Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —304→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

La gran fazaña del Conde de Huaqui


No había concluido aún la matanza de los patriotas en el cerro de San Sebastián, cuando la ciudad comenzó a sufrir todos los horrores que concebirse pueden de la guerra más salvaje y desapiadada. Los vencedores «eran dueños de las personas y de los bienes de los insurgentes», según les había dicho más de una vez el Gran Pacificador Conde de Huaqui. Desbandados, sin jefes ni oficiales que los contuviesen, o viendo a estos mismos darles el ejemplo de la licencia y el crimen, mataban sin distinción a hombres, mujeres y niños en las calles; perseguían a los fugitivos, al toque de degüello, excitándose los unos a los otros con gritos de algazara, como en una cacería de lobos; derribaban las puertas de las tiendas y las casas; hacían su botín; se enardecían todavía con el licor; se entregaban a su antojo a los excesos más brutales de que es capaz el hombre, convertido en tales casos en un monstruo más detestable que las fieras...

Millares de infelices condenados a la muerte y a la deshonra buscaron entonces instintivamente un refugio en los templos y los conventos. Pero, desgraciadamente, la mayor parte de estos asilos sagrados tenían las puertas cerradas, y sólo tres o cuatro, situados en el centro de la ciudad, las abrieron por último a los clamores del pueblo desesperado que ya creía verse abandonado hasta por Dios.

Mi maestro fue el primero en recordar al cura de la   —305→   Matriz el deber que les imponían la humanidad y su sagrado ministerio.

-Nuestro puesto está en el umbral del templo, señor cura -le dijo-; de allí extenderemos una mano protectora a nuestros hermanos, o allí nos matarán los desapiadados vencedores. Sígame vuestra merced... esto vale más que impedir que las pobres mujeres se lleven la imagen de Nuestra Señora para implorar su protección en el campo de batalla.

Y bajó a saltos la escalera, siguiéndole el cura no de muy buena gana y todos los demás en profundo silencio.

Al salir por la puerta de la torre a la plaza, para tomar en seguida la del templo que se abre a ese lado, vimos detenerse junto al cabildo tres caballeros. Uno de ellos, que estaba sin sombrero y porfiaba por entrar en la casa, era Antezana; los otros dos trataban de impedirlo. Recuerdo muy bien que uno de éstos agitaba en lo alto su mano ensangrentada, hablando con calor al prefecto, y creo que debía ser el patriota Córdova; quien consiguió al cabo reducirlo a buscar un refugio fuera de la ciudad, en lugar de entregarse a una muerte segura desde entonces, en el puesto que él había declarado no poder abandonar.

Goyeneche se adelantaba entre tanto a sus tropas, seguido de Cañete, su estado mayor y una pequeña escolta de dragones, para no estorbar ni indirectamente siquiera con su presencia el pillaje a que se entregaban sus soldados, y para posesionarse tranquilamente del alojamiento que le correspondía en la casa de gobernación, situada a una cuadra de la plaza, en la misma calle de San Juan de Dios, a donde da una de las puertas de la Matriz. Tenía esta casa para más   —306→   señas, los balcones de madera mejor tallados de aquel tiempo, y un gran portal de piedra, en cuyos anchos pilares se veían, en alto relieve, dos mosqueteros, con el arma al brazo, a guisa de centinelas; lo que creo necesario recordar aquí de paso, porque me dicen que el nuevo propietario de ella ha destruido esos monumentos dignos de conservarse, para sustituirlos con modernas construcciones de estuco, más elegantes a gusto del día, que no es el mío.

Dos cuadras antes de llegar a su dicho alojamiento, oyó el señor Conde de Huaqui gran tropel de gente en una calle trasversal, a su izquierda, y detuvo el fogoso caballo que montaba, para requerir la espada. Vio en seguida llegar corriendo y arremolinarse en la esquina un grupo numeroso de fugitivos del cerro, hombres y mujeres, que probablemente querían ganar asilo en el templo del hospital de San Salvador y que se encontraron a riesgo de caer bajo los sables de la inesperada cabalgata.

El Conde sintió subírsele la sangre a la cabeza.

-¡A ellos! ¡que no quede uno de esa canalla! -exclamó como un Cid en vista de la morisma.

Y espoleando a su caballo se arrojó sobre los fugitivos siguiéndole los suyos con los sables levantados.

Los pobres fugitivos no podían volver sobre sus pasos, porque tras ellos venían ya numerosos soldados, cazándolos a balazos. Algunos siguieron adelante, en dirección a las Cuadras y no debieron parar hasta las breñas del San Pedro; el mayor número tomó a la izquierda la misma dirección que traía la cabalgata, con la esperanza de ganar el asilo sagrado que buscaban en la Matriz.

Pero era preciso tener la ligereza del gamo para huir   —307→   de aquel modo delante del temible Conde y los suyos. El vencedor de Huaqui, de Amiraya y San Sebastián tuvo la satisfacción de acuchillar por su propia mano a casi todos aquellos infelices. Heríalos de filo y de punta, al correr ellos despavoridos, o arrastrándose de rodillas a los pies de su caballo; cortaba a tajos y hacía volar por los aires las manos que indistintamente se levantaban para parar los golpes de su tizona; su corcel destrozaba con sus herrados cascos los cuerpos palpitantes; su escolta concluía en seguida fácilmente aquella obra de exterminio. Los gritos de estas víctimas eran tales, que sobrepasaron a todos los clamores que resonaban en otras partes de la ciudad invadidas ya por los vencedores.

Sólo una pobre mujer, a la que el miedo había puesto alas en los pies, y tres o cuatro hombres de los más ágiles y robustos lograron llegar a las puertas del atrio de la Matriz y precipitarse en el templo, para caer sin aliento en el suelo, perseguidos siempre por el Conde enloquecido de furor. Era aquella una joven blanca y rubia; tenía un tremendo sablazo en la cabeza; había perdido la mantilla y uno de sus zapatos en la fuga; sus alaridos, su rostro desencajado, sus ojos que parecían saltársele de las órbitas, el temblor que agitaba todos sus miembros habrían inspirado compasión a una pantera. Sólo podréis formaros una idea de ellos cuando os diga que la desgraciada había visto morir a su padre y su novio en el cerro y que, perseguida de ese modo por el Conde de Huaqui, acababa ahora de perder la razón. Muchos años después, en el de 1825, al volver a mi país, en el séquito del Gran Mariscal de Ayacucho, la vi huyendo siempre, ocultándose tras de las   —308→   puertas de las casas. Decía que iba persiguiéndola sin descanso una furia infernal, en un caballo de fuego que le quemaba las espaldas con su aliento. Uno de los hombres que logró salvarse entonces con ella estaba negro de pólvora, cubierto enteramente de sangre. Reconocí en él, con mucha dificultad, a Alejo. Tenía muchas heridas y contusiones en todo el cuerpo, aunque ninguna mortal por fortuna.

Goyeneche había conseguido herir a la mujer cuando ésta se le escapaba ya metiéndose en el atrio, pero perdió un momento en seguida, al torcer de ese lado a su caballo, y para recobrarlo, hundió con más rabia las espuelas en el vientre del noble animal, que lo puso de un salto en la puerta del templo. Creyendo volver a alcanzar allí con la espada a su víctima, descargó un tremendo golpe en la parte superior del postigo que se hallaba abierto y donde creo que puede distinguirse todavía la huella, que no han conseguido borrar las sucesivas capas de pintura en más de medio siglo. ¡Cómo quisiera yo que se grabase allí su nombre para perpetuo recuerdo de su infamia!

Los alaridos de la pobre loca, el tropel, ese golpe en la madera de la puerta, el ruido que los ferrados cascos del caballo produjeron en el pavimento del templo y que repercutieron las sagradas bóvedas llamaron a aquella parte la atención de todas las personas que estaban reunidas en la Matriz. Los sacerdotes -eran ya cinco o seis con el cura y mi maestro y se habían colocado en la puerta principal que da a la plaza-, se adelantaron llenos de indignación al encuentro del profanador, a quien no podían reconocer en tal momento.

  —309→  

-¡Sacrílego! ¡impío! -exclamaron mientras que un grito de consternación y espanto salía de todas las bocas de la multitud.

Goyeneche detuvo a su caballo tembloroso, cubierto de sudor y de espuma; se llevó maquinalmente la mano al sombrero, sin sacárselo de la cabeza; miró atontado, como si saliese de un sueño, a los sacerdotes que venían a su encuentro, a la multitud que se apiñaba al otro lado, cerca del altar, y al sagrario en que aparecía descubierto el santísimo con muchos cirios alumbrados.

Su vista me impresionó de tal modo, que me parece tenerlo ahora mismo ante mis ojos. Era un hombre de más que mediana estatura, con escasos y lacios cabellos castaños, espaciosa y abultada frente, que permitía ver el sombrero echado para atrás; grandes ojos de un gris claro y verdoso, nariz recta carnosa, labios delgados, barba cuadrada y saliente. Vestía uniforme militar, muy empolvado, con grandes botas de montar, cubiertas de sangre y lodo. Sentábase muy mal en lujosa silla de cajón, a usanza limeña. El caballo que montaba era uno de los más hermosos que he visto de la raza andaluza aclimatada en el valle del Rímac, bayo rojizo, brillante como el cobre bruñido,   —310→   con largas crines y bien poblada cola de un negro de azabache.

El cura que iba por delante, fue el primero en reconocerlo, y retrocedió dos pasos de espaldas, mirándolo atontado a su vez, como si se negase a dar crédito a sus ojos. Para él, que tenía sus ribetes de realista, era imposible que ese hombre a caballo en el templo fuese don José Manuel Goyeneche, el gran cristiano, defensor de la iglesia, que se confesaba y comulgaba cada semana! Igual cosa pasó, también, a los demás sacerdotes, menos a Fray Justo, quien se abrió paso entonces y tomó la delantera. Estaba más pálido que nunca, trémulo de indignación, sus labios se agitaban convulsivamente, sus ojos despedían llamas, moviéndose más inquietos en sus órbitas. Un silencio sepulcral reinaba ahora en el templo. Sólo se oía a momentos el ruido que hacían las patas delanteras del brioso caballo, al piafar éste mascando el freno, con el cuello doblado en arco y respirando fuertemente por las humeantes fosas nasales.

-¡Pícaros! ¡miserable canalla! -murmuró el héroe de San Sebastián, y se dispuso a envainar la espada, para alejarse de aquel sitio y unirse a su escolta, que no había osado pasar como él ni la puerta del atrio del templo.

Pero desgraciadamente sus ojos descubrieron en aquel momento a López Andreu, que se había adelantado en medio de los sacerdotes, y se puso cárdeno de furor, y brillaron sus ojos como los de un tigre hambriento al encontrar una presa antes perdida, y salió de sus labios una horrible imprecación, que heló la sangre en las venas de cuantos la oyeron y que jamás podían imaginarse que   —311→   resonaría en aquel lugar sagrado, ni yo me atrevo a poner aquí en la cándida página donde voy consignando fielmente mis recuerdos.

-¡Al fin! -gritó después, levantando la espada y hostigando al caballo con la espuela.

-¡Miserable! ¡indigno, desnaturalizado americano! -le contestó mi maestro con voz vibrante, y se interpuso resueltamente, sujetando con mano vigorosa las riendas del caballo.

Éste retrocedió algunos pasos, aunque el jinete desgarraba su vientre con la espuela.

Goyeneche procuró entonces descargar un golpe sobre la cabeza del sacerdote; pero el caballo se levantó sobre sus pies traseros, le hizo perder el equilibrio, soltar la espada, que quedó colgando de la dragona, y asirse con ambas manos de las crines.

El Padre no soltaba entre tanto las riendas de que se había apoderado. Le vimos colgado de ellas; presenciamos atónitos aquella lucha, que terminó al cabo de un modo desastroso para él; porque el caballo concluyó por derribarlo y pisarlo en el suelo, revolviéndose después enloquecido, para arrebatar de allí a su jinete abrazado de su cuello, impotente ya para darle ninguna dirección.

Un grito de horror y de consternación general resonó en el templo. Yo corrí atropellando cuanto se encontraba al paso para auxiliar a mi maestro; me senté en el suelo; levanté sobre mis rodillas su venerable cabeza. Alejo rugía a mi lado como una fiera. Los sacerdotes hicieron círculo y se inclinaban con ansiedad. La multitud se agolpó de todas partes, dando gritos de dolor.

  —312→  

Fray Justo parecía tranquilamente dormido. Una mujer trajo como por encanto un jarro de agua, con que le roció dos o tres veces la cara, teniendo ella inundada de lágrimas la suya. El Padre abrió entonces los ojos; nos miró; una sonrisa plácida se dibujó en sus labios, y dijo:

-No es nada, hijos míos.

Su rostro se contrajo en seguida con el dolor que sentía al pronunciar estas palabras.

-El infame... ¡oh! ¡Dios mío! -murmuró volviendo a desmayarse, y brotó de su boca sanguinolenta espuma.

El cura se arrodilló a mi lado; le volvió a rociar el rostro con el agua del jarro que arrebató de las manos de la mujer; le tomó el pulso; enjugó su boca con un pañuelo, y exclamó muy conmovido.

-¡Se está muriendo! Era realmente el justo, el hombre del Señor... Es preciso salvarle. Llevémosle a otro sitio, donde será posible prodigarle los auxilios que reclama su estado.

-Yo lo llevaré en mis brazos, señor cura -sollozó el pobre Alejo.

Lo levantó en seguida fácilmente del suelo, con la delicadeza y cuidado que pondría una madre para acostar a su niño dormido en su cuna. Incapaz de separarme yo de su lado ni un solo instante, sostuve por mi parte su cabeza con mis manos.

-¡Adelante! ¡a un lado todos! -continuó el cerrajero, encaminándose a la puerta que daba a la plaza.

-¿A dónde vas desventurado? -le preguntó el cura.

-Al convento, tata -repuso Alejo tranquilamente.

Era lo mejor sin duda; pero no podía hacerse sin peligro   —313→   de morir tal vez en el camino. En aquellos momentos los soldados de Goyeneche estaban ya desbandados por toda la ciudad. Oíanse gritos, tiros de fusil en la misma plaza que debíamos cruzar en toda su extensión.

-Nada importa -contestó Alejo a estas observaciones que le hacían diferentes personas-; no hay chapetón, ni indio cuzqueño tan endemoniado como Goyeneche. Todos respetarán al Padre y a mí porque le llevo en mis brazos. ¡Adelante, muchacho! -continuó-; si nos matan, habremos muerto todos juntos este día.

Nadie osó acompañarnos. Al salir del templo, vi a un lado de la puerta, sobre un escaño, al pobre don Miguel López Andreu acometido de un acceso de sus tercianas. Muchas personas compasivas lo rodeaban, prestándole los auxilios que podían encontrarse en aquel lugar.

-¿No hay ya rayos en el cielo para el impío que profanó tu templo, Dios eterno? -exclamaba el fiscal de la audiencia de Charcas, mientras castañeteaban sus dientes con las convulsiones de la fiebre.

Partidas de soldados, guiadas algunas por indignos oficiales españoles, corrían en todas direcciones, para   —314→   saquear las casas de los criollos más acomodados. Vi en la calle de Santo Domingo a un ayudante de Goyeneche, al feroz Zubiaga, defendiendo para sí solo la casa de uno de los miembros de la junta provincial, el patriota Arriaga. Esto mismo hacían con el mayor descaro otros jefes prestigiosos, que lograban imponer respeto a la soldadesca desbordada. A ninguno se le ocurrió proteger desinteresadamente la vida a la propiedad de ningún insurgente o habitante pacífico de la rebelde Oropesa.

Alejo apretaba el paso y yo le seguía con dificultad sosteniendo la cabeza de mi maestro, cuando al llegar a media plaza, cerca de la fuente pública de Carlos III, oí desgarradores gritos de mujer en la esquina del Barrio Fuerte. Una joven, que apenas conservaba una parte de su basquiña negra, sin mantilla, desgarrados el jubón y la camisa, desnudos los hombros, sueltos los cabellos, luchaba allí con dos soldados desarmados, que debieron haber abandonado sus fusiles para entregarse más desembarazadamente al pillaje. La desesperación daba a la cuitada fuerzas increíbles contra sus adversarios. Sus desnudos brazos conseguían apartarlos a uno y otro lado; sus uñas desgarraban aquellas caras feroces, repugnantes y bestiales; los miserables se las tapaban entonces con las manos, temiendo que les arrancara los ojos.

¡Aquella leona era Clara, la pobre Palomita! Figuraos mi asombro y mi dolor al reconocerla. ¡Qué hermosa estaba así, Dios mío!

-¡Adelante! ya llegamos -decía Alejo, sin dejar de apretar el paso en dirección a la puerta del convento, que estaba entreabierta y en cuyo umbral se veía de   —315→   pie al Padre patriota, con un Santo Cristo en la mano.

Yo dejé ir adelante a mi compañero con su preciosa carga y corrí como un loco a defender a la joven.

Ésta había conseguido escaparse de los dos miserables; pero era indudable que ellos volverían a alcanzarla.

Vi entonces uno de esos rasgos sublimes de heroísmo de que es capaz la mujer en esos instantes supremos, para defender su pureza. La joven recogió del suelo el taco de un fusil que allí ardía, sacó de su seno una granada, encendió la mecha, volvió la cara a sus perseguidores, y cuando éstos iban a cogerla entre sus brazos, una espantosa detonación separó los tres cuerpos, que cayeron lejos uno de otro, de espaldas, dejando una nube de humo blanquecino en el lugar en que se habían unido.

Al precipitarme sobre el cuerpo despedazado de Clara, encontré ya a su lado al padre patriota, que había llegado antes que yo.

-¡Que Dios la reciba en su seno! ¡qué horror! -exclamó el buen religioso.

Yo caí desvanecido. El Padre, según supe después, me condujo en sus brazos hasta la celda de mi maestro; volvió con otros dos religiosos a buscar el cadáver de Clara, que fue depositado en un féretro en la iglesia, para recibir allí mismo sepultura sagrada.

Cuando recobré el conocimiento, me encontré extendido en el escaño. Alejo, arrodillado en el suelo, me hacía aspirar vinagre de una botella. Me incorporé y vi al Guardián Fray Eustaquio Escalera -venerable anciano octogenario, que había reconstruido el templo y procurado restablecer en vano la disciplina del convento-, sentado a la cabecera   —316→   del lecho de mi maestro, con la cabeza inclinada, para oír no sé si la confesión o algún encargo del enfermo.

-Está bien -le dijo en voz alta-; puedes descansar tranquilo, hijo mío.

Aquel día Alejo y yo permanecimos en el convento, auxiliando con los religiosos a mi maestro. El cerrajero quiso cavar, también, con sus propias manos el sepulcro de la pobre Clara. No permitía que nadie le hablase de la necesidad de curar sus heridas.

-Esto es muy poco -decía-; yo estoy acostumbrado a morir a bala desde Aroma -expresión que ha quedado proverbial entre la gente del pueblo de mi país, aunque nadie sabe quién la usó primero y en qué circunstancias, por lo cual me apresuro a decírselo a todos al presente.

La ciudad seguía entre tanto sufriendo todos los horrores imaginables de la guerra, como he dicho y lo repito otra vez, porque no encuentro más palabras con qué describirlos...

¡Pero, no! ¡aquí está don Mariano Torrente, que hablará por mí en esta ocasión, con más probabilidad de ser creído! Este historiador español tan imperturbable ante los grandes crímenes de monstruos como Calleja, Bobes, Morales y otros, cuyo recuerdo hace hoy mismo erizarse los cabellos, no puede dejar de condolerse de la conducta de Goyeneche, después de su victoria de «la elevada montaña de San Sebastián», y eso a pesar de que el Conde de Huaqui es uno de sus héroes más mimados. Arrastrado en seguida por su ciego fanatismo peninsular, trata de disculparlo de este modo:

  —317→  

«Dolorosa es por cierto la posición de un jefe virtuoso, que se ve precisado a autorizar o a disimular este acto violento sobre su propio suelo (pues Goyeneche era americano); y es todavía más el verlo ejecutado por gentes de la misma familia (indios del Cuzco comandados por oficiales españoles); ¿pero qué puede hacer un padre afectuoso cuando las amonestaciones, los consejos, la bondad, la tolerancia y el perdón aplicado repetidas veces a los criminales extravíos no producen más efecto que el de animar a los mismos reos a cometer otros mayores? ¿Qué había de hacer el jefe más circunspecto con una población, que tantas veces se había burlado de la humanidad del vencedor?»...

No quiere recordar don Mariano que ya Goyeneche se mostró cual era en 1809; que ofreció el saco de Cochabamba desde Potosí; que nunca los insurgentes de mi país abusaron por su parte de la victoria; que luchando por su libertad hacían bien de rebelarse mil veces, sin ceder a los halagos, ni a las amenazas de aquel traidor americano; que... ¡Bah! ¡parece que me hago muy viejo cuando voy vaciando así el tintero sobre cosas que todo el mundo ya ha juzgado!

Al cerrar la noche los barrios céntricos de la ciudad quedaron un tanto tranquilos. El mismo Goyeneche se había visto obligado a contener a sus soldados; porque comenzaron a incendiar la ciudad, por el barrio en que él tenía su alojamiento. La matanza, el saco, todos los crímenes que no se pueden ni nombrar continuaban todavía y continuaron por tres días en los suburbios.

El Padre Escalera había escrito un papel por encargo de mi maestro. Me lo entregó cuidadosamente sellado, y me dijo:

  —318→  

-Es preciso que vayas a dárselo ahora mismo a doña Teresa. Uno de los hermanos te acompañará hasta su casa.

Yo quise despedirme de mi maestro, pero el Guardián no me lo consintió:

-Dejémosle en completa quietud; no debe hablar ni moverse... vete, hijo mío; volverás otro día -me dijo, acompañándome él mismo hasta la puerta, donde me esperaba el Padre patriota.




ArribaAbajoCapítulo XXII

El lobo, la zorra y el papagayo


A pesar de que don Pedro Vicente Cañete prevenido de antemano por una carta del docto licenciado don Sulpicio, grande amigo y admirador suyo, se fue en derechura a honrar con su persona la casa de doña Teresa, no se había librado ésta de correr en parte la suerte que cupo indistintamente a todas las de los criollos ricos de la ciudad. Invadida por un grupo numeroso de soldados ebrios, que habían dado muerte al infeliz pongo, comenzó el saco de ella por el oratorio y la sala de recibimiento. Nada conseguía Cañete con sus melifluas amonestaciones, ni iracundas amenazas. Por fortuna, llegó a la sazón el feroz Imas, con el objeto de ponerse de acuerdo con el digno asesor de Goyeneche, para cumplir órdenes de éste, «en servicio urgentísimo del rey», que ya veremos en seguida, y un solo grito suyo bastó para ahuyentar a la soldadesca despavorida, que no pensó ya   —319→   más que en cargar con lo que pudo en las mochilas y los bolsillos.

Encontré yo las puertas desquiciadas. El pongo yacía bañado en sangre, desnudo, sobre su estrado, a los pies del cuadro del arcángel San Miguel; todo el patio estaba sembrado de muebles rotos, urnas destronadas y santos de estuco cruelmente mutilados y despojados de sus lujosas ropas de lama y resplandores de oro y plata. La señora que había vuelto muy confiada aquella mañana con sus hijos y sus criadas, y que recibía alegremente al ilustre doctor en su morada, había tenido que refugiarse en las habitaciones interiores, donde sufrió las más mortales angustias, hasta la llegada salvadora de Imas.

Cuando me presenté en su dormitorio, cuya atmósfera apestaba con el olor a tabaco y anís -indicio seguro de su tremenda cólera, según saben mis curiosos lectores-; se arrojó hecha una furia sobre mí, como si yo tuviese la culpa de lo que había ocurrido.

-¿Qué quieres todavía aquí, insoportable vagabundo? -me preguntó, disponiéndose a sacarme los ojos con las uñas.

Yo le entregué silenciosamente la carta del Guardián, que ella abrió con impaciencia y leyó a la luz de un cirio encendido a los pies de un San Antonio, que se había salvado intacto, pero no menos desnudo que los otros.

No sé si realmente se conmovió por un instante, pues creí que iba a correr una lágrima de sus ojos; pero su feroz egoísmo se sobrepuso inmediatamente a todo otro sentimiento.

-¡Oh, mis cruces! -exclamó-. Está bien... ahora   —320→   es imposible... mañana... los veremos -continuó señalándome la puerta.

No puedo deciros exactamente lo que aquella carta contenía. Sólo creo que ella debió ser el último adiós de un hermano moribundo, implorando la protección de la señora para aquel «otro más desgraciado que él».

Me encaminé maquinalmente a mi cuarto. Quería encerrarme a solas y llorar... No tengo necesidad de deciros cuál era el estado de mi ánimo, después de las impresiones que había sufrido aquel nefasto día 27 de mayo de 1812!

Al salir al patio, vi profusamente alumbrados los cuartos destinados para alojamiento del doctor Cañete.

-Hágase de cualquier modo. ¡Cogerlos y a la horca o al banquillo! ¿Qué más quiere vuestra merced? -decía o más bien aullaba adentro un hombre, o un lobo en figura humana.

-Se hará. Todo se consigue con maña, señor brigadier. Los militares sólo quieren irse a la bayoneta... Calma, querido amigo. «Despacio que estoy de prisa», diré yo, como su Majestad el rey don Carlos III, que Dios tenga en su gloria -contestaba otra persona con acento melifluo y zalamero, que parecía de una beata.

-No quede ni semilla de insurgentes. Delicta majorum immeritus lues, Romane! -gritaba la voz de falsete de nuestro antiguo conocido el licenciado.

Me acerqué a una de las ventanas, y al través de la rejilla de alambre y de los vidrios, pude ver a los personajes que hablaban de aquel modo y seguí escuchando su conciliábulo.

Los dos personajes que yo veía entonces por primera   —321→   vez estaban sentados uno en frente de otro en cómodos sitiales, teniendo entre ellos una gran mesa redonda, sobre la que brillaban un candelabro de cinco luces y una escribanía de plata sobredorada. El licenciado de pie, con el sombrero bajo el brazo, cogido siempre de media caña su querido bastón con borlas, se mantenía a respetuosa distancia.

El que hablaba aullando era de más de cuarenta años, de mediana estatura, seco, acartonado. Tenía escasos cabellos grises, frente deprimida, ojos saltones, que parecían nadar en sangre, nariz de dogo, boca grande, barba saliente, con pequeñas cerdas que la navaja no había podido limpiar en muchos días de viaje y campaña. Vestía uniforme militar usado y raído. Conservaba puesto y echado para atrás su sombrero grasiento y abollado. Fumaba cigarrillos de papel, encendiendo uno tan pronto que había arrojado la cola de otro sobre la mesa o la alfombra. De cuando en cuando sacudía el polvo de sus botas destaponadas, con un látigo de mango de plata.

El de la voz meliflua de beata era de menos edad, más alto, delgado, ágil y listo. Parecía organizado expresamente para hacer las más graciosas contorsiones del cortesano, o arrastrarse por el suelo como una culebra. Su cabellera negra, larga, rizada, su color pálido, sus ojos pequeños, vivos, penetrantes, la nariz chata, los labios gruesos, denotaban un mestizo tal vez de las tres sangres española, cobriza y africana. Su traje semejante al del licenciado, era más rico, más cuidado, como el de un pisaverde de aquel tiempo. En aquel momento escribía apresuradamente en grandes pliegos amarillentos de papel de oficios.

  —322→  

Supe después que el hombre que aullaba era el célebre coronel don Juan Imas, el chapetón más fanático por su causa, el más inexorable que todos, insaciable de sangre y de oro, muy digno de acabar como uno de los famosos conquistadores del siglo XVI, a quien los indígenas dieron a beber derretido el metal que tanto ansiaba. En cuanto al otro hombre de la voz de beata, supuse desde un principio que sería, y era en efecto, el paraguayo don Pedro Vicente Cañete, asesor de Goyeneche. Gozaba ya gran fama de sapientísimo magistrado y admirable político entre los españoles y sus parciales, por su «dictamen sobre la situación de las colonias españolas», dirigido al virrey en 1810 y publicado por los patriotas en la Gaceta de Buenos Aires, documento notabilísimo, en el que exponía con clara penetración los peligros que amenazaban al régimen colonial, y aconsejaba con cinismo corromper cuanto antes con dádivas, honores y distinciones a los americanos influyentes mientras volviese a cimentarse el poderío español y fuese posible castigar severamente lo que por el momento se debía disimular. Nadie sabía como él cautivar los corazones por medio de la lisonja; cada una de sus palabras era un halago; perpetua sonrisa animaba su pálido semblante; tenía maneras encantadoras; «era una dama», según decían sus admiradores ensalzando su amabilidad. Sabía, también, deslumbrar como nadie a los incultos y groseros hombres de su época, dejando caer alguna profunda máxima de sus labios, o trayendo a pelo o contra el pelo alguna cita histórica, lo que le daba opinión de erudito. Ya le hemos oído desde sus primeras palabras llamar «mi querido brigadier» a su compinche militar,   —323→   que no era más que coronel, y apoyarse en un dicho de Carlos III cuando le apremiaban los negocios. Tengo para mí que se inspiraba constantemente en el Príncipe y los Comentarios a Tito Livio del secretario florentino. Este Maquiavelo del Paraguay debía dejar, en fin, larga y fecunda prole para desgracia de la república, como otros tipos de que he ido hablando en mis memorias. No hay tiranuelo de mi país que no haya tenido a su servicio a algún Cañete. ¡Cuántas veces he oído decir como en aquel tiempo: «es una dama y un pozo de ciencia», refiriéndose a alguno de estos zalameros y embaucadores «hombres de Estado»!

-He aquí por donde hay que comenzar, mi querido y fogoso don Juan -dijo Cañete, colocando su pluma en el lugar correspondiente de la escribanía.

-¡Adelante! -contestó Imas con impaciencia.

-Su señoría dirigirá la siguiente nota circular a los alcaldes y regidores del cabildo, a los curas y a los guardianes de los conventos: «Restablecida la tranquilidad en esta leal y valerosa ciudad de Oropesa del valle de Cochabamba, por las armas del rey nuestro señor, que Dios guarde, es de todo punto indispensable que el culto divino se celebre con el brillo y la pompa dignos de un pueblo eminentemente católico, apostólico y romano; y como el día de mañana es el destinado a la solemne fiesta del Corpus Christi»...

-¡Demonio! yo no entiendo una palabra de lo que vuestra merced está leyendo ahí, señor doctor -le interrumpió el coronel, dando un golpe con su látigo sobre la mesa-. Su señoría me ha dicho que hemos de constituirnos   —324→   en junta de purificación de esta rebelde ciudad, para juzgar y ahorcar sumariamente a todo pícaro insurgente, y vuestra merced me sale ahí con su fiesta y procesión de Corpus!

-Calma, mi querido brigadier -repuso Cañete con su más plácida sonrisa-. Los militares son una pólvora... los rayos de la guerra, como dice...

-Nada importa quien lo dijo; lo que importa es...

-Sí, mi valiente amigo; lo que importa es castigar ejemplarmente a los ingratos y rebeldes vasallos del rey nuestro señor, que Dios guarde. ¡Allá vamos, mi don Juan!

-¡Hum!... no lo entiendo.

-Ahora lo entenderá vuestra merced.

Diciendo esto Cañete tomó otro pliego, volvió a sonreírse, y leyó:

-«Indulto general en nombre del rey»...

Imas se puso en pie y aulló una enérgica interjección española que no se encuentra en el diccionario, ni es posible trasladar al papel.

-No aguanto más, señor doctor -dijo ahogándose de cólera-. Yo... yo... ¡vamos! ¡no soy un muñeco!

Cañete parecía más complacido.

-Divis orte bonis, optime Romulæ-comenzó a decir el licenciado don Sulpicio, y hubiera repetido la oda entera de Horacio, si una mirada de Imas no le hiciera enmudecer y quedarse clavado en su sitio como una estatua.

-Entre paréntesis ¿qué quiere este original? -preguntó el coronel a Cañete.

-¡Ah!, se me olvidaba... es mi docto amigo, el señor licenciado... no, el señor doctor de quien he hablado tantas   —325→   veces con su señoría -respondió Cañete con su sonrisa más encantadora-. Perdone vuestra merced, mi don Sulpicio -continuó dirigiéndose a éste, para conducirle hasta la puerta-; perdone vuestra merced, si le he detenido tanto tiempo. El placer de verle, de estrecharle entre mis brazos... ¡Ya se ve! vuestra merced no es lingua amicus, verbo tenus! Mañana... a cada instante nos veremos.

El licenciado se deshacía en reverencias y contorsiones, pero no osó resollar, mirando de soslayo, con temor al furibundo coronel, y salió andando de espaldas hasta el patio. Una vez en éste, respiró; se puso apresuradamente el sombrero, y echó a correr hasta su casa. Cañete cerró tras él la puerta y volvió riendo a ocupar su sitial.

-El muñeco irá ahora a repetir por todas partes lo que ha oído -dijo-. Vea vuestra merced la conclusión de nuestro indulto, mi exaltado y carísimo brigadier.

Imas hizo un movimiento de cólera.

-¡«Pega, pero escucha», diré como Temístocles, mi fogoso don Juan! -exclamó el paraguayo-. Oiga vuestra merced.

Y siguió leyendo:

«Indulto a nombre del rey, etc., a condición de prender o denunciar a los cabecillas e instigadores de la insurrección; y advirtiendo que si los culpables no se presentan en el acto, o cuando más en el término de tres días, a las justicias establecidas y a sus respectivos párrocos, serán juzgados militarmente como contumaces y»...

-¡Por Santiago! vuestra merced sabe más que las arañas. ¡Vamos! ¡vengan esos cinco... apriete, señor doctor! -exclamó Imas transportado de alegría.

  —326→  

Desgraciadamente en ese momento oí ruido de pasos en el zaguán, y vi aparecer un grupo de oficiales, que venían sin duda a pedir órdenes de aquellos personajes; por lo cual me fue preciso abandonar mi puesto de observación y dirigirme definitivamente a mi cuarto.

-¡Dios mío! ¡en qué garras ha caído mi pobre país! -pensaba yo a pesar de mis pocos años.

Me arrojé vestido sobre mi cama; quise llorar y no pude. No os diré el dolor, las mortales angustias que sufrí durante toda aquella noche. Pensaba en mis amigos, en los que habían muerto... en los peligros que amenazaban a los que aún vivían... Para mayor tormento comencé a oír tristes plañidos cerca de mi cuarto, por la parte del jardín. Habían depositado en el corredor el cadáver del pongo, y su pobre mujer, llegada no sé cómo aquella noche del campo, le velaba en compañía de Paula. Una y otra dirigían alternativamente sus quejas al muerto, en esa especie de canto monótono que usan las mujeres indias en tales casos.

-Eras mi padre y mi madre -plañía la esposa en quichua-; eras mi único arrimo y consuelo... ¿con qué valor me has dejado? ¿no oyes, acaso, mis lamentos?...

-¿Cómo has tenido corazón para abandonar a tu pobre compañera? -decía a su vez la caritativa Paula-. ¿Es posible que no respondas cuando te llama? ¿vas a dormirte así en el seno de la temiblePacha mama?...

La naturaleza pudo más al fin sobre mí que todos los dolores del alma. Cerca ya del amanecer me quedé dormido pesadamente... Debéis pensar, mis caros lectores, que entonces era apenas un niño de doce años el que hoy   —327→   anciano os cuenta, con sencillez y verdad, los tremendos sucesos de 1812!




ArribaAbajoCapítulo XXIII

De la edificante piedad con que el Conde de Huaqui celebró la fiesta del Corpus, después de su victoria de «la elevada montaña de San Sebastián»


Serían las ocho de la mañana cuando me desperté al día siguiente, vestido en mi cama, con mi almohada mojada por las lágrimas que había derramado en mi sueño. El claro sol de aquella estación seca del año a la que llamamos invierno en mi país de eterna primavera, brillaba en mi cuartito, penetrando por la puerta que yo no me había acordado de cerrar aquella noche. Oí trajinar como de costumbre a los criados en el patio; me pareció que hablaban alegremente, que reían, que se preparaban con afán a concurrir a una gran fiesta. Las campanas de la Matriz llamaban con bulliciosos repiques a misa solemne; tronaban camaretas y petardos; no sé qué cuadrilla de danzantes pasaba por la calle, tocando cajas y zampoñas... ¿He padecido, acaso, una espantosa pesadilla en esta noche que me parecía eterna? -me pregunté-. ¡No es posible que Goyeneche haya venido a mi país! Mi afán de ser soldado me ha hecho soñar un combate inverosímil entre las mujeres y los niños de Cochabamba con un ejército poderoso... Voy a ver a Luis... iremos juntos a casa de la abuela. ¡Cómo se han de reír de mí cuando les cuente lo que me ha pasado!

  —328→  

-¡Clemente! el doctor... su merced el señor Cañete pide agua tibia para afeitarse -chilló Feliciana en el pasadizo.

-¡Allá voy! ¡qué gusto da servir al ilustrísimo doctor Cañete! -respondió el zambo desde la cocina.

Estas palabras me volvieron a la conciencia de la tremenda realidad.

-¡Ay, Dios mío! ¡ésta es la celebración del Corpus Christi, que manda hacer don José Manuel de Goyeneche, a quien vi ayer a caballo en la Matriz, empeñado en matar mujeres y ancianos! -exclamé, corriendo al convento donde agonizaba mi maestro.

-¡Eh! ¡niño don Juan, buenos días! -me gritó Clemente, saliendo al patio con la caldera en la mano-. Hoy es día de estreno... ¿por qué no se pone vuestra merced el terno nuevo que le mandó hacer la señora Marquesa?

Yo lo miré con asco y seguí mi camino. En el patio principal había algunos indios con largos ponchos negros de lana, quienes después de haber concurrido al entierro de su compañero, limpiaban la casa, a órdenes de un mayordomo viejo, que los había traído de una de las haciendas más inmediatas de doña Teresa. La señora estaba recogida aún en su dormitorio con sus hijos. Feliciana me detuvo en la puerta de calle y me condujo a su presencia.

La encontré vestida y sentada en su ancho catre de madera embarnizada, con cortinajes de rojo damasco. Tenía la cabeza amarrada con un pañuelo de seda amarillo y fumaba su indispensable cigarro de papel, en que ponía dos terceras partes de tabaco, una de anís y un granito de almizcle. Me miró fijamente y me dijo:

  —329→  

-Si vas al convento, dile a Fray Justo que estoy enferma muy sufrida... ¡oh, la jaqueca! ¡sea todo por mis culpas, bendito Jesús mío! Dile, también, que mañana enviaré al campo al mismo Padre Aragonés, y quizás alfísico que me ha ofrecido el señor Cañete... ¡Ay! ¡no puedo... no puedo ni hablar, Juanito! En fin, yo mandaré después a mi confesor el Reverendo Padre Comendador de la Merced. Vete, hijo mío... ¡ah! que te den de almorzar en la cocina; porque el comedor está dispuesto para don Pedro Vicente y sus amigos.

-Se hará como manda vuestra merced, señora, mi ama -dijo en seguida la negra y me llevó a la cocina.

Yo comí con avidez lo que me dieron. Hacía más de veinticuatro horas que no había tomado ni un bocado.

Las calles estaban desiertas y silenciosas. Por todas partes descubría las huellas del pillaje y la matanza del día anterior. Entre tanto no cesaba ni un momento el alegre repique de las campanas. En las esquinas de la plaza clavaban apresuradamente postes de madera, para levantar altares. Vi en la puerta de la Matriz dos o tres comparsas de danzantes, a quienes daban de beber sus respectivos   —330→   mayores, o sea los devotos que las habían formado, para solemnizar la procesión.

Debo deciros aquí, muy de paso, porque el momento no es oportuno, que aquella fiesta era el acontecimiento más notable de cada año, en el marasmo de la vida colonial. Ya no es posible que os forméis idea del entusiasmo general que despertaba; de los sacrificios que hacían las clases más pobres y humildes para los estrenos; de los grandes altares cubiertos de telas preciosas, espejos, vajilla de plata, urnas, santos y candelabros, que se elevaban más alto que los techos de las casas de dos pisos; de la infinita variedad de danzantes que a ella concurrían; de la inmensa cantidad de cántaros de chicha y botellas de mistela que se consumían durante una semana hasta el octavario. Lo que ahora veis es nada. Los concejos municipales por un lado y la difusión de las escuelas por otro, han extinguido casi por completo esas costumbres de «los buenos tiempos del rey nuestro señor». Algunos viejos, como yo, dicen que la piedad se muere; pero yo pienso que son el fanatismo y la ignorancia los que ya no pueden vivir a los rayos del sol de 1810. Si el sabio barón de Humboldt, a quien espantaron aquellas cosas, hasta el punto de hacerle creer que los indios estaban más sumidos en la idolatría que antes de la conquista, pudiera hoy levantarse del sepulcro para recorrer nuevamente «los sitios de las cordilleras», diría con asombro: «ésta es la misma espléndida naturaleza que yo he descrito, pero no veo ya aquí los salvajes que encontré, sino hombres que parecen muy civilizados.» Y si preguntase: «¿quién ha podido hacer este milagro?», contestaría yo: «¡las espadas de Arze, Belgrano, San Martín y Bolívar; la sangre de   —331→   Murillo y de millares de mártires, entre los que se cuentan las pobres mujeres, los bulliciosos niños de mi querida Oropesa!»

A pesar del imperio de las costumbres seculares, no era posible que el Conde de Huaqui consiguiese celebrar la fiesta con la pompa y regocijo de que he hablado. Mis lectores se sorprenderán, más bien, de que lo intentase, después de los horrores de que había sido víctima la ciudad el día anterior y cuando una parte de la soldadesca desbordada seguía cometiéndolos aún en los alrededores. Pero el Conde contaba además con un sentimiento que conduce a la flaca humanidad a hacer las cosas más admirables: el terror, mis jóvenes amigos; el terror que deificaba a los Calígulas y los Nerones; el terror que seca las lágrimas de los dolientes para hacerles sonreír amablemente a los verdugos; el terror que arrastra a los pies de los tiranos a las multitudes; el terror que hasta hace valientes a los hombres para luchar en defensa de los que les inspiran más miedo que la misma muerte; el terror, en fin, que convierte en implacables perseguidores de sus hermanos a los que nunca creyeron hacerles ningún daño y que sin él seguirían amándolos y consolando sus dolores. Y si no hubo entonces los grandes altares, las infinitas comparsas de danzantes, la innumerable multitud devota de otros años, no faltó quienes erigiesen aquéllos apresuradamente a menos altura de la acostumbrada, quienes exhibiesen tres o cuatro comparsas, quienes concurriesen a la procesión, para merecer una mirada del héroe de San Sebastián, y quienes tratasen de asegurar su cabeza sobre los hombros entregando las de sus amigos, o aplaudiendo las sangrientas ejecuciones   —332→   que el mismo día tuvieron lugar en medio de los repiques de las campanas, de los cantos religiosos, de las músicas, y danzas, y embriaguez del pueblo esencialmente católico a la manera que lo habían hecho el fanatismo y la codicia de sus conquistadores!

Aquella mañana se había publicado el famoso indulto en nombre del rey. Veíalo yo fijado en todas las esquinas, en grandes pliegos -manuscritos por supuesto, porque la imprenta no existía en ninguna parte del Alto Perú. Los primeros vecinos que tuvieron conocimiento de él se apresuraron a salir de los templos o conventos en que se habían asilado, para ir a ver sus casas saqueadas, consolándose con la idea de salvar a lo menos intacto el pellejo. Pero se les decía inmediatamente que les era preciso presentarse ante su señoría, e iban entonces a ofrecerle sus homenajes:

-Está bien -contestaba el invicto general-; yo he venido a enjugar las lágrimas de los fieles vasallos del rey nuestro señor, a quienes los insurgentes, los ingratos y perversos enemigos del altar y del trono, atormentaban bárbaramente, olvidando que debían su odiosa vida a mi clemencia. Hoy están todos los buenos al amparo de las armas de su majestad; pero es preciso castigar a los malos... La comisión, que actualmente se ocupa de juzgarlos, necesita saber sus nombres, apoderarse de los que intentan evadirse. ¡Ay del que los auxilie en su fuga! El que no denuncia al criminal se hace su cómplice y será igualmente castigado.

Veía estremecerse a estas palabras a los que menos tímidos parecían; muchos perdían el uso de la palabra y se desplomaban descoyuntados. Sonreíase entonces,   —333→   les daba una palmadita familiar en el hombro, y agregaba:

-Pero vuestra merced nada tiene que temer, mi querido amigo. Yo sé que nunca se ha contaminado... ¡Vamos! es indispensable que auxilien mis esfuerzos todos los buenos vasallos del rey don Fernando VII, que Dios guarde. ¿Sabe ya la comisión lo que vuestra merced ha debido decirle por su parte? ¿qué dicen Imas, Berriozábal y Cañete? ¡Oh! ¡qué penoso es el deber de castigar!

¡Figuraos las infamias que de este modo hacía cometer aquel miserable!

Algunos patriotas notables habían caído ya en manos de los vencedores el día anterior, y muchos fueron presos en éste del Corpus Triste, como después le llamaron. Estaban en capilla, esperando la muerte en horca o garrote, para el momento en que terminase la procesión. Eran treinta poco más o menos, pero nuestros historiadores sólo recuerdan a los muy principales: Gandarillas, Ferrufino, Zapata, Azcui y Padilla.

En la portería del convento encontré al venerable Guardián hablando con un militar vestido de uniforme de gran parada, que era nada menos que Zubiaga, el mismo que se había apoderado de la casa y todos los bienes susceptibles de inmediata apropiación del miembro de la junta provincial don Juan Antonio Arriaga.

-Perdone vuestra merced, señor comandante... se lo ruego por Dios y todos los santos de la corte celestial -decía el buen Padre Escalera, estrechando entre sus manos temblorosas la de aquel miserable-. La comunidad tiene que auxiliar en este momento al moribundo... Oiga, vuestra merced: ya principia el canto solemne del miserere en   —334→   su celda... Tan luego que concluyamos, entrará vuestra merced en ella.

-Bueno... ¡qué lo he de hacer! ¡acaben con mil de a caballo! -respondió el dignísimo ayudante e intendente de ejército del cristianísimo Conde de Huaqui.

El Guardián iba a volver apresuradamente al lado de mi maestro; pero me vio y se detuvo un instante para darme a besar su mano.

-Sígueme, hijo mío -dijo después bondadosamente.

El comandante se sentó de mal humor en una banca de madera que allí había, y se dispuso a encender un cigarro con el mechero. La comisión que motivaba su presencia en aquel sitio, era apoderarse de los libros y papeles que pudieran encontrarse en la celda de Fray Justo, «un hereje e insurgente fraile, indigno discípulo del gran doctor de la iglesia, a quien sería preciso enviar ante la Inquisición de Lima, si por desgracia no se moría.» Esto lo supe algunos años después, de los labios del capitán Alegría, quien oyó palabra por palabra la orden verbal de Goyeneche. Probablemente alguno de «los buenos vasallos del rey», cuyo celo en servicio del monarca sabía despertar tan eficazmente el señor Conde, le daría a éste los informes más fidedignos sobre «el fraile atrevido» que se colgó de las riendas de su caballo, para impedirle castigar con su propia mano, en el templo, al «mal español don Miguel López Andreu».

El canto del miserere resonaba en el claustro silencioso y desierto, cuando el Padre Escalera y yo nos dirigíamos a pasos apresurados a la celda de mi maestro. «Ecce enim   —335→   in iniquitatibus conceptus sum»-cantaba la comunidad compuesta de cinco o seis religiosos a lo más, quienes se habían colocado en fila a cuatro pasos del lecho del moribundo. El Guardián tomó su puesto, para seguir inmediatamente el canto en el punto en que estaba, con voz menos cascada de lo que debía en su avanzada edad: «ecce enim veritatem dilexisti»... Yo me arrodillé en un rincón de la celda, de modo que pudiese ver al moribundo.

Nada más imponente que aquella escena. El miserere, que siempre conmueve bajo las bóvedas del templo o en cualquiera situación, es tremendo, irresistible al lado de un hombre en la agonía... La misma salmodia usada por la iglesia, parece irreemplazable por cuanto pudiera concebir el genio músico del más inspirado artista. El hombre que entonces agonizaba era, por otra parte, un mártir, un justo, que había sufrido todos los dolores de este valle de lágrimas y luchado con valor en el combate de la vida. Estaba recostado sobre sus almohadas, con los ojos cerrados, pero sus labios se movían, siguiendo con un murmullo apenas perceptible el canto de sus hermanos. Su pálido semblante reflejaba la serenidad interior de la conciencia... Perdonadme, lectores míos, vosotros que habéis venido a este mundo en época distinta de la mía: ¡yo vi una aureola de luz que rodeaba su espaciosa frente! Cuando la comunidad salmeó el último versículo: «domine, ut scuto bonæ voluntatis tuæ», le oí responder distintamente: «intelige clamorem meum». En seguida abrió sus ojos, para mirar al cielo, y exclamó con voz fuerte:«lux ultra!»

Todo había concluido... ¡El alma desprendida de la   —336→   materia volaba a la región luminosa que había visto abrirse más allá de la existencia terrenal! El Guardián se aproximó a la cabecera del lecho, para cerrar piadosamente los ojos del muerto, y la comunidad desfiló silenciosamente por el claustro solitario.

En ese momento entró el comandante Zubiaga, con el cigarro en la boca y el sombrero puesto de lado sobre una oreja, a la manera de los matones.

-Es cosa de un instante, Reverendísimo Padre -dijo el miserable, arrojando el cigarro y sacando una gran tijera de sastre del bolsillo del faldón de su casaca.

-Pero vuestra merced ha llegado muy tarde -contestó impasible el octogenario Guardián-. Mi hermano, que está libre en el cielo, no puede ya decirle lo que hizo de los papeles que tenía ocultos en el colchón de su cama. Vea vuestra merced -concluyó, levantando la sábana y mostrándole una ancha abertura en el colchón.

-¡Demonio de frailes! parecen realmente hechiceros... ¡oh! ¡nos veremos! -repuso Zubiaga, amenazando con el puño al anciano sacerdote.

Éste lo miró fijamente, y le señaló la puerta, diciéndole con voz firme:

-Voy a rezar al lado de un muerto, señor comandante. Si vuestra merced no sale, yo iré a decirle a don José Manuel Goyeneche que los defensores del altar no respetan a Dios, ni a sus ministros, ni al más terrible de todos que es el que abre las puertas de la eternidad. ¡Ah! -continuó, oyendo los repiques y cohetes que anunciaban haber salido la procesión a la plaza-, ¡he ahí lo que es la religión para los españoles!

  —337→  

Zubiaga avanzó un paso en ademán amenazador. El Guardián levantó una cruz que estaba en la mesa entre dos cirios, y se arrojó sobre él, obligándole entonces a huir despavorido. Yo creo que de otro modo el Padre Escalera lo hubiese descalabrado con el instrumento de muerte del Salvador. ¡Qué grande e imponente estaba en aquel momento el reconstructor del templo de San Agustín!

No os he dicho aún, ni voy ahora a intentar deciros lo que yo pensaba y sufría arrodillado en mi rincón, derramando abundantes lágrimas y conteniendo mis sollozos. Eso es imposible. Sabéis ya toda la humilde historia de mi infancia y podéis comprender muy bien mi dolor... Recuerdo sí, perfectamente, que cuando el oficial español amenazaba al Guardián, me puse de pie y di un salto para interponerme.

Pensaba echarme a los pies del agresor para hacerle caer de bruces en el suelo, y no hubiese parado sin sentarme sobre su cabeza.

Pero él huyó, como ya sabéis, y entonces corrí a besar la mano del muerto, que colgaba a un lado del lecho, y permanecí allí mucho tiempo, repitiendo maquinalmente   —338→   las preces del venerable anciano, que se había arrodillado junto a mí en la cabecera.

-Oye, hijo mío -me dijo éste por último, tocándome en el hombro.

Me volví a mirarlo atontado. Estaba ya de pie, y tenía en la mano un misal lujosamente encuadernado, con cantos dorados.

-No pierdas un instante -continuó-. Esto te pertenece por encargo de Fray Justo... Ocúltalo cuidadosamente... ¡vete!

Yo tomé maquinalmente el misal; lo envolví en un paño, que me presentó el Padre; besé por última vez las manos del muerto, y salí.

La procesión había terminado. Debió naturalmente ser muy poco concurrida. Supe más tarde que el Conde de Huaqui asistió seguido de su estado mayor, sus asesores Cañete y Berriozábal y unos diez o doce vecinos notables, «vasallos fidelísimos del rey» por el terror. La inmensa masa popular que inundaba otras veces las calles y la plaza, estaba representada apenas por tres o cuatrocientos miserables, de lo más abyecto y perdido del populacho. El Conde había tomado, como le correspondía, el guión. Su aire era humilde y contrito... rezaba en alta voz, arrodillado ante los altares! Hubo tarasca y gigantes, lechehuairos y tactaquis. No había sido posible reunir a los faillires, es decir a los únicos danzantes pasables y decentes, pues eran niños lujosamente vestidos a la manera de los treces de Sevilla, que bailaban cantando al rededor de una percha, en la que trenzaban cintas de todos los colores, pendientes de la punta del palo, que sostenía el devoto más alto, corpulento   —339→   y robusto, elegido para el efecto. Cuando yo salí a la plaza, las tres comparsas de que he hablado divertían aún a los curiosos; los diablos de ellas -todas los tenían con máscaras cornudas, trajes de arlequín y largas colas-, hacían grotescas contorsiones y gestos obscenos, mereciendo estrepitosos aplausos y risotadas...

Seguí mi camino; pero me detuvo muy pronto un espectáculo sorprendente, que era inconcebible en aquel tiempo, a pesar de todos los horrores ya cometidos por las tropas de Goyeneche. Una partida de soldados traía por la calle de las Pulperías, unas veces arrastrado, otras empujado por las culatas de sus fusiles, a un religioso de la Recoleta, franciscano descalzo, de los de hábito gris, de jerga ordinaria. El religioso no se resistía de ningún modo. Era evidente que sus conductores querían atormentarle. Jamás he oído mayores invectivas, injurias más groseras dirigidas contra ningún hombre. Como unos diez pasos atrás del grupo, vi también al sordomudo Paulito. Estaba con el traje desgarrado, cubierto de sangre; sus gritos guturales espantaban; seguía él al religioso a pesar de cuantos esfuerzos hacían los soldados para ahuyentarlo...

-¡Ajá! el gobernador... ¡que muera! -oí gritar al Maleso enteramente ebrio, que se había adelantado con otros de su laya por la calle.

-¡Que muera! ¡viva el rey! -contestaron sus dignos compañeros.

La chusma se agolpó entonces en la esquina, sin excepción de los danzantes. Los diablos de las comparsas repetían allí sus más grotescas contorsiones, sus gestos más repugnantes, preparándose a escarnecer a la víctima.

  —340→  

El hombre del hábito era efectivamente el gobernador Antezana. Se había refugiado el día anterior en el convento de la Recoleta, situado fuera de la ciudad, a la otra orilla del Rocha, convento del cual no quedan hoy más vestigios que la iglesia y el nombre que ha conservado la aldea. No sé, nunca he podido averiguar quién denunció a Antezana ante Goyeneche. Éste había enviado a prenderlo a uno de sus más celosos e íntimos servidores, con una partida de sus queridos y fidelísimos granaderos del Cuzco. Requisado el convento con la mayor prolijidad, sin dejar de meter la cabeza en ningún hueco ni cajón de armario, ni en el mismo lugar donde se encierra el santísimo sacramento, resultó que fue imposible encontrar «al cabecilla principal de los insurgentes»; y sus perseguidores iban ya a desistir de su empeño, cuando aquel Judas desconocido se acercó a besar la mano de uno de los religiosos sentados a la sazón en el coro, y saludó por su nombre al que había vendido de miedo o por dinero, que esto último tampoco he podido averiguarlo.28

¡Qué via crucis esperaba al primer ciudadano, al gran patriota de mi país, desde el punto en que lo reconoció la chusma, hasta la casa de gobernación donde debía recibirlo su implacable vencedor! Son trescientos pasos más o menos; pero para darlos la víctima sufrió innumerables golpes y escuchó un continuo clamor de muerte de bocas que él mismo debió haber alimentado muchas veces con   —341→   mano generosa, o a las que enseñó con su ejemplo a saludar con alegría el nombre de la patria! ¡Ay! ¡yo he visto a los feroces soldados de Goyeneche estimularse a atormentar a Antezana con los gritos de seres humanos que habían nacido en mi hermosa tierra de Cochabamba, allí donde nacieron también los valientes y rudos soldados de Aroma, los activos e indomables guerrilleros de Arze, las mujeres heroicas que murieron junto a sus cañones de estaño en la Coronilla de San Sebastián! Loco de dolor, corrí entonces a ocultarme, maldiciendo a mis paisanos; pero he comprendido después que en todos los tiempos y en todas las zonas del globo, se han visto esas increíbles aberraciones, nacidas de la ignorancia y la miseria, del miedo, del egoísmo, que convierten a los hombres en animales más repugnantes que los inmundos y venenosos reptiles!

Pero no fue la chusma solamente la que descendió tan abajo aquel día. Goyeneche estaba rodeado en su salón de «los vasallos fidelísimos», de aquellos diez o doce caballeros criollos que le acompañaron en la procesión, y éstos, más miserables todavía que la chusma, hicieron beber la borra más amarga de su cáliz a la víctima. Me han dicho testigos oculares que cuando el conde de Huaqui se levantó sonriendo de su asiento, para adelantarse a gozar de la humillación del patriota, los antiguos amigos de éste, algunos de los que tal vez le halagaron en el poder, gritaban a porfía, procurando cada uno que su voz se oyese más que la de los otros, para asegurar mejor su cabeza:

-¡Que muera! ¡vuestra señoría sabe que su obstinación nos ha conducido al abismo!

Yo creo esto, lectores míos, como lo que vi de la chusma   —342→   con mis propios ojos. La víctima clamará siempre, mientras se escriba la historia, recordando éste su más cruel martirio. ¡He visto, por otra parte, tantas cosas en este mundo!...

Goyeneche se sonreía, como ya he dicho, y su ingénita perversidad le indujo a burlarse del hombre a quien tenía irremisiblemente condenado a la muerte.

-¡Ah, don Mariano! yo no esperaba semejante visita -le dijo-. Cierto es que no me la hace vuestra merced de muy buena gana. ¿O acaso me engaño? ¿Vendrá vuestra merced a abjurar sus errores y a pedirme que los perdone a nombre del rey, cuya bondad paternal es inagotable? ¿Le parece que podemos entendernos?

Antezana lo miró primero con asombro y después con imperturbable serenidad.

-Soy patriota... no permitiré que me calumnien como a Rivero -contestó-. Vamos, señor oficial -continuó señalando la puerta al que comandaba la partida-. Estoy pronto a comparecer ante Dios.

Goyeneche dio entonces un grito de cólera, y empujó con tal fuerza al gran patriota, que, me han dicho, le hizo caer de espaldas.

-Sea en buena hora... que se confiese, si quiere -dijo en seguida al oficial.

No es todo. Oíd este rasgo de la clemencia del Conde de Huaqui, que es perfectamente histórico. La partida había llegado ya a la esquina sobre la que caía el ancho balcón de aquella casa, cuando el Conde salió a éste y llamó la atención del oficial, para decirle de modo que lo oyesen todos y especialmente Antezana:

  —343→  

-Que no le tiren a la cabeza... la necesito intacta, para clavarla en una pica en media plaza.

Antezana escribió a su esposa en aquel momento supremo, antes de confesarse para morir fusilado: «Después de haber sufrido los insultos y las mayores inconsecuencias de un pueblo a quien he servido con honor, sólo me resta esperar la muerte»... «Dios me dé sus auxilios, y a ti conformidad»... He tenido una vez en mis manos este documento, que se encuentra ya trascrito en otros libros. Es un pequeño pliego de papel grueso y resistente, del llamado «de hilo para cartas» en aquel tiempo. Está escrito de letra redonda española, bien perfilada; no hay un rasgo de más, ni un ligero borrón; debió ser simétricamente plegado para cerrarlo; la mano que lo escribió y plegó no pudo temblar un solo instante. ¡El patriota miraba de frente la faz de la muerte y sólo inclinaba la cabeza ante Dios!

Antezana fue fusilado a las tres de la tarde, en un poyo de adobes, en la acera del oriente de la plaza, llamada del sol, por recibir a éste en la tarde, bajo un pequeño balcón, pintado de verde, conocido con el nombre de «la lorera», único que había en ella en medio de las casas de planta baja que la formaban. A esa hora Gandarillas, Ferrufino, Lozano, Azcui, Zapata, Padilla y treinta otros patriotas, habían muerto ya en distintos lugares, la mayor parte en el cuartel de la Compañía, fusilados también algunos, en horca y garrote los que no obtuvieron esa única gracia, que sólo con ruegos se podía obtener de los verdugos.

El tribunal de sangre de Imas, Cañete y Berriozábal seguía funcionando sin descanso, para entregar nuevas víctimas al Conde de Huaqui. Recibía ahora en el cabildo   —344→   infinitas delaciones; era ya numerosísima la lista de los patriotas denunciados como cabecillas, o como audaces difamadores de la persona del invicto general. Haber dicho alguna vez que era mestizo o zambo, sin reconocer su clarísima estirpe, era crimen tan grande como haber comandado una republiqueta. Los miembros del tribunal escogían de la lista los nombres que les parecían principales, según sus informes, para fijarlos al lado del indulto, ofreciendo premios de dinero a los que entregasen vivos o muertos a los insurgentes que los llevaban. Tuve más tarde una de estas listas en mis manos, en la que leí el nombre de Alejo Nina, el pobre cerrajero, mi tío, que aquel día se empleaba en dar sepultura a los suyos, para evitar que los arrojasen en la fosa común, donde yacen hoy confundidas todas las víctimas del cerro y de la ciudad, y que no fue otra que la antigua cantera abierta en el flanco de la histórica colina que mira al oriente.

Así fue como el Conde de Huaqui celebró la fiesta delCorpus Christi después de su victoria de «la elevada montaña de San Sebastián»; éstas fueron las que Torrente llama «medidas de severidad templadas con la sucesiva dulzura del jefe realista y con sus promesas de olvidar para siempre la negra ingratitud.»




ArribaAbajoCapítulo XXIV

El legado de Fray Justo


Hallábame solo en mi cuarto, sentado junto a la mesa en que deposité el misal, sumido en tristes pensamientos, agotadas   —345→   las lágrimas que podían derramar mis ojos, cuando vi entreabrirse mi puerta y asomar por ella la rubia y desgreñada cabeza de Carmencita. Me miró, se puso el dedo en la boca para recomendarme silencio; se volvió a observar atentamente si la seguían; entró al fin; cerró la puerta con aldaba; se vino corriendo a sentar en mis rodillas, y me rodeó el cuello con sus bracitos desnudos.

-Que no sepa nadie que estoy aquí -me dijo-. Ese hombre amarillo, tan bien vestido, con lindos encajes en la pechera y los puños... que habla chunqueando a todos como doña Goya Cuzcurrita, me da miedo. Lo he visto entrar de la calle y me he corrido... ¡Creerás que me quiere besar! ¡Pero yo me tapo la cara con la falda, Juanito! ¡Qué frías y pegajosas son sus manos! Parecen víboras sus dedos... yo toqué una vez una víbora muerta y era así. ¡Vieras qué cosas le dice a mi madre! «Mi noble señora Marquesa, la buena sangre se muestra en los sentimientos... Vuestra merced, mi generosa amiga, es purita española. Deje a los pobrecitos soldados que se lleven lo que puedan... Cierto es que han cometido un gran sacrilegio destrozando las santas imágenes del Oratorio. ¡Oh! ¡su señoría hará pasar por las armas a los impíos! Este pobre Imas está loco por hacerse de cualquier modo de la vajilla. Pero no; es un legado de familia. ¿No podríamos contentarle con los dos hermosos candelabros? ¡Bah!, mi noble señora Marquesa, ¿qué importa la plata a vuestra merced, que la tiene por quintales?» ¡Huy! ¡qué feo, qué malo, qué chinche es el tal Cañete!

La oía yo distraído, pero su voz, sus graciosos gestos, sus bellísimos ojos azules, derramaban inefable consuelo en mi alma.

  —346→  

-Déjate de Cañete y dame un beso -le contesté, aproximando su frente a mis labios.

Ella me sacó la lengua y fingió querer huir de mis brazos, pero me besó y se rió a carcajadas.

En seguida, con la natural curiosidad de los niños levantó una punta del paño del misal, y exclamó:

-¡Qué lindo! ¿quién te lo ha dado? ¿es para mí?

-Es un libro santo -le respondí.

-¡Qué tonto! -repuso ella, que ya lo había desenvuelto y examinaba con las manos-; esto no es un libro, ¡no, señor!: es una caja muy bonita para mis juguetes.

Y tenía sobradísima razón. Lo que yo había creído un misal lujosamente encuadernado, era una caja en forma de tal, bien pintada y dorada, y cada uno de sus broches de latón terminaba en una chapa, cuya llave pendía de una cinta en forma de señalador. Debo deciros además, que esta especie de cajas era muy común en aquel tiempo. Tal vez habréis visto vosotros mismos alguna entre las antiguallas de vuestros abuelos. Puede ser que la rareza del libro, considerado entonces objeto de lujo, indujese a tenerlo siquiera de ese modo, ya que no real y verdadero, lo que no quita ni pone a la indiferencia con que personas como doña Teresa dejasen destruir o quemasen por sí mismas los reputados heréticos e impíos.

Comprendí que aquella debía encerrar importantes papeles; quizás la revelación del misterio impenetrable que me atormentaba desde que oí por primera vez el nombre de padre y pregunté quién era el mío, a la angélica mujer que, por su parte, no podía llamarme su hijo sin un grito desgarrador de sus entrañas. Quise entonces volverme a   —347→   encontrar solo, impedir de cualquier modo que la niña descubriese los papeles...

-Cierto, no hay cómo engañarte -le dije-; es una caja para ti... ¿a quién podía yo dársela, gringazalamera?

Al mismo tiempo Feliciana llamaba a gritos a la niña en el patio.

-Vete... no me hagas reñir con la señora -agregué-; si el hombre amarillo quiere besarte, dile que huele a sangre y verás como no vuelve a intentarlo.

Carmencita se fue resentida, haciéndome gestos encantadores. Cerré la huerta tras ella, la aseguré de cuantos modos podía, y abrí la caja.

Había en ella algunos cuadernos manuscritos de diferentes letras, más o menos amarillentos, según el tiempo que cada uno tenía. Aquí están ahora mismo, sobre la mesa en que escribo, conservados por la misma niña que no quise entonces que los viera, del modo que os he de referir en su caso y lugar. ¡Cuántas veces los he leído a mis solas o héchomelos leer con Merceditas! ¡Cuánto me han enseñado, Dios mío!

El primero que cayó bajo mis ojos es una traducción completa de El Contrato Social, de letra de mi maestro, con numerosas notas originales al pie de las páginas y en el margen de ellas. Otro contiene una miscelánea de trozos escogidos de las obras de Montesquieu, de Raynal y de la Enciclopedia, firmados algunos con las iniciales F. P. C., y otros con el nombre completoFrancisco Pazos Canqui. En un tercero se encuentra la declaración de la independencia de los Estados Unidos y su constitución, traducidas y escritas cuidadosamente por Aniceto Padilla. Este mismo   —348→   cuaderno contiene en seguida el reto de Mirabeau a la corona, antes del célebre juramento del juego de pelota; discursos de Vergniaud; la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y otros fragmentos de escritos y discursos de los convencionales, firmados por distintos nombres como B. Monteagudo, Michel, Alcérreca, Rivarola, Quiroga, Carrasco, Orihuela... ¡Ay! ¡aquellos cuadernos revelan todos los anhelos de la juventud inteligente del Alto Perú, de esas almas luminosas, de esos corazones ardientes, que pudieron comunicarse sus ideas, sus aspiraciones patrióticas en la Universidad de San Javier! Los graves maestros les hacían conjugar todo el día verbos latinos, o cuando más les permitían leer libros muy espurgados; pero de noche, cuando el de turno se dormía tranquilamente, creyendo que «los niños soñaban con el bastón de doctor in utroque, o la prebenda de canónigo», el libro prohibido salía sigilosamente de entre las lanas de los colchones, los reunía al rededor de un candil, y «los niños» soñaban con convenciones y batallas! «Para ello era preciso que supiesen el francés y el inglés, que estaban igualmente prohibidos», me diréis; pero yo os responderé, que también aprendieron todos la lengua de Voltaire y algunos la de Franklin «por obra del Enemigo», sin saberse cómo, aunque hay sospecha de que primero comenzaron a descifrar palabra por palabra alguno de aquellos libros, con ayuda del Calepino octolingüe, que los mismos maestros ponían incautamente en sus manos, cuando se lo pedían para traducir un canto de la Eneida, una de las Tristiumde Ovidio o la Inimitable de Horacio.

Un cuaderno quemado por una de sus esquinas, cubierto   —349→   de borrones, de huellas redondas, de lágrimas indudablemente, llamó sobre todo mi atención en aquellos momentos; y fue éste el que yo devoré con mis ojos, hasta la última palabra, inundándose mi alma de amargura, rugiendo algunas veces de dolor, como si me aplicaran ascuas encendidas al corazón.

Ya que os he hecho confidentes de toda mi oscura vida, en la que he sufrido tanto y encontrado después dulcísimos consuelos, voy a haceros en seguida un extracto de él, dominando en cuanto me sea posible las emociones que hoy mismo me agitan cruelmente.




ArribaAbajoCapítulo XXV

Una familia criolla en los buenos tiempos del Rey Nuestro Señor


I

Pedro de Alcántara Altamira nació de humildes padres labradores, pero cristianos viejos, sin gota de judío ni de moro, en un cortijo a orillas del Tirón, cerca de Logroño. Le enseñaron a rezar, le contaron ejemplos de aparecidos y condenados, y vio flagelar públicamente a los últimos sectarios de los famosos brujos y quemar a un hereje molinosista. A esto se redujo su educación moral. Cuando niño apacentaba las ovejas; un poco más tarde, cuidó de los bueyes del cortijo, y ya mozo, le dieron a empuñar unas veces la azada y otras la mancera del arado.

  —350→  

Labraba cierto día el terruño de sus padres, cuando un su vecino, más leído que éstos, se detuvo al pasar por el sendero, y exclamó:

-Ya es un hombre... ¡y qué guapo chico! Yo que él, me iría en derechura, de cualquier modo, a las Indias del rey nuestro señor, que Dios guarde!

Pensó entonces que realmente haría un disparate en vivir siempre y morirse de gañán y de pechero, y se dijo:

-¡No, señor! ¡allá me voy!

Y se vino en derechura, como pudo, en el séquito de un Oidor, a Santa María de Buenos Aires.

Proveyose allí, merced a una liberalidad de su amo, de un quintal de añil y una caja de lentejuelas, para comerciar en las provincias del Alto Perú, donde vio con sus propios ojos el maravilloso cerro de Potosí; habitó en sus faldas, y tuvo que dejarlo atrás, no sé por qué pendencia entre vicuñas y vascongados, con mil trabajos y pocos maravedises, llegando al fin a los amenos valles de Cochabamba, en los que le esperaba mejor suerte de la que él mismo se prometía.

Como «guapo chico» averiguó en Oropesa cuál era la muchacha más rica de las criollas casaderas, y le contestaron que doña ChabelitaZagardua. La vio una sola vez en la iglesia, muy recatada, envuelta en su manto; no supo de qué color eran sus ojos, ni oyó el timbre de su voz, y la pidió y obtuvo en matrimonio de sus padres. Esto, que ahora sorprenderá a mis lectores, era muy sencillo en aquellos tiempos para un español peninsular; porque había muchos padres que decían: marido, vino y bretaña, de la España, y de este número eran los de doña Isabel, con el   —351→   aditamento de que habiendo pedido de Vizcaya algún sobrino Zagardua para casarlo con su hija, y no llegando el novio, a pesar de que recibieron noticia de su venida hacía dos años, creían ya que naufragó en el charco o fue preso en el galeón, por los herejes, que hacían constante guerra al rey de las Españas por católico.

II

Don Pedro -era ya don desde que pisó las playas del Nuevo Mundo-, pudo haber tenido en doña Isabel una tierna y amantísima compañera, como lo son hasta ahora de sus maridos las ejemplares señoras de mi país; pero su orgullo peninsular no lo permitía, y quiso él que fuese solamente su más solícita y sumisa esclava, sin derecho a hacerle la más mínima observación, ni a merecer ninguna confidencia.

Vivió en el ocio y la abundancia, retirado casi siempre en la más hermosa y cercana de las haciendas de su mujer, con respetable provisión, incesantemente renovada, de los mejores cigarrillos y el más exquisito chocolate que podía mandar torcer y labrar expresamente para él y a su presencia la humilde y resignada doña Isabel.

Tuvo de ella cuatro hijos, que voy a nombrar por el orden de su nacimiento: Pedro de Alcántara, Enrique, Teresa y Carlos.

Éstos crecieron mimados por su buena madre, venerando de lejos, después de Dios, al autor de sus días, sin molestarle con sus lloros, ni gritos, ni travesuras, en frecuente trato con los criados. Solamente los domingos y fiestas de   —352→   guardar los lavaban y vestían de gala, para que se acercasen a besar las manos del «caballero grande», quien se sonreía a veces, y se dice que algunas los acarició con una palmadita en la mejilla. Cuando por acaso llegaba a sus oídos alguna travesura de marca mayor, se limitaba a encogerse de hombros, y decía:

-Son criollos... ¿qué hay que esperar?

Estaba íntimamente persuadido de la inferioridad física, moral e intelectual de sus hijos; creíalos condenados sin remedio a ser enclenques, depravados y tontos por haber tenido la desgracia de nacer tan lejos de Logroño, en otro mundo. No os sorprendáis, lectores míos: esto era lo que, como don Pedro, sentía y pensaba la generalidad de nuestros abuelos españoles. Cada uno de los personajes de esta historia de mi vida no es más que un tipo de las especies de hombres de mis tiempos.

III

Pero con todo lo que don Pedro tuvo, por sólo ser español, en el Nuevo Mundo, no estaba satisfecho. ¡No había nacido noble fijodalgo! ¡El don se lo había dado aquí la costumbre, pero lo prodigaba a todos, y él oía dárselo corrientemente entre sí a sus criados y hasta a sus esclavos negros y mulatos, llamándosedon Clemente, doña Feliciana! ¡Nunca podría poner legítimamente un de antes de su apellido! ¡Y qué bien hubiera sonado éste entonces! ¡de Altamira!!!

Un mayorazgo su vecino le suscitó un día cierto pleito   —353→   sobre linderos, por fortuna, y hasta esta ligera nube de su cielo quedó despejada.

He aquí de qué manera.

El perito nombrado por don Pedro, para una vista de ojos, fue un joven licenciado, cuyo nombre resonaba en toda Oropesa, por la notable circunstancia de que en la Universidad de San Javier de Chuquisaca había hecho tan prodigiosos estudios, que ya no le era posible hablar más que en latín, hasta para dar los buenos días, o pedir agua caliente para hacerse la barba, a sus criados. Decíase que era tanto su ingenio, que a su novia doña Goyita, rica heredera de los Cuzcurritas, la había pedido en versos latinos que nadie pudo comprender, sospechando únicamente el confesor lo que era aquello, por hallarse entre los versos palabras sacramentales.

Terminada la inspección de los lugares materia del litigio, tomando don Pedro su taza de chocolate en el corredor de su hacienda, que daba a un extenso huerto, el sabio licenciado le dijo poco más o menos:

-Mi noble amigo, si yo viviese aquí, diría como el Flaco: cur valle permutem Sabina?

Don Pedro se sonrió, para darle a entender que comprendía.

-Y a propósito -continuó su interlocutor-; ¿no ha pensado vuestra merced en fundar, también, un mayorazgo?

-¿Eh? -preguntó don Pedro, poniéndose en pie como impelido por un resorte y dejando caer la taza al suelo-. Sí, ciertamente... ya lo tuve pensado -agregó; pero en realidad la luminosa idea, que despejaba su cielo, acababa de entrar en su cerebro.

  —354→  

Dos años después estaba fundado el gran mayorazgo de Altamira. El dinero -¿qué no conseguía un español acaudalado de la metrópoli?-, el dinero demostró que un antecesor de don Pedro acompañaba al mismo Cid Campeador en sus empresas contra los moros, y allanó toda dificultad con poco más o menos de sus perentorios alegatos. El mayorazgo debía ser regular, conforme a las leyes de Toro; la línea de sucesión quedaba establecida como la de la corona del reino, teniendo derecho a ella las mujeres, a falta de varones solamente.

Desde entonces la suerte de los hijos del fundador del mayorazgo quedó irremisiblemente fijada por él, como si fuera el mismísimo Destino. El mayor Pedro de Alcántara recibiría todos los bienes, con el glorioso encargo de transmitir a la posteridad más remota el noble apellido de la familia; Enrique serviría al rey nuestro señor en las milicias; Teresa se casaría con quien quisiera tomarla por sus buenas prendas, o se la dotaría para ser monja carmelita descalza, en el convento aristocrático de Oropesa, pues el de clarisas era el de la gente de poco más o menos; Carlos tenía el perfecto derecho de elegir, entre los seis conventos de frailes, el que más le acomodase. Todo esto se hacía sin que doña Isabel interviniese de ningún modo; porque ¡por Santiago! ¿qué entienden de esas cosas, ni de lo que conviene a sus hijos las mujeres? La pobre señora, que languidecía de enfermedad desconocida, desde que dio a luz a su último hijo, murió poco después, por otra parte. Había cargado heroicamente su cruz, sin murmurar, como una santa. Sus hijos la lloraron inconsolables al principio, pero el tiempo, que hace crecer lentamente la yerba sobre los   —355→   sepulcros, extiende, también, el velo del olvido en la memoria de los que sobreviven. Llorola asimismo alguno que pudo hacerla más dichosa, aunque era igualmente peninsular. Hablo de aquel sobrino Zagardua, que se creía perdido en los abismos del océano o en manos de los herejes. Éste, que se llamaba don Anselmo, había llegado precisamente el día en que se celebraban las bodas de su novia; pero, acostumbrado a amarla antes de verla, por encargo de sus padres, la adoró sin esperanza después de conocerla. Don Pedro... dicen que no tomó su chocolate a la hora acostumbrada el día de la muerte de su esposa, y que no ocurrió lo mismo al siguiente.

IV

Dios dispuso las cosas de otra manera que don Pedro. El hijo mayor que había nacido enfermizo y languidecía como su madre, debía morir sin llenar su gloriosa misión. Enrique no deseaba consagrarse al servicio de las armas; quería instruirse, devoraba todos los libros que podían llegar a sus manos; su primera lectura seria había sido por desgracia «la vida y hechos del Almirante don Cristóbal Colón», por el hijo de éste don Fernando; obtuvo, a fuerza de ruegos y de lágrimas, el permiso de estudiar en Chuquisaca. Teresa no encontraba novio por sus buenas prendas, que eran nulas, y no sentía afición a ser esposa de Jesucristo. Carlos tenía aficiones artísticas y ardiente imaginación; aprendía fácilmente la música, pintaba, esculpía, sin maestros, procurándose difícilmente modelos de escaso mérito.

  —356→  

A estas dificultades, que oponían la constitución física y el carácter personal, agregó otra insuperable, un sentimiento que todo lo domina y que sólo dejan de comprender rarísimas almas, como la de don Pedro, por ejemplo.

Una niña huérfana, criada bajo el amparo de la santa mártir doña Isabel, casi al igual de sus hijos, resultó ser un portento de bondad y de hermosura, admirable, increíble fenómeno, según el noble señor de Altamira; porque la chica tenía sangre de Calatayud en sus venas y era hija de su mayordomo! Amábanla cuantos la veían, hasta las mujeres que siempre tienen su poquito de envidiosas; pero Teresa, que tenía más que nadie de esa pasión en el alma, odiábala de un modo que ya no es posible explicar. Veía pálida, mordiéndose sus delgados labios, saludar afectuosamente, antes que a ella, a esa miserable botada: las personas que las veían por primera vez, tomaban a la una por la otra; creían que la bella joven era la hija de Altamira y «la poco agraciada» la huerfanita. ¡Figuraos lo que esto haría sufrir a la hija de don Pedro, idéntica en el orgullo a su padre!

Carlos amó con delirio a la huérfana. Lo mismo sucedió con Enrique, cuando volvió de haber hecho sus estudios en la Universidad. ¡Teresa se encargó de hacer saber a sus hermanos que eran rivales! Voy únicamente a referiros dos episodios.

Un día los cuatro jóvenes se refugiaron de la tormenta en el hueco tronco del ceibo de que en otra parte os he hablado y al que ellos daban el nombre de el Patriarca. Teresa y Rosa -ya se me escapó su adorado nombre-, se habían sentado a descansar en el suelo, cuando dieron   —357→   un grito de espanto y volvieron a levantarse pálidas y temblorosas. Una víbora negra asomaba entre dos piedras. Enrique se lanzó sobre ella, la cogió y despedazó con sus manos, no sin ser cruelmente mordido por el reptil. Teresa se acercó y le dijo al oído:

-¡Míralos, tonto!

Rosa se había colgado del cuello de Carlos, y éste la sostenía entre sus brazos.

Otro día, un día de fiesta en que don Pedro celebraba con sus amigos, en la mesa, el de su cumpleaños, Teresa se aproximó al asiento de Carlos, y le dijo:

-Ven... sígueme.

Y lo condujo de la mano al corredor que daba frente al huerto, y le señaló con la mano un banco de mirto que rodeaba un hermoso nogal. Rosa y Enrique estaban sentados en el banco, y el segundo, deshojaba una flor del campo entre sus dedos.

-«Sí me quieres, no me quieres» -murmuró Teresa a los oídos de Carlos, y se escapó en seguida, riendo como una loca.

Los dos hermanos tuvieron poco después una explicación.

-Me ama -dijo Carlos.

  —358→  

-Yo la amo sin esperanza -contestó el otro.

He aquí por qué el hijo de don Pedro, que debía servir al rey en las milicias, fue más bien el que eligió un convento entre los seis de frailes, y eligió precisamente el de San Agustín por auxiliar con sus esfuerzos al Guardián Escalera en la reedificación de su templo, lo que se consiguió, y en la reforma de los hermanos, lo que siempre fue imposible. Don Pedro no consintió en el cambio, sino después de haber visto a Carlos próximo a atentar contra su propia vida, para salvarse de la cogulla.

V

Cuando el inexorable padre supo al fin el amor de su hijo Carlos por la nieta de Calatayud, estuvo a punto de perder el juicio de cólera y de indignación. ¡Si aquello era imposible! ¡su hijo no podía amar a esa mujer, que tenía algo de india! ¡menos podía hacerla su esposa! Probablemente era hechicera esa muchacha... ¿y cómo no? ¡Era natural que hubiese en esta tierra más brujos que en Logroño! En vano su hijo se arrastró a sus pies inundándolos de lágrimas. ¿Qué significan esas locuras, esos extremos? La cosa pasaría metiendo a Rosa en el beaterio de San Alberto, mientras se pudiese hacerla monja en Santa Clara.

La pobre Rosa aceptó resignada su suerte. Amaba a Carlos; pero comprendió que éste jamás podría unirse con ella, y que no le quedaba a ella en el mundo más que enterrarse viva en un convento. Pero el impetuoso Carlos no pensaba de ese modo. Lo arrostró todo, la cólera de su   —359→   padre y la misma indignación de Rosa, y la arrebató de su provisorio encierro.

Don Pedro perdió realmente el juicio con esto, hasta que obtuvo separar para siempre a los amantes.

Quejose a la autoridad -no estaba por desgracia don Francisco de Viedma en la ciudad y le reemplazaba un personero-, quejose, digo, de «las malas artes y maleficios con que la hechicera perdía el alma de su hijo», y consiguió sin dificultad el auxilio de los sabuesos de la policía. Excitado el celo de éstos, aguzado su instinto por largas dádivas de dinero, los amantes fueron conducidos pocos días después a su presencia. Dispuso inmediatamente enviar a Carlos a Buenos Aires, con carta al Oidor su antiguo patrono, en que le decía «que casase allí al joven, con hija de buenos padres, sea quien fuese», y en cuanto a Rosa, quiso hacerla monja el mismo día.

Don Carlos conducido a viva fuerza, maniatado, hasta la primera jornada, se escapó durante la noche. Al día siguiente lo hallaron sobre un cerro, sentado en una piedra. No hizo ningún ademán de huir de sus perseguidores,   —360→   cuando éstos se pusieron al alcance de sus ojos. Miraba él absorto al sol naciente sin pestañear; hablaba con los cactus que crecían entre los peñascos; reía a carcajadas... ¡estaba loco!

No fue posible, tampoco, encerrar a Rosa en el convento. Un nuevo ser palpitaba en sus entrañas... Entonces -¡oh!, ¡no vais a creerme! ¡ojalá no fuera cierto, Dios mío!-, entonces don Pedro pensó en hacerla morir de vergüenza en la miseria. Mandó que Teresa cortase con sus propias manos los cabellos de la hechicera, y que sus criados expulsasen a ésta de la casa a medio día, con esa marca infamante que entonces daba a conocer a las mujeres perdidas. ¡Y Teresa se complació en cortar las hermosas trenzas que ella había envidiado, así como envidiaba todos los demás encantos de la bruja! ¡y los criados la arrastraron hasta la puerta y la empujaron brutalmente a la calle, gritando que era digna de morir apedreada!

Enrique, es decir Fray Justo, le proporcionó un asilo en la casita del cerrajero Alejo, y la protegió como a una hermana.

VI

El mismo día en que volvieron a traerle privado de razón a don Carlos, el orgulloso don Pedro perdió al hijo de su propio nombre, el mayorazgo.

Seis meses después, consintió en casar a su hija doña Teresa con don Fernando Márquez, del modo que ya hemos visto al principio de mis memorias.

Al año siguiente, cuando Dios le llamó a comparecer a su   —361→   presencia, recibió todos los auxilios de la religión y bendijo a su nieto, el que debía ser don Pedro de Alcántara Marqués de Altamira.

Había dispuesto en su testamento que su hija y el esposo de ésta entrasen en posesión de sus bienes, como curadores de don Carlos, después de cuya muerte correspondería a aquélla el mayorazgo. Don Fernando tenía, según ya dije, un bondadoso corazón, y quiso cuidar personalmente, en su casa, del pobre loco, socorriendo además a Rosa y su hijo; pero su esposa, perpetuamente atormentada del flato y la jaqueca, dolencias imaginarias con las que se disfrazaba su feroz egoísmo, no consintió que se le hablase de «cosas tan tristes que más valiera olvidar», y como el pobre hombre temblaba ante una mirada de los duros ojos y se moría de susto a un grito de su mujer, permitió que ésta arreglase el asunto a su manera, para consultar mejor su tranquilidad. Don Carlos fue entregado, en consecuencia, a los cuidados del tío don Anselmo Zagardua y su esposa doña Genoveva, concediendo a éstos el usufructo de una de las haciendas, que resultó ser la más pequeña y abandonada. En cuanto a Rosa y su hijo, sabemos ya hasta qué punto llegó con ellos la generosidad de la noble señora Marquesa.

Esta «historia de una familia criolla en los buenos tiempos del rey nuestro señor», se hallaba escrita sin orden, unas veces en forma de diario, otras en fragmentos sueltos, sin ilación, en el cuaderno de donde la he compendiado. Hay páginas que una pluma ejercitada y más diestra que la mía explotaría con ventaja, para hacer una novela. Yo me contento con lo dicho, que basta y sobra para la inteligencia del sencillo relato de mi prosaica vida.   —362→   Sin embargo, como deseo haceros conocer mejor las ideas y tremendos dolores del personaje principal que hasta ahora ha figurado en estas memorias, voy a copiar en seguida dos fragmentos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«El Padre Arredondo, que engorda como un cerdo, díjome ayer, en la puerta de su templo:

»-Sorprende la piedad de las mujeres cristianas, tales como sabemos educarlas nosotros.

»Y me refirió una cosa atroz, inverosímil hasta de parte de una fiera, si las fieras supieran hablar y pudieran comprometer hablando la vida de sus cachorros. ¡Una madre ha denunciado en Méjico a su hijo, ante el Santo Oficio, como a hereje filosofante; porque le había visto leer elContrato Social y el Cándido! El infeliz encerrado en una prisión, ha conseguido evadirse por milagro; pero lo persiguen en las selvas donde ha huido, como a una bestia feroz, más temible que un mixtli.

»¡Qué sería de mí, si una mano curiosa removiese los colchones de mi cama! ¡Un fraile que lee y comenta a Rousseau!... ¿Podría yo explicarles que en esta filosofía nueva encuentro verdades hijas del evangelio, aun cuando los filósofos combaten el evangelio mismo? ¿Comprenderían ellos que la religión de Cristo puede hermanarse con la revolución? ¿Es posible separar este monstruoso consorcio del altar y del trono?...

»¡No, Dios mío! ¡Ellos me condenarían por hereje!

»Pero ¿qué importa? Morir quemado, a fuego lento, en las hogueras de la inquisición ¿no sería para mí un   —363→   martirio más dulce que este fuego que me abrasa y penetra hasta la médula de mis huesos?»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

«En vano he querido cansar mi cuerpo en la fatiga, para encontrar un momento de olvido en el sueño.

»He corrido como un loco por los hermosos campos en que trascurrió mi infancia. Vi una azada en un terruño medio labrado, y trabajé con ardor, todo el día, como nunca ha podido hacerlo el pobre indio que espera de él su propio sustento y el de sus hijos.

»Volví de noche al convento. He recorrido sin descanso los silenciosos claustros, hasta que la luz del alba dibujó mi sombra en las blancas paredes, y la campana llamó a la oración a mis hermanos.

»Vine a orar solo en mi celda... ¡No he podido! ¡Yo creo que he dudado de tu misma justicia, Dios eterno!

»Pero ¿quién ha sufrido lo que yo en este valle de lágrimas? ¿cuál de las pruebas se puede comparar a la que estoy condenado?...

»¡Ah! ¡yo lahe visto afrentada públicamente como una vil ramera! Cuando la turba veía al pobre fraile recoger en sus brazos a la mujer desamparada, para conducirla a la humilde casita del cerrajero ¿qué decía? ¿qué pensaba, Dios mío?...

»Hay inmensos desiertos más allá de esta cordillera del norte, cuyas crestas he hollado mil veces. Un día me detuve a contemplar de allí un océano de blancas nubes, cuyo confín no alcanzaban mis ansiosas miradas. El velo desgarrado por el viento, disipado al calor de los rayos   —364→   de un sol esplendoroso que se levantaba en el espacio, descubrió a mis ojos la selva más grande e impenetrable de la tierra, con extensas sabanas y caudalosos ríos... ¿No podríamos huir allí, para vivir en medio de las tribus salvajes, o de las mismas fieras que no son tan desapiadadas como estos hombres?

»Hay más allá, muy lejos, en el norte de este continente, pueblos que ha educado para la libertad la doctrina evangélica de Jesús; que han combatido gloriosamente por sus fueros; en los que el hombre se llama ciudadano... Yo sería allí uno de esos altivos republicanos; podría levantar la cabeza con el sentimiento de mi propia estimación, para merecer la de todos los demás! Soy joven todavía... ¡cómo arde la sangre en mis venas! ¡qué fuerzas siento en mis brazos! ¡cómo alienta mi pecho la sola idea de abandonar esta mazmorra! Yo me haría desgastador de los bosques; yo tendría mi hogar en un claro desmontado por mis brazos con el hacha; yo... ¡Delirio! ¡ella no lo consentiría jamás! ¡He olvidado mis juramentos! ¡El cadáver del hombre del siglo se ha agitado, a una llamarada del infierno, en el sudario de la cogulla, como si pudiese volver a la vida!»



  —365→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI

Donde ha de verse que una beata murmuradora puede ser bien parecida y tener un excelente corazón


Muchas horas seguidas tardé en imponerme de la historia que sólo he querido recordar brevísimamente en el capítulo anterior. Varias veces llamaron a mi puerta; me buscaban dando gritos por la casa; pero yo no podía separar un instante mis ojos de aquellas páginas en las que encontraba la explicación del misterio de mi vida. Sólo una vez, cuando me faltó la luz del día, abrí yo mismo mi puerta, para ir a encender mi cabo de vela en la cocina. Encontré allí a la pobre Paula, quien me ofreció de comer. Yo le contesté que no tenía hambre; que no me daba la gana; que deseaba morirme; que me dejase en paz; que... yo no sé cuántas cosas más por el estilo, que ella oyó con asombro y tamaña boca abierta.

-¡Jesús! ¿qué tienes? Estás pálido como un muerto; tus ojos se te saltan de la cara -me dijo en seguida, sin obtener ya respuesta alguna de mi parte.

Cuando hube concluido mi lectura me guardé el cuaderno en el pecho, abrochando cuidadosamente la chaqueta; deposité los otros en su caja y ésta en el arca, y me dije:

-No puedo permanecer ni un momento más bajo este techo. Yo sé a donde debo ir esta misma noche.

La puerta de la calle debía estar cerrada con llave; todos dormían ya en la casa. Me encaramé por la ventana,   —366→   y un momento después me hallé al otro lado, en la casa vecina. La manera cómo había salido me recordó, por una muy natural asociación de ideas, a mi amigo Luis.

-Ha muerto... ya no le veré. ¡Todos los que yo amo se mueren! -pensé tristemente.

Me encontré en un oscuro, estrecho y largo callejón, que seguí a tientas y me condujo a un patio silencioso, semejante al de la casa de doña Teresa. Vi luz por la ventana completamente abierta de un cuarto, y me acerqué a observar si había allí alguna persona en vela, que pudiera estorbar mi salida a la calle, por la puerta de aquella casa, que yo sabía muy bien que no se cerraba más que con aldaba y una tranca trasversal metida en las paredes. Apenas pude mirar el interior del cuarto, se me escapó un grito de sorpresa y de alegría. Sí, benévolos lectores, de alegría, a pesar de todo lo que os he dicho anteriormente!

En un catrecito parecido al mío, en mullida y limpia cama, con sábanas y colcha más blancas que la nieve, acostado de espaldas, esparcidos sus rubios cabellos sobre la funda de encajes, animado el rostro y brillándole los ojos por la fiebre, estaba allí mi pobre amigo Luis en persona! Sus labios se movían; palabras sueltas, distintas, llegaban hasta mis oídos.

-¡Fuego! ¡abuela! ¡aquí estoy! -decía en su delirio.

Junto a la cabecera del lecho del enfermo, sentada en una silla de brazos, vestida de su hábito de la orden tercera de San Francisco, dormía profundamente la beata doña Martina, con la cabeza caída sobre el pecho, teniendo en una mano su denario y en la otra un pañuelo blanco de algodón. Su querido pelado, redondo y reluciente de   —367→   gordura, dormía igualmente a sus pies, echado sobre el vientre, con el hocico apoyado en sus patas delanteras; pero el grito que se me escapó le hizo levantar la cabeza, y después de mirar a todos lados, se puso a ladrar del modo que solamente los perrillos de su raza saben hacerlo. ¡Qué ganas tuve entonces de estrangularlo! Me han dicho que Bazán -el famoso ladrón de mi tierra, que se hizo hombre de bien y murió santamente, después de que le comprendió uno de los indultos decretados por el general Belzu-, daba este consejo a los que nunca quisiesen ser robados: «dormir con luz y criarse un pelado.» La luz hace creer siempre que hay personas en vela, como me sucedió a mí aquella noche, y un pelado basta para alborotar con sus penetrantes ladridos un barrio entero, mejor que una jauría de mastines.

La beata se despertó sobresaltada; se paró, y vio en la ventana una cuadrilla entera de malhechores, en lugar de un solo niño inofensivo, por el efecto de su miedo; lo que me favoreció mucho, porque no tuvo ella ni fuerzas ni aliento para gritar como yo temía.

-Soy yo... Juanito, el botado de doña Teresa; no se   —368→   asuste vuestra merced, mi señora doña Martina -le dije, tomando el mejor partido, que era el de darme a conocer.

-¡Ay, Jesús, de mi alma! ¡qué susto me has dado, perverso vagabundo! -me contestó, haciendo callar a su pelado, y corrió a abrirme la puerta-. ¿Qué es esto? ¿qué le ocurre a la señora Marquesa? ¿se ha puesto peor de sus males? ¿a qué has venido? -me preguntó en seguida.

-No hay nada en casa, doña Martina... he venido por la ventana del callejón, por sólo ver a mi amigo -le contesté.

-¡Ay, hijo mío! -repuso ella enternecida-; ¡cuánto me ha hecho sufrir este muchacho condenado! ¡Dios quiera tener compasión de él y hacerle un santo! Yo lo quiero como si fuera su misma madre, a pesar de sus travesuras y de todo lo malo que dice de mí sin motivo a todo el mundo. Lo lloraba inconsolable por muerto, cuando esta mañana me lo mandó con dos hombres caritativos, en una manta, el cerrajero Alejo, quien lo había encontrado respirando todavía, entre unos muertos que él se fue a enterrar. Desde entonces no paré un momento, hasta que vino a curarlo el Reverendo Padre Aragonés. Dice que su herida es muy grave... que si vive será un milagro. Ahí tengo encendido un cirio bendito a Nuestra Señora de las Mercedes, y no me canso de encomendarle, aunque no soy más que una indigna pecadora. El Gringo había muerto... ¡Ya no tiene padre! ¡ojalá hubiera sido cristiano como él decía, para que nuestro Dios le dé su santa gloria! ¡Pobrecito!

Al decir esto la buena, la excelente señora -nunca he vuelto a nombrarla de otro modo-, se enjugaba frecuentemente los ojos con el pañuelo. Yo estaba enternecido   —369→   como ella. Quise arrojarme sobre mi amigo, para estrecharlo en mis brazos; pero ella me detuvo del cuello de la chaqueta; me separó con fuerza a un lado, y exclamó con cólera no reprimida por la gazmoñería beatil de costumbre:

-¡Me lo vas a matar, muchacho endemoniado! El Padre Aragonés dice que no hable, ni se mueva... ¡vete!

-Haré todo lo que mande vuestra merced, mi señora -le respondí-. Pero yo soy también un pobre huérfano y quiero pedirle un favor.

-¿Qué quieres todavía?

-Besar las manos de vuestra merced... Yo también he dicho mil cosas de las que me arrepiento en el alma.

Ella me miró conmovida. Luego me tomó la cabeza con ambas manos, y me dio un beso en la frente, que me hizo inmenso bien en aquellos momentos.

Doña Martina era joven todavía, de menos de treinta años, y muy bien parecida como la generalidad de las mujeres criollas de mi país, de las que doña Teresa era una de las raras excepciones. La viciosa educación de aquellos tiempos la había hecho murmuradora y fanática, pero tenía un corazón de oro. ¿Qué queréis? ¿qué podía llegar a ser una niña a la que sólo enseñaban a rezar el rosario, contaban cuentos de aparecidos, rehusaban enseñar a escribir, hacían confesar con el Padre Arredondo, e inculcaban en ella la idea de que el hombre que no tenía cogulla era precisamente esclavo del demonio? Andando el tiempo, un oficial porteño, del ejército de Rondeau se casó con ella, la curó de sus defectos y nunca se arrepintió de tenerla por compañera.

Salí después de besarle las manos como quería, y cerré   —370→   cuidadosamente la puerta tras mí. La que podía darme paso a la calle no tenía -ya os lo he dicho-, más que tranca y aldaba. Un minuto bastó para que yo descorriese aquélla y levantase ésta sin ruido. ¡Estaba al fin en libertad!




ArribaCapítulo XXVII

De como fui y llegué a donde quería


Reinaba un silencio de muerte en toda la ciudad. Luz viva, intermitente, alumbraba a momentos las calles desiertas y las casas herméticamente cerradas. Verificábase aquella noche un fenómeno que se observa con frecuencia desde los hermosos valles de mi querida tierra. Una nube pardusca se extiende sobre la cordillera del norte, y otras más tenues y rizadas encapotan el cielo, de modo que es posible descubrir al través de su nacarado velo las estrellas de primera magnitud. Aquélla despide silenciosamente relámpagos, haces luminosos, que toman figura arborescente, alumbrando los menores objetos, con luz que parece más que la del día a los ojos mal dispuestos a recibirla en medio de las tinieblas. He oído muchas explicaciones, a cual más absurdas, del fenómeno. Para mí, debe ser únicamente el efecto de las furiosas tempestades que se desencadenan sobre las inmensas selvas, al otro lado de la cordillera.

Iba ya por la acera de la Matriz, cuando oí la voz de alerta de una centinela en media plaza. Dirigí mis ojos de ese lado, y vi, a la luz de un relámpago, una cabeza humana clavada sobre una pica, cerca de la fuente, en el borde de   —371→   cuyo estanque circular se había sentado el soldado, con el fusil entre las piernas. Otro relámpago me permitió distinguir en seguida la calva frente del gobernador Antezana, y una sombra extraña, que se arrastraba como una culebra sobre el suelo, aproximándose a la pica.

-¡Alto! ¿quién vive? -gritó el soldado, poniéndose de pie y preparando el fusil; porque yo oí distintamente los dos sonidos secos, que el arma produce en ese momento.

Nadie respondió. Un tercer relámpago, más vivo que los anteriores, debió haber permitido al soldado ver un hombre que ya se abalanzaba de la pica, tal como yo lo noté perfectamente. Partió el tiro; un grito inarticulado, como de fiera herida, resonó en medio del silencio de la noche, y aquel hombre extraño echó a correr por la calle de los Ricos. Por el grito reconocí a Paulito. Era él, en efecto. Supe después que volvió en otra noche más oscura y propicia para su intento, y que consiguió llevarse la cabeza de su amo, y darle sepultura en el cementerio de San Francisco. Personas respetables, que dicen haberlo visto por sus propios ojos, me aseguraron, también, que al día siguiente encontraron muerto a Paulito sobre el sepulcro, como al perro   —372→   fiel que no pudo vivir privado de la vista de su dueño.

Yo eché a correr como un gamo en contraria dirección, calle de Santo Domingo abajo, y no me detuve más que al llegar al fin de ella, cerca a la barranca del Rocha, no por mi gusto, sino porque vi, también, clavada allí otra cabeza, la del patriota Agustín Azcui sin duda. Lo mismo me hubiera pasado por cualquiera parte que intentara salir de la ciudad. Don José Manuel Goyeneche tuvo aquel día a su disposición más cabezas de las que necesitaba, para poner una en cada camino; pero lo único que no consiguió fue precisamente lo que él se proponía: «escarmentar a ese pueblo de indomables insurgentes».

Temía que alguna centinela colocada allí, como en la plaza, me detuviese, siquiera para hacerme perder el tiempo con un rodeo más largo del preciso para no ser visto por ella. Pensando esto, me subí sobre una tapia que cerraba un huerto, salté al otro lado, y volví a hacer lo propio en sitio conveniente. Una vez en la playa del río, me senté sobre la fina arena para tomar aliento. Vi a mi lado un reparo de troncos de sauces y ramaje; me hice de una buena estaca, y seguí mi camino por el de Quillacollo. Era ya tarde de la noche; el signo nefasto de Escorpión, que los labradores me habían enseñado a conocer con el nombre vulgar del Alacrán, brillaba en la mitad del cielo, en un ancho desgarrón de las nubes.

Una voz admirable, pura, argentina, de mujer, cantaba a lo lejos, no sé dónde, en medio de aquel silencio sepulcral un huaiño que se hizo después muy popular en todos los valles de Cochabamba:


Soncoi ppatanña kuakainii juntta...



  —373→  

Traducido fielmente al castellano, mereció también ser cantado en los salones, por las señoras principales, que se reunían al rededor de una guitarra, del arpa o del clave, instrumentos músicos mejor tocados por ellas que los magníficos pianos de Collard o de pierna de calzón, de los que sólo saben servirse con gusto algunas de sus nietas más civilizadas, siendo raras las que hacen además gorgoritos a la italiana.29



Reventar puede mi seno henchido
       De triste llanto;
Porque mis ojos no lo han vertido
       En mi quebranto.

Llorar sería grato consuelo,
       Pero por nada
Quiero que entiendas, al ver mi duelo,
       Que estoy domada.



Éste fue el último lamento que oí al alejarme de mi valerosa Oropesa vencida en lucha desigual por Goyeneche; fríamente entregada por el bárbaro a las brutales pasiones de su horda «defensora del trono y del altar»; bañada en la sangre de sus mejores hijos, cuyo sacrificio salvó a las provincias del Plata, de donde salieron más tarde las cruzadas redentoras de Chile y del Perú, tal como he de demostrarlo muy en breve, si Dios me da permiso para continuar escribiendo mis memorias.

  —374→  

Anduve a buen paso la parte poblada de las Maicas y de las inmediaciones de Colcapirhua. Crucé en seguida al trote el llano de Carachi, donde no se veía entonces ni el más humilde rancho, por lo que era el paradero de los salteadores. Nadie me atajó, ni vi alma viviente, ni del otro mundo.

En las estrechas y tortuosas calles de Quillacollo tropecé con montones de cerdos dormidos, y no tuve poco trabajo para defenderme de un sinnúmero de perros, que salían ladrando de todos los patios y corrales, por sobre las cercas, y me rodeaban hostilmente, pero sin atreverse a llegar al alcance de mi estaca.30 La luz del alba comenzaba a blanquear cuando llegué al camino de travesía, que iba ahora a seguir para llegar a mi destino. Un joven mestizo, alto y fornido, armado de un chicote de grueso mango de chonta, terminado en una bola de plomo, que podía servirle tanto para ahuyentar a los perros, como para descalabrar a un prójimo, venía hacia mí, acezando de cansancio. No me asusté de ningún modo al verlo; pero tuve un triste presentimiento, y le dije en quichua.

-Hermano ¿cómo está el caballero enfermo?

-Voy a llamar al tata cura -me contestó, apretando el paso.

No me había engañado mi presentimiento. Muchas veces me ha sucedido lo mismo, aun sin los antecedentes que entonces tenía. Creo que hay no sé qué facultad de adivinación   —375→   que aún no conocemos, pero que se revela de ese modo en muchas personas de un temperamento nervioso como el mío.

La puerta del patio de la Casa Vieja estaba completamente abierta. El patio cubierto de yerba, tal como lo vi, por sobre la pared, la vez que pasé con Ventura y oí los acordes del violín, mostraba un blanco y estrecho sendero, hasta el pie de la escalera. Lo seguí sin vacilar, pero me detuve luego alarmado; di un salto para atrás, y levanté mi estaca. Un enorme perro de Terra Nova yacía junto al primer peldaño de la escalera. No hizo él ni el más ligero movimiento. Noté entonces que estaba extendido de espaldas, y no dudé que habría muerto, como realmente había sucedido. Salté por sobre él; subí de dos en dos los peldaños, de los que algunos estaban muy deteriorados por el tiempo.

La escalera terminaba en un estrecho corredor volante, al que daban, primero una puerta, y después dos ventanas enrejadas; la puerta estaba abierta y oscura; salía luz por los resquicios y rajaduras de las tablas que cerraban las ventanas. Entré a un pasadizo o antesala, que mostraba en   —376→   uno de sus lados un portón entreabierto, y en seguida una fuerte reja movible, abierta ahora enteramente. El corazón me latía de tal modo, que parecía iba a saltárseme del pecho. Reuní todas mis fuerzas para mirar con precaución al interior de la sala.

Era ésta de unas diez varas de largo por seis de ancho. Las paredes blanqueadas de yeso estaban cubiertas de extraños dibujos, hechos unos con carbón y otros con tierra colorada. Había hombres con cabezas de animales, y animales con cabezas humanas; árboles imposibles; flores con alas; pájaros pendientes de ramas como flores. Anchas goteras, cayendo del techo, habían lavado en muchas partes el blanqueo y los dibujos. Tablas sostenidas por estacas en toda la extensión de las paredes, a la altura donde podía llegar la mano de un hombre de tamaño regular, contenían multitud de figuras de barro, estuco y piedra, tan raras y caprichosas como los dibujos. Tengo ahora a mi vista una de ellas, un grupo, en piedra blanca, que representa una mujer vestida de vaporosa túnica, recostada sobre uno de sus brazos, en el lomo de un león dormido. Algunos de mis amigos, que se precian de entendidos, dicen que el que esculpió ese pequeño grupo con cincel improvisado y sin más modelo que el de alguna estampa, habría podido llegar a ser un artista. Pero ¡un artista en la América colonial!... ¡oh! ¡eso era imposible! ¡era lo mismo que esperar el vuelo del pobre pájaro al que se le rompieran las alas desde el nido!

En el ángulo de la derecha, al frente de la reja, había un ancho y sólido catre de madera, donde estaba acostado, inmóvil, de espaldas, en humilde cama, no sé si un moribundo o un cadáver. Don Anselmo Zagardua, de pie,   —377→   apoyado en su bastón, se inclinaba en la cabecera, para observar atentamente el rostro de aquel hombre. Una señora criolla, como de cincuenta años, robusta, conservada, de bondadoso aspecto, sentábase en un pequeño banco de madera a los pies de la cama.

Al frente del catre, en el ángulo de la izquierda, vi una mesa cubierta de un paño de encajes, con un crucifijo, entre dos candelabros, que dejaban escaparse los últimos resplandores de los cirios consumidos.

Toda mi atención se reconcentró en el hombre que agonizaba o había ya muerto en aquel humilde lecho. Sabía yo que era joven, que apenas contaba treinta y cinco años; pero parecía un anciano decrépito, de más de ochenta. Su cabeza calva, apenas tenía mechones enmarañados de cabellos ya muy encanecidos junto a las sienes y en la nuca; su frente estaba surcada de profundas arrugas. Las facciones de su rostro, que permitía ver la espesa y luenga barba, que cubría la parte inferior, eran finas y regulares. ¡Aquel hombre herido en el cerebro y el corazón había pasado trece años de su vida en ese lugar! Al principio tuvo tremendos accesos de furor; después quedó sumido en negra y silenciosa melancolía. No podía soportar la vista de otros seres humanos que don Anselmo y la esposa de éste, doña Genoveva, cuyas habitaciones estaban en la parte baja de la casa. Tenía siempre a su lado a su perro Leal, con quien hablaba, dirigiéndole la palabra como a un amigo e interpretando sus gruñidos. Ocupábase de hacer los dibujos y figuras de que ya he hablado. Una caja de violín puesta al alcance de su mano, en la tabla más próxima a la cabecera de su cama, le ofrecía otro amigo del que él sabía arrancar admirables consuelos   —378→   en torrentes de armonía: un verdadero Stradivarius, obtenido con mil trabajos de la Península por doña Isabel, para su hijo predilecto, el menor de todos, su Benjamín.

-¡Qué noche!... me parecía que nunca iba a terminar. Los aullidos del perro me atormentaban todavía más; pero al fin han cesado. Estoy tan asustada que me parece oír ruidos extraños por todas partes... ahora mismo creía que alguno andaba por el corredor -dijo doña Genoveva.

Su esposo levantó la cabeza; dio un suspiro, y se acercó a ella afectuosamente.

-¡Pobre, vieja mía! -le dijo a su vez-; Leal no volverá a atormentarnos con sus aullidos. Hace un momento, cuando por no contrariarte bajé a enviar a Roque en busca del señor cura, encontré al animal muerto, junto al último peldaño de la escalera.

-Es un triste pronóstico -repuso la señora.

-Sí, ya lo creo -contestó el vizcaíno-; las aves nocturnas han graznado, también, muchas veces, azotando las rejas de las ventanas con sus alas. Yo creo que Carlos no volverá de este accidente, sino cuando el arcángel nos llame a todos al valle de Josafat.

-No me lo digas... ¡Jesús! ¡qué horrible sería que se muriese cuando parecía más bien que recobraba la razón! ¿No te he dicho ya que ayer me habló de la pobre Rosa? ¿no te dijo a ti mismo, que deseaba ver a su hermano?

-Eso es lo que me confirma en mis temores, Genoveva. ¡No hay remedio! Parece que Dios devuelve la razón a los desgraciados que la pierden, antes de llamarlos a su lado. Te repito que mi sobrino Carlos está muerto ya sin duda... Pero, en fin, recógete tú a descansar, vieja mía.   —379→   Yo permaneceré velando aquí hasta que vuelvas a reemplazarme.

-¡Eso no, señor mío! Yo soy muy sana y me siento muy bien, mientras que tú eres un viejo enfermizo, enteramente achacoso.

-¡Bah! ¿qué importan dos o tres noches así, como ésta, para un antiguo soldado? ¿cuántas he pasado en los páramos y las cordilleras durante la campaña contra Catari y la Bartolina?

-Pero entonces eras mozo y tenías tus dos piernas. ¡Vamos! ¡no me replique el señor don Anselmo! ¡a la cama el vejestorio!

-La señora Genoveva será quien se lleve a acostar en la cama su robusta humanidad. No le permito, señora, ponerse mis calzones.

-¡Cállate! Lo que va a resultar de tus caprichos -¡ya se ve que eres vizcaíno!-, lo que va a resultar, digo, es que en lugar de uno tendré que velar a dos, y entonces yo no respondo de mí, y... ¡la Virgen de las Mercedes tenga piedad de todos nosotros!

Al oír estas últimas palabras entré resueltamente en la sala. Don Anselmo y su esposa dieron un grito de sorpresa.

-¿Qué quieres? -me preguntó el primero, adelantándose un paso con el bastón levantado.

-Yo vengo, señor -le contesté-, vengo a velar sin descanso junto al lecho de don Carlos Altamira.

Pero yo había llegado muy tarde... ¡No tuve allí más misión que la de cerrar piadosamente los ojos fijos y vidriosos, que tal vez se levantaron de un modo consciente al   —380→   cielo, en la agonía de aquel que fue uno de los hombres más atormentados en este valle de amargura!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Aquí debo poner punto. Mi vida cambió por completo desde aquel instante, como veréis, si aún os interesa esta sencilla narración.