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ArribaAbajo Libro IV


ArribaAbajoLa mujer

Entre las necedades de los hombres, ninguna de más tomo que el haber dudado acerca de la naturaleza de la mujer; y entre sus desvergüenzas, ninguna más digna de castigo que el haber sujetado a votación el alma del bello sexo. ¿Pero la tenían los que discutían y votaban? Si la mujer no tiene alma, no hay por qué la tenga el hombre, pues dijo el Criador: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»; y el Criador lo entendía del hombre y la mujer, o de la especie humana.

Hagan y digan los concilios lo que quieran, nosotros, remontémonos al Olimpo, y veámoslo cubierto de grey femenina, rebosando en deidades seductoras, que se dividen el Empíreo por iguales partes con los dioses. Y aun así, ellas tienen lo mejor: Júpiter lanza el rayo, mas la sabiduría es dote de Minerva: el uno la fuerza y el poder, la otra el consejo y la previsión; el uno el fruncir las cejas y hacer temblar cielos y tierra, según el sublime verso de Homero, la otra el tomar las cosas en su   —172→   mejor aspecto, el decidirlas conforme a la eterna sabiduría: el uno el destruir y el vengarse, la otra el castigar con mesura, el perdonar con clemencia. Bien conocieron los hombres primitivos la naturaleza de la mujer, cuando la invistieron de las prendas con que brilla esa divinidad, y por Dios, que más veneración alcanzaba entre ellos Berecintia que Saturno, y la púdica Diana era más querida que el enamorado Febo.

Si bajamos a la tierra, encontramos al sexo débil el más fuerte desde los primeros tiempos: el pronunciar los oráculos divinos, casi siempre fue empleo de mujeres; el mantener el fuego sagrado, de mujeres; el inspirar a los legisladores y a los reyes, como ninfas y magas tocadas del espíritu celestial, de mujeres. Conque si los dioses hablaron, hablaron por boca de ellas; ellas fueron las intérpretes de su voluntad soberana. Apolo no se abre por lo común en su templo al sacerdote: la pitonisa que poseída del furor divino pronuncia las verdades eternas y advierte las futuras, mujer es; la Sibila que descubre los hadas al pío Eneas, mujer es; la que presenta al rey de Roma los libros de la sabiduría, mujer es; mujer Beleda, que trata con la Divinidad, y vive oculta de los hombres en una torre solitaria.

El sabio Numa no entró en conversaciones con Mercurio, ni tuvo citas con el padre de los dioses; y eso que iba a dar forma a un gobierno, y a discutir acerca de la política y de las leyes que más conviniesen a su reino: sabio era Numa; quiso más bien ponerse en contacto con la Divinidad por medio del sexo femenino, y se enamoró de Egeria. Los romanos le creyeron: Numa tiene amores con una ninfa; el cielo le habla por su boca; cuanto hace y manda al pueblo, decretos son de la eterna Providencia. En avanzada noche el rey desaparece del palacio, nadie se atreve a seguir sus pasos: Egeria le espera en una gruta, en donde una agua pura y murmullante brota de la peña viva: plantas trepadoras, flores aromáticas la cubren con su frondosidad, y cuando Numa penetra en la fresca gruta, los romanos esperan en religioso silencio las instrucciones superiores que su rey ha   —173→   de recibir de su inmortal querida. Egeria cierra el templo de Jano; Egeria comunica a los corazones los blandos movimientos de la paz; Egeria vuelve religioso al indiferente, sufrido al impaciente, ciudadano reposado y misericordioso al sanguinario y feroz discípulo de Rómulo. ¡Egeria! ¡Egeria! es la voz que cunde en Roma durante cuarenta años.

Los helenos primitivos llamaban a la mujer a todos sus espectáculos, y era ella la parte principal en todas sus solemnidades, así religiosas como políticas o de puro entretenimiento. En Esparta se oía su dictamen en el consejo, y tenía voto en materias de gobierno: en la casa, la mujer era todo, y el marido le debía el más completo sometimiento, pues la educación de la esparciata nada daba que temer, y el hombre estaba libre de una caprichosa tiranía, o de una indeliberada y peligrosa conducta. Licurgo había formado a la mujer por medio de sus leyes; la mujer formaba al hombre. ¿Cómo es que predomináis sobre los varones? preguntó una ateniense a Gorgo, madre de Leónidas. Como que nosotras sabemos parirlos, respondió la espartana. Sí, en la Esparta las mujeres parían hombres, y los sabían criar, y educados por ellas, eran Ajises, Leónidas y Brasidas.

Las épocas más brillantes de las naciones fueron siempre aquellas en que más preponderaron las mujeres, tales como la de Pericles en Atenas, la de los Escipiones en Roma, y en los tiempos modernos, la de las Sevigné, las Laffayette y las Stäel en Francia. Aspasia es una cortesana, y los filósofos de más nombre van a su casa a ilustrarse en la sabiduría, no en la prostitución: Pericles aprendió de Aspasia la elocuencia; Sócrates tuvo en mucho su amistad, y no sacó poco provecho de sus filosóficas visitas. En los días más cultos de Roma los grandes hombres acudían al estrado de las mujeres distinguidas a tomar lecciones de la lengua y de filosofía, sin contar con que las matronas romanas alcanzaban de los hombres veneración casi igual a la que rendían a los dioses. Las vestales gozaban mil privilegios; eran una suerte de pontífices, que merecían el respeto del pueblo, principiando desde los gobernadores de la República. ¿Cuál   —174→   no sería el culto que se rendía a las mujeres en Roma, cuando el senado mandó al pretor a casa de Urgulania, mujer particular, a recibir las declaraciones para que se le había llamado? Urgulania, soberbia, y bien poseída de los fueros de su sexo, negose a comparecer en el senado por testigo de verdad; y el Senado, lejos de dejarse arrebatar de la ira y dictar medidas violentas, se allanó a enviar al pretor, magistrado de gran suposición, a casa de un testigo. Y esto reinando Tiberio, esto es, cuando las virtudes andaban por puertas ajenas, y el vicio en todas formas se había enseñoreado en Roma. El príncipe, el senado, el ejército, el pueblo, nobles y plebeyos, todos iban por el mismo camino: recordar a Bruto era delito de lesa majestad; nombrar a Casio, incurrir en pena de la vida. El emperador había hecho pintar en sus salas la Impudicia, en las variadas y horribles posturas que su cortejo Etifacles imaginó por orden suya: y lo que hacía el emperador hacían los imperados, las víctimas imitaban al verdugo. Roma era una vasta sentina de vicios, en donde el libertinaje, el soborno, la calumnia, la delación hervían a todo fuego; las virtudes habían huido al vuelo de ese clima infestado por el aliento de Tiberio; y sólo una virtud se dejó estar inmóvil, como el dios Término, -el respeto a la mujer: todo lo osaron los romanos, menos despreciarla; todo lo intentaron, menos abatirla: esa deidad, siempre la misma, ora salga y se encamine silenciosa al ejército de los Vosgos, a postrarse a los pies de Coriolano o a mandarle como reina, ora suba en carro triunfal al Capitolio, infringiendo las leyes y costumbres de sus antepasados11.

Si volvemos a los griegos, vemos a la mujer endiosada por ellos, árbitro del honor y la gloria de los hombres: Corina arrebata a Píndaro la diadema de laurel en las justas literarias, y la que ya brillaba por la hermosura, hace también suyo el premio de la poesía. El vencido dijo en su despecho que los griegos habían cometido injusticia   —175→   para con él, que se habían dejado cohechar por las promesas de su rival, y que le defraudaban a él el prez de la victoria. ¡Mal mirado Píndaro! No pudo someterse al juicio de los jueces, con tanta mayor cortesía, cuanto que su adversario era una bella joven que por fuerza había de vencer. ¿Cómo quería triunfar de una Corina? La más grata victoria para él hubiera sido cedérsela urbanamente, puesto que él fuese superior: de ese modo, habría sido vencido victorioso, cuando con su despecho y sus vociferaciones se manifestó indigno de esos triunfos. Si es verdad que los griegos cometieron injusticia dando la palma a Corina, auto en favor: eso prueba las contemplaciones que se tenían por la mujer, y los miramientos que la enaltecían sobre los hombres.

El premio de la victoria en los juegos olímpicos no consistía tanto en una corona gramínea o un vaso de oro, cuanto en los aplausos con que honraban al vencedor las beldades, testigos de su gloria. Alcibíades se lanza en su carro tirado por yeguas leves y ligeras como el céfiro: mil ojos le siguen, mil corazones palpitan y se van tras él: vuela el mozo, alcanza, traspasa a sus rivales, y cuando ha llegado al término, vuelve acompasado y grave a recoger miradas y suspiros de tantas y tan hechiceras jóvenes como tienen a honra el ser vistas por el hermoso libertino.

Los Sámnites tenían concursos donde las virtudes eran puestas a prueba: los viejos examinaban y votaban; los jóvenes, objeto eran del examen y de la recompensa. El más valiente, más cuerdo, más merecedor tenía el premio: ¿qué premio? La muchacha que él eligiese entre todas las de la nación. La mujer es la más fina y cabal presea; no hay cosa que más valga: así lo creyeron los Sámnites, cuando la mayor cosa a que podía aspirar el más completo joven, era la mujer que él eligiese para casarse con ella. Después seguía el que hubiese obtenido mayor número de votos que el primero; después el otro, y así los más cumplidos muchachos iban eligiendo a las más bellas niñas, y seguramente satisfacían los anhelos de su corazón, pues cuando se empeñaban en ser buenos   —176→   y virtuosos, ya las tenían en él. Si estas poéticas y dulces antiguallas hubiesen de revivir entre nosotros, habría menos cobardes, menos bribones, menos viles; porque ¿quién no pondría el pecho al peligro, quién no ensayaría el honor, quién no practicaría la dignidad para llegar al blanco de sus anhelos? ¡Oh premia inestimable! Ya me figuro en una gran junta de jóvenes y viejos, averiguando los unos las buenas acciones de los otros, declarando a éste el más justo, a ése el más hondo, a aquel el más valiente de todos, y diciendo a los más merecedores: ¡Elegid! y como las más bellas y honestas rapazas están ahí, el muchacho más cabal clava los ojos en la más perfecta, pronuncia trémulo su nombre, y los jueces se la dan por esposa y compañera de toda la vida.

Es verdad que las virtudes suelen alcanzar honores, pero no es lo común, y muchas veces los que más merecen alcanzan menos: las preocupaciones son vicios, no hay duda; los vicios son contrarios de las virtudes, por eso las preocupaciones no miran en ellas. Llaman ciega a la fortuna; yo la llamaría también tonta: el ciego acierta alguna vez, el tacto le sirve de vista: el tonto, jamás. De aquí proviene que la fortuna sea mala aparejadora, madrina de uniones deslayadas, que no sabe a cual da ni a cual deja de dar, árbitro inicuo en cuyas decisiones prepondera la injusticia. Si la costumbre de los Sámnites fuera también costumbre nuestra, ¿cuántos y cuántos zompos que gozan a banderas desplegadas del bien que no merecen, se consumirían en desventurada soledad? Pero todo viene revuelto en el mundo; ya no se pregunta: ¿A cuántos injustos enemigos de la patria has quitad o la vida? ¿Cuántas veces valiste al desvalido, socorriste al indigente? ¿Qué has hecho por el género humano, o cuando menos por la nación, o cuando menos por tu familia? Veamos los efectos de tu valor; manifiesta tu propensión a la justicia; declara tus actos o palabras que redundaron en bien del procomún. ¿Tienes apego a la verdad, jamás la ocultas? ¿no hieres a tus semejantes con armas ni con palabras? ¿eres modesto, acompasado en tu conducta? ¿no antepones tu provecho a la justicia? Si respondes a mi satisfacción, ahí está mi   —177→   hija, tómala. Como ella es honesta, modesta, diligente, todo lo que el hombre de bien ha de apetecer, necesita un hombre digno, pundonoroso, de valor, y de valer por sus prendas personales. De talento no hablo; eso no es mérito del que lo posee; favor de la naturaleza, he ahí todo; así como no es mérito la hermosura, si no se la realza con la virtud. Todo lo que el hombre adquiere por su voluntad y sus esfuerzos, es una recomendación, puesto que sea cosa honesta: la sabiduría, la instrucción, la prudencia y la modestia que proceden del estudio, son verdaderamente prendas que realzan a quien las posee. ¿Posees estas prendas? Ahí está mi hija.

No, ahora lo que se pregunta es, cuánto tienes, en primer lugar; en segundo lugar, cuánto tienes; y en tercer lugar, cuánto tienes: el dinero es talento, el dinero honradez, el dinero valor: y como él no entra en los tesoros del alma, los ricos de espíritu, por la mayor parte son pobres de materia. ¿Qué importa? ellos habitan otro mundo, en donde las cosas corren de manera que su suerte es de las mejores. Dicen de Pericles que no quiso dar por mujer una hija suya a un hombre opulentísimo de Atenas, y que reconvenido por sus amigos, respondió: Mi hija ha menester un hombre que necesite riquezas, y no riquezas que necesiten un hombre. ¡Sabio Pericles.

En Candía era al contrario; las muchachas elegían sus maridos a su voluntad, cuando habían conquistado este precioso derecho con su buena índole y su impoluto proceder. ¿Y no es para notarse que esta rara costumbre prevaleciese también en América entre los bárbaros anteriores a la conquista? En la antigua Nicaragua se practicaba lo que en Candía, y las mujeres eran dueños absolutos, precisamente en el negocio que más las ocupa, negocio que dice el bienestar o la desventura de su vida. Mujeres hay de desvariado juicio, es cierto; pero dudo que si ellas en general tuvieran el poder de elegir sus cónyuges, los fueran a buscar entre los ruines: prevalecerían las virtudes varoniles; no serían postergados los mejores. Dicen que el talento las seduce desde luego: Chateaubriand pretende haberse ganado el corazón de una niña, siendo ya él muy entrado en edad: pamplina; la   —178→   juventud es requisito indispensable en el amor, y un viejo sabio no puede granjearse sino el aprecio y el respeto de la gente moza. Si el valor acompaña al talento, cosa por extremo rara, ya el hombre cuenta con más franca entrada en el pecho mujeril: el gallardo denuedo puede en verdad mucho en ellas, si es que la inteligencia le arrebola con sus tornasoles; pues el ímpetu disparado, sin freno de razón, allá se va con el arrojo de los animales: el valor por sí solo nada puede, del mismo modo que la inteligencia, sin su apoyo, es dote incompleta, que poco contribuye para la felicidad. ¿No vemos ingenios prostituidos a la codicia, rendidos al temor, esclavos de la infamia? Nada vale la cabeza llena, estando vacío el pecho: empero el ingenio y el valor forman consorcio digno de los dioses, cuyo fruto es muy preciado. Ingenio cualquiera tiene: valor, también muchos; mas valor e ingenio todo junto, es don que escasea, y que la naturaleza reserva a sus predilectos. Julio César fue amado de casi todas las mujeres de Roma; Julio César era ingenioso y valiente: Alcibíades era perseguido por las más bellas y principales señoras de Atenas; Alcibíades era ingenioso y valiente: era además bello, el más bello de los griegos; ¿qué mucho que las Frines se muriesen por él? Pues la belleza es otra prenda para con las beldades femeninas, y puesto que sea la última en el concepto de los filósofos, a todo mi parecer, es la primera. Entiéndase que junto con la belleza del cuerpo ha de venir la del alma, como que la perfección física divorciada de la moral, entrará por muy poco en la opinión y el cariño de las mujeres. Las estatuas de los antiguos griegos habían ingerido amor alguna vez en el pecho de la humana criatura: cuéntase de un niño que vino a enamorarse perdidamente de la Venus de Praxíteles, y que de noche iba a llorar junto a ella, cubriéndola de besos. Era que esas estatuas tenían alma en cierto modo, visto que el cincel de esos maravillosos artistas había sido templado y afilado por las divinidades del Olimpo. Todavía es más para admirar el amor de Pasifae por el toro: pasión absurda, originada y sustentada tan solamente por la belleza material, y acaso atizada por el demonio   —179→   de los sentidos. Pero en fin, raras cosas son ésas, y no vemos que las mujeres anden perdidas de amores por toros ni estatuas, cuando ninguna se escapa de entregar su corazón a algún dichoso mancebo.

Conque la hermosura es otra causa de amor, y si ella viene a un paso con el ingenio y el valor, el mortal dichoso que reúna en sí esas tres llamas celestiales, abrasará el mundo, y no habrá mujer hermosa o fea, que no dé por él la vida. La noche del desposorio de Abdul Motaleb, padre de Mahoma, con Amnisa, doscientas muchachas árabes de las más nobles tribus murieron o se mataron de celos y desesperación. Es una virtud confesar nuestras flaquezas, ¿no es verdad? soy poco envidioso; mas confieso que Lord Byron me ha quitado el sueño, como los laureles de Milcíades desvelaban a Temístocles; pero este Abdul Motaleb, me ha muerto de envidia. ¡Diablo de árabe! ¿qué hechizos ponía en juego para ser amado de todas las mujeres? El haber causado la muerte a doscientas princesas, es verdaderamente suerte digna de envidia. Pues el padre del profeta era ingenioso, valiente y sobre manera hermoso.

Luego es evidente que las jóvenes de la isla de Candía y las de la antigua Nicaragua escogían siempre al más digno de ellas, y que eran preferidos los más cumplidos mozos. Por donde se ve que ellos habrán hecho lo posible para merecer esa elección, y que, ya tengan el derecho de ese noble escogimiento, ya sean el objeto de la parcialidad femenina, siempre tendían a las virtudes y a la perfección moral. Institución verdaderamente sabia, si las hay, que aseguraba a la grandeza de alma el galardón de su excelencia, y que posponía a los viles y para poco, de quienes suele ser la mejor parte en estos tiempos y estas costumbres pervertidas.

En uno y otro caso, la mujer era tenida en mucho en esos pueblos, ya que ella era la piedra de toque en la cual se averiguaban los quilates del varón, cuyas acciones todas se encaminaban a merecer su estima. En los siglos venideros, tan lejos de perder algo las mujeres,   —180→   crecieron en ascendiente, y su influencia llegó a ser en su todo decisiva. La andante caballería, el hidalgo galanteo, las justas, cañas y torneos, todo era en bien y en honra de las damas, y tal la devoción que los hombres les tenían, que cuando faltaba una gran cosa que hacer por ellas, se proponían duelos en su honor, para matar el tiempo. Un duque de Borbón propuso un desafío a muerte a cualquier caballero que aceptase su reto, como un homenaje a las señoras sus conocidas y parientes. Las estacadas en donde entraban esos misteriosos donceles, armados de todas armas, calado el morrión y baja la visera, con la espada y la lanza bruñidas, montados en negros bridones que relinchan al reconocer el campo, todo era galanteo, caballería amorosa; pues el motivo procedía las más veces de una mujer, y el fin era una mujer: una mujer pone las armas en la mano, una mujer ciñe la corona al vencedor; por una mujer contienden dos caballeros, por ella muere el uno y el otro vive honrado y feliz con el alcanzado premio. El paso honroso fue un homenaje a las mujeres: Suero de Quiñones es un Don Quijote de juicio, un sublime Don Quijote, que expone su vida y la de sus amigos en honor de las damas: ¿acaso esos adalides emprendían esas poéticas locuras por otro motivo ni con otro fin que el de vengar a una señora agraviada, o el de agradarla por medio de sus corteses gallardías? En esos tiempos de amor y de finura no hubiera delito mayor ni más infame que el desaforarse contra una mujer: los varones hacían gala de protegerla, y a gentileza era tenido el padecer, y aun el matarse por ella. No como en estos tiempos, y en algunas naciones semibárbaras, en donde los tiranos no miran en la belleza ni en la debilidad mujeriles, y dejan caer su brazo así: sobre la fuerte como sobre la inerme víctima. Donde el fuero de la mujer no se ha fiado por las costumbres, y los varones no la respeten como a una deidad tutelar, la civilización no reinará sino a medias, y por fuerza y razón seremos broncos y retrógrados, por mucho que nos andemos llamando civilizados y refinados pueblos.

El respeto a la mujer no consiste en un ciego avasallamiento a sus caprichos y a su voluntad absoluta, que   —181→   no siempre suele ser acertada; la educación es la primera grada de su trono: dejarla gozar de sus derechos, obligarla blandamente a cumplir sus deberes, he aquí la educación de la mujer. En llegando a su perfección moral, ya puede tenerse por árbitro de las costumbres y de las acciones de los hombres. Su imperio es blando y grato, porque su imperio es el del amor: ella no manda, obliga con tiernas insinuaciones; no reprende, hace ver las faltas, y nos castiga con benignas sonrisas; no sirve de tirano, sino de freno moderador de nuestros disparados impulsos. Si nos dejásemos llevar por ellas, seríamos menos desgraciados: las mujeres no juegan, no beben, no riñen: el tahúr no oye jamás a su esposa; ruega, llora ésta, le habla de sus hijos, le pone de manifiesto la miseria que va llegando, la deshonra que ya pesa sobre él; nada, sigue jugando, desprecia los consejos y los ayes de su mujer, y consuma su ruina. El bebedor es áspero y terrible con su esposa; ésta, tierna, suave, suplicante, con él: inundada en lágrimas le ruega que acabe ese camino de perdición, que vuelva a la hombría de bien y la dignidad antes profesada; se le cuelga al cuello, redobla sus súplicas, y por ver si vence, aplica ruborosa sus labios a los de su indigno marido; nada; recházale éste con rudeza, o la engaña con fingidas promesas, y sigue bebiendo y consuma su ruina. La mujer media en las riñas: amiga de la paz, por ahí se anda derramando lágrimas, procurando acomodar a los contendientes, borrar las disidencias, volver a la perdida concordia. Con que si el tahúr oyese a su mujer, dejaría de jugar; si el bebedor oyese a su mujer, dejaría de beber; si el camorrista oyese a su mujer, huiría las ocasiones, sería buen padre, pacífico ciudadano, y como tal, querido de sus deudos y amigos, respetado de la asociación en general. El llanto de la mujer tiene generalmente un santo motivo y se encamina a un noble fin: llora por enmendar a su marido descarriado; llora por echar por buen camino al hijo: el padre le hace llorar con las dolencias y miserias de la senectud; el hermano le hace llorar con sus vicios o con sus peligros. Si alguna vez derrama lágrimas de soberbia, conviene disimular y contenerla con blandura: la   —182→   paloma también se enfurece alguna vez y da picotazos a la mano que se le acerca: ¿acaso se la corrige ni se la doma con rigor? no, su índole es rendirse a la dulzura; y cuando se le pone por delante la razón en buenos términos, es cierto que se triunfa de su orgullo y su capricho.

Pienso que si la influencia de la mujer sobre el varón fuera de todo punto nula, éste sería un animal feroz e indómito, que no conociera las dulzuras de la vida, y anduviera tropezando con todas las penalidades y miserias. Poco más o menos esto sucede en los países, donde la religión o las costumbres consagran la poligamia, y donde por consiguiente la mujer es una propiedad, un trasto de que se sirve el hombre en sus bestiales impulsos: tales son los pueblos mahometanos, tales las rancherías salvajes de África, tales algunas tribus del Nuevo Mundo, que ni las luces de la filosofía han alumbrado, ni los destellos del cristianismo llegan todavía a sacarlas de las tinieblas en que viven, más del demonio que de Dios. El invencible obstáculo que oponen a la civilización los pueblos de Asia, es el amor a la poligamia, como lo han echado de ver los misioneros cristianos12. La poligamia mantiene envilecida a la mujer, que debiendo ser igual al hombre, permanece esclava, encerrada entre las paredes de un serrallo, sin tratar con más ser viviente que con el estragado y embrutecido dueño, o con los eunucos que la custodian látigo en mano. Las mujeres son nada, en Turquía, por ejemplo: máquinas vivas para los placeres del hombre bruto, son feriadas en junta de los ganados en las plazas públicas y compradas por ricos musulmanes, pasan su vida en una espléndida cárcel, condenadas, al desamor perpetuo, a la insensibilidad y al embrutecimiento. Acostumbrado a muchas mujeres, el hombre mismo no puede amar; y donde no reina el cariño, difícil es que reine la concordia. Una familia turca es un conjunto de barbaries: si de príncipes y soberanos, todos los hermanos esperan que el primogénito les saque los ojos cuando suba al trono: si de ricas personas particulares,   —183→   el padre compra hermosas esclavas, y ocupado en abismarse en la concupiscencia, descuida a todos los que no le favorecen en ella: si de pobres, el desnaturalizado viejo vende a las niñas, y las entrega por dinero a la salacidad del Gran Señor o de los turcos prominentes. ¡Qué abismo, qué infierno! Y todo porque la mujer no ocupa su lugar; porque el hombre le usurpa su trono, y la tiene esclavizada. Si el Evangelio penetrase esas regiones, lo primero que haría sería redimir a la mujer: ella libre, todo lo demás correría de su cuenta.

No ha mucho tiempo, en Rusia, la mujer era víctima de la misma suerte que en las naciones donde reina el islamismo. Para ver de casarse, el hombre la compraba a precio de oro; y como la hacía suya por su dinero, la conceptuaba cosa, propiedad, no persona ni compañera en los gustos y sinsabores de la vida. Las faenas más fatigosas pesaban sobre el ente de menos fuerzas: se la uncía al yugo junto con el buey, traía a cuestas pesos enormes: sería de acémila, de can: su suerte, peor que la del bruto, pues éste nació para estas cosas, al paso que la otra siente dentro de sí el espíritu divino, y se ve tratar por su tirano como si no fuera de su misma especie. Las mujeres no hallaban cabida en ese bárbaro imperio, no digo en las deliberaciones de los hombres, pero ni en sus pasatiempos: estaban para servirles, obedecerles, y tras esto sufrir los embates del genio varonil, ciego y pesado, cuando no se ha sometido a ese moderador benigno y suave, es a saber, la palabra, la mano de la esposa. ¡Quién lo creyera! la prueba más clásica del amor conyugal eran el palo y el puño del marido; el cual si medianamente adicto a su mujer, había de medirla el cuerpo con los pies siquiera una vez por semana. Si no mediaba este indicio de cariño, esta manifestación de respeto, la esposa lloraba amargamente la desventura de verse despreciada o aborrecida por su consorte13. Así, la falta de educación pervierte la naturaleza, en términos que lo justo viene a parecer injusto, lo puesto en razón disparatado, bajo lo noble, negro lo blanco.

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Nació un grande hombre en Rusia, y todo fue diferente: Pedro el Grande extendió su mirada de Providencia sobre la sociedad, las leyes y costumbres de su patria, y echó de ver al punto que esa vasta porción de hombres era una vasta porción de bárbaros, vasta porción de criaturas degeneradas e infelices. Se propuso desempantanar a sus compatriotas, y contemplándose a sí mismo, vio que era capaz de esa sublime empresa; y como un genio le inspiraba, dio al instante en el toque de la dificultad. Arrancó a la mujer del sumidero, le dio derechos, prerrogativas; la volvió privilegiada, de sierva que hasta entonces había sido. Llamola a su corte, la enseñó a vestirse con elegancia, andar siempre bien traída, hacerse respetar y amar por el hombre. Trasplantó a su reino los usos de los pueblos cultos, y con ellos, la estima y consideración por el bello sexo fueron ya una ley para el poco antes rudo moscovita.

Me acuerdo haber oído a un hombre de mucho talento, al mentor del gran Bolívar, que no había sino dos hombres grandes en el mundo: Pedro primero de Rusia, y Simón Bolívar: a Napoleón le llamaba títere, a Alejandro borracho, a César libertino. Parece que discurre Diógenes, despreciador de los hombres. Habrá desdén en ese modo de pensar, pero no hay exactitud; pues si el macedón y el romano son libertinos y borrachos solamente, cualquier otro filósofo tendrá derecho para llamar tonto a Pedro el Grande. Don Simón estaba lleno de Bolívar, y para él no había otra persona en el mundo: tenía razón el buen viejo en lo que toca al venerarle; pero no la tenía en desdeñar a los demás. ¡Títere Napoleón! ¡Buen títere que da trancadas de gigante por el mundo, va pisando en los tronos de los reyes, derribando sus solios con su varilla mágica, y guardando en la faltriquera las coronas de Europa! Encadena a la revolución más estupenda que los hombres hayan llevado a cima, la trae a sus pies, y allí la tiene bramando, pero inmóvil: ¡títere! ¡Vibra su espada en lo alto, y los monarcas se quedan fascinados y aterrados!: ¡títere! ¡Echa a andar, y los mares se cierran, y los montes se abren   —185→   para darle paso, y los hombres caen a su presencia: ¡títere!

Sea de esto lo que fuere, Pedro el Grande es un grande hombre: venció al temerario Carlos, afirmó la independencia de su patria, civilizola y encumbrola en poco tiempo hasta el extremo de ponerla par a par de los mayores y más refinados pueblos. Venció por su valor, aprovechó de la victoria por su ingenio, civilizó por medio de la mujer: esta, esta es su gran obra, su obra maestra. Las mujeres de San Petersburgo son ahora parisienses instruidas, hacendosas, elegantes, amables: dominan en los hombres por la razón y el amor; ¿qué mucho que Rusia sea hoy nación civilizada, una de las cinco grandes potencias de Europa? La mujer es una Circe: transforma en cochinos a los hombres, y en hombres a los cochinos: si se la oprime, se la envilece; y de su envilecimiento nace la barbarie del hombre. Si se la respeta y protege, sin caer en cuenta, pule al hombre, le hace digno de ella y del Criador.

Los galos, como los antiguos esparciatas, pedían a las mujeres su dictamen en cualquier asunto, grande o pequeño, y su juicio era por ellos respetado, hasta el extremo de ser decisivo. Muchas victorias debieron a sus mujeres. Estas les siguen al campo de batalla, y permaneciendo cerca de ellos, les animan a la pelea con gritos y ademanes heroicos, les infunden valor y fuerza, invocan a los dioses, y reenfurecen a los guerreros, cuando con ruegos, cuando con amenazas. Si a pesar de sus patrióticas exhortaciones vuelven las espaldas, ahí es el descubrirse el seno, el mostrar los pechos de los cuales están suspendidos los parvulitos hijos suyos, el perorarles con ahincada elocuencia sobre que vuelvan al combate, pues de ser vencidos, todo aquello sería presa del enemigo victorioso. No hay trepidar: a tan cruda memoria, padres y maridos vuelven a la carga, trabucan a los contrarios, y amontonan, muertos sobre muertos. ¿No son las mujeres las que vencen?

Los galos y germanos tenían bien creído que la Divinidad se comunicaba con ellas; por donde éstas alcanzaban   —186→   exquisitos miramientos de parte de los hombres, llegando la veneración a punto que a ellas mismas se las conceptuaba entes divinos, que por puro favor habitaban con los mortales. Beleda es una sacerdotisa que dispone a su antojo de las cosas y de las voluntades de ancianos y guerreros: trata con los dioses, y dicta los oráculos: a nadie le es permitido mirarla en el semblante; vive en una torre misteriosa, en la cual no penetra sino un propincuo de la pontificia. Los bárbaros no tenían más razón para creer en ella que su sexo, de cuya nobleza no dudaron ni un punto, cuya debilidad respetaron y protegieron devotamente, cual si cumpliesen un precepto religioso. Pues estos bárbaros tan bien mirados, estos bravíos galos y germanos, son ahora los franceses y alemanes, esto es, los pueblos más sabios y cultos de la tierra. Los bretones, los escandinavos, los godos y casi todos los hombres de familia caucasiana, apreciaron a la mujer en su verdadero valor, y junto con ella se han civilizado, y junto con ella poseen la sabiduría y cultura de Europa.

La lámpara inviolable de los atenienses ardía de continuo al pie de la estatua de Minerva; el apagarse alguna vez era horrendo vaticinio, señal de calamidad pública y desventura nacional. La mujer es esa lámpara: mientras arde benigna, todo va bien: su llama alumbra la cabeza del hombre, mantiene el fuego de su pecho, y en ritmo acorde pensamientos y pasiones, la asociación sigue adelante a sus fines, puesta en sus términos la buena madre naturaleza. Si se apaga, el cielo y la tierra vuelven al caos primitivo: los hombres se andan por ahí a tienta paredes, trabucándose y dando consigo en tierra, presa del desamparo y la ignorancia. Mantengamos la llama de esa lámpara, si ya la hemos prendido; si no, prendámosla: esa luz es la de Minerva, esa luz es la del Evangelio: sólo respetando a la mujer seremos respetables, sólo ilustrando a la mujer seremos ilustrados, sólo labrando su felicidad seremos felices. Pitágoras reveló a su hija Damo todos los misterios de la filosofía, la heredó de su ciencia, le traspasó su alma. ¿Por qué no haríamos lo que Pitágoras? Si algo sabemos, enseñémoslo a nuestras esposas y nuestras hijas; si algunos divinos secretos nos endiosan,   —187→   revelémoslos a ellas, a fin de que se ladeen con nosotros: ¿no nos revelan ellas sus misterios? ¿cuántas y cuán tiernas cosas no aprendemos de ellas? Su pecho es un venero inexhausto de riquezas: liberales son ellas con nosotros; pues ¿cómo ser mezquinos con ellas? Lo abstruso y demasiado elevado, dejémoslo a la sabiduría del filósofo; pero lo necesario y útil, que ellas lo sepan. Echemos, echemos aceite en la lámpara de Minerva; la torcida es de amianto que jamás se consume.



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Córdoba, la gran mezquita


Abdala Abulabás Asafad ha subido al trono de Damasco: los Beni Omeyas cayeron bajo el alfanje de sus rivales, y toda la poderosa familia es exterminada. Noventa caballeros escapan del degüello general, y se refugian en Egipto: recíbelos el Wali con aparatos y demostraciones regias; los príncipes son bien venidos a su corte. Para el festejo de tan ilustres huéspedes un banquete se prepara, tan real y suntuoso, como nunca lo tuvieron reyes. Los príncipes Omeyas están sentados a la mesa, considerados y servidos por los principales señores de la corte; el Wali exhala el alma por acariciarles y adularles. ¿Qué acontece? Se cambia el servicio, y el segundo mantel se compone de noventa cabezas que chorrean sangre,   —190→   con los ojos monstruosamente abiertos. Son las de los Omeyas, huéspedes del gran Wali de Egipto. La cimitarra de Abdala Abulabás era muy larga; habíase extendido hasta el palacio de su real deudo.

Un resto quedó no obstante de familia tan noble como corta de ventura: Abderrahman ben Moabia siente correr por sus venas sangre de califas; hierve su pecho en grandiosas afecciones, su alma en encumbrados pensamientos. Joven es, y por el mismo caso rebosa en esperanzas; solo se mira, mas el valor no necesita compañeros: persíguenle de muerte los matadores de sus padres; él es prudente, huye y se interna en el desierto. La vida del príncipe Moabia está en un hilo: las órdenes de Abulabás se trasmiten como por encanto a todos los vientos del imperio, sus súbditos están sobre aviso; adonde llegue, ahí morirá; sin contar c on que numerosas cabalgadas de beduinos y soldados árabes le persiguen en todas direcciones. Abderrahman sigue su estrella; sigue por ahora el camino del fugitivo; por él llegará a un trono, y se verá que el Califa tenía razón de anhelar la muerte de enemigo tan flaco y nada temible como parecía ben Moabia.

Cruza desiertos, lucha con fieras, vence leones, se acoge a la choza de un negro salvaje; camina, camina sin descorazonarse a los mayores trabajos, y su industria burla la vigilancia de las paradas y espías que le esperan en todos los caminos. Unas veces ayudado de disfraces, otras de la fuerza de su brazo, se sale con su empeño: no hay dificultades para un grande corazón. Abderrahman se halla entre amigos, ha llegado a Mauritania, en donde un noble Jeque de la tribu zeneta le recibe. ¿Qué torbellino de polvo se acerca por allá? Una manga de beduinos con los sables en alto se aproxima a galope. -Por Alá ¿no habéis visto un joven en cuya busca andamos? Es de gentil parecer, soberbio en su ademán; príncipe, en una palabra. -Si por cierto, visto le habemos hace poco; llegó entre nosotros, y tres días ha que anda a caza de leones: echad hacia el occidente, y hallarle habéis no a mucho andar.

  —191 →  

-Mirad, que son órdenes del gran Califa, y que un engaño os costaría la vida.

-Id, amigos; el rumbo que os indicamos es vuestro camino.

-Alá sea con vosotros.

Y los beduinos partieron a toda rienda envueltos en un huracán de ardiente arena.

¡Generosos bárbaros! instruyen a su huésped de lo que pasa, hácenle montar una yegua veloz, y con una guardia de jóvenes guerreros, envíanle a una tribu más remota. Aquí le llegaron embajadores de España para ofrecerle a nombre de los muslines el corazón y el respeto de los creyentes, pues iba a ser proclamado rey, con absoluta independencia del Califa de Damasco, él, desterrado, fugitivo, que a cada paso podía dar en la tumba.

Partió luego Abderrahman con los embajadores y no pocos zenetes que le acompañaron por adhesión a su persona, y, llegado a su reino, se festejó su venida con zambras y cañas, en donde nadie las rompió más ni con mayor gentileza que el príncipe ben Moabia, amor de las doncellas desde el primer día, gloria de la patria así como hubo desenvuelto las grandiosas prendas con que la naturaleza le había distinguido. Este fue el primero y más cabal de los reyes muslímicos de España; éste trajo a Córdoba la silla del Imperio; éste hizo de ella una ciudad tan grande y magnífica, que pocas hubo tan magníficas y grandes.

El rey no perdió tiempo de aventar hacia fuera la magnificencia de su alma: el primer monumento de su grandeza fue la gran mezquita, a la cual dio principio, determinado a sobrepujar en sublimidad y perfección a los templos de Damasco, Bagdad, Ispahan y de todos los del rico Oriente. Fórmanla mil noventa y tres columnas de finos mármoles, que sustentan cincuenta y siete arcos estupendos, debajo de los cuales se espacian anchas naves enlosadas de mármol laboreado, sonoro a los pies, agradable a la vista. Cuatro mil lámparas de oro suspendidas   —192→   en las bóvedas hacen del edificio un gran foco de luz: en las festividades solemnes, todas ellas se encienden, y a la salida del Ramazán, el templo es cosa grandiosa, digna del Dios que adoramos todos y digna de profeta menos impostor que Mahoma, a quien está consagrado. Gástase en esas lámparas gran copia de esencias y perfumes, y éstos de los más delicados y costosos: la mirra, el ámbar, el áloe no son economizados; blancas columnas de humos sabrosos y vivificantes se levantan de braseros de plata bruñida, y en alas azulinas se espacian por las anchurosas naves: las paredes, labradas, ostentan a modo de jardines, flores abiertas del más bello color: el oro, el azul, el blanco mate componen esa vistosa alfombra que aforra las columnas, y mil y mil caprichosas bordaduras se extienden a lo largo en cordones retorcidos, formando maravillosos resaltos, por los cuales la vista vaga complacida, deleitándose con el primor de esos ricos objetos. Las cúpulas están coronadas de grandes bolas doradas, y la mayor de todas y más eminente es de oro macizo. Sus puertas son diez y nueve, una hacia el oriente, otras al occidente: puertas de bronce de maravilloso laboreo, floreadas de ese ori-azul, mezcla de oro y de ese azul que parece tener hasta fragancia. Este color se ha perdido; era un secreto de los árabes. La puerta principal está forrada de esas láminas de oro, y es principal en todo: mayor en porte, más espesa, más grandiosa: por ella entra Dios cuando se viste de pontífice.

En el interior del templo no reina aquella funestidad religiosa, aquella murria santa, aquella devoción y profunda tristeza que se derrama desde el tabernáculo hasta el peristilo en las iglesias cristianas en las Catedrales de Italia y de la España goda; al contrario, los sentidos no encuentran allí sino de que animarse y jubilar: risueño aspecto, sonoros y alegres ruidos comunican al alma uno como gozo interior, y el creyente no se halla en la mezquita con un Dios zahareño e intratable, sino con un Dios jovial y bondadoso. Los edificios moriscos tienen esto de particular, que son por dentro risueños, leves, amables; por fuera hoscos, refunfuñones, amenazantes: la   —193→   política pasa a la religión: los monarcas edifican así sus palacios, a efecto de infundir pavor al vulgo con la presencia de un monumento tenebroso, y gozar ellos a su sabor en los interiores, venteados por las blandas alas del dios ciego: tal es la Alhambra de Granada, tal el Alcázar de Sevilla.

El rey Abderrahman ben Moabia trabajaba en este edificio con sus manos una hora al día; otro que tal, Hixen, su hijo, en cuyo reinado se dio cima a monumento tan principal y grandioso. Este Hixen fue muy humilde para con su profeta, muy impío para con su maestro, muy insolente para con los hombres: con sus manos trabajó en el templo de Dios; pero de intento hizo acarrear la tierra desde Narbona, ciudad de Francia, a espaldas de cristianos, acémilas para el moro vencedor: ¡pobres cristianos! ¿qué sería de ellos acarreando tierra a espaldas para el templo de religión aborrecida? pues la acarrearon, y en gran parte ayudaron al levantamiento de la gran mezquita.

Han vengado el ultraje con el tiempo, y bien: ¡ay! se han vengado demás. Esa fábrica maravillosa, alumbrada por cuatro mil lámparas del más fino metal, a donde se entraba por diez y nueve puertas de bronce, cuyas cúpulas estaban coronadas por grandes globos brillantes, en cuyo interior se aspiraban todos los perfumes de Arabia y Persia, ¿es el templo que he visto con mis ojos? Lo vi tan sólo con los ojos del alma: la gran mezquita de Abderrahman y de Hixen no existe ya; los siglos, los trastornos, la codicia, la barbarie, y más que todo la indolencia de los godos vencedores, ha convertido la mezquita en una sublime ruina: ahora está en pie, han tenido la caridad de no derribarla; pero es un esqueleto, una gran armazón; es Behemón despojado de la piel y de la carne, de sus colmillos preciosos: allí se está como un recuerdo, como una curiosidad, sin riqueza, sin primor, sin vida; resto fósil, cadáver antediluviano sobre el cual han caído todas las plagas del cielo, en el cual se han puesto las manos y los pies de la tierra. Como quedaban las ciudades por donde pasaban el gran Tamerlán   —194→   o Atila, así ha quedado la gran mezquita: los godos no pasaron, mas se quedaron en ella: saqueada, ultrajada, desfigurada, mutilada, embarrada la mezquita, no es ya la gran mezquita, es una triste y pobre iglesia. Que no hay un grano de oro en ella, es claro; que no arde sino la plebeya grasa en lugar del áloe, cierto; que las paredes han perdido sus flores, que los bronces de las puertas han desaparecido, sin duda. Y para mayor abundamiento de barbarie, el arte ha perdido sus pulidas formas, la levedad morisca ha sido afeada con la cargazón de la arquitectura gótica. Cada orden puede ser perfecta por sí misma: hay también órdenes mixtas, que combinadas con pulso y sabiduría, componen hermosas obras; mas para que la combinación no falte a la armonía, a la métrica de la arquitectura, las órdenes han de ser de la misma familia, ha de reinar entre ellas tal similitud, que la una no desdiga de la otra: así lo quiere Vitruvio. Mas entre las de diferente, y aun opuesta naturaleza, no puede formarse sino monstruos. En la arquitectura árabe todo es delicado, todo fino, todo leve: sus formas parece que están volando, algo hay de paloma en un edificio morisco: blandura, convexidad de miembros, vivacidad, brillantez, gran riqueza de colores: una alcoba de sultana es un cuello de paloma; el iris está arrollado, allí, dando vueltas y revueltas como una culebra celeste, dorado, tornasolado, cambiante de los más vívidos y al mismo tiempo los más suaves matices. La arquitectura morisca es un madrigal armonioso, grato al oído: sus pilastras de jaspe, sus capiteles de oro, el mármol de su pavimento, y el arqueado voluptuoso de sus partes, todo es cosa de amor: nueve Musas habitan en la cumbre del Parnaso; otras nueve demoran invisibles en el Generalife.

¿Pues cómo las cinceladas toscas, los miembros fornidos, el formidable gesto de la arquitectura gótica han de formar parte de un árabe edificio? Esto sería retocar un cuadro de Rafael con el pulso disparado y el recargo de colores de Salvator Rosa; intercalar en la Eneida escenas de las tragedias lúgubres de Shakespeare. Esos altares   —195→   adustos no están bien en la mezquita: Dios está en el universo; grandes y excelsos templos tiene en todas las naciones de la tierra; pero no gusta de la desarmonía, él, tan acompasado y armonioso.

La mezquita de Córdoba es un gran recuerdo del imperio de los árabes de España: poder, sabiduría, arte, civilización en eminente grado, todo indica esa portentosa fábrica. Ahora está rodeada de melancolía; algo hay triste y desolado en ella: parece la casa de los siglos en donde van cayendo los años uno por uno; y como los pasados son pasados, nadie cuida de ella: indolentes son las sombras. El imán y el alfaquí no cuidan ya de su recinto, el muezzín no vela en los altos alminares, ni se oye tarde de la noche su voz solemne y religiosa: ¡No hay más Dios que Dios, y Alá es su profeta! ¡No hay más Dios que Dios! ¡Alzaos, creyentes, y acudid a adorarle en su templo! La campana melancólica suena a la oración, y tal cual cristiano español embozado de su capa se encamina silencioso por el patio de las palmas: la fuente de las abluciones está allí; mas ya no es santa, ni se consuma un misterio en torno de ella: algunas aguadoras arambelosas cogen agua en sus cántaros al son de su fandango, en lugar de esos graves y pomposos árabes, que cubiertos de su manto, rodeaban la fuente para lavarse en ella devotamente las manos antes de entrar a la zahala, u oración de la tarde. Los siglos y las razas van pasando: todo acaba, todo cambia: sólo Dios es el mismo, sólo Dios existe eternamente: los muslimes le adoraron en ese templo; en el mismo le adoran los cristianos, y aunque no entre esas mismas paredes, en ese lugar le adorarán las generaciones venideras, cualquiera que sea su religión: el principio y la base de todas es Dios: nadie varía en este punto, ni variará probablemente: los dioses se fueron, no hay más que un Ente infinito y soberano legislador de cielos y tierra.

Abderrahman ben Moabia plantó la primer palma, de la cual nacieron las que dan sombra a la mezquita, y de ellas todas las que hoy asombran el suelo de Andalucía. Palmas son cargadas de años; a cuestas con la edad, no   —196→   pueden ya con la tristeza: el viento se posa en sus cumbres a la hora del crepúsculo, y arrulla como tórtola viuda: la noche avanza, y él se atrista más; cierra la oscuridad, y todavía gime; parece ave nocturna, presagiadora de pesares y de muerte. Extranjero, ¿qué haces arrimado al viejo tronco de esa palma? mira que las sombras adelantan, retírate a tu albergue, porque de noche no hay mucha seguridad en este anchuroso y triste patio: dicen que un bulto blanco sale de la mezquita y viene a hacer una ablución en la fuente que está cerca de ti; luego un suspiro ahogado sale de ese rincón, y en las hojas de las palmas se oye un chillido temeroso, como de animalillos tiernos abandonados de su madre. Y aun sin esto, la Sierra Morena está nevada, el ambiente es helador; la oscuridad y el silencio infunden tristes pensamientos. Poco va en ello: el corazón oprimido requiere soledad, el pensamiento sombrío, sombras pide: dejadme aquí: ¿no soy extranjero? tan sólo estaré en mi morada como al pie de este triste árbol: y si una lágrima se me cuelga en las pestañas, podré enjugármela sin que nadie me lo observe, y esto es ya un adelantado. Si por aquí andan sombras misteriosas, tanto mejor; departiré con ellas; ¿no soy sombra yo también? En cuanto a esos ruidos misteriosos que bajan de los árboles, música son para mí: la oscuridad es sol para los tristes.

Córdoba fue siempre ciudad grande y renombrada: la fundó Marco Marcelo, y en tiempo de los romanos se llamó Colonia Patricia, en razón de ser asiento de sus gobernadores, o acaso por dar de si varones esclarecidos que la engrandecían e n la opinión de la metrópoli, y labraban su felicidad interior. En Córdoba florecieron muchos y muy preciosos ingenios: las ciencias tuvieron allí sus patriarcas, las artes se vieron en su cumbre, la poesía tuvo apasionados que la corte jaron anhelosos y triunfaron de ellas. Aristóteles tenía allí sabios traductores, Hipócrates entendidos discípulos, y ni Copérnico leyó en el cielo con más claridad que los muslimes. Pues bien, estos hombres ilustrados y saga ces eran llamados bárbaros y perros por los españoles que honraban la ignorancia. Cuando toda Europa yacía como muerta para la sabiduría,   —197→   envuelta en las profundas tinieblas del siglo onceno, los árabes de España poseían las ciencias, cultivaban las artes, sacrificaban a las Musas14. La España morisca era el horizonte por donde estaba saliendo el sol que un día había de iluminar a Europa, la España morisca fue la escuela de donde salieron los maestros que instruyeron a los hombres modernos. La civilización actual, en cierto modo, tiene su origen en los árabes de España: a los árabes se deben los mayores y más útiles descubrimientos; los árabes conservaron preciosos manuscritos de la antigüedad, a los cuales deben en gran parte su sabiduría los sabios de nuestros tiempos.

Lo material era correspondiente a la moral: un no muy extenso territorio contenía más habitantes que un vastísimo reino: Andalucía y más provincias moriscas eran como una colmena donde no hay punto de lugar perdido: hervían en ella los hombres por millones, activos, laboriosos, inteligentes, dados a todo género de industria, si no tiraban para el estudio, al cual muchos se entregaban de propósito. Seis grandes y magníficas ciudades cada cual digna de ser metrópoli de un imperio, contenía la España morisca: Córdoba, su capital; Toledo, Zaragoza, Mérida, Granada y Murcia: fuera de éstas se contaban ochenta ciudades populosas y de primer orden, trescientas inferiores, y no malas, e infinitos pueblos y villorrios cuajados de gente entregada al laboreo del campo o a la industria manufacturera.

Reinando Alhaken, uno de sus más insignes reyes, Córdoba tenía doscientas mil casas, seiscientas mezquitas, cincuenta hospicios, ochenta escuelas, y doscientos baños públicos. El aseo era para los muslimes una como religión o parte de ella, tal que a nadie le era dable penetrar en el templo sin hacer una previa ablución. El vestido, la morada se había de tener tan en cuenta como el cuerpo: cada ciudad era una concha tersa y brillante, cada mujer una náyade habitadora de las fuentes. Todo al revés de lo que sucede con los bien aventurados españoles:   —198→   hanse visto motines encabezados por la gente de chapa, pidiendo la vida del Ministro que había tenido la torpe idea de mandar barrer las calles15, y se dan hombres que no se acuerdan haber tomado un baño en su vida ¡dichosos españoles!

Córdoba existe; pero ¡qué Córdoba! No son los templos de cuatro mil columnas de mármol con capiteles de oro; no los alcázares de Azahara ni los jardines de Meruan; no las pilas, tazas y baños de blanco jaspe sombreados por mirtos y laureles; ni menos las doscientas mil familias que poblaban la Córdoba de más felices tiempos. Guadalquivir no riega ya sus huertos, donde no hay fruta que no sea conocida, ni refleja en su límpido cristal los alminares de las mezquitas y las ricas fachadas de los palacios de mármol: triste está Guadalquivir; la sultana no extiende ya su lindo pie, y él no tiene qué besar enamorado; nada fecundizan sus aguas; yerma la tierra, se come a sí misma de disgusto; los hombres acarrean consigo pereza invencible; el orgullo les vuelve miserables. Todo arruinado, todo perdido; los campos no se riegan, se siembra poco, se cosecha menos, y el hambre y la desnudez tienen escuela de pesares.

A cuestas con estos pensamientos, con toda esa ciudad casi fabulosa en la cabeza, andaba yo un día sin objeto por las callejuelas inmundas de la que hoy también se llama Córdoba: río abajo, río arriba, admiraba lo pasado, me lastimaba lo presente, y nunca daba con una cosa que me levantase el ánimo, si no era tal cual resto de la antigüedad respetado por los siglos. Era yo entonces semejante a ese retórico a quien el demasiado conocimiento del bello ideal, no le permitía gozar de ninguna composición poética; ¡ay! conocía demasiado la Córdoba de los antiguos tiempos para que pudiese gustarme la de nuestros días, si algo hay gentil, que se anda donairosa por la orilla, flechando con sus rasgados ojos negros, no digo   —199→   que no. Las mujeres hacen de flores; todo lo embellecen, todo lo perfuman con su presencia: lo feo es hermoso, lo triste alegre: las ruinas cobran vida, las tumbas mismas se sonríen si ellas se asoman sonreídas por allí. Sin mujeres no hay belleza ni verdad. Si a algún filósofo he compadecido, ha sido a aquel austero Xenócrates que no tenía corazón para el bello sexo: él, que con su frialdad triunfó de la más bella de las griegas, es digno de compasión; y aquel estoico de firmeza inapeable que no ve a su esposa sino una vez en vida, y eso por pura cortesía, me parece un mármol sabio, hombre tan sólo en la cabeza. Si otro mérito no tuvieran las mujeres que el de no poder vivir nosotros sin ellas, y a era eso gran título para celebrarlas; ahora si tomamos en cuenta las mil celestiales sensaciones y felicidades que nos labran, no hay voz para hacer su apología. Dicen que causan trabajillos; no es gran cosa: a lo menos así nos lo parece a los que tenemos la fortuna o la desgracia de no ser casados: en cambio de los bienes que ellas traen consigo, vengan los males, puesto que no sean de los malos... Pues han de saber ustedes que hay males malos, y males buenos: esas deliciosas penas del corazón, esos delirios de la imaginación, esas angustias del alma, esos suspiros, esos ayes que se abrigan y se arrojan cuando se ama, males son buenos; la felicidad acrisolada, de ellos nace. Mi pobre Sócrates dijo una cosa que no me gusta: ¿Cuál es mejor, Sócrates, le preguntaron, casarse a no? Cualquiera de las dos cosas que hagas, respondió el filósofo, te has de arrepentir. Vamos, que no siempre será así: convengamos en que uno puede ser feliz por mucho tiempo, a pesar de la sabiduría: ama, y descuida lo demás. El arte de ser feliz es el arte de hacer durar el amor: el Ariosto lo supo muy bien, cuando dijo:


Che dolce piu, che piu giocondo stato
Sarai di quel d'un amoroso cuore?



Iba a decir que a falta de grandeza hay belleza en Córdoba: las andaluzas no han menester mi testimonio   —200→   para ser las más preciosas españolas, y las cordobesas no ceden un punto a las lindas georgianas. Vaya una anécdota episódica para hacer ver cuánto influyen las hermosas en el ánimo, y cuanto obran en favor de su patria, y de lo a ella perteneciente.

Un extranjero fue acometido de la nostalgia en París: aborreció todo en Francia, a los hombres, a las mujeres, el cielo, el suelo, el clima, las costumbres, todo. El otoño es terrible estación, muy ocasional a enfermedades morales: la locura, el despecho, el suicidio reinan en el otoño muy más que en otro tiempo. Las nieblas bajan y se andan rastreras por las calles; oscurece antes de anochecer; el aire es frío, la nieve cae en plumas, y las ráfagas del cierzo las estrellan contra el rostro. Con que el alma se afunesta, las penas suben de punto, caen gotas de limón en las llagas del pecho. Mas de repente parece el sol entre un rompido inmenso de nubes, el cielo se muestra risueño, azul, purísimo, y la tierra, toma un baño de alegría. No hay corazón que no se contente en una de esas hermosas tardes en que los árboles se adornan con cabelleras de oro, en que las nubes ruedan por los horizontes a modo de enormes trozos de oro derrumbados de una mina prodigiosa; en que los habitantes saborean el aire y la luz por las calles principales de la ciudad. Las mujeres de París no viven en sus casas; todas están en la calle, y en estos días de pláceme para la naturaleza, son las que más la festejan y se festejan con ella. Iba pues yo con mi infortunado misántropo por el boulevard Montmartre, y poco a poco se le fue desencapotando la frente, ya su mirada no era turbia; a pocas vueltas vile sonreír. Era, Señor, que íbamos encontrando falanges de muchachas, frescas, rozagantes, elegantes, airosas y apetitosas, como no es posible ponderar. ¿De dónde salió ese enjambre de dulces abejas que nos picaban por donde quiera nos volviésemos? ¿conque había tantas bellas en París? ¿O los campos Elíseos de Mahoma se abrieron de repente y dejaron derramar esa lluvia de huríes? El hecho es que eran bonitas, y por feliz y rara casualidad, en un largo trecho no topamos ni una vieja ni una fea. ¡Y esas retrecheras que son el diablo!   —201→   por medio de una infernal maquinilla la orla del vestido está a una tercia del tobillo: ya ustedes se imaginan lo que es eso... y un modo de andar, y un modo de mirar, y un ademán, que allí le hubiera querido ver al buen Xenócrates... Pues el que iba a mi lado se reconcilió consigo mismo, y con Francia, y con su cielo, y con su suelo, y con su clima; tornose adorador de París, y allí se está hasta ahora conceptuándose el más feliz de los mortales. ¡Tanto como esto son poderosas las mujeres!

¡Oh Dios! De este vistoso cuadro he de pasar a un cuadro triste: estoy en Córdoba, y lo que en ella veo no todo es halagüeño. He andado por las orillas del Guadalquivir, he entrado y salido diez veces de la gran mezquita, he recorrido la ciudad del uno al otro extremo, y cuando el exceso de pensar y recordar me rendía la cabeza, y el de sentir y padecer el corazón, un pavoroso espectáculo ha puesto de repente mi ánimo de punta, si puedo expresarme de este modo; al desembocar en una grande plaza, descubro un vasto hormigueo de cabezas humanas: es una muchedumbre apiñada, llena, impaciente, que se codea, se empuja, se golpea por llegar cada uno de los que la componen a un cierto lugar, en donde el motín es más compacto y bullicioso. Veo, observo, ¡gran Dios! no es gente, espectros son, horripilantes; pálido y descarnado el rostro en unos; en otros, negro, ese negro amarillento de ictericia; la greña sucia y revuelta; inmundos girones por vestidos, por los cuales entreparece hasta lo que debe estar oculto según la pudicicia. Son mendigos, centenares de mendigos en una escasa población! Un hombre caritativo les da por ahí en una tienda una galleta baza; de ahí el apresuramiento, de ahí las ansias de la miserable turba. Y no todos viejos y lisiados, sino muchos de ellos gentes de verdes años, y muy enteros y cabales de miembros. ¿Por qué se arrastran en tan indigno estado? ¿por qué se mueren de hambre? Porque en España no se vive para comer, ni se come para vivir. El español es sobrio; esta virtud nace de un vicio, de un pecado mortal, la pereza; el español es orgulloso; del orgullo proviene la ociosidad, de la ociosidad la penuria. El español tiene en poco el trabajo; de esto   —202→   resulta que carece de lo necesario. Y cuando carece de lo necesario, da en bandido o en mendigo, o en uno y otro, según sus comodidades. Entretanto la tierra, la fecunda y bondadosa tierra, permanece yerma: media España está inculta, y la mitad de sus habitantes no tienen ni oficio ni beneficio, ni cómo pasar la vida. No son ponderaciones éstas; viajad en España, atravesad la Mancha, y veréis, y sentiréis, y lloraréis. Desgraciados hay que viven como brutos, comiendo hierbas crudas, durmiendo debajo de un chaparro.

Yendo de Granada a Madrid, detúvose el coche para dar un pienso a los caballos en un poblacho de mezquino aspecto; una nube de mendigos cayó al instante sobre los viajeros, que prudentemente no nos apeamos: se agolpaban a las portezuelas, pedían, gritaban, aullaban, y tirarles una ruin moneda de cobre, era hacerles grave daño: dábanse de navajadas, reñían hasta no más, se estropeaban por ganarla cada cual. Un sujeto de entre los caminantes, que luego le conocí por un gran cirujano de Madrid, el renombrado Toca, hizo señas a una miserable mujer que se dejaba estar triste y algo apartada: por todo vestido tenía ésta una bayeta amarilla prendida al hombro, con la cual se cubría como podía todo el cuerpo. -¿Por qué tienes ese color? le preguntó el Doctor, cuando el espectro se hubo llegado. Porque no tengo casa, y como hierbas, respondió la desdichada en tono que me removió todas las lágrimas en el pecho. Cuando arrancaron los caballos, eché al tropel de pordioseros un puñado de piezas de cobre, y me alejé con el corazón oprimido de lástima, pero indignado contra el gobierno que tal y tanto sufre. En Francia, Inglaterra, Suiza y Alemania no hay una pulgada de tierra inculta: si hay hombres que padecen hambre, es porque les falta trabajo: pero aun este mal lo remedian los buenos gobiernos y los sabios monarcas. Sabido es que la invención de cada nueva máquina priva de trabajo, y por lo mismo de sustento, a centenares de jornaleros: el gobierno acude a esta dificultad, imagina obras, proporciona ocupación a los que viven de sus manos: esto hace Napoleón, cuyo   —203→   principal cuidado es no tener un hombre ocioso en el imperio. Ese amo que tenía a sus criados ocupados en esparcir y recoger en seguida un saco de trigo, porque no tenían otra cosa que hacer, era un sabio filósofo, digno, de la gobernación de un reino.

¡Guárdenos Dios del encono y la venganza! Ahora que los españoles nos han manifestado tan a las claras su enemiga y su aborrecimiento, no son en nuestra opinión peores que antes: sus vicios y defectos están en su naturaleza, y no en las buenas o malas obras que consuman con nosotros. Por lo mismo, sus agravios no serán razones para cerrar los ojos a la verdad, cuando la justicia nos favorece con sus nobles impulsos. No todo es malo, en nuestros desgraciados progenitores; antes hay en su carácter elevación y grandeza, y sus procedimientos públicos no siempre fueron reprobados. Hubo tiempo en que dominaron en la mayor parte del mundo civilizado; segunda Roma, España oía rugir su león en las cuatro partes de la tierra: valerosos, denodados, sabios en la guerra; héroes poéticos, pero terribles; héroes de Romero, feroces, brutales, implacables: la magnanimidad nunca fue una de sus virtudes. Pero han llevado a cima obras maravillosas. Dejan la patria como aventureros un puñado de catalanes y merced al brío de su pecho y a la fuerza de su brazo, vense luego señores del imperio de Oriente: deshacen ejércitos, entran ciudades, humillan emperadores, y dan la ley a una vasta porción de hombres maravillados en su esclavitud del poder de esos extranjeros. Roger Lauria, Roberto de Rocafor y Berenguel Entenza pueden ser cada uno el protagonista de una ilíada. Tiembla Constantinopla en su presencia; encapotan la frente, y tiemblan los Paleólogos; ¡y eran uno contra mil! Digan lo que quieran, la conquista del nuevo mundo es asimismo un hecho maravilloso: con menos barbarie y crueldad, habrían pasado por verdaderos, dioses.

El español es hidalgo, caballeroso, valiente; grave, mesurado, juicioso; respetuoso con la Divinidad, pero soberbio con los hombres. Los malos gobiernos han estragado   —204→   su carácter público; los vicios de la política han pasado, andando el tiempo, a la conducta privada. Triste verdad, pero verdad, el español de nuestros tiempos no es el español antiguo: bastardea, se estraga cada día: el honor se pierde antes que el valor, y a la vista del mundo acaban de parecer, ni honrados, ni valientes. El despotismo y la superstición son los más crueles enemigos de los hombres. Volvamos a los moros.




ArribaAbajo Medina Azahara, Abderrahman Anasir

Medina Azahara es un palacio, orillas del Guadalquivir, a cinco leguas de Córdoba. El amor, dirigió la obra, los genios la edificaron: esas columnas aéreas, esos tumbados azulinos, esos pavimentos sonoros y armoniosos, no son hechura de hombres. Fuentes y jardines de agua cristalina, pilas, conchas, y tazones de pórfido y otras piedras preciosas adornan las principales cuadras del alcázar; porque en los calores ardientes del estío es por todo extremo grato entregarse a la inacción en una estancia en cuyo centro hierve un espumoso chorro de agua pura, respirando los perfumes que despiden las juncieras. En la sala del Califa se ve una fuente de jaspe coronada por su cisne de oro, cuyas fauces despiden dos enfurecidos borbollones, que bañando los pies de la hermosa ave, corren de prisa por el canal que serpentea en medio de la cuadra. Una grande y prodigiosa perla sirve de airón al cisne de oro.

Este palacio está circuido de jardines y de bosquecillos aromáticos: el naranjo, el limonero, el cidro, el granado distribuidos simétricamente, o en caprichosa y revuelta muchedumbre, dan cabida a los jilgueros y gorriones, que se entregan allí a terribles familiaridades, cantando sus amores en el más apasionado y armónico gorjeo; la mariposa no es extraña en esa florida y civilizada selva: vuela de aquí para allí, presenta al sol sus   —205→   alas desplegadas y temblorosas, formando una multitud de niños y fugitivos iris, que matizan el jardín a manera de flores celestiales: ora se posa un instante en la rosa de Güeldres, ora pasa al lirio dulce, ora se alza y cae otra vez en la fragante madreselva: todo es placer para ella; chupa el jugo del jazmín, párase y aletea levemente, se alza y forma círculos inextricables en el aire, amorosa, tierna, brillante: si es verdad la transmigración de las almas, Cleopatra vive en esa mariposa.

A estos bosquecillos siguen otros árboles mayores, más oscuros y frondosos: en ellos la sombra es ya más densa, ya la hojarasca amontonada al pie del tronco ofrece descanso muelle a la sultana que ha fatigado sus miembros de puro andar tras el arroyo. A estos medianos bosques siguen otros de corpulentos y sombríos árboles: povos y ciclamores, cedros y nogales, la palma de dátil, y aun el silvestre pino componen un intrincado y fresco sitio, en donde corre tal cual gamo enredando su cornamenta en las ramas que se inclinan a la tierra. De suerte que así como va creciendo la distancia, los árboles son mayores, tal, que la vista encuentra a lo lejos con un sombrío horizonte, que contrasta maravillosamente con lo amarillo y lo purpúreo de los jardines del contorno.

El pabellón de Anasir está sobre un recuesto en medio de estos bosques, algo distante del palacio: en él descansa cuando vuelve de la caza, y sus jaurías atrailladas se tiran ijadeantes en el patio, hasta que su Señor haya cobrado alientos para tirar al edificio principal. Este pabellón es un dije de arquitectura, una como concha de nácar en figura y proporciones acomodadas al arte: tal vez un buzo encantador sacó fuera del mar la mansión de una nereida enamorada, y la plantó en el jardín del moro: sólo así puede ser tan primoroso y poético el alcazaruelo que corona la floresta, en donde descansa el rey a la vuelta de sus deportes varoniles. Su harén se compone de las más bellas andaluzas, esclavas africanas, presente del soberano del Algarbe, sirias y judías de la más cumplida hermosura traídas al efecto, y las cristianas de Toledo, hechas cautivas en la guerra.

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Anasir es muy enamorado; cuando no está en campo con cristianos, se entrega a las delicias del amor: sus queridas tañen los más blandos y voluptuosos instrumentos, y la guitarra en manos de una granadina, habla una lengua celestial, que presto da con el camino del corazón. Cantan las moras, y ese canto es la expresión de las ansias de su pecho: no todas son felices, porque no todas aman; ¿cómo han de amar todas al mismo hombre? cada corazón necesita un corazón: cada corazón es esclavo, y necesita un Señor; cada corazón es dueño, y necesita un esclavo. Correspondencia no cabe sino de dos en dos; no son abejas las mujeres; mujeres son, y ambiciosas, y egoístas, y no se contentan con una tira de alma; quiérenla toda, entera, una para cada una: y hacen bien; más merecen todavía.

No son felices las moras del serrallo, porque no tienen a quién amar: amo es, no amante el gran Miramolin; ¿puede la esclava amar al amo? le teme, si no le aborrece. Y esas bellas mujeres encerradas de por vida, lloran su esclavitud; ¿a qué ser hermosas? ¿a qué haber nacido con tan singular donaire? ¡Oh funesto don de la hermosura! si ella trae la esclavitud y la desgracia, es un mal de la naturaleza. ¿Qué importan los palacios, los jardines, los baños de mármol, los tapices de Damasco, las alfombras de Cachemira, las joyas de Golconda y Bosapour? Si el corazón está oprimido en el pecho, no hay felicidad posible.

Anasir no es tampoco muy dichoso: poder, riqueza y nombradía, nada le falta: los gustos de la vida se apiñan -en su rededor; obedecido, respetado, servido, ¿qué le falta? Le falta ser feliz, pues la felicidad es muy diferente de esas cosas, está dentro de nosotros mismos, y no en lo que nos rodea.

Anasir tuvo dos hijos, Alhaken, heredero ya jurado del trono, y Abdala, segundo génito, príncipe de raras prendas y virtudes. El derecho de primogenitura deparaba la corona a su hermano; mas la naturaleza a él le había criado para rey. Esto lo tuvo él para sí, y se lo   —207→   dieron a entender sus amigos y deudos. Abdala no puede sufrir la injusticia; el trono es mío dice, porque he nacido para el mando: Alhaken es antes para servil que para rey; me usurpa, me defrauda. Y llevado de estos pensamientos, urde una conspiración contra la soberanía y la vida de su hermano.

Aben Adilbar, varón de cuenta, y de los más principales cortesanos de Anasir, es el consejero y apoyador, del príncipe rebelde, el cual tiene de su mano muchos jeques y visires, y muy de los primeros. La conjuración se ha fijado para el día de las víctimas: muerto Alhaken, los conjurados victoriosos constreñirán al viejo Abderrahman a hacer jurar al mozo Abdala, y los muslimes le aclamarían por su rey. Llega la fiesta de las víctimas, el plan homicida, permanece secreto, nada ha transpirado entre los enemigos. Al reír del alba caerá la cabeza de Alhaken, y los moros victorearán a Abdala. ¿Qué ha sucedido? Llegó el instante... Dos cabezas nadando en su sangre están boquiabiertas en una mesa de mármol de la sala de Anasir. Son las del conspirador Abdala y de Adilbar, su consejero.

El rey había seguido el hilo de la conspiración; dos horas antes de su término, dio en ella un corte, y todo se fue abajo. Cuando el hijo rebelde compareció a media noche ante su padre, éste le dijo: ¿Te tienes por ofendido porque no reinas? En seguida lloró amarga y desesperadamente, y mandó cortarle la cabeza. Las súplicas y el llanto de Alhaken nada pudieron en el duro ánimo del viejo. Mas los pesares y los remordimientos acabaron con su vida, y no fue muy atrás del sin ventura Abdala.

Estos son los felices de la tierra: ¡oh príncipes! nada tiene que envidiaros el pastor en su vivienda de hojas, y el campesino en medio de su familia, sin ambición, sin codicia, ignorante de los goces prohibidos o inmodestos, se acerca más a la felicidad, que vosotros encaramados en vuestros resplandecientes tronos.

Pero ¿no vemos en ese rey moro a Junio Bruto y a Tiberio al mismo tiempo? De éste son las palabras, del otro las acciones: Cuando no reináis, hija mía, os creéis   —208→   oprimidos, dijo Tiberio a Agripina, esposa de Germánico; y esta grandeza de carácter acarreó la muerte de Agripina. Junio Bruto entregando inflexible a los lictores a sus hijos traidores a Roma y a su padre, no es otro que este árabe de España haciendo decapitar a su hijo en su presencia. ¿Por qué se dice tanto de Bruto y de su acción, cuando apenas hay quién sepa el nombre de Abderrahman? La firmeza de alma, el bárbaro heroísmo, lo rudo y atroz del hecho son los mismos en los dos; empero el uno es Junio Bruto, Cónsul de Roma; el otro no es sino Anasir, príncipe de los muslimes.





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ArribaAbajoEl padre Yerovi

El género humano va pasando como las aguas del río, que no vuelven: su curso es tumultuoso, y sus oleajes meten mucho ruido. Soberbios son los hombres; en una generación nace un humilde, y generaciones pasan que no traen sino malos.

Hierve en la ciudad la juventud alegre y bulliciosa: la alegría es su divisa, la vanidad su medio, el gusto su fin. Pues entre ella hubo un niño risueño y locuaz como sus compañeros, que no se distinguía de todos sino por la agudeza de su ingenio, y por tal cual instante de melancolía que a las veces le tomaba. Un día se llegó a su padre y le dijo: Padre mío, Dios me llama; quiero ser su servidor: la Iglesia es mi refugio, porque un día pasado en su morada vale más que mil días. Este niño era humilde de corazón.

El padre vio que había verdad y virtud en su hijo; pero como poseía la sabiduría de la experiencia, vio que podía ser errado ese camino, y temió y quiso esperar y observar. El tiempo es testigo de las verdaderas inclinaciones del hombre; la prudencia trae consigo el buen éxito de las cosas: el padre, conmovido, estrechó al hijo en   —210→   su seno, y vertió lágrimas, y respondió: Si Dios te llama, hijo mío, mejor para nosotros; mas nunca fue tarde para seguir las vías del Señor, al paso que si el mundo te atrae y te cautiva, ya no puedes volver a él, cuando entras por ministro de la religión. Joven eres; sigue una carrera que te mantenga apto para todo: si andando los años permanece este apego a lo eclesiástico, recibe las órdenes y sirve a Dios; si las pasiones mundanas se te despiertan a su tiempo, busca esposa, y sé buen padre, y sirve al Señor. No sólo el sacerdote va por su senda; el buen marido, el buen padre de familia es también un sacerdote, y el mundo, el templo del Altísimo: todo consiste en la virtud; sé virtuoso, y siempre le servirás. Mas para ser malo, mejor es no infestar su casa, ni penetrar sus misterios, ni manosear sus símbolos. El mal sacerdote de Dios es buen sacerdote del demonio.

Y como el hijo era humilde de corazón, oyó a su padre y vio que era verdad cuanto decía, y obedeció y esperó. El corazón del padre es una fuente pura en donde hierve la felicidad del hijo: el joven cuerdo bebe en ella, y se baña, y queda limpio, y siente gran ligereza en el alma. ¿No es la obediencia una virtud?

Ese niño era obediente: siguió las indicaciones de su padre, y por el camino que él le había señalado, salió a la nombradía, y dentro de poco fue jurisconsulto, literato además, y su talento andaba en boga, siendo su reputación bien merecida. Conociéronle sus maestros y le distinguieron entre sus discípulos, y quisieron que esa clara inteligencia fuese mejor cultivada, y aprovechase a sus semejantes ese niño.

Títulos de sabiduría, fama, aprecio de los buenos, envidia de los malos no habían torcido sus inclinaciones, no habían ensoberbecido su alma: permanecía humilde, porque era humilde de corazón.

Y volvió a su padre, y le dijo: Padre mío, Dios me llama; quiero ser su servidor: un día pasado en su morada, vale más que mil días.

Y el anciano volvió a conmoverse, echó lágrimas, y estrechando a su hijo en el seno, respondió: Si Dios te   —211→   llama, hijo mío, ve hacia él; sírvele como bueno, y honra su memoria.

El abogado, el literato distinguido, el joven brillante dio un paso del mundo afuera, y, sacerdote del Señor, comenzó a servirle; y le sirvió de veras, porque era humilde de corazón. Mas como la virtud no se opone a los cargos de la asociación civil, y como por casualidad se hiciese entonces mucho caso del verdadero mérito; su prelado puso los ojos en el clérigo, y a pesar de sus juveniles años, le revistió de un cargo ilustre, y le envió a remotas provincias a ejercer la autoridad suprema en lo perteneciente a la Iglesia de Jesucristo.

Pero como era humilde de corazón, no pudo contemporizar con las costumbres que reinaban en esas ciudades: y como tampoco pudo acrisolarlas, vio que era inferior, y que en la lucha sería vencido. ¿Cuáles son los enemigos más terribles sino aquellos que procuramos defender? Ilustrar al ignorante es defenderle, reformar al perdido es defenderle, traer al camino el descarriado es defenderle. El Vicario apostólico no pudo salir con su empeño, a pesar de su conato, porque los otros estaban bien hallados consigo mismo, e hicieron pie contra el Vicario, y alzaron el brazo, y con el cuello erguido dijeron: ¡No queremos!

Y no quisieron, y el Vicario no pudo constreñirles a cumplir sus deberes, porque para ello había menester la fuerza: la fuerza no era de su carácter, ni su carácter podía prestarse a aquellos duros actos que son indispensables para arrancar del sumidero de los vicios al vicioso pertinaz, para reformar las malas costumbres, para sujetar al estudio la pereza.

Y el apóstol del Señor sintió un profundo disgusto dentro de sí; y como no estaba en su mano obrar el bien quiso huir del mal, y de la noche a la mañana desapareció, sin que nadie supiese qué rumbo había tomado.

En los selvosos Andes, circuido por una agreste naturaleza, se eleva un pueblo sencillo y feliz en su inocencia.   —212→   La refinada cultura que pule, pero que estraga a los hombres, no ha llegado a esas breñas todavía; el ruido de las ciudades populosas no tiene allí cabida, y la existencia corre blandamente, no perturbados sus moradores por aquel desenfrenado regocijo que enloquece a las grandes: capitales. Un justo edificó allí una casa a la virtud, a donde se retraen los buenos a buscar a Dios en el silencio.

Dios está en todas partes, su espíritu llena el aire, los mares y la tierra; ¿por qué ir a buscarle entre las paredes de un edificio? Porque el mundo se interpone, entre él y los ojos del que le busca: la atmósfera de las ciudades es infecta, el aliento de Dios es puro, no se le puede respirar al mismo tiempo: si nos llama, no le oímos; si nos mira, no le vemos: el placer, la avaricia, la soberbia son nuestros cómplices nos ayudan a desconocerle y desoírle. Justo, huye de las ciudades, retírate a una montaña o a un triste monasterio.

La Tebaida sabe mil secretos, habidos entre el hombre y su Creador: allí se despoja de la carne, y, espíritu bienaventurado, el hombre se salva de antemano, penetrando desde la tierra las glorias del cielo con su larga y pura vista. ¿Quién tiene su asiento a la diestra del Señor? ¿qué voz resuena distinguida en los coros de los ángeles? Es la del humilde cenobita que pasó sus días contemplando su infinidad, adorando su divinidad, huido de los hombres y el pecado en un riscoso monte. El San Bernardo está más cerca del cielo, su cumbre se encuentra con el firmamento: la Trapa tiene puertas que dan al Paraíso: la Cartuja es una parada a la entrada de la gloria. Caridad, sabiduría, penitencia, he ahí los habitantes de esas melancólicas pero tranquilas y felices, moradas.

¿Por qué el arrepentimiento se refugia en ellas? ¿por qué el remordimiento siente alivio en ellas? Porque donde habitan los buenos habita el Señor, porque donde respiran los buenos respira el Señor. La virtud puede ser sociable, cierto; mas un pecho herido de los flechazos del mundo, una alma pringada por el fuego del mundo,   —213→   un pensamiento enloquecido por los delirios del mundo, no se cura sino en la soledad, entre las cuatro paredes de una austera casa, donde no puso los pies la concupiscencia con su horrible comitiva de desgracias.

El que teme las tentaciones y quiere huir las ocasiones, deja su vestido, toma el del monje, y padeciendo y sufriendo en la vida, espera descansar y ser premiado en la muerte. ¿Qué hace ese majestuoso anciano, con la pala en la mano, en la puerta del convento? Cava su sepultura: allí se enterrará, de allí subirá al cielo; ¿no tiene la humildad entrada franca en él?

Pero si todos hiciesen lo mismo, el género humano se extinguiría luego, y en tanto que se extingue, no será el mundo sino un prolongado claustro, me dirá. Así es; ¿mas he dicho quizás que todos deben vestir hábito y vivir cavando su sepultura? El que nació para padre, tome esposa; el que nació para la guerra, ármese; el que nació para la sabiduría, estudie. Pero el humilde de corazón, aquel cuyas afecciones no le tiran al siglo, el alma sencilla e inocente que de suyo se inclina a la penitencia, ¿por qué no practicarla? Siempre será ése un ejemplo de piedad, y no está por demás en la asociación civil el penitente. Podemos ser virtuosos sin exceso, y nuestro Padre común se contenta con la virtud medida; mas ¿quién prohíbe que haya santos?

El Vicario apostólico había desaparecido de la noche a la mañana de la ciudad a él encomendada; y como si él fuera el culpable, como si él fuera el pecador, hele allí entregado a la más austera regla, privado voluntariamente del sueño y del alimento, clamando y pidiendo misericordia al Juez terrible, allí en la casa de la virtud, en ese pueblo de los Andes, el silvoso, frío Pasto.

Siete años ha vivido en penitencia: orar, confesar, mirar por la virtud ajena y por la propia, esta es su ocupación dulce e instructiva; el que ve a Dios presencia el espectáculo más grande y placentero; el que vive con Dios tiene la vida más feliz y prolongada. Y aquel vicario humilde habla con Dios, y le ve, y vive con él; ¿no es esto ser feliz y vivir largo?

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En un oscuro claustro de otra ciudad lejana camina un fraile por la noche con su lámpara en la mano: entra a la capilla del convento, se postra ante un crucifijo y permanece inmóvil, agachado, cruzados los brazos. ¿Qué hace? Habla con Dios: ¿quién es? El Vicario apostólico, el congregado de San Felipe Neri, el literato distinguido, el jurisconsulto consumado, el joven brillante de la ciudad de Quito. La muceta de Doctor se convirtió en corona de religioso, las borlas del humanista en cíngulos de franciscano. Pues no satisfecho de su humildad, la quiso todavía más subida, y tomó el grosero y pesado ropaje del convento. Y éste sí que sabe imitar a su modelo, Francisco revive en el fraile sabio y penitente. ¿Cuándo vio Cali persona más humilde? ¿cuándo vio Cali monje más piadoso? ¿cuándo vio Cali cristiano más caritativo? Caritativo, piadoso, humilde, todo lo fue aquel fraile, y como ninguno de estos tiempos. Por el ayuno, el insomnio y la devoción, San Jerónimo le hubiera envidiado, y viviendo en un desierto, los ángeles hubieran bajado a servirle.

Hele allí preso al humilde sacerdote: los soldados le han tomado, los soldados le llevan, el pueblo gime y va tras él. ¿Van a matarle? No; pero le mandan en destierro, le echan a empellones de la ciudad que purifica con su aliento, que santifica con su ejemplo. Un hombre virtuoso es el resguardo de un pueblo; uno santo, su corona; ¿cómo echarle? La revolución es cierta: arremete con todos, y moviendo cien brazos, alcanza y hiere a sus amigos y sus enemigos. La revolución es un incendio que todo lo consume: la vil madera se va en humo y queda en cenizas; el oro, allí se queda cuajado y purificado. La revolución no es mala cuando es justa: destruye, pero crea: abate, pero levanta; es ciega, pero engendra luz. Los golpes que recibe el inocente, sírvanle de penitencia; el fanatismo, la barbarie, la tiranía caigan, mueran, perezcan.

El padre Yerovi si que era virtuoso: ¡santo varón! daba limosna de su mano a la del pobre, oraba en un   —215→   rincón de su oscura celda, escuchaba y practicaba la ley de todos modos. El padre Yerovi si que era virtuoso verdaderamente, porque era humilde de corazón. Su humildad y su virtud encumbrada, han atravesado los mares, y el humilde fraile es conocido en la ciudad eterna, su nombre se pronuncia en el Vaticano. Y como en ocasiones el mérito suele abrirse paso por las sendas más estrechas; y como en ocasiones la pobreza puede más que el oro, el Pontífice quiere elevar a una gran categoría al religioso de San Diego, para cuyo efecto se consulta con sus cardenales. ¡Obispo! ¡Obispo! exclaman todos, y le ponen en la mano el cayado de pastor, y la grandiosa mitra en la cabeza.

El venerable sacerdote obedece, y sólo por obediencia acepta cargo tan supremo. El rayo estalla en los sitios más erguidos, el viento anda furioso por los montes, cuando el valle permanece en calma: así el orgullo en los hombres suele soplar por las altas jerarquías. Con el orgullo viene la soberbia, y la soberbia y el orgullo son ministros del espíritu malo.

El franciscano sabía esto, y tembló cuando fue tan enaltecido por el Padre Santo, y se postró, y suplicó le dejaran en su desconocido y triste lugar, sirviendo a Dios sin orgullo ni soberbia.

Si los buenos se retraen, ¿quiénes han de regir a los hombres? quedan los malos. Es un deber, así en el buen ciudadano como en el buen sacerdote, no dejar las cosas de la República y de la Iglesia en manos de los ruines. El buen fraile sabía también esto, y revistió humildemente los hábitos episcopales. El justo es como el sol matinal, sube y crece hasta el mediodía, dice el Señor.

En un arenal tostado por el calor de la zona tórrida, se sienta en una piedra debajo de un cabuyo un pobre caminante. Encendida la tierra, le abrasa los pies des calzos; el grosero jergón que viste pesa en él y le sofoca. Por todo avío no se ve a su lado sino un bordón nudoso; por toda comodidad, el fardel que trae a cuestas: un   —216→   perro jadeante descansa a sus pies, he ahí su compañía; el caballo no se inventó para el que se dirige al cielo por el camino de la penitencia. Ya le habéis conocido: es el obispo de Cidonia que se dirige a su diócesis, el buen fraile de Cali, el confesor y servidor de la Penitenciaría de Lima, que ha sido elevado por su humildad a la categoría de pastor de los fieles, con derecho a la sucesión de un arzobispado.

Sigue adelante su camino: en la oquedad de un barranco encuentra un ciego limosnero, que al más ligero ruido alza la voz y pide por la Virgen el pan de cada día. El obispo se le llega, baja el fardel de las espaldas, y divide con el ciego sus tristes provisiones. Hijo mío, le dice, mientras haya uno que nada tiene, nadie es dueño sino de la mitad de su hacienda: toma y da gracias al Señor: malos son los días del pobre, pero el corazón alegre es un festín perpetuo. Y le dio su bendición, y siguió adelante el religioso.

No a mucho andar topó con un infeliz privado del uso de una pierna: andaba a duras penas apoyado en una débil caña que poco le servía, y pronto iba a que darse por ahí falto de fuerzas. El obispo se llegó a él y le dio su bordón nudoso: Hijo mío, le dijo, yo puedo caminar sin este bordón; tú lo necesitas más que yo; sírvete de él y da gracias al Señor.

Ese obispo era como Job, ojos del ciego, pies del cojo, pan del hambriento, sabía que para Dios son justos, no los que escuchan la ley, sino los que la practican.

Y siguió adelante su camino, y llegó de noche y en silencio a la capital de su diócesis, y fue consagrado al otro día, con modestia, siempre con modestia, porque era humilde de corazón.

Sabía muy bien aquel obispo que se le había revestido de su cargo ilustre no en bien suyo sino en el de sus semejantes. Así en lo civil como en lo eclesiástico la autoridad se da y se recibe en provecho de los a ella sometidos: los que no entienden este principio son pésimos magistrados.   —217→   El buen fraile era no solamente bueno, pero también muy entendido en la ciencia del derecho y en todo linaje de materias: un hombre sabio y bueno ¿qué no hará? Mucho, mucho hizo el franciscano, y por su voluntad hubiera obrado mucho más.

El orgullo se estremece en presencia de su modestia; la soberbia se confunde en presencia de su humildad; la lujuria pierde el color en presencia de su castidad: los vicios todos van viniendo a su palacio, y no saben donde meterse al resplandor de la virtud de ese buen padre. Mas no temen tanto su poder cuanto su mansedumbre: amonesta, no reprende; suplica, no castiga, da ejemplos, no se vale de la fuerza. Y las costumbres corrompidas, y la ignorancia arraigada, y la ley no obedecida, objeto son de sus predicciones. Mañana me arrepentiré, dice el perverso; nunca fue tarde para hacerse perdonar de Dios. Pero el obispo empezó a decirles por la mañana: «¿Quién nos afirma que hemos de ver la mañana?». Y todo era caridad y penitencia en el palacio.

Un hombre sucio y beodo va tambaleando por la calle: la barba le ha crecido, la cabellera revuelta le cae en las sienes, sus vestidos están hechos jirones. Este desgraciado es sacerdote, lo indican la sotana y el manteo. El obispo manda por él, y no echa en prisiones ni le impone castigos de ninguna clase: lávale, vístele, y le hace sentar a su lado como a su predilecto; y come y bebe con él, y le abre los ojos y le hace palpar su vergüenza, y le obliga con mansedumbre a cumplir sus deberes. Y ese mal sacerdote, ese ebrio de profesión no echa menos sus diversiones infamantes, porque está contento con las costumbres de su prelado y protector. El privilegio de la virtud es el respeto aun de sus enemigos; la virtud echa de si un ambiente que deleita aun a los malos.

A la puerta del palacio está temblando un cura que acaba de llegar de su parroquia: la conciencia le intimida, la justicia hace brillar su espada y le deslumbra. Sale su prelado, no severo, no terrible como esperaba el delincuente,   —218→   sino manso y risueño. Hermano, le dice, hermano en Jesucristo, venid acá. Y le echa los brazos, y le aplica un ósculo de paz en la mejilla, y le introduce en su aposento. El clérigo está confuso, pero ya no teme: la barragana que mantiene en el convento, los hijos mal habidos que perturban con sus voces la iglesia vecina, las francachelas a que se entrega por costumbre, todo lo tiene por delante. Nada ignora su prelado, mas huye de aludir a esos delitos: trae en memoria la santidad de su ministerio, presenta a Dios irritado por la corrupción, habla de las virtudes, hace gustar de ellas por su elocuencia, enternece con sus lágrimas, y el hermano en Jesucristo jura reformarse y vivir como lo manda Dios, porque abre los ojos, y ve que vale más vivir humilde en su morada, que soberbio en casa del pecador.

La penitencia sin la caridad nada puede en los consejos de la eterna sabiduría. La limosna limpia el pecado y evita la muerte, dicen las Santas Escrituras; si la ejercitas, tu alma no irá a caer en las tinieblas. La limosna es un gran título de salvación para con el Señor. Y como el obispo era sabio tenía presentes estas cosas, y como era bueno cumplía estos preceptos, y daba limosna, privándose hasta de lo necesario.

«Si tienes mucho, da con abundancia; si poco, procura que lo poco que des sea de corazón». Dios era muy oído por ese hombre justificado: si tenía mucho lo daba todo; si poco, lo daba todo, y siempre de corazón. Nada quedaba para él, y nada le hacía falta sino para dar a los demás. Sólo una túnica tenía, y no podía dársela al que no tenía ni una, pues Dios manda que el que tiene dos, dé la una al que no tiene.

En un aposento de un barrio populoso está una mujer enferma en su pobre cama: un hombre trabaja por ahí en un ímprobo oficio, y a pesar del hambre que le sale al rostro, trabaja muy activo, porque el día que descansa no se desayuna la familia. Dos niños pálidos y zarrapastrosos permanecen callados al pie de la cama de su madre; otro de tierna edad se suspende en el pecho de la enferma, y en vano lo chupa con ahínco; en vano,   —219→   que las fuentes de la vida acaban de agotarse: llora el niño, llora la madre; los otros están hambreados, pero callan; padecen, pero sufren: ¡qué socorrida virtud es la del sufrimiento! Las paredes del cuarto son negras, el fogón permanece frío: la ceniza es el símbolo de la tristeza. Un cuadro de la Virgen está clavado en la pared; al pie se ha acomodado una vela que arde perezosa y derramada. No almorzó esta mañana la familia, pero hubo para una vela de la Virgen: ¡qué socorrida virtud es la de la fe! La fe trae consigo la caridad. No almorzó la familia esta mañana, y tal vez no comerá; ¿de qué sirve la fe? La fe sirve de mucho.

Deo gratias, exclama a la puerta un fraile; ¿cómo te sientes, hija mía? La pobre mujer se alza en el lecho como puede, pide la mano al sacerdote y se la besa con ardiente devoción. El padre de la familia se ha hincado ante el sacerdote, los niños se han hincado también, y el sacerdote los bendice a todos, porque es el santo obispo.

Llevó a esa pobre morada el pan del alma, y para el cuerpo dejó en la cabecera de la enferma lo necesario para quince días. Y volvió la vida a la familia, y la madre sufrió con resignación sus males, y el padre siguió trabajando contento, y los niños comenzaron a meter su alegre bulla en la casa porque ya estaban alimentados.

«Para Dios son justos, no los que escuchan la ley sino los que la practican». El santo obispo practicaba la ley, porque era justo.

El pueblo está reunido a las puertas del palacio arzobispal: una gran muchedumbre llena patios y corredores: viejos y niños, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos se apiñan, todos quieren penetrar en un cuarto que ya no cabe de gente. Las campanas de la ciudad doblan a un tiempo en treinta iglesias, los habitantes andan agitados, y un vasto gemido que se levanta del palacio se difunde por la población entera. Siguen los dobles de las campanas, sigue el llanto del pueblo, no hay corazón que no esté opreso: ¿qué ha sucedido? Murió el santo, se apagó la llama, se consumó el sacrificio: el sacrificio,   —220→   porque el santo murió en la cruz. Hambre, sed, llagas vivas, todo le atormenta, y todo lo sufre el mártir, porque hace penitencia. Mas ¿de qué se arrepentía? nunca obró el mal; ¿por qué se martirizaba? no tuvo pecados. Empero tenía presente y repetía de continuo esta horrible queja: Miserable de mí, ¿qué diré entonces? ¿de qué patrón me colgaré, yo pecador, cuando apenas saldrá bien el varón justo?


Quid sum miser tunc dicturus?
Quem patronum rogaturus?
Cum vir justus sid securus.



Se consumó el sacrificio, se apagó la llama, murió el santo: y el pueblo llora, y llora sin consuelo, porque de ésos no vienen al mundo sino de tarde en tarde.

El cosmopolita.



  —221→  
ArribaAbajoAl pie del Monte Blanco
(Suiza)




Si con los ojos este monte abrazo
que aquí se encumbra, la razón envío
del cielo a lo más alto y allí busco
de esta grandeza el inmortal principio.

¿Y doy con él? Mis labios no funcionan,  5
la comprensión se ofusca, desatino;
la inteligencia se anochece, en vano
entre las sombras con mis sombras lidio.

Empero, los afectos inmortales
que en mi pecho descuellan; el alivio  10
que gozo en el creer cuando padezco;
La tendencia del hombre a lo divino;

Y éste como universo que en mi alma
prosigue majestuoso el blando giro,
y que no lo hice yo, lo allanan todo  15
si nada entiendo, al corazón me fío.
—222→

¡Levántate, montaña! rompe nubes,
ve a llamar a las puertas del empíreo
¿respondieron? ¿qué dicen? ¿en su trono
vistes a Dios, al Dios inmenso has visto?  20

Tu majestad y tu poder convencen
que llena el universo un Infinito
del universo autor; grandeza tanta
Cierto, del Grande, del Potente vino.

Nadie el imperio te disputa, reinas  25
a solas en los montes: de los siglos
el tropel impetuoso, ni una huella
dejar en tu alta frente ha conseguido.

Ora despliegues tu poder al aire
desde la cumbre hasta la base limpio;  30
ora te escondan nubarrones densos,
rey eres siempre, de los Alpes digno.

El Cosmopolita.



  —223→  
ArribaAbajoCarta al señor Carbo

Señor Don Pedro Carbo16

San Juan de Dios, a 26 de octubre de 1868

Mi estimado amigo:

Después de escrita mi carta del viernes, llegó a mis manos el libelo infamatorio publicado contra usted en Quito. Jamás leo esas cosas; pero al tratarse de un amigo, no pude menos que pasar la vista por ese papel, no sin indignación por cierto. Si usted tiene en algo mi   —224→   modo de pensar, le aconsejo, y aun le pido como amigo, que la réplica sea en tono y manera de hombre: hay una enérgica moderación, un giro de pensamientos, un estilo singular que matan al enemigo, cautivando al público: use usted de ellos, señor Don Pedro. Quede el libelo para los libelistas. La ira de Dios es siempre ira; mas por lo justa y elevada, tiene en sí misma lo divino: puede el hombre ser capaz de una santa indignación y expresarla con grandeza; la cólera del perverso o del infame le acerca mucho al espíritu malo: no seamos superiores a nadie por el encono y la maledicencia; sobrepujemos sí a cuantos podamos por la magnanimidad y el grandioso menosprecio de lo ruin: la iniquidad requiere castigo; la vileza, nada más que un altivo desentendimiento. Conviene reprimir a la gente desmandada, no hay duda; pero que sea con mano de señor: mientras menos tengamos de semejante a nuestros enemigos, más en camino estamos de triunfar de ellos, porque el público es un juez ciego que al fin abre los ojos, y por grande que en él sea la mayoría de los mal intencionados, sin saber cómo ni cuándo, ya ha sufragado en favor de los buenos: la justicia es muchas veces muda; pero en secreto está murmurando allá en el centro de todos los corazones. Pudieron sus enemigos de usted haberle calumniado, injuriado, insultado; pero ese escarnio, esa rechifla de mala ley, esa elocuencia de bufón, no era para un hombre de cabeza cana, envejecido en el destierro por obra de la tiranía, notable cuando menos por el sufragio con que en todo tiempo le han honrado sus conciudadanos. A un presidente del senado, me parece que se le podía haber ofendido por otro término que a un galopín, o volvemos al caos, confundiendo las ideas, sin distinción de personas, en un torpe e infernal trastrueque donde todo ande revuelto y depravado. A un tirano se le puede estrechar como a tirano, y sería necio y ridículo en extremo el burlarse de él como de un bausán: la posición imprime carácter en el hombre, y para cada uno hay un modo de aplauso y otro de injuria. Hacer mención de la dignidad senatorial de un ciudadano, tratarle de presidente de una augusta corporación, para en seguida   —225→   brincar sobre él, silbar e inquietarse en esas menudencias en que hierve un títere en su retablo, es singular manera de embestir al adversario. La majestad señor, la majestad: moderación, acierto, nobleza, cortesía, todo lo encierra en sí la majestad: el enemigo majestuoso merece toda mi estima; de ese linaje de contrarios quisiera yo tener muchos, porque no poco tendría que aprender en su escuela. Si damos en gitanos, ni esperanza nos queda para el porvenir: lejos de ir adelante, ¿caminamos hacia atrás? lejos de subir, ¿descendemos? lejos de limpiarnos esta roña del alma, ¿nos gozamos en nuestra pestilencia?

La sátira ha de ser de Juvenal, esto es, nacida de la virtud, que propende a la virtud, para ser perdonable: ironía sin sal ática, es una pócima que a nadie quita la vida, pero que produce bascas en cuantos la olfatean: el que se aparta de Horacio y de Cervantes, no sube al Parnaso por ese camino. Al escritor que deprime a un ciudadano sin que de ellos resulte un ejemplar provechoso a la asociación civil, no se le puede juzgar sino por malo. Justo, y aun necesario es en muchas ocasiones defenderse y defender a los nuestros; ¿pero no sería conveniente empeñarse en el caso de manera que ganemos en él, granjeándonos voluntades, produciendo en el público, si no admiración, cuando menos benevolencia? Esto no se consigue sino con la mesura, el comedimiento, la hidalguía, que forman ese porte digno y elevado de los ciudadanos prominentes. Un cargo, una injuria, una calumnia se puede parar con la egida de Minerva: las flechas se hacen pedazos en esa arma defensiva; la diosa queda sana e imperturbable. ¿A palos no pelea la canalla? ¿de zancadilla no usa el cobarde? Si reñimos, que sea con espada, esa hoja ancha y resplandeciente que tiene por marca águilas y leones: al que nos acomete con piedras, no le vemos los que estamos defendidos por el honor y la dignidad, estos ángeles de la guarda que nos circundan con su protectora divinidad. ¿Qué importa que tal cual interesado en el decaimiento de un hombre suelte la carcajada a una obrupción insulsa de un rabadán? Las Musas no conocen la risa; Palas es grave y serena. El   —226→   pecado de que más me arrepiento en mi vida, es de haber hecho una burla pesada, desgracia en que no volveré a caer a fe de Cosmopolita. Si Catón tenía de qué arrepentirse, ¿qué no sucederá con un pobre mortal? Si un hombre no es sabio, debe a lo menos propender a la sabiduría; y es decidida propensión a ella el ir corrigiéndose diariamente de sus defectos. Si queremos reír, escribamos a lo Cervantes; si reprender, a lo Juvenal; si punzar por bien de salud, a lo Horacio: Rabelais es la vergüenza de la más culta de las naciones; a causa de Rabelais, los franceses jamás tendrán Virgilios ni Petrarcas.

Usted no ha menester lecciones mías; pero como por desgracia el afecto más abundante en el corazón humano es la cólera, siempre es buena aquella amistosa advertencia que nos sirve de moderador. Los cargos que se le han hecho, usted los sabrá desvanecer: en cuanto a esa desenfrenada ambición que se le achaca, es un extremo de ojeriza, que no tiene fundamentos de razón, desmentida, como está, por su conducta pasada, y que usted desmentirá de nuevo, a su tiempo, si fuere necesario. No hay buen ciudadano sino es el que todo lo sacrifica a la patria. Haga usted, señor Don Pedro, que esas canas, con que se ha tratado de ultrajarle, brillen a los ojos de los buenos con simáticos reflejos: si usted no tuviera en su favor sino sus desgracias repetidas, sus largos destierros, sus empleos conferidos por el voto popular, y esas mismas canas que ha servido de juguete en las impías manos de los que se burlan de los años bien vividos, tendría lo suficiente para merecer el aprecio de sus compatriotas. Perdone lo pasado, desprecie las amenazas, y haga ver que sólo el porte digno y el sufrimiento vuelven a los hombres verdaderamente superiores.

Juan Montalvo.



  —227→  
ArribaAbajoPalabras de un creyente

[...] Drizza la testa
Non è più tempo di gir sì sospeso.


Dante.                


La noche ha sido larga, ha llovido sobre nosotros lluvia helada que ha cuajado la médula de nuestros huesos: sin amparo, sin abrigo, andando por ahí a tropezones, hemos padecido mil quebrantos, porque en medio de las tinieblas un demonio nos seguía, los ojos encendidos, blandiendo una serpiente con la que abrechaba nuestras carnes. Y era ese un tropel inmenso, pero mudo: cual las sombras sin lengua condenadas al silencio en las regiones infernales, pasábamos echando ayes apagados, pues el quejarse era redoblar la crueldad del enemigo. Ancianos rendidos a los años, de venerable porte; jóvenes marchitos bajo la cadena, niños esclavos con la esclavitud de sus padres, mujeres desmelenadas y llorosas, todos iban en confusos pelotones entre la oscuridad de ese mundo privado de la vista del Señor. Si alguno intentaba prender   —228→   una antorcha, era al punto derribado, y el demonio bailaba sobre él, y le envolvía con la espuma de su boca, y reduciéndole a cenizas, le aventaba por las sombras.

Alza los ojos, tú que gimes en esa profunda cueva no hay cielo para ti; el firmamento es una tenebrosa inmensidad donde no asoman astros, sino es de cuando en cuando algún meteoro fugitivo, que arroja su luz siniestra para que veas la mazmorra en que padeces: un cuervo gigantesco tiene abiertas las alas sobre tu cabeza: ése es tu firmamento. Mira a los lados, vuelve la vista; no hay salvador, no hay esperanza: todos son desventurados como tú, compañeros de infortunio y de tormentos. Pero consuélate: a la entrada de ese reino del dolor no ves inscrito, en un negro portón esta sentencia:


O voi ch'entrate
Perdete ogni speranza!



Allá en el horizonte se columbra una blancosidad incierta: ¿será la sombra del día? ¿será el sol que vuelve a nosotros después de tan larga noche? El mirmidón sumido en su profunda yurta echa hacia fuera la vista a investigar curioso si ya vuelve la risueña aurora, después de seis meses de tinieblas; y cuando a lo lejos distingue las cimas de los montes alboreando con los primeros rayos del astro bienhechor, sale contento, desprecia el frío, y en santas procesiones se encaminan todos los habitantes de esas tierras al encuentro de la luz. Echemos nosotros también, mirmidones desgraciados, un vistazo investigador al horizonte; ¿no es el alba la que quiere romper allá entre esas pardas nubes? Si es el sol, vamos hacia él; saludémosle, aclamémosle.

Hijo de la naturaleza, vagando libre por las faldas de los Andes, vi un día el rey de los montes convertido en un alcázar: hacia el oriente se abre su portada: el peristilo se yergue sobre columnas de oro tachonado de rubíes que despiden de sí rayos de colores diferentes muy suaves a la vista: una estatua prodigiosa condecora la fachada del edificio, cuyas puertas están francas. Un   —229→   santo miedo me posee: la soledad infinita, el mutismo de la tierra, la pompa sublime de la naturaleza, todo me corta, pero un movimiento de alegría me anima lo interior, y el corazón me da que algo hay fausto y grande en esa fábrica. Y vagan mis ojos tímidos, midiendo esas proporciones nunca vistas, y mi alma alza el vuelo dentro de mi cuerpo, el cual se estremece y crece y se levanta por el aire, y en una expansión grandiosa me siento parte de un dios, y todo lo abrazo, y todo lo concibo con el espíritu inspirado.

Era que en el frontispicio de aquel templo había visto esta inscripción en resplandecientes caracteres:

LIBERTAD

Entro pues en aquel templo: ¡qué claro estaba todo! No había luz artificial; la diosa la tiene por sí misma. Y el tabernáculo era grande, y en él ardía a la continua un braserillo de oro, del cual surgen crespos espirales de un humo vivificante, que luego iba rodando en poéticas vedijas por los ámbitos del edificio: así como se encumbraban en cada una de ellas aparecía un genio, serafinillo hermoso, sirviendo de cirio con la lumbre de sus ojos. La divinidad permanece invisible, pero conozco su influjo en el respeto que me embarga: el pecho dilatado, el alma conmovida, el corazón armonioso, siéntome vibrar todo yo, como un instrumento pulsado por los ángeles. Y no me hallo solo; por las naves hay arrodilladas varias sombras: cerca de mí están dos de respetable porte: llégome, véolas: son Harmodio y Aristogitón. A poco andar encuentro a Bruto y Casio. Al pie del tabernáculo otra sombra se descubre de más respetable continente: parece el sacerdote del templo; una guirnalda de laurel cerca sus sienes, en su diestra oscila un incensario humeante, trae en los hombros el superhumeral sagrado: me acerco, miro, es Catón: en el pecho tiene hincada una espada hasta la empuñadura: ¡su espada! aquella con que se quitó la vida por no vivir esclavo. Caigo de rodillas y me estoy recogido; y veo que me mira, y que al mirarme sonríe cariñosa. Permanecen las sombras en silencio;   —230→   mas sin saber de dónde, llega a mis oídos una música divina, cual si los serafines moviesen las esferas en cadencia, y el Altísimo les mandase dar voces celestiales.

El retintín de esa armonía me regala los oídos, aun después de haber salido de ese templo; pues era preciso despertar, y salí de él. Empero nada he olvidado: veo la senda, se me acuerda el paraje. Vosotros que anheláis deleitaros en esa maravilla, venid conmigo: el que no ha rendido el cuello al yugo de la esclavitud, camina recto y firme; el que no se ha consumido en la atmósfera pestilente de la corrupción, se siente vigoroso: seguidme.

La libertad que se gana sin sangre es más amable y pura. Nuestro escudo es la ley, nuestras armas la palabra y el patriótico diligenciar del ciudadano. Hay un campo de batalla donde no truena el cañón, donde el acero no arroja sus sanguíneos rayos: riñen en paz los combatientes, sus banderas flotan anchurosas dando sombra a todos los hijos de la patria. ¡Al sufragio! ¡al sufragio, ciudadanos! ¿Quién nos sirve de juez en ese patriótico torneo? pues siendo una justa, juez debe haber y repartidor del campo que mantenga las reglas en su punto y no permita desafueros. Presidente, tú eres el llamado a ese encumbrado puesto: ejerce tus derechos, cumple tus deberes. Si te apeas de tu solio y tomas parte con uno de los bandos, renuncias tu categoría, y pierdes tu majestad: entonces ya no eres el primero de todos, sino uno de tantos, y puesto que acometes, puedes ser acometido. ¿Entiendes las cosas de este modo? En ti creímos, por tu justicia te elevamos: no has llenado nuestras esperanzas, has desquiciado nuestra opinión: quejas tenemos de ti. Se ha profanado la mesa electoral con la presencia del sol dado, la bayoneta ha resplandecido sobre la urna santa: ¿no saben que esa urna contiene una divinidad? la han violado, luego no son tan religiosos como se dejan ver en sus demás acciones. La mesa electoral es un altar; éste no puede estar si no en lugar bendito: han sufrido que los mundanos la lleven a sus casas, luego son cómplices de un sacrilegio. ¿No saben que las religiones se dan la mano? La religión divina ampara a la   —231→   religión política; hanlas separado, han dejado que la flaca vaya sin el apoyo de la fuerte, deshermanándolas impíamente: ¿piensan que no es una violación? El capitán sobre el soldado, el ministro sobre el capitán, el presidente sobre el ministro, la ley sobre el presidente: esta cadenciosa y justa coordinación ha sido trabucada, y el primero ha venido a ser el último. El ministro sobre el presidente; el capitán sobre el ministro, el soldado sobre la ley, y un desconocido sobre todos: ¡qué vuelco tan miserable! ¿No miras, presidente, cuántos derechos, cuántas leyes, cuántas regalías perecen en ese terremoto? y tú que puedes y debes apoyarte a las columnas y evitar ese trastorno, te separas, huyes, te escondes y dejas que todo se venga abajo. ¿Has perdido o has ganado en la opinión de tus conciudadanos y del mundo con semejante proceder?

¡Ay de mí! mi Cincinato me abandona... ¿Qué he de decir cuando me pregunten ¿éste era tu Cincinato? ¿éste el que iba a poner las cosas en orden, dando fuerza a las leyes, razón a la fuerza, predominio a la razón? ¿éste aquél de quien dijiste tantas cosas seductoras? Te creímos, te seguimos; nos has perdido...

Tu obligación es no sólo no hacer mal, sino también impedir que lo hagan otros: si has permitido, has hecho; y si has hecho, has hecho mal: el pueblo no tiene sino su voto; si le quitas, ¿qué le queda? él te dio todo, y tú nada le dejas; ¿es ésta la justicia?

Lo venidero importa más que lo pasado; ya sabes que la penitencia limpia la culpa, y que el arrepentimiento es ya una buena obra: quizás no has perdido del todo nuestra estima, y no es difícil la vuelvas a conquistar acrisolada, como antes te la profesábamos: no basta que no nos aherrojes; preciso es también que contengas a los que en tu nombre usan y abusan de la fuerza; ciudadanos desarmados como somos, ya ves que la lucha sería desigual con gente apercibida: contentos, reprímelos; ¿podemos abrigar esta esperanza? Di que sí, di que lo harás; cumple tu propósito y volvemos a quererte.

  —232→  

Buena índole, erguido carácter, costumbres acendradas bastan para ser hombre bueno; para ser buen gobernante, algo más se necesita: conocimiento de las cosas, ciencia de gobierno, rectitud política, conciencia pública; propensión al bien, voluntad de ejecutarlo: pulso fuerte y armonioso, independencia, energía, nobleza, cosas que en ninguna manera se oponen a la bondad. Las virtudes del hombre, algo difieren de las del ciudadano, y las de éste, no son idénticas a las del gobernante. ¿Qué valiera la virtud del cenobita para regir estados? Los santos suelen ser no tan buenos príncipes, si es que en ellos no se combinan maravillosamente, las virtudes públicas y las privadas, como en Luis de Francia. Una narigadilla de altivez sazona la política en términos que deleita el paladar de las naciones; y el recto juicio junto con la firme voluntad son las facultades primordiales del magistrado que aspira a la estima de sus semejantes con nobles y grandes acciones. No se llaman acciones grandes solamente las que dan estampido en el mundo; grandes son también las pequeñas que se verifican cumpliendo un deber, obrando un acto de justicia, enjugando una lágrima a la patria, extendiendo la mano a una víctima, tirando la rienda a un perverso, manteniendo, en fin, las cosas en su punto, y captándose la benevolencia general, con ese poco a poco de hombre de bien que adelanta imperturbable por la senda donde tiene encarrilada la conciencia.

Presidente, hombre bueno sois, pero cuidad que no vengáis a ser buen hombre: el buen hombre no está en su lugar bajo el solio; el hombre bueno, donde está mejor es en un trono. Vuestra mansedumbre, vuestra modestia, aquella temperancia general que os baña pueden infundir cariño; pero si éste viene injertado en la conmiseración, seréis buen hombre, y aun hombre bueno; buen presidente, no seréis. Podéis serlo todavía: ahora, la conciencia y el honor son lazos que os sujetan al alto sillón del mando: el que no hubieseis llenado nuestras esperanzas, no quiere decir que intentemos hostilizaros; al contrario, en este ahínco por aunar voluntades, quisiéramos que la vuestra sirviese de centro a este gran   —233→   compuesto de ellas que está preponderando en la nación. Justicia e imparcialidad, pero no dichas sino verificadas, esto es lo que pudierais hacer por los pueblos que os honraron: ¡tiranizarlos sería crueldad; manifestarse indiferente, insensibilidad; abandonarlos, deshonra!

Y vosotros pimpollos de esa selva caída de vejez; vosotros, que estáis sacando curiosos la cabeza a ver el mundo y saber lo que sucede; vosotros, tiernos ciudadanos aún no inficionados por el aliento ponzoñoso de la falsa política, ni envilecidos por el apocamiento que en los miserables causa la tiranía; vosotros, levantaos, prestad el oído, escuchad a vuestro amigo, al amigo del derecho, al amigo del progreso, al amigo de la majestad del hombre.

Contigo hablo, juventud; acude a mis banderas; mi campo es verde y extendido; la esperanza, en forma de paloma, aletea sobre nuestras armas, y el triunfo, aun que invisible todavía, se pasea por nuestros reales infundiéndonos valor con su hálito divino. Vuestros padres, ¡ah! vuestros padres han caído bajo la cuchilla destructora, o han perdido el brío y aun la honra uncidos al yugo de la infamia: no les imitéis, no sigáis sus huellas: que vuestra sangre hierva a otro fuego, que vuestra alma se encumbre en otras alas, que vuestra inteligencia conciba más y mejor donde la voluntad y el brazo ejecuten obras dignas de renombre. Mirad antes a vuestros primeros ascendientes, echad la vista al tiempo homérico de la independencia americana, y si sois hombres, sentiréis el corazón dar grandes movimientos en el pecho, y la cabeza se os abrasará en el sagrado fuego. Los Quirogas, los Morales, los Salinas ¿quiénes fueron? ¿dónde vivieron? ¿cómo murieron? Apóstoles de la libertad, profetas de la independencia, precursores de la civilización, sacrificados a esas grandes causas: ni deshonor les apocaba, ni indolencia les oscurecía, ni miedo les esclavizaba: pundonorosos, activos y valientes, desplegaron el pendón sagrado, y dando voces santas se fueron a la tumba, después haber resplandecido en ejercicios de virtud y de grandeza. Y como su voz era alta, había llegado al cielo; y como era elástica, se había extendido por América;   —234→   y como era profética, se cumplieron sus predicciones. Prendieron el castillo; ardió el castillo y voló con grandes llamas, y abrasó a la redonda a los enemigos del nuevo mundo, y los consumió como una paja. ¿Dónde están los monumentos que hemos alzado a la memoria de esos hombres? ¿cómo expresamos la gratitud que rebosa en nuestros pechos? Hijos ingratos y desconocidos, fuera poco; hijos bastardeados, hijos viles, hijos esclavos, esto es lo que nos cuadra. Esa sangre preciosa se ha corrompido en nuestras venas, ese ardor celestial ha dejado nuestro cuerpo: ellos fueron grandes, y se alzaron contra tiranos grandes; nosotros hemos gemido al arbitrio de ruines tiranuelos: ¡qué degeneración! ¡qué vergüenza! ¡qué desgracia! Ser los primeros en el vasto circuito de la América española en alzar la voz y el brazo contra la tiranía, fue verdaderamente mucho en ellos. Esta corona de los Andes, esta ciudad de las colinas, niña Roma, tiene la gloria de esa sublime iniciativa, y por mucha que sea su desgracia, nadie puede arrancarle esa joya de la frente. Después nada hemos hecho, todo ha sido opresión, tiranía, envilecimiento: aquellos patriotas venerables no han tenido descendencia, y nadie reconocería en nosotros los toques de su semblante heroico. Todo es evitar, todo esquivarse, todo esconderse: pues esto es provocar a los ambiciosos, y entregarse maniatados. Breguemos en paz, pero con ardor; no derramemos sangre, pero hagamos valer nuestro derecho; hablemos, reunámonos, elijamos: si nos ponen obstáculos, forcémoslos; si nos acometen, defendámonos: ¿acaso vamos a robar ni asesinar? El soldado tiene su bayoneta, arma impía cuando se le emplea contra la libertad del sufragio; el ciudadano debe tener su corazón, y si su vida o su honra están en riesgo de perderse, debe tener armas: vencidos o triunfantes, las desgracias que sucedan, irán por cuenta del Gobierno, ese padre descastado que casi siempre va contra sus hijos. Ante Dios la conciencia, ante la opinión la fama; ante los hombres la responsabilidad, he aquí lo que ha de contemplar el presidente. Si es justo, nos dejará obrar, puesto que no nos desviemos de la justicia; si es imparcial, reprimirá a la gente armada; si es sabio y majestuoso,   —235→   se espaciará en su solio, y con la ley en la mano, parecerá Minerva.

Estas quejas se refieren a las penúltimas elecciones: las que acaban de verificarse, han ofrecido espectáculos repugnantes, hasta en país de turcos, no digamos entre cristianos republicanos. En Quito no ha sucedido gran cosa, sino es lo acostumbrado; ni había necesidad de mucho más, por cuanto del todo han prescindido los liberales, y han dejado, como dicen, rodar la bola. Si ésta ha sido impotencia, indolencia, o magia negra, aun no me lo acaban de decir.


Lanzarote y Don Tristán,
y el rey Artús y Galbán
y otros muchos son presentes
de los que dicen las gentes
que a sus aventuras van.



Y mis amigos ¿dónde van? Van también a sus aventuras pero no van a las elecciones.

La tiranía no ha sido tan blanda en otras partes, porque los liberales no han querido ser tan mágicos ni tan Galbanes como los de por acá. Pueblo ha habido ¡quién lo pensara! donde todos los notables han sido presos la víspera de la semana republicana; y no así como quiera, sino con grillos, y en cepos y bajo dobles cerrojos, después de haber visto rotas sus puertas, sus casas allanadas, ofendidos sus habitantes. Preguntada la causa de esas tropelías, un majagranzas de aquellos que por esos pueblos se llaman autoridades, ha respondido con toda la sabia política de un buen presidente: ¡No me digan nada! Yo soy Rosas de Buenos Aires. ¿Es verdad, Señor Don Javier? Vuexcelencia que no es Rosas de Buenos Aires, diga ¿qué providencias ha tomado contra esos interesantes   —236→   gauchos que tienen por competentes hasta para desterrar a Galápagos a los ciudadanos libres? Los Torquemadas le dicen que ésos son las columnas y los apóstoles de la religión cristiana, y Vuexcelencia les cree a cegarritas: error.

Labrar la dicha de un pueblo debe de ser la mayor satisfacción de la vida: la correspondencia en el amor, la gloria en el literato, el triunfo en el guerrero, nada llenó más el pecho del hombre bien constituido moralmente, que ese gusto profundo, esa alegría del magistrado que se entrega al servicio público y acaba por ser la prenda de todos en consideración a sus virtudes. Si a pesar de sus amigos puede siquiera oponerse a la ruina de su patria, no se excuse Vuexcelencia, que no es pecado, ni hay infierno para los hombres de bien y superiores gobernantes.

La inocencia de éstos consiste en el ahínco por la prosperidad pública, en el sostenimiento de la moral de los pueblos, en la equitativa tolerancia con los ciudadanos cuando ejercen sus derechos, en la seguridad de lo futuro, en lo grandioso del presente, en mil cosas grandes y pequeñas que tienen satisfechos y contentos a los asociados, y por lo mismo, satisfechos y contentos a los que les gobiernan.

¿Estáis satisfechos y contentos, ciudadanos? Una voz colectiva e inmensa dice: ¡No! ¿Estáis satisfechos y contentos, gobernantes? Una voz apagada y miserable dice por ahí: ¡Sí! Pero la vibrante y sonora, la que entraña la verdad y opera el convencimiento, dice: ¡No! Y esa viene de Dios, amigos míos, porque cuando habla la conciencia, Dios habla; y cuando se calla Dios, se calla la conciencia. Dios está queriendo callarse para vosotros: ¡temblad católicos!