor que, como Juan de la Cueva, tocó todas las cuerdas de la literatura, nos debe situar en la perspectiva adecuada que nos permita valorar el extraordinario mérito de su teatro, no sólo porque se observa, por separado, una gran riqueza temática y genérica, sino por su coherencia constructiva al establecer una estrecha interrelación entre ambos planos.

En ninguna de las piezas teatrales comentadas el tema planteado se ha visto exento de una reflexión de carácter ético, y es cierto, sin embargo, que en ocasiones ni siquiera se deducía de la propia obra, sino que le era impuesta, debilitando, por consiguiente, dicha coherencia constructiva y propiciando una cierta desintegración entre los planos formal e ideológico y, por tanto, graves deficiencias estructurales47.





 
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