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Entre las piezas dramáticas que escribió Juan de Mairena, sin ánimo ya de hacerlas representar, recordamos una tragicomedia titulada El gran climatérico. El protagonista de ella, siempre en escena, era un personaje que simbolizaba lo «inconsciente libidinoso» a través de la existencia humana, desde la adolescencia hasta el término de la vida sexual, que los médicos de aquel entonces colocaban en el sexagésimo tercero aniversario del nacimiento, para los varones, y Mairena, al borde de la fosa, aproximadamente, para ambos sexos.

No había en los veintiún actos de esta obra la más leve anticipación de las teorías de Freud y de otros eminentes psiquíatras de nuestros días, pero sí algunas interesantes novedades -no demasiado nuevas- de técnica teatral. El diálogo iba acompañado de ilustraciones musicales. Cornetín y guitarra ejercían, ya de comentaristas alegres o burlones, ya, como el coro clásico, de jaleadores del infortunio. Mas todo ello muy levemente y administrado con gran parsimonia. Restablecía Juan de Mairena en su obra -y esto era lo más original de su técnica- los monólogos y los apartes, ya en desuso, y con mayor extensión que se habían empleado nunca. Y ello por varias razones, que él exponía, en clase, a sus alumnos.

  • l.ª De este modo -decía Mairena- se devuelve al teatro parte de su inocencia y casi toda su honradez de otros días. La comedia con monólogos y apartes puede ser juego limpio; mejor diremos, juego a cartas vistas, como en Shakespeare, en Lope, en Calderón. Nada tenemos ya que adivinar en sus personajes, salvo lo que ellos ignoran de sus propias almas, porque todo lo demás ellos lo declaran, cuando no en la conversación, en el soliloquio o diálogo interior, y en el aparte o reserva mental, que puede ser el reverso de toda plática o «interloquio».
  • 2.ª Desaparecen del teatro el drama y la comedia embotellados, de barato psicologismo, cuyo interés «folletinesco» proviene de la ocultación arbitraria de los propósitos conscientes más triviales, que hemos de adivinar a través de conversaciones sin substancia o de reticencias y frases incompletas, pausas, gestos, etc., de difícil interpretación escénica.
  • 3.ª Se destierra del teatro al confidente, ese personaje pasivo y superfluo, cuando no perturbador de la acción dramática, cuya misión es escuchar -para que el público se entere- cuanto los personajes activos y esenciales no pueden decirse unos a otros, pero que, necesariamente, cada cual se dice a sí mismo, y nos declaran todos en sus monólogos y apartes.

Uno de los discípulos de Mairena hizo esta observación a su maestro:

-El teatro moderno, marcadamente realista, huye de lo convencional y, sobre todo, de lo inverosímil. No es, en verdad, admisible que un personaje hable consigo mismo en alta voz cuando está acompañado, ni aun cuando está solo, como no sea en momentos de exaltación o de locura.

-¡Es gracioso! -exclamó Mairena, celebrando con una carcajada la discreción de su discípulo-. Pero, ¿usted no ha reparado todavía en que casi siempre que se levanta el telón o se descorre la cortina en el teatro moderno aparece una habitación con tres paredes, que falta en ella ese cuarto muro que suelen tener las habitaciones en que moramos? ¿Por qué no se asombra usted, no se «estrepita», como dicen en Cuba, de esa terrible inverosimilitud?

-Porque sin la ausencia de ese cuarto muro -contestó el alumno de Mairena-, ¿cómo podríamos saber lo que pasa dentro de esa habitación?

-¿Y cómo quiere usted saber lo que pasa dentro de un personaje de teatro si él no lo dice?

-Antes -añadía Mairena- que intentemos la comedia no euclidiana de «n» dimensiones -digamos esto para captarnos la expectante simpatía de los novedosos- hemos de restablecer y perfeccionar la comedia cúbica con su bien acusada tercera dimensión, que había desaparecido de nuestra escena. Y reparad, amigos, en que el teatro moderno, que vosotros llamáis realista, y que yo llamaría también docente y psicologista, es el que más ha aspirado a la profundidad no obstante su continua y progresiva «planificación». En esto, como en todo, nuestro tiempo es fecundo en contradicciones.

Porque lo natural en el hombre es estar siempre en compañía más o menos íntima de sí mismo, y sólo algunas veces acompañado de su prójimo, los personajes de mi comedia -Mairena aludía a El gran climatérico- no pueden ser meros conversadores, o semovientes silenciosos de hueca o impenetrable soledad, sino, como los personajes shakespearianos, cuya acción se acompaña de conciencia más o menos clara, hombres y mujeres para quienes la conversación no siempre tiene la importancia de sus monólogos y apartes. Recordad a Hamlet, a Macbeth, a tantos otros gigantes inmortales de ese portentoso creador de conciencias -¿qué otra cosa más grande puede ser un poeta?-, los cuales nos dicen todo cuanto saben de sí mismos y aun nos invitan a adivinar mucho de lo que ignoran.

La parte musical de mi obra El gran climatérico quedó reducida a muy pocas notas. Y aun de ellas se podría prescindir, si la comedia alguna vez, y nunca en mis días, llega a representarse. No estaba, sin embargo, puesta la música sin intención estética y psicológica. Porque algún elemento expresivo ha de llevar en el teatro la voz de lo subconsciente, donde residen, a mi juicio, los más íntimos y potentes resortes de la acción. Pero dejemos esto y resumamos algo de lo dicho.

Tenemos, pues, como elementos esenciales de nuestro teatro «cúbico»:

1.º Lo que los personajes se dicen unos a otros cuando están en visita, el diálogo en su acepción más directa, de que tanto usa y abusa el teatro moderno. Es la costra superficial de las comedias, donde nunca se intenta un diálogo a la manera socrática, sino, por el contrario, un coloquio en el cual todos rivalizan en insignificancia ideológica. Ejemplo:

-Porque una mujer de mi clase, ¿podrá enamorarse de un sargento de Carabineros?

-¿Quién lo piensa, duquesa?

-¡Oh, nadie! Pero ya sabe usted, marqués, que la maledicencia no tiene límites.

-Lo reconozco, en efecto, no sin rubor; porque ¿quién no ha pecado alguna vez de maldiciente?

-Tampoco seré yo quien tire la primera piedra...

-Ni yo la segunda si usted no se decide...

-Usted siempre galante y ocurrente, etc., etcétera.

Para este diálogo sobran actores, maestros en el arte de quitar importancia a cuanto dicen.

2.° Los monólogos y apartes, que nos revelan propósitos y sentimientos recónditos, y que nos muestran, por ejemplo, cómo en el alma de Macbeth cuaja la ambición de ser rey, su decisión de asesinar a Duncan y aun el acto fatal que se desprende, como fruto maduro, de aquel terrible soliloquio:

   Is this a dagger which I see before me,

The handle towards my hand?



O, en el ejemplo que antes pusimos, la escena de la duquesa a solas con el carabinero, quiero decir con la imagen del carabinero que le enturbia el alma, el monólogo en que ella se encomienda a Dios para que proteja su orgullo de mujer, su honor de esposa intachable y para que la libre de malas tentaciones.

La expresión de todo esto necesita actores capaces de sentir, de comprender y, sobre todo, de imaginar personas dramáticas en trances y situaciones que no pueden copiarse de la vida corriente. El cómico de tipo creador, de intuiciones geniales, a lo Antonio Vico, o la actriz a lo Adelaida Ristori, son imprescindibles.

3.° y último. Agotado ya, por el diálogo, el monólogo y el aparte, cuanto el personaje dramático sabe de sí mismo, el total contenido de su conciencia clara, comienza lo que pudiéramos llamar «táctica oblicua» del comediógrafo, para sugerir cuanto carece de expresión directa, algo realmente profundo y original, el fondo inconsciente o subconsciente de donde surgen los impulsos creadores de la conciencia y de la acción, la fuerza cósmica que, en última instancia, es el motor dramático, ese ¡ole, ole!, por ejemplo, misterioso y tenaz, que va llevando a nuestra heroína, ineluctablemente, a los brazos del sargento de Carabineros.

Sólo para esto requería yo el auxilio de la música. Pero, convencido de que la mezcla de las artes nos da siempre productos híbridos, esté ticamente infecundos, acaso me decida a prescindir del pentagrama. Pero de esto hablaremos más despacio, cuando os coloque y explique algunas escenas de El gran climatérico. Quede para otro día.

(Fragmentos de varias lecciones de Mairena.)

-Sostenía mi maestro -habla Mairena a sus alumnos de Sofística- que todo cuanto se mueve es inmutable, es decir, que no puede afirmarse de ello otro cambio que el cambio de lugar; que el movimiento corrobora la identidad del móvil en todos los puntos de su trayectoria. Sea lo que sea aquello que se mueve, no puede cambiar, por el mismo hecho de moverse. Meditad sobre esto, que parece muy lógico, y está, sin embargo, en pugna con todas las apariencias.

Uno de los discípulos de Mairena presentó al día siguiente algunas objeciones al maestro. Entre otras, ésta: «Esa tesis pugna, en efecto, con el sentido común. Un objeto puede cambiar mientras se mueve. Si echo a rodar una naranja por el suelo, esta naranja puede llegar al fin de su trayectoria con la corteza rota, toda escachada y muy otra que salió de mi mano. La naranja, pues, se ha movido y ha cambiado».

-Eso parece muy claro -respondió Mairena-. Sin embargo, no sirve para refutar la tesis propuesta. Usted habla muy grosso modo de la naranja, y no distingue claramente lo que piensa en lo que habla. Usted no puede pensar 'el movimiento de cuanto no conserva su identidad al fin de su trayectoria, por corta que ésta sea. Su identidad puede ser real o aparente, mas sólo de ella es dado pensar el movimiento. De la menor partícula que no se conserve igual a sí misma en dos lugares y dos momentos sucesivos no puede usted decir que se haya movido. Aunque usted piense esa partícula, como la naranja, parcialmente cambiada, entre dos puntos de su trayectoria, sólo de la parte de esa partícula que no ha cambiado piensa usted lógicamente el movimiento, o cambio de lugar. El movimiento anula el cambio. Y viceversa.

De aquí sacaba mi maestro consecuencias muy graves:

  • 1.ª Si lo que se mueve no puede cambiar, es el movimiento la prueba más firme de la inmutabilidad del ser, entendiendo por ser ese algo que no sabemos lo que es, ni siquiera si es, y del cual, en este caso, pensamos el movimiento.
  • 2.ª La ciencia física, que reduce la naturaleza a fenómenos de movimiento, piensa un ser inmutable, a la manera eleática, al cual atribuye un movimiento.
  • 3.ª Si todo, pues, se mueve, nada cambia.
  • 4.ª Si algo cambia, no se mueve.
  • 5.ª Si todo cambiase, nada se movería.

-Conviene, sin embargo -objetó el alumno-, que distingamos entre cambio de lugar o movimiento y cambios cualitativos. Ya Aristóteles...

-Dejémonos de monsergas -replicó Mairena-. Los cambios cualitativos, si son meras apariencias que sólo contienen cambios de lugar o movimientos, están en el caso que ya hemos analizado; si son otra cosa, escapan al movimiento y son, necesariamente, inmóviles. Siempre vendremos a parar a lo mismo: el movimiento es inmutable, y el cambio es inmóvil.

Sin embargo -añadía Mairena-, reparad en esto: es muy difícil dudar del cambio, de un cambio ajeno al movimiento, que nos parece una realidad inmediata, y no menos difícil dudar de la realidad del movimiento.

  • 6.ª Si el cambio es una realidad y el movimiento es otra, la realidad absoluta sería absolutamente heterogénea.

Tal fué el problema que dejó mi maestro para entretenimiento de los desocupados del porvenir.

(Sobre teatro.)

-¿Por qué he llamado a mi tragicomedia -decía Mairena a sus alumnos- El gran climatérico? En primer lugar, porque me suena bien, algo así como a título de drama trágico, que fuese para comedia de figurón o viceversa. En segundo, porque, como ya he dicho, alude al sexagésimotercero año de la existencia humana, que los médicos y los astrólogos consideran como el más crítico y peligroso de la vida, su escalón o klimakter más difícil de salvar, y después del cual estamos en plena ancianidad y, con ella, más allá de la vida preponderantemente sexual, al fin de la tragicomedia erótica, cuando ya podemos hacer algunas reflexiones sobre su totalidad. Tal es la razón del título, que no pretende, por lo demás, contener una definición de la obra.

La elección del tema -la libídine o apetito lascivo a través del tiempo y de las edades del hombre- no obedece a un deseo de llevar a la escena asuntos escabrosos que despierten un interés insano, alusiones salaces que halaguen el gusto estragado y pervertido de nuestras ciudades. Nada de esto. El tema es original, quiero decir que es viejo como el mundo, y no aspira tampoco a ser del agrado de los snobs. En el teatro de nuestro gran siglo ha aparecido muchas veces, bajo múltiples formas. Por muy nuestro y trillado de plumas castellanas lo elijo, para tema de comedia integral, a la española.

Pero dejemos a un lado -sigue hablando Mairena- esta obra mía, de cuya importancia y trascendencia soy yo el menos convencido, aunque volvamos a ella más adelante; porque, al fin, ¿qué autor no coloca su obra, cuando no en el teatro, a un círculo de oyentes más o menos obligado a escucharle? Y volvamos al tema general de la renovación del teatro.

Recordad lo que tantas veces os he dicho: «De cada diez novedades que se intentan, más o menos flamantes, nueve suelen ser tonterías; la décima y última, que no es tontería, resulta, a última hora, de muy escasa novedad». Y esto es lo inevitable, señores. Porque no es dado al hombre el crear un mundo de la nada como al Dios bíblico, ni hacer tampoco lo contrario, como hizo el Dios de mi maestro, cosa más difícil todavía. La novedad propiamente dicha nos está vedada. Quede esto bien asentado. Nuestro deseo de renovar el teatro no es un afán novelero -o novedoso, como dicen nuestros parientes de América-, sino que es, en parte y por de pronto, el propósito de restaurar, mutatis mutandis, mucho de lo olvidado o injustamente preterido.

Es la dramática un arte literario. Su medio de expresión es la palabra. De ningún modo debemos mermar en él los oficios de la palabra. Con palabras se charla y se diserta; con palabras se piensa y se siente y se desea; con palabras hablamos a nuestro vecino, y cada cual se habla a sí mismo, y al Dios que a todos nos oye, y al propio Satanás que nos salga al paso. Los grandes poetas de la escena supieron esto mejor que nosotros; ellos no limitaron nunca la palabra a la expresión de cuantas naderías cambiamos en pláticas superfluas, mientras pensamos en otra cosa, sino que dicen también esa otra cosa, que suele ser lo más interesante.

Lo dramático -añadía Mairena- es acción, como tantas veces se ha dicho. En efecto, acción humana, acompañada de conciencia y, por ello, siempre de palabra. A toda merma en las funciones de la palabra corresponde un igual empobrecimiento de la acción. Sólo quienes confunden la acción con el movimiento gesticular y el trajín de entradas y salidas pueden no haber reparado en que la acción dramática -perdonadme la redundancia- va poco a poco desapareciendo del teatro. El mal lo han visto muchos, sobre todo el gran público, que no es el que asiste a las comedias, sino el que se queda en casa. Disminuída la palabra y, concomitantemente, la acción dramática, el teatro, si no se le refuerza como espectáculo, ¿podrá competir con una función de circo o una capea de toros enmaromados? Sólo una oleada de ñoñez espectacular, más o menos cinética, que nos venga de América, podrá reconciliarnos con la mísera dramática que aun nos queda. Pero esto no sería una resurrección del teatro, sino un anticipado oficio de difuntos.

(Sobre crítica.)

Ten censure wrong for one who writes amiss, decía Pope, un inglés que no se chupaba el dedo. Ignoro -añadía Mairena- si esta sentencia tiene todavía una perfecta aplicación a la literatura inglesa; mas creo que viene como anillo al dedo de la nuestra. Entre nosotros -digámoslo muy en general, sin ánimo de zaherir a nadie y salvando siempre cuanto se salva por sí mismo- la crítica o reflexión juiciosa sobre la obra realizada es algo tan pobre, tan desorientado y descaminante que apenas si nos queda más norte que el público. En el teatro, sobre todo. Hasta nuestros grandes dramáticos del Siglo de Oro, metidos a censores y preceptistas, no hicieron cosa mejor que pedantear en torno a Aristóteles. Y cuando el teatro era Francisco Comella, vino Moratín, gran censor. El buen don Leandro, autor de piezas estimables, llevaba dentro un crítico tan inepto para juzgar las comedias como don Eleuterio Crispín de Andorra para escribirlas. Bástenos recordar que El gran cerco de Viena, modelo de cacografía escénica, está imaginado sobre un esquema calderoniano, es una parodia inconsciente de la obra de nuestro gran barroco. De la crítica, ya especializada, a la hora del florecer romántico, más vale no hablar. Y es que entre nosotros lo endeble es el juicio, tal vez porque lo sano y viril es, como vió Cervantes, la locura.

Pero el público, señores... ¿qué diremos del público? Del público, mejor diré: del pueblo, que ya no quiere ser público en el teatro, hablaremos otro día. Sólo adelantaremos -añadía Mairena- que ha sido él quien ha salvado más valores esenciales en el teatro, casi todos los que han llegado hasta nosotros.

Antes de escribir un poema -decía Mairena a sus alumnos- conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo. Terminada nuestra labor, podemos conservar el poeta con su poema, o prescindir del poeta -como suele hacerse- y publicar el poema; o bien tirar el poema al cesto de los papeles y quedarnos con el poeta, o, por último, quedamos sin ninguno de los dos, conservando siempre al hombre imaginativo para nuevas experiencias poéticas.

Estas palabras, y algunas más que añadía Mairena, publicadas en un periódico de la época, sentaron muy mal a los poetas, que debían ser muchos en aquel entonces, a calcular por el número de piedras que le cayeron encima al modesto profesor de Retórica.

   ¡Quién fuera diamante puro!

-dijo un pepino maduro.

Todo necio

confunde valor y precio.


Sin embargo -añadía Mairena, comentando el aforismo de su maestro-, pasarán los pepinos y quedarán los diamantes, si bien -todo hay que decirlo- no habrá ya quien los luzca ni quien los compre. De todos modos, la aspiración del pepino es una verdadera pepinada.

(Una saeta de Abel Martín.)

   Abel, solo. Entre sus libros

palpita un grueso roskopf.

Los ojos de un gato negro

-dos uvas llenas de sol-

le miran. Abel trabaja,

al voladizo balcón

de sus gafas asomado:

«Es la que perdona Dios».

... Escrito el verso, el poeta

pregunta: ¿quién me dictó?

¡Estas sílabas contadas,

quebrando el agrio blancor

del papel!... ¿Ha de perderse

un verso tan español?

   Hay blasfemia que se calla

o se trueca en oración;

hay otra que escupe al cielo,

y es la que perdona Dios.


Supongamos -decía Mairena- que Shakespeare, creador de tantos personajes plenamente humanos, se hubiera entretenido en imaginar el poema que cada uno de ellos pudo escribir en sus momentos de ocio, como si dijéramos, en los entreactos de sus tragedias. Es evidente que el poema de Hamlet no se parecería al de Macbeth; el de Romeo sería muy otro que el de Mercutio. Pero Shakespeare sería siempre el autor de estos poemas y el autor de los autores de estos poemas.

Pero, además, ¿pensáis -añadía Mairena- que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno.

El escepticismo de los poetas suele ser el más hondo y el más difícil de refutar. Ellos nos engañan casi siempre con su afición a los superlativos.

Después de la verdad -decía mi maestro- nada hay tan bello como la ficción.

Los grandes poetas son metafísicos fracasados.

Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas.

El escepticismo de los poetas puede servir de estímulo a los filósofos. Los poetas, en cambio, pueden aprender de los filósofos el arte de las grandes metáforas, de esas imágenes útiles por su valor didáctico e inmortales por su valor poético. Ejemplos: El río de Heráclito, la esfera de Parménides, la lira de Pitágoras, la caverna de Platón, la paloma de Kant, etc., etc.

También de los filósofos pueden aprender los poetas a conocer los callejones sin salida del pensamiento, para salir -por los tejados- de -esos mismos callejones; a ver, con relativa claridad, la natural aporética de nuestra razón, su profunda irracionalidad, y a ser tolerantes y respetuosos con quienes la usan del revés, como don Julián Sanz del Río usaba su gabán, en los días más crudos del invierno, con los forros hacia fuera, convencido de que así abrigaba más.

Juan de Mairena decía a sus alumnos de cuando en cuando frases impresionantes, de cuya inexactitud era él primer convencido; pero que, a su juicio, encerraban una cierta verdad. Y ahora recordamos una sentencia, muy semejante en su forma y apariencia a otra más universal de contenido, pero también desmesurada, del gran Xenius: «En nuestra literatura -decía Mairena- casi todo lo que no es folklore es pedantería».

Con esta frase no pretendía Mairena degradar nuestra gloriosa literatura, como, seguramente, Xenius, cuando afirmaba: Todo lo que no es tradición es plagio, no pretendía degradar la tradición hasta ponerla al alcance de los tradicionalistas. Mairena entendía por folklore, en primer término, lo que la palabra más directamente significa: saber popular, lo que el pueblo sabe, tal como lo sabe; lo que el pueblo piensa y siente, tal como lo siente y piensa, y así como lo expresa y plasma en la lengua que él, más que nadie, ha contribuído a formar. En segundo lugar, todo trabajo consciente y reflexivo sobre estos elementos, y su utilización más sabia y creadora.

Es muy posible -decía Mairena- que, sin libro de caballerías y sin romances viejos que parodiar, Cervantes no hubiese escrito su Quijote; pero nos habría dado, acaso, otra obra de idéntico valor. Sin la asimilación y el dominio de una lengua madura de ciencia y conciencia popular, ni la obra inmortal ni nada equivalente pudo escribirse. De esto que os digo estoy completamente seguro.

Mucho me temo, sin embargo, que nuestros profesores de Literatura -dicho sea sin ánimo de molestar a ninguno de ellos- os hablen muy de pasada de nuestro folklore, sin insistir ni ahondar en el tema, y que pretendan explicaros nuestra literatura como el producto de una actividad exclusivamente erudita. Y lo peor sería que se crease en nuestras Universidades cátedras de Folklore, a cargo de especialistas expertos en la caza y pesca de elementos folklóricos, para servidos aparte, como materia de una nueva asignatura. Porque esto, que pudiera ser útil alguna vez, comenzaría por ser desorientador y descaminante. Un Refranero del Quijote, por ejemplo, aun acompañado de un estudio, más o menos clasificativo, de toda la paremiografía cervantina, nos diría muy poco de la función de los refranes en la obra inmortal. Recordad lo que tantas veces os he dicho: es el pescador quien menos sabe de los peces, después del pescadero, que sabe menos todavía. No. Lo que los cervantistas nos dirán algún día, con relación a estos elementos folklóricos del Quijote, es algo parecido a esto:

Hasta qué punto Cervantes los hace suyos; cómo los vive; cómo piensa y siente con ellos; cómo los utiliza y maneja; cómo los crea, a su vez, y cuántas veces son ellos molde del pensar cervantino. Por qué ese complejo de experiencia y juicio, de sentencia y gracia, que es el refrán, domina en Cervantes sobre el concepto escueto o revestido de artificio retórico. Cómo distribuye los refranes en esas conciencias complementarias de Don Quijote y Sancho. Cuándo en ellos habla la tierra, cuándo la raza, cuándo el hombre, cuándo la lengua misma. Cuál es su valor sentencioso y su valor crítico y su valor dialéctico. Esto y muchas cosas más podrían decimos.

-Cuando una cosa está mal, decía mi maestro -habla Mairena a sus alumnos-, debemos esforzarnos por imaginar en su lugar otra que esté bien; si encontramos, por azar, algo que esté bien, intentemos pensar algo que esté mejor. Y partir siempre de lo imaginado, de lo supuesto, de lo apócrifo; nunca de lo real.

-Hay hombres, decía mi maestro, que van de la poética a la filosofía; otros que van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro, en esto, como en todo.

Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado o construído todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas, permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, en cierto modo, a que sólo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás. Y el hecho -digámoslo de pasada- de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire. Pero de esto hablaremos otro día.

Ya demostramos -o pretendimos demostrar- cuán intacto queda el problema de la percepción del mundo externo, si consideramos la conciencia como un espejo que copia, reproduce o representa imágenes, mientras no se pruebe que los espejos ven las imágenes que en ellos se forman, o que una imagen en la conciencia es la conciencia de una imagen.

Todavía más gedeónico -por no decir más absurdo- me parece el pensar que nuestra conciencia traduce a su propia lengua un mundo escrito en otra; porque si esta otra lengua le es desconocida, mal puede traducir, y si la conoce, ¿para qué traduce? Mejor diríamos: ¿para quién? Porque, en verdad, nadie traduce para sí mismo, sino para quienes desconocen la lengua en que el original está escrito y a condición de que el traductor conozca la suya y la ajena. El truco o tour de passe, passe, que pretende disfrazar la tautología es el verbo traducir, como era antes el verbo representar.

Más inaceptable es todavía la concepción pragmatista de la conciencia como actividad utilitaria, que elige cuanto a la vida interesa, y el mundo externo como producto de esta selección. Porque el acto de elegir supone una previa conciencia de lo que se toma y de lo que se deja. La conciencia como criba o cernaguero de lo real, es la más zurda y zapatera de todas las concepciones de la conciencia.

Hemos de volver -añadía Mairena- a pensar la conciencia como una luz que avanza en las tinieblas, iluminando lo otro, siempre lo otro... Pero esta concepción tan luminosa de la conciencia, la más poética y la más antigua y acreditada de todas, es también la más obscura, mientras no se pruebe que hay una luz capaz de ver lo que ella misma ilumina. Y era esto, acaso, lo que pensaba mi maestro, sin intentar la prueba, cuando aludía a la conciencia divina o a la divinización de la conciencia humana tras de la muerte, en aquellos sus versos inmortales:

   Antes me llegue, si me llega, el Día,

la luz que ve, increada.


Por cierto, que en el autógrafo de mi maestro está escrito vee, del verbo arcaico veer. El cajista debió corregirlo, y mi maestro respetó la corrección, como era su costumbre, renunciando al propósito de llamar la atención sobre el verbo. Pero es evidente que mi maestro comprendía que una luz sin ojos es tan ciega como todo lo demás.

Para ser clown -decía mi maestro- hay que ser inglés, pertenecer a ese gran pueblo de humoristas que tan profundamente ha comprendido el inmortal proverbio del cómico latino: Nada humano es ajeno a mí, y menos que nada, la inagotable tontería del hombre. El clown la exhibe en sí mismo, la profesa como tonto de circo, con la seriedad y la alegría de los niños y de los santos. Cuando vemos y escuchamos a un clown inglés nos explicamos la existencia de un Shakespeare, tan repleto de humanidad y de bufonería. Leyendo a Corneille, a Racine, al mismo Molière, no comprendemos la existencia de un clown francés. Leyendo a Quevedo... Hablen los quevedistas, si los hay. Por mi parte -añadía Mairena- sólo me atreveré a decir que leyendo... a Cervantes me parece comprenderlo todo.

La posición del satírico, del hombre que fustiga con acritud vicios o errores ajenos, es, generalmente, poco simpática, por lo que hay en ella de falso, de incomprensivo, de provinciano. Consiste en ignorar profundamente que estos vicios o errores que señalamos en nuestro vecino los hemos descubierto en nosotros mismos, en desconocer el proverbio a que antes aludíamos, y en olvidar, sobre todo, las palabras del Cristo, para conservar el alegre ímpetu que apedrea a su prójimo.

Nunca os he hablado de la muerte -decía Mairena a sus alumnos- porque, si bien es cierto que con este tema se ha hecho enorme gasto de retórica, el tema mismo es, a mi juicio, esencialmente antirretórico. La retórica nos enseña a hablar para los demás, y es arte que se relaciona con otros de índole semejante: la lógica, la sofística, la poética, etc. Pero la muerte es un tema de la mónada humana, de la autosuficiente e inalienable intimidad del hombre. Es tema que se vive más que se piensa; mejor diremos que apenas hay modo de pensarlo sin desvivirlo. Es tema de poesía, o más bien de poetas. Nosotros no podemos tratarlo muy en serio, por respeto a la misma seriedad del tema y porque, al fin, no estamos en clase de poesía, sino, cuando más, de poética o arte de rozar la poesía sin peligro de contagio.

De la muerte decía Epicuro que es algo que no debemos temer, porque mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Con este razonamiento, verdaderamente aplastante -decía Mairena- pensamos saltarnos la muerte a la torera, con helénica agilidad de pensamiento. Sin embargo -el sin embargo de Mairena era siempre la nota del bordón de la guitarra de sus reflexiones- eso de saltarse la muerte a la torera no es tan fácil como parece, ni aun con la ayuda de Epicuro, porque en todo salto propiamente dicho la muerte salta con nosotros. Y esto lo saben los toreros mejor que nadie.

Aunque nuestro pensamiento pueda saltar de Cádiz al Puerto y del Puerto a Singapoore, es evidente de toda evidencia que nadie que viva en Chiclana puede morirse en Chipiona. De esto que os digo estoy completamente seguro. Y no creáis que abundan las verdades de este calibre. La muerte va con nosotros, nos acompaña en vida; ella es, por de pronto, cosa de nuestro cuerpo. Y no está mal que la imaginemos como nuestra propia notomía o esqueleto que llevamos dentro, siempre que comprendamos el valor simbólico de esta representación. Y aunque creamos -¿por qué no?- en la dualidad de substancias, no hemos de negar por eso nuestro trato con Ella mientras vivimos -como hace Epicuro, si mi cita no es equivocada-, ni el respeto que debe inspiramos tan fiel compañera. Nuestro don Jorge Manrique la hizo hablar con las palabras más graves de nuestra lengua, en aquellos sus versos inmortales:

      ... Buen caballero,

dejad el mundo afanoso

y su halago;

muestre su esfuerzo famoso

vuestro corazón de acero

en este trago.



Y antes que hablemos de la inmortalidad -tema ya más retórico- meditad en lo que llevan dentro estas palabras de don Jorge, y en cuán lejos estamos con ellas del manido silogismo de las escuelas, y de las chuflas dialécticas de los epicúreos.

Porque se avecinan tiempos duros, y los hombres se aperciben a luchar -pueblos contra pueblos, clases contra clases, razas contra razas-, mal año para los sofistas, los escépticos, los desocupados y los charlatanes. Se recrudecerá el pensar pragmatista, quiero decir el pensar consagrado a reforzar los resortes de la acción. ¡Hay que vivir! Es el grito de bandera, siempre que los hombres se deciden a matarse. Y la chufla de Voltaire: Je n'en vois pas la nécessité no hará reír, ni, mucho menos, convencerá a nadie. Y esta cátedra mía -la de Retórica, no la de Gimnasia- será suprimida de real orden, si es que no se me persigue y condena por corruptor de la juventud.

O por enemigo de los dioses. De los dioses en que no se cree. Porque no hay que olvidar lo que tantas veces dijo mi maestro: «Nada hay más temible que el celo sacerdotal de los incrédulos». Dicho de otro modo: «Que Dios nos libre de los dioses apócrifos», en el sentido etimológico de la palabra: de los dioses ocultos, secretos, inconfesados. Porque éstos han sido siempre los más crueles, y, sobre todo, los más perversos; ellos dictan los sacrificios que se ofrendan a los otros dioses, a los dioses de culto oficialmente reconocido.

Nunca toméis el rábano por las hojas, si es que, como parece deducirse del dicho popular, no está en las hojas el natural asidero del rábano. Quiero decir que no siempre se pueden invertir los términos de las cosas, sin desvirtuarlas profundamente.

El Cristo, muriendo en la Cruz para salvar al mundo, no es lo mismo que el mundo crucificando al Cristo para salvarse. Aunque el resultado fuera el mismo... no es lo mismo.

En cuanto al sacrificio de Ifigenia, todas mis simpatías están... con Clitemnestra.

Sin el tiempo, esa invención de Satanás, sin ese que llamó mi maestro «engendro de Luzbel en su caída», el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza. Y el diablo ya no tendría nada que hacer. Y los poetas, tampoco.

   Aunque dicen que el no ser

es, señora, el mayor mal...



dice el gran Lope Félix de Vega, por boca del conde Federico, en El castigo sin venganza. Reparad en que el poeta no hace suya la afirmación, sino que declina o elude la responsabilidad del aserto. Reparad en la elegancia del empleo de los «impersonales» y en la probidad lógica de algunos poetas.

Se es poeta por lo que se afirma o por lo que se niega, nunca, naturalmente, por lo que se duda. Esto viene a decir -no recuerdo dónde- un sabio, o, por mejor decir, un savant, que sabía de poetas tanto como nosotros de capar ranas.

Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡veremos!, como dicen en Aragón. Veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír.

Si tu pensamiento no es naturalmente obscuro, ¿para qué lo enturbias? Y si lo es, no pienses que pueda clarificarse con retórica. Así hablaba Heráclito a sus discípulos.

Para hablar a muchos no basta ser orador de mitin. Hay que ser, como el Cristo, hijo de Dios.

Como el arte de profetizar el pasado, se ha definido burlonamente la filosofía de la historia. En realidad, cuando meditamos sobre el pasado, para enterarnos de lo que llevaba dentro, es fácil que encontremos en él un cúmulo de esperanzas -no logradas, pero tampoco fallidas-, un futuro, en suma, objeto legítimo de profecía. En todo caso, el arte de profetizar el pasado es la actividad complementaria del arte, no menos paradójico, de preterir lo venidero, que es lo que hacemos siempre que, renunciando a una esperanza, juzgamos «sabiamente», con don Jorge Manrique, que se puede dar lo no venido por pasado. Desde otro punto de vista, el arte de profetizar el pasado es precisamente lo que llamamos ciencia o arte de prever lo previsible, es decir, lo previsto o experimentado, lo pasado propiamente dicho. Por muchas vueltas que le deis no habéis de escapar a la necesidad de ser algo profetas, aunque renunciéis -y yo os lo aconsejo- a las barbas demasiado crecidas y a la usuraria pretensión de no equivocaros.

Mas no por ello deis en profetas, a la manera también usuraria de los prestamistas, que ven el futuro para comprarlo por menos de lo que vale.

Nunca aduléis a la divinidad en vuestras oraciones. Un Dios justiciero exige justicia y rechaza la lisonja. Que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, lo prueba suficientemente el que apenas si hay nada de lo cual no pensemos que pudiera mejorarse. Es ésta una de las pruebas en verdad concluyentes, incontrovertibles, que conozco. Porque, aun suponiendo, como muchos suponen, que esta idea de la mediocridad del mundo fuese hija de la limitación y endeblez de nuestra mollera, como esta mollera forma parte del mundo, siempre resultaría que había en él algo muy importante que convendría mejorar. Un optimismo absoluto no me parece aceptable.

Tampoco os recomiendo un pesimismo extremado. Que nuestro mundo no es el peor de los mundos posibles, lo demuestra también el que apenas si hay cosa que no pensemos como esencialmente empeorable. La prueba de esta prueba ya no me parece tan concluyente. Sin embargo, reparad en que nuestro pesimismo moderado también forma parte del mundo y que, en caso de error, tendríamos que empeorarlo para ponerlo de acuerdo con el peor de los mundos. En todo caso, un pesimismo absoluto no es absolutamente necesario.

(Apuntes tomados por los alumnos de Juan de Mairena.)

En nuestra lógica -habla Mairena a sus alumnos- no se trata de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, lo que, para nosotros, carece de sentido; pero sí de ponerlo en contacto o en relación con todo lo demás. No sabemos, en verdad, cuál sea, en nuestra lógica, la significación del principio de identidad, por cuanto no podemos probar que nada permanezca idéntico a sí mismo, ni siquiera nuestro pensamiento, puesto que no hay manera de pensar una cosa como igual a sí misma sin pensarla dos veces, y, por ende, como dos cosas distintas, numéricamente al menos.

En nuestra lógica carece de sentido afirmar que el todo sea mayor que la parte, como ya demostramos o pretendimos demostrar. Porque nuestro pensar pretende ser pensar de lo infinito, y lo infinito, o no tiene partes, o, si las tiene, son también infinitas, y no puede haber un infinito mayor que otro. Esto de ningún modo.

En nuestra lógica tampoco ha de aprovecharnos el principio de contradicción, o de no contradicción, que llaman otros. Porque no hay cosa que sea lo contrario de lo que es. El ser carece de contrarios. Y donde no hay contrarios no hay posible contradicción. Por nuestra lógica vamos siempre de lo uno a lo otro, que no es su contrario, sino, sencillamente, otra cosa. (Un paraguas dista tanto de ser un membrillo como de ser lo contrario de un membrillo.)

En nuestra lógica, los conceptos de cambio y de movimiento son tan distintos que no es posible asimilar el uno al otro. Lo que se mueve -si algo se mueve- no puede cambiar; lo que cambia, si algo cambia- no puede moverse. (Véase página 12.)

En nuestra lógica, las premisas de un silogismo no pueden ser válidas en el momento de enunciar la conclusión. Dicho de otro modo: no hay silogismo posible. Porque nosotros pretendemos pensar en el tiempo, la pura sucesión irreversible, en la cual no es dable la coexistencia de premisas y conclusiones. Y si pensamos -como algunos suponen- en el espacio, entonces sólo es posible pensar un movimiento de lo inmutable, en el cual ni las premisas pueden engendrar conclusiones, ni las conclusiones pueden estar contenidas en las premisas. Dicho de otro modo: tampoco es posible el silogismo en un puro pensar de lo homogéneo, en que nada puede cambiar, ni siquiera de nombre.

En nuestra lógica se abarca tanto como se aprieta, y la comprensión de un concepto es igual a su extensión.

En nuestra lógica nada puede ponerse a sí mismo.

Ni nada puede ponerse más allá de sí mismo.

Ni salir de sí mismo.

Ni, por ende, tornar a sí mismo.

En nuestra lógica no existe ni el pez pescado ni la mosca que se caza a sí misma.

Conocidos los principios de nuestra lógica, sólo falta aplicarlos. Porque sólo después de su más estricta aplicación, lo que exige un aprendizaje largo y difícil, que ni siquiera hemos comenzado, podremos saber si somos o no capaces de un pensamiento verdaderamente original.

Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real. Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito. Mas si éste se lograre algún día, nuestra lógica pasaría a ser la lógica del sentido común. Y entonces se desenterraría la vieja lógica aristotélica, la cual aparecería como un artificio maravilloso que empleó el pensamiento humano, durante siglos, para andar por casa. Ya mi maestro, Abel Martín, se había adelantado a colocarse en este miradero.

Pero vosotros habéis de ir mucho más despacio. Antes de soltar los andadores de la vieja lógica tenéis que hacer largo camino con ellos. Para nadar en las nuevas aguas necesitáis aun de esa calabaza, que compense con su vacío la pesada macicez de vuestros encéfalos. Hemos de proceder con método. Comenzaremos por estudiar las deducciones incorrectas, los razonamientos defectuosos, los ilogismos populares, las confusiones verbales de los borrachos y deficientes mentales, etc.; formas de expresión que no se adaptan con exactitud a los esquemas de la vieja lógica, pero que todavía no caen dentro de la nueva.

Que nosotros hacemos, en esta cátedra de Retórica y de Sofística, una especie de astracán filosófico, es algo que podemos decir en previsión de fáciles burlas, y para socorrer, de paso, la indigencia mental de nuestros enemigos. Pero debemos añadir que este juicio responde a una visión superficial y un tanto burda de nuestra labor, porque, de otro modo, ¿cómo lo cederíamos nosotros al adversario? Nuestra posición es más firme de lo que parece, como probaremos en otra ocasión. Por de pronto, sólo esto quiero adelantaros: Nosotros somos, antes que nada, estudiantes de Retórica. La Retórica es una disciplina importantísima. Por falta de Retórica, los germanos, maravillosamente dotados para la metafísica, no han construído, sin embargo, nada tan sólido como la filosofía de los griegos. La Retórica ha de enseñarnos a hablar bien. Pero yo os pregunto: ¿Creéis vosotros que es posible hablar bien pensando mal? Si pensáis conmigo que esto no es posible, ¿os extrañará que la Retórica nos conduzca, necesariamente, a la lógica, al estudio de las normas o hábitos de pensar que hacen posible el conocimiento de algo, o la ilusión de que algo conocemos? Si pensáis lo contrario, a saber: que cabe hablar bien pensando mal, comprenderéis que la Retórica nos conduzca a la sofística, en el mal sentido de la palabra; al arte de enmascarar el error o de defender el absurdo. En ambos casos habéis de concederme que la Retórica nos lleva directamente al pensamiento, bueno o malo, si es que no pretendéis que la Retórica sea el arte de bien decir, sin pensar de ningún modo, ni bien ni mal, lo que, a mi juicio, es materialmente imposible. Os digo todo esto para explicaros cómo es sólo aparente nuestra extralimitación de funciones, cuando en una clase de Retórica hablamos de todo menos de aquello que suele entenderse por Retórica.

«Pero nosotros queremos ser sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores. No os estrepitéis. Nosotros no hemos de pretender que se nos consienta decir todo lo malo que pensamos del monarca, de los Gobiernos, de los obispos, del Parlamento, etc. La libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo. Por de pronto, nosotros nos preguntamos si el pensamiento, nuestro pensamiento, el de cada uno de nosotros, puede producirse con entera libertad, independientemente de que, luego, se nos permita o no emitirlo. Digámoslo retóricamente: ¿De qué nos serviría la libre emisión de un pensamiento esclavo? De aquí nuestros ejercicios de clase, que unos parecen de lógica y otros de sofística, en el mal sentido de la palabra, pero que, en el fondo son siempre Retórica, y de la buena, Retórica de sofistas o catecúmenos del libre pensamiento. Nosotros pretendemos fortalecer y agilitar nuestro pensar para aprender de él mismo cuáles son sus posibilidades, cuáles sus limitaciones; hasta qué punto se produce de un modo libre, original, con propia iniciativa, y hasta qué punto nos aparece limitado por normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo. ¡Ojo a esto, que es muy grave!...».

Estas palabras fueron tomadas al oído por el oyente de la clase de Mairena, el alumno especializado en la función de oír, y al cual Mairena no preguntaba nunca. Del estilo de estos apuntes parece inferirse que su autor era, más que un estudiante de Retórica, un aprendiz de taquigrafía. Esta sospecha tuvo Mairena durante varios cursos; pero lo que él decía: ¡Un hombre que escucha!... Todos mis respetos.

(El oyente.)

El oyente de la clase de Retorica, en quien Mairena sospechaba un futuro taquígrafo del Congreso, era, en verdad, un oyente, todo un oyente, que no siempre tomaba notas, pero que siempre escuchaba con atención, ceñuda unas veces, otras sonriente. Mairena lo miraba con simpatía no exenta de respeto, y nunca se atrevía a preguntarle. Sólo una vez, después de interrogar a varios alumnos, sin obtener respuesta satisfactoria, señaló hacia él con el dedo índice, mientras pretendía en vano recordar un nombre.

-Usted...

-Joaquín García, oyente.

-Ah, usted perdone.

-De nada.

Mairena tuvo que atajar severamente la algazara burlona que este breve diálogo promovió entre los alumnos de la clase.

-No hay motivo de risa, amigos míos; de burla, mucho menos. Es cierto que yo no distingo entre alumnos oficiales y libres, matriculados y no matriculados; cierto es también que en esta clase, sin tarima para el profesor ni cátedra propiamente dicha -Mairena no solía sentarse o lo hacía sobre la mesa-, todos dialogamos a la manera socrática; que muchas veces charlamos como buenos amigos, y hasta alguna vez discutimos acaloradamente. Todo esto está muy bien. Conviene, sin embargo, que alguien escuche. Continúe usted, señor García, cultivando esa especialidad.

(La dialéctica de Martínez.)

Cuando el hombre -habla Mairena, iniciando un ejercicio de Retórica- vió su cuerpo desnudo en el espejo de las aguas, se dijo: «He aquí algo perfectamente bello que merece guardarse». E inventó el vestido. Porque, evidentemente... Continúe usted, señor Martínez, desarrollando el tema.

-Evidentemente -habla Martínez-, evidentemente...

-Adelante.

-Evidentemente, no hay vestido que no suponga una previa desnudez. ¿Voy bien?

-Prosiga.

-No hay, pues, vestido sin desnudo, aunque haya un desnudo anterior al vestido. Sirve el vestido, en primer lugar, para guardar y proteger la desnudez de nuestro cuerpo, y, en segundo, para asegurarnos, de la manera más firme, la posibilidad de desnudarnos. ¿Voy bien?

-Sin duda.

-Del mismo modo, o por razones análogas, se inventaron las jaulas para guardar y proteger la libertad de los pájaros. Porque, evidentemente...

-Adelante.

-No hay jaula pajarera, propiamente dicha, que no suponga una previa libertad de volar. ¿Que no fueron los pájaros los inventores de las jaulas? Sin duda. No es menos cierto que sin el libre vuelo de los pájaros no existirían las jaulas pajareras.

Una voz.- ¡Claro!

-Es claro, en efecto, que, así como el vestido se debe a la nativa desnudez del cuerpo humano, se debe la jaula a la libertad de las aves para el vuelo. Claro es también que así como los amigos del vestido no son enemigos del desnudo, sino sus más fieles guardadores, los amigos de las jaulas no somos, ni mucho menos, enemigos de la libertad de los pájaros.

Una voz.- ¡Claro!

Otra voz.- ¡No tan claro!

-No tan claro, en efecto, sin un poco de reflexión, por vuestra parte. Hay un desnudo ante indumentum, el que traemos al mundo antes que nos vistan, o el de nuestros primeros padres, cuando todavía no aspiraban a vestirse, ni, mucho menos, a desnudarse; hay un desnudo coetáneo del vestido, más o menos avergonzado de sí mismo, o temeroso de la intemperie; hay, por último, el desnudo post indumentum, el desnudo de los desnudistas, que mal podrían desnudarse sin la previa existencia del vestido. ¿Está esto claro? Pues bien, yo os pregunto: ¿Qué pueden reprochar al vestido los desnudistas? El aguarda al desnudo, guarda el desnudo, engendra y aun abriga la aspiración a desnudarse, posibilita, al fin, el logro de esta aspiración. ¿Voy bien?

-Adelante.

-¿Qué podrán decir contra las jaulas los amigos del vuelo libre, o los amigos de los pájaros, o los pájaros mismos? Hay un vuelo libre anterior a las jaulas, vuelo inocente como el desnudo paradisíaco, que en nada las jaulas perjudican, coartan ni limitan; hay un vuelo coetáneo de las jaulas, un vuelo enjaulado, digámoslo así, pero libre, no obstante, para volar dentro de su jaula, hacia los cuatro puntos cardinales.

Que este vuelo ha perdido su inocencia, nadie puede negarlo. Pero ha ganado, en cambio, la noble aspiración a volar fuera de su jaula. ¿Que para el logro de esta aspiración la jaula es un obstáculo? Sin duda. Pero es también conditio sine qua non para el caso de que esta aspiración se cumpla. Porque ¿cómo volará un pájaro fuera de su, jaula, si esta jaula no existe?

-Basta, señor Martínez. Nos deja usted convencidos. ¿Y como título de esa disertación?

-«Sobre el desnudo y la libertad bien entendidos».

Veo con satisfacción -habla Mairena a sus alumnos- que no perdemos el tiempo en nuestra clase de Sofística. Por el uso -otros dirán abuso- de la vieja lógica, hemos llegado a ese concepto de las cosas bien entendidas, que será punto de partida de nuestro futuro procurar entenderlas mejor. Porque ésta es la escala gradual de nuestro entendimiento: primero, entender las cosas o creer que las entendemos; segundo, entenderlas bien; tercero, entenderlas mejor; cuarto, entender que no hay manera de entenderlas sin mejorar nuestras entendederas. Cuando esto lleguéis a entender, estaréis en condiciones de entender algo, o sea en los umbrales de la filosofía, donde yo tengo que abandonaros, porque a los retóricos impenitentes nos está prohibido traspasar esos umbrales.

Como ancilla theologiae, criada de la Teología, fué definida la filosofía de los siglos medios, tan desacreditada en nuestros días. Nosotros, nada seguros de la completa emancipación de nuestro pensamiento, no hemos de perder el respeto a una criada que, puesta a servir, supo elegir un ama digna de tal nombre. Que no se nos pida, en cambio, demasiado respeto para el pensar pragmatista, aunque se llame católico, para despistar; porque ése es el viudo de aquella criada, un viejo verde más o menos secretamente abarraganado con su cocinera.

Entre los románticos españoles -habla Mairena a sus alumnos-, yo elegiría a Espronceda. No porque piense yo que sea Espronceda el más puro de nuestros románticos, sino porque, a mi juicio, fué aquel señorito de Almendralejo quien logró acercar más el romanticismo a la entraña española, hasta pulsar con dedos románticos, más o menos exangües, nuestra vena cínica, no la estoica, y hasta conmover el fondo demoníaco de este gran pueblo -el español-, donde, como sabemos los folkloristas, tanto y tan bien se blasfema.

Es Espronceda -como nos muestra su obra escrita y las anécdotas de su vida que conocemos- un cínico en toda la extensión de la palabra, un socrático imperfecto, en quien el culto a la virtud y a la verdad del hombre se complica con el deseo irreprimible de ciscarse en lo más barrido, como vulgarmente se dice. El cínico, en clima cristiano, llega siempre a la blasfemia, de la cual se abstiene, por principio y por humor, su compadre el estoico.

Es Espronceda el más fuerte poeta español de inspiración cínica, por quien la poesía española es -todavía- creadora. Leed, yo os lo aconsejo, El estudiante de Salamanca, su obra maestra. Yo lo leí siendo niño -a la edad en que debe leerse casi todo-, y no he necesitado releerlo para evocarlo cuando me place, por la sola virtud de algunos de sus versos; por ejemplo:

Yo me he echado el alma atrás, etc.



Grande, muy grande poeta es Espronceda, y su Don Félix de Montemar, la síntesis, o, mejor, la almendra españolísima de todos los Don Juanes. Después del poema de Espronceda hay una bella página donjuanesca en Baudelaire -que Espronceda hubiera podido adoptar sin escrúpulo -tanto coincide en lo esencial con su Don Félix-, como epílogo o como ex libris decorativo de El estudiante de Salamanca.

Quand Don Juan descendit vers l'onde souterraine...

Las obras poéticas realmente bellas, decía mi maestro -habla Mairena a sus discípulos-, rara vez tienen un solo autor. Dicho de otro modo: son obras que se hacen solas, a través de los siglos y de los poetas, a veces a pesar de los poetas mismos, aunque siempre, naturalmente, en ellos. Guardad en la memoria estas palabras, que mi maestro confesaba haber oído a su abuelo, el cual, a su vez, creía haberlas leído en alguna parte. Vosotros meditad sobre ellas.

Aunque Judas no hubiese existido -decía mi maestro-, el Cristo habría sido entregado, primero, y crucificado, después. El mismo amor de sus discípulos, la ingenuidad de Pedro... ¡Quién sabe! De todos modos, la tragedia divina se habría consumado, porque tal era la voluntad más alta. Os digo esto sin la más leve intención de exculpar o defender a Judas Iscariote. Porque hasta ahí no podemos llegar.

Con el título La chochez de Alcibíades escribió mi maestro una sátira profética, que he buscado en vano entre sus papeles inéditos.

¡Oh, corte, quién te desea! He aquí el verso cortesano por excelencia. Día llegará -decía mi maestro- en que las personas distinguidas vivan todas, sin excepción, en el campo, dejando las grandes urbes para la humanidad de munición; si es que la humanidad de munición no hace imposible la existencia de las personas distinguidas.

Pero no debemos engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista. Después de Juan Jacobo Rousseau, el ginebrino, espíritu ahíto de ciudadanía, la emoción campesina, la esencialmente geórgica, de tierra que se labra, la virgiliana y la de nuestro gran Lope de Vega, todavía, ha desaparecido. El campo para el arte moderno es una invención de la ciudad, una creación del tedio urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas.

¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno, el joven y sabio rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente, que busca la salud, lo cual, bien entendido, es indudable.

Pero a quien el campo dicta su mejor lección es al poeta. Porque, en la gran sinfonía campesina, el poeta intuye ritmos que no se acuerdan con el fluir de su propia sangre, y que son, en general, más lentos. Es la calma, la poca prisa del campo, donde domina el elemento planetario, de gran enseñanza para el poeta. Además, el campo le obliga a sentir las distancias -no a medirlas- y a buscarles una expresión temporal, como, por ejemplo:

   El día dormido

de cerro en cerro y sombra en sombra yace,



que dice Góngora, el bueno, nada gongorino, el buen poeta que llevaba dentro el gran pedante cordobés.

Tampoco hemos de olvidar la lección del campo para nuestro amor propio. Es en la soledad campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos. Cierto que a un solipsismo bien entendido la apariencia de nuestro prójimo no debe inquietar, pues ella va englobada en nuestra mónada. Pero, prácticamente, nos inquieta, es una representación inquietante. ¡Tantos ojos como nos miran, y que no serían ojos si no nos viesen! Mas todos ellos han quedado lejos. ¡Y esos magníficos pinares, y esos montes de piedra, que nada saben de nosotros, por mucho que nosotros sepamos de ellos! Esto tiene su encanto, aunque sea también grave motivo de angustia.

Quisiera yo -habla Mairena a sus alumnos- que entraseis en el mundo literario curados de ese snobismo para el cual sólo es nuevo el traje que lleva todavía la etiqueta del sastre, y es sólo un elegante quien así lo usa. Porque si los profesores no servimos para preveniros contra una extravagancia de tan mal gusto, ¿qué provecho sacaréis de nosotros? Mas no por esto he de aconsejaros el amor a la rutina, ni siquiera el respeto a la tradición estricta. Al contrario; no hay originalidad posible sin un poco de rebeldía contra el pasado.

Cierto que lo pasado es, como tal pasado, inmodificable; quiero decir que, si he nacido en viernes, ya es imposible de toda imposibilidad que haya venido al mundo en cualquier otro día de la semana. Pero esto es una verdad estéril de puro lógica, aunque nos sirva para hombrearnos con los dioses, los cuales fracasarían como nosotros si intentasen cambiar la fecha de nuestro natalicio. ¿Algo más? Que siempre es interesante averiguar lo que fué. Conformes. Mas, para nosotros, lo pasado es lo que vive en la memoria de alguien, y en cuanto actúa en una conciencia, por ende incorporado a un presente, y en constante función de porvenir. Visto así -y no es ningún absurdo que así lo veamos-, lo pasado es materia de infinita plasticidad, apta para recibir las más variadas formas. Por eso yo no me limito a disuadiros de un snobismo de papanatas que aguarda la novedad caída del cielo, la cual sería de una abrumadora vejez cósmica, sino que os aconsejo una incursión en vuestro pasado vivo, que por sí mismo se modifica, y que vosotros debéis, con plena conciencia, corregir, aumentar, depurar, someter a nueva estructura, hasta convertirlo en una verdadera creación vuestra. A este pasado llamo yo apócrifo, para distinguirlo del otro, del pasado irreparable que investiga la historia y que sería el auténtico: el pasado que pasó o pasado propiamente dicho. Mas si vosotros pensáis que un apócrifo que se declara deja de ser tal, puesto que nada oculta, para convertirse en puro juego o mera ficción, llamadle ficticio, fantástico, hipotético, como queráis; no hemos de discutir por palabras.

Lo importante es que entendáis lo que yo quiero deciros. Suponed que el Sócrates verdadero, maestro de Platón, fué, como algunos sostienen, el que describe Jenofonte en sus Memorables y en su Simposion, un hombre algo vulgar y aun pedante. No sería ningún desatino que llamásemos apócrifo al Sócrates de los Diálogos platónicos, sobre todo si Platón lo conocía tal como era y nos lo dió tal como no fué. Pero, llamémosle como queramos, el Sócrates platónico que ha llegado hasta nosotros a través de los siglos y seguramente continuará su camino cuando nosotros hayamos terminado el nuestro, fué creado, si aceptamos vuestra hipótesis, en rebeldía contra un pasado auténtico e irremediable. De un pasado que pasó ha hecho Platón un pasado que no lleva trazas de pasar.

Comprenderéis que esto que os digo no se encamina a resolver la cuestión socrática, que interesa a los historiadores, sino a aceptar una hipótesis verosímil que ilustre por vía de ejemplo cuanto dijimos de la plasticidad de lo pasado. Porque yo también acepto la posibilidad de que sea el Sócrates de Jenofonte el más ficticio de los dos. También lo pasado puede re-crearse negativamente para desdoro o disminución de lo que fué; y aun ello es muy frecuente: tanto es demoledor y enemigo de grandezas el celo de algunos averiguadores.

(Apuntes de Juan de Mairena.)

  • 1.º Salud señora para encomendarle a Dios y qué buen ver que tiene todavía esta señora. Esta retahila de palabras, horra de signos de puntuación, es lo que resta de La visita de duelo, comedia en que Juan de Mairena ensaya una nueva técnica para el diálogo. «Sería conveniente -escribe Mairena- que nuestros actores fuesen algo ventrílocuos o que dispusiesen, por lo menos, de dos voces: una de claro timbre para lo que se dice, y otra, algo cavernosa, para lo que paralelamente se piensa. El público aceptaría cuanto hay de artificial en el empleo de estas dos voces, a cambio de poder más hondamente penetrar en la psicología de los personajes. La comedia integral a cartas vistas, que es el poema dramático del porvenir, requiere convenciones de esta índole».
  • 2.° Y no lo digo por plataforma. Oí esta frase, repetida muchas veces, en un discurso político. El orador quería decir que él no aprovechaba los actos públicos para el resalto y encumbramiento de su persona, con ánimo de hacer carrera política, sino que sólo le movía a hablar el deseo de servir sincera y modestamente a su país. Asombra hasta dónde puede llegar el poder sintético de la Retórica.
  • 3.° Castigaré las faltas de mi hijo, en primer lugar...; y, en segundo, por el mal ejemplo que da a su hermano. (Ejemplaridad del castigo.)
  • 4.° Porque es lo que yo digo... (Para un «Diccionario de autoridades».)

Si me preguntáis, decía mi maestro -habla Mairena a sus alumnos-, si soy yo capaz de suspender el reloj o de robarle la cartera a mi prójimo, os contestaré: «Es una tentación que, hasta la fecha, no me ha asaltado; pero, en circunstancias muy apretadas, y por una vez, y sin que nadie lo supiera... ¡Quién sabe!». Así hablaba un hombre sincero, un tanto cínico, como era mi maestro, y de quien nunca se supo que atentase contra la propiedad ajena. Pero -lo que él decía-, ¿no soy hombre, y no es propio del hombre el hábito más o menos frecuente de robar calleras y de suspender relojes?

Yo no sé -añade Mairena- si mi maestro hacía bien o mal en decir estas cosas. Porque entre tanto pillo como hay en el mundo, el hombre que hace tales confesiones pasa, eo ipso, a presunto carterista. Y en verdad, nadie, sin fuerza que le obligue, debe cooperar a su propia calumnia. Pero desde otro punto de vista, esta ausencia de jactancia moral, esta modestia ética, en un hombre de buena conducta, tiene su encanto.

Habréis reparado -sigue hablando Mairena a sus alumnos- en que casi nunca os hablo de moral, tema retórico por excelencia. Y es que -todo hay que decirlo- la moral no es mi fuerte. Y no porque sea yo un hombre más allá del bien y del mal, como algunos lectores de Nietzsche -en ese caso sería la moral, como en Nietzsche mismo, mi más importante tema de reflexión-, sino precisamente por todo lo contrario: por no haber salido nunca, ni aun en sueños, de ese laberinto de lo bueno y de lo malo, de lo que está bien y de lo que está mal, de lo que estando bien pudiera estar mejor, de lo que estando mal pudiera empeorarse. Porque toda visión requiere distancia, no hay manera de ver las cosas sin salirse de ellas. Y esto fué lo que intentó Nietzsche con la moral, y sólo por ello ha pasado a la historia.

Mi maestro tenía fama de borracho porque, en ocasiones muy solemnes de su vida -el día de sus esponsales, al recibirse de doctor, en algún ejercicio de oposiciones a cátedras, etc.-, reforzaba su moral, como él decía, o amenguaba la conciencia de su responsabilidad con frecuentes libaciones. Las gentes se decían: «Este hombre, que diserta sobre Metafísica oliendo a aguardiente de un modo escandaloso, ¿cómo estará cuando no tenga que disertar sobre nada?». Y la verdad era que mi maestro no tenía trato con el alcohol más que en aquellas solemnes ocasiones. Nada intentó mi maestro, sin embargo, para deshacer esta mala opinión, y ello por muchos motivos que a él le parecían otras tantas razones. Primero: porque el alcohol -decía él- forma parte de mi leyenda, y sin leyenda no se pasa a la historia. Segundo: porque conviene que los eruditos del porvenir tengan algo que averiguar, que no sea meramente literario. Tercero: por gratitud al alcohol, merced al cual he salido con bien de algunas situaciones difíciles. Cuarto: por respeto y simpatía a gentes nada abstemias que se enorgullecen de contarme entre los húmedos. Quinto: porque mi sequedad no es tan absoluta que pueda jactarme de ella. Sexto: porque, en último término, añade muy poco a la virtud la carencia de vicios.

Y mi maestro seguía enumerando razones, que tanto es la sinrazón fecunda en ellas. De otras, demasiado sutiles, hablaremos mañana.

Cuando un hombre algo reflexivo -decía mi maestro- se mira por dentro, comprende la absoluta imposibilidad de ser juzgado con mediano acierto por quienes lo miran por fuera, que son todos los demás, y la imposibilidad en que él se encuentra de decir cosa de provecho cuando pretende juzgar a su vecino. Y lo terrible es que las palabras se han hecho para juzgarnos unos a otros.

Que cada cual hable de sí mismo lo mejor que pueda, con esta advertencia a su prójimo: si por casualidad entiende usted algo de lo que digo, puede usted asegurar que yo lo entiendo de otro modo.

Siempre dejé a un lado el tema del amor por esencialmente poético y, en cierto sentido, ajeno a nuestra asignatura, y porque, en otro cierto sentido, de nada como del amor ha usado y abusado tanto la Retórica. Otrosí: el amor es tema escabrosísimo para tratado en clase, y muy complicado desde que la ciencia lo ha hecho suyo y los psiquiatros nos han descubierto muchas cosas desagradables que de él ignorábamos y han inventado tantos nombres para mentarlas y definirlas. Item más: las mujeres, y aun los hombres, no sólo se confiesan ya con los sacerdotes, sino también con los médicos, y han duplicado así, por un lado, el secreto del amor, y por otro, su malicia; aunque por otro lado -un tercer lado- hayan enriquecido el tesoro documental del erotismo.

Una cosa terrible, contra muchas ventajas, tiene el aumento de la cultura por especialización de la ciencia: que nadie sabe ya lo que se sabe, aunque sepamos todos que de todo hay quien sepa. La conciencia de esto nos obliga al silencio o nos convierte en pedantes, en hombres que hablan, sin saber lo que dicen, de lo que otros saben. Así, la suma de saberes, aunque no sea en totalidad poseída por nadie, aumenta en todos y en cada uno, abrumadoramente, el volumen de la conciencia de la propia ignorancia. Y váyase lo uno -como decía el otro- por lo otro. Os confieso, además, que no acierto a imaginar cuál sería la posición de un Sócrates moderno, ni en qué pudiera consistir su ironía, ni cómo podría aprovecharnos su mayéutica.

Pero, ¿y el nosce te ipsum, la sentencia délfica? ¿A qué puede obligamos ya ese imperativo? He aquí lo verdaderamente grave del problema. Si la ciencia del conocimiento de sí mismo, que Sócrates reputaba única digna del hombre, pasa a saber de especialistas, estamos perdidos. Dicho en otra forma: ¿cómo podrás saber algo de ti mismo, si de esa materia, como de todas las demás, es siempre otro el que sabe algo?

(Apuntes de Mairena. «De un discurso político».)

«Cierto es, señores, que la mitad de nuestro corazón se queda en la patria chica; pero la otra mitad no puede contenerse en tan estrechos límites; con ella invadimos amorosamente la totalidad de nuestra gloriosa España. Y si dispusiéramos de una tercera mitad, la consagraríamos íntegramente al amor de la humanidad entera». Analícese este párrafo desde los puntos de vista lógico, psicológico y retórico.

Todo parece aconsejaros -sigue hablando Mairena a sus alumnos-, y muy especialmente a nosotros, los españoles, la vuelta a la sofística. Porque también nosotros hemos sido sofistas, a nuestro modo, como los franceses lo fueron al suyo. Pero a nosotros nos falló la fe protagórica en el hombre como medida universal, y no pusimos, hasta la fecha, nuestro robusto ingenio a su servicio. Era una fe demasiado inteligente, que no se recomendaba por el gesto y el talante. Nos apartamos de ella a medio desdén, como dice Lope:

puesta la mano en la espada



o en el crucifijo, que dicen otros. El ademán garboso nos ha perdido. Yo os aconsejo que habléis siempre con las manos en los bolsillos.

El gran pecado -decía mi maestro Abel Martín- que los pueblos no suelen perdonar es el que se atribuía a Sócrates, con razón o sin ella: el de introducir nuevos dioses. Claro es que entre los dioses nuevos hay que incluir a los viejos, que se tenía más o menos decorosamente jubilados. Y se comprende bien esta hincha a los nuevos dioses, que lo sean o que lo parezcan, porque no hay novedad de más terribles consecuencias. Los hombres han comprendido siempre que sin un cambio de dioses todo continúa aproximadamente como estaba, y que todo cambia, más o menos catastróficamente, cuando cambian los dioses.

Pero los dioses cambian por sí mismos, sin que nosotros podamos evitarlo, y se introducen solos, contra lo que pensaba mi maestro, que se jactaba de haber introducido el suyo. Nosotros hemos de procurar solamente verlos desnudos y sin máscara, tales como son. Porque de los dioses no puede decirse lo que se dice de Dios: que se muere quien ve su cara. Los dioses nos acompañan en vida, y hay que conocerlos para andar entre ellos. Y nos abandonan silenciosamente en los umbrales de la muerte, de donde ellos, probablemente, no pasan. Trabajemos todos para merecer esa suave melancolía de los dioses, que tan bien expresaron los griegos en sus estelas funerarias.

(De senectute.)

De la vejez, poco he de deciros, porque no creo haberla alcanzado todavía. Noto, sin embargo, que mi cuerpo se va poniendo en ridículo; y esto es la vejez para la mayoría de los hombres. Os confieso que no me hace maldita la gracia.

Hay viejos, sin embargo, de aspecto venerable, que nos recuerdan el verso virgiliano dedicado a Caronte:

jam senior, sed cruda deo viridisque senectu



Si supiera más latín hablaría de ellos, como ellos se merecen, en esa magnífica lengua de senadores. Pero estos viejos abundan poco. La naturaleza no parece tomar muy en serio a la vejez. Lo frecuente es el vejancón, el vejete, o la sedicente persona seria, un personaje cómico que suele empuñar la batuta en casi todas las orquestas.

Pero el problema de la vejez se inicia para nosotros, como todos los problemas, cuando nos preguntamos si la vejez existe. Entendámonos: si la vejez existe con independencia del reúma, la arteriosclerosis y otros achaques más o menos aparentes, que contribuyen al progresivo deterioro de nuestro organismo. Porque si la vejez no fuera más que ese proceso de mineralización de nuestras células, no tendría para nosotros interés alguno; y Séneca, y Cicerón, y tantos otros que pretendieron decir algo interesante de ella, habrían perdido su tiempo. Nosotros nos preguntamos si es algo la vejez en nuestro espíritu, o en lo que así llamamos; si es parte esencial de nuestra mónada, algo que en ella se da y cumple, y de lo cual tendríamos alguna noción, aunque careciésemos de espejos, ignorásemos la significación de las canas y arrugas de nuestro prójimo y gozásemos de la más grata y suave cenestesia. La creencia, más o menos ingenua, en la dualidad de substancias, tiende a contestar esta pregunta negativamente: «El espíritu no envejece, y nada sabría de la vejez sin la vil carroña que lo envuelve». Pero esta creencia del sentido común no ha de ir necesariamente unida a la fe en la supervivencia. Porque el espíritu pudiera ser aniquilado sin envejecer. Y la más acentuada apariencia de la muerte es la de algo intacto y juvenil que cesa súbita y milagrosamente dentro de un vejestorio. En realidad, es siempre lo que envejece, lo sometido a proceso de deterioro, lo que nunca hemos visto aniquilado.

Otra cosa quiero decir de la vejez- y con esto agoto mi saber de este asunto-, y es que, aun vista desde fuera, ella da origen a los juicios más diversos y encontrados, puesto que algunos la deploran como un daño y otros la encomian y jalean como un bien positivo. Y entre los pocos afectos a la vejez -que no son tantos como sus apologistas y simpatizantes- se da el caso curioso de Leonardo de Vinci, que la ve y juzga contradictoriamente, ya como un decaimiento físico, ya como una exaltación dinámica. Y así nos dice en su Tratado de la Pintura cómo conviene figurar a los viejos con tardos y perezosos movimientos, inclinado el cuerpo, dobladas las rodillas, etc., etc. Y en el siguiente párrafo: «Las viejas se representarán atrevidas y prontas, con movimientos impetuosos (casi como los de las Furias infernales), aunque con más viveza en los brazos que en las piernas». Hay aquí una distinción algo desmesurada entre los viejos y las viejas. Mi maestro, sin embargo, la hizo suya en su Política de Satanás, donde se leen estas palabras: «Conviene que la mujer permanezca abacia, carente de voz y voto en la vida pública, no sólo porque la política sea, como algunos pensamos, actividad esencialmente varonil, sino porque la influencia política de la mujer convertiría muy en breve el gobierno de los viejos en gobierno de las viejas, y el gobierno de las viejas, en gobierno de las brujas. Y esto es lo que a toda costa conviene evitar».

Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas -o removerlas- constantemente por fuera. Por eso -decía mi maestro- los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales.

Porque no hay más lengua viva que la lengua en que se vive y piensa, y ésta no puede ser más que una -sea o no la materna- debemos contentarnos con el conocimiento externo, gramatical y literario de las demás. No hay que empeñarse en que nuestros niños hablen más lengua que la castellana, que es la lengua imperial de su patria. El francés, el inglés, el alemán, el italiano deben estudiarse como el latín y el griego, sin ánimo de conversarlos. Un causeur español, entre franceses cultos, será siempre algo perfectamente ridículo; vuelto a España al cabo de algunos años, será un hombre intelectualmente destemplado y disminuído, por la dificultad de pensar bien en dos lenguas distintas. ¡Que Dios nos libre de ese hombre que traduce a su propio idioma las muchas tonterías que, necesariamente, hubo de pensar en el ajeno! Y si llega a ministro...

Así hablaba mi maestro, un hombre un tanto reaccionario, y no siempre de acuerdo consigo mismo, porque, por otro lado, no podía soportar a los castizos de su propia tierra, y si eran de Valladolid, mucho menos.

Nadie debe asustarse de lo que piensa, aunque su pensar aparezca en pugna con las leyes más elementales de la lógica. Porque todo ha de ser pensado por alguien, y el mayor desatino puede ser un punto de vista de lo real. Que dos y dos sean necesariamente cuatro, es una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada. Ni siquiera hemos de exigirle la prueba de su aserto, porque ello equivaldría a obligarle a aceptar las normas de nuestro pensamiento, en las cuales habrían de fundarse los argumentos que nos convencieran. Pero estas normas y estos argumentos sólo pueden probar nuestra tesis; de ningún modo la suya. Cuando se llega a una profunda disparidad de pareceres, el onus probandi no incumbe realmente a nadie.

Ese pintor -tan impresionante- que ve lo vivo muerto y lo muerto vivo, nos pinta unos hombres terrosos en tomo a una mesa de mármol, y, sobre ésta, tazas, copas y botellas fulgurantes, que parecen animadas de una extraña inquietud, como si fueran de un momento a otro a saltar en pedazos para incrustarse en el techo. Es un pintor que ha visto la vida donde nosotros no la vemos, y que ha reparado mejor que nosotros en la muerte que llevamos encima. A mí me parece sencillamente un artista genial, puesto que, viendo las cosas como nosotros no las vemos, nos obliga a verlas como él las ve. Discutir con él para demostrarle que un hombre estará siempre más vivo que un sifón de agua de seltz, o para que nos pruebe lo contrario, sería completamente superfluo para él y para nosotros.

Que de la esencia no se puede deducir la existencia es para muchos verdad averiguada, después de Kant; que de la existencia tampoco se deduce necesariamente la esencia -lo que el ser es, suponiendo que el ser sea algo- no pueden menos de creerlo cuantos diputan mera apariencia el mundo espacioso-temporal. Si ahondamos en estas dos creencias complementarias, tan fecundas en argumentos de toda laya, nos topamos con la fe inapelable de la razón humana: la fe en el vacío y en las palabras.

Y ¿adónde vamos nosotros, aprendices de poeta, con esta fe nihilista de nuestra razón, en el fondo del baúl de nuestra conciencia? Se nos dirá que nuestra posición de poetas debe ser la del hombre ingenuo, que no se plantea ningún problema metafísico. Lo que estaría muy bien dicho si no fuera nuestra ingenuidad de hombres la que nos plantea constantemente estos problemas.

(Acotación a Mairena.)

Juan de Mairena era un hombre de otro tiempo, intelectualmente formado en el descrédito de las filosofías románticas, los grandes rascacielos de las metafísicas postkantianas, y no había alcanzado, o no tuvo noticia, de este moderno resurgir de la fe platónico-escolástica en la realidad de los universales, en la posible intuición de las esencias, la Wesenschau de los fenomenólogos de Friburgo. Mucho menos pudo alcanzar las últimas consecuencias del temporalismo bergsoniano, la fe en el valor ontológico de la existencia humana. Porque, de otro modo, hubiera tomado más en serio las fantasías poético-meta-físicas de su maestro, Abel Martín. Y aquel existo, luego soy, con que su maestro pretendía nada menos que enmendar a Descartes, le hubiera parecido algo más que una gedeonada, buena para sus clases de Retórica y de Sofística.

Sostenía mi maestro -sigue hablando Mairena a sus alumnos- que el fondo de nuestra conciencia a que antes aludíamos, no podía ser esa fe nihilista de nuestra razón, y que la razón misma no había dicho con ella la última palabra. Su filosofía, que era una meditación sobre el trabajo poético, le había conducido a muy distintas conclusiones, y, reveládole convicciones muy otras que las ya enunciadas. Pensaba mi maestro que la poesía, aun la más amarga y negativa, era siempre un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta, porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que mire. El poeta y el hombre. Su experiencia vital -y ¿qué otra experiencia puede tener el hombre?- le ha enseñado que no hay vivir sin ver, que sólo la visión es evidencia y que nadie duda de lo que ve, sino de lo que piensa. El poeta -añadía- logra escapar de la zona dialéctica de su espíritu, irremediablemente escéptica, con la convicción de que ha estado pensando en la nada, entretenido con ese hueso que le dió a roer la divinidad para que pudiera pasar el rato y engañar su hambre metafísica. Para el poeta sólo hay ver y cegar, un ver que se ve, pura evidencia, que es el ser mismo, y un acto creador, necesariamente negativo, que es la misma nada.

De un modo mítico y fantástico lo expresaba así mi maestro:

   Dijo Dios: «Brote la Nada».

Y alzó su mano derecha

hasta ocultar su mirada.

Y quedó la Nada hecha.


Anotad esos versos, aunque sólo sea por su valor retórico, como modelo de expresión enfática del pensamiento. Y dejemos para otro día el ahondar algo más en la poética de mi maestro.

(Mairena, empieza a exponer la poética de su maestro Abel Martín.)

Es evidente, decía mi maestro -cuando mi maestro decía es evidente, o no estaba seguro de lo que decía, o sospechaba que alguien pudiera estarlo de la tesis contraria a la que él proponía- que la razón humana milita toda ella contra la riqueza y variedad del mundo; que busca ansiosamente un principio unitario, un algo que lo explique todo, para quedarse con este algo y aligerarse del peso y confusión de todo lo demás. Y así tenemos, de un lado, la fe racional en lo que nunca es nada de cuanto se aparece, la fe en lo nunca visto, llámese el ser, la esencia, la substancia, la materia originaria, etc.; y de otro, la gran banasta de los papeles pintados, en donde va cayendo el mundo de las apariencias, y en él el mismo corazón del hombre. Y aunque el imán que explica el ímpetu de esta fe racional sea la pura nada, y la razón no acierte, ni por casualidad, con verdad alguna a que pueda aferrarse, es un portento digno de asombro esta fuerza de aniquilación, este poder desrealizante... Maravilla cuán milagrosa es la virtud de nuestro pensamiento para penetral- en la enmarañada selva de lo sensible, como si no hubiese tal selva, y pensar el hueco y lugar que esta selva ocupa. Porque describiendo el intelecto humano de una manera impresionante, como un hacha que se abre paso a través de un bosque, no se dice su virtud milagrosa, pues no hay tal hacha ni semejante tala, sino que la arboleda subsiste intacta, y allí donde ella está se piensa otra cosa. Incumbe al poeta admirarse del hecho ingente que es el pensar, ora lleno, ora vacío, el huevo universal, y todo ello en menos que se cuenta, como si dijéramos en un abrir y cerrar de ojos.

Pero el poeta debe apartarse respetuosamente ante el filósofo, hombre de pura reflexión, al cual compete la ponencia y explanación metódica de los grandes problemas del pensamiento. El poeta tiene su metafísica para andar por casa, quiero decir el poema inevitable de sus creencias últimas, todo él de raíces y de asombros. El ser poético -on poietikós- no le plantea problema alguno; él se revela o se vela; pero allí donde aparece, es. La nada, en cambio, sí. ¿Qué es? ¿Quién la hizo? ¿Cómo se hizo? ¿Cuándo se hizo? ¿Para qué se hizo? Y todo un diluvio de preguntas que arrecia con los años y que se origina no sólo en su intelecto -el del poeta-, sino también en su corazón. Porque la nada es, como se ha dicho, motivo de angustia. Pero para el poeta, además y antes que otra cosa, causa de admiración y de extrañeza.

Que toda cosa sea igual a sí misma no es, ni mucho menos, una verdad averiguada por la vía discursiva, ni tampoco una evidencia o intuición de lo real, sino un supuesto necesario al artificio o mecanismo de nuestro pensamiento, el cual supuesto, de puro imprescindible para razonar, nos parece verdadero. He aquí lo que honradamente puede decirse de él. La imposibilidad, igualmente decretada por la lógica, de que una cosa sea y no sea al mismo tiempo, el llamado principio de contradicción, que algunos llaman con mejor acierto de no contradicción, es otro supuesto también útil y necesario de carácter instrumental, pero de muy dudoso valor absoluto, porque lleva implícita una esencialísima contradicción. El supone que yo puedo pensar que una cosa es y que luego, en otro momento, esta misma cosa no es. El salto del ser al no ser, realizado en momentos sucesivos, con intervalos imperceptibles, debiera extrañarnos hasta el asombro, y hasta preguntarnos si este salto lo da efectivamente el pensamiento o si es puramente verbal. Comprendo que a esto se nos podrá argüir que no hay manera de separar el pensamiento del lenguaje, para verlos y estudiarlos por separado. Y esto es muy posible. Sin embargo, la pregunta: «¿Qué es lo que usted piensa en lo que dice?», no carece en absoluto de sentido. Y yo pregunto: ¿Qué modo hay de pensar una cosa sin pensar que esta cosa sea algo? No hay contradicción, mas sí redundancia en pensar que una cosa es. Puesto el ser, y aun recalcado, en el pensamiento de una cosa, lo único que no puede predicarse de ésta es el no ser. Tal nos dice la lógica en su famoso principio. Pero esto mismo es lo que realiza nuestro pensamiento cuando pensamos que una cosa no es. Y así vamos de la tautología al absurdo, sin que el tiempo lo enmiende ni sirva en lo más mínimo para disimularlo, trocando milagrosamente el ser que era en un ser que no es. En todo pensamiento en que interviene el no ser va implícita la contradicción al principio de contradicción.

Y éste era uno de los caminos, el puramente lógico, o el de reducción al absurdo de la pura lógica, por donde llegaba mi maestro al gran asombro de la nada, tan esencial en su poética. Porque la nada antes nos asombra -decía mi maestro, jugando un poco del vocablo- que nos ensombrece, puesto que antes nos es dado gozar de la sombra de la mano de Dios y meditar a su fresco oreo, que adormirnos en ella, como desean las malas sectas de los místicos, tan razonablemente condenadas por la Iglesia.

   Antes me llegue, si me llega, el día,

en que duerma a la sombra de tu mano...


Así expresaba mi maestro un temor, de ningún modo un deseo ni una esperanza: el temor de morir y de condenarse, de ser borrado de la luz definitivamente por la mano de Dios. Porque mi pobre maestro tuvo una agonía dura, trabajosa y desconfiada -debió de pasar lo suyo en aquel trago a que aludió Manrique-, dudando de su propia poética,

   Antes me llegue, si me llega, el Día...

la luz que ve, increada



y más inclinado, acaso, hacia el nirvana búdico, que esperanzado en el paraíso de los justos. La verdad es que había blasfemado mucho. Con todo, debió de salvarse a última hora, a juzgar por el gesto postrero de su agonía, que fué el de quien se traga literalmente la muerte misma sin demasiadas alharacas.

Pero antes que llegue o no llegue el Día, con o sin mayúscula, hay que reparar, no sólo en que todo lo problemático del ser es obra de la nada, sino también en que es preciso trabajar y aun construir con ella, puesto que ella se ha introducido en nuestras almas muy tempranamente, y apenas si hay recuerdo infantil que no la contenga.

   Sobre la fuente, negro abejorro

pasa volando, zumba al volar,

cuando las niñas cantan en corro,

en los jardines del limonar.

   Se oyó su bronco gruñir de abuelo

entre las claras voces sonar,

superflua nota de violoncelo,

en los jardines del limonar.


Mi maestro cede al encanto del verso bobo hasta repetirlo, a la manera popular. ¿Qué jardines son ésos?

   Entre las cuatro blancas paredes,

cuando una mano cerró el balcón,

por los salones de sal-si-puedes

suena el rebato de su bordón.

   Muda, en el techo, quieta, ¿dormida?,

la gruesa nota de angustia está;

y en la mañana verdiflorida

de un sueño niño volando va...


Limpiemos -decía mi maestro- nuestra alma de malos humores, antes de ejercer funciones críticas. Aunque esto de limpiar el alma de malos humores tiene su peligro; porque hay almas que apenas si poseen otra cosa, y, al limpiarse de ella, corren el riesgo de quedarse en blanco. Pureza, bien; pero no demasiada, porque somos esencialmente impuros. La melancolía o bilis negra -atra bilis- ha colaborado más de una vez con el poeta, y en páginas perdurables. No hemos de recusar al crítico por melancólico. Con todo, un poco de jabón, con su poquito de estropajo, nunca viene mal a la grey literaria.

Que todo hombre sea superior a su obra es la ilusión que conviene mantener mientras se vive. Es muy posible, sin embargo, que la verdad sea lo contrario. Por eso yo os aconsejo que conservéis la ilusión de lo uno, acompañada de la sospecha de lo otro. Y todo ello a condición de que nunca estéis satisfechos ni de vuestro hombre ni de vuestra obra.

De los diarios íntimos decía mi maestro que nada le parecía menos íntimo que esos diarios.

El momento creador en arte, que es el de las grandes ficciones, es también el momento de nuestra verdad, el momento de modestia y cinismo en que nos atrevemos a ser sinceros con nosotros mismos. ¿Es el momento de comenzar un diario íntimo? Acaso no, porque quedan ya pocos días que anotar en ese diario, y los que pasaron, ¿cómo podremos anotarlos al paso? Es el momento de arrojar nuestro diario al cesto de la basura, en el caso de que lo hubiéramos escrito.

(Kant y Velázquez.)

Es evidente, decía mi maestro -Mairena endosaba siempre a su maestro la responsabilidad de toda evidencia- que si Kant hubiera sido pintor, habría pintado algo muy semejante a Las Meninas, y que una reflexión juiciosa sobre el famoso cuadro del gran sevillano nos lleva a la Crítica de la pura razón, la obra clásica y luminosa del maestro de Königsberg. Cuando los franceses -añadía- tuvieron a Descartes, tuvimos nosotros -y aun se dirá que no entramos con pie firme en la edad moderna- nada menos que un pintor kantiano, sin la menor desmesura romántica. Esto es mucho decir. No nos estrepitemos, sin embargo, que otras comparaciones más extravagantes se han hecho -Marx y el Cristo, etc.- que a nadie asombran. Además, y por fortuna para nuestro posible mentir de las estrellas, ni Kant fué pintor ni Velázquez filósofo.

Convengamos en que, efectivamente, nuestro Velázquez, tan poco enamorado de las formas sensibles, a juzgar por su indiferencia ante la belleza de los modelos, apenas si tiene otra estética que la estética trascendental kantiana. Buscadle otra y seguramente no la encontraréis. Su realismo, nada naturalista, quiero decir nada propenso a revolcarse alegremente en el estercolero de lo real, es el de un hombre que se tragó la metafísica y que, con ella en el vientre, nos dice: la pintura existe, como decía Kant: ahí está la ciencia fisicomatemática, un hecho ingente que no admite duda. De hoy más, la pintura es llevar al lienzo esos cuerpos tales como los construye el espíritu, con la materia cromática y lumínica en la jaula encantada del espacio y del tiempo. Y todo esto -claro está- lo dice con el pincel.

He aquí el secreto de la serena grandeza de Velázquez. El pinta por todos y para todos; sus cuadros no sólo son pinturas, sino la pintura. Cuando se habla de él, no siempre con el asombro que merece, se le reprocha más o menos embozadamente su impasible objetividad. Y hasta se alude con esta palabra -¡qué gracioso!- al objetivo de la máquina fotográfica. Se olvida -decía mi maestro- que la objetividad, en cualquier sentido que se tome, es el milagro que obra el espíritu humano, y que, aunque de ella gocemos todos, el tomarla en vilo para dejarla en un lienzo o en una piedra es siempre hazaña de gigantes.

(Sobre la novela.)

Lo que hace realmente angustiosa la lectura de algunas novelas, como en general la conversación de las mujeres, es la anécdota boba, el detalle insignificante, el documento crudo, horro de toda elaboración imaginativa, reflexiva, estética. Ese afán de contar cosas que ni siquiera son chismes de portería... ¡Demasiado bien lastradas para el naufragio, esas novelas, en el mar del tiempo! Y menos mal si con ellas no se pierden en el olvido algunos aciertos de expresión, observaciones sutiles, reflexiones originales y profundas en que esas mismas novelas abundan. Un poco de retórica, tal como nosotros la entendemos, convendría a sus autores.

Es muy posible que la novela moderna no haya encontrado todavía su forma, la línea firme de su contorno. Acaso maneja demasiados documentos, se anega en su propia heurística. Es, en general, un género poco definido que se inclina más a la didáctica que a la, poética. En ella, además, son muchos los arrimadores de ladrillos, pocos los arquitectos. Corre el riesgo de deshacerse antes de construirse.

Acaso la culpa sea de nuestro gran Cervantes y de sus botas de siete leguas. ¿Quién camina a ese paso? La verdad es que, después del Quijote, el mundo espera otra gran novela que no acaba de llegar. Nuestro Cervantes... Para rendir un pequeño homenaje a la cursilería de nuestro tiempo -ya que Cervantes no lo necesita- yo os invito a guardar conmigo un minuto de silencio y meditación con tema libre.

La clase ha quedado en silencio durante sesenta segundos mal contados, después de los cuales añade Mairena: Reparad en que esto del minuto de silencio es tan estúpido, aunque no tan macabro ni tan perverso, como el culto al soldado desconocido. Pero de algún modo hemos de acusar en nuestras clases los tiempos de barullo y algarabía en que vivimos.

(Intermedio.)

Es inútil -habla Mairena, encarándose con un tradicionalista amigo suyo, en una tertulia de café provinciano- que busque usted a Felipe II en su panteón de El Escorial, porque es allí donde no queda de él absolutamente nada. Ese culto a los muertos me repugna. El ayer hay que buscarlo en el hoy; aquellos polvos trajeron - o trujeron, si le agrada a usted más- estos lodos. Felipe II no ha muerto, amigo mío. ¡¡¡Felipe II soy yo!!! ¿No me había usted conocido?

Esta anécdota, que apunta uno de los discípulos de Mairena, explica la fama de loco y de espiritista que acompañó al maestro en los últimos años de su vida.

(Cervantes.)

Nuestro Cervantes -sigue hablando Mairena a sus alumnos- no mató, porque ya estaban muertos, los libros de caballerías, sino que los resucitó, alojándolos en las celdillas del cerebro de un loco, como espejismos del desierto manchego. Con esos mismos libros de caballerías, épica degenerada, novela propiamente dicha, creó la novela moderna. Del más humilde propósito literario, la parodia, surge -¡qué ironía!- la obra más original de todas las literaturas. Porque esta gloria no podrán arrebatarnos a los españoles: el que lo nuestro, profundamente nuestro, no se parezca a nada.

Extraño y maravilloso mundo ese de la ficción cervantina, con su doble tiempo y su doble espacio, con su doblada serie de figuras -las reales y las alucinatorias-, con sus dos grandes mónadas de ventanas abiertas, sus dos conciencias integrales, y, no obstante, complementarias, que caminan y que dialogan. Contra el solus ipse de la incurable sofística de la razón humana, no sólo Platón y el Cristo, milita también en un libro de burlas, el humor cervantino, todo un clima espiritual que es, todavía, el nuestro. Se comprende que tarde tanto en llegar esa otra gran novela que todos esperamos.

(Habla Mairena, no siempre ex cathedra.)

Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu. Hay hombres tan profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan. Y casi -me atreveré a decir- es ello lo más frecuente. Esto debieran tener en cuenta los políticos. Porque lo que ellos llaman opinión es algo mucho más complejo y más incierto de lo que parece. En los momentos de los grandes choques que conmueven fuertemente la conciencia de los pueblos se producen fenómenos extraños de difícil y equívoca interpretación: súbitas conversiones, que se atribuyen al interés personal, cambios inopinados de pareceres, que se reputan insinceros; posiciones inexplicables, etc. Y es que la opinión muestra en su superficie muchas prendas que estaban en el fondo del baúl de las conciencias.

La frivolidad política se caracteriza por la absoluta ignorancia de estos fenómenos. Pero los grandes morrones de la Historia no tienen mayor utilidad que la de hacernos ver esos fenómenos más claramente y de mayor bulto que los vemos cuando es sólo la superficie lo que parece agitarse.

¿Conservadores? Muy bien -decía Mairena-. Siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en conservar, no la salud, sino la sarna.

Porque éste es el problema de conservadurismo -¿qué es lo que conviene conservar?-, que sólo se plantean los más inteligentes. ¡Esos buenos conservadores a quienes siempre lapidan sus correligionarios, y sin los cuales todas las revoluciones pasarían sin dejar rastro!

(Mairena en el café.)

-Pero la dictadura de la alpargata, querido Mairena, sería algo absurdo y terrible, verdaderamente inaceptable.

-La alpargata, querido don Cosme, es un calzado cómodo y barato y más compatible con la higiene, y aun con el aseo, que esas botitas de charol que usted gasta.

-Siempre se sale usted por la tangente. De sobra sabe usted lo que quiero decir.

-En efecto: usted habla como un gran lustreador, que dicen en Chile, betunero mayor del reino ideal de las extremidades inferiores. Y no concibe usted que en ese reino la alpargata pueda aspirar a la dictadura. Tiene usted muy poca imaginación, querido don Cosme.

-Buen guasoncito está usted hecho, amigo Mairena.

(Mairena en clase.)

Un comunismo ateo -decía mi maestro- será siempre un fenómeno social muy de superficie. El ateísmo es una posición esencialmente individualista: la del hombre que toma como tipo de evidencia el de su propio existir, con lo cual inaugura el reino de la nada, más allá de las fronteras de su yo. Este hombre, o no cree en Dios, o se cree Dios, que viene a ser lo mismo. Tampoco este hombre cree en su prójimo, en la realidad absoluta de su vecino. Para ambas cosas carece de la visión o evidencia de lo otro, de una fuerte intuición de otredad, sin la cual no se pasa del yo al tú. Con profundo sentido, las religiones superiores nos dicen que es el desmedido amor de sí mismo lo que aparta al hombre de Dios. Que le aparta de su prójimo va implícito en la misma afirmación. Pero hay momentos históricos y vitales en que el hombre sólo cree en sí mismo, se atribuye la aseidad, el ser por sí; momentos en los cuales le es tan difícil afirmar la existencia de Dios como la existencia, en el sentido ontológico de la palabra, del sereno de su calle. A este self-man propiamente dicho; a este hombre que no se casa con nadie, como decimos nosotros; a esta mónada autosuficiente no le hable usted de comunión, ni de comunidad, ni aun de comunismo. ¿En qué y con quién va a comulgar este hombre?

Cuando le llegue, porque le llegará -también mi maestro fué profeta a su modo, que era el de no acertar casi nunca en sus vaticinios-, el inevitable San Martín al solus ipse, porque el hombre crea en su prójimo, el yo en el tú, y el ojo que ve en el ojo que le mira, puede haber comunión y aun comunismo. Y para entonces estará Dios en puerta. Dios aparece como objeto de comunión cordial que hace posible la fraterna comunidad humana.

Algunos -añade Mairena- nos atrevimos a objetar al maestro: «Siempre se ha dicho que la divinidad se revela en el corazón del hombre, de cada hombre, y que, desde este punto de mira, la creencia en Dios es posición esencialmente individualista». Mi maestro respondió: «Eso se ha dicho, en efecto, no sin razones. Pero se olvida decir el cómo se revela o se aparece Dios en el corazón del hombre. He aquí la grave y terrible cuestión. Cuando leáis mi libro Sobre la esencial heterogeneidad del ser (1.800 páginas de apretada prosa os aguardan en él) comenzaréis a ver claro este problema. Básteos saber, por ahora, que toda revelación en el espíritu humano -si se entiende por espíritu la facultad intelectiva- es revelación de lo otro, de lo esencialmente otro, la equis que nadie despeja -llamémosle hache-, no por inagotable, sino por irreductible en calidad y esencia a los datos conocidos, no ya como lo infinito ante lo limitado, sino como lo otro ante lo uno, como la posición inevitable de términos heterogéneos, sin posible denominador común. Desde este punto de vista, Dios puede ser la alteridad trascendente a que todos miramos.

«El velado creador de nuestra nada, un Dios vuelto de espaldas, como si dijéramos, y en quien todos comulgamos, pero no cordial, sino intelectivamente, el Dios aristotélico de quien decimos que se piensa a sí mismo porque, en verdad, no sabemos nada de lo que piensa. Pero Dios revelado en el corazón del hombre...». Palabras son éstas -observó Mairena- demasiado graves para una clase de Retórica. Dejemos, no obstante, acabar a mi maestro, que no era un retórico y nada aborrecía tanto como la Retórica. «Dios revelado, o desvelado, en el corazón del hombre es una otredad muy otra, una otredad inmanente, algo terrible, como el ver demasiado cerca la cara de Dios. Porque es allí, en el corazón del hombre, donde se toca y se padece otra otredad divina, donde Dios se revela al descubrirse, simplemente al mirarnos, como un tú de todos, objeto de comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego -la superfluidad no es pensable como atributo divino-, sino un que es El».

(Otra vez en el café.)

-Desde cierto punto de vista -decía mi maestro-, nada hay más burgués que un proletario, puesto que, al fin, el proletariado es una creación de la burguesía. Proletarios del mundo -añadía- uníos para acabar lo antes posible con la burguesía y, consecuentemente, con el proletariado.

-Su maestro de usted, querido Mairena, debía estar más loco que una gavia.

-Es posible. Pero oiga usted, amigo Tortólez, lo que contaba de un confitero andaluz muy descreído a quien quiso convertir un filósofo pragmatista a la religión de sus mayores.

-De los mayores ¿de quién, amigo Mairena? Porque ese «sus» es algo anfibológico.

-De los mayores del filósofo pragmatista, probablemente. Pero escuche usted lo que decía el filósofo. «Si usted creyera en Dios, en un Juez Supremo que había de pedirle a usted cuentas de sus actos, haría usted unos confites mucho mejores que esos que usted vende, y los daría usted más baratos, y ganaría usted mucho dinero, porque aumentaría usted considerablemente su clientela. Le conviene a usted creer en Dios». «¿Pero Dios existe, señor doctor?» -preguntó el confitero-. «Eso es cuestión baladí -replicó el filósofo-. Lo importante es que usted crea en Dios». «Pero, ¿y si no puedo?» -volvió a preguntar el confitero-. «Tampoco eso tiene demasiada importancia. Basta con que usted quiera creer. Porque de ese modo, una de tres: o usted acaba por creer, o por creer que cree, lo que viene a ser aproximadamente lo mismo, o, en último caso, trabaja usted en sus confituras como si creyera. Y siempre vendrá a resultar que usted mejora el género que vende, en beneficio de su clientela y en el suyo propio».

El confitero -contaba mi maestro- no fué del todo insensible a las razones del filósofo. «Vuelva usted por aquí -le dijo- dentro de unos días».

Cuando volvió el filósofo encontró cambiada la muestra del confitero, que rezaba así: «Confitería de Angel Martínez, proveedor de Su Divina Majestad».

-Está bien. Pero conviene saber, amigo Mairena, si la calidad de los confites...

-La calidad de los confites, en efecto, no había mejorado. Pero, lo que decía el confitero a su amigo el filósofo: «Lo importante es que usted crea que ha mejorado, o quiera usted creerlo, o, en último caso, que usted se coma esos confites y me los pague como si lo creyera».

-Alguna vez se ha dicho: las cabezas son malas; que gobiernen las botas. Esto es muy español, amigo Mairena.

-Eso es algo universal, querido don Cosme. Lo específicamente español es que las botas no lo hagan siempre peor que las cabezas.

Si definiéramos a Lope y a Calderón, no por lo que tienen, sino por lo que tienen de sobra, diríamos que Lope es el poeta de las ramas verdes; Calderón, el de la virutas. Yo os aconsejo que leáis a Lope antes que a Calderón. Porque Calderón es un final, un final magnífico, la catedral de estilo jesuíta del barroco literario español. Lope es una puerta abierta al campo, a un campo donde todavía hay mucho que espigar, muchas flores que recoger. Cuando hayáis leído unas cien comedias de estos dos portentos de nuestra dramática, comprenderéis cómo una gran literatura tiene derecho a descansar, y os explicaréis el gran barranco poético del siglo XVIII, lo específicamente español de este barranco. Comprenderéis, además, lo mucho que hay en Lope de Calderón anticipado, y cuánto en Calderón de Lope rezagado y aun vivo, sin reparar en los argumentos de las comedias. Y otras cosas más que no suelen saber los eruditos.

Respóndate, retórico, el silencio.



Este verso es de Calderón. No os propongo ningún acertijo. Lo encontraréis en La vida es sueño. Pero yo os pregunto: ¿por qué este verso es de Calderón, hasta el punto que sería de Calderón aunque Calderón no lo hubiera escrito? Si pensáis que esta pregunta carece de sentido, poco tenéis que hacer en una clase de Literatura. Y no podemos pasar a otras preguntas más difíciles. Por ejemplo: ¿por qué estos versos:

   Entre unos álamos verdes,

una mujer de buen aire,



que recuerdan a Lope, son, sin embargo, de Calderón? A nosotros sólo nos interesa el hecho literario, que suele escapar a los investigadores de nuestra literatura.

A los andaluces -decía mi maestro- nos falta fantasía para artistas; nos sobra, en cambio, sentido metafísico para filósofos occidentales. Con todo, es el camino de la filosofía el que nosotros debemos preferentemente seguir.

Del folklore andaluz se deduce un escepticismo extremado, de radio metafísico, que no ha de encontrar fácilmente el suelo firme para una filosofía constructiva. Sobre la duda de Hume, irrefutada, construye Kant su ingente tautología, que llama crítica, para poner a salvo la fe en la ciencia fisicomatemática; y los anglosajones construyen su utilitarismo pragmatista, para cohonestar la conducta de un pueblo de presa. Es evidente que nosotros no hubiéramos construído nada sobre esa arena movediza, y con tan fútiles pretextos, mucho menos. Más ello no es un signo de inferioridad que pueda arredrarnos para emprender el camino de la filosofía.

Pero hemos de acudir a nuestro folklore, o saber vivo en el alma del pueblo, más que a nuestra tradición filosófica, que pudiera despistamos. El hecho, por ejemplo, de que Séneca naciera en Córdoba y aun de que haya influído en nuestra literatura, impregnándola de vulgaridad, no ha de servirnos de mucho. Séneca era un retórico de mala sombra, a la romana; un retórico sin sofística, un pelmazo que no pasó de mediano moralista y trágico de segunda mano. Toreador de la virtud le llamó Nietzsche, un teutón que no debía saber mucho de toreo. Lo que tuviera Séneca de paisano nuestro es cosa difícil de averiguar, y más interesante para los latinistas que para nosotros. Acaso en Averroes encontremos algo más nuestro que aprovechar y que pudiera servimos para irritar a los neotomistas, que no acaban -ni es fácil- de enterrar al Cristo en Aristóteles. Un neoaverroísmo a estas alturas, con intención polémica, pudiera ser empresa tentadora para un coleccionista de excomuniones. Yo no os lo aconsejo tampoco. Nuestro punto de arranque, si alguna vez nos decidimos a filosofar, está en el folklore metafísico de nuestra tierra, especialmente el de la región castellana y andaluza.

(Del difícil fracaso de una Sociedad de las Naciones.)

Algún día -habla Mairena en el café- se reunirán las grandes naciones para asegurar la paz en el mundo. ¿Lo conseguirán? Eso es otra cuestión. Lo indudable es que el prestigio de esa Sociedad no puede nunca menoscabarse. Si surge un conflicto entre dos pequeñas naciones, las grandes aconsejarán la paz paternalmente. Si las pequeñas se empeñan en pelear, allá ellas. Las grandes se dirán: no es cosa de que vayamos a enredarla, convirtiendo una guerra insignificante entre pigmeos en otra guerra en que intervienen los titanes. Ya que no la paz absoluta, la Sociedad de las Naciones conseguirá un mínimum de guerra. Y su prestigio queda a salvo. Si surge un conflicto entre grandes potencias, lo más probable es que la Sociedad de las Naciones deje de existir, y mal puede fracasar una Sociedad no existente.

-Y en el caso, amigo Mairena, de que surja el conflicto porque una gran nación quiera comerse a otra pequeña, ¿qué hacen entonces las otras grandes naciones asociadas?

-Salirle al paso para impedirlo, querido don Cosme.

-¿Y si la gran nación insiste en comerse a la pequeña?

-Entonces las otras grandes naciones le ordenarán que se la coma, pero en nombre de todas. Y siempre quedará a salvo el prestigio de la gran Sociedad de las Naciones.

Los honores -decía mi maestro- deben otorgarse a aquellos que, mereciéndolos, los desean y los solicitan. No es piadoso abrumar con honores al que no los quiere ni los pide. Porque nadie hay, en verdad, que sea indiferente a los honores: a unos agradan, a otros disgustan profundamente. Para unos constituyen un elemento vitalizador, para otros un anticipo de la muerte. Es cruel negárselos a quien, mereciéndolos, los necesita. No menos cruel dárselos a quien necesita no tenerlos, a quien aspira a escapar sin ellos. Mucha obra valiosa y bella puede malograrse por una torpe economía de lo honorífico. Hay que respetar la modestia y el orgullo; el orgullo de la modestia y la modestia del orgullo. No sabemos bien lo que hay en el fondo de todo eso. Sabemos, sin embargo, que hay caracteres diferentes, que son estilos vitales muy distintos. Y es esto, sobre todo, lo que yo quisiera que aprendieseis a respetar.

Era mucha la belleza espiritual del gran español que hoy nos abandona para que podamos encerrar su figura en las corrientes etopeyas de la españolidad. Tampoco nos quedan buenos retratos suyos. El mejor que poseemos es obra de un valenciano, que reproduce bien las finas calidades del cuerpo. Pero nada más. La expresión es débil y equivocada, como de mano que no acierta a rendir con firmeza el señorío interior sin pizca de señoritismo, que todos veíamos en él. Lo más parecido a su retrato es la figura velazqueña del marqués de Espínola recogiendo las llaves de una ciudad vencida. Porque allí se pinta un general que parece haber triunfado por el espíritu, por la inteligencia; que sabe muy bien cómo la batalla ganada pudo perderse, y que hubiera sabido perderla con la misma elegancia. Eso trazó Velázquez, pincel supremo: el triunfo cortés, sin sombra de jactancia; algo muy español y específicamente castellano; algo también muy del hombre cuya ausencia hoy lloramos. Porque nosotros podemos y debemos llorarle, sin que se nos tache de plañideras. Recordad lo que decía Shakespeare, aludiendo al llanto de los romanos por la muerte de César: you are men, no stones. Además, con nuestro llanto pondremos en nuestras almas un poco de olvido que depure el recuerdo. Luego hablaremos de él, sin prisa, y procurando recordarlo bien, que es la mejor manera de honrar su memoria.

Algún día -habla Mairena a sus alumnos- se trocarán los papeles entre los poetas y los filósofos. Los poetas cantarán su asombro por las grandes hazañas metafísicas, por la mayor de todas, muy especialmente, que piensa el ser fuera del tiempo, la esencia separada de la existencia, como si dijéramos, el pez vivo y en seco, y el agua de los ríos como una ilusión de los peces. Y adornarán sus liras con guirnaldas para cantar estos viejos milagros del pensamiento humano.

Los filósofos, en cambio, irán poco a poco enlutando sus violas para pensar, como los poetas, en el fugit irreparabile tempus. Y por este declive romántico llegarán a una metafísica existencialista, fundamentada en el tiempo; algo, en verdad, poemático más que filosófico. Porque será el filósofo quien nos hable de angustia, la angustia esencialmente poética del ser junto a la nada, y el poeta quien nos parezca ebrio de luz, borracho de los viejos superlativos eleáticos. Y estarán frente a frente poeta y filósofo -nunca hostiles- y trabajando cada uno en lo que el otro deja.

Así hablaba Mairena, adelantándose al pensar vagamente en un poeta a lo Paul Valéry y en un filósofo a lo Martín Heidegger.