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ArribaAbajoEl cacique

El Cacique era un cuzquito que aquel paisano había criado en tiempos más felices, sin sospecharse el servicio que le iba a prestar más tarde.

El perro es la policía del gaucho; como es su soldado de confianza y el guardián de sus intereses, según la raza a que pertenece.

El gaucho tiene un particular aprecio por el perro, que aplica a su género de vida semisalvaje con una astucia asombrosa.

Se sirve del perro que llama galgo, como pastor de sus ovejas el perro pastorea las majadas, se da vuelta cuando se alejan mucho y las trae a dormir al corral, con una prolijidad asombrosa.

Toma tal amor a este oficio que le ha confiado su amo, que va hasta recoger en la boca delicadamente, al corderito tierno a quien el cansancio ha impedido seguir la marcha de la majada.

La inteligencia del perro ovejero en el oficio a que lo ha destinado el paisano, suple con ventaja, muchas veces, los cuidados de un buen peón.

El paisano tiene también su perro de combate, que en el mismo tiempo, se puede decir su ayudante de campo y su compañero de trabajo.

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Esta clase de perros, que son aquellos poderosos animales de pelo corto y rabo enroscado que conocemos con el nombre de mastines están siempre en las casas cuyas tales casas son el rancho y la cocina, acometen al que llega, y ayudan al amo a recoger la hacienda a la caída de la tarde, y contienen a una sola indicación, a cualquier novillo bravo que pretende salirse de las filas, resistiéndose a la arriada.

Este perro es de una gran bravura y de un poder extraordinario -combate al Lado del amo y no es cosa extraña verlo bajar a un hombre del caballo, a quien haría pedazos inmediatamente, si no fuese contenido por la voz del amo.

Suelen encontrarse en el campo tropillas de estos perros que andan alzados, ya por la muerte del amo u otras causas, a quienes los paisanos tienen que dar sendas batidas, por los destrozos que hacen en las haciendas cuando se sienten acosados por el hambre.

Es cosa muy común ver tres o cuatro de estos perros carnear un novillo bravo, y repartirse las diversas presas.

El cuzco es la policía del gaucho.

Este perrito de extremada sagacidad, adivina los peligros que comunica a su amo con su ladrido penetrante y su actitud agresiva y decidida.

El cuzco está reputado en el campo como el más sagaz y más corsario de todos los perros.

Su cariño por el amo es su calidad especial, condición que hace de aquel perrito inofensivo una especie de fiera en los momentos de peligro para su dueño.

El gaucho conoce las magníficas condiciones del cuzco y lo ha dedicado para su policía, para su centinela avanzada que le avisa al momento la más leve novedad o el rumor menos perceptible que se siente en el campo.

Parece que los otros perros reconocieran en el cuzco superioridad de olfato o de oído pues cuando ladra el cuzco todos los otros perros se ponen en movimiento y se alzan decididos en la dirección que el cuzco señala con sus pequeños galopitos agresivos.

Es el perro más centinela, fuera de duda y es más leal para el hombre, que el hombre mismo, pues lleva su   —69→   cariño hasta seguirlo a la tumba y echarse sobre ella a cuidar sus restos; como hemos tenido hasta hace poco un ejemplo en el Cementerio del Norte.

El que cruza por estas tumbas, guardadas por cuzcos, se encontrará provocado a la risa ante la solitud hostil y agresiva de aquel pequeño animalito cuyo poder sólo alcanzaría a dañar el pantalón.

Pero si se medita un segundo ante aquella actitud amenazadora y colérica del animalito que se desespera conociendo tal vez su impotencia y pensando le puedan robar su tesoro, se encontrará conmovido ante aquella prueba de amor leal y abnegado, que levanta aquel pequeño y gracioso animal, sobre el nivel de muchos seres.

Moreira conocía todas estas condiciones en este animalito, y llevaba a su Cacique, que debía ser en adelante, el guardián de su dueño y su centinela más celoso y activo.

Allí iba sobre las cabezas del apero o a las ancas del caballo, siempre alegre, siempre vigilante y siempre dispuesto a menear la cola al menor movimiento de su amo, cuya mano buscaba siempre su cabeza pequeña e inteligente para prodigarle una caricia.

Moreira en el trascurso de su vida errante, no dormía jamás de noche, conociendo que su perdición estaba en el sueño.

Sólo dormía a la siesta, en medio del campo y al rayo del sol.

A esa hora perezosa y ardiente en que todo el mundo se entrega al reposo, en que es un fenómeno hallar un hombre que se atreva a cruzar el campo bajo los abrasadores rayos del sol, Moreira tendía su manta de vicuña al lado de su caballo, sacaba sus armas del tirador poniéndolas sobre el poncho, se tendía de barriga, y se hacía con los brazos cruzados, una almohada sobre las armas, cuyas engastaduras venían a quedar bajo las manos.

Allí, en aquella actitud, con el perro echado al lado de su cabeza y la rienda del parejero atada en el antebrazo, el paisano se entregaba por completo al reposo, confiando en la vigilancia del Cacique.

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El lejano galope de un caballo, la proximidad de un animal cualquiera, era suficiente para que el Cacique gruñera de una manera amenazadora y dejara oír su ladrido agudo y penetrante.

Entonces Moreira se ponía de pie como movido por un resorte, con las armas en la mano y en actitud de combate.

Parecía que el Cacique conocía que la vida de su amo dependía en aquellos momentos de su vigilancia, pues se le veía de cuando en cuando abandonar su sitio de reposo en la cabecera de Moreira y dar una pequeña vuelta, como explorando los alrededores.

Después de la siesta el paisano se levantaba, colocaba sus armas en la cintura, recogía el poncho y saltaba a caballo después de haber puesto sobre el apero al Cacique y prodigándole las caricias que el inteligente animal recibía con muestras de sumo alborozo.

El Cacique se había asimilado de tal modo con Moreira, que en las horas de tristeza que solían dominarlo, haciéndole abatir la cabeza sobre el pecho a impulsos de un recuerdo amargo, se veía al Cacique sentado sobre sus patas traseras, mirando a su amo con una expresión patética y tristísima, sin salir de esa actitud hasta que el paisano alzaba la frente y lanzaba un poderoso suspiro, como si con él pretendiera arrancar de sí y disipar en el espacio la nube de amarga tristeza que oscureciera su espíritu.

El Cacique entonces se paraba en sus cuatro patitas, trepaba con las dos delanteras sobre la lujosa abotonadura del tirador, y lamía, solícito, la mano que llevaba la brida, como prodigando a su amo un consuelo necesario para hacer cambiar el rumbo de su pensamiento.

Moreira llegaba a las pulperías del camino, donde asaba un pedazo de carne que comía en cordial amistad con el Cacique, y daba a su overo bayo la ración de alimento necesario a conservar sus fuerzas en todo su vigor.

Moreira no desensillaba jamás; cubría la montura con un gran poncho de goma que llevaba bajo el cojinillo cuando llovía, contentándose con aflojar la cincha que no ajustaba nunca sino en situaciones supremas.

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En las pulperías era siempre bien recibido si le conocían, por ese espíritu de compañerismo de que siempre hace gasto el paisano, si era desconocido, porque su aspecto y varonil belleza cautivaban desde el primer momento.

Hacía siempre pequeñas jornadas de diez o veinte cuadras y siempre al tranco para conservar su caballo, ya para un momento crítico, ya para correr una carrera de interés en las diversas pulperías a que llegaba, carreras que ganaba siempre, pues su caballo era sobresaliente.

Aquel animal había sido regalado a Moreira por el malogrado doctor Alsina en una situación que conocerá más adelante el lector.

Nunca hacía noche en las pulperías, de las que se retiraba a la hora de cerrar y evitaba siempre acercarse a poblado, donde iba solo por una imperiosa necesidad.

Entre las muchas aventuras que tuvo en esta vida de vagancia, se cuenta la siguiente.

Moreira había llegado a la pulpería de un tal López, en momentos que cuatro o cinco paisanos jugaban a la taba.

Ató su caballo al palenque, y después de saludar a los jugadores, colocó al Cacique sobre la montura y se acercó a mirar la jugada.

Algunos de los paisanos que conocían a Moreira, se pusieron a conversar con él y le obsequiaron con una sangría, sin interrumpir el juego, siendo un tal González el protegido por la suerte.

Pocos minutos hacía que conversaban los paisanos, cuando el Cacique dejó sentir un gruñido que parecía un rezongo.

Moreira se levantó y se dirigió al caballo con presteza, indagando con su vista de águila la causa de aquel aviso del Cacique.

Sobre el camino y a larga distancia aún, se vieron varios bultos, noticia que sembró la alarma entre los paisanos, suponiendo pudiera ser una partida.

Los bultos fueron acercándose poco a poco hasta que se pudo distinguir que aquel grupo lo formaban un paisano que venía arreando unas vacas.

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Los paisanos volvieron tranquilamente a su juego, y Moreira se separó del caballo, y pidiendo otra sangría, se acercó de nuevo a mirar la jugada.

Apenas habían transcurrido cinco minutos, cuando llegó a la pulpería un paisano, rodeó un momento los animales que traía, desmontó y se acercó al despacho donde pidió un refresco de caña con limonada.

Era éste un paisano alto y delgado; su apero era muy sencillo y atravesada a su espalda se veía una daga de un largo descomunal; era un resero, según dijo, que se dirigía a Navarro.

El notable largo de la daga, provocó la mayor hilaridad entre los jugadores, inspirándoles los dichos más chuscos e incisivos.

-¿Peleará sola? -preguntó uno guiñando el ojo; a lo que otro contestó:

-No, es el asador que trae en traje de daga.

El resero estaba lívido de coraje, pero no había contestado una palabra; los jugadores eran muchos y la lucha era muy desigual.

Pagó su refresco, miró de una manera feroz a los paisanos, se dirigió a su caballo y se alejó al trotecito en medio de las bromas que entonces se multiplicaron, siempre sobre el tema de la larguísima daga que tanto les llamara la atención.

El paisano se detuvo a unos veinte pasos de la pulpería, sacó su daga de la cintura y la clavó en el suelo, gritando a los jugadores:

-Vayan viniendo de a uno, maulas, que este día quiero carnear chanchos. ¿Qué hacen que no copan esta banca?

Como los paisanos no hicieran caso de la provocación. El resero se desató en todo género de injurias y amenazas.

Entonces el individuo González abandonó el juego y se dirigió adonde estaba el paisano, pretendiendo arrancar de la tierra la larga daga.

El paisano sacó entonces del tirador un revólver y lo abocó sobre González, quien vio su causa perdida por la desigualdad de las armas y retrocedió a la pulpería   —73→   cuerpeando hábilmente a los balazos que le disparó el paisano.

Al ver el gaucho que González huía, se acercó a los otros jugadores, a quienes empezó a insultar y provocar de todas maneras,

-¡Manga de sinvergüenzas! -les gritó agitando el revólver- asco me da bajarme y darles una vuelta de azotes.

Los paisanos callaban sin duda por respeto a Moreira, que miraba la escena pálido y apoyado sobre su caballo.

-Supongo -preguntó tranquilamente-, que eso no rezará conmigo, amigazo.

-Con usted y hasta con su abuela -replicó el paisano-, yo no soy amigo de ningún maula.

-Está bueno, amigo -replicó Moreira-, ya le ha dado usted gusto a la lengua; ahora puede retirarse en paz que usted no es justicia y ha venido solo.

Esta actitud humilde hizo crecer la cólera al paisano que viendo en las últimas palabras del gaucho una alusión a su daga, lo acometió revólver en mano pretendiendo atropellarlo con el caballo.

-Ya esto no se puede sufrir -dijo Moreira, sacando su daga y tendiendo la manta sobre el poderoso brazo, evitó con un asombroso movimiento de cuerpo un tiro que le disparara el resero y lo acometió por el lado de montar.

El paisano se sorprendió del ataque, disparó hasta la daga que desenterró con presteza y blandiéndola enérgicamente se preparó al combate.

La acometida fue violenta; las dagas se chocaron produciendo chispas, pero fue un choque sin consecuencia: ninguno se había herido.

Moreira retrocedió a tomar distancia y acometió de nuevo, más sereno y con más recato, comprendiendo que el enemigo era duro.

Esta vez el choque fue desgraciado para el resero.

Moreira le dio un hachazo en la cabeza y envolviendo en un movimiento rápido y hábil la daga de su adversario con el poncho, se la arrancó de la mano con admirable facilidad.

El resero quedó estático y desarmado a merced de   —74→   su adversario, pero mayor fue su asombro al ver que Moreira guardaba en el tirador su daga, y ofreciéndole la suya con un ademán bondadoso le dijo:

-Ahí la tiene amigo; usted se empeñó, y no ha sido culpa mía, yo no mato sino a las partidas.

-¿Y quién es usted, paisano? -preguntó el gaucho en el colmo del asombro.

-Yo soy Juan Moreira -replicó éste lleno de soberbia-, y puede usted mandar con confianza.

En seguida se acercó a su overo bayo, sobre el cual montó tranquilamente, y sin volver la cara ni dirigir la palabra a los asombrados paisanos se alejó al tranco de su caballo.

-¡Dios le ayude amigo! -le gritó entonces el resero-. Dios le ayude, porque es un hombre de corazón.

Y se perdió también en las vueltas del camino, arreando sus animalitos.



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ArribaAbajoLa pendiente del crimen

Moreira cayó al partido de Navarro, donde debía encontrar algún refugio, por los antecedentes buenos que allí había dejado en otras épocas.

En Navarro, como en todo el resto de la Provincia, se discutían las candidaturas de Costa y Acosta, candidatos de dos partidos poderosos, para el gobierno de Buenos Aires.

Moreira había estado en aquel partido, siendo Juez de Paz de él el estimable joven José Correa Morales, quien solicitó a Moreira para sargento de la partida.

Juan Moreira aceptó el puesto que se le brindaba porque tenía gran estimación por la familia del señor Morales, que lo había protegido siempre.

Sus servicios fueron eficaces y dejaron de aquel hombre, en Navarro, un recuerdo gratísimo.

Moreira salía con la partida de plaza a recorrer el pueblo y sus alrededores, no habiendo criminal capaz de resistirse al hermoso sargento, ni dar motivo alguno para que la partida se le echase encima.

Cuando se tenía noticias de algún bandido de esos que suelen aparecer de cuando en cuando, Moreira iba sólo en su busca, y lo prendía, ya convenciéndolo que era inútil resistírsele, ya luchando con él para reducirlo   —76→   a prisión, lo que le dio un gran prestigio entre el paisanaje, y le captó por completo el aprecio de los habitantes del pueblo.

Cuando Moreira regresó a Navarro se conocían allí todas las desgracias que hemos venido narrando, y todas ellas no fueron capaces de borrar los buenos antecedentes que allí había dejado.

Moreira llegó a Navarro, cuando todos los ánimos estaban excitados con aquellas elecciones tan reñidas, que vinieron a producir tan honda división en los habitantes de la campaña.

Faltaban sólo dos meses para la elección, y los partidos trabajaban con incansable actividad, reclutando gente de todas partes y preparando los clubs electorales.

Moreira fue ardientemente solicitado por los dos partidos políticos, que conocían su inmenso prestigio pero el paisano resistió a todas las propuestas seductoras que se le hicieron, llegando hasta desechar con una soberbia imponderable la propuesta de hacer romper todas las causas que se le seguían en Matanzas, donde podía volver después del triunfo.

Conociendo el ascendiente que sobre aquel hombre extraordinario tenía el doctor Alsina a quien había acompañado como hombre de confianza en épocas de peligro, los caudillos electorales hicieron que aquel escribiera a Moreira pidiéndole pusiera su valioso prestigio a favor de la buena causa.

Moreira cuando recibió la carta del doctor Alsina no supo resistirse, y se afilió a uno de los bandos políticos, influyendo en su triunfo de una manera poderosa.

Los paisanos que estaban en el bando contrario se incorporaron a Moreira, al amigo Moreira que apreciaban unos y temían otros más que al mismo Juez de Paz, que lo era en esa época don Carlos Casanova, apreciadísimo caballero y persona conocida como recta y honorabilísima.

Tal vez el señor Casanova hubiese puesto coto más tarde a los desmanes de Moreira, pero era tal el dominio que sobre la partida de plaza ejercía el paisano desde que fue su sargento, que ésta temblaba ante la sola idea de tener que ir a prenderlo.

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Las elecciones se aproximaban y los partidos armados hasta los dientes se preparaban a disputarse el triunfo de todas maneras por la razón o la fuerza, lema desgraciado que se ostenta aún en el escudo de una nación que se permite contarse entre las civilizadas.

Había en aquella época y afiliado al partido contrario de aquél en que militaba Moreira, un caudillo de prestigio y de grandes mentas por aquellos pagos.

Leguizamon, que así se llamaba el caudillo, era un gaucho de avería, valiente hasta la exageración y que arrastraba mucha paisanada.

Éste era el elemento que iban a colocar enfrente a Moreira para disputarle el triunfo, a cuyo efecto habían enconado al gaucho picándole el amor propio con comparaciones desfavorables.

Leguizamon, que era un paisano alto y delgado, muy nervioso y de una constitución poderosa, contraría entonces unos cuarenta y cinco años.

Era un hombre de larga foja de servicios en las pulperías, donde había conquistado la terrible reputación que tenía.

El choque de estos dos hombres debía ser fabuloso.

Leguizamon estaba reputado de más hábil peleador que Moreira, pero éste debía compensar aquella inferioridad con su sangre fría asombrosa de que diera tantas pruebas.

Moreira era ágil como un tigre, y brazo como un león, la pujanza de su brazo era proverbial y su empuje ineludible.

Pero Leguizamon tenía una vista de lince, su facón era un relámpago y su cuerpo una vara de mimbre, que quebraba a su antojo.

A Moreira habían dicho todo esto, pero al escucharlo el paisano había sonreído con suprema altanería contestando resueltamente: allá veremos.

A Leguizamon habían relatado las hazañas de Moreira y el gaucho había fruncido el ceño diciendo:

-Esa maula no sirve ni para darme trabajo.

En cuanto se ponga delante de mí lo voy a ensartar en el alfajor como quien ensarta en el asador un costillar de carnero flaco.

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La perspectiva de una lucha entre aquellos dos hombres había preocupado de tal manera a los paisanos que se preparaban a ir a las elecciones, no por votar en ellas, sino por presenciar el combate entre ño Leguizamon y el amigo Moreira, asignando el triunfo cada uno, del lado de sus simpatías.

El día de las elecciones llegó por fin, y la gente se presentó en el atrio, en un número inesperado.

La mayoría de aquella concurrencia iba atraída por aquella lucha que había sido anunciada y fabulosamente comentada en todas las pulperías por los amigos de ambos contendientes, comentarios que habían dado ya margen a algunas luchas de facón entre los que asignaban el triunfo a Moreira, que era la generalidad, y los que suponían triunfante a Leguizamon.

El comicio se instaló por fin con todas las formalidades del acto estando presentes el Juez de Paz, la partida de plaza y el Comandante militar.

Moreira se colocó con su gente del lado que ocupaba el bando político a que él se había afiliado.

El paisano estaba vestido con un lujo provocativo.

En épocas electorales abunda el dinero, y Moreira había empleado el que le dieron, en el adorno de su soberbio overo bayo.

Su tirador estaba cubierto de monedas de oro y plata, metales que se veían en todo el resto de sus lujosas prendas.

En la parte delantera, se veían sujetos por el tirador dos magníficos trabucos de bronce, regalo electoral y las dos pistolas de dos cañones que le regalara su compadre Giménez al salir de Matanza.

Atravesada a su espalda y sujeta al mismo tirador se veía su daga, su terrible daga bautizada ya de una manera tan sangrienta y que asomaba la lujosa engastadura, siempre al alcance de la fuerte diestra.

Llevaba su manta de vicuña arrollada al brazo izquierdo con cuya mano hacía pintar al pingo que se mostraba orgulloso del jinete que lo montaba.

Moreira estaba completamente sereno; sonreía a los amigos, chistaba al caballo como para calmar su inquietud,   —79→   y daba vuelta de cuando en cuando para mirar al Cacique que a las ancas del overo meneaba la cola alegremente, como preguntando qué significaba todo aquel aparato.

Frente a Moreira, del otro lado de la mesa y un poco más a la izquierda, estaba Leguizamon, metido en las filas de los suyos. La actitud del paisano era sombría y amenazadora; miraba a Moreira como lanzándole un reto de muerte, y se acariciaba de cuando en cuando la barba, con la mano derecha, de cuya muñeca pendía un ancho rebenque de lonja de cabo de plata.

Moreira permanecía como ajeno a todas aquellas maniobras, evitando que su mirada se encontrase con la de Leguizamon, «que ya se salía de la vaina».

Los paisanos estaban conmovidos; en sus pálidos semblantes se podía ver la emoción que les dominaba, emoción que se extendía hasta los mismos escrutadores y suplentes que no atendían su cometido por observar las variantes de aquellas provocaciones mudas, que tendrían que terminar en un duelo a muerte fatal para uno u otro.

Por fin el acto electoral comenzó, y los paisanos fueron acercándose uno a uno a la mesa del comicio, depositando cada uno su voto maquinalmente, y montando de nuevo a caballo para confundirse en las filas de donde habían salido.

Media hora hacía apenas que la elección había comenzado, cuando Leguizamon picando su caballo se acercó a la mesa y dando en ella un golpe con su rebenque dijo que se estaba haciendo una trampa contra su partido y que él no estaba dispuesto a tolerarla.

Y al decir estas palabras Leguizamon no miraba a los escrutadores a quienes iban dirigidas, sino a Moreira para quien envolvían una provocación que éste no quiso entender, permaneciendo tranquilo.

Las palabras de Leguizamon conmovieron los ánimos tan poderosamente, que ninguna de aquellas personas mandó al gaucho guardar silencio.

-He dicho que se nos está haciendo trampa -añadió creciendo en insolencia-, y han traído aquel hombre para que les ayude -y señaló a Moreira con el cabo del rebenque.

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Moreira siguió guardando su aparente tranquilidad, y con una infinita gracia replicó al gaucho:

-No es tiempo amigo de lucir la mona; los peludos no tienen cartas en las votaciones y no hay que faltar así al respeto de las gentes.

Tan conmovidos estaban los paisanos que ni siquiera sonrieron ante este epigrama que hizo poner lívido de furor a quien fue dirigido.

-Menos boca y al suelo -gritó Leguizamon desmontando.

-Usted es una maula que ha venido a asustar con la postura y que no ha de ser capaz de nada.

En la cintura de Leguizamon se veía un revólver de grueso calibre, y una daga de colosales dimensiones.

Fue ésta el arma que sacó el paisano.

Moreira se echó al suelo como quien hace una cosa a disgusto, y sacó también su larga daga, enrollando con presteza al brazo la manta de vicuña.

Apenas el paisano se había separado una vara del caballo, cuando Leguizamon estaba sobre él, enviándole una lluvia de puñaladas.

Era aquel un espectáculo magnífico e imponente; aquellos dos hombres se acometían de una manera frenética, enviándose la muerte en cada golpe de daga que era parado por ambos con una destreza asombrosa.

Los ponchos arrollados en el brazo izquierdo, estaban completamente hechos jirones por los golpes parados, pero los combatientes igualmente diestros, igualmente fuertes no habían logrado hacerse la menor herida.

La prolongación de la lucha empezaba a encolerizar a Leguizamon, que había cometido ya dos o tres chambonadas, y a medida que la cólera empezaba a enceguecerlo Moreira se mostraba más tranquilo y más previsor en sus acometidas.

Los asistentes habían hecho gran campo a los dos antagonistas, sin haber entre ellos uno solo que se atreviera a separarlos, pues con aquella acción sabían que se exponían a captarse la cólera y tal vez la agresión de ambos.

Leguizamon más viejo y menos tranquilo en el combate,   —81→   empezó a fatigarse, mientras Moreira, más hábil, economizaba sus fuerzas, que no habían podido debilitar quince minutos de combate recio, que ya empezaba a ser pesado para Leguizamon.

Aquella lucha no podía durar un minuto más; era cuestión de una puñalada parada con descuido, de un traspiés, de una casualidad cualquiera.

Leguizamon empezó a retroceder, acometido de una manera ruda y decisiva.

De su poncho quedaban sólo dos pequeños jirones, y su chaqueta estaba cortada en dos partes.

Moreira, cuyo poncho estaba completamente despedazado, paraba las puñaladas con su enorme sombrero de anchas alas.

Leguizamon fue retrocediendo hasta la mesa donde se hacía el escrutinio, que fue abandonada por los que la rodeaban para evitar un golpe casual.

Allí, contra la mesa y con acción debilitada por el mueble, el gaucho cometió una imprudencia que fue hábilmente aprovechada por su adversario.

Distrajo la mano izquierda pretendiendo sacar su revólver, descuidando toda defensa, y Moreira como un relámpago, marcó una puñalada al vientre.

Leguizamon quiso acudir a evitarla, pero Moreira dio vuelta la daga, y dio con el puño tan violento golpe sobre la frente del gaucho, que lo hizo rodar al suelo, completamente privado de sentido.

Después de este golpe maestro, era de suponerse que el vencido fuese degollado, pero Moreira, limpiando con la mano el copioso sudor que pegaba los cabellos sobre su frente hizo dos pasos atrás y con la voz aún jadeante por la fatiga, dijo a los paisanos del bando enemigo, que lo miraban asombrados:

-Pueden llevar a este hombre a que duerma la mona, y no venga aquí a hacer bochinche.

Un inmenso aplauso saludó la hermosa acción de Moreira, que envainando la daga y saltando a caballo dijo a los del comicio:

-Caballeros, que siga la elección.

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Aquel bravo entusiasta en que había estallado la multitud era un bravo espontáneo arrancado por la hermosa acción de Moreira.

Provocado, se había batido con un hombre valiente, y hábil en el manejo de las armas, sin mostrar cólera contra su provocador, a quien no había querido matar, pues aquel golpe en la frente había sido calculado con toda sangre fría y preferido a la tremenda puñalada que marcó en el vientre.

Vencedor en el lance, no había hecho uso de la ventaja obtenida, pidiendo sacaran de allí a aquel hombre inerme para que «no hiciera bochinche».

Era indudablemente una acción hermosa que recogía su premio en el aplauso de los que habían presenciado aquel duelo a muerte que amenazara ser sangriento.

Moreira recuperó tranquilamente su puesto y la elección siguió en el mayor orden.

Su acción había pesado de tal modo en el espíritu de los gauchos del otro bando, que todos votaron con él, con esa inconciencia peculiar en los paisanos, que van a las elecciones y votan por tal o cual persona, porque el Juez de Paz lo ha mandado así.

La elección fue canónica; había faltado el caudillo enemigo y sus partidarios se habían plegado al bando que sostenía el amigo Moreira.

Leguizamon fue conducido, cuando cayó, a la pulpería y tienda de un tal Olazo, que existe aún, donde le prestaron algunos auxilios que le volvieron el conocimiento.

Cuando recuperó el completo dominio de sus facultades, cuando supo lo que había sucedido y que Moreira había tenido asco en matarlo, Leguizamon se puso furioso, quiso volver a la plaza para matar al paisano, pero no lo dejaron salir cuatro o cinco personas que habían quedado acompañándolo.

Como la pulpería de Olazo estaba sólo a una cuadra de la plaza, a cada momento caían allí paisanos dando noticias del partido que iba triunfando, y ponderando la bella acción de Moreira, que no había querido matar   —83→   a Leguizamon a quien había golpeado con el cabo de la daga, tendiéndolo en el suelo.

Leguizamon oía todos estos relatos y su coraje iba creciendo hasta el extremo de llenar de improperios a los que iban a la pulpería.

-Yo he de matar a ese maula, gritaba en el colmo de la irritación, lo he de matar como a un cordero, para probar a ustedes que sólo por una casualidad me ha podido aventajar, pues él me ha pegado lo que me vio tropezar en la mesa y perder pie; de otro modo ¡cuándo sale de allí con vida!

Los paisanos temiendo un nuevo encuentro con Moreira, habían querido llevar al gaucho a su casa, pero toda tentativa fue inútil.

Leguizamon pidió una ginebra, y declaró que iba a esperar allí a Moreira para matarlo y demostrar que era una maula que habían traído para asustar a la gente con la parada.

La elección terminada, los paisanos empezaron a desparramarse en todas direcciones cayendo la mayor parte a la pulpería de Olazo que era la más acreditada.

Todos suponían además que el lance de aquella mañana no podía quedar así, y que entre Leguizamon y Moreira iba a suceder algo terrible.

Moreira estuvo conversando un momento con las personas de la mesa quienes recomendaron evitase encontrarse con Leguizamon y que si lo hallaba a su paso no atendiera a sus provocaciones, porque siempre andaba ebrio y no sabía lo que hablaba.

El gaucho sagaz comprendió que Leguizamon conservaba aún a pesar de lo sucedido, su prestigio de hombre guapo y de avería, y que se dudaba del éxito de un nuevo encuentro, pero sonrió minuciosamente y se alejó al tranco de su overo bayo tomando la dirección de la casa de Olazo donde sabía estaba Leguizamon.

Serían sólo las cinco de la tarde cuando Moreira dio vuelta la esquina de la plaza, en dirección al almacén, lleno de gente en esos momentos.

Cuando Moreira apareció en la esquina, un movimiento de espanto pasó como un golpe eléctrico entre los gauchos.

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En el cuchicheo y el asombro pintado en todos los rostros, Leguizamon comprendió que su enemigo venía, y apurando el contenido de la copa que tenía en la mano, saltó al medio de la calle empuñando en su diestra la daga que brilló como un relámpago de muerte.

Moreira vio todo eso y adivinó lo que en la pulpería pasaba, pero no alteró la marcha de su caballo que avanzaba al tranquito, haciendo sonar las copas del freno.

Leguizamon parado en media calle, llenaba de injurias al paisano que parecía no escucharlas, dada la sonrisa de su boca y la tranquilidad del ademán.

Por fin Moreira estuvo a dos varas del enfurecido gaucho, y éste, que sólo esperaba aquel momento, lo acometió resuelto por el lado de montar, tomando la rienda del caballo.

Moreira se deslizó tranquilo siempre, pero rápido, por el lado del lazo, sacó de la cintura su terrible daga, y se preparó al combate.

Las acometidas de Leguizamon eran tan violentas, sus golpes eran tan recios que Moreira tenía que acudir a los recursos de la vista y a toda la elasticidad de sus músculos, para evitar que el paisano lo atravesara en una de tantas puñaladas o lo abriera con aquellos hachazos tirados con una fuerza de brazo imponderable.

Durante cuatro o cinco minutos Moreira estuvo concretado exclusivamente a la defensa, siéndole imposible llevar el ataque.

Con la pupila dilatada por el asombro, trémulos y silenciosos, los numerosos paisanos miraban las gradaciones de aquel combate sin atreverse a respirar siquiera.

La partida de plaza había sido avisada de lo que sucedía, pero no se había resuelto moverse de la puerta del juzgado; tenía decididamente miedo de provocar a Moreira.

Leguizamon entre tanto, cansado de tanto tirar, quiso reposar un momento y dio un salto hacia atrás.

Entonces Moreira tomó la ofensiva con tal brío, con tal pujanza, que eran pocos, entonces, los dos brazos de su adversario, para parar aquella especie de huracán de puñaladas y hachazos.

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Cuando Leguizamon tenía la ofensiva, Moreira no había hecho un solo paso atrás, no había perdido una línea del terreno que pisaba.

En cambio, cuando él atacó, Leguizamon empezó a retroceder, primero paso a paso, y después a saltos, único recurso para evitar ciertas puñaladas mortales.

Así combatieron la cuadra que mediaba entre el almacén de Olazo y la plaza principal, sin haberse inferido otra herida que un ligero rasguño recibido por Moreira en el brazo izquierdo al parar un hachazo.

Retrocediendo uno y avanzando el otro, los dos combatientes llegaron hasta la iglesia, seguidos de todos los paisanos que había en la pulpería al principio de la lucha, aumentados con los que fueron llegando a medida que iban sabiendo lo que sucedía.

La partida de plaza estaba en la puerta del juzgado, a dos pasos de la iglesia con el caballo de la rienda pero no se atrevía a intervenir.

Al llegar a la iglesia, Moreira acometió a Leguizamon por el costado izquierdo, obligándole así a hacer un cuarto de conversión y buscar la pared del templo para hacer en ella espalda, tirando un par de puñaladas al vientre de Moreira para detenerlo un poco y darse un alivio.

Pero Moreira comprendiendo que aquella posición era violenta para su adversario, que había quedado contra la pared lo mismo que por la mañana contra la mesa, cargó de firme, decidido a terminar la lucha, cuya duración había empezado a irritarlo y hacerle perder parte de aquel aplomo que nunca lo abandonaba.

Moreira, pues, cargó de firme, metió el brazo izquierdo contra la daga de Leguizamon para evitar un golpe probable, y se tendió a fondo en una larga puñalada.

Entonces se sintió un grito de muerte, vaciló Leguizamon sobre sus piernas y cayó pesadamente sobre el primer escalón del atrio, produciendo un golpe seco y lúgubre peculiar a la caída de un cuerpo humano.

Moreira abandonó la daga enterrada hasta la empuñadura, en la herida, se cruzó de brazos y miró pausadamente a todos los testigos de aquel drama.

  —86→  

-Caballeros -dijo soberbio y altivo-, el que crea que esta muerte es mal hecha, puede decirlo francamente, que aún me quedan alientos suficientes.

Ninguno se movió, ninguno turbó con una sola palabra aquel silencio imponente.

La actitud de los paisanos aprobaba el proceder del gaucho.

Moreira miró entonces el cuerpo caído de Leguizamon, que se estremecía débilmente en el último exterior de la agonía -se agachó y le arrancó la daga del estómago.

El cuerpo de Leguizamon se agitó entonces por un temblor poderoso, de su ancha herida salió una gran cantidad de sangre, y quedó completamente inmóvil.

Moreira lo contempló un segundo, como dominado por una especie de arrepentimiento, dejó la daga sobre el pecho del cadáver, y acercándose a su caballo que había sido llevado allí por uno de los paisanos, montó con un ademán sombrío, apartando suavemente al Cacique, que saltaba sobre el tirador, pretendiendo llegar a lamerle la cara, después de haberle lamido las manos, como felicitándolo del peligro que acababa de escapar.

El paisano no quiso alejarse de aquel sitio sin hacer antes alarde del miedo que sabía que se le tenía.

Revolvió su caballo hasta el juzgado de paz, y dirigiéndose al sargento de la partida que estaba dominado por el más franco espanto, le dijo lleno de altivez:

-Haga, el favor, amigo, alcánceme la daga que he dejado olvidada allí -y señaló el cadáver de Leguizamon, sobre cuyo pecho se veía el arma.

El sargento dio las riendas de su caballo a uno de los soldados, se dirigió al sitio indicado y recogió la daga que entregó a Moreira humildemente y sin permitirse la menor palabra.

Moreira tomó su daga, que guardó en la cintura después de limpiar en la crin del caballo la sangre de que estaba cubierta la hoja y picando con las espuelas los flancos del magnífico animal, se alejó al tranco, dejando absortos a los testigos de aquella sangrienta sátira.

No hacemos novela, narramos hechos que pueden atestiguar el señor Correa Morales, el señor Marañón, el   —87→   señor Casanova, Juez de Paz entonces, y muchas otras personas que conocen todos estos hechos.

Y hacemos esta salvedad, porque hay tales sucesos en la vida de Juan Moreira, que dejan atrás a cualquier novela o narración fantástica, escritas con el solo objeto de entretener el espíritu del lector.

Ya hemos dicho que Moreira fue un tipo tan novelesco, que ciñéndose estrictamente a la verdad de los acontecimientos, dejan atrás a Luigi Vampa, a Gasparone y al mismo Diego Corrientes, tipos formidables, embellecidos por la novela, pero que se han echado de barriga ante la primer partida de policía que se les ha puesto delante de las numerosas partidas que capitaneaban.

Y Moreira era un hombre solo a quien la misma justicia había lanzado en la senda del crimen, y que tuvo a raya a las fuertes partidas que tantas veces enviaron las autoridades en su persecución, sosteniendo verdaderos combates con muchas partidas de plaza, diversos piquetes de policía de Buenos Aires, y algunos del batallón Guardia Provincial.

Pero volvamos a nuestro relato.

Después de la muerte de Leguizamon, Moreira estuvo tranquilo mucho tiempo.

Asistía a las reuniones en las pulperías, concurría a todos los bailes que daban los paisanos en Navarro, sin promover jamás la menor disputa o escena comunes en este género de reuniones.

En esta clase de diversiones, Moreira había aprendido a beber todo género de licores que solían írsele a la cabeza.

Pero cuando estaba dominado por el alcohol era cuando se mostraba más manso y más accesible a todo género de bromas, no habiendo ninguna de carácter pesado.

Generalmente cuando estaba en este estado le daba por vistear, invitando a alguno de los que estaban presentes a que le hicieran unos tiritos para ejercitarse.

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Como era natural, ninguno de los paisanos aceptaba la proposición temiendo que la visteada se convirtiera en pelea.

Entonces Moreira buscaba dos palitos y se entretenía en hacerse hacer unos tiritos para ver cómo andaba la muñeca.

De esta manera se había hecho tan consumado tirador de facón, que los otros paisanos aseguraban que en sus manos el cuchillo era una luz.

Dominado por el alcohol, se despertaban también sus instintos de jinete, y si llegaba a ver un redomón o caballo nuevo lo pedía para getearlo un poquito, y lo geteaba, tan famosamente, que lo volvía completamente dominado.

Por más ebrio que estuviese en estas situaciones, no hubo ejemplo de que caballo alguno, por bravo que fuese lograse basuriarlo.

Moreira se había hecho también un consumado tirador de pistola.

Manejando aquellas dos que le regalara su compadre Giménez y que cuidaba con gran esmero, él rompía cuanta botella le colocaran a cuarenta pasos de distancia.

Era un adversario terrible que tenía completamente dominados a todos los paisanos del pago que frecuentaba.

Moreira solía tener sus horas de melancolía profunda.

Pensaba en su mujer y su hijo y solía pasarse encerrado varios días en una pieza donde se le sentía llorar.

En esta situación, nadie se hubiera atrevido a dirigirle la palabra temiendo su enojo.

Entregado a sus tristes meditaciones, Moreira no se mostraba hasta que su melancolía había pasado por completo.

Entonces salía y prodigaba con profusión sus caricias y cuidados al Cacique y a su magnífico caballo, que era toda su familia y su haber sobre la tierra, y que representaban sus más queridas afecciones, porque el Cacique fue el primer regalo que le hizo su novia y el caballo fue el único regalo del doctor Alsina, hecho en la siguiente situación.

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Cuando aquellas épocas efervescentes, de crudos y cocidos, en que los partidos se disputaban el triunfo de todas maneras, sin evitar los crímenes como el vergonzoso día 22 de abril, la vida del doctor Alsina se creyó amenazada, como se creyó en peligro la de Mitre, la de Chassaing, y la de tantos hombres de mérito que tomó parte en aquella encarnizada lucha.

Los amigo del doctor Alsina le mandaron entonces un hombre de toda confianza y de reconocido valor para que le guardase la espalda y fuese capaz de defenderlo de cualquier asechanza traidora que se le tendiera.

Y aquel hombre elegido fue Juan Moreira que era un bellísimo joven.

Moreira cobró un gran cariño al doctor Alsina, de quien fue la sombra inseparable durante mucho tiempo, y este hombre que sabía valorar a los que le rodeaban, apreció el espíritu de aquel paisano, a quien trató no como a un bravo que arma su brazo según el salario que ha de recibir, sino como un compañero que había venido a partir con él la fatiga y el peligro.

El doctor Alsina solía penetrar hasta el corazón del paisano, haciéndole responder a ciertos toques, porque le hablaba en lenguaje sencillo y noble, en ese único lenguaje que hablando al corazón del gaucho, hace de este hombre un niño dócil a quien se puede manejar hasta con la expresión de la mirada.

Non hay nada más fácil que conquistar el cariño del gaucho, cariño que llega a convertirse en una especie de religión invencible.

Para esto basta sólo comprender su corazón, lleno de nobles prendas y hablarle el lenguaje del cariño, que sus oídos no están habituados a escuchar.

El paisano, lleno de inteligencia comprende que aquél es un hombre superior que desciende hasta él y se le nivela como un hombre igual y empieza por inclinarse a aquel hombre a quien llama un buen criollo y concluye por amarlo con toda la potencia de su espíritu tan accesible al cariño.

Moreira llegó a asimilarse de tal modo al doctor Alsina, que se había convertido en la sombra de su cuerpo y en el eco de su pisada.

  —90→  

De día, no lo abandonaba un momento de noche tendía su recado en el patio, a la puerta del aposento del niño y dormitaba allí velándole el sueño.

Cuando el peligro pasó, cuando la situación de Buenos Aires quedó en su estado normal, ya los servicios de Moreira fueron innecesarios y el paisano quiso volver a su pago a atender sus intereses abandonados tanto tiempo y juntar sus animalitos que andarían dispersos por los campos vecinos.

El doctor Alsina hizo todo género de ofertas a Moreira para que se quedara en el pueblo a trabajar y conservarlo así a su lado pero todo fue inútil.

El paisano se sofocaba en la ciudad y necesitaba volver a los trabajos de campo donde lo llamaban su inclinación y sus hábitos.

Viendo que todo esfuerzo sería inútil, el doctor Alsina le proporcionó un pasaje y lo dispidió, dándole una suma de dinero en agradecimiento de sus servicios.

A la vista del dinero Moreira palideció y una lágrima arrancada por el sentimiento, fue a perderse trémula y silenciosa entre la naciente barba.

El doctor Alsina, comprendiendo lo que pasaba por aquel espíritu noble, retiró con presteza el dinero, al mismo tiempo que el paisano decía con acento conmovido:

-No me ofenda, patrón, si yo lo he servido ha sido porque en ello he tenido gusto, y no merezco esa ofensa porque me hace doler el corazón.

El doctor Alsina profundamente impresionado por este rasgo de nobleza, tendió su mano al paisano primero, y lo estrechó después entre sus brazos.

El paisano se estremeció lleno de orgullo al sentir íntimamente la presión de aquel abrazo, levantó la cabeza hermosa iluminada por la emoción que saltaba a sus ojos magníficos y se separó del doctor Alsina diciéndole:

-Si alguna vez me cree útil, si mi cuerpo puede servirle alguna vez de defensa, mándeme avisar no más, patrón, que yo vendré aunque sea del fin del mundo; disponga de mi vida sin embozo, porque desde hoy soy cautivo de sus prendas.

El paisano se alejó rápidamente y el doctor Alsina quedó   —91→   meditando en la nobleza de esta raza desheredada de todo derecho, cuyo único porvenir es el puñal en los atrios electorales o los cuerpos de línea al eterno servicio de las fronteras.

Fue entonces que el doctor Alsina compró el caballo más magnífico que halló en Buenos Aires, y lo envió a Moreira con una lujosa daga.

Era el famoso overo bayo que llegó a ser el crédito del orgullo del paisano, y la daga que tan terriblemente esgrimía.

Aquel caballo representaba para él su seguridad personal y el recuerdo de aquel hombre por quien se hubiera hecho matar cien veces, sin ningún escrúpulo ni pesar.

Así dividía su afecto entre el caballo y el perro, sus leales amigos, que eran el recuerdo de lo que más había amado en el mundo, exceptuando dos personas a quienes tal vez no vería más.

Por eso, cuando salía de sus tristes meditaciones, se le veía prodigar sus cariños a aquellos dos animales que lo conocían hasta en la pisada.

Durante un mes no se oyó hablar una palabra de Moreira, referente a desorden o pelea a mano armada.

Desde la muerte de Leguizamon su tremenda reputación de hombre guapo había crecido de una manera imponderable.

No había un solo paisano que se hubiera atrevido a faltarle el respeto.

Fue entonces que Moreira hizo la siguiente acción hermosa, que tal vez vino a ser su salvación cuando una partida del Guardia Provincial, mandada por el mismo coronel Garmendia, batía los campos para reducirlo a prisión vivo o muerto; interesante incidente que figurará en el curso de esta narración.

Las elecciones habían terminado en Navarro, pero los odios de partido que engendran esta clase de luchas, no se habían extinguido.

El rencor de los caudillos electorales no se acallaba y los trabajos de venganza habían suplantado a los trabajos electorales, dando margen a injustas persecuciones.

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El señor Marañón, caballero de muchísima influencia, arrastraba con su prestigio a gran número de paisanos, contribuyendo eficazmente al triunfo electoral que acababa de obtener en Navarro el poderoso bando político a que se plegara Moreira.

Esto puso al señor Marañón en el duro trance de ser asesinado varias veces, debiendo su salvación a una serie de casualidades.

Según se dice, uno de los caudillos enemigos, que no nombramos por la posición que ocupa hoy, era el más empeñado en hacer desaparecer al señor Marañón, y con él, su poderosa influencia electoral.

Para llevar a mejor resultado esta acción cobarde y mezquina, fueron reclutadas, por otra persona que no nombramos, cinco asesinos conocidos como hombres de agallas, a quienes se dio cuarenta mil pesos para que asesinaran a Marañón.

La noche que se había fijado para llevar a cabo este crimen odioso, era una noche de luna clara y hermosa.

El señor Marañón, aunque sabía que se trataba de asesinarlo, salía a la calle como su costumbre, y asistía al club de Navarro, acompañado solamente por un buen revólver de seis tiros y la confianza que los hombres de cierta talla tienen en su corazón.

Aquella noche Marañón había estado hasta las 11 en el club, jugando una tranquila partida de carambola con varias personas de su amistad.

A esa hora se alejó del club solo, y tomó a pie el camino de su casa, abreviándolo, para lo cual tenía que pasar un cicutal espeso, donde se habían emboscado los cinco asesinos cuyos puñales debían extinguir aquella noble existencia.

Marañón, completamente ajeno de lo que debía suceder, atravesó la ciudad con aquella despreocupación consiguiente al hombre que nada teme.

Apenas había caminado dos o tres pasos para cruzar la calle, cuando los cinco asesinos le salieron al paso daga en mano.

El joven sacó su revólver e interrogó con el ademán aquellos hombres que se le presentaban de una manera tan agresiva.

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-Venimos a matarte -dijo uno de ellos avanzando un paso, y es en vano toda resistencia porque ya tu hora llegado.

Marañón armó su revólver y dio vuelta rápidamente para examinar el camino que tenía a la espalda y asegurar su retirada, pero su valor hubo de decaer por completo, al ver a su espalda un bulto que avanzaba con suma precaución, y reconociendo en aquel bulto, gracias a la claridad de la luna al terrible Juan Moreira que trataba de ocultarse entre la sombra de las cicutas y en cuya diestra se veía brillar la daga.

Si Marañón había tenido confianza en la lucha con los cinco asesinos, esta confianza se disipó por completo a la vista del enemigo que le ganaba la espalda, enemigo que en verdad era irresistible.

Vacilaba aún el joven a cual de los dos puntos debía atender primero, cuando Moreira, saltó sobre él como una pantera, lo tomó por la cintura y lo derribó al suelo con una fuerza asombrosa.

Desde allí, y medio aturdido por el golpe, Marañón pudo ver cómo Moreira acometía a los asesinos con asombrosa rapidez, tendiendo a uno de ellos con el vientre completamente abierto por su daga poderosa.

-¡Ríndanse a Juan Moreira, maulas! -gritó aquel hombre extraordinario acometiendo a los cuatro que quedaban, pero estos, a conocer el nombre del enemigo que venían encima, echaron a disparar dominados por invencible espanto, en distintas direcciones.

Moreira al ver huir a aquellos hombres con tan extraordinaria ligereza, prorrumpió en una ruidosa y franca carcajada, acercándose a Marañón que se había levantado ya había quedado de pie embargado por el asombro.

-¿Cómo ha venido aquí a tan buen tiempo? -preguntó Marañón tendiendo la mano al noble gaucho.

-Supe que lo iban a asesinar esos maulas -respondió Moreira riendo siempre y estrechando con efusión la mano que se le tendía y yo también me escondí para darle una manita y para que la cosa no fuese tan despareja.

  —94→  

En seguida y con la mayor naturalidad se acercó al caído, se cercioró que estaba completamente muerto, y dirigiéndose a Marañón le dijo:

-Ahora vamos, que lo voy a acompañar hasta su casa, aunque esos maulas no son hombres de volver y han de andar todavía disparando creyendo que yo los persigo.

Y se dirigió a su caballo que con el perro sobre el apero, había dejado emboscado a corta distancia.

Así caminaron tranquilos y sin cambiar una palabra hasta la casa de Marañón que quedaba a corta distancia. Marañón estaba conmovido por aquel acto de nobleza, llevado a cabo por un hombre que no le debía el menor servicio, y a quien sólo conocía por las referencias que le habían hecho. Y el gaucho es así, toma cariño a una persona siguiendo un impulso del corazón, porque le ha gustado la pinta, o porque lo ha cautivado alguna acción. Cuando entrega el cariño a una persona, lo hace con la misma vehemencia que ama, que odia, que juega o que bebe. Quiere porque sí, sin darse cuenta de su cariño y entregándose por completo a la persona que se lo ha inspirado llegando por ella hasta al sacrificio de la vida. Para Marañón esto era sumamente extraño, aunque conocía profundamente el modo de ser de nuestro gaucho. El cariño de Moreira fue para él fue una revelación, y quiso explotar en beneficio del paisano, aquel cariño que le daba sobre él cierto ascendiente.

-¿Qué móvil lo ha guiado, amigo -preguntó una vez que estuvieron sentados en la casa del joven-, qué idea ha tenido al proceder de esta manera noble?

El paisano miró largo tiempo el sombrero que tenía dando vuelta entre las manos, luego alzó la vista hasta encontrar la del joven y repuso:

-He ido allí para salvarlo de que lo asesinen, primero porque yo lo quiero a usted, después porque no puedo tolerar que se junten de a cinco par matar a uno.

-¿Y cómo ha sabido usted que a mí me iban a asesinar?

-Porque me lo dijo una persona a quien propusieron   —95→   cosa y que fue bastante hombre para echarlos al diablo por puercos y por cobardes.

-Yo agradezco lo que usted ha hecho, amigo Moreira; si alguna vez puedo serle útil en alguna cosa, acuda a mí, porque desde este momento soy su amigo.

-No me agradezca nada, señor, contestó Moreira, con una expresión de profunda amargura: lo que yo he hecho lo hubiera hecho cualquiera. Yo lo quiero a usted, porque necesito querer a alguien y usted se me figura que es algo mío, que es mi o hijo que es mi hermano. Yo soy un hombre maldito que ha nacido para penar y para andar huyendo de los hombres que han sido mi perdición y he querido a usted, porque siento que al quererlo, puedo respirar con más franqueza, y esto es dulce para mí, que si usted me mandase entregar a la partida, ahora misino iba y me presentaba.

Y el paisano en su lenguaje sencillo explicaba así la sed de cariño que sentía en su corazón ardiente.

Todo lo había perdido en el mundo, menos su caballo, su perro, el fiel Cacique, en quienes partiera su afecto; aquel hombre necesitaba el afecto de un ser humano a quien confiar sus penas y contar sus desventuras.

-¿Y por qué anda usted así errante; retando a la justicia con sus actos que son malos? ¿Por qué no trabaja usted como antes y deja esa mala vida?

Moreira levantó sus ojos preñados de lágrimas, acarició al joven con una mirada tranquila y tristísima y con la voz entrecortada por la emoción le habló:

-Con las penas que tengo yo en el corazón habría para llorar un año. Yo era feliz al lado de mi mujer y de mi hijo y jamás hice a un hombre ninguna maldad.

Pero yo habré nacido con algún sino fatal porque la muerte se me dio vuelta y de repente vi perseguido al extremo de tener que pelear para defender mi cabeza.

Y Moreira narró a Marañón con sus más minuciosos detalles la historia que hemos diseñado a grandes rasgos.

Marañón escuchaba enternecido la historia de tanta desventura, estaba agradecido a aquel hombre que le   —96→   salvara la vida y tentó salvarlo arrancandolo del precipicio a cuyo fondo rodaba sin remedio, por una sucesión de fatalidades inevitables para el que se coloca en esa pendiente.

El joven meditó un momento y queriendo aprovechar el enternecimiento de aquel hombre de tan hermosas prendas de corazón, le golpeó el hombro y le dijo cariñosamente:

-¿Por qué no sale usted de Buenos Aires? Yo le proporcionaré trabajo en Santa Fe o en Córdoba, donde usted puede vivir tranquilo y ser feliz todavía.

Allí tengo muchos amigos para quienes les daré cartas y al fin de los años ya podrá usted volver.

Se habrán olvidado de sus desgracias y podrá volver a ser lo que ha sido.

-Yo no puedo irme de estos pagos, replicó el paisano creciendo en amargura, porque no pienso separarme de mi mujer ni de mi hijo, porque faltando yo, la justicia se ha de alzar con ellos haciéndoles pagar mis yerros.

-Yo les proporcionaré los medios de irse con usted, y entonces usted puede quedarse allí para siempre, viendo crecer a su hijo a su lado y amado por su mujer.

-Conozco que usted me habla al alma y veo que he puesto bien mi cariño en usted, pero por más que me halaga la propuesta yo no la puedo aceptar sin saber antes qué ha sido de aquellas dos prendas mías y si tengo que vengarlas de alguien.

Los pobres tienen olor a difuntos, es preciso darles en el pie para que no apesten y sabe Dios lo que habrá sido de aquellos desgraciados, cuyo único delito en la vida ha sido ser mi mujer y ser mi hijo.

Quiera Dios que no les haya sucedido nada -prosiguió, tomando un tono altivó y amenazador-, ¡quiera Dios que no les hayan hecho sufrir un minuto!

Yo no soy malo, pero conozco que si alguien les hubiera tocado el pelo de la ropa, sería yo capaz de hacer una herejía que ni los indios.

Y al decir esto, sus ojos brillaron en un relámpago de muerte, dando a su actitud una expresión que hacía   —97→   ver todo lo irrevocable de aquella determinación adoptada y jurada en el fondo de su alma.

Marañón insistió en sus proposiciones, allanó al paisano todas las dificultades, pero todo fue inútil, su palabra se estrellaba contra aquel carácter inquebrantable.

-Bueno, patrón, dijo el gaucho levantándose, ya lo he molestado bastante, será hasta la vista o hasta que se presente la ocasión.

-Adiós Moreira, dijo el joven, piense en lo que le he dicho, y lo acepte o no lo acepte ya sabe que puede contar conmigo en cualquier aprieto que se vea.

Moreira sonrió agradecido y estrechó con cierto cariñoso respeto la mano que se le tendía; salió al patio de éste a la calle, y saltando sobre su bayo se alejó al tranquito.

Marañón se quedó meditando tristemente sobre el destino de los hombres, que nacidos para el bien y para llevar a cabo las más grandes acciones, son empujados por la fatalidad a una pendiente cuyo límite es la muerte trágica que puso fin a aquella existencia desventurada.

Entre tanto Moreira, abismado en el recuerdo del pasado, había doblado sobre el pecho la cabeza, postrada por la tempestad que la cruzaba.

Allí, mudo e inmóvil, marchaba a la voluntad del noble animal que no cambiaba la marcha para no turbar el reposo del jinete, acostumbrado a cuando en altas horas de la noche, el jinete renunciaba al gobierno de la brida, o iba dormido, o iba a la aventura.

Moreira caminó así, entregado a sus tristes pensamientos, hasta que la luz del alba empezó a confundirse con la luz de la luna.

A la presencia del día, Moreira se descubrió como para que el aire de la mañana refrescara su cabeza, aspiró con fuerza esa brisa fresquísima que viene profumada con las aromáticas exhalaciones de las flores silvestres, que parece dar nuevas fuerzas al espíritu, y revolvió su caballo en dirección al pueblo, tomando el camino de la pulpería y posada, donde sólo paraba para dar de comer a sus dos amigos, el Cacique y el caballo.

Moreira entró a la pulpería, que era la de López, en   —98→   un momento fatal; parecía que el destino lo empujaba allí donde iba a suceder una desgracia.

Cuando Moreira entraba y pedía un poco de maíz para el caballo, notó que entre los paisanos que hacían la mañana se había promovido una discusión:

Un tal Gondra, gaucho quiebra y de malas entrañas, había dirigido palabras chocantes a un paisano forastero bastante mal entrazado, que había entrado a la pulpería a comprar una botella de caña para el camino.

El forastero no había respondido una sola palabra a las chocantes indirectas de Gondra, esperando le entregaran su caña para retirarse, lo que envalentonó a Gondra, que lo siguió chocando con indirectas primero y con injurias después, cuando vio que el paisano aflojaba.

Moreira quitó el freno al overo poniéndole un morral con maíz para que almorzara, y mientras le traían un pedazo de carne para el Cacique, entró a la trastienda con intención de calmar a Gondra en las chocarrerías que le oyó cuando llegó a la pulpería.

En este hecho sangriento podrán apreciar nuestros lectores el gran dominio que tenía Moreira sobre los que lo rodeaban.



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ArribaAbajoUn gaucho flojo

Cuando entró Moreira, Gondra creyendo encontrar en el paisano un buen apoyo, creció en insolencias y no escuchó las juiciosas observaciones que le hizo aquél.

El forastero se iba poniendo cada vez más pálido del coraje que contenía a duras penas, pues suponía en Moreira un aliado de aquel baratero que lo provocaba.

Recibió sin embargo la botella de caña que le alcanzaba el pulpero, sin desplegar los labios, pagó y se alejó repesadamente midiendo a Gondra de arriba abajo con una mirada donde estaba pintada toda la ira que sentía rebosar en su corazón.

Gondra soltó una gran carcajada al ver la actitud del forastero, y dirigiéndose a Moreira que seguía tranquilamente el aspecto feo que iba tomando la escena, le dijo:

-Hágase a un lado aparcero, no sea que el de la caña lo trague.

-Si sos hombre maula, salí afuera para tener el gusto de rajarte el alma de una puñalada.

Todos ustedes -añadió encarándose con Moreira-, han de ser una punta de maulas peleadores en pandilla.

Puede salir el que guste o todos de uno a uno.

Moreira palideció a su vez pero no se movió.

  —100→  

Se había recostado de espaldas contra el mostrador y miraba sombrío a los actores de aquella escena.

Los paisanos no replicaron una palabra; estaba allí Juan Moreira y todos esperaban que él coparía la parada propuesta por el forastero.

-Salí maula -volvió a gritar el paisano dominado por la ira-, salí y yo te voy a enseñar a reírte de la gente.

Gondra salió al encuentro del paisano, pero era un gaucho flojo, de los que llaman pura boca y se acobardó ante la actitud del adversario.

-¡Oíganlo a la maula! Ya sabía que habían de ser pura boca.

Que salga ese tu padrino que ha venido como a ayudarte -añadió el paisano encarándose con Moreira.

Salga uno siquiera porque si no entro y agarro a rebencazos a todo el mundo.

Moreira entonces, sin mirar al provocador del duelo, tomó a Gondra por un brazo, y le dijo gravemente:

-Yo no soy saca clavos de nadie ni he nombrado a nadie para que ande copando por mí las bancas. Yo no puedo pelear con ese hombre porque no es enemigo para mí. Ya que lo has provocado es preciso pelear, para que no se diga que te han corrido con la vaina.

Gondra miró a Moreira creyendo que se chanceaba, pero al ver el severo ademán del gaucho, no supo qué contestar.

Tenía miedo a aquel hombre que lo esperaba cuchillo en mano, pero más miedo tenía a Moreira.

Éste comprendió toda la cobardía de Gondra que había provocado aquel conflicto porque contaba con su ayuda, y desnudando su daga dijo a Gondra de una manera sombría que no admitía réplica.

-No hay más remedio que hacer la pata ancha; ya que «has comprado sin que nadie te venda», o peleas con ese hombre a quien has provocado o yo te saco las tripas de una puñalada. Pronto y basta de bromas.

El forastero miraba asombrado la actitud de aquel hombre a quien tanto miedo tenían los paisanos.

  —101→  

Gondra se había colocado entre la espada y la pared.

Tenía miedo al forastero, pero más miedo tenía a Moreira que lo amenazaba de muerte.

Forzado pues a optar entre un enemigo y otro, prefirió la partida con el forastero a quien acometió flojamente.

-¡Duro y parejo!, ¡duro y parejo! -gritaba a sus espaldas Moreira-, o te clavo como a un peludo.

La lucha era encarnizada.

Los paisanos se soltaban viajes formidables y ya Gondra había recibido un hachazo en el brazo izquierdo y una puñalada de poca consecuencia bajo la tetilla derecha.

Ya iba a separarse, completamente acobardado cuando sintió la punta de la daga de Moreira que le pinchaba la espalda, mientras el gaucho le decía:

-Coraje maula, coraje y no le haga asco a la muerte.

Gondra que sintió penetrar la daga de Moreira en su espalda, acometió al forastero de una manera desesperada, en momentos que éste volvía la vista hacia Moreira descuidando la defensa.

La daga de Gondra penetró entre la cuarta y quinta costilla, del lado izquierdo del desgraciado gaucho, produciéndole una muerte instantánea.

Gondra se volvió gozoso como para recoger de Moreira una felicitación, pero éste guardó fríamente la daga y dando a Gondra un puntapié que lo hizo ir a azotarse contra el mostrador, se dirigió a su caballo diciendo:

-Me voy porque no quiero vomitar de puro asco.

Y quitando al overo el morral que ató a los tientos, le puso el freno, montó y se alejó al galope largo.

Unas veinte cuadras andaría a este paso cuando puso su caballo al tranquito tomando la dirección de Cañuelas, donde tenía que ir a ver a un amigo para obtener por su medio noticias de Vicenta y el pequeño Juan.

Pero en Cañuelas, como en todas partes, la fatalidad esperaba a Moreira, que ya no iba encontrando sitio tranquilo donde reposar la planta.

Moreira caminó todo ese día, usando todas aquellas precauciones de hombre que sabe que detrás de cada   —102→   mata de pasto puede salirle una partida de plaza a disputarle la vida.

Había marchado a pequeñas jornadas de veinte o treinta cuadras, dando continuo descanso al overo bayo, de cuya ligereza podía necesitar de un momento a otro.

Cada dos horas el paisano echaba pie a tierra y sacaba el freno al caballo para que pudiese comer, mientras él tendía su manta y se recostaba al lado del Cacique a reflexionar sobre su situación desesperante.

De pronto se le ocurría ir a buscar abrigo y tranquilidad entre los indios, pero entonces tendría que abandonar a su mujer y su hijo que quedarían desamparados y que eran los únicos lazos que lo ataban a su existencia desventurada haciendo que con tanto encarnizamiento disputara su cabeza a la Justicia de Paz.

-Yo peleo con las partidas -pensaba Moreira, porque necesito vivir para mi hijo y para que no le digan mañana que me mataron porque fui cobarde.

El hombre que me matara me haría un verdadero servicio porque yo no vivo sino sufriendo; pero ¿qué sería de mi hijo si yo muriera?

Por ahora tengo que vivir, después veremos.

Y Moreira tenía razón, ¿qué halago podía tener para él la miserable existencia que llevaba?

Expuesto a ser preso a cada minuto, tenía que andar vagando sin descanso, siempre dispuesto al combate, que cada día sería más duro, porque las partidas de plaza le acometerían cada vez con más saña y cada vez mejor reforzadas y armadas, para asegurar su deseado triunfo.

Si alguna vez podía entregarse al sueño, sueño agitado, que no bastaba a descansar su cuerpo rendido, lo hacía gracias a la vigilancia de su leal Cacique, y así mismo tenía que dormir como una fiera, lejos de poblado en medio del campo y a la siesta, hora en que no se ve un solo jinete, un solo animal que no esté entregado al reposo.

La noche la pasaba viajando o tendido sobre su manta, esperando que su caballo comiese con toda comodidad y descansara las fatigas de la jornada.

Era, pues, una existencia miserable que el paisano llevaba   —103→   con conformidad, por aquellos dos seres queridos que no se borraban jamás de su pensamiento, siempre vuelto a ellos.

Moreira solía pensar en el doctor Alsina que era el único hombre que podía arrancarlo de aquella situación tirante ¿pero cómo escribirle? ¿cómo hacerle conocer su historia?

El paisano había llegado a desconfiar de los hombres, sospechando que pudieran venderlo a la justicia, y sabía que una carta suya en el correo, sería abierta por la primer autoridad, que la rompería para privarlo de todo amparo, y desechaba su idea reservándola para ocasión más favorable.

A la caída de la tarde, Moreira llegó a una pulpería muy concurrida, pues era domingo y los paisanos habían estado de carreras y de jugada de taba.

Cuando Moreira llegó, reinaba en la pulpería la alegría más franca y cordial.

Las copas de caña con limonada, bebida clásica del paisano, eran vaciadas y vueltas a llenar con una rapidez que había entusiasmado al pulpero, volviéndolo más amable que un peluquero francés.

La guitarra sonaba de cuando en cuando, acompañando una voz vinosa y nasal, que dejaba oír algún travieso pie de gato o alguna huella safada.

Sabido es que cuando el gaucho está en este género de diversiones no se aleja de la pulpería hasta que en los bolsillos de su tirador no queda nada que se parezca a dinero, y muchas veces habiendo hecho desaparecer de él hasta las monedas de plata que lo adornan constituyendo su lujo, y que deja empeñadas por una bicoca.

Moreira ató al palenque su overo bayo, con ese nudo especial que desata rápidamente el paisano, y entró a la pulpería seducido por aquel bullicio.

-Dios guarde a la buena gente -dijo el paisano saludando a la alegre concurrencia, y colgando su rebenque en la empuñadura de su daga, se dirigió al pulpero pidiéndole un poco de pasto seco para el caballo y un buen churrasco para el Cacique que no había probado bocado en todo aquel día.

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Un viva descomunal y prolongado saludó la presencia del paisano, manifestación clara de la profunda simpatía que inspiraba en aquella gente, y diez o doce paisanos se levantaron estirándole la mano unos y brindándole los otros con una copa de bebida, llegando algunos de ellos, algo divertidos, a demostrarle su alegría con sendos puñetazos en los hombros y ademanes de canchada.

Moreira agradeció íntimamente aquellas manifestaciones de cariño y simpatía, estrechó la mano a todos, pero rechazó las copas diciendo alegremente, mientras recibía de manos del pulpero el pedido que hizo a la entrada.

-Voy primero a dar de comer a mi gente y en seguida vuelvo.

Fue hasta el palenque, aflojó la cincha al overo y le puso en el suelo una brazada de pasto seco, mientras el Cacique, desde el recado reclamaba su parte con sendas meneadas de cola y cariñosos ladridos.



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ArribaAbajoUn encuentro fatal

Moreira se acercó a su fiel amigo, lo bajó del caballo y lo acarició amorosamente sobre sus brazos; le dio en seguida un beso en el hocico y lo puso en el suelo al lado del caballo, donde le cortó el churrasco en pequeños bocados.

En seguida se aseguró con inteligente mirada si los animales quedaban cómodos y regresó a la pulpería.

Estaba en la reunión un paisano que había permanecido sombrío en un rincón de la pulpería, sin tomar parte en el alborozo que causara la llegada de Moreira.

Éste no había visto el descontento del paisano, o había aparentado no verlo; los demás paisanos habían procedido como si aquel no existiera, o fuera simplemente un forastero.

El paisano estaba sentado sobre una pipa con los brazos cruzados y como absorbido completamente por un pensamiento fijo y profundo.

Era un tal Juan Córdoba, gaucho de algunas mentas, muy buscador de camorras, y que esa mañana, hablando de Moreira, decía que si éste hacía todos aquellos hechos y tenía asustadas las partidas, era porque todavía no había estrellado con un hombre de coraje, y que   —106→   el día que esto sucediera, sería el último día de la vida de aquel hombre.

-Es que no hay quien tenga más coraje y más vista que Moreira, habían replicado a Córdoba los otros paisanos; con ese hombre pelea el diablo, y no hay que hacerle, amigo.

-Es que sobre el mismo diablo estoy yo -había respondido el gaucho-, celoso por la reputación que superior a la suya acompañaba a Moreira, y el día que se cruce en mi camino, no le ha de valer la ayuda del diablo y lo he de poner panza arriba. Ustedes hablan porque tienen lengua y miedo y ahí está todo.

Sea que los paisanos no tuviesen deseos de pelear, sea que Córdoba fuese bueno realmente, su balandronada pasó y siguieron los juegos en la mayor tranquilidad y armonía.

Por eso cuando entró Moreira, Córdoba había quedado retobao y al parecer con el ánimo dispuesto a pelear al recién venido, lo que ya era una prueba de valor.

Moreira entró a la pulpería, como hemos dicho, sin notar, o haciéndose el que no veía el continente del paisano, que parecía un Baco, sentado sobre la pipa de vino.

Tomó una de las copas que le ofrecían y la apuró de un trago, respondiendo como podía al mundo de preguntas con que era agobiado.

Me parece, dijo un paisano al oído de otro, que si Córdoba se mete a guapo, se va a sacar la grande, porque a este hombre no hay quien le gane a pelear.

-¿Quién lo mete a vivo -contestó el otro-, el hombre no se mete con nadie, y para qué buscarle la boca? Si algo le sucede, él lo habrá querido, porque con callarse está del otro lado.

Córdoba tenía la pretensión de ser el mejor cuchillo del pago, y la creciente reputación de Moreira y sus últimas luchas, mortificaban su vanidad hondamente, haciéndole nacer el deseo de vengarse de aquel hombre, que no le hacía más mal que ser el dueño de un corazón de bronce y poseer un valor inagotable.

  —107→  

Y esta es una clase de celos que no tolera un paisano, porque cree que la reputación ajena viene a menguar la propia, quebrándola como una tabla.

El bullicio interrumpido con la salida de Moreira volvió a renacer más sonoro, las copas se vaciaron y se volvieron a llenar a pedido del recién venido.

-¿Y usted no bebe, paisano? -preguntó Moreira a Córdoba, señalando una copa sin dueño que estaba sobre el mostrador a medio vaciar.

-Yo no bebo sino lo que yo me pago -replicó sombríamente Córdoba, y gracias a Dios aún tengo con qué pagarme la mía y el gasto que se haga.

-Está de Dios o del diablo -dijo Moreira, frunciendo el entrecejo- que la maldición me ha de seguir a todas partes -y levantó al techo sus magníficos ojos, desesperadamente.

Córdoba no se movió de la pipa, esperando que fuese recogida su provocación, pero Moreira prescindió de ella y se puso a responder a las preguntas que le dirigían los paisanos.

La algazara ligeramente interrumpida por aquel cambio de palabras, volvió a reanudarse, y el sonido de la guitarra hizo olvidar por completo aquel incidente desagradable.

Moreira se había sentado en un banquito y escuchaba atentamente la relación que le hacían de los caballos que habían corrido en ese día y habían ganado.

Las copas se repetían y la alegría había llegado al último grado.

Sólo Córdoba no tomaba parte en ella, permaneciendo taciturno sobre la pipa.

Uno de los paisanos tomó la guitarra adornada por gran cantidad de cintas de diversos colores y la brindó a Moreira pidiéndole cantara unas décimas.

-No canto, amigos -respondió Moreira-, para cantar es preciso estar libre de desgracias y no tener cosas tristes en qué pensar, yo no canto porque mi destino es llorar.

-No se amilane amigo -respondió uno de los paisanos-, es bueno que de cuando en cuando el hombre deseche penas y no se deje ganar por el dolor.

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Y tanto rogaron al gaucho, y tanto le instaron, que Moreira tomó la guitarra haciendo oír un preludio donde rebosaba toda la melancolía de su espíritu.

Un gran aplauso saludó la decisión de Moreira y los paisanos se prepararon a escuchar con un recogimiento profundo, haciendo llenar de nuevo las copas.

Moreira estuvo por espacio de diez minutos recorriendo el diapasón de la guitarra en vagos preludios y acordes inconscientes.

Por fin aquellos preludios se fueron fundiendo, aquellos acordes se fueron armonizando y la guitarra rompió en uno de esos estilos tristes y profundamente melancólicos que el gaucho toca con una extrema ternura.

Moreira tocaba el estilo conmovido, había agobiado la cabeza a impulsos de la pena que le roía el alma, y meditaba profundamente.

Por fin levantó la cabeza soberbia, mostrando el rostro magnífico al que salían todas sus penas, entornó los ojos como reconcentrándolos en un punto de su pensamiento y lanzó al aire su voz patente y melodiosa, con las siguientes décimas que nos ha recitado un compañero que se las aprendió, con quien hablamos en Navarro.

Era una glosa aquella magnífica cuarteta del Quijote «ven muerte tan escondida», que el paisano improvisaba o que habiéndola aprendido en sus buenos tiempos aplicaba a su situación, dándole un relieve artístico con el sentimiento que rebozaba en su voz.

He aquí las décimas en que ese sentimiento se derramó suavemente:


Presa el alma del dolor
con el corazón marchito
soy como el árbol maldito
que no da fruta ni flor.
Muerte, ven a mi clamor
que en ti mi esperanza anida
ven, acaba con mi vida
ven en silencio profundo,
como mi dolor al mundo
ven muerte tan escondida.



Esta décima arrancó del auditorio las muestras del   —109→   más patético entusiasmo; Moreira siguió preludiando el estilo largo tiempo y cantó la segunda décima.


Quizá el mundo en su embriaguez
sin conocer mi martirio
tenga mi afán por delirio
hijo de la insensatez.
Y al ver mi ardiente avidez
por acabar de existir,
los que estiman el vivir
como suprema ventura
dirán que es en mi locura
¿Por qué el placer del morir?



Los paisanos estaban dominados por el canto de Moreira hasta el enternecimiento, algunos de ellos habían vuelto el rostro para secar a escondidas con el revés de la mano el llanto que no podían contener, y el mismo Córdoba, arrastrado por un poder extraño, había bajado de la pipa y se había acercado al grupo.

Moreira, completamente ajeno a la impresión que producía su canto, dejó oír esta tercer décima, creciendo su sentimiento:


¡Ah! si vieran la inclemencia
con que en mí el dolor se goza
que hoja por hoja destroza
las flores de mi existencia,
comprendieran la vehemencia
con que anhelo tu venida.
Ven muerte, tan escondida,
que no te sienta venir
y el gusto de verte herir
no me vuelva a dar la vida.



La guitarra calló, dejando oír un quejido lánguido en las cuerdas, que vibraban aún, bajo la presión de la mano artística del paisano, que permaneció agobiado a impulsos de su propio canto.

Todos los paisanos guardaron un profundo silencio, reteniendo en el oído la imagen de aquella triste caricia con que Moreira remató sus décimas.

El mismo Córdoba parecía haber olvidado su encono, y estaba allí, trémulo como idiotizado, sin atinar siquiera a llevar a los labios la copa de caña que veía en su mano.

  —110→  

El gaucho que lo invitara a cantar, se acercó entonces a Moreira y ofreciéndole una copa con bebida, le dijo sencillamente.

-Asiente el pesar, paisano.

Moreira levantó entonces la cabeza y pudo verse su negra barba sembrada de lágrimas cristalinas que parecían las gotas de rocío que se ven sobre las matitas de pasto al venir la madrugada y su frente plegada por ese dolor agudo que si se apura se traduce en inevitable y amargo llanto.

Recibió la copa que le alargaba el paisano y la apuró de un solo trago, ahogando con el líquido un sollozo que temblaba en su garganta, y volvió la guitarra a su dueño.

Córdoba vació su copa también y la impresión melancólica que había dejado el cantor, fue borrándose nuevamente como esas espesas nubes que nos roban la luz de la luna, en aquellas voluptuosas y tibias noches de verano y los paisanos empezaron a recobrar su habitual alegría dando un nuevo giro a la conversación.

Moreira, a instancias de los paisanos, se vio obligado a relatar su duelo con Leguizamon, con todas las peripecias que le procedieron, lo que hizo con la mayor sencillez y humildad.

-Dios sabe -concluyó Moreira-, que nunca he peleado sino cuando a ello me han forzado a no dejarme salida y aseguro que aquella muerte me pesa porque dicen que el finado era una persona de prendas y con familia, y que si peleó conmigo fue porque lo mandaron y no porque conmigo hubiese tenido jamás ningún resentimiento, puesto que no me conocía.

-Así es el mundo -retrucó Córdoba desde la pipa donde había vuelto a sentarse-, el hombre es como la mariposa que da vuelta alrededor del candil, tanto hace y tanto porfía que al fin viene a caer entre el sebo y queda frita.

Y así sucede que un hombre que se tenga por más guapo, viene a veces a morir a manos de un mulita.

Moreira comprendió que aquel hombre volvía a provocarlo, pero se hizo el desentendido y siguió hablando con los paisanos de esta manera.

  —111→  

-Si yo no me he quitado la vida muchas veces no ha sido de asco a la muerte, sino porque me necesitan mi mujer y mi hijo, que no sé la suerte que han corrido y lo que les espera.

-Dejemos los casos tristes para mañana -gritó uno de los paisanos, cuyos ojos empezaban a entornarse por la gran cantidad de licor que se había echado al coleto.

Ahora vamos a cepillar un malambo que va a rasquear el maestro, y mañana hablaremos de dijuntos.

¡Otra vuelta pulpero! -gritó dirigiéndose a este y sacando del tirador un rollo de dinero. Otra vuelta compadre que yo pago y que ha de ser de caña con limonada, para beberla a la salud de este mozo que es más criollo que el mismo diablo.

El pulpero obedeció la orden, y llenó todas las copas del brebaje pedido, incluyendo la de Córdoba que estaba vacía sobre el mostrador.

Cuando Córdoba vio que llenaban su copa, descendió de su pipa y acercándose al mostrador dijo enfurecido al que había pedido la vuelta:

-Ya he dicho que yo no bebo sino lo que pago, ¡canejo!; y en cuanto a beber a la salud de nadie no hay que contarlo, porque sólo bebo a la salud de quien se me antoja.

Moreira miró severamente, a aquel hombre que estaba empeñado en buscarle camorra, pero no dijo una sola palabra.

Se había propuesto no hacerle el gusto a la suerte, como él decía, y salir de aquella casa sin haber desnudado su facón y sin haber hecho caso a las groseras insolencias de Córdoba que parecía querer pelear a todo trance.

Tomó la copa que bebió tranquilamente y sacando su rebenque del cabo de la daga adonde lo había enganchado, dijo que ya se retiraba, porque quería amanecer en Cañuelas.

-El miedo es prudente -murmuró Córdoba guiñando el ojo al pulpero-, por eso es que los más malos suelen a veces parecer mansos como corderos.

Moreira palideció intensamente y se volvió a la pulpería   —112→   que ya abandonaba, midió a Córdoba con su mirada intensa y le dijo con ademán reconcentrado.

-Si me he propuesto salir de aquí sin derramar sangre, no he jurado dejarme hacer banco por ningún roñoso. No hay, pues, por qué tantear a la suerte.

Córdoba sonrió socarronamente, y levantando del mostrador la copa que llevó a la altura de los labios con ademán despreciativo, replicó acentuando las palabras que pronunciaba.

-Yo no soy Leguizamon, compadre, ni hombre a quien han de correr con la vaina o asustar con la parada, y ya sabe quién es Juan Córdoba.

-Vaya a la maula, su zonzo de porra -dijo Moreira, prorrumpiendo en una estruendosa carcajada-, que usted no vale la pena ni de que le dé un talerazo.

Córdoba no se inmutó; o no conocía a Moreira o tenía demasiada fe en su coraje y su vista, que así provocaba al terrible gaucho.

Al oír sus palabras soberbias, echó atrás el pie derecho, se separó del mostrador y arrojó el contenido de la copa que fue a bañar por completo la cara de Moreira, desnudando en seguida su facón.

Al sentir sobre su cara el contenido de la copa, Moreira tembló poderosamente, como si lo hubieran puesto al contacto de una pila eléctrica.

De sus ojos brotaron rayos, sus labios se movieron lívidos, y todas aquellas expresiones de la ira más expresiva, se tradujeron en un rugido poderoso que se asemejaba a todo sonido, menos al de la voz humana; desnudó su daga, aquella terrible daga, y se precipitó sobre Córdoba, tremendo, con una violencia indescriptible.

Al llegar a su adversario, bajó un poco la cabeza, llevó el antebrazo izquierdo a la altura de la boca, y se tendió en una larga puñalada.

Córdoba acudió a pararla con increíble presteza, pero el brazo de Moreira era tan fuerte, la puñalada llevaba tal violencia, que Córdoba no pudo volear aquel brazo de acero y la daga penetró en su vientre, deteniéndose en la columna vertebral, donde se incrustó.

Era tal la violencia de aquel golpe, era tal la fuerza   —113→   del brazo que lo había dado, que al querer Moreira retirar la daga de la herida atrajo sobre sí el muribundo cuerpo de Córdoba, teniendo que detenerlo con el brazo izquierdo, para que no le cayera encima, y dar más facilidad a la salida de la daga.

No se sabía cuál era más admirable, si la fuerza muscular de Moreira o el temple de aquella arma soberana.

Tan rápida fue la escena, tan violenta la acometida de Moreira, que cuando los paisanos pudieron darse cuenta de lo que pasaba, el cuerpo de Córdoba había sido rechazado por Moreira al desclavar la daga, yendo a caer contra la pipa donde había estado sentado y desde donde había provocado el lance.

Al caer Córdoba, Moreira se le fue encima con la daga levantada y en actitud de volver a herir, pero al llegar a su adversario caído, sus instintos caballerescos tuvieron más poder que la ira que lo dominaba, pero tarde ya, porque aquel desgraciado había dejado de existir, sin poder pronunciar una sola palabra.

Moreira contempló aquel cadáver; se golpeó la cabeza en ademán desesperado y blandiendo su daga empapada de sangre, prorrumpió en una terrible maldición.

-¡Maldita sea mi suerte -continuó dirigiéndose a la puerta y llevando aún la daga en la mano-, que no puedo pisar un sitio sin tener que matar a un hombre!

-No se aflija paisano -dijo el que había pagado aquella fatal última vuelta-. Usted ha sido provocado y si no lo mata, lo mata él. ¿Para qué se metió?

-Yo estoy maldito por Dios y por los hombres -continuó Moreira-, y donde quiera que voy llevo la muerte conmigo.

Se dirigió a su caballo que enfrenó y saltó sobre él, alejándose al galope largo, sin que los paisanos, mudos de asombro aún, se hubieran dicho una palabra.

Sólo a las dos cuadras, y cuando su agitación se calmó a impulsos de fresca brisa, Moreira echó de ver que aún llevaba la daga en la mano, y que el Cacique galopaba al lado de su caballo, reclamando su puesto sobre la montura.

  —114→  

El paisano se detuvo, guardó la daga en la cintura, subió al Cacique a las ancas, y siguió marchando al tranco en dirección de a Las Heras.

Tan desesperado iba Moreira, que olvidado de todo y para acabar de una vez con su penosa existencia, se hubiera entregado a la primera partida de plaza que le hubiera salido.

La muerte de Córdoba le había causado una impresión profunda, porque la había hecho en un acto primo, obedeciendo a un movimiento instantáneo.

Lo más ajeno que tenía era matar a aquel hombre, a quien había pensado aplicar solamente unos golpes de rebenque.

Pero la acción de Córdoba, la clase de la injuria, le había trastornado la razón momentáneamente y había dado aquel golpe mortal casualmente, sin calcularlo, sin quererlo.

Así caminó toda la noche y toda la mañana siguiente, sin sacar a su caballo del tranco y sin levantar la cabeza para mirar siquiera el camino.

A la siesta se acercó a una pulpería del camino donde pidió pasto para el caballo y carne para el Cacique, alejándose a media legua de distancia donde hizo alto para dar de comer a los dos animales, y reposar un par de horas, tendido entre ellos, sobre su manta.

Allí permaneció hasta eso de las tres de la tarde, hora en que se levantó, acomodó el freno al cuero, subió al Cacique en anca y siguió la marcha.

Serían como las once de la noche cuando Moreira llegó a Las Heras, paró donde tenía algunas relaciones y donde vivía un hermano del amigo Julián, de quien iba en busca.

Anduvo algunas cuadras por el pueblo, cuyos habitantes estaban entregados al reposo y volviendo el caballo a la derecha, fue a golpear la frágil puerta de un rancho humilde, que era donde habitaba Santiago, hermano de Julián, con su mujer y su cuñado, paisano de unos diez y ocho años a quien Moreira había visto criar.

A los golpes de Moreira, sonó una voz soñolienta y áspera en el interior del rancho, que preguntaba el clásico e inolvidable: «¿quién es?»

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En aquellos tiempos y aquellas horas, no era cosa fácil hacer abrir una puerta sin hacerse conocer inmediatamente, pues no era extraño que al abrir la puerta, el dueño de la casa se encontrara con una daga o un trabuco puesto al pecho.

-Abra amigo don Santiago que soy yo el que llega -dijo Moreira echando pie a tierra y bajando la rienda del caballo.

El paisano a quien éste se dirigía conoció su voz en el acto, pues se le sintió gritar con el tono de la mayor alegría y alborozo.

-¡El amigo Juan Moreira! Dichosos los vientos que lo traen por aquí aparcero, aguarde un momento que le voy a abrir.

Y Moreira sintió el ruido de los talones del buen gaucho que se había tirado de la cama y corría hacia la puerta que abrió inmediatamente.

Aquellos dos hombres se lanzaron uno en brazos de otro, con una efusión de hermanos que no se han visto en mucho tiempo.

-Bien haiga el motivo que lo trae, amigazo que aquí han llegado sus mentas y ya decían que lo habían dijunteau.

Y el paisano miraba a Moreira, a la escasa claridad de la noche, prodigándole todas clases de cariños y dando voces a su mujer para que se levantase y viera quién estaba.

-He venido corrido por la suerte -respondió melancólicamente Moreira-, y para pedirle un servicio que sólo usted me puede hacer.

-Conozco sus desventuras, por Julián que ha estado aquí -respondió Santiago, cambiando su actitud alegre por una tristeza verdadera-. Julián me ha contado todas sus penas, y le hemos compadecido con el cariño que le profesamos todos.

Pero entre amigazo, entre y así hablaremos con más comodidad.

Moreira ató su caballo al tronco de un paraíso que era el palenque de Santiago, y entró al rancho donde encontró a Marta, la mujer de éste, que lo recibió con   —116→   la misma alegría que le demostró a la entrada el buen paisano.

Allí se sentaron los dos amigos, y mientras Marta preparaba el mate tradicional, Moreira reveló a Santiago el objeto que lo traía a su rancho.

-Es necesario que mande a buscar a Julián, le había dicho, para que vaya a tomar lenguas de mi mujer y de mi hijo.

Yo me voy a perder por algún tiempo, y no quiero ausentarme sin tener noticias de ellos.

Yo mismo iría en su busca -continuó-, pero si me siento la partida va a ver guerra, y tal vez me quede sin saber lo que quiero.

-En cuanto se aclare -respondió Santiago-, me pondré en marcha con caballo de tiro, y volvemos con Julián con tropilla, para andar más ligeros.

-Gracias y Dios se lo pague -concluyó Moreira golpeando el hombro de su amigo, -puede que algún día pueda yo prestarle algún servicio.

-No voy ahora mismo -dijo Santiago-, porque espero el hermano de Marta, que fue esta tarde a entregar unos animales y no ha de volver hasta mañana, sol alto.

Marta vino con el mate y los paisanos entraron en agradable plática, conversando alegremente del tiempo pasado, en que ambos eran tan soberbias piernas en los velorios.

Moreira, al recordar sus tiempos felices volvió a caer en su eterna melancolía, pues se había vuelto a recordar de su mujer y su hijo que según decía pintorescamente, el candil donde al fin y al postre había de venir a quemar sus alas.

Vencido por estos pensamientos y por las fatigas de las últimas marchas, Moreira dijo al paisano que quería reposar un momento, pues sabía Dios cuando podría hacerlo con tanta seguridad.

Entre Marta y Santiago, hicieron al amigo viejo una cama blanda con bastantes cueros de carneros que pudiera dormir con buen provecho.

Moreira medio desensilló el overo bayo, cuyo maneador ató al cuello del Cacique, dio de comer a los   —117→   dos animales y se tendió sobre la mullida cama, dando el cortés «buenas noches».

Pocos minutos después, se entregaba al sueño tan profundamente, que parecía imposible que aquel hombre anduviese huyendo de todas las justicias de paz.

-Parece increíble -dijo Santiago a su mujer después de contemplar un momento a Moreira-. Parece increíble que este hombre pueda dormir con tanta tranquilidad, cuando de un momento a otro pueden dar con su guarida y hacerlo dormir para toda la vida.

Y el hábito de aquella vida errante había hecho en Moreira una segunda naturaleza.

La costumbre de matar por no ser muerto lo había connaturalizado de tal modo con aquellas situaciones dramáticas, que él antes se hubiera muerto de inquietud por la desgracia de un amigo, se entregaba ahora al sueño más tranquilo y profundo después de haber dado muerte a dos hombres y sabiendo que aquellas escenas de sangre debían irse repitiendo hasta que en vez del enemigo fuera él el que quedase en el sitio.

Moreira durmió de un solo tirón hasta muy entrada ya la mañana.

Cuando recordó, Marta le previno que Santiago había salido a la madrugada en busca de Julián pero que allí estaba su hermano que había vuelto ya por si se le ofrecía alguna cosa, pues Santiago le había dejado prevenido que no era conveniente mostrarse porque algún soplón podía verlo y ponerlo en pico al Juez de Paz que lo era en aquella época don Nicolás González, persona recta y severa en el cumplimiento de su deber.

Moreira estuvo más alegre aquel día; pensaba que pronto tendría noticias de su mujer y su hijo, y esta idea disipaba de su espíritu toda nube de melancolía.

Salió afuera jovialmente, dio de beber al caballo y le acomodó la montura de manera de estar prevenido de cualquier sorpresa y regresó en seguida al rancho acompañado del Cacique.

Aquel día lo pasó casi alegremente.

Churrasqueó con buen apetito, tocó la guitarra y hasta se permitió entonar un marote, con gran sorpresa de   —118→   Marta que juraba que aquel hombre era el paisano más alegre y entretenido que había conocido en toda su vida.

Llegó la noche y siguió la alegría.

Moreira dio de comer a los animales. Marta sacó la limeta de reserva, y se mató el rato jugando al punto de la vasca.

A eso de las diez de la noche, Marta, que estaba mal dormida empezó a cabecear, y Moreira prudentemente declaró que también tenía sueño y quería dormir hasta la vuelta de Santiago.

En vano Marta preparó la cama de la noche anterior, en vano rogaron a Moreira se acostara adentro, el paisano agradeció las finezas, salió afuera, enfrenó el pingo, tendió a su lado la manta de vicuña y se echó en ella como de costumbre, de barriga y con los brazos que lo servían de almohada sobre las armas.

Hacía ya veinticuatro horas que estaba en Las Heras y el gaucho sagaz no se fiaba de la justicia que tal vez a esas horas supiera donde se hallaba e intentase una campaña.

El Cacique vino a tomar su colocación al lado de la cabeza de Moreira y diez minutos después dormía con la misma tranquilidad que si estuviese en una fortaleza.

Serían las cuatro de la mañana cuando Moreira saltó como movido por un resorte y apareció en una actitud amenazadora teniendo en sus manos amartillados los trabucos.

El Cacique había ladrado de una manera especial que para el gaucho significaba la presencia del enemigo.

Moreira recogió la manta, se acercó al overo y tendió por el horizonte su vista de lince mientras el cuzquito seguía toreando cada vez más hostilmente.

Allá en el horizonte confundiéndose con las últimas sombras de la noche se veía un polvo solo perceptible para la vista del gaucho, polvo que significaba para él la presencia de varios jinetes.

El cuzquito había cumplido su misión policial dando aviso del peligro, y se había sentado frente al amo, a quien miraba en la cara con esa expresión inteligente y picaresca del perro que pretende interrogar lo que pasa y lo que se pretende de él.

  —119→  

Moreira estaba siempre atento, con la mirada fija en el polvo y el entrecejo fruncido por la incertidumbre.

Quería saber el significado de aquella nubecita de tierra.

El polvo se fue aproximando, los bultos que lo levantaban se fueron definiendo cada vez más, el paisano pudo contar once caballos de los cuales sólo dos traían jinetes.

La frente sombría de Moreira se despejó entonces, una suprema alegría se pintó en la sonrisa de su boca y volvió a arrojar la manta sentándose sobre ella y poniendo en la cintura los dos brillantes trabucos de bronce de que se había armado al pararse.

Aquella tranquilidad súbita y aquella íntima alegría, nacían de que el paisano había adivinado en aquellos dos jinetes a Julián y Santiago que estaban ya a una legua del rancho.

Unos diez minutos después se apeaban al lado de Moreira riendo de alegría, Santiago y el amigo Julián que habían venido de un solo galope.

Es imposible pintar con palabras la emoción de Julián y Moreira al hallarse frente a frente.

Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la suerte se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus entornados párpados, y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sin cera que se habían profesado desde pequeños.

Así permanecieron largo rato, mirándose al rostro y trasmitiéndose con la mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido expresar, mientras Santiago enternecido con aquella escena, se ocupaba en desensillar y arreglar los caballos para disimular su conmoción.

Los paisanos se separaron por fin, se estrecharon la mano con la efusión del primer momento y se sentaron sobre la manta sin apartar la mirada el uno del otro.

Santiago entre tanto hacía levantar a su gente mientras preparaban unas leñitas para que se fuese calentando el agua y echar un centenar de mates.

Moreira y Julián hablaban íntimamente: para Julián   —120→   no había secretos y Moreira volcaba en aquel espíritu inocente el mar de penas en que se ahogaba.

Julián oía tristemente la relación de todas aquellas patéticas desventuras y podía leerse en su rostro el efecto tristísimo que hacía en él la relación.

Moreira relató por fin la muerte de Córdoba y dijo a Julián el objeto que lo había traído a Las Heras.

Necesito saber de ellos, amigo Julián, concluyó amargamente, quiero saber que suerte han corrido y he contado con usted porque es el hombre más gaucho que he conocido en mi vida.

-Iré, amigo Moreira, iré y le traeré noticias fieles, aunque las tenga que ir a buscar al fin del mundo.

Voy a descansar un poquito porque el galope va a ser largo, y así que caiga la tarde apretaré la cincha al ruano sin darlo alce hasta Matanzas, donde están las prendas de usted.

Los paisanos se fueron en seguida al rededor del fogón, donde los esperaba el mate, y la conversación se hizo general, pasándose la mañana entretenidísimos con los cuentos y chistes del amigo Julián, que era un paisano graciosísimo y muy amigo de emplear en la conversación refranes y compadradas.

Por fin llegó la hora de la siesta, que tomó a los paisanos churrasqueando y festejando los interminables cuentos del amigo Julián, que se seguían con profusión.

El sueño fue apoderándose poco a poco de ellos, que se fueron quedando dormidos como los gatos, enrollados al suave calorcito del fogón a medio prender.

A eso de las tres de la tarde todo el mundo estuvo de pie y empezó de nuevo el mate aumentándose la reunión con algunos amigos que cayeron a la novedad, entré los que había algunos que conocían a Moreira, a quien saludaron con un afecto mezclado al invencible respeto que hacía nacer en ellos las mentas de Moreira.

A la caída de la tarde, como había prometido el amigo Julián ensilló, puso el maneador al fiador del caballo que debía llevar de tiro y despidió de sus amigos tomando el camino al gran galope.

Parecía un chasque de importancia, tal era la presteza con que marchaba.

  —121→  

Moreira se propuso pasar allí tres o cuatro días felices, pero el destino, con quien no contaba, lo había dispuesto de otro modo.

Esa misma noche vino al rancho un paisano amigo de Santiago, con una novedad bastante grave para otro que no hubiera sido Juan Moreira, y que vino a sentar su reputación de valiente en Las Heras, con un hecho que no nos atreveríamos a narrar, si el señor don Nicolás González, Juez de Paz en aquella época, no pudiera atestiguar este hecho novelesco, digno de los espíritus fuertes que figuraron en la Edad Media.

Es un rasgo que viene a acentuar de una manera poderosa el carácter de aquel gaucho tristemente legendario.

Don Nicolás González, ya lo hemos dicho, era un hombre severo y de una rectitud ejemplar en el cumplimiento de sus delicados deberes.

Según el paisano que llegó al rancho, el señor González había sabido que Moreira se hallaba en el pueblo y había resuelto alistar la partida de plaza para salir a prenderlo.

-Algunas personas -continuó el mensajero de este contratiempo para los planes de Moreira-, se han acercado al Juez de Paz diciéndole que su empresa es temeraria y que no se meta con el bandido para evitar alguna desgracia personal.

Pero el juez ha respondido que por lo mismo que la cosa es difícil la ha de tentar y ha de prender a usted, a pesar de su astucia y su valor, y para asegurar el golpe ha mandado a ño Rosendo a Navarro, según dijo el capitán, a pedir cuatro soldados más para reforzar la partida de plaza que estaba muy dispuesta a la campaña.

Tanto Santiago como Marta, quedaron anonadados ante esta noticia.

Moreira, entre tanto, sonreía lleno de orgullo y soberbia al ver todas las precauciones que tomaba la justicia para salirle al encuentro.

-Habrá titeo -dijo el paisano alegremente, como si no se tratara de él-, pero me parece que este Juez de Paz, como los otros, no va a reír muy largo.

-Váyase amigo Moreira, dijo Santiago lleno de zozobra,   —122→   todavía tiene tiempo de ponerse en salvo y esto lo puede hacer sin mengua ni agravio de usted.

-He jurado no huir nunca ante nadie -repuso soberbiamente el paisano y mucho menos ante una partida de plaza que asegura me va a prender.

-No sea imprudente amigazo -insistió Santiago-, que no por eso ha de ser usted menos hombre.

Piense en las noticias que le va a traer Julián y huya ahora que tiene tiempo, escondiéndose en otro pago.

Una suprema alegría pasó por el hermoso rostro del paisano al oír aquellas cariñosas razones, pero dominó por completo la ansiedad que podía hacer flaquear su valor, y volviéndose hacia el paisano, le dijo con una altivez imponderable.

-Si usted es amigo del capitán, dígale de mi parte, que todas las partidas juntas son pocas para prenderme; y si duda usted de lo que digo, véngame a avisar cuando está reunida la gente para que vea que con toda ella no alcanzo a limpiarme el sudor.

-Yo no soy soplón -replicó algo resentido el paisano-; si he venido a dar aviso es porque soy amigo de ño Santiago y porque lo aprecio a usted por lo que ha hecho.

-Perdone amigo que no le dije por ofenderlo -concluyó Moreira-, y muchas gracias; pero le pido como un favor que me avise cuando llegue el refuerzo.

Esa noche los paisanos se recogieron más temprano, y a pesar de los prudentes consejos que dio Santiago a Moreira, éste tendió su manta al lado del overo bayo, se echó a descansar como la noche anterior, ni más ni menos que si tuviera la certeza de que nadie había de venir en su busca para prenderlo.

En cambio Santiago y Marta no pudieron dormir en toda la noche, figurándose a cada momento que venían a aprehender a Moreira pero la noche pasó sin que el menor ruido viniese a turbar el sueño de Moreira ni a poner el alarma al Cacique.

Muy de mañanita se levantó todo el mundo diciendo a Moreira que debía ser prudente y retirarse del partido, pues cuando el señor González decía una cosa la hacía.

  —123→  

-Es que no siempre ha de tener palabra de rey -había respondido Moreira-, y alguna vez ha de ser la primera en que no pueda hacer lo que diga.

Santiago, muy agitado, salió a tomar lenguas de lo que se decía en el pueblo y volvió al poco rato atestiguando todo lo que había dicho la noche interior el paisano, añadiendo que en el centro había gran agitación y que don Nicolás González no esperaba más que la incorporación de la gente de Navarro, para mandar la partida en busca de Moreira, con orden de prenderlo vivo o muerto, en cualquier paraje donde se le hallase.

-Pues mientras más gente halla, mejor -replicó tercamente el gaucho-, ya verán como pruebo a esas maulas que yo no soy pasto de la justicia.

Y se dirigió al overo bayo echándole una doble ración de pasto seco, como para conservarlo en buen estado para el momento de la pelea inevitable.

Cuando Moreira entró al rancho, vio llegar a un jinete a media rienda, con el caballo cansado, que echó pie a tierra precipitadamente y dijo dirigiéndose a Moreira:

-Ya ha llegado ño Rosendo con los cuatro soldados de Navarro, y la partida está en la puerta del juzgado, preparándose para salir; sólo espera que venga el capitán que ha ido a casa del Juez de Paz a recibir órdenes para marchar con la gente.

-Pues, a ahorrarles el camino -dijo Moreira, recogiendo de sobre el catre de Santiago algunas prendas de su vestuario que había dejado allí.

-¿Qué va a hacer amigo, por Dios? -preguntó el paisano con la voz alterada por el asombro y la emoción.

-Voy a buscar a esas maulas -dijo Moreira-, porque si han venido soldados de Navarro han de volverse diciendo que no han dado conmigo.

No quiero además comprometer esta casa que puede servirme de guarida alguna vez que ande mal y tenga que estar oculto.

¿Y cómo dicen que al que me reciba en su casa lo mandan a la frontera, para qué he de hacer mal?

Moreira se dirigió a su caballo y revisó todas las   —124→   prendas del apero con esa inteligente atención del que conoce que en un lance apurado, no hay otra salvación que la que puede proporcionarle el caballo, y cargó examinó sus armas con extrema prolijidad haciendo jugar los muelles de los trabucos y blandiendo la daga para asegurarse que estaba firme en el puño.

Enseguida saltó sobre su caballo, subió el Cacique a las ancas y se alejó al trotecito, tomando la dirección de la plaza a donde estaba la gente.

¡Y era en verdad magnífico el continente de aquel hombre!

Su rostro estaba iluminado por una suprema expresión de bravura.

Clavado sobre el apero, con las alas del sombrero levantadas sobre la frente y caído hacia la espalda con un verdadero parque en el tirador, aquel hombre tomaba proporciones gigantescas.

Todo en él inspiraba un fuertísimo interés.

Cuando Moreira llegaba a la plaza, el capitán estaba haciendo montar la gente para salir en su demanda sin sospecharse que el hombre que iban a buscar estaba tan cerca de él.

Muchos paisanos miraban este aparato admirados.

No parecía que tanta gente fuera a salir en persecución de un solo hombre, sino que se alistase para combatir a un enemigo poderoso dado los preparativos que hacía y las precauciones que tomaba.

Moreira se acercó a la esquina de la plaza como uno de tantos curiosos, y se puso a contemplar aquel aparato y a mirar uno por uno los soldados de la partida.

Ésta era compuesta del oficial y catorce soldados de policía de campaña, de los cuales cuatro pertenecían a la partida de plaza de Navarro, tan dominada por él.

El capitán no conocía a Moreira ni podía figurarse que aquel hombre que tenía el insolente valor de salirle al camino, fuera el mismo en cuya busca iba.

-No se moleste capitán en hacer incomodar a la gente, Juan Moreira no está en donde usted sabe, porque hace ya diez minutos que se ha ido -dijo al capitán el paisano.

Los soldados de la partida de Navarro habían conocido   —125→   a Moreira, se habían colocado a retaguardia para evitar el primer ataque del gaucho, que era siempre violentísimo.

-Si sabes que Moreira se ha ido -replicó el capitán-, tú debes saber qué dirección lleva, y es preciso que vengas conmigo para que me lo indique, vamos.

-Es inútil -dijo riendo el paisano-, la distancia que lleva Moreira es mucha, va bien montado y usted no lo va a poder alcanzar por más que galope.

Algunos de los que estaban en la plaza habían conocido también a Moreira en el interlocutor del capitán y estaban trémulos y azorados del valor y la audacia de aquel hombre que, sin más armas que una daga y sus trabucos de bronce, provocaba al combate a una partida de plaza, reforzada, bien mandada y que tenía la orden de prenderlo o matarlo donde lo hallara.

-Tú sabes donde está Moreira -replicó el capitán-, que iba perdiendo la paciencia, pues creía que aquel gaucho había venido allí con el solo objeto de hacerle perder un tiempo precioso que el otro aprovecharía poniéndose en salvo.

Tú sabes donde está -repitió-, y vas a decírmelo en el acto, porque sino te prendo a ti y te dejo de cabeza en el cepo por tapadera.

-Está bueno -repuso Moreira-, para que usted no me tome por tapadera de nadie, le diré que Juan Moreira soy yo, y que he venido para pelearlos y para probarles que son unos maulas.

El capitán quedó helado de asombro ante tan brusca declaración; le parecía imposible que aquel hombre tuviera la audacia de ir a provocar la partida en la misma puerta del juzgado.

Antes que pudiera rehacerse; antes que atinara a desenvainar el sable, Moreira aprovechando su estupor, incitó con las espuelas su brioso corcel y se fue sobre el capitán con tal violenta pechada que lo hizo caer del caballo, que salió allí a escape, dejando a su jinete enredado en el sable pugnando por levantarse.

Moreira revolvió su caballo y dio frente a la partida, que ya estaba completamente dominada.

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Los cuatro soldados de Navarro habían salvado el bulto poniéndose a larga distancia.

-¡Fuego, fuego sobre el bandido! -gritó el capitán, que había logrado levantarse algo dolorido-, mátenlo, mátenlo -y cayó sobre él con increíble denuedo, sable en mano.

Algunos de los soldados, más animosos y retemplados por la voz de su capitán, tendieron la carabina e hicieron fuego, pero con esa torpeza del paisano que apoya la culata en la paleta del caballo y hace fuego al acaso, creyendo que para hacer efecto basta sólo la detonación, defecto, que tienen muchos soldados de nuestra caballería de línea.

Moreira soltó una poderosa carcajada, se puso la rienda entre los dientes y apareció armado de sus dos trabucos de bronce que había sacado de la cintura con increíble rapidez.

-¡A él, cobardes! -gritó desesperadamente el capitán, sin poder encontrar con su sable a Moreira por la inquietud que éste con las espuelas imponía al overo bayo.

Los soldados cayeron sable en mano, teniendo que distraer mucho su atención en los caballos clásicos calificados de patrias que no caminaban sino cediendo al rebenque.

Entonces se sintió un estampido poderoso el doble estampido de los terribles trabucos que Moreira había disparado a un tiempo, al verse cargar por los soldados.

Cuando se hubo disipado la espesa nube de humo producido por aquellos dos disparos se pudo ver el espantoso estrago que estos habían causado.

Dos soldados se revolcaban en el suelo, presa de horribles convulsiones, tres disparaban completamente acobardados, mientras los restantes pugnaban por contener los asustados caballos.

El capitán estaba consternado; aquello era vergonzoso e increíble; a otro ataque de Moreira se iba a quedar completamente solo y era preciso ganarle el tiempo.

Moreira entre tanto volvía a cargar sus trabucos, operación que hacía con gran rapidez, pues llevaba los cartuchos hechos y no tenía más que colocarlos en la boca de los trabucos, donde los hacía calzar dando un   —127→   golpe con las culatas en las encabezadas de plata del lomillo, de modo que cuando el capitán animó con la palabra a los cinco hombres que le quedaban y los hizo cargar sobre Moreira, éste estaba con sus dos trabucos armados, espiando la oportunidad del disparo.

Cuatro de los soldados cargaron al frente, mientras el quinto remoloneaba, haciéndose el que no podía hacer avanzar el caballo, y el terrible estampido de los trabucos de Moreira se dejó sentir por segunda vez, sembrando la muerte y el espanto entre los enemigos que esta vez abandonaron por completo el campo, heridos unos y en dispersión los otros.

El capitán no se pudo conformar con aquel resultado: trémulo de vergüenza, cargó sobre el gaucho que reía estruendosamente de la partida dispersa.

Ya había Moreira vuelto a colocar en su cintura los dos trabucos, y miraba a aquel joven con una mezcla de compasión y de burla.

Cuando el joven lo cargó, dispuesto a morir, pues no tenía otra esperanza, Moreira hizo dar al caballo un alto, para ponerse fuera de alcance y dijo al joven:

-Puede retirarse capitán sin partida, con usted no tengo resentimiento porque lo han mandado y no tiene la culpa de nada. Váyase y lleve el parte.

Avergonzado el joven con esta nueva sátira cargó de nuevo al gaucho, dispuesto a morir o a concluir con aquel hombre formidable, cosa imposible por cierto.

El paisano se desmontó entonces, enrolló la manta de vicuña en el poderoso brazo y sacó aquella terrible daga que tanto estrago había hecho ya.

Los espectadores temblaron, vieron que aquel duelo iba a ser mortal para el joven, pero ninguno de ellos se atrevió a ayudarlo con un ademán o con una palabra.

Moreira estaba sereno y sonriente; abría los brazos mostrando al joven su hercúleo pecho, como incitándolo a herir.

Cuando aquel se tendía en una estocada, Moreira la vitaba con el brazo de la manta, con una limpieza maestra, y se contentaba con marcar sobre la cabeza del joven, un golpe con el cabo de la daga, que podía   —128→   ser una puñalada mortal, demostrando con esto al joven que no quería herirlo y que entonces como él decía estaba peleando de puro vicio.

-Mátame, mátame de una vez -gritaba el joven dominado por la ira-, mátame porque si yo puedo, te voy a atrevesar el corazón.

-No quiero, mocito -replicaba el gaucho-, usted le hace falta a la familia y no hay necesidad de que yo lo carnee por un disgusto tan al ñudo.

Aquella escena no podía prolongarse más, Moreira estaba ya fatigado y podía venir algún refuerzo inesperado que pudiera hacerle perder todas las ventajas que había obtenido.

Así lo comprendió el gaucho y determinó concluir aquel combate desigual, sin hacer daño alguno a aquel joven que había cumplido su deber tan lindamente.

Ofreció de nuevo como cebo, su pecho descubierto, y el joven se precipitó a él, con increíble brío, tirándole una estocada de muerte.

El gaucho que había adelantado intencionalmente el pie izquierdo, paró el golpe hábilmente, y con una precisión matemática echó al joven una zancadilla que lo hizo caer al suelo de espaldas, quedando completamente a merced de su adversario.

Moreira se precipitó sobre él, rápidamente y le arrebató el sable.

Los paisanos que habían presenciado la lucha volvieron el rostro pálidos y conmovidos pensando que el gaucho iba a hacer lo que se estila en estos casos, degollar a su adversario, pues estaban muy lejos de apreciar aquel espíritu caballeresco hasta la exageración.

El gaucho arrancó el sable de manos del capitán, diciéndole un único «dispense amigo» y arrojándolo lo más lejos que le fue posible, le pegó un ponchazo en la cabeza, como quien hace un cariño y se dirigió al caballo que, montado por el perro, se había detenido al otro extremo de la plaza, habituado a aquellas situaciones.

No faltó comedido que quiso tomarlo de la rienda para que no fuese a disparar, pero la rienda había quedado sobre el caballo y el Cacique no la permitió tocar.

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El paisano montó sobre el overo con verdadera majestad y revolviendo el poncho que conservaba en el brazo izquierdo, dijo a los azorados paisanos:

-Caballeros, pueden llamar al médico y al cura que creo que hacen falta, porque yo no me puedo quedar para el auxilio, tengo mucho que hacer.

Y revolviendo el caballo se alejó con toda tranquilidad, después de soltar una última carcajada, dejando a aquella gente dominada por completo.

Todos aquellos hombres, valientes y capaz cada uno de pelear con cualquier clase de enemigo, no se hubieran atrevido a detener la tranquila marcha del gaucho.

La acción de Moreira, la serenidad que había demostrado durante la lucha y su acto generoso al darle fin, habían dominado, cautivado a los paisanos cuya influencia cede a la influencia del valor y mucho más si aquél valor va aparejado a sentimientos nobles y humanitarios.

Muchos de aquellos paisanos se hubieran sentido capaces de pelear como Moreira, pues aquel hombre no era una excepción de su hermosa raza.

Pero tal vez ninguno de ellos hubiera encontrado en su corazón tanta grandeza para no matar al mozo, y tanto dominio para despedirse de él con un ponchazo.

Moreira se alejó de allí al tranquito, encontrando suficiente recompensa a su acción en las caricias que le prodigaba el Cacique, y llegó al rancho de Santiago, donde desmontó como si solo viniera a dar un ligero paseo e ignorara por completo lo que había pasado tal era la calma de su continente.

Marta y Santiago habían sentido los disparos, y sabían que Moreira se había batido con la partida, pues aquellas noticias corren con increíble presteza, así es que les parecía un sueño ver llegar ileso al paisano, que tomaba para ellos proporciones fantásticas y gigantescas.

-Váyase amigo, por Dios -dijo Santiago a Moreira, viéndolo que se disponía a atar el maneador en el palenque-, por los pagos andan partidas del Guardia Provincial, que dicen han venido a buscar a los que no se hayan enrolado y esa es tropa de línea, con la que es inútil pelear.

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-Pues yo los pelearé -repuso Moreira con creciente soberbia-, los pelearé como pelearé al mismo diablo que me salga al camino aunque traiga vistuario de fierro y pelee con diez dagas.

Y ató su caballo al palenque bajando al Cacique que ladraba alegremente sobre el apero.

-Venga pues un mate, comadre, para asentar la campaña -dijo Moreira a Marta-, y tendió su manta donde se echó de barriga.

En seguida se puso a relatar minuciosamente las peripecias del combate con sus mayores detalles, relación que escuchaba Santiago con los ojos dilatados en prueba del asombro descomunal que experimentaba a medida que Moreira llegaba al fin de la contienda; asombro que remató con los gritos de ¡ah criollo!, ¡ah hijo del país!, ¡con razón le protege mi Dios!, ¡para qué matar al botón a ese mocito que nada hacía de su dictamen, y que sólo obedecía a las órdenes que a la fija le habían dado!, ¡lindo mozo canejo!, y con razón no lo he querido dijuntear, amigo.

-Ahora váyase, amigo -continuó-, que la monta no está sólo en ser guapo, sino también en ser prudente, pues la suerte se cansa porque ella no es tan constante como el dolor; váyase, que yo le enseñaré a Julián cuando vuelva dónde lo tiene que encontrar.

-No gaste en vano saliva, amigo -dijo Moreira recibiendo el mate de mano de Marta-. Yo espero aquí al amigo Julián, aunque venga una tormenta con truenos y refusilos y tras de ella todos los diablos vestidos de milicos; esto, se entiende, si no lo comprometo.

Y albergado en aquel rancho amigo, tomó sus disposiciones para esperar la vuelta del amigo Julián, preparándose de manera que no pudieran sorprenderlo, si es que acaso intentaban venirse por el vuelto.

Entre tanto en el pueblo no se hablaba de otra cosa que de aquel combate asombroso, en que Moreira había vencido a una partida reforzada, perdonando la vida al capitán.