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ArribaAbajoEl padre Lachaise

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A Rafael Barba Jijón

Siendo como es el más natural y común, el de la muerte es el más gran trabajo, amigo mío: muere el extraño, muere el pariente, muere el hermano, muere la madre... Todos ellos son felices; la desgracia es de los que les sobreviven. Ayer la viste en pleno mundo, dueña de la salud, con vigor para treinta años, risueña y amable cuando te acariciaba: en sus ojos la luz, en sus labios la sonrisa, en su garganta el dulce sonido de la vida; hoy es de la eternidad esa buena madre tuya; tiene salud, pero es de la gloria; su cuerpo no se mueve, su rostro no se contrae en los deliciosos gestos del cariño; sus ojos están cerrados; sus labios han perdido el color y no se esponjan con la corriente de sangre; sus brazo caen inertes; sus manos, blancas y frías como el mármol, ni se abren, ni se cierran, ni te llaman con ese ademán tiernamente imperioso con que solía atraerte para sí. La nombras y no responde, la tocas y no se mueve: déjala, duerme su sueño eterno.

Si esta desgracia no tiene remedio, ¿por qué llorar? Cabalmente lloras, por que no tiene remedio, y esto lo   —476→   dijo ya otro desgraciado. Si algo pudiera consolarnos en estos casos, sería las lágrimas de los que nos rodean; mas querer infundir consuelo con vanos raciocinios, es dura necedad, cuando la pesadumbre es toda nuestra vida: vemos para padecer, oímos para padecer, sentimos para padecer: entendimiento, sensibilidad, voluntad, todas nuestras facultades son elementos de dolor. Obligación sagrada es padecer: las lágrimas son un juramento que hemos prestado a la naturaleza humana. Muere tu hermano, llora; muere tu esposa, llora; muere tu madre, llora, llora mucho, amigo mío, no te canses de llorar. Genio benéfico, ángel de la guarda, ambiente puro y saludable, la madre rodea al hijo, le ve, le cuida, le defiende por todas partes: delegado de Dios, la madre penetra lo futuro; inspirada y santa pitonisa, adivina los males que han de sobrevenir a su descendiente: esa inquietud, esa palidez, esa amable pertinencia con que nos favorece cada día, todo es amor. Su corazón es una fuente pura: bebamos en él para crecer sanos y virtuosos: su alma es un divino espejo; mirémonos en él para corregir nuestras deformidades. Si nos dejásemos alumbrar por ella, ¡cuán claros resplandeceríamos! Si nos dejásemos inspirar por ella, ¡cuán prudentes juzgaríamos! Si nos dejásemos guiar por ella, ¡cuán rectos caminaríamos! No hay madre que no sea un sabio, cuando se trata de la felicidad de su hijo; no hay madre que no sea poderosa, cuando su hijo necesita de su protección: cada cual en su esfera, todas son eficaces, desde la pobre desvalida que en una puerta de calle tiene a su parvulito en los brazos, hasta la señora coronada que anda mostrando a los pueblos el heredero del trono, todas viven y obran para su hijo; la una mira con sus ojos de hambre al transeúnte compasivo, que le echa un sueldo en el regazo; ya tiene pan para su hijo; la otra se pasea pomposamente en el imperio, derramando grandiosas caridades; ya tiene simpatías para su hijo. La madre, la madre para el hijo; ni el peligro la intimida, ni el sacrificio es superior a sus fuerzas, ni su ruina la contiene, si va a salvarle y hacerle un nuevo bien.

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Entremos en el seno de donde salimos, y veamos hervir en él mil clases de opuestas sensaciones: si somos felices, el gozo, la satisfacción corren allí en abundantes ondas; si desgraciados, un torcedor exprime su corazón, una obscuridad profunda reina dentro de ella. Si somos buenos, cuán satisfecha se halla de nosotros, cómo se siente grande y majestuosa con habernos dado a luz; si malos, la humillación la empequeñece, el pesar la debilita, la zozobra la destruye, pero no deja de querernos. ¿Qué lazo es éste tan estrecho, tan fuerte, tan complicado, que ni la habilidad lo desata ni la espada lo rompe? Obra de Dios, al fin: el género humano reducido a una sola persona, por medio de hilos y ligaduras misteriosas e invisibles, sin las cuales los hombres serían unidades nacidas para la infelicidad, sombras solitarias que anduvieran quejándose por las tinieblas del mundo. Si tu madre te quiere, agradécelo a Dios; él la hizo para quererte; si se sacrifica por ti, agradécelo a Dios; él la hizo para sacrificarse.

¿Quién te dio la leche de sus pechos? Tu madre. ¿Por quién te criaste blanco, gordo, alegre y saltón como un serafinillo? Por tu madre. ¿Quién vela a tu cabecera sin apartar de ti los ojos, cuando caes enfermo; quién te refresca la frente con sus labios, quien comparte contigo la vida comunicándote su aliento? Tu madre. ¿Quién baña tus manos con sus lágrimas cuando, joven ya, no vas derecho; quién te salva con su llanto y sus amorosos ruegos? Tu madre. ¿Por quién vives sin la inquietud del día de mañana, satisfecho en el comer, aseado en el vestir, pulcro y gracioso en todo lo concerniente a los juveniles años? Por tu madre. Luego la madre es todo para el hijo: Universo reducido, a la madre van a dar todos sus bienes, y su tierno corazón jamás deja de brotar para nosotros su raudal vivificante: bebemos de él, sin agradecerle muchas veces; nos hartamos de felicidad, sin caer en la cuenta, y por lo mismo, sin merecerlo. Ella sí sabe muy bien lo que nos toca: sospecha nuestros descarríos, y nos aconseja; adivina nuestras penas, y se aflige: nuestras angustias, de ella son; nuestras desgracias, de ella son; nuestras vergüenzas, de ella son; nuestras   —478→   virtudes, de ella; nuestros triunfos, de ella; nuestras felicidades, de ella. Su vida depende de nuestra suerte y de nuestra conducta; podemos prolongarla o acortarla, según la tenemos complacida o la quebrantamos con los extravíos y los males de la juventud. Pobre ente sensitivo y apasionado, pequeñuela criatura, inerme hija de la Naturaleza, si se trata de levantarte, es grande; si de atreverse, heroica; si de sufrir, sublime; si de sacrificarse, mártir.

¿No ves? el que no necesitaba padre ni madre, siendo como es el padre del Universo; el que no había menester apoyo, porque es todopoderoso; el que no pedía lástima, porque es feliz, quiso tener madre, y la tuvo, como el emblema de la ternura, como la santidad del cielo encarnada en el mundo. Iba a huir, y quiso tener quien le siguiese; iba a padecer, y no le estuvo por demás quien compartiese con él los tormentos; iba a morir crucificado, y convenía una mujer que le llorase. Si su madre hubiera muerto primero, el Salvador hubiera llorado por ella: la tuya ha muerto, llórala tú, que no faltas a la entereza ni a la filosofía.

¡Filosofía! ¿Consiste por ventura en el entorpecimiento del corazón? Al que ahoga su sensibilidad no le llamaré filósofo, mas antes miserable cínico que, pensando engrandecerse con el estoicismo, se embarra el alma y se mueve como un feo escarabajo. Si algo vale el hombre es por las afecciones, por esas afecciones elevadas y profundas que guían a la virtud. Yo no creo que Satanás haya sido arcángel alguna vez, sino cuando le veo llorar en el abismo; y esas lágrimas abrasadas que corren en silencio a lo largo de su rostro y le queman la barba, son quizás un título a la conmiseración de la Divinidad. El hombre que por filosofía permaneciese en perpetuo silencio, teniendo el uso de la palabra, sería un loco; el que en ningún caso llora, teniendo el uso de las lágrimas, es un ateo; no cree en la Naturaleza, ni en el amor, ni en el dolor, en nada; y no cree en nada, porque nada siente: su corazón es insonoro, su alma es turbia, su pecho un terruño improductivo. ¿Este se llama filósofo? No; la filosofía del corazón, esa, es la verdadera: esa filosofía   —479→   es húmida, esa filosofía es fragante, esa filosofía es suave, porque anda empapada en llanto; y es también armoniosa, porque los suspiros vienen sonando en ella. Privar al género humano de su parte más noble, quitándole la sensibilidad, so pretexto de filosofía, es mutilar la obra de Dios. ¡Qué vale la inteligencia sin los afectos? Un hombre sin otra cosa que ingenio, yo lo hago con las manos, puesto que un autómata puede ser obra de cualquiera; una criaturas sensible, tierna, de cuyo seno se desprendan el amor, la compasión, la generosidad, y salgan volando afuera como una bandada de ángeles, no puede ser sino habilidad de la Naturaleza, por obra y gracia de Dios. El llorar es como el hablar, necesidad de la especie humana: carecer del órgano de las lágrimas, es ser mudo, con ese mutismo desprovisto de poesía que nos aleja de lo santo y nos arrastra a la materia.

¡No llores! ¿te he dicho por ventura? Al contrario, di rienda suelta a tu dolor, cuando al verme te tiraste de rodillas gimiendo desesperadamente. Sabías a qué iba yo; tu madre estaba en tu corazón, en tu memoria, a tus ojos, y sin pensar ni saber lo que hacías, te echaste por aquel suelo, como en presencia de un alto sacerdote: sacerdote, sí; sacerdote de la desgracia; he recibido las órdenes, y ejerzo mi ministerio de compadecer, y aliviar si puedo; de bendecir las virtudes y anatematizar el crimen y los vicios. La expresión del dolor verdadero es esa: el que quiere llorar santamente, llore de rodillas.

Y ella te veía: la tierra no se había aún apoderado de su cuerpo; a cuatro pasos de ti, entre cuatro hachas mortuorias, cubierta con un paño negro, se dejaba estar inmóvil: caídos los párpados, y viendo; torpe sintiendo, viendo y oyendo de allá muy alto a donde suben los justos, y aun los pecadores agraciados por el Juez Supremo. La madre no muere para el hijo: colgada de Dios, pide por él, sus miradas atraviesan la eternidad, y le ve en el mundo; su oído escucha atento; ni los ayes se le escapan, ni es sorda a las necesidades de los que, padeciendo por ella, alzan los ojos y la buscan en las regiones infinitas de la gloria.

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El alma vuela allá; el cuerpo vuelve a la tierra: cuando llegue tu día, irás a encontrarla en la mansión divina. Polvo es el cuerpo, y con todo tiene su religión, la religión de la tumba; tiene su templo, el panteón; tiene su altar, el sepulcro; tiene sus peregrinos, los deudos, los amigos de los muertos. Yo gusto de ese peregrinaje: un paseo en el cementerio es una lección profunda de sabiduría. Allá voy, amigo; allí encuentro al género humano reunido, nivelado, en gobernación perfecta: silenciosos, obedientes y ordenados todos: los que amaron: Abelardo y Eloísa; los que fueron opulentos: Casimiro Périer, Lafitte; los que cautivaron el mundo con su genio: Molière, Racine; los que le deleitaron con el arte: Rachel, Talma; los que padecieron: Eloísa otra vez, y todos los demás; porque el dolor es semilla del corazón, dote de la especie humana, al cual no es posible renunciar, ni en medio de las riquezas, cuyas voces no se deja de oír ni al estruendo de la música que nos hace bailar furiosos. Ora alces el harapo del mendigo, ora el purpúreo manto del potentado, allí verás en el centro del hombre un punto negro, que se dilata y se contrae según los vaivenes de la suerte. Pregunta al rey, señor del pueblo, que vive mandando y gozando a banderas desplegadas, obedecido de sus súbditos, amado por sus queridas, respetado por los otros príncipes; rico de hacienda, fuerte en poder, ilustre de nombre, cuántos días ha sido feliz en toda su vida, y te responderá: ¡catorce! Pregunta a la mujer hermosa, que ha dominado en los corazones, ha hecho víctimas y esclavos, harta de riquezas y de pompa, contoneándose como un orgulloso cisne; pregúntale cuántos días ha sido verdaderamente dichosa, y te responderá: ¡cuatro! Los demás son de la inquietud, de la zozobra, de los temores, de los celos, del arrepentimiento, de las ambiciones, de la cólera, de la envidia, de las amarguras, del fastidio, del odio, y la mayor parte, de las enfermedades y el sueño. Conque ¿cuántos días se vive? Conque, viviendo, ¿cuántos días gozamos de felicidad acendrada? Grande, antigua y triste afirmación: nadie puede llamarse feliz sino el día de la muerte.

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En realidad de verdad, si lloramos lloremos por los vivos: los difuntos, ¡ah, los difuntos no padecen ya! la orfandad merece compasión de veras. Pobre amigo, solo estás; pero yo ¿qué tengo? Acostumbrado a ella desde la infancia, apenas guardo memoria del paraíso; echado de esa, no por cierto cariñosa para mí, que suele llamarse patria, ando por el mundo sin saber cómo ni hasta cuándo. Mas por ahora tu dolor es más sagrado: ¿quién se atrevería a hablar de sí a uno cuya madre murió ayer? ¡Santa llaga la del pecho corroído por esas lágrimas! ¡Santas lágrimas las que brotan de la piedad filial! ¡Santa piedad la que santifica a los padres! Una tumba está delante de ti: híncate, híncate otra vez.

París, 20 de setiembre de 1869.


 
 
6471 París
Imprenta Charles de Mourgues Hermanos,
Rue J. J. Rousseau, 58
 
 


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ArribaAbajoVicente Piedrahita

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Siempre serán errores deplorables las reformas que hagamos en las leyes, sin tener advertencia a la situación moral del pueblo, no más que por hacerlas, o por ese mezquino prurito de imitación que tanto perjudica y envilece a ciertas naciones; naciones que no se tendrían por civilizadas, si no cometiesen las mismas imprudencias de las que así se titulan, y no cavasen el abismo donde se hunden infaliblemente, sin el ángel de la guarda que allí está para salvarlas en forma de experiencia, consejo, arrepentimiento. La inviolabilidad de la vida humana es principio que ojalá prevaleciese en las costumbres primero que en los códigos; mas ¿qué importa lo que tengamos escrito y promulgado, si a cada paso faltamos al precepto con acciones tan perversas que en ningún caso deben quedar impunes? Donde la justicia flaquea, el crimen se robustece; y donde la cuchilla de la ley está dormida, el puñal anda despierto haciendo temblar al mundo. La ineficacia de la pena es cuasi impunidad: misericordia es una cosa, y desproporción entre delitos y castigos otra muy diferente. La facultad más preciosa de los reyes es la del perdón, dicen: el perdón es atributo del soberano, y en ninguna manera del juez. La ley le concede ese poder, cabalmente por conservar incólume la saludable dureza de que ella debe estar investida, o más   —486→   bien la inflexibilidad que es su esencia propia. Leyes que no aciertan a establecer esa correlación exacta que produce la armonía de la sociedad humana, serán leyes absurdas, y como tales bazofia de echar a un lado, tan luego como comparezca la sabiduría verdadera. Para abolir la pena de muerte, la abolición previa del homicidio voluntario, el incendio, los crímenes atroces, como la traición a la patria y las obras excepcionales de maldad, es indispensable. Abolir la pena es provocar el delito; y no es dar pasos adelante ir dándolos atrás con el fomento de los crímenes y el olvido de las buenas obras. La abolición de los delitos no es proeza de las leyes sino de las costumbres. Abolirlos, cosa imposible ha sido y será siempre; mas ni lo ha sido ni lo será el volverlos menos frecuentes por medio de la moral puesta a la vista en grandiosos ejemplares, enseñada, difundida en el pueblo junto con la ilustración, divinidad en cuyo seno suelen venir virtudes muchas y muy grandes. Por la ilustración nada hemos hecho: al contrario, el desprecio en que han caído la escuela, el colegio; la tirria con que los Gobiernos perversos o ignorantes miran a los ciudadanos bien intencionados y juiciosos, teniéndolos por enemigos naturales; la guerra implacable que la ruin ambición hace a los perseguidores severos de los vicios y la tiranía, nos están advirtiendo a gritos que la barbarie da sobre nosotros. Por la ilustración, nada; por el progreso hemos hecho, y generosamente. «Libertad», «regeneración», «principios» se llaman progreso. La servidumbre, negra infame, ha pensado que cambiando nombre comerá mejor y vivirá más, y se ha puesto el de libertad. Pecadora cuyo sacerdote es el vicio y cuyo templo es el estercolero, no queda lavada con puercas aguas que antes ensucian y corroen: el bautismo de la mentira no es sino confirmación de la infamia.

«Regeneración», «principios»; ciertamente, los principios cuyo establecimiento estaba requiriendo con suma urgencia la Nación, era la ausencia de toda ley, la dictadura puesta en manos de un hombre sin luces ni virtudes. Sabido es que la suspensión de las letras trae consigo la suspensión de las garantías sociales; donde no   —487→   hay garantías sociales, ¿podemos decir que reina la libertad? Bolívar, dictador para la guerra, presentándose ante el Congreso a devolver las facultades omnímodas de que se halla investido, califica de terrible ese poder y dice que ni nación digna de concederlo, ni buen ciudadano conservarlo sin una extrema necesidad. Nosotros hemos visto una Convención dar en tierra con sus propias leyes, y crear un dictador sin término en tiempo de paz y sin objeto plausible: a esto llaman libertad, regeneración, principios los hombres sin corazón que se están mofando impunemente de la vergüenza de un pueblo desgraciado.

Progreso ha habido en el Ecuador estos últimos años; lo que no ha habido es pisca de ilustración, cultivo de la inteligencia ni del alma; no ha habido patriotismo, pundonor; no les hemos visto la cara a las virtudes políticas y sociales; y por eso vicios y crímenes de todo linaje nos están poniendo desesperados. Que los argumentos hubieran sido poco fundamentales; que las reflexiones no hubieran tenido fuerza, a nada con Dios; ¡pero los ejemplos! ¡los ejemplos vivos y elocuentes! Cuando combatimos en El Regenerador la abolición inmediata de la pena de muerte, trajimos a los Estados Unidos para el mentor que debía guiarnos. Todos los Estados habían abolido la pena de muerte: después de una cruel experiencia, casi todos la han restablecido, con ser que su sistema penitenciario no tiene igual en el mundo. Esto hubiera sido suficiente para hombres sensatos: pero no, han oído que la sociedad (hablamos como el vulgo) no tiene derecho de castigar a los pobrecitos asesinos de profesión, a los amables ladrones que matan para robar, y vamos aboliendo la pena de muerte, sin saber lo que hacen. ¿Y en dónde ponen nuestros sabios legisladores a esos enemigos del género humano? ¿Qué interés tienen en conservar, cuidar y alimentar a borrachos de sangre para quienes cada perdón es otro crimen? En tan pocos meses como van desde que abolieron la pena de muerte, ¡cuántos asesinatos en todas las ciudades! solamente el que no tiene a quien matar no mata hoy día: mañana matarán por vía de bureo y pasatiempo. Entre varios homicidios oscuros, dos notables en Quito, pueblo tan   —488→   manso y cristiano: víctimas de las reformas prematuras, pobres jóvenes quizá estaban para buenos ciudadanos. Eguiguren, muchacho de prendas, rico, noble, hijo de buenos padres: paga el tributo al progreso, niño infeliz, y deja que ellos mueran de dolor.

En Guayaquil, muertes por todas partes. Pero la de ayer, pero la de hoy, ¡oh! esta no es una simple muerte, no es un asesinato común; es desgracia grande y lamentable para todos, desgracia pública; no habrá hartas lágrimas en la Nación para llorarla. Aquí donde por falta de educación, no de aptitudes, son tan raros los hombres notables, por las luces, matarnos el mejor, el de más fundadas esperanzas, no es asesinato solamente; crimen es de lesa patria. La vida es la misma en todos; pero en hombres como Vicente Piedrahita destruyen los perversos los dones más sublimes de Dios y la naturaleza: ingenio, valor, virtudes, todo cae con ellos y perece. Desvélase uno treinta años por cultivar la inteligencia con que le agració el Criador; aprende, llega a saber lo necesario para ser útil a su patria y sus semejantes; a fuerza de buen proceder, acciones plausibles, sacrificios labra nombre ilustre; está allí pronto para los grandes fines de la sociedad humana, admirado de todos, querido de muchos, para que una sombra venga en lo oscuro y le eche en tierra muerto! Desgraciado del sudamericano que al pasar por la montaña de Berruecos no vierta una lágrima por Sucre; desgraciado del ecuatoriano que no se deje mover por una santa ira ni poseer por un santo dolor cuando sepa la muerte de Piedrahita.

Don Vicente no tenía lo que se llama un gran partido: sus veleidades en política, ya apartándose de García Moreno, ya volviendo a él, le malquistaron con los conservadores y los liberales ardorosos. Pero su talento excepcional, su instrucción, su energía heroica, nadie y nunca las han echado a menos. En esencia, Piedrahita era hombre de bien, aun en política; y no hay duda sino que había en él tela para un gran Presidente. Hombre civil, gobernador de una provincia, coge y mete en un zapato a un general de los de García Moreno que tenía   —489→   el mando del ejército. En el Congreso Americano, había algún necio hecho un insulto a la Nación ecuatoriana a modo de burla y fisga ingeniosa: Piedrahita, Ministro del Ecuador, restablece la honra de su patria con santa furia en medio del Congreso estupefacto. Estos son los hombres.

Mi señora Baltazara Calderón, viuda de Rocafuerte, me dijo una vez en Guayaquil: Piedrahita dice que saldrá de su retiro llamado por los liberales. Yo sabía muy bien que Piedrahita era liberal de corazón, esto es amigo del adelanto de los pueblos y la felicidad del género humano; liberalismo que es también de los conservadores de buena fe. Sí, la República ha perdido uno de sus pocos hombres ilustres, y el porvenir ha visto caer su estrella.

No faltará quien se admire de que yo llore a Vicente Piedrahita y pida para él las lágrimas de la Nación; pero cometerá un error: adversarios fuimos; enemigos jamás. Y puesto que lo hubiéramos sido, me sobran, gracias a Dios, sinceridad y buena intención para que vaya a sentirme alegre por la muerte de un gran compatriota, ni a callar suceso tan notable como el desafuero de que ha sido víctima indefensa.

Un día vi venir hacia mí en una calle de Lima una hermosa persona con el sombrero en la mano; saludome en cortés postura, y me hizo cultos ofrecimientos. Este hombre tan político, tan respetuoso, tan aprensivo en cierto modo, era el Ministro del Ecuador, reinando García Moreno; era don Vicente Piedrahita. Tanta cortesía, tanta etiqueta... Ya no era el Vicente del colegio de San Fernando de Quito, ese muchacho alocado que cuando menos yo acordaba se iba a la calle con mi capa y mi chistera, o estaba tendido en mi cama sesteando sus dos horas. La política separa, mas no es necesario que engendre odio: ahora que Piedrahita ha muerto, ¡y qué muerte! no me acuerdo del Ministro de García Moreno, sino del amigo de los años juveniles; no cargo la memoria en sus opiniones y su partido, sino en sus aptitudes y virtudes. Según eran éstas, yo pienso que los   —490→   ecuatorianos acabamos de hacer una pérdida irreparable. Si la política tiene parte en el crimen, sea mil veces maldita la política; si es pura obra de venganza personal, sea mil veces maldita la venganza. Dios verá en lo oscuro, y romperá las tinieblas con la luz de sus ojos, y miraremos; y la ley, o la Nación, castigará... castigará...

Ambato, 18 de setiembre de 1878.


 
 
Quito, setiembre 21 de 1878
Imprenta del doctor Roberto Arias,
por J. Mora
 
 


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ArribaAbajoEl sur de Colombia

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Para los hombres de buena fe la verdad ofrece materia sobrada donde ejerciten la inteligencia y los sentimientos de su ánimo; no hay sino la malevolencia acompañada de escasez de ideas que tenga precisión de fingir, mentir y aun calumniar para llevar adelante una obra cualquiera, que si tiene por fin la burla y el descrédito de un pueblo, será mala obra; si la verdad rigurosa no es su esencia, mala obra será en todo caso; pero si un viajero se propone la difamación y el envilecimiento del país por donde ha pasado, o del cual tiene noticia, y no es solamente hombre de mala fe, sino también perverso. Cual más, cual menos, todos adolecemos del flaco trasloar o poner en las nubes, como dicen, ciertas naciones, con razón o sin ella; y asimismo deprimir otras y tratarlas con vilipendio digno de censura. Harto se nos alcanza que los antiguos pueblos de Europa, Francia, verbigracia, o Inglaterra, son acreedores a la admiración del mundo por sus luces y sus virtudes; pero alabar en ellos hasta lo indiferente, deificarlos hasta por sus vicios, como hacen ciertos viandantes de menor cuantía, es cosa que nos tiene ahítos, mucho más a los que sabemos cuales son los objetos de esos encarecimientos tan irrazonables con que nos andan estomagando de día y de noche.   —494→   Para ellos, el sol de Europa es el bueno; el de América, pobre esguízaro incapaz de fecundar la vista. Agua, la de París, esa turbia y lodosa del Sena; la pura y limpia, la saludable del Machángara, o esos arroyos cristalinos que brotan de la virgen roca para vida y placer de nuestras ciudades, es inmundicia. Si los parisienses o los hijos de la fosca Londres tuvieran los chorros espumosos, frescos y dulces que alimentan a Bogotá, Caracas, Lima y Quito, no desdeñarían, sin duda, el agua por el vino y menos por ese néctar de los dioses plebeyos que debajo de la espuma fanfarrona está ocultando el amargo lúpulo. Que los europeos van diez siglos adelante de nosotros en punto a ciencias y artes, no hay quien lo quite: ¡pero cuánto más grande, augusta, noble y bondadosa es la madre Naturaleza con nosotros que con ellos! Y no obstante hay menguados que todo lo fiscalizan, para quienes ni la luz es cosa buena en la América Latina. Mas para levantarnos este auto cabeza de proceso, necesitan forjar un mundo de falsedades absolutas, al mismo tiempo que escatiman las verdades. De este insano prurito, no muy perjudicial por cierto, nos resarcen viajeros altamente autorizados; como el barón de Humboldt, Boussingault, Bonpland y otros hombres supereminentes para quienes sabiduría es divinidad que no puede vivir junto con la impostura. Que una vieja extravagante, como esa que fue a publicar en Alemania que en las ciudades de América del Sur no usaban las familias sino una cuchara para todos los individuos de la mesa, difunda ruines paparruchas, está bien; a falta de talento e instrucción, vengan las monadas del titiritero; quien de la contemplación de la Naturaleza no saca materia sublime de grandes obras, y en la observación de las costumbres no halla moral ni filosofía a las cuales dar grandioso explayamiento, por fuerza ha de echar mano de estas ridículas trapazas, las cuales no envilecen sino a sus autores. Los viajes del conde de Gabriac, por ejemplo, en nada nos han perjudicado; hoy que tantos hijos de Europa están en vaivén perpetuo del viejo al nuevo mundo, es necedad hablar de nosotros como de los aduares miserables del centro de África; viéndonos están en Europa por medio   —495→   de la fotografía; oyéndonos por medio del telégrafo, palpándonos en sus exposiciones universales; Gabriac y los de esa escuela de difamación gratuita pasan por impostores con sus viajes, y las repúblicas de nuestro continente se van abriendo camino hacia la civilización, a despecho de sus detractores obstinados o gratuitos enemigos.

Enemigos de Sudamérica, ninguno como los sudamericanos: los más bárbaros fiscales de cada país, sus propios hijos. ¡Yo que he visto un ministro plenipotenciario el pañuelo atacado en las narices por las calles principales de Quito, tales cuales las puso García Moreno, limpias como una concha de nácar! Decía el impertinente que no era posible que un hombre culto anduviese por ese muladar sin caerse muerto; y cada día estamos leyendo en los periódicos de su patria que las epidemias, las pestes de que es víctima continua la capital, todas son provenientes del excesivo cuidado de sus moradores y la policía... Mas esa delicada criatura diplomática no podía vivir en Quito sin un candado en las narices, siendo como es de la liga con Madame Pfeiffer y el conde de Gabriac. Ese mismo andaba dado al diablo todos los días con decir que el polvo de la atmósfera le echaba a perder el reloj y la luz acre y ponzoñosa le corroía los ojos; cuando es sabido que Humboldt cita la atmósfera, el firmamento y la luz de Quito como los más adecuados del mundo para un gran observatorio astronómico, por lo suave, lo puro y transparente. «¡Qué país... qué país, qué país de bárbaros!» entraba exclamando a su casa; ¡no puede uno conseguir una mariposa en esta ciudad de esclavos! Aficionado a cierto ramo de la historia natural, andaba a caza de mariposas en las calles y las tiendas, y se le metía el demonio en el cuerpo de no hallarlas a su gusto y satisfacción. Mariposas, las hay en Quito, de muy bellos colores... de esas que les chupan la sangre a los bobos y les envían contentísimos, como las doncellas de la madre Celestina. Las otras mariposas, era preciso que el naturalista saliese al monte a buscarlas y cogerlas en trampa de perro.

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De esos impostores, los hay en todas partes; los granadinos han pecado, es cierto, por exceso de malevolencia respecto del Ecuador; pero desde el sabio Caldas, ¿cuántos hombres de buena fe, hombres de verdadera importancia no le han hecho justicia a este pueblo realmente fraternal para con ellos? Don José Rufino Cuervo en una carta, me dijo que el señor Cuervo, su padre, con conocimiento de causa, había sido apasionado al Ecuador; y nos consta la mansedumbre con que muchos hombres notables de Neo-Colombia se expresan acerca de los ecuatorianos, hermanos suyos a pesar del Carchi, bondadoso riachuelo que en ninguna manera se opone a la correspondencia que debe reinar entre hijos de una madre. Cansados estamos de este flujo de difamación y denigramiento que echa a perder muchas virtudes en ciertos hombres de recomendable inteligencia; a títulos de viajes, muchas quimeras forjan, y muchas imposturas difunden ciertos necios para quienes no hay sal sino la burla, ni recomendación sino en el injusto rigor con que juzgan a los pueblos.

El Sur de Colombia ha sido el blanco de la murmuración los últimos años; con harto dolor hemos visto las opiniones con las cuales un hombre, de menguada conciencia sin duda, ha relegado a la barbarie a los pueblos fronterizos del Ecuador, juzgándolos como a impulsos de la venganza; venganza, de males que no ha recibido probablemente, y quien sabe si de bienes que le hicieron en esos hospitalarios pueblos. Popayán no necesita de defensa: basta decir que el Estado del cual es cabeza pasa por el primero de la Federación, y que esa ilustre ciudad ha sido cuna de los varones más eminentes de la Nueva Granada: en las ciencias, Caldas; en la Iglesia, Mosquera, el gran obispo; en las armas, su hermano don Tomás; en la elocuencia, la poesía, Julio Arboleda; mucho es para población de tan estrechos límites. El Cauca es la tierra de la inteligencia y el valor; si Dios quiere favorecerla con la paz algún día, será una de las comarcas más felices de la América Meridional.

Entre el Juanambú y el Guáitara se dilata una altiplanicie elevadísima, donde la Naturaleza en alegría   —497→   perpetua está enseñando sus galas al mundo y sonriendo de su propia hermosura. La verde campiña no reconoce términos; cubierta de la grama suculenta, el trébol delicado y mil otras yerbas nutritivas, ofrece querencia para tantos ganados como están hirviendo en las pampas de Buenos Aires o en los llanos de Venezuela. El agua abunda: cristalina, inquieta, ora vuela en riachuelos espumosos por entre blancos guijos, ora en arroyos que se cruzan formando mil sonoros laberintos. El calor deletéreo es desconocido, el frío entumecedor no tiene allí cabida. El aire es purísimo, la atmósfera diáfana, la bóveda celeste dilatada y generosa. En este país vive un pueblo, que por la rareza de su carácter, por sus virtudes y sus defectos se ha vuelto notable para sus vecinos; este es Pasto, nombrado ya como singular en la historia de Colombia. Si algún pueblo en Sudamérica pudiera recordarnos a la antigua Esparta, éste sería, sin duda; rasgos hay en sus costumbres, su complexión, que en verdad nos recuerdan a Lacedemonia. En una de las incursiones que los pastusos hicieron a los municipios del Sur, hallándome yo en Ipiales, tuve ocasión de ver cosas no nada comunes. Un día un mozo muy bien apersonado se presentó en la plaza, y cuadrándose ante su coronel: «Mi jefe, mi madre me dijo: Si hasta el 15 de tal mes no has muerto, vuélvete; hoy es 15 de ese mes, mañana me voy, porque no puedo desobedecer a mi madre». ¡Muchacho! gritó el coronel; el soldado giró militarmente sobre los talones, y se metió al cuartel. Al otro día, su mochila a cuestas, su chopo al hombro, de día claro y con sol, tomó el camino en las manos y se fue, sin que nadie le dijese nada.

El pastuso vive en tienda; es de ver con la curiosidad belicosa que van saliendo al menor susurro de expedición o guerra; la oreja parada, el ojo avizor, ¿a dónde vamos? se interrogan mutuamente; y si alguno está perezoso, su madre le sacude, le arrastra afuera y le dice: ¡A pelear haragán! Pueblo eminentemente guerrero, en siglo de conquistas, hubiera sido conquistador. Pasto es el Norte, fragua de hombres fuertes; sobrio el pastuso,   —498→   vigoroso, ni le rinde la fatiga, ni le retrae el miedo; un puñado de habas tostadas, un cuscurro de panela son sus provisiones; con esto anda como gigante, se come distancias enormes cada día, entra pueblos enemigos por fuerza de armas, y por la noche, cuando debiera buscar descanso, toma su tiple o bandolín, y sale al jacareo, haciendo temblar maridos desde la calle con blandos, expresivos enamoramientos a las mujeres.

Cuando se da al trabajo por falta de guerra, el pastuso trabaja como un centauro; sus fuerzas no flaquean jamás, su ánimo está en su punto si la tarea dura veinte y cuatro horas. Son los cascarilleros de Colombia y el Ecuador; con el machete en la mano, no hay breña para él que no sea camino real; mueren víboras, huyen fieras, caen a sus pies árboles corpulentos. El pastuso es lo que llamamos todo un hombre.

Su persona moral es también extraordinaria; tan firmes en sus opiniones, tan leales a su partido, que aun hay en Pasto ancianos que en la menor ocasión salen a la plaza, echan el sombrero al aire y gritan: ¡Viva el Rey! ¡Viva nuestro muy amado Fernando VII! En los recuerdos del coronel Manuel Antonio López se halla un ejemplo de heroísmo casi increíble; entre los pastusos que los colombianos llevaban al Perú atados de dos en dos, a combatir por la emancipación de ese pueblo, al pasar por un derrumbe, uno de estos libertadores a viva fuerza, irguiéndose, dijo: ¡Antes irme a los infiernos que pelear por la república! y arrastrando a su compañero, se echa de cabeza en el abismo. Toque de gran carácter. El tiempo y el sabor de la libertad les han vuelto republicanos de convicción a los pastusos; en cuanto a su firmeza, no la han desmentido; los conservadores se irían a los infiernos antes que pelear contra los suyos; los liberales dejarían de irse al cielo, como no les obligasen a hacer armas contra su bandera. La tenacidad y el valor no han flaqueado tampoco en ellos; hechos hay en las guerras civiles de Colombia que sólo grandes historiadores necesitan para que se vuelva célebre este pueblo. Pedro Marcos de la Rosa haciendo cara en Silvia con trescientos   —499→   hombres al famoso caudillo Julio Arboleda que le embiste con 800 tigres, es un héroe: juicio recto, disposición militar, serenidad, valor inaudito, tesón, nada le falta. Se rehúsa a las proposiciones del enemigo, se apareja al asalto, le mata cuatrocientos hombres, le saca en derrota, le sigue al alcance, le destruye. Si estas, en pequeño, no son acciones grandes, no hay cuales valgan.

Las mujeres por su parte son dechados de mil virtudes. He oído en Colombia que para esposa, la pastusa: leal, constante, su adhesión no se detiene ni ante el sacrificio. En cuanto a las labores propias de su sexo, para la pastusa no hay punto de tiempo perdido; si el hombre descansa, ella toma sobre sí el trabajo de los dos; a todo atiende, todo lo hace, sin descuidar la crianza de sus hijos, y los cría de tal modo que forma varones fuertes. Estas mujeres pueden responder lo que Gorgo, madre de Leónidas, a la que afeaba el predominio de las espartanas sobre los hombres. Sí, nosotras les mandamos, porque sabemos criarlos.

A pueblo como éste, tan lleno de virtudes, bien se le pueden disimular algunas faltas: andar averiguando los menores desvíos, para ir luego a calificarlos de bárbaros, no es del filósofo que sabe poner en su puntos las cosas, ni del viajero cuyo encargo es sacar a la luz del mundo los merecimientos de las naciones, sin hacer hincapié sólo en sus defectos.

Túquerres, pueblo que el malévolo anónimo ha calificado tan cruelmente, es pueblo laborioso, vigoroso; parece que el frescor vivificante de la cordillera, la pureza del aire y la sobriedad les comunican a estas poblaciones el brío y la resistencia que les vuelven superiores a cualquier trabajo; ver a los túquerres subir esas escaleras de piedra, pasar esas vigas enjabonadas de los sumideros, dar esos saltos maravillosos por los barrancos de la montaña de Barbacoas, y esto con un quintal de peso a las espaldas, cosa es que llena de asombro. Estos hombres Hércules, semidioses del trabajo, para tanta labor, tanto sudor, quien lo creyera, no cargan sino un puñado de aco o polvo de cebada, que se lo beben disuelto en agua   —500→   por toda alimentación durante nueve días; y llegar frescos a la tierra del oro, y se vuelve al otro día con cinco arrobas de sal a cuestas. Uno que, como yo, se ha visto salvar la vida cuarenta veces por uno de esos túquerres providenciales, no puede menos que profesar singular cariño a esa buena, socorrida gente. Un gigante de esos, primero se haría pedazos que consentir el menor contratiempo al que lleva sobre sus hombros; a menos que este sea un tacaño despreciable a quien adrede zampa de cabeza en el lodo. Tratábanme de pródigo los otros viajeros, y me acusaban de estragador de las costumbres montañesas, porque sobre los tristes diez pesos que gana un sillero en ocho o nueve días de camino, en regalos y adehalas les daba yo quince o veinte más. Pero yo, en cinco veces que he pasado por ese hermoso infierno, he quedado siempre con vergüenza y tristeza de no poder hacer nada por mi salvador de cada minuto. Carne, pan, vino, eso sí, más para él que para mí. Un famoso sillero de esos contornos lo desnucó seis veces a un hombre grande que llevaba a las espaldas, porque habiéndole pedido en la fuerza de la sed medio real para guarapo, el ilustre proscrito le puso el revólver en la oreja. ¡Enérgico el jurisconsulto que en sus escritos decía «la testiga», y muy valiente con el hombre infeliz que le iba sirviendo de caballo! Los túquerres, por la mayor parte, hacen ese terrible comercio de Barbacoas, la proveen, les dan de vivir, digamos así, a los ricos orillanos del Telembí, río el más bello quizás que abrigan las selvas ignoradas del Nuevo Mundo. Un barranco altísimo que parece muralla del jardín de las Hespérides, le tiene a raya por el frente de la ciudad; barranco que es una peña viva de esmeralda, por el verde profundo de las mil plantas que lo cubren. Por tomar un baño en esta caudalosa vena de los bosques, los náyades de Elfe dejaran sus grutas y pasaran de mundo a mundo en encantado viaje. El pueblo a cuyas plantas corre manso el Telembí está lleno de gente principal que profesa benevolencia y cortesía con los extranjeros: comerciantes y mineros opulentos, no conocen la agricultura; mas a fuerza de ora tienen cuanto ha menester el hombre civilizado. Allá   —501→   van a dar los Hijos de la Sierra con los esquilmos de sus labranzas, y se vuelven con los vestidos y los adornos de sus esposas y sus hijos. Trabajan, pues, para vivir, y no son esos pueblos atarazanos, como dicen los canallas que por ventura comieron gratis el pan de la fraternidad. La parte florida del municipio del cual veníamos tratando se compone de jóvenes llenos de inteligencia y pundonor, para quienes patriotismo es religión que aprenden desde niños, y guerra cosa natural en ellos. En una derrota o retirada que los túquerres hicieron a Ipiales retrayéndose de los pastosos, entre los jóvenes liberales que andaban militando, estaba uno de altas prendas físicas y morales: uno como Termosiris militar, por la sublime barba que en negro torrente le bañaba el pecho. Termosiris, joven que nada tenía de sacerdote sino era la fe en sus principios. Recostado con majestad en la sala de su hermano, nada decía de su parte en medio de un hervidero de muchachos locuaces para quienes eran asunto de conversación todas las materias: guerra, amor, aventuras de cualquier linaje. Cuando hube entrado, el jefe se puso en pie, y todos guardaron silencio. Al otro día, vuelven a la carga; el pueblo era una confusión el rato de la partida; por la noche vino un derrotado gritando por las calles: «¡Murió Pepe Cerón!». Pobrecito... su silencio, su melancolía, habían sido tristes presagios. Murió en el campo de batalla, murió como bueno; y si todo fue perdido para su bandera, la honra quedó salva.

Podría yo ser imputado de parcialidad al hablar de Ipiales, si todos supieran el cariño profundo que abrigo por este pueblo; mas como a pesar de mis afecciones no soy sino extranjero para él, nadie me sindicará de juez y parte, ni mis honrosas memorias merecerán la tacha de vanos encarecimientos. Bajo cielo tan grande, pintoresco y hermoso como el que cobija ese fresco valle de los Andes, no era posible viviese el pueblo mal intencionado y ruin que dicen los bribones para quienes perversidad y difamación son únicos elementos del ingenio. Los que no conocen ciertas comarcas de Sudamérica suelen alabar extraordinariamente el cielo de Nápoles, el de Grecia y el de ciertas provincias de la península ibérica;   —502→   pero ¿qué es el firmamento de allí para con esta bóveda sublime donde el Todopoderoso se dilata por el universo ostentando su pureza en el azul transparente, casi perdido en la inmensa altura; su resplandor, en la luz imperturbable que llena esos ámbitos infinitos; su inocencia, en la blancura de las nubes amontonadas sobre el horizonte; sus colores, en los arreboles increíbles que se forman a la puesta del sol? Fenómenos tan extraordinarios se presentan en el cielo de esa alta tierra, que no estando, él allí para que vayan a verle los dudosos, con pena me abstendría yo en describirlo. En ciertos meses del año, eso es realmente un milagro; el sol se ha hundido tras el Cumbal, dejando encendida la nieve de esta montaña; las torres de Jerusalén, los templos de Balbec, los palacios de Nínive, las murallas de Babilonia, todo está allí sobre ese horizonte en hacinamientos maravillosos, variando de colores conforme la luz vespertina va menguando hasta dejar el campo a la noche. Pero antes que esta negra señora de la mitad del tiempo se apodere del mundo, ¡qué portento es ese que mira arriba el que no lleva la vista clavada en el suelo! Unas veces las regiones occidentales son un mar de violado purísimo, por el cual está navegando un ángel escondido en una nubecilla de color de rosa, y alaba al Criador con ese cántico, sin voz que no oye sino el alma ahijada con la soledad y la naturaleza. Otras, un abanico gigantesco, el vértice en el horizonte, se abre por el firmamento en plumas de diferentes colores que alcanzan el cénit con el extremo. Oiga usted, Semblantes, le dije una vez a mi compañero de destierro, mirando a la bóveda celeste; si yo escribiera que he visto nubes verdes, ¿me creerían? Por decirlo usted, quizás; pero realmente es increíble lo que estamos viendo. Un pavo real había desplegado la cola y la tenía explayada sobre el cielo; los colores del arco iris, en confuso desorden, todos estaban allí sobre un fondo blanquecino, imposible de presentarse en la imaginación si no pasa por la vista. Elefantes sin cabeza, dragones desmesurados, águilas en actitud de alzar el vuelo, esfinges inmóviles, endriagos portentosos, vestigios de bellas formas, toda clase de figuras, figuras grandes, en proporción de   —503→   ese teatro, están allí dando idea de un mundo fantástico superior al que habitamos. En ninguna parte del mundo las nubes toman lineamientos más extravagantes y grandiosos: ese es un espejismo elevado donde vemos impresos los prodigios de las ciudades muertas y los bosques impenetrables. Nunca se me olvida un toque sombrío de ese cuadro deslumbrador: el castillo de Santo Ángel, oscuro y zahareño, se alzaba todas las tardes sobre el horizonte a corta distancia del ocaso. Era un nubarrón enorme, cilíndrico, truncado, igual en un todo al que he visto cerca de San Pedro en Roma. Este monstruo nunca tomaba parte en la luz de sus vecinos: pálido unas veces, otras casi negro, no quería desmentir su condición de sepulcro ni de fortaleza. El castillo de Santo Ángel, como yo lo llamaba para mí, era la figura preponderante de ese cuadro diario. Unas veces en mi balcón, dueño de la cordillera y el mundo con la vista; otras sentado sobre un barranco del camino, lejos, muy lejos del pueblo, veía, oía y palpaba esas celestes epopeyas. Probable es que los hijos de esa comarca no den noticia de ellas: no a todos les es dado el donde soledad, melancolía y contemplación del universo.

Debajo de este cielo la tierra no puede ser mezquina; una sola alfombra lo cubre por muchas leguas; donde la huebra pasa, queda solamente interrumpida la verdura de esa feliz campiña; mil colinas, oteros, dunas de tierra alta le comunican ese aspecto de vaivén o sube y baja que es el embeleso de la vista. Esas lomitas que parecen desaforadas esmeraldas; esas laderas cubiertas de flores silvestres que brotan de la yerba; esos barrancos del río donde mil arbustos corimbulosos forman inextricables embolismos; todo, todo le da semblante hermoso a ese país en el cual he pasado los cuatro años de mi vida, los más tristes quizás, pero de tristeza ajena de zozobras, y disgustos y quebrantos, y una con esas delicadas afecciones de dolor angélico y alegría incomprensible, que son adminículos indispensables de la poesía del corazón. La gente, suave y hospitalaria como no la podemos hallar en otra parte; el que en cinco años no ha tenido motivo de   —504→   queja chico ni grande, que se ha visto rodeado de respeto y miramientos, con justicia abriga buena opinión de ese pueblo tan desfigurado en boca de mentirosos, tan calumniado por transeúntes, sin gratitud ni benevolencia.

Un día, con la bolsa escueta, no sabía yo qué hacerme: pedir fiado, cosa dura; dejar de comer, imposible; echo mano por un lindo reloj que conservaba como prenda y recuerdo, más que como utensilio necesario. Esa joya, consérvela usted, me mandó decir el sujeto a quien había hecho proponer que me lo comprase; amigos, le sobrarán en cualquier caso. Y junto con este recado, cien pesos fuertes. No es culpa de él si yo insistí en vender primero que hacer un préstamo, pudiéndolo evitar. Pero, digo yo, rasgos como éste, ¿no ennoblecen altamente a un pueblo? Ramón Cerón, Ramón y Roberto Rosero son amigos que me harían querer a su país, aun cuando todos sus habitantes no me hubieran sido tan favorables como me han sido. Si otros ecuatorianos han salido a palos, la culpa se tienen ellos. Las leyes de Atenas castigaban con pena de muerte al extranjero que usurpaba el derecho de soberanía; vayan a meterse los enviados de García Moreno en la cosa más delicada para los granadinos, sus elecciones, y con razón les han de moler, como los yangüeses a don Quijote. A mí, si alguna persona me ha querido en ese pueblo, no sé; pero sí sé que todos me han honrado con sus consideraciones. El extranjero es acreedor a las del lugar donde se encuentra; al que se desmanda, justo es se le reprima, y aun se le castigue. Para vivir, basta con el respeto de nuestros semejantes; el amor es afección difícil de hombre a hombre; si alguna persona me ha querido, pues, en la Nueva Granada, yo quiero que sea granadina y no granadino.

¡Con cuánto gusto me volviera yo a esa vida sin política, sin venganzas, sin odios, sin mortales zozobras, sin iras, sin peligro de ser asesinado a la vuelta de una esquina como don Vicente Piedrahita! Para lo que ha sucedido en el Ecuador después de la muerte de García Moreno, yo de buena gana le hubiera dejado la vida al gran tirano. ¡Tanta predicación, tantas ideas defendidas,   —505→   tantos corazones encendidos, tantas voluntades ganadas: tantos furores benditos, tanta guerra, tantas mudanzas, para venir a parar en manos de este hermoso don Ignacio Orleáns de Borbón, que a fuerza de nobleza de sangre y de comportamiento está aplebeyando tan lastimosamente la república! Una gran ciudad o un desierto, exclamaba Chateaubriand: ya que no puedo irme a Londres o a París, estoy buscando con la vista hacia cual lado hallo un monte, una selva recóndita que me reciba como ermitaño, y sea la Tebaida de este San Jerónimo de la política. Pero doy con una dificultad insuperable, y es que no tengo barba; y sin barba rucia de a dos tercias, ¡qué ermitaño del diablo ha de haber!

Majagranzas ha habido que venga y me pregunte a quemarropa: «¿la gente de Ipiales dizque son especie de antropófagos que comen crudo?». Cierto, los niños de la plebe comen el haba tierna cruda. Franceses, alemanes, italianos comen rábanos crudos; mil yerbas hay que las comen crudas, y hasta pescados que no pasan por el fuego; ¿son bárbaros por esto esos europeos? Los ingleses comen carne cruda, chorreando sangre; ¿son salvajes por esto? Granito suave, lechoso, dulce como es el haba tierna, yo me lo comiera crudo, y se me diera una chita que un tonto me llamase hereje. El desayuno de un obispo cuyo nombre todos hemos oído, son doce huevos crudos; y nadie le tiene por raposa, sino por hombre muy ilustrado y católico. En varias materias son cultos los hijos de Ipiales, en todas decentes, y en muchas más son buenos, sumamente buenos. Mujeres hay que pudieran servir de modelo en ciudades ilustres, ora por las virtudes, ora por la maña y la delicadeza con que gobiernan su casa. En cuanto a las señoritas, puesto que ya no puedo hacerme ermitaño, diré que en pueblo tan corto no pueden darse mayor número de mujeres donosas, bien traídas y agraciadas: ¡y qué colores! ellas no van a comprarle fea hermosura al ruin bismuto ni al puerco albayalde, como en mala hora hacen las hijas de las grandes ciudades, y aun de las pequeñas... con los dones naturales tienen de sobras; y para volverle el juicio   —506→   a un pecador, no tienen sino alzar sobre él esos ojos grandes, negros, cargados de inocencia y de esperanza.

A ruego de quien no tenía derecho ni autoridad para llamarlos, vinieron los colombianos: mi deber como hijo del Ecuador era censurar paso tan indebido. A los que en semejante escabrosidad me han visto sacar el caballo limpio, les cumplía alabar mi comedimiento, antes que abrumarme con injurias. Ciertamente, el haberme dado maña en vindicar a los colombianos de las acusaciones privadas que les hacían, al propio tiempo que les ponía en calzas prietas respecto del punto esencial, gracia era que, si ellos cargaran la consideración al centro de las cosas, hubieran apreciado debidamente. Cuando los franceses invadieron la Alemania reinando Luis XIV, no dejaron ni clavo ni estaca en la pared; violaron hasta los sepulcros, saquearon los esqueletos de los reyes. Vinieron a su vez los alemanes a Francia, y se la cobraron con los setenas; no le dejaron ni el blanco del ojo a los vencidos. Pensión es ésta común al género humano; por eso la guerra es ley bárbara y terrible; por eso la invasión, a cualquier título, es desvío de los que la hacen, desgracia de los que la sufren. Para atenuar las faltas de los colombianos en el Ecuador, yo hice ese recuerdo a las naciones más civilizadas del mundo; y no por esto han sido algunos colombianos más rectos y justos conmigo. No he contestado, ni he leído, sus agravios; ahora que de nuevo se me ofrece la ocasión, les hago ver que no es resentimiento ni rencor lo que abrigo en mi pecho, sino amistad y cariño por ellos. Cuando Le Courrier des Etas-Unis, célebre periódico de Nueva York, se desdijo a mi reclamo de las horribles imputaciones que había hecho a la nación colombiana, añadió: «Suplicamos al señor Montalvo considere que nuestro juicio respecto de Colombia lo hemos formado en los periódicos de Colombia y los informes que de allí nos vienen». El que ha alcanza do este triunfo en favor de Colombia, no merecía que escritores colombianos de nota le llamasen detractor de Colombia. ¿Habrá otro hombre mal informado   —507→   y mal intencionado que me llame detractor por esta nueva obra? Todo puede ser; mas esto no hará cambiar en lo mínimo los sentimientos de mi ánimo respecto de pueblos cuyas faltas quisiera corregir fraternalmente, y cuyas virtudes me ad miran y cautivan.

Ambato, 12 de enero de 1879


 
 
Quito, enero 28 de 1879
Imprenta del doctor Roberto Arias,
por J. Mora
 
 


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ArribaAbajoFisiología de la risa

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¿Hay hombre más ridículo, molesto e insufrible que ese que anda llenando de carcajadas tiendas y casas con motivo de sus propias sutilezas? Pues yo afirmo que, aun cuando tenga alguna malicia intelectual, ese es un tonto, o por lo menos un necio. Querer reír de todo, en todas partes y a cada instante, ¿qué es sino pobreza de espíritu? Los bufones antiguos tenían obligación de hacer reír a sus amos y así andaban de caza de donaires mediante los cuales vivían a mesa y mantel en los palacios. Semejantes empleados habrán sido del gusto de los príncipes bárbaros de la edad media, pero en el día no es aceptable un enano burlón y estrepitoso, y mucho menos cuando sus ingeniosidades no siempre tienen la sal en su punto. Yo aguanto de buena gana el hazteallá de un hombre rostrituerto, primero que el genio viscoso y pegadizo del que no puede saludar sin prorrumpir en una risotada. Lo mismo da que en vez de reírse alto y grueso, se rían entre las barbas ese ji ji quebrado y nudoso con que algunos pícaros nos embarran el alma, como si nos echaran sobre ella hilos de miel empalagosa y dañina. Huid como del zorro de ese viejo barbirrucio y grasiento que se empieza a reír pausadito y cortado desde que os descubre a una calle de distancia; se ríe al ver un conocido, se ríe al saludarle, al preguntar por la   —512→   salud, por la familia. Le responden que está bien, se ríe; que está mal, se ríe: envía memorias, y se ríe; se va, y se ríe. Algo se había de olvidar, allí vuelve; no se había reído todo. Si su infeliz interlocutor, su víctima, no alarga el paso y tuerce la esquina, le llamará otra vez, para reírse de adición; mientras el cielo le dé barbas, no le ha de faltar una posdata. Me parece que si se las arrancaran de cuajo, dejara de reírse, porque esos ji ji vivarachos y espeluznantes que salen como lagartijas de su boca, necesitan una maleza por donde retozar y esconderse. Le piden un servicio, lo niega riendo; le hacen un favor, lo recibe riendo, y riendo murmura del que se lo acaba de hacer. La risa es el cuchillo con que asesina al ausente, el falso juramento con que engaña al presente. Ancha su cara como la rodela de don Quijote, aborrascadas y cenicientas sus barbas como las de Hudibrás, se ríe hasta con esos ojillos de color celeste. Y cuando habla de queja, cuando rememora la ingratitud de sus favorecidos, los bienes que ha hecho a sus semejantes sin que su propia mano izquierda lo supiese, entonces llora; pero como el llorar de una manera absoluta sería perder tiempo de reírse, llora con el un ojo y con el otro se ríe, como el personaje de Labruyère. La risa no se alberga sola en el laberinto de sus barbas; duerme en la misma cama con la mentira y la difamación, y juntas se levantan muy temprano, para acostarse muy tarde entre las mil sabandijas que pululan en ese chaparro de brujas. Si este viejo se riera alto, grueso, furibundo, como ese otro enano, yo todo lo perdonara, ¡todo! Pero ese reído de culebra, aguloso, quebrado, añudado como un quipo; ese trotecito impertinente e interminable de la boca con el cual se va camino del mal del prójimo, eso no hay quien le sufra. A menos que el del reír aguda se encuentre con el reír gordo y pringoso: éstos sí que se comprenden y complacen de hallarse juntos, para reírse, el uno como violín, el otro como violón; el chiquito, como se riera un elefante; el grande, como se riera un caballo de ajedrez, trocando los frenos en el reír, conformes en el mentir y el difamar.

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La risa con fundamento, que sirve de sentencia filosófica; la risa de Demócrito, esa es otra cosa. Unos sabios vierten lágrimas en contemplación de las miserias humanas, otros se ríen de ellas; no sé cuales tengan razón; unos y otros tal vez; porque hay miserias ridículas, y miserias lastimosas. La risa y el llanto son hermanos gemelos, caminan a distancia de un paso y, como Cástor y Pólux, viven a días; mientras alienta el uno, muere el otro, y así se van sucediendo en alternación amistosa a lo largo de los siglos.

Hay risa fina y delicada, sal preciosa que azainetea el trato humano, y nos hace volver a su regosto; ella es tónico de la vida, sin el cual la tirantez de los sinsabores nos descompusiera del todo y nos tuviera entregados a ese mal consumidor que se llama tristeza: la risa lo combate, lo destruye; el que puede reír de corazón, esté seguro de que comerá con apetito; la risa da hambre y alimenta, se burla de los quebrantos y obra sobre nosotros como si nos estuviera sacudiendo cariñosamente un ángel. Cuando el ingenio acierta a encarnarse en un habla alegre, se reviste de una de sus más donosas formas, y campea haciendo quiebros en la tertulia inteligente. La chispa es un delicioso cordial, si reduce y chirría dentro del círculo de la moderación y el decoro; mas cuando quiere brillar sin término ni medida, viene a parar en fuego fatuo. Si sucede que nuestra sal reanima a los demás, podemos estar ciertos de que hemos dicho cosa buena en buena forma; pero cuando el dueño de la gracia se ve obligado a dar la voz de la risa, no ha habido sino una majadería.

Hay risa fina y penetrante que se va al través del pecho como frío puñal; la malicia, la ironía, el sarcasmo suelen reírse pian piano y muy como quien no dice nada degüellan a su víctima. Esta risa es asimismo un espíritu sutil que ciertos alquimistas infernales extraen del odio, la envidia, la malignidad, para envenenar a sus semejantes; espíritu que cuando: es elaborado por la moral y la virtud, con el fin de matar los vicios y conciliar vigor a las buenas costumbres, es precioso y resulta de   —514→   operaciones más sabias que las que fueran menester para dar con la piedra filosofal. Tenga un hombre una sombra de inteligencia, y sabrá al punto el juicio que de él forman los que le oyen, cuando a sus proposiciones y donaires responde alguno de ellos con una de esas risas que apagan el buen humor. Al que se ríe por vía de censurar vicios y defectos, apláudasele, anímesele; pero si es Aristófanes quien se quiere reír de Sócrates, que no halle sino silencio. Sabiduría y virtud encarnadas en una sola persona, componen una divinidad alta y augusta: mofarse de ella es vilipendiar a los dioses.

Hay risa que cae cual un martillo; risa feroz que sofoca y abruma al desdichado sobre quien está golpeando inexorablemente. Esta no siempre es un principio de salud, y la suelen tener en su organización esos hombres malignos, sarcásticos que se van por cualquiera senda tras el daño del prójimo; esta risa es amarga, deletérea; la risa de Antonio en presencia de la cabeza de Cicerón. La venganza se ríe también, pero no en todos sus períodos; en el primero es dura, agria, fementida; lejos de reír se está callada y zahareña; en el segundo se hincha, se inflama, se envenena; echa espuma por la boca, fuego por los ojos. En el tercero, está madura, no puede más, revienta, y muere o destruye al enemigo. En este último caso se suele reír; la venganza satisfecha tiene su alegría de Satanás, y se ríe como Antonio.

Hay risa hueca, retumbante cual trueno sin rayo; risa abombada y voluminosa, risa de tonto, en una palabra, que estalla sin oportunidad, suena sin melodía y no hace más perjuicio que incomodar los oídos. Un bobo está siempre aparejado para reír, y con su reír sin sal ni otro aderezo sale de cualquier paso. Si hubiera un purgatorio especial para los tontos, sería de ir a verlos purgar su desabrido pecado, dando de barato que el tonto pueda salvarse alguna vez; y si entran a la parte de esta regalía de la gloria eterna, como cualquier hijo de vecino, pregunto yo: ¿se van al cielo con su tontera a cuestas? ¿dejan heredades de ellas a sus descendientes? Nada; el aire de la eternidad les limpia esa inmundicia, y no   —515→   llegan a la faz del Altísimo a menos que les presenten espíritu bañado en virtud e inteligencia.

El tonto es cosa terrible: entiende al revés una cosa, se ríe; no la entiende de ningún modo, se ríe; los casos tristes, él se los ríe; los indiferentes, se los ríe; y no por mal, sino porque piensa que allí es de reír, y que si no se ríe bien reído, pasa por tonto. Tan importuno es éste donde están preponderando la inteligencia y el buen decir, como apetecible y socorrido para el conruso a quien abruma el incómodo silencio. Uno que se está riendo aunque nadie hable, sirve de piano, cubre y disculpa el callar sempiterno de los circunstantes.

Hay quienes poseen su risa de especulación; riéndose mucho pasan por inteligentes, al menos; son convidados a almorzar; se engordan a buena mesa, sin que salga humo de su techo. Este alegre vividor tiene que ser muy maldiciente, muy noticiero, muy mentiroso; sino ¿de dónde había de tomar sus flechas? Su aljaba es la murmuración; su fuerza, muchas veces, la calumnia. Moteja a los ausentes, da soga a los presentes; chancea, anda zumbándose, despotrica sin término, y es el que más festeja sus graciosidades y se inebría con las sales de su espíritu, dando la voz en esos chacotones donde piensan los bobos que están muy divertidos. Algunos de estos suelen figurarse que el reír mucho es tener mucho talento y ser amabilísimo; se ríen como por tarea todo el día, y se van descuartizados a la cama. Sacan a los menos este provecho: duermen largo, profunda y pesadamente; otra ventaja de la tontera.

¿Y los que se ríen de imitación? Estos son los doctores de la universidad de ciencias fatuas. Los áulicos de Dionisio eran todos cortos de vista, andaban provocando a la gente con ese fruncir los ojos y ese mirar despacio que irrita a los mal sufridos hasta los bofetones, y todo porque el tirano era cegato; muchos de ellos eran unos zahoríes, pero no veían gota. Si hay quien imite defecto o desgracia tan triste como la ceguera, ¿no ha de haber quien imite cosa tan buena como la risa? Esto es tomar la tontería del vecino sobre la propia; albarda sobre albarda.   —516→   Dios los perdone a estos benditos; el mundo no los perdona. Ríanse de veras, ríanse de fingido, vayan a reírse en sus casas, y no descompongan las tejas ni rajen las paredes de la ajena, sirviendo de temblor todas las noches con ese carcajadear estridente que semeja aun derrumbamiento de piedras.

No me nombren tampoco a ese quídam seco, agrio, repulsivo que permanece él solo como de palo en media de una risa agradable y general; tras esa adustez, que finge por distinción, entreparecen la insensibilidad o la imbecilidad. El que jamás se ríe es tan sospechoso como el que no deja de reírse; si yo supiera de alguien que en su vida se ha reído, huyera de él como de un tigre. Este hervor de la Naturaleza que se llama risa, tan saludable cuando viene en razón, es necesario para el buen temperamento del alma y del cuerpo; sacudida voluptuosa que cierne los malos humores, y nos deja aliviados y expeditos; suave tremor que nos acomoda los huesos y nos hace gustar de la vida, aun en medio de los sinsabores con que nos andamos afligiendo unos a otros. Si sabéis de un hombre que no se ha reído un año, no por falta de disposición natural, sino de ocasión, le dais por infortunado, y lo es de todo en todo; solitaria, triste, debe de ser su vida. Este no ha oído en tanto tiempo ni un donaire de buena ley, ni una sandez graciosa, ni una sátira superfina, ni una fanfarronada ridícula, ni un salado, acontecimiento, ni una mentira de a folio; no ha visto caerse a nadie patas arriba; no ha visto unas narices de a palmo entre dos ojos de pollo; no ha visto un sombrero, antediluviano ni un casacón chambergo; no ha visto ni oído nada de eso, ¿cómo se hubiera de reír? ¿estaba en cama? ¿en la cárcel? ¿en un desierto? El que vive entre sus semejantes, sus amigos, da en, y halla de qué reír a cada paso con sus ridiculeces propias y las ajenas. No haberse reído un año, es haber estado muerto un año; los que piensan que viven, ríanse de cuando en cuando; mas si son sabios, procuren no hacer reír a nadie. Cosa singular, y capricho de los que suelen los mortales, el que más gusto nos proporciona, es el que menos alcanza   —517→   nuestra estimación; un gracioso de profesión tiene algo de volatín; gusta el vulgo de sus suertes y lances, pero no hay a sus ojos sujeto más despreciable: Juan Rana, Ganasa, Pantalón son personajes divinos, a la diabla, en el escenario; en la calle, en el trato humano, ¡Dios los asista! Y otra cosa, más rara todavía: el que dice gracias, buenas o malas, muchas o pocas, no es buscado ni para obispo, ni para oidor, ni para novio, ni para maldita de Dios la cosa; y el que las escribe, merece el aplauso de las gentes; los hay entre ellos que se alejan ya del mundo siglos, y el género humano aún no se cansa de seguirlos por la eternidad batiendo palmas atrás de ellos: Cervantes, Shakespeare, Molière son la admiración perpetua de los hombres.

La sal vuelve estéril el terreno donde se la siembra; para que la risa sea dulce y de buen efecto, conviene que nazca de la sal; y cuando ella es sincera, bien templada, profunda, que arranque de las entrañas, no de la boca puramente; cuando el corazón, el espíritu tienen parte en ella, entonces la risa es como un destello de gozo divino que alumbra ésta nuestra parte moral tan propensa a las sombras de la melancolía; ya se entiende, si la chispa brota entre la honestidad y la decencia; pues los donaires que se disparan en el campo de la corrupción, son flechas enherboladas que van a herir a las virtudes. El decoro es el principio de la sal ática, esa que conmueve agradablemente, e imprime en el rostro de los que la saborean el amable gesto al cual las musas, sin duda, bautizan con el dulce nombre de sonrisa. Esa sal es para el alma, ella la gusta, ella es quien se ríe en las misteriosas y profundas regiones donde la tenemos invisible. La sal gruesa, común, produce carcajadas; y no se me niegue que en ellas hay algo de ordinario, de vulgar y molesto, que poco se aviene con la noble risa de la inteligencia.

Entre los hombres mortales, al hombre solamente le ha sido concedida la facultad de la risa; los animales saben llorar, mas no disponen de ese medio de imprimir sus alegrías. Satanás lloró en presencia de su corte al   —518→   considerar su miseria profunda e irremediable; pero nunca se le ha oído la grata risa del placer, porque él no la conoce; si se ríe, es de dolor, de furor, de desesperación, en ese abominable júbilo que le proporcionan los tormentos de los réprobos, júbilo que le despedaza las negras entrañas; y cuando así se ríe, sus carcajadas revientan como trueno funesto, y van retumbando por las regiones infernales, hasta apagarse lúgubres en los confines de la nada. Si los seres angélicos gozan el don de la risa, ¡qué raudales de dulce armonía serán esos! ¿No os figuráis que Dios mismo aparta los labios en su beatitud infinita, y se sonríe, al ver reír en el seno de la gloria a los serafines? No; respecto de los entes superiores, no concibe uno sino que viven su vida eterna en quietud y silencio inviolable.

Los mortales reímos; el dolor mismo ha de ser muy grave, muy agudo, muy pungente, para que no se deje inquietar alguna vez por esa divinidad pequeñuela y seductora que anda estampando en el rostro de los felices esa figura inexplicable que se llama risa. La risa no es el sello de la dicha puramente; ríe también la desgracia, ríen las lágrimas y muchas veces la tumba es traicionada por tal cual risa fugaz que suena en secreto tras el rebujo negro de la viuda. La austeridad es el punto de honra de la pesadumbre; los que estamos o debemos estar perdidos en el oscuro mar de la tristeza, lo damos a entender con el silencio; pero sólo el que nada sabe del corazón no tiene malicia de lo que a solas pasan el hombre o la mujer más desdichados. El pensamiento no puede andar siempre entre abrojos; gusta mucho de las flores; y no porque suerte le persigue encarnizada a uno, le quita l a facultad de gozar de fantasía. El destierro, el desengaño, el desamor, el hambre misma, la orfandad, la viudez; el infortunio y el dolor en todas sus formas, sólo han menester un instante de secreto profundo para burlarse de la fortuna con una amable risa que viene a desarrugar la frente; de muchas horas pasadas suele descargar la imaginación de los hijos de la desgracia. El hombre es una péndola entre una sonrisa y una lágrima, según la filosofía de un poeta, sentencia que conviene tanto   —519→   a la próspera cuanto a la adversa fortuna. Si al desgraciado no le faltan del todo gratos trances de placer, al dichoso le suelen sobrar ocasiones de dolor. Riendo y llorando vivimos; sólo la adustez de la muerte es inapeable; al sepulcro descendemos muy formales. Los que se quedan todavía, lloran con el un ojo y con el otro se ríen.

¿Y la risita purpurina que sale temblando por entre los labios de la beldad inocente? Esa es para la vista un gesto amable, para el oído una armonía melodiosa. ¿Hay instrumento más alegre y seductor que la garganta de una bella, henchida de dulces gorgoritos? Si un ángel invisible imprime en esa voz la sonoridad argentina de la inocencia, ya no caben en lo humano acentos más celestiales de la mujer joven y pura que con la risa expresa la inquietud de su pecho; inquietud alegre e inocente, cuando sus pensamientos empiezan a asomarse a la malicia: malicia de serafines, afecto indefinido y vago, embrión de la más tierna de las pasiones nobles. La risa es como las lágrimas en la mujer hermosa: todo seduce en ella, porque en ella todo es poesía. De un rostro amable, de ojos rasgados y lánguidos, asombrados por largas y sedosas pestañas; de labios grosezuelos y encendidos que se apartan en angélica sonrisa, y por entre su voluptuosa rubicundez, dejan asomarse la blanca dentadura; de mejillas provocativamente llenas, bajo cuya epidermis: circula una sangre pura cual disolución hervorosa de rubíes; de frente arqueada y límpida, cuyos términos son por una parte, las cejas negras, por otra, la crespa, ondosa cabellera; en este rostro, digo, suena una dulce música, la música visible, música de formas que se nos entra al alma por los ojos.