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ArribaAbajo De Capítulos que se le olvidaron a Cervantes

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ArribaAbajoEl buscapié

(Capítulos escogidos)


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ArribaAbajo Capítulo I

Dame del atrevido; dame, lector, del sandio; del mal intencionado no, porque ni lo he menester, ni lo merezco. Dame también del loco, y cuando me hayas puesto como nuevo, recíbeme a perdón y escucha. ¿Quién eres, infusorio -exclamas- que con ese mundo encima vienes a echármelo a la puerta? Cepos quedos: no soy contrabandista ni pirata; mía es la carga: si es sobradamente grande para uno tan pequeño, no te vayas de todas por este único motivo; antes repara en la hormiga que confirme paso echa a andar hacia su alcázar, perdida bajo el enorme bulto que lleva sobre su endeble cuerpecillo. Si no hubiera quien las acometa, no hubiera empresas grandes; el toque está en el éxito: siendo él bueno, el acometedor es un héroe; siendo malo, un necio; aun muy dichoso si no le calificamos de malandrín y bellaco. Este como libro está compuesto; sepa yo de fijo que es obrita ruin, y no la doy a la estampa; téngala por un acierto, y me ahorro las enojosas diligencias con que suelen los autores enquillotrar al público, ese personaje temible   —526→   que con cara de justo juez lo está pesando todo. El decidirá: como el delito es máximo, la pena será grande: al que intenta invadir el reino de los dioses, Júpiter le derriba. Pero el rayo consagra: ese demente es un escombro respetable.

¿Qué pudiera proponerse, me dirán, el que hoy escribiera un Quijote bueno o malo? El fin con que Cervantes compuso el suyo no existe: la lectura de los libros caballerescos no embebece a cuerdos ni a locos, a entendidos ni a ignorantes, a juiciosos ni a fantásticos; estando el mal extirpado, el remedio no tiene objeto, y el doctor que lo propina viene a curar en lo sano. Así es; pero yo tengo algo que decir: Don Quijote es una dualidad; la epopeya cómica donde se mueve esta figura singular tiene dos aspectos: el uno visible para todos; el otro, emblema de un misterio, no está a los alcances del vulgo, sino de los lectores perspicaces y contemplativos que, rastreando por todas partes la esencia de las cosas, van a dar con las lágrimas anexas a la naturaleza humana guiados hasta por la risa. Don Quijote enderezador de tuertos, desfacedor de agravios; don Quijote caballero en Rocinante, miserable representación de la impotencia; Don Quijote infatuado, desvanecido, ridículo, no es hoy necesario para nada. Este Don Quijote con su celada de cartón y sus armas cubiertas de orín se llevó de calles a Amadises y Belianises, Policisnes y Palmerines, Tirantes y Tablantes; destrozolos, matolos, redújolos a polvo y olvido: España ni el mundo necesitan ya de este héroe. Pero el Don Quijote simbólico, esa encarnación sublime de la verdad y la virtud en forma de caricatura, este Don Quijote es de todos los tiempos y de todos los pueblos, y bienvenida será adonde llegue, alta y hermosa, esta persona moral.

Cervantes no tuvo sino un propósito en la composición de su obra, y lo dice; mas sin saberlo formó una estatua de dos caras, la una que mira al mundo real, la otra al ideal; la una al corpóreo, la otra al impalpable. ¿Quién diría que el Quijote fuese libro filosófico, donde están en oposición perpetua los polos del hombre, esos   —527→   dos principios que parecen conspirar a un mismo fin por medio de una lucha perdurable entre ellos? El género humano propende a la perfección, y cuando el polo de la carne con su enorme pesadumbre contrarresta al del espíritu, no hace sino trabajar por la madurez que requiere nuestra felicidad. Si Don Quijote no fuere más que esa imagen seria y gigantesca de la risa, las naciones todas no la hubieran puesto en sus plazas públicas como representante de las virtudes y flaquezas comunes a los hombres; porque una caricatura tras cuyos groseros perfiles no se agita el espíritu del universo, no llama la atención del hombre grave, ni alcanza el aprecio del filósofo. Hay obras que hacen reír quizá más que el Quijote, y con todo, su fama no ha salido de los términos de una nación: testigo Rabelais, padre de la risa francesa. Panurge y Pantagruel darán la ley en Francia; don Quijote le da en el mundo. Con decir que Juan Falstaff no es ni para escudero de don Quijote, dicho se está que en este amable insensato, debajo de la gran locura está hirviendo esa fuente de sabiduría donde gustan de beber todos los pueblos: «El Quijote es un libro moral de los más notables que ha producido el ingenio humano». Si como español pudiera infundir sospechas de parcialidad el autor de esta sentencia, extranjero fue el que llamó a Cervantes «honra, no solamente de su patria, sino también del género humano»51.

Don Quijote es un discípulo de Platón con una capa de sandez: quitémosle su aspada vestidura de caballero andante, y queda el filósofo. Respeto, amor a Dios, hombría de bien cabal, honestidad a prueba de ocasiones, fe, pundonor, todo lo que constituye la esencia del hombre afilosofado, sin hacer mérito de las obligaciones concernientes a la caballería, las cuales, siendo de su profesión, son características en él. Aun su faz ridícula, puesta al viso, seduce con un vaivén armonioso de suaves resplandores. Se hace armar caballero, por habilitarse para el santo oficio de valer a los que poco pueden: embiste con   —528→   los que encuentra, si los tiene por malandrines y follones, esto es, por hombres injustos y opresores de los desvalidos. Trátase de un viaje al fin del mundo: él está ahí, a él le toca e incumbe molestia tan gloriosa, pues va a desagraviar a una mujer a matar al gigante que usurpó el trono a una reina sin amparo. Todo noble, todo elevado en el fundamento de esta insensata generosidad: echada al crisol de la filosofía-locura que tan risible nos parece, luego veríamos cuajarse una pepita de oro aquilatado. El móvil de acciones tan extravagantes, en resumidas cuentas, viene a ser la virtud. Don Quijote es el hombre imaginario, en oposición al real y usual que es su escudero Sancho Panza. ¿Quién no divisa aquí las dos naturalezas del género humano puestas en ese contraste que es el símbolo de la guerra perpetua del espíritu y los sentidos, del pensamiento y la materia? Si el fundador de la Academia no hubiese temido ser impío, modificando la obra del Todopoderoso, habría ideado el hombre perfecto, al modo que imaginó y compuso su República. Empero, si a fuer de pensadores le quitamos a la humana especie su parte tosca y viciosa, queda descabalada: el polo del mal es contrarresto necesario en nuestra naturaleza; y sin propender a un sacrílego trastorno, al sabio mismo no le es dable decir: «Así hubiera sido mejor el hombre». Todo lo que hace el filósofo para mostrarnos que somos ruines y que pudiéramos ser más dignos del Criador, es delinear el hombre imaginario. Tal es Don Quijote: en poco está que este loco sublime no derrame lágrimas al sentarse a la mesa, cual otro Isidoro Alejandrino.

Aquí estriba el secreto de la celebridad sin mengua de Cervantes: si a ingenio va, muchos lo han tenido tan despejado y alto como el suyo. Mas cuando Bocaccio rendía homenaje al vicio con obras obscenas; cuando la reina de Navarra y Buenaventura Desperries enderezaban a los sentidos el habla seductora de sus cuentos eróticos; cuando el cura de Meudón y Boucher le daba vuelo al pecado con su empuje irresistible; cuando las matronas graves, las niñas puras leían y aprendían a esos autores para citarlos sin empacho, se estaba ya desenvolviendo   —529→   en las entrañas del porvenir el genio que luego había de dar al mundo la gran lección de moral que los hombres repiten sin cansarse. ¿Qué es de esos novelistas, célebres en su patria y su tiempo? Fantasmas desconsolados, vaguean al descuido por los ámbitos oscuros de la eternidad: si alguien los mira, si alguien los conoce, no se inclina, como Dante en presencia de los espectros celestiales que encuentra en el Paraíso. Cervantes enseñó deleitando, propagó las sanas máximas riendo, escarneció los vicios y barrió con los pervertidores de la sociedad humana; de donde viene a suceder que su alma disfruta de la luz eterna y su memoria se halla perpetuamente bendecida. Tanto como esto es verdadero el principio del divino Sócrates, cual es que sólo por medio de la virtud podemos componer las obras maestras. Cervantes sabía esto, y echó por la senda opuesta a la que siguieron los autores contra los cuales alzó bandera, hablando de cuyas obras dijo un gran obispo: «Su doctrina incita la sensualidad a pecar, y relaja el espíritu a bien vivir». Escritor cuyo fin no sea de provecho para sus semejantes, les hará un bien con tirar su pluma al fuego: provecho moral, universal; no el que proclaman los seudosabios que adoran al dios Egoísmo y le casan a furto con la diosa Utilidad en el ara de la Impudicicia.

Así lo han comprendido los autores que, poniendo el ingenio a las órdenes de las buenas costumbres, cierran con los vicios y los tienen a raya. Sus armas no son siempre unas: Teofrasto, La Bruyère, La Rochefoucauld, Vauvenargues hinchen de amarga tirria las cláusulas con que retratan el corazón humano. Reír, jamás estos filósofos: hablan cual sombras tétricas que tuviesen de la Providencia el encargo de corregir a los hombres reprendiéndolos con aspereza. El vicio los irrita, el crimen les da tártagos, y la acritud saludable de su pecho sale afuera en palabras hoscas y bravías como el fierro bruto. Bajeza, perversidad humana, miráronlas en serie; y para remediarlas emplearon una murria acerba revestida de indignación. Estos censores se pasan de severos: témelos uno, pero elude su castigo con huir de ellos; más pueden esos maestros sutiles que se insinúan ríe riendo, se meten   —530→   adentro y hieren el alma. Plauto, Cervantes y Molière han hecho más contra las malas costumbres que todos los campeones cuya espada han sido la cólera o las lágrimas. A Demócrito no gusta uno de mostrársele; a Heráclito le compadecemos y pasamos adelante.

El autor del Quijote siguió las propensiones de su temperamento: así como su héroe se cubre el rostro con su buena celada, así él se oculta debajo de ese antifaz tan risueño y alegre con el cual llena de regocijo a quienes le miran y escuchan: si la melancolía le oyera, se riera; no hay hambre, luto, palidez, que no quiebren la tristeza en la figura del caballero andante en quien son motivos de risa lo mismo que a otros los vuelve respetables y aun temibles. Elevado, adusto, grave; audaz, intrépido, temerario; sensible, amoroso, enamorado; constante, sinceró, fiel, todo para hacer reír. ¿Esta es una burla atroz, escarnio violento al cual sucumben esas virtudes? Nada menos que eso: Cervantes saca el caballo limpio; esas virtudes quedan en pie, erguidas, adorables; no han hecho sino ir a la batalla. Deslinde este muy holgado, si consideramos que no les ha cabido ni el aliento de la ridiculez, y que no afean su manto de armiño partícula de tierra ni chispa de sangre. Antes podemos considerar esta antilogía como el testimonio de lo avieso y torcido de nuestra condición; efectivamente, ¿quién aspira a la felicidad mundana, quién la alcanza con el ejercicio de las buenas obras? Si el que las tiene de costumbre se escapa de la fisga, la ingratitud no le perdona; si no muere en la cruz, de día y de noche están en un tris de lapidarle sus más íntimos amigos. ¡Oh, tú, el franco, el dadivoso! no des una ocasión, o no des cuanto te piden: eres un ahorrativo, un cutre para el cliente benigno; córrale sangre por las venas, y no serás menos que un canalla. ¡Oh, tú, el denodado, el menospreciador del peligro! perece en él, y eres un necio: murió de puro tonto, exclama tu propio camarada; si tu ángel de la guarda te preserva, no eres sino fanfarrón, matasiete de comedia que se pone en cobro a la asomada del enemigo verdadero. ¡Oh tú, el sufrido, el manso, que perdonas agravios, olvidas calumnias!: hombre vil, sin honra ni   —531→   amor propio. ¡Oh tú, el magnánimo, el altivo, que por bondad o por desdén no das rostro a tus perseguidores!: ignorante, cobarde, según los casos. ¿Qué mucho, pues, si aquel cuyas acciones tienen por móvil principios sanos y plausibles sea víctima o escarnio de sus semejantes? Caídas, palos, afrentes de Don Quijote; lances ridículos, burlas, carcajadas son espejo de la vida. Si éste fuera bribón cuerdo y redomado, nadie le diera soga, nadie hallara de qué reírse en él; siendo loco furioso, ¡guarda, Pablo, Dios y a un lado! Nosotros pensamos que sin miedo del martirio debemos echar por el camino de espinas: como esto sucede algunas veces, para honra de la especie humana, apenas habrá quien juzgue por gratuitos los encargos que contra ella se derivan de ciertas consideraciones. ¿Gratuitos? ¡Dios misericordioso! Pitágoras muere en el fuego; Sócrates apura la cicuta; Platón es vendido como esclavo; Jordán Bruno, Savonarola son pasto del verdugo. ¿Quién más? Todos piensan que el matador de César dijo una gran cosa cuando exclamó: «¡Oh virtud, no eres sino una vana palabra!». Exclame: «¡Oh virtud, eres sentencia de muerte!» y el mundo le sacaba aún más verdadero.



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ArribaAbajoCapítulo II

La espada de Cervantes fue la risa; ved si la menea con vigor en el palenque adonde acude alto y garboso. Esa espada no es la de Bernardo: pincha y corta, deja en la herida un filtro mágico que la vuelve incurable, y se entra en su vaina de oro. L a risa fue el arma predilecta del autor del Quijote, mas no la única: esta fábula inmortal tiene pasajes elevados que en ninguna manera desdicen de la índole de la composición, y refutan antes de propuesto el juicio que después había de formular un analizador, benemérito sin duda; es a saber, que en obras de ese género debe ir todo encaminado a la ironía burlesca y a la risa. Walter Scott, cuya autoridad en lo tocante a las letras humanas tiene fuerza de sanción, afirma, por el contrario, que si las obras de carácter serio rechazan por instinto la sátira graciosa y no dan cabida la chispa maleante y placentera, las de costumbres, las en cierto modo familiares, admiten de buen modo lugares profundos y aun sublimes. Hay una persona ridícula en Homero; mas siendo perversa a un mismo   —534→   tiempo, no punza el ánimo del lector con ese alfiler encantado que hace brotar la risa: ni los dioses ni los hombres perciben sal en la ridiculez del cojo Tersites, malo y feo. La ambición de los Atridas, el furor de Aquiles, los alaridos de Áyax desesperado; guerreros del cielo y de la tierra cruzando las espadas en batallas estupendas, hacen temblar montes y mares, no son cosas de reír. Todo serio, todo grande en Sófocles: la enseñanza de la tragedia es lúgubre: Electra es devota de la estatua de Niobe, porque nunca deja de llorar este sensible, apasionado mármol. A Fedra le está devorando el corazón un monstruo de mil formas: amor ilícito, incesto enfurecido, negra venganza, son tempestades en el pecho: los que las abrigan, maldicen, rugen y mueren, no están para reír. ¿Y cómo ha de reír Macbeth, cuando quisiera huir de sus propias manos que chorrean sangre? Banco no se ríe, porque las sombras nunca están alegres; Otelo no se ríe, porque abriga un demonio en las entrañas; Edipo no se ríe, porque sabe ya que ha matado a su padre, y se ha arrancado los ojos. La risa, pues, huye del cementerio, tiene miedo a los muertos; y ora en figura de amor, ora de celos, ora de venganza, las pasiones la acoquinan y le imponen silencio.

Las reglas en el arte no son sino observaciones confirmadas por la experiencia: el buen juicio de los doctos de esos cuyo discernimiento separa con tanteo infalible el oro fino del bajo, el bajo de la escoria; ese buen juicio transmitido de generación en generación, admitido por el buen gusto, se convierte en leyes que sanciona el unánime consentimiento: una vez promulgadas por los grandes maestros, nadie falta a ellas que no cometa una punible transgresión. Homero es anterior a Quintiliano, ya lo han dicho. La observación de sir Walter Scott no claudica jamás respecto del poema, la tragedia, la historia y la poesía lírica: estos son matronas cuyas formas imponentes ocultan a Minerva, o doncellas impolutas que temen incurrir en la desconsideración de Apolo, si su voz argentina se embastece con una carcajada.

La risa de los ciegos tiene algo de fatídico: la risa, como las flores, no es amable ni fragante sino cuando   —535→   se desenvuelve a los rayos del sol. El ciego no tiene derecho para reír: su risa es incompleta, imperfecta; los ojos ríen junto con la boca: sin la parte de ellos, este fenómeno es casi monstruoso. Reír un ciego, ¿con qué luz? Milton quiso reír; se rió una ocasión, y dio un susto a nuestra buena madre Eva en el paraíso: en poco estuvo que el Ángel del Señor no dirigiese contra él la punta de su espada. Ciego, ¿de qué te ríes? ¡Ah! Los ángeles han inventado un nuevo instrumento de exterminio, van a llevarse a las legiones infernales en alas de su artillería y dar buena cuenta de los enemigos del hombre. Pero los demonios, a quienes no se les llueve la casa, traen en la manga lo que han menester en un apuro, y hacerles dar en el buitrón no es llegar y besarla durmiendo, porque ellos son capaces de contarle los pelos al diablo. El poeta describe la zorrería de los unos, el empacho de los otros, se pone a reír y se ríe un día entero. Esta burla se levanta en el Paraíso Perdido, bien como farallón ridículo cortado en forma de botarga, en medio de un mar grandioso. Es la única del poema, y se la ve desde lejos, para que huyan del escollo esos amables inventores que tienen nombre de poetas.

Childe Harold se quiso reír también, y se rió: esto es como si se riera Ticio debajo del buitre que le despedaza y come las entrañas: la duda sepulcral, los remordimientos, las tinieblas no experimentan alegría: Conrado, el Giaur, Manfredo, situados en el crimen, no hacen traición con el semblante a las pasiones furibundas que les imprimen semejanza de hijos del abismo. Childe Harold quiso una vez mostrarse picotero, saleroso, y quedó mal. Este bello Lucifer infunde admiración cuando se tira de rodillas en presencia del Parnaso, y deja salir de su pecho a borbollones el raudal de su divina poesía: cuando, en pie delante del Partenón, poseído por el espíritu de la antigüedad, evoca las sombras de Fidias y Pericles: cuando, errante a media noche por entre los escombros de la ciudad eterna, ve con la imaginación el espectro de Sila, y le dirige la palabra en términos tan grandes como ese gran tirano. Childe Harold exponiendo chufletas y donaires a las puertas de Newgate, cual   —536→   avispado socarrón, es pequeñuelo, ruin. Lo conoció el poeta, y jamás volvió a chancear en el admirable poema donde no actúa sino un héroe, y solo, solitario y aislado basta para la acción que satisface y embelesa. Esta burla de Lord Byron en una de sus obras más cumplidas dio materia y ocasión a Walter Scott para que, dilatando la mirada por el campo de las humanidades, redujese sus observaciones a sus preceptos. El coturno eleva hasta las nubes: poeta que lo calza y sabe entenderse con él es un gigante; los gigantes no ríen: son fuertes, valientes, feroces, soberbios y terribles.

Las obras de carácter jocoso no repugnan los pasajes serios y encumbrados, antes parecen recibir importancia de la gravedad filosófica, y ofrecen lugar con gusto a los severos pensamientos con que los moralistas reprimen las irrupciones de los vicios en el imperio de las virtudes. Debe de ser a causa que el género humano propende a levantarse, creciendo en consideración a sus propios ojos; y todo lo que es bajar le desvalora y humilla. Si de las travesuras del concepto y el estilo pasamos a las especulaciones fundamentales de la inteligencia, exprimiendo nuestras ideas en cláusulas robustas, andamos hacia arriba; y cuando sucede que del círculo eminente de la moral y la filosofía hacemos por desviarnos hacia el risueño, pero restringido campo de la sátira ligera, en esos arrebatos de júbilo inmotivado que suelen darle al corazón, descendemos, sin duda. ¿No proviene de aquí la repulsión que las composiciones de índole reflexiva experimentan por sucesos cuyo lugar está realmente en la comedia? En ésta no se hacen mala obra lo serio y lo ridículo, lo raro y lo común, lo superior y lo llano: las lágrimas son esquivas; mas si oyen por ahí el ruidecillo lisonjero de esa su amable contraria que se llama risa, no siempre huyen al vuelo, y aun les acontece el esperarla con los brazos abiertos. Sátira, fábula, novela, campo abierto adonde pueden acudir todas las pasiones, grandes y pequeñas, nobles y ruines, a hacer guerra con armas de especie diferente. ¿Cuántas y cuántas escenas en Molière tan profundas por la sustancia como levantadas por el lenguaje? Las obras de este gran filósofo son   —537→   de tal calidad, que si la comedia no pudiera abrigar los mayores propósitos y no ofreciera espacio y holgura a la inteligencia predominante, habríamos en justicia de inventar un nombre extraordinario que las calificase y abrazase. El Misántropo, Tartufo, Don Juan son epopeyas de costumbres, obras maestras que no comunican a su dueño menos importancia que la del primer trágico del mundo. En estas comedias hay lugares, no digamos serios, pero terribles, que con ser de naturaleza funesta, contribuyen maravillosamente a la suma de las cosas. Tal es la aparición de la estatua del Comendador en casa del libertino que le había convidado a un banquete en son de burla. Comedia es la obra en que se aparecen, andan y hablan hombres de piedra; y tales escenas, siendo como son tan trágicas, no la desnaturalizan; más aún, le dan realce y esplendor. En la observación del crítico inglés no hay defecto de armadura. Cervantes supo entenderse con estas variedades de composición, secretos de las letras humanas antes conocidos que averiguados, y no temió tratar en el Quijote materias de suyo graves, en manera filosófica unas veces, otras como austero moralista.



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ArribaAbajoCapítulo III

El señor de Lamartine dijo una ocasión que admiraba el ingenio de Cervantes, pero que el Quijote no era de su gusto. -¿Es posible, señor? -No, volvió a decir; no me gusta el Quijote, por la misma razón que no me gustan las obras de los insignes autores cómicos antiguos y modernos. Averigüémosnos bien: no afirmo que esas obras me disgustan por el desempeño, sino por su naturaleza. Las lágrimas son la herencia de los hombres: les hemos de enseñar a vivir y morir, si no llorando, por lo menos con el semblante digno, circunspecto, que corresponde a la imagen de Dios. Siempre me he considerado muy capaz de hacer buenas comedias: en arrimando el hombro a esa labor, yo sé que saliera bien; pero tengo por mí mismo más consideración de la que se requiere para sobresalir en ese ramo de las humanidades. -Permitidnos, señor, haceros presente que la risa es tan de nuestra esencia como el llanto: llorar, llorar y más llorar desde que salimos de la cuna hasta que ganamos el sepulcro, no es ni razonable, ni factible. La   —540→   risa no está mal con la desgracia: suele mostrarse hasta en los umbrales de la miseria. ¿No diréis, por otra parte, que las lágrimas no alcanzan a los que se tienen por felices? -Felices no hay en el mundo, replicó el poeta: cual más, cual menos, todos somos desgraciados con relación a las cosas mundanas. La parte ridícula del género humano es la que en el pensador excita mayor lástima: lejos de ponerla de manifiesto, convendría cubrirla con un parche de bronce que no diese paso al acero. La llaga permanecería viva, tornamos a argüir; valiera más curarla. -El sabio que consume, ese milagro no ha nacido, ni nacerá jamás, dijo él. Locura es hacer por mejorar la sociedad humana hiriendo despiadadamente en ella:


Car c'est une folie à nulle autre seconde
Que vouloir se mèler de corriger le monde.



No se agradaba Lamartine de las composiciones de su gran compatriota, y las sabía de memoria. ¿Era sincero ese modo de pensar? Si Lamartine el hombre se ha solazado alguna vez, Lamartine el poeta ha meditado siempre, ha gemido por costumbre. El amante de Graziela, Jocelyn, el autor de las Meditaciones y las Armonías conoce la sonrisa, pero es la del amor melancólico, la del recogimiento angelical. Si habla con Dios, participa de la divina substancia y mantiene el porte inapeable que caracteriza a los entes superiores. Se pasea por la bóveda celeste, cuenta, pesa los astros, aspira con ahínco, la delicada luz de las estrellas, y se nutre del manjar de los seres inmortales. Contempla hacia el crepúsculo una nubecilla purpurina que se mueve graciosa por el cielo, y se imagina que un serafín está, viajando en ese carro de las musas: ¿a dónde va? Él lo ha de saber, pues ya la sigue con el corazón y la ha de seguir hasta donde lo comporte el pensamiento. Le gusta el mar en leche que brida cual espejo donde refleja la luz del infinito; le gusta el mar bravío que se levanta rugiendo en cólera sublime; le gusta contemplar el águila que permanece   —541→   inmóvil en un risco del monte Athos: le gusta el león que sale de su selva lamiéndose las fauces con su lengua encendida; silba con los vientos, suspira con las sombras, gime con las almas atribuladas, calla con la tumba; ¿de qué, a qué hora ha de reír?

Si Jeremías diere la ley a los mortales, Eco sería en breve el único habitante de la tierra, porque todos nos consumiéramos a fuerza de suspiros y gemidos: llore en buenhora el profeta sobre Jerusalén; mientras algo quede en pie, no ha de faltar quien anime aún los escombros con la trémula expresión de la alegría. ¿La alegría? ¿Todos los que se ríen son alegres? Ríe el dolor, ríe la desdicha, y los que tienen el poder de alegrar a los demás, de sazonarles la vida con la grosura del ingenio, la untuosidad almibarada con que pasan fácil y agradablemente los peores bocados; esos brujos inocentes, digo, no participan casi nunca de la sal con que regalan a los otros. El autor de Las mujeres sabias nunca dejaba de estar triste; su corazón siempre en tinieblas: Boileau no supo lo que eran goces en la vida: Addison fue el hombre más adusto que se ha conocido; y Cervantes, ¿qué placeres, qué contento? Cautiverio, calabozo no son moradas de alegría. El malogrado Larra viene a confirmar nuestra aserción: ¿quién no pensara que tras el autor de escritos tan risueños no estuviese el hombre feliz, el satisfecho de la suerte? ¡Pobre Fígaro! Ofrece a los demás esos licores encantados que destila en su laboratorio mágico, y para él no hay sino cosas amargas; su copa es negra; las pesadumbres le sirven este veneno misterioso que suele llevarse en flor a los que prevalecen por la sensibilidad. Contradicción absurda que diera asunto a las investigaciones de los que profesan escudriñar la naturaleza humana, sin dejar de ser natural y corriente. Hosca, tremebunda es la nube que produce el rayo; de la piedra fría brota la chispa del fuego socorrido; y dicen que en lo antiguo, la púrpura, ese color amable que simboliza el placer y la felicidad, la extraían del múrice, triste habitante de los rincones más oscuros del océano. Como de estos contrarios se compone el gran todo de las   —542→   cosas humanas: si algo sabemos de los efectos, las causas de la mayor parte de ellas estamos por averiguar. Mucho presumimos de nosotros mismos, pero no somos más que semisabios, y para con lo que ignoramos nada es lo que sabemos. La tumba solamente remedia esta ignorancia que nos mortifica unas veces, nos consuela otras, y está siempre acreditando nuestra pequeñez. Muerte es lección que nos descubre todo: el que sabe la eternidad, no tiene otra cosa que saber. En este concepto, la sepultura es el pórtico de la verdadera sabiduría.

Si ésta consiste en una gravedad incontrastable, mientras somos ignorantes lo hemos de manifestar de mil maneras. Conviene, dice uno de esos que reciben el mundo como él es; conviene explayar la alegría cuanto sea posible, y reducir la tristeza a los más estrechos límites. Conviene sin duda; lo malo es que las más veces la tristeza carga de modo que ella es quien nos estrecha en términos de privarnos hasta del arbitrio de las lágrimas; y con todo, su adversario no le cede una mínima el lugar: hambre, desnudez, enfermedades, perfidias de los amigos, injusticias de los poderosos, desengaños de todo maje; inquietudes, quebrantos, desazones combaten por la tristeza al son de las campanas que acaso están doblando: haberes en su colmo, ambiciones llevadas a cima, amores coronados, venganza satisfecha y otros soberbios paladines salen por la alegría: de la lucha resulta el equilibrio fuera del cual no pudiera vivir el hombre; y para mayor acierto en la disposición de las cosas, quiere la Providencia que los adalides se estén pasando sin cesar del uno al otro partido: el que hoy está alegre, mañana ha de estar triste; el que hoy está triste, mañana puede estar alegre, porque «el buen día siempre hace la cama al malo». He aquí un poeta que habla como filósofo. ¿Luego no en todo caso es el poeta ese frenético divino, que puesto en el trípode de la inspiración profiere en lúcido arrebato las sandeces elegantes o delirios seductores a causa de los cuales se le pone en la frontera coronado de mirto? Si el fraile perilustre autor de ese apotegma hubiera añadido que otras veces el mal día se va   —543→   dejando hecha la cama al bueno, habría puesto el otro homicidio a la rueda de la fortuna.

El adusto legislador de los lacedemonios mandó colocar la estatua de la risa en la sala de los festines; por donde se ve si esta divinidad tiene su asiento en el Olimpo, y si los héroes y los reyes sacrifican en sus aras. Esparta es lúgubre: la felicidad misma es allí una carga: usos, costumbres, afectos, pasiones, todo está bajo la ley. En el pueblo libre por excelencia, el amor mismo es esclavo: el marido busca a la esposa cual ladrón nocturno; nadie puede comer en su casa, ni el monarca; la mesa particular sería cuerpo de un delito. El espartano ignora el gusto del adorno, el de la comodidad doméstica: todo frío, todo rígido. Este pueblo es de una pieza, no tiene coyunturas: su goce, la guerra; su anhelo, el predominio: en su casa se tiraniza a sí mismo, se alimenta de un acre desabrimiento. Parece que semejante pueblo no había de admitir sino dos símbolos, el de la guerra y el de la muerte, supuesto que siempre está de luto; la imagen de Palas y un catafalco gigantesco que abrigase el espíritu de los guerreros. Pues el más sabio de los legisladores mandó poner la estatua de la risa en la sala de los festines. Luego esta diosa pequeñuela no está reñida con las grandes virtudes ni es malquista con los héroes.



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ArribaAbajoCapítulo V

Cervantes alcanzó conocimientos generales en muchos ramos del saber humano: que pueda llamarse sabio particularmente en alguno de ellos, no dejará de ser dudoso. Su ciencia fue la escritura; su instrumento esa pluma ganada en tierra de Pancay a luchando con los mayores ingenios por los despojos del Fénix.

Un tal don Valentín Foronda, al contrario de don Vicente de los Ríos, quiere que Cervantes no hubiese conocido ni la lengua en que escribió. Atildando a cada paso las ideas y maneras de decir del gran autor, se pasa de entendido y censura en él hasta los cortes y modos más elegantes de nuestra habla. El tal Foronda, dice Clemencín, «entendía muy poco de lengua castellana, y parece haber escrito sus Observaciones más contra el Quijote que sobre el Quijote». Y don Valentín no es el único de los españoles empeñados en traer a menos a su insigne compatriota; pues sale por allí un don Agustín Montiano atribuyendo la nombradía de Cervantes a que anda muy desvalido el buen gusto, y la ignorancia de bando   —546→   mayor. Empresa tanto más bastarda la de estos seudohumanistas, cuanto que los demás pueblos por nada quieren acordarse de otro más grande hombre que de Cervantes en España; y van a más y dicen que esta nación no tiene sino ese representante del género humano en el congreso de inmortales que la Fama está reuniendo de continuo en el cenáculo del Tiempo. Italia, maestra de las naciones modernas, se gloría de muchos varones perilustres, de esos que, descollando sobre presentes y venideros, prevalecen en el campo de la gloria a lo largo de los siglos. Dante, Petrarca, el Ariosto, el Tasso en poesía; Miguel Ángel, Rafael en buenas artes; Maquiavelo en política, son figuras gigantescas cuya sombra se extiende por el porvenir, cuyo resplandor alumbra las futuras generaciones. Italia posee cuatro, épicos, cuando los otros pueblos no tienen ni uno solo. Portugal ha dado de sí ese gran mendigo que se llama Camoens; fuera de él no hay en Europa hombres de talla extraordinaria; Milton es un imitador, y a pesar de Chateaubriand, no se hombreará jamás con los grandes poetas antiguos. Pero Inglaterra se halla resarcida y satisfecha con su Shakespeare, ese genio misterioso que no sabemos de dónde ha salido, el cual, conmoviendo el mundo con las pasiones de su corazón, funda esta cosa, nueva, compuesta, romántica, que denominamos el drama moderno. Tiene su Pope, bardo moralista y filosófico: tiene su Byron, el poeta de las tinieblas, que resplandece como Luzbel en el acto de estar rebelándose contra el Todopoderoso: tiene su Burke, su Chatham, oradores a la antigua, suerte de Cicerones y Demóstenes que recuerdan los grandes tiempos de Atenas y Roma.

Francia no es para menos: Corneille, Racine y Molière volverían inmortal ellos solos el mundo, no digamos su patria. Montesquieu, resumen de la sabiduría: Voltaire, enciclopedia viviente.

Alemania, en cierto modo, es pueblo nuevo en las humanidades. De ingenios de primer orden, de esas antorchas altísimas que se hallan a la vista de todas las naciones, tiene tres: Goethe, Schiller y Klopstock. El doctor Fausto es muy antiguo; pero esa sabiduría, proveniente   —547→   del tráfico tenebroso de Mefistófeles, se fue en el humo de las vetustas selvas de la Germanía: los abominables gnomos que las frecuentaban son hoy blandos silgos que revolotean por los jardines de la civilización moderna. Humboldt alza la cabeza y me mira con uno como asombro amenazante. Con él no cabe olvido: fue más bien necesidad de darle puesto separado, como a quien no está en su lugar ni aun entre grandes.

Al panteón de los inmortales no suelen traer los escritores sino a Cervantes, de parte de España; Cervantes, su única gloria, dicen, particularmente los franceses. Schlegel, a título de sabio, no ignora que España ha producido también un Calderón; y este buen clérigo entra como poeta de alto coturno en la crítica de ese soberano repartidor de la gloria. Mas a poco que leamos a Feijoo, habremos de dar la palma a su querida Iberia, esa vieja Sibila de cuyas advertencias no se aprovecha el mundo, porque a fuerza de incredulidad le obliga a echar sus libros al fuego. No pocos hay en ella de esos pequeños grandes hombres de cuya reputación están henchidos los ámbitos de la patria; mas uno es Cervantes, y otro Lope de Vega. Este es gloria nacional, ése gloria universal: con el uno se honra un pueblo, con el otro el género humano.

«Miren el ignorante... ¡Y cómo se propasa el atrevido! -exclama por ahí algún buen chapetón celoso de las patrias glorias-; no sabiendo que España cuenta un Guillén de Castro, un Alarcón, un Quevedo, ¿cómo se atreve a dar puntada en esto que llamamos buenas letras? Si por el verso, allí están los Argensolas, los Ercillas, los Riojas, los Herreras, los Garcilasos, ¡oiga usted!, los Garcilasos... Si por la prosa, los Hurtados de Mendoza, los Fuenmayor, los Marianas, los Granadas, los Jovellanos. Desde el Arcipreste de Hita, ninguna nación más aventajada en ingenios poéticos; y desde el Infante Juan Manuel, ninguna más fecunda en prosistas de primera clase. ¿Y ahora viene este bárbaro instruidillo a poner el de España después de otros asientos en el consistorio de los grandes hombres? ¿Ignora, sin duda, que   —548→   Rui Díaz, hizo pedazos de un puntapié el sillón de marfil del embajador de su majestad cristianísima, con decir que a nadie le tocaba la precedencia donde se hallaba el del rey su señor?». Envaine usted, señor Carranza: no digo yo que España sea más pobre que otra ninguna en varones de pro y loa. ¿Cómo lo he de decir, cuando sabemos todos desde Paulo Mérula, que es la nación donde los ingenios son felices? Digo solamente que uno es ser hombre distinguido y otro ser grande hombre, de esos que el mundo consagra en el templo de la Inmortalidad e imprime en ellos el carácter que los vuelve sacerdotes de la inteligencia. No se me oculta que el Cid de Guillén de Castro fue la vena que el insigne trágico francés picó para su obra maestra. Voiture, Molière, La Fontaine beneficiaron las ricas minas de Quevedo, Alarcón, el Conde Lucanor; y con elementos ajenos han hecho las preseas con que resplandece la literatura moderna. El metal ha salido de España; el arte, el primor los han puesto los franceses. Entre los unos, los grandes ingenios han llegado a ser de renombre universal; entre los otros, su gloria respeta los términos de la nación. Injusticia será del mundo, pero es así. Dura lex, sed lex.

Cervantes ha superado los obstáculos que los dioses y los hombres oponen a los que intentan pasar a la inmortalidad: después de dos siglos de luchar desde la tumba con la indiferencia de los vivos, prevalece, y el mundo le proclama dueño de una de las mayores inteligencias que ha producido el género humano. La Sagrada Escritura, la Ilíada, la Eneida, ¿cuál, en el mismo espacio de tiempo; ha sido más repetida y traducida que el Quijote? Por poco que uno sepa entenderse con la pluma, ya le vierten al inglés: al francés, no hay Perogrullo que no se haga traducir. En Alemania hay sabios que estudian a los ignorantes, hombres de talento que analizan a los tontos. Los italianos son grandes traductores; todo lo traducen: está bien.

Que nos traduzcan al griego, al latín, esas lenguas muertas, difuntos sabios que yacen amajestados con el polvo de veinte siglos, esto ya puede excitar nuestra vanidad.   —549→   Don Quijote anda en ruso: el edicto de Pedro el Grande sobre que se rasuren todos cuantos son sus vasallos, no le alcanza a las barbas moscovitas con que se pandea en su viaje de Moscovia a San Petersburgo.

Anda en sueco, en danés: la antigua Escandinavia no contempló en nubes, entre las sombras de los guerreros, otra más belicosa y temible.

Anda en polaco: había más que Juan Kosciusko hubiera convocado un día a todos los caballeros andantes que anduviesen por el Norte. Tal pudiera haber venido entre ellos que bastase para dar al través con el poder del cosaco; y no se hallara el gran patriota en el artículo de escribir en la nieve con la punta de la espada: Finis Poloniae.

Anda en rumano, las orillas del Danubio le ven pasar armado de todas las armas, caballero sobre el corcel famoso que el mundo conoce con nombre de Rocinante. Si no acomete allí de pronto una alta empresa, es por falta de barco encantado.

Anda en catalán, anda en vascuence: ¡oh Dios!, anda en vascuence... ¿Cómo sucede que no anda todavía en quichua? Dios remediará: los hijos de Atahualpa no han perdido la esperanza de ver a ese grande hombre vestir la cushma de lana de paco, en vez del jubón de camusa con que salió de la Argamasilla.

Cervantes presumía de haber compuesto una obra maestra, habiendo compuesto su novela de Persiles y Segismunda; y tenía bien creído que los presentimientos de inmortalidad y gloria con que andaba endiosado desde niño, eran efectos anticipados de esta creación. No sabemos si algún francés de mal gusto haya vuelto a su lengua el tal Persiles: el Quijote, en el cual su autor miraba poco, ha sido puesto en griego, latín, lenguas muertas; en francés, inglés, portugués, italiano y alemán, lenguas vivas; en sueco, danés, lenguas semibárbaras, aunque de pueblos muy adelantados; en ruso, polaco y húngaro, lenguas duras y terribles, lenguas de osos y carrascas;   —550→   en catalán, vascuence, lenguas extravagantes. ¿Qué otro autor, inglés, francés, alemán, italiano ha merecido los honores de las nieves perpetuas y los de la zona tórrida? Miguel de Cervantes Saavedra es el más singular, el más feliz de los grandes escritores modernos; y los españoles no tienen por qué soltar el moco y soplarse amenazando, cuando decimos de España que no tiene sino a Cervantes. ¿Cuáles son las naciones que cuentan con muchos de esa talla? Por docenas, no hay sino gigantes pequeñuelos. Uno es el que empuña el cetro: el de España empúñalo Cervantes.

Pues hubo por ahí un don Valentín Foronda, un don Agustín Montiano, un Isidro Perales o don Blas Nasarre, que tomaron sobre sí el desvalorar a Cervantes; ¡y fueron españoles esos! Si se salen con la suya, ¿cuál es el príncipe de los ingenios españoles? Alonso Fernández de Avellaneda. Gran cosa.



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ArribaAbajo Capítulo VI

Don Diego Clemencín afirma en sus anotaciones que algunos pasajes del Quijote de Avellaneda hacen reír más que los de Cervantes. Puede ser; pero de la risa culta, risa de príncipes y poetas, a la risa del albardán, alguna diferencia va. Pantalón y Escarpín hacen también reír en el escenario, y no por su sal de gallaruza han de tener la primacía sobre esos delicados representantes que, huyendo de la carcajada montaraz, se van tras la sonrisa leve, la cual, como graciosa ninfa, hurta el cuerpo y se esconde por entre los laberintos luminosos del ingenio. La carcajada es materia bruta: molida, cernida, tras mil operaciones de Química ideal, daría quizá una sonrisa de buenos quilates; bien como el oro no comparece sino en granos pepitas diminutas, apartados de los otros metales groseros y la escoria que lo abriga en las entrañas. Escritor cuya habilidad alcanza la obra maestra de mantener a los lectores en perpetua risa invisible, es gran escritor; y risa invisible la que no se cuaja en los labios en abultadas formas, desfigurando el rostro humano con ese hiatus formidable que en los tontos   —552→   deja ver la campanilla, el gargüero y aun el corazón de pulpa de buey. La risa agigantada es como un sátiro de horrible catadura: la sonrisa es una sílfide que en alas de sombra de ángel vuela al cielo del amor y la felicidad modesta. No digo que Cervantes no sea dueño de carcajadas muchas y muy altas y muy largas; pero en las de este divino estatuario de la risa hay tal sinceridad y embeleso, que no sentimos la vergüenza de habernos reído como destripaterrones, sino después de habernos saboreado con el espeso almíbar que chorrea de sus sales. Cervantes, por naturaleza y estudio, es decente y bien mirado: honestidad, pulcritud, las Musas que le están hablando al oído con esa voz armónica y seductora a la cual no resisten los hombres de fino temperamento. Avellaneda, por el contrario, goza en lo torpe, lo soez; sus gracias son chocarrerías de taberna, y las posturas con las cuales envilece a su héroe no inspiran siquiera el afecto favorable de la compasión, por cuanto en ellas más hay de ridículo y asqueroso que de triste e infeliz. El mal hijo de Noé, burlándose de la desnudez de este venerable patriarca, ha incurrido en la maldición de Dios y el aborrecimiento de los hombres; así mismo el bajo rival de Cervantes, riéndose y haciendo reír de la desnudez y fealdad de Don Quijote, ha concitado la antipatía de los lectores y granjeado su desprecio.

Yo me figuro que entre Cervantes y Avellaneda hay la propia diferencia que entre los teatros de primera clase de las grandes capitales europeas, y esos teatritos ínfimos donde ciertos truhanes enquillotran a la plebe de los barrios más oscuros de las ciudades. El Teatro Francés, verbigracia, en París, en cuyo proscenio son puestas a la vista las obras maestras de Molière y Beaumarchais: donde el Misántropo desenvuelve su gran carácter; donde Tartufo asombra con los falsos aspectos de la hipocresía; donde Don Juan pone por obra los arbitrios de su ingenio tenebroso y su corazón depravado; donde el Barbero de Sevilla derrama a manos llenas la grata sal que cura tristezas y remedia melancolías; donde don Basilio enamora con su papel de confidente, al cual tan sólo por el respeto debido a la sotana no le designamos con el   —553→   nombre de echacuervos; donde las chispas del ingenio han un ruidecillo que parece música de alegres aves, y las malicias del amor vuelan encarnadas en cuerpos de donosos silfos. Allí, ante esa representación grandiosa de las costumbres desenvueltas por la inteligencia de primer orden, la carcajada no tiene cabida: si se atrevió a venir, a la puerta se quedó, contenida por la estatua de Voltaire, el cual nunca se rió como echacantos, risa alta y pesada, sino bajito, pian pianino, y en forma de puntas buidas metió su risa por el corazón de los errores y las verdades, los vicios y las virtudes. Así como Rabelais es el padre de la risa francesa, así Molière es el padre de la sonrisa: sonrisa cultura, pura; sonrisa de buena fe, de buena casta; sonrisa agradable, saludable; sonrisa señora, sonrisa reina, que temería caer en la desconsideración de las Musas, si se abultase en términos de dar en risa declarada: sonrisa sin voz ni ruido: estampa muda, pero feliz, donde el placer ejecuta sus mudanzas, asido de las manos con esa deidad amable que nombramos alegría.

Avellaneda es brutal hasta en sus donaires: no de otro modo los trufaldines de la Barrera del Infierno dan saltos de chivo, gruñen como cerdos, embisten como toros, y profieren sandeces de más marca para hacer reír a la gente del gordillo que está revuelta al pie de esas tablas miserables. Por donde podemos ver que en justicia el monje ruin que irrogó tantos agravios al autor del Quijote, no es su competidor, menos su émulo: rival es, porque obran en él envidia, odio, deseos nefandos, y el rival no ha menester prendas ni virtudes, siendo, como éstas son, excusadas para el efecto de aborrecer y maldecir. Admíranos, por tanto, que hubiese habido entre los sensatos españoles quienes diesen la preferencia a la obra sin mérito del supuesto Alonso Fernández de Avellaneda sobre la fábula inmortal de Cervantes, príncipe de sus ingenios. Yo supongo que la buena fe no mueve el ánimo de estos autores; y si por desgracia la abrigasen cuando juzgan a Cervantes inferior, y con mucho, al tal Avellaneda, harto fundamento nos darían para que a   —554→   nuestra vez sintiésemos mal respecto de su inteligencia. Las proezas de la envidia no son de ahora; esta es la primogénita de las ruines pasiones; Abel es menor que Caín. El cisne de Mantua fue mil veces acosado por cuervos que echaban granitos siniestros en torno suyo; pero el lodo que Mevio y Bavio le arrojaron, no llegó jamás a ensuciarle la blanca pluma, y así limpio, casto, puro ha pasado hasta nosotros e irá pasando a las generaciones venideras. Horacio, juez supremo en poesía, proclama a Virgilio el primero de los poetas, después de Homero: Ovidio canta los triunfos de su maestro: Tuca, Vario, en gran prosa, ensalzan al autor de las Geórgicas, y poseídos del furor divino conmueven el universo con la admiración gratísima con que le vuelven inmortal. Mecenas tiene a honra ser su amigo: Augusto cifra su gloria en tenerle a su lado: el mundo todo se inclina ante el foco de luz que brilla en esa cabeza, el fuego sagrado que arde en ese pecho y vuela al cielo en llamas poderosas. Y hay un Mevio que le insulta, le calumnia, le denigra; un Bavio que hace fisga de él, le escupe, le escarnece. El bien y el mal, la luz y las tinieblas, la verdad y la mentira son leyes de la naturaleza: querer hallar solas a las divinidades propicias, es querer lo imposible. No tenemos idea del bien, sino porque existe el mal: la luz no fuera nuestro anhelo perpetuo, si no reinara la oscuridad; y la verdad sería cosa sin mérito, si no estuviese de día y de noche perseguida y combatida por la mentira.

Para un Sócrates un Anito, un Melito: en no existiendo estos antifilósofos, ¿quién acusara al maestro? Para un Sócrates un Aristófanes: sin este poeta-histrión, ¿quién se burlara de las virtudes?

Para un Homero un Soilo; si no, la envidia se queda con su hiel en el pecho. Para un Homero un Escalígero; si no, la basura no cubre las piedras preciosas.

Para un Virgilio un Mevio, un Bavio: preciso era que inteligencia superior, corazón sensitivo, alma pura, buenas costumbres, poesía en sus más erguidas y hermosas disposiciones tuvieran enemigos que las hicieran resaltar   —555→   con el contraste de los vicios fingidos por la calumnia.

Alfesibeo es un mágico que por medio de sus encantos obliga a salir de la ciudad a Dafnis, su amada, y venirse a él a pesar suyo. «Hechicero, hechicero», grita Mevio. «Brujo, Brujo», grita Bavio. Los personajes imaginados por el poeta son el poeta mismo: las aventuras de los pastores de Virgilio son de Virgilio mismo. Así hemos presenciado casi en nuestros tiempos la cruzada impía que los perversos junto con los ineptos han hecho contra uno de los mortales más llenos de inteligencia y virtud que pueden salir del género humano: virtud, entendiéndose por ella ahora esa gran disposición del alma a lo bello y lo grande, aun cuando los tropiezos de la tierra y la maldad de los hombres le hubiesen aproximado al que la poseía a los vicios, y por ventura al crimen. El Giaur fue hijo de una imaginación candente, nacido entre torbellinos de humo negro y encrespado; no fue persona real, de carne y hueso; Manfredo, ese como un doctor Fausto de los Alpes, que aterra con sus cavilaciones y da espanto con sus evocaciones, no fue el poeta que le dio vida soplando en su propio corazón con la fuerza del alma desesperada. El Corsario, ese terrible ladrón de los mares, para quien la vida de sus semejantes vale menos que la de un insecto, no fue el mismo que ideó su carácter y le dio un cuerpo hermoso. Y con todo, sus contemporáneos temieron, aborrecieron, combatieron a ese poeta, tomándole, mal pecado, por los héroes de sus poemas, cuando las virtudes, virtudes grandes, se gallardeaban como reinas en su corazón inmenso. Lord Byron no es ya el vampiro que se harta de carne humana en el cementerio a media noche, y entra en su palacio a beber vino en un cráneo de gente convertido en copa: no es ya el don Juan Tenorio que engaña y seduce, fuerza y viola, se come a bocados honestidad y pudor, sin respeto humano ni divino, esclavo de la concupiscencia: no es ya el homicida secreto que ha derramado sangre inocente, por averiguar misterios perdidos en la vana ciencia de la alquimia. No es nada de esto: desvanecida la impostura, purificado el juicio, la generación presente ve en él, no   —556→   al ateo, no al criminal, sino al poeta, al gran poeta, y nada más. Desgracias excepcionales y dolores profundos le volvieron hosco y bravo: así como amaba el amor, cual otro Vicario de Wakefield, así le obligó el mundo injusto y perverso a amar el odio: Lord Byron amó y aborreció: amó como serafín, aborreció como demonio. Su alma, en tempestuoso vaivén entre estos dos abismos, cobró proporciones, unas veces de ente divino, otras de hijo del infierno. Bregando, forcejando, gritando, aleteando cual águila loca, vivió el poeta su vida de suplicio, devorado el pecho por una legión de ángeles convertidos en furias. Así a Virgilio, en otro tiempo, quisieron atribuirle vicios y culpas de sus héroes; cuando su buena índole, la apacibilidad de su genio, su bondadosa mansedumbre le volvían amable para todos los que no abrigasen en su seno esa víbora inspiradora de maldades que llamamos envidia.



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ArribaAbajoCapítulo IX

Don Manuel de la Revilla, escritor contemporáneo de los más notables de la Península, se ha empeñado en quitarle a Cervantes la joya más preciosa de su diadema negándole en mala hora la miseria y las desgracias, por sincerar a su patria de la nota de egoísta e indolente. ¿No sabe don Manuel que no hay verdadera gloria sin desgracia, y que el infortunio es el hoplita descubridor que les va abriendo camino a los varones ínclitos?


Oui, la gloire t'attend: mais arrête et contemple
A quel prix on pénetre en ces parvis sacrés:
Vois, l'Infortune assise a la porte du temple
En garde les degrés.



El infortunio, sí, señor, el infortunio es el dragón que cuida las manzanas de oro en el jardín de las Hespérides: el que desea apoderarse de ellas a todo trance, ha de pelear con ese monstruo y vencerle en singular batalla;   —558→   y puesto que le venza, no ha de salir sino chorreando sangre el cuerpo, el corazón herido, el alma ensayada al fuego. Terrible es esa aventura: los cruzados que fueron en busca de Reinaldo pasaron por entre los demonios que guardaban la mansión encantada de Armida en forma de grifos, tigres y serpientes, apartándolos y enmudeciéndolos con la varilla de virtudes: contra los custodios de la gloria, esta manzana de oro cuyas entrañas abrigan sabores y placeres inmortales, no hay varilla de virtudes. Esos monstruos no huyen; se les van encima a los atrevidos, y se los comen el alma, rompiéndoles el cuerpo con uñas envenenadas. Terrible es esa aventura: para acometerla, el caballero ha de ser de los más famosos andantes, de esos que, armados de todas armas, van sobre el endriago y le cortan la cabeza, dejando allí los vestidos y la mitad de su sangre. Don Manuel de la Revilla nos recuerda que el duque de Béjar y el Conde de Lemos fueron caritativos para con Cervantes, y que éste no padeció las necesidades que nuestro siglo acostumbra echar sobre la nación hispana como otros tantos cargos de mezquindad y egoísmo. ¡El duque de Béjar! ¿Ese grande de España que con sus dádivas no consiguió sino labrar el olvido del agraciado? ¡Cómo daría, cuánto daría el pobre duque, cuando su nombre ni más volvió a salir de los labios de Cervantes desde que éste hubo recibido su limosna! O la dio como suelen dar los soberbios, despreciando y alabándose, o fue tan cicatero, que lejos de infundir gratitud en el pecho del hambriento, infundió desprecio; pero desprecio humano y generoso, de esos que se duermen y quedan muertos en el silencio.

Clemencín da mucho a entender y deja al lector mucho que adivinar con sus cultas reticencias, tocante a la frialdad del más agradecido de los hombres para con el señor duque protector. El conde de Lemos sí, más constante y bien intencionado; pero generoso, ni él. ¿Cómo sucede que estos ricos, estos botarates que echan por la ventana veinte mil duros en una noche de luminarias o en un festín de quinientos platos; cómo sucede, repetimos, que estos que tienen para hartar de ficédula, petirrojo, alondra y ave del paraíso, asentados con brazos de   —559→   mar de Tokay y Roederer, a sus reyes, sus parientes, sus camaradas, sus amigos tan opulentos como ellos, no dan a un pobre ilustre de una vez para toda la vida, o cuando menos para algunos años, y no que le obligan a estar volviendo a sus umbral es y llamando a su puerta cada día. El conde Lemos alcanza nuestra gratitud por los beneficios que hizo a Cervantes y en él al género humano; pero si tomando el quinto de su renta anual le hubiera asegurado su fortuna con una casita de campo, una heredad donde el hombre de ingenio hubiera ido a sepultarse, tranquilo respecto del pan de cada día, a la gratitud hubiéramos agregado la admiración, y tendríamos placer en llamarle Augusto al señor conde, siquier Mecenas, protectores apasionados del talento y las virtudes.

El embajador de Francia mostró una ocasión viva sorpresa en Madrid de ver que hombre como Cervantes no estuviese aposentado en un palacio y servido como príncipe a costa del Gobierno. Esto nos reduce a la memoria la hermosa fundación de los atenienses llamada Pritaneo, donde los ciudadanos que habían merecido bien de la patria por la inteligencia, la sabiduría, el heroísmo, las virtudes extraordinarias, se recogían a vivir a expensas de la República, la cual no escatimaba ni el tesoro común, ni los miramientos debidos a tan singulares personajes. Logista Cario, llegando a tiempo a la buhardilla de la ciudad de Burdeos para que Inarco Celenio no fuese a la cárcel, le está preguntando con tristeza al señor de la Revilla si no pudiéramos decir hoy como en tiempo de Cervantes: Ibera semper incuriosa suorum. Hubo extranjeros que pasaron a España sin más objeto que conocer a tan egregio varón; y muchas veces se llenaron de asombro al ver la inopia en que se estaba consumiendo ese grande hombre. No estaría Cervantes tan bien en su patria, cuando se insinuó con los Argensolas para que le llevasen consigo a Nápoles. Estos, menos hidalgos que poetas, se lo ofrecieron, y burlaron la esperanza con el olvido. Desengaños, amarguras a cada paso en el autor del Quijote. Don Manuel de la Revilla cumple   —560→   con su deber cuando intenta salvar a España salvando a Cervantes; pero el defecto de la armadura está allí, y bien a la vista. Más decimos: los españoles no han conocido el mérito, o más bien todo el mérito de su gran compatriota, sino cuando éste, dando golpes en su tumba desde adentro, ha llamado la atención del mundo con un ruido sordo y persistente. Y aun así, no son los españoles los primeros que le han oído, sino ciertos insulares cosmopolitas para quienes son patria propia las naciones donde descuellan grandemente la inteligencia y el saber humano. Los ingleses, con su admiración alharaquienta por Cervantes, sus traducciones del Quijote, sus comentarios, le han sacado a la luz del día y le han puesto al autor entre Homero, Platón, Virgilio, Tácito y los autores más esclarecidos de todos los tiempos, y su obra entre la Ilíada, la Lusiada, la Divina Comedia, el Decamerón, el Orlando Furioso y más obras que acostumbramos llamar clásicas y maestras. España descuenta hoy día con el amor y los honores el olvido y los ultrajes que devoró Cervantes en la tierra; y tan alto el precio en que tiene a su grande hombre, que no le sería bien contado al que hoy saliese volviéndose notable con la menor ofensa a su memoria. Nosotros, gracias a Dios, hemos respetado siempre a ese rey de la pluma; y tanto le hemos compadecido por lo infeliz, que nunca hemos contemplado en su suerte sin sentir húmedos los ojos. En cuanto a volver por él, ni tenemos contra quién ahora, ni nuestras fuerzas serían para entrar en tan grandiosa estacada. Con todo, si acudieren caballeros aventureros, que nos repartan el sol, aquí estamos los mantenedores, no como el doncel de don Enrique, puesto el encaje, sino el rostro descubierto, para que se vea si el semibárbaro de América es paladín leal ni tiene miedo.



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ArribaAbajo Capítulo X

Hay un español para quien los defectos mismos de Cervantes son perfecciones dignas de imitación, y sus errores axiomas y reglas del lenguaje más cumplido. Garcés, en sus Fundamentos del vigor y la elegancia de la lengua castellana, obra de mérito incuestionable, pone de muestras lugares del Quijote que dan harto a conocer que el autor no tuvo gran cuenta con la tersura y pulidez requeridas siempre por las obras de tomo. Virgilio impuso a sus testamentarios Tuca y Vario la obligación de echar al fuego la Eneida, porque no la había traído al cepillo tantas veces cuántas él quisiera: Cervantes no leyó ni una sola su manuscrito, y así le dio a la estampa, lleno de lunares, como todo el mundo sabe. El autor de los Fundamentos arriba mencionados es un peripatético antiguo, de esos que se hubieran dejado moler en un pilón antes que entrar en cuentas con el maestro. Pero el magister dixit no es razón, y los votos pedarios no resuelven los grandes asuntos de interés general y perpetua trascendencia. Ni el respeto debido a la autoridad   —562→   de Cervantes, ni el peligro de caer en vanistorio han sido bastantes para que nos abstengamos de hacer una tácita censura de ciertos pasajes donde flaquea ese gran entendimiento, donde verosimilitud y decoro están brillando por la ausencia. Decimos tácita censura, porque nunca nuestra osadía hubiera acometido la obra de corregir de manera didáctica los que a nosotros nos parecen defectos, en un corazón, eso sí, con los críticos más autorizados de España y otras naciones. Si Homero mismo cae en esa pesada soñolencia de que habla Horacio, quandoque bonus dormitat Homerus, ¿qué mucho que otro cualquiera, por despierto que ande a las prescripciones del arte y las advertencias del buen gusto, rinda la cabeza a esa deidad indolente que suele nacer de la fatiga y el descuido?

En mala hora el triste Avellaneda fue a tomarle en el camino a Don Quijote, y le llevó a las justas de Zaragoza, cumpliendo con el programa de Cervantes: si esto no sucede, el caballero andante, en manos de su legítimo conductor, va allá, y en teatro más adecuado para su índole y profesión, sigue desenvolviendo su gran carácter de paladín esforzado e invencible caballero. Allí, en la estacada, su gentil persona está como en su centro: a las justas de Zaragoza concurren, suponemos, Beltrán Duguesclin, Pierre de Brecemont, Miser Jaques de Lalain, el señor de Bouropag, Juan de Merlo, Don Fernando Guevara, Suero de Quiñones y otros muchos aventureros de las naciones caballerescas. Don Quijote de la Mancha se afirma sobre los estribos, requiere su buena lanza, y ora venid juntos, ora venid solos, da sobre ellos, andando tan brioso y activo Rocinante, que no parece sino que le han nacido alas a posta para esa aventura. Concluida la batalla, las princesas y señoras de alta guisa que están en sus tablados de colgaduras de terciopelo, baten palmas exclamando: «¡Honra y prez a la flor y nata de los andantes caballeros! Bienvenido sea a estos reinos el desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, sombra y arrimo de doncellas menesterosas!». Y luego oye el vencedor un suspiro largo y apasionado, y se encuentran los suyos con unos ojos negros que le están devorando, y viene una dueña y a furto le dice: «Señor   —563→   Don Quijote, lléguese a ese palacio, si es servido, que mi señora la princesa Lindabrides quisiera comunicar con su gallardía cuatro razones». Pero no, nada de esto que es tan propio de Don Quijote; sino que ¡el miserable Avellaneda le coge y le hace dar de azotes en la cárcel! ¡Azotes a Don Quijote de la Mancha, el carácter más elevado, el loco más respetable por la virtud, el más honesto y digno de cuantos son los hombres! Ese Don Quijote preso, con sentencia de azotes sobre sí, la pena de los infames, ¿para qué sirve ya? Después de los azotes, Jesús mismo no tiene sino morir: ni desdicha, ni vilipendio, ni dolor como ese en el mundo; el que los lleva cúrese con la muerte del género humano, o sucumba; el sepulcro únicamente puede serle disculpa a la opinión de los hombres. Me acomodaron con ciento, decían los ladrones descarados, cuando se usaba este horrible castigo.


A espaldas vueltas me dieron
el usado centenar,



dice otro pícaro sin vergüenza. ¡Y la pena de los rufianes, los alcahuetes y los pillos al dechado del pundonor y la hidalguía, a don Quijote de la Mancha! Si un vecino compasivo no le salva, azotan a Don Quijote, y el menguado Avellaneda está triunfante.

Addison ideó un carácter en el cual concurriesen todas las virtudes filosóficas y morales, y lo encarnó en la persona de sir Roger de Voerley, la cual triunfa en el Espectador de la Gran Bretaña, ni más ni menos que un buen hombre Ricardo de Benjamín Franklin. Sir Roger es bueno, pacífico, sufrido; sir Roger es amable, ameno, abunda en instrucción y buen juicio; sir Roger profesa la tolerancia, mira con benevolencia al prójimo, perdona los agravios y no los irroga jamás. Girando en la órbita de la modestia, sir Roger expone ideas elevadas, practica las buenas obras, sus costumbres son irreprensibles. Sir Roger es el timbre de Addison, quien le eleva y purifica más y más en cada número de su insigne periódico. Con   —564→   justicia aborrecemos nosotros los colaboradores. De repente, un día aciago, sin que su amigo, protector y padre tuviere noticia de su desgracia, sir Roger comparece en una taberna, alzando el codo, cosa que nunca había hecho, en una escena vergonzosa entre mujeres de mal vivir. El Espectador genuino, el austero Addison, estuvo en un tris de caerse muerto cuando le vio: aturdido, desesperado, entra a su casa y le mata a sir Roger de Coverley. Al otro día, en el número, siguiente, el pobre sir amaneció muerto. Todos sintieron y todos aplaudieron: un gran carácter envilecido de repente debe morir. Steele, el colaborador de Addison, cometió un abuso de confianza: sir Roger no era suyo; si tuvo necesidad de un hombre bajo, ¿por qué no fue a buscarle entre los mandilejos de la hampa? No de otro modo Alonso Fernández de Avellaneda ha tomado a Don Quijote de la Mancha, le ha metido en la cárcel entre carlancones y delincuentes, y le ha condenado a pena de azotes . ¡Azotes a don Quijote de la Mancha, caballero de los Leones, émulo de Amadís de Gaula, amante de la sin par Dulcinea, que mañana tendrá dos o tres coronas con que premiar a sus escuderos!

En esto finca justamente nuestra queja más amarga contra Miguel de Cervantes quejas también de él, con ser quien es, las tenemos. Alonso Fernández de Avellaneda le lleva a las justas de Zaragoza al invencible Don Quijote, y lejos de hacerle justar y romper lanzas con el señor de Charni o con Diego Pimentel, le hace consuma, mil necias locuras en la calle, para que le arrastren a la cárcel y le den de azotes. Cervantes, que si no mató al hijo de su imaginación cuando le vio infamado, debió haberle hecho comparecer más alto y garboso en el escenario de la caballería, endereza su camino a Cataluña, y con un cartel infamante a la espalda, le hace dar vueltas por las calles de Barcelona, seguido de un tropel de muchachos burladores, de canalla soez y pícaros, que empiezan a echarle cohombros y cortezas de naranja. Para colmo de absurdo y negadez, allí está don Antonio Moreno, su huésped, exponiéndole a la mofa de la ciudad y los insultos de los rufianes; Don Antonio Moreno,   —565→   hombre de bien y de chapa, según nos le da a conocer Cervantes mismo. Los azotes con el cartel, allá se van: el uno se hundió, pero el otro también cayó. Esta escena del Quijote, sin propiedad, porque no es caballeresca; sin de coro, porque las virtudes del héroe están escarnecidas; sin gracejo, por insulsa, es el tributo que los grandes escritores suelen pagar al mal gusto y el error. El paso de Don Quijote en las calles de Barcelona con un cartel infamatorio en la espalda es la burla de Milton en su poema, esa gran majadería donde los demonios se están riendo de los ángeles y haciéndoles fuego de cañón: es Childe Harold cuando se da cordelejo con los trascantones y palanquines de Newgate.

Sólo en Virgilio, el más puro, el más atinado de los autores, no hay -dicen- ni un solo pasaje indecoroso. Y vaya esta excepción, por ser la única, en abono de Cervantes. ¡Oh, y cómo Don Quijote no hubiera pensado jamás en ir a Barcelona! Los caballeros andantes lo son, cabalmente porque corren el mundo en busca de las aventuras; aventuras que los están esperando por encrucijadas y despoblados, no por ciudades curiosas y nada fantásticas. Princesas a la grupa de caballeros moros, gigantes desemejables, endriagos y vestiglos, malandrines y follones, en los caminos y las sierras, palacios encantados, ciudadelas de honda cava y ancho foso, castillos de torres de plata, enanos, atalayas, encantadores, mágicos, ¿en dónde sino en los Pirineos? O váyase a Damiata el aventurero; allí puede cortarle la cabeza al perverso nigromante descaminador y despoblador de las embocaduras del Nilo. Los ejércitos de Alifanfarón de Trapobana y Pentapolín del arremangado brazo, ¿se les encuentra en la esquina de la calle por ventura, entre los regatones que van gritando: «¡Albillo como el agua!, ¡besugo!, ¡besugo!»? Todo eso es aventura y aventura no ocurre donde el policía anda arrastrando el sable, sino donde un loco gracioso puede embestir a mansalva con cuanto vizcaíno y cuanto fraile encuentra por esos mundos de Dios. Don Quiote en Barcelona es un eclipse lamentable: Sancho Panza ha casi desaparecido, y es lástima. Pues el sarao..., ¡qué sarao! Señoras de rumbo, cuales deben   —566→   ser las que componen estas fiestas, en casas tan principales como la de don Antonio Moreno; niñas en quienes inocencia y delicadeza no pueden ir separadas; hermosas, que obligan a la consideración y el respeto con el porte elevado y señoril, no son para burlarse de un pobre loco, así, como gente de escalera abajo, con tanta ordinariez y grosería, y menos cuando el caballero es huésped de la casa, circunstancia que imprime en él carácter de sagrado. En vez de un concurso de reinas y doncellas caballerescas, donde el gran Don Quijote hubiera resplandecido por la cortesía, están allí cuatro locas que le toman, le hacen dar vueltas, le pisan, le cansan, le marean, le botan y le dejan arrastrando en tierra. «Caballero andante es una cosa que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy la criatura más desdichada del mundo; y mañana tendrá dos o tres coronas que ofrecer a su escudero». Esto sí; mas caballero andante no es utensilio de galopín, ni objeto que está a los pies de los caballos. ¿No sabían, sin duda, las señoras catalanas que caballeros andantes son señores a quienes sirven las Gracias, cuyos pies lavan los Amores con agua de jazmín y rosa?


Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino:
Princesas cuidaban de él,
Doncellas de su rocino.



Los palos, como anexos a los andantes, no los envilecen ya; y como el darlos y el recibirlos viene en ellos vertiendo sal, los admite de buen grado el lector, y aun los echara menos, si faltaran; pero los azotes..., pero el cartel..., pero el baile... Je veux qu'ils donnent une nazarde a Plutarque sur mon nez, dice el autor de los Ensayos, et qu'ils s'eschauldent a injurier Seneque en moi. Il fault musser ma foiblesse soubs ces grands credits. Sí, que le den un papirotazo a don Juan Bowle en mi   —567→   nariz, y se abran a la injuria contra don Diego Clemencín, si hay españoles sin ojos para ver, sin oído para oír. Don Quijote en Barcelona es una salsa de perro, un raya en el agua indigno de la púrpura imperial. Mas ¿qué importa ese montón de tierra en medio del verde bosque donde cantan las aves del paraíso tantas y tan bellas y con tan grata melodía? Mujer fuerte, ¿quién la hallará? Obra sin defecto, ¿dónde estará? El Quijote, grandiosa epopeya de costumbres, no pudo haber salido sin ningún desbarro que por el contraste nos hiciese admirar la perfección y gracia de la obra en su conjunto; bien así como el desperfecto fortuito de una cara hermosa está recomendando lo cumplido de las facciones y poniéndonos en el artículo de exclamar: ¡qué ojos!, ¡qué labios! Sin esa excrecencia impertinente, esa mujer fuera una diosa.



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Arriba Capítulo XI

Entre los pecados y vicios de las buenas letras, el peor, a los ojos de los humanistas hombres de bien, es, sin duda, el que llamamos plagio o robo de pensamientos y discursos. Crisipo en la antigüedad era maestro tan sin escrúpulo, que tomaba lo suyo donde lo encontraba; y suyo era, en su concepto, lo bueno, lo grande que los filósofos alcanzaban a idear y expresar en la academia, el pórtico o el liceo. Corneille, en nuestros tiempos, ha tomado con admirable franqueza de los autores cuanto ha sido de su gusto y lo ha vendido por original. Ni en el filósofo antiguo ni en el poeta moderno acredita esa pobreza de inteligencia, sino así una como familiaridad y confianza, mediante las cuales los bienes de sus amigos son como suyos, y por tanto buenos para el uso propio.

Había en un plantel de educación superior un estudiante de los más notables por el ingenio, los bienes de fortuna y la posición social de sus señores padres. Rico además, su guardarropa era tan abundante, que bien hubieran podido salir de él de tiros largos todos sus condiscípulos.   —570→   Pues este gran señor de colegio hacía lo que Crisipo, tomaba lo suyo donde lo encontraba, y suyo era pantalón, capa o sombrero que podía haber a las manos. Y no que fuese guardoso ruin de lo propio, sino al contrario, tan maniabierto, que los pobretes de entre sus camaradas se emperejilaban, acicalaban y componían por la mayor parte a costa suya. Eso de echarse encima el primer mantón que hallaba, y largarse a la calle, era de todos los días; y muchas veces le sucedió coger y ponerse un turumbaco o torre de Francia de un viejo catedrático, casado en segundas nupcias y doctor en teología; con lo cual queda dicho que el sombrero, si no del tiempo de la conquista, por lo menos anterior al serenísimo Carlos IV, que Dios tenga en su santa gracia. Acuérdome haberle topado una ocasión en el portal del Arzobispo de la ciudad de Quito, muy puesto en orden con su buen manteo negro, de vueltas peladas y desflecadas, y el susodicho turumbaco o torre de Francia, el cual por lo quebrado del ala parecía sombrero de tres picos. Verle y echarme a reír, todo fue uno. Él iba de prisa, según su costumbre: sin pedirme explicaciones ni echarme el guante, pasó ese como Santo Tomás o San Atanasio, que así me figuro han de haber andado los teólogos de su época. Como entro yo en el colegio, he allí un clérigo que se me llega cojín cojeando y me interroga: ¿No has visto en alguna parte a ese loco de Vicente? Aquí me tienes que se fue con mi manteo, pensando que era su capa. -El manteo de usía, señor, y el sombrero del doctor Angulo; por allá va.

Las prendas que tomaban Crisipo y Corneille eran, sin duda, más elegantes y valiosas; pues yo supongo que no habrán ido a enriquecer sus obras con arandeles y argamandeles teológicos que los hubiera vuelto ridículos por extremo. Escritores hay tan sin género de aprensión, que ni siquiera se toman la molestia de dar otra forma a las alhajas que saltean; donde otros están haciendo memoria y averiguando consigo mismos si tal idea no pertenece a tal filósofo, si este pensamiento no lo expresó ya ese historiador o poeta. «La verdad es común a todos -dice uno que se burla de los que le acusan de   —571→   plagiario-: el que la dice antes, no le quita a nadie el derecho de decirla después». Con la autoridad del viejo gascón, el filósofo de los Ensayos ahora poco mencionado, pudiéramos prohijar o repetir ciertas cosas que cuadran con nuestra índole; mas entre el crear y el imitar, entre el tener y el coger, entre el producir y el pedir, la palma se la llevará siempre el ingenio rico y fecundo que halla cosas nuevas, o reviste las conocidas de tal modo que vienen a parecer originales y sorprendentes. La imaginación no es más que la memoria en forma de otra facultad: si esta es ocurrencia nuestra o puro recuerdo antiguo y confuso, no lo sabemos; mas como no somos de los que toman en orden a la materia de este capítulo. Pongamos que la idea es de autor antiguo o moderno; ¿quién nos quitaría a nosotros el poder de amplificarla y desenvolverla según el caudal de nuestras facultades? Sí, la imaginación es la memoria, la memoria tergiversada de tal modo, que no se conoce ella misma: imaginación es memoria cuyos mil eslabones rotos y dispersos va tomando la inteligencia y acomodándolos de manera de formar con ellos imágenes nunca vistas, las cuales son anagramas de las vistas y conocidas. No hay figura que no sea un recuerdo o un conjunto de recuerdos: de muchas reminiscencias, la imaginación pergeña un cuadro hermoso y nuevo.

Esto nos engolfaría quizá en el sistema de Aristóteles, según el cual nada hay en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos. Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Pero las ideas innatas mismo, ¿acaso lo son ni se llaman así porque le ocurren a uno por la primera vez, sin que antes a nadie le hubiesen ocurrido, sino porque, según el sentir de algunos, nacen con el hombre sin que en ellas tenga parte la enseñanza del mundo, ni las lecciones que le dan al alma la luz, el calor ni los objetos palpables? Puede haber ideas innatas, y esto en ninguna manera da al través con este axioma: La imaginación no es más que la memoria tomada por partes, y acomodada de cierto modo que viene a parecer facultad distinta. Un hombre privado de memoria, de hecho queda sin imaginación: le faltan los recuerdos,   —572→   las vagas y lejanas reminiscencias, y no le es dado componer esos conjuntos admirables en que el alma se recrea teniendo debajo de su albedrío a esa esclava activa y pintoresca que llamamos imaginación. El orden y la exactitud en los fenómenos y los acontecimientos constituyen la memoria: imaginación, en cierto modo, es desorden y olvido de la memoria. Un collar de piedras preciosas de diferentes colores artísticamente engarzadas representará la memoria: el diamante cristalino, el rubí que está echando fuego, el zafiro de celestes visos, la verde esmeralda, el ónice apagado, todos con sus significaciones respectivas, darán idea de la memoria, esta rica facultad que si se desquicia un punto, cae desbaratada; y las mismas piezas, sueltas y revueltas en resplandeciente muchedumbre, son elementos de la imaginación. Sin almáciga de ideas, no hay facultad imaginativa; y como sin recuerdos el círculo de ideas sería menguadísimo, resulta que la memoria es el aparador suntuoso donde la imaginación toma lo que necesita para sus portentos, los cuales a su vez van a cebar la fuente donde está bebiendo de día y de noche la inteligencia humana.

Este introito psicológico va encaminado a un hecho; y es dar a saber a nuestros lectores, si nos los depara el cielo, que las escenas de nuestra obrita titulada Capítulos que se le olvidaron a Cervantes no son casos ficticios ni ocurrencias no avenidas; mas antes acontecimientos reales y positivos en su totalidad, o convertidos en cuadros completos, gracias a un miembro, un toque, un brochazo que, hiriendo nuestros ojos, se han ido adentro a despertar en el alma el mundo de sensaciones que suele estar pendiente de una reminiscencia entorpecida. Muchas escenas puestas en tono caballeresco son las comunes y diarias, sin otra dificultad para componer de ellas un paso fabuloso, que echarle a la historia cortapisas y arrequives con sabor a antigüedad y caballería. Pocas aventuras o lugares de nuestro libro recordarán otros de Cervantes; ni podía ser de otro modo, supuesto que, como llevamos dicho, las por nosotros referidas son historias pasadas a nuestra vista o de las   —573→   cuales tenemos conocimiento. Componer un libro original en materia agotada por Cervantes nadie dirá que no es un esfuerzo laudable de la imaginación; pero como nos hemos puesto acordes en que la imaginación no tiene gran parte en la obrita, vendríamos a la necesidad de echar mano por el ingenio, si ya fuésemos tan menguados que achacásemos a él lo que tal vez no llamará la atención de los doctos y seguramente no correrá la gran suerte del libro de Cervantes. Don Eugenio Hartzenbusch le dijo a un notable viajero sudamericano52 He leído la obra que usted me presentó. El artículo titulado «Poesía de los moros» es de todo mi gusto. En cuanto al «Capítulo que se le olvidó a Cervantes», le diré a usted que, por bueno que sea, es imitación, y como tal, de menos mérito que las excelentes partes originales que contiene El Cosmopolita. Don Eugenio, por la cuenta, olvidó el gran caso que la Academia Española y los humanistas han hecho en todo tiempo de lo que ha sonado aun remotamente a Cervantes; los dos capítulos disparatados que un desconocido dio a luz en Alemania vinieron a París haciendo ruido, y merecieron el análisis y el juicio de literatos de cuenta. La continuación de Avellaneda fue semillero de contrapuntos y disquisiciones literarias tan ardorosas, que apenas si han caído las altas llamas que al principio se levantaron de esa hoguera. El Quijote de la Cantabria, por del todo necio e insignificante, no ha alcanzado más favor que el inmediato olvido. En cuanto a las imitaciones de Guillén de Castro, Calderón de la Barca, Meléndez Valdés y otros autores ilustres, claro se está que el imitar a un gran ingenio no es cosa de tener en poco, una vez que esos de más de marca arrimaron el hombre a tan dura labor. El toque está en el éxito, lo repetimos: si Guillén de Castro o Meléndez Valdés hubieran salido bien, sus obras hubieran sido de gran mérito; así como un Partenón levantado por otro Fidias, en siendo igual al de este maestro, no alcanzara menos admiración que el primitivo. Si para honra del género humano y gloria de nuestro tiempo naciese en la   —574→   poética tierra de Urbino un artista que tomase, no el cuerpo solamente, sino también el alma de la Transfiguración, y compusiese una obra tan cumplida como la que hoy es riqueza del Vaticano, ¿sería menos admirable que el prototipo de los pintores? Quien nos componga una Eneida, en nada inferior a la que ya tenemos, le damos por aprovechado. Boyardo y Berni se están paseando fraternalmente por los Campos Elíseos, y Cástor y Pólux no se hacen mala obra el uno al otro. El punto finca en haber ganado el derecho a la media inmortalidad; ventolera de la cual, gracias a Dios, nos hallamos muy apartados.

El caso fue que un tiranuelo de esos que no pueden vivir en donde hay un hombre y llaman enemigos del orden a los campeones de la libertad, nos tomó un día y nos echó a un desierto. No tantos años como Juan Crisóstomo en el Pitio, pero allí vivimos algunos sin trato social, sin distracciones, sin libros; ¡sin libros, señores, sin libros! Si tenéis entrañas, derretíos en lágrimas. Por rehuir el fastidio, o quizá los malos pensamientos, tomamos la pluma y pusimos por escrito en tono cervantino una escena que acababa de ofrecernos el cura del lugar, ignorantón medio loco y aquijotado; y fue que un día recogió los clérigos de esos contornos y las parroquias vecinas, y todos juntos se remontaron a la cresta oriental de los Andes, a horcajadas en sus mulas y machos, en busca de una Purísima que había nacido entre las marañas de la sierra. A la Virgen halláronla en un cepejón, con cara, ojos, boca tan patentes, que allí luego dieron orden de que se erigiese una capilla; y en tanto que llegaban los romeros con la romería, vistiéronse ellos de salvajes con musgos, líquenes, hojas, y en horrendas figuras comparecieron en la plaza del pueblo, todos ellos con máscaras extravagantes, gritando que la Virgen había nacido en el monte. Un matasiete que a la sazón se hallaba en el pueblo con una brigada de soldados, tomando a burla las charreteras de lechuga de aquellos fantasmas, monta a caballo lanza en ristre, y sin averiguación ninguna los arremete de tan buena gana, que los que no se encomiendan a los pies caen mal feridos. Nosotros   —575→   moríamos de risa en nuestra ventana, sintiendo sí que no hubiesen venido a tierra cuatro monigotes más a los golpes de ese invencible caballero. La cosa no era para echada al olvido: y como hubiésemos anteriormente dado a la estampa un escritillo titulado «Capítulo que se le olvidó a Cervantes», el cual fue acogido con aplauso en la América del Sur, quizá porque era un venablo contra el susodicho tiranuelo que harto tenía de Quijote, buscándonos el diablo, describimos la escena; y por aprovecharnos de ciertos estudios que teníamos hechos de la lengua castellana y el ingenioso hidalgo, pasamos adelantes, hasta cuando a la vuelta de seis meses los capítulos hechos y derechos eran sesenta; ¡sí, señores, sesenta! De éstos, los cincuenta serán escoria: como se nos cuajen los diez, y rueden en el crisol en forma de granos y pepitas relucientes, felices nos estimaremos y ricos ademas con tan humildes preseas.

La fábula de Cervantes de nada tiene menos que de original: libro es de caballería, y peste de su tiempo eran los tales. Asunto, estilo, lenguaje, escenas, todo es en el Quijote pura imitación de Amadís de Gaula, Don Belianís de Grecia, Palmerín de Inglaterra y más adefesios que eran las delicias del señor Carlos V y sus fanáticos y aventureros coterráneos. El triunfo de Cervantes fue la sátira boyante, el golpe tan acertado, que la enorme locura de ese siglo, herida en el corazón, quedó muerta, cual toro en la plaza de Valladolid a manos de don Diego Ramírez, o en la de Sevilla a las de don Pedro Ponce de León, de una sola espadada. Exclusivamente el objeto fue propio de Cervantes: lo demás, bien así la esencia como la forma, pura imitación. Y con esta imitación ha pasado a ser uno de los más célebres autores de cuantos son los que componen la república literaria. Ese objeto no era ya para nosotros, puesto que nuestro maestro lo llenó trescientos años ha; y por lo mismo, para ver de conciliar algún interés a nuestro invento, han sido necesarios muchos requisitos, con los cuales no sabemos si hemos cumplido. Llenar todos los números en cualquier materia es perfección; y obra perfecta ni mujer fuerte ¿quién la hallará? Nuestro ánimo ha sido disponer un   —576→   libro de moral, no un «Pantagruel» para la risa, ni Le moyen de parvenir para gula de los sentidos: Rabelais y Richet no aciertan ni a sernos agradables, menos a servirnos de numen. Verdad es que Molière y La Fontaine, sabían esos autores de memoria; pero La Fontaine, ese viejo libidinoso que ha poetizado la sensualidad, vistiendo de Musa a la corrupción, ¿puede ser él mismo ejemplo saludable? Cervantes es cristiano, delicado, honesto, y ríe riendo da heridas mortales en los vicios y las preocupaciones de los hombres. El género es el más difícil: haber acometido la empresa es laudable osadía, a buen seguro; llevarla a felice cima no es para nosotros, pues no pensamos que nuestro libro pueda pasar por las picas de Flandes. Si él llegare a caer por aventura en manos de algún culto español, queda advertido este europeo que hemos escrito un Quijote para la América española, y de ningún modo para España; ni somos hombres de suposición que nos juzguemos con autoridad de hacerle tal presente, a ella dueña de lo suyo, ese tan grande y soberbio que se anda coronado por el mundo. Con todo, si vosotros, ¡oh españoles!, ¡oh hijos de nuestros padres!, ¡oh hermanos en religión, lengua y costumbres!, si vosotros llegáredes a ver nuestra obra, a leella, examinalla y juzgalla, sed, no generosos con lo indebido, pero sí benévolos hasta donde lo comporten vuestra gran literatura y la gloria del príncipe de vuestros ingenios! «E en el nueso pecho que piadoso e amoroso es, meteredes un buen porqué de amor e gratitud, para hablar con el Bachiller Fernán Gómez de Cibdad Real».

Pero Cervantes, argüís, le dejó muerto y enterrado a Don Quijote, a fin de que nadie osase tocarle después de él; ¿cómo sucede que nos le presentáis vivo y efectivo, en carne y hueso, después de tantos años como ha que es polvo y nada en las entrañas de la sepultura? ¿Sois acaso Geneo o Mambreo, mágicos que imitan los milagros de los profetas?, ¿o Abarís, ese brujo sublime que sobre una flecha encantada pasa montes, cruza mares?, ¿o Apolonio, que resucita muerto? -No, señores: ni siquiera Don Enrique de Villena o Pedro Balayarde: a don   —577→   Quijote no le hemos resucitado: no hemos hecho sino seguirle la pista a su conductor: olvido que le sucede asunto nuestro es. Por esta razón la obrita lleva por título Capítulos que se le olvidaron a Cervantes: y limpios nos hallamos de ese grande, negro hecho que se llama exhumación. Fáltanos tan sólo advertir que los personajes que en ellos hacen figura son todos reales y positivos, tomados de la naturaleza, bien así los en quienes concurren las virtudes, como esos bajos y feos que están brillando por el mal carácter o los vicios. No somos nosotros, de los que tienen creído que no conviene aludir a las personas: la ley alude muy bien al delincuente cuando le señala para la horca; el juez cae en una personalidad con sentenciarle, nombrándole una y mil veces. Los perversos, los infames han de pagar la pena de sus obras: díganlo si no emperadores, reyes, papas, tiranos, obispos, curas, malvados grandes y pequeños que Dante Alighieri ha hecho muy bien de poner en el profundo, aun viviendo muchos de los que él encuentra por allá en pleno goce de los suplicios eternos. Miguel Ángel, por su parte, lo menos que hace es ponerles en sus pinturas orejas de burro a los pícaros sus malquerientes. Vayan estos a quejarse a Su Santidad, y le oirán: Si Miguel Ángel te pusiera en el purgatorio, de allí te sacara yo a fuerza de sufragios; pero en el infierno; caro mio, nulla est redemptio.

Un gran autor moderno ha dicho: por poco interés que yo tenga por mí mismo, nunca seré tan menguado que vaya a indisponerme con un hombre de talento, de esos que pudieran transmitir mi fama a la posteridad, concitando contra mí el odio de mis semejantes, o haciendo reír de mi persona al mundo entero53. Ese poco interés por sí mismos lo tienen muchos: como adrede molestan, ofenden, per siguen en toda forma a los que pueden ponerlos en los quintos infiernos, o retratarlos con orejas de burro, o hacerlos apalear muy a su sabor con don Quijote. Desahogos ruines, no son nuestros;   —578→   pero sí hemos castigado maldades en los perversos, vicios en los corrompidos, bajezas en los canallas: difamación, envidia, ridiculez, páganlas allí al punto difamadores, envidiosos y ridículos. ¡Bonitos somos nosotros para dejarlos con el tanto a tanto pícaro, traidor, villano o declaradamente infame como nos han salido al paso en las encrucijadas de la vida! Por dicha, armados de armas defensivas impenetrables, como la verdad, que es cota de malla; la serenidad, que sirve de loriga; la ausencia de miedo, que es morrión grandioso; con nuestra espada al hombro, hemos pasado por entre la muchedumbre enemiga, derribando a un lado y a otro malos caballeros, malandrines y follones. Virtud es el perdón: perdón para los enemigos; crímenes, desvergüenzas, ingratitudes, maldades, al verdugo. Ahórquelas en cuerpo fantástico; mas sepa el delincuente que está ahorcado. Ya es mansedumbre que parte límites con la beatitud no haber transmitido a la posteridad los nombres de los que con sus acciones han incurrido en esta pena. Atributo de Dios es el perdón; Dios perdona, pero envía el ángel exterminador al campo de sus enemigos, y ¡ay de los malvados!