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ArribaAbajo El nido de desventuras

Moreira, siempre negándose a huir como se lo aconsejaban Marta y Santiago, permaneció en el rancho esperando la vuelta del amigo Julián, que ya tardaba mucho.

Los días pesaron así, siempre esperando, sin que el amigo Julián diera señales de vida, lo que hacía agolpar al espíritu del paisano mil dudas agitadas.

¿Habría muerto Vicenta? ¿Habría sucedido una desgracia al pequeño Juan? ¿Habrían mandado a ambos a la cárcel de Buenos Aires a pagar sus culpas y delitos?

Estas dudas tenían sumido al paisano en una amarga ansiedad; hubiera sacrificado su libertad misma, a trueque de tener noticias tranquilizadoras de aquellos desgraciados.

Moreira pasaba el día entregado a estas cavilaciones, no comía, tomando por único alimento el eterno mate, sin cuyo desayuno un paisano es completamente hombre al agua.

A la noche daba de comer al caballo, que estaba siempre ensillado, aunque con la cincha floja; daba de comer al inseparable Cacique y extendía su manta al lado del overo bayo, donde se echaba a reposar, en su actitud favorita, con las manos sobre las armas y la cabeza sobre   —132→   la almohada que le venían a formar los brazos así doblados.

Así dormitaba ligeramente, viéndosele incorporar inquieto al menor gruñido del Cacique, que de cuando en cuando salía a dar su vuelta como un rondín militar.

Y aquel hombre dormía ya ligero ya profundamente fiado solamente en aquel vigilante animal, cuyo finísimo olfato delataba al enemigo antes que éste estuviese a la vista.

A eso de la madrugada del tercer día, el cuzquito se levantó de la manta, dejó oír un gruñido leve, y al poco rato se puso a ladrar arañando la cabeza de Moreira como para despertarlo.

El paisano estuvo de pie como un rayo, se acercó al overo, a quien apretó la cincha con suprema rapidez, viéndose brillar en seguida en sus manos a la escasa claridad de las estrellas que se mezclaba a esa vaga luz del crepúsculo, sus dos magníficos trabucos de bronce que eran el arma de que se servía primero cuando el enemigo era numeroso.

Moreira permaneció largo rato en actitud de montar a caballo; se sentía, en lontananza el galope de varios animales pero la vista todavía no podía apreciar los lejanos bultos.

Marta y Santiago habían salido afuera al sentir los ladridos del Cacique, pues aquella gente no dormía, temiendo que de un momento a otro llegara una partida numerosa en busca de Moreira, a quien decía Santiago podía la suerte cansarse de ayudar y suceder una desgracia inevitable, porque pensar que aquel hombre se entregara era pensar locuras.

El galope de los caballos se fue haciendo cada vez más claro, los bultos se fueron destacando en el horizonte y el Cacique dejó su actitud hostil y se puso a ladrar alegremente.

-Un amigo -dijo Moreira sonriendo, al interpretar la alegría del Cacique y mirando a Santiago a quien había sentido salir-, son amigos, y el corazón me dice que es Julián.

Y el leal corazón del paisano no se engañaba; era   —133→   realmente Julián que regresaba arriando su tropilla favorita que le servía para hacer las grandes patriadas.

Julián llegó, echó pie a tierra al lado del overo y los tres paisanos se abrazaron estrechamente, formando un cuadro tocante, alumbrado por la luz de la mañana, que empezaba a despertar las aves.

Dos minutos permanecieron así aquellos tres hombres a quienes unía un cariño franco y sincero, nacido en las primeras horas de la vida, y que sólo la muerte podría cortar.

Los paisanos se separaron, y Julián y Moreira se miraron a la cara.

En los párpados de Julián se vio temblar una lágrima.

Los labios de Moreira tomaron esa expresión del gemido.

Moreira, bajó la vista y dejó desplomar la cabeza sobre el pecho.

En la cara de Julián había visto una expresión lúgubre que lo había desalentado por completo.

Julián estrechó la mano al gaucho como queriendo infundirle ánimo con su presión cariñosa, mientras le decía: ¡qué canejo! Todo tiene remedio menos la muerte.

Moreira se dejó caer sobre la manta completamente desalentado y se abismó en el infierno de su pensamiento que abultaba fantásticamente la desgracia que suponía haber sucedido.

Julián se sentó a su lado, mudo y sombrío, esperando que Moreira saliera de aquel letargo en que había caído su espíritu, postrando aquel corazón de bronce.

Por fin aquel hombre alzó el semblante, descubrió la varonil cabeza, como si buscara calmar su ardor con el fresco de la brisa, y dijo al amigo Julián que lo miraba silencioso:

-Puede contar amigo, sin economizar trago amargo, porque estoy dispuesto a todo, y aquí hay entrañas para sufrir todas las penas del mundo.

-No se aflija amigo -repuso el paisano-, ya sé que usted no le hace asco al dolor y por eso le voy a contar sin rebozo lo que ha sucedido en sus pagos; y con una sencillez inocente narró lo que en Matanza había sucedido,   —134→   sin apercibirse que aquel relato entraba en el corazón de Moreira como una puñalada lenta y desgarrante.

Julián habló así:

-Dos noches después de la salida de Moreira, Vicenta, a quien más conocían por Andrea, su segundo nombre, fue puesta, en libertad con su hijo, después de hacerle creer que Moreira había muerto a manos de la primer partida que salió a prenderlo, enseguida que éste mató a don Francisco.

La prisión sufrida, la muerte de su padre, y las penas que había pasado, la habían enflaquecido rápidamente, haciendo grandes estragos en su simpática fisonomía.

Fue a su rancho y encontró las paredes peladas.

Las haciendas habían sido embargadas por la justicia para venderlas y costear los gastos del juicio, y lo que no había hecho la justicia, se habían encargado de hacerlo los cuatreros que habían pasado como aves de rapiña por la abandonada casa, llevándose hasta los poyos de sentarse.

Andrea se encontró, pues, sola en el mundo, abandonada de todos y sin tener un mal mendrugo que llevar a los labios de su hijo, que había enfermado.

En esta situación desesperante, golpeó a los ranchos amigos, que se le cerraron, porque según la orden del juez, «era reo de complicidad en los crímenes de Moreira, el que tendiese la mano a la mujer del bandido».

Y Andrea moría de hambre, de desesperación y de dolor al ver a su hijo consumido por la necesidad.

Moreira escuchaba el relato de Julián y las lágrimas corrían silenciosas por su rostro, yendo a perderse entre la seda de su barba.

-La justicia -continuó Julián con sarcasmo-, empezó entonces a dar su última mano a la obra de destrucción que había empezado con la desgracia de Moreira.

Andrea, aunque flaca y macilenta, era todavía hermosa y los empleados del juzgado, empezaron a girar a su alrededor, como caranchos sobre la osamenta, tratando de explotar su miseria y los sentimientos de madre, en beneficio de pretensiones inicuas.

Pero Andrea a quien la presencia de un justicia causaba   —135→   más pavor que todas las muertes juntas, despidió acremente al nuevo teniente alcalde que fue a ofrecerle su protección y su cariño.

Andrea iba a visitar la tumba de su padre donde pasaba largas horas llorando, y preguntaba en vano por la de su Juan, a quien por las voces del Juzgado todos creían muerto, pero le respondían complaciéndose en su dolor, que su tumba había sido el estómago de los zorros y de las vizcachas.

Así la pobre Andrea moría, viviendo en este horrible martirio, mendigando de la caridad pública un mendrugo de pan y un trapo negro con que honrar la doble muerte de su buen padre y del altivo Moreira.

Al escuchar esta parte del relato, Moreira lanzó un quejido y blandiendo la daga dejó oír una maldición espantosa:

-Para cumplir mi venganza -dijo-, no basta a mi daga toda la carne que cubre la osamenta de esos puercos a quienes he de matar uno a uno.

Julián dejó pasar aquel justo estallido de la ira, y prosiguió la narración después de una breve pausa.

-Así, aquella infeliz vagaba por los campos con aquellas dos horrorosas cargas, su miseria y su hijo, pidiendo trabajo.

¿Pero quién era el gaucho que desafiaba la cólera de la justicia dando trabajo a la viuda y al hijo del que la ley había declarado bandido?

Sólo Dios podía liberarla del abismo a que la precipitaban los hombres.

El teniente alcalde volvió a la carga arrastrándole de nuevo el ala notificándole que la justicia iba a vender el rancho, siempre por cuenta del proceso.

Vicenta Andrea tenía dos muertes para elegir, o de hambre o endurecida por la helada, pues ya no tendría techo que la cobijara.

La mujer desventurada miró a su hijo, pensó en el destino que le estaba reservado y una inmensa agonía pasó por sus ojos pardos expresivos y lánguidos.

Había un medio de salvar a su hijo y salvarse ella; pero este medio era aceptar la ignominia más afrentosa que la muerte.

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Vicenta gimió, miró a su hijo flaco y macilente, transparente por el hambre y la miseria, y vaciló sintiéndose desmayar.

La idea de que aquella criatura pudiese morir de hambre la desesperaba de una manera dolorosa, pues comprendía que era preciso salvar a aquel inocente aun a costa de su cuerpo enflaquecido de una manera horrible.

Sin embargo volvió a rechazar a aquel hombre con el ademán altivo y el rostro enrojecido por la vergüenza.

Aquel día vagó los campos y las cercanas casas pidiendo una limosna, regresando a su rancho con la muerte en el corazón.

Un relámpago vino esa tarde a iluminar con sus pálidos destellos la negra noche de su alma, abriéndole un nuevo horizonte de risueñas esperanzas.

El compadre Giménez, que había tenido que salir del partido para hacer unas tropas, regresó esa noche y vino a casa de Vicenta como un ángel de la salvación.

Pero aquel hombre fue aún más miserable que el teniente alcalde, pues aprovechó el poco camino que éste había andado en el corazón de aquella desventurada.

Giménez dijo que aquel hombre había tenido razón, que era necesario salvar a su hijo y que para esto no tenía otro recurso que aceptar las proposiciones de un hombre bueno, que trabajase para darles de comer y vestirlos.

-De todos modos Moreira ha muerto -concluyó aquel hombre y a nadie puedes ofender con tu proceder.

Vicenta oía todo aquello como una máquina; estaba bajo la horrible presión del delirio del hambre, y en su cabeza débil había empezado a vacilar, perdiendo terreno en ella la razón.

Oía a Giménez y sus palabras eran para ella una especie de ruido, porque aunque comprendía su significado, no podía valorar los hechos que ellas establecían.

Giménez insistió, la pintó a ella muerta de desesperación y de dolor, después de haber visto morir en sus brazos a su hijito hambriento, y aquella infeliz no pudo resistir más y cayó sin saber lo que hacía, cayó como   —137→   una máquina de carne, pues aquel hecho para ella sólo importaba la salvación de su hijito.

Giménez se instaló allí como en su casa y Andrea y Juancito tuvieron esa noche que comer, comida que devoraron en un segundo, casi sin mascar.

Vicenta llenó esta imperiosa necesidad de la vida, la alimentación, cuya falta llega a igualar los seres humanos con las bestias, y cayó en un profundo letargo.

Era la primera vez que aquella desventurada se entregaba al descanso sin la idea de que al despertar hallase a su hijo muerto.

Al llegar a esta parte del relato, Moreira ofrecía un aspecto espantoso.

Su mirada dilatada, brillaba de una manera pálida con destellos que hacían daño, parecía un puñal que se desnuda bajo la luz de la luna, de su boca entreabierta salía un ruido que parecía el exterior de un toro y sus manos temblorosas oprimían la magnífica cabeza, como para contener el estallido de la masa cerebral que parecía arder adentro.

-Agua -dijo-, tráigame agua porque me siento chamuscar los sesos, y metió la cabeza en un balde de agua que le trajo Santiago. Moreira estuvo con la cabeza en el agua por espacio de tres minutos, la sacó en seguida y después de enjugar el agua que caía de sus largos rizos, se ató un pañuelo alrededor de la frente y volvió a quedar sumido en una meditación extraña, hundido en el abismo de sus penas.

Por fin se arrancó a aquella meditación que lo postraba sin fuerzas morales y miró a Julián de una manera triste y sombría, diciéndole:

-Hasta el fin, amigo Julián, hasta el fin, y tire al alma.

No le haga asco al menor tajito, que la desgracia ha de entonarme, en vez de hacerme mal.

Yo veo que tengo madre para la desgracia, pues apenas muevo el pie, ya voy pisando en mis propias entrañas.

Julián se recogió un momento como para coordinar   —138→   sus ideas y prosiguió de esta manera, secando una lágrima que el dolor del amigo hacía somar a sus ojos.

-Desde aquella noche nada faltó en casa de la Andrea; Juancito empezó a reponerse y la mujer se fue poco a poco habituando a aquella situación desesperante.

De cuando en cuando preguntaba al compadre Giménez por la tumba de su Moreira para ir a rezar sobre su borde y Giménez le prometía siempre averiguarla.

Aquel hombre no dejaba carecer de nada a Vicenta que iba acostumbrándose poco a poco a aquel ser a quien apreciaba, por el cariño especial que aparentaba tener por su hijo.

Un día tuvo Giménez que bajar a Buenos Aires para hacer entrega de una tropa de hacienda que había vendido, y dejó a Andrea el dinero necesario para que no le faltara nada durante su ausencia.

Hacían una vida tranquila con gran asombro del vecindario, que veía en la acción de Giménez un reto a la justicia, que había prohibido bajo la pena de caer en desgracia, que se tendiese la mano a la mujer del bandido Moreira, asesino aleve.

-No lo he sido pero lo seré -dijo Moreira sentenciosamente. A esa gente la he de matar por la espalda y si puedo he de tratar de agarrarla durmiendo.

Julián calló un momento y a indicación del paisano siguió así:

-Giménez salió de madrugada con su tropa de novillos y Vicenta quedó sola en aquel rancho, donde se habían deslizado las horas más felices de la vida, en compañía de su padre, de su hermoso y amante Juan, muerto de una manera tan trágica según se lo corroboró el compadre Giménez.

El teniente alcalde que esperaba esta ocasión para vengarse de los desdenes de Andrea, se presentó esa noche en el rancho, en momentos que aquellos desventurados estaban cenando.

Aquel hombre volvió a la carga con sus impertinentes pretensiones y como siempre, fue rechazado esta vez, más enérgicamente que las anteriores.

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-Si quiere venir a mi casa -le dijo Andrea- olvídese de esas cosas; ya tiene pan mi hijo y no tengo porqué sufrir nuevas humillaciones de nadie.

-¿Qué, crees que porque te protege Giménez estás fuera de la acción de la justicia? -replicó el teniente alcalde. No seas tonta que te conviene estar bien conmigo.

-Dejemos esa cuestión, amigo -concluyó Vicenta-, lo que usted pretende no puede ser y yo nada tengo que ver con la justicia, porque no he faltado a nadie, gracias a Dios.

Aquel hombre se irritó de una manera brutal, amenazando a Vicenta quitarle su hijo porque andaba en la mala vida, y prenderla a ella misma.

Este hombre se había empeñado por la paisanita que con la buena vida, había empezado a recuperar su antigua hermosura.

A un justicia, según la teoría y la práctica, no se le debía resistir nada, y la resistencia de Vicenta lo había empeñado más, interesando su amor propio de hombre, y de justicia.

Insistió, quiso vencer la resistencia que se le opuso, y aquel hombre fue cobarde hasta el extremo de golpear a aquella mujer desvalida amenazando golpear a su hijo.

Moreira escuchaba a Julián sin hacer el menor movimiento ni pronunciar una palabra; parecía estar bajo la presión de una melancolía profunda.

Cuando Julián llegó a esta parte de su relato sus labios se agitaron con un movimiento convulso, pero no se le oyó la menor palabra, la menor sílaba.

-El hombre -prosiguió Julián-, después de golpear a Vicenta, se retiró diciendo que volvería a la noche siguiente, y que había de lograr su empeño o le había de llevar el diablo.

Vicenta pasó una noche desesperante; estaba sola en el mando, ya no existía Moreira para defenderla y sabe Dios cuándo volvería Giménez.

Si se dormía despertaba al momento sacudida por los sueños que el espanto engendraba en su espíritu; a cada momento creía que le arrebatan su hijo y se abrazaba a él protegiéndolo de aquella agresión imaginaria.

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Estaba dominada por el terror de la amenaza que se le había hecho.

Por fin llegó el nuevo día, y Vicenta se dormió profundamente.

Cuando el espíritu pasa por ciertas situaciones, la luz del día viene a ser una especie de compañera que aleja de él toda sombra fantástica, haciendo renacer en el corazón el valor moral que han avasallado los sueños delirantes.

-Cuando Vicenta despertó, eran ya las once de la mañana: se vistió y acompañada de su hijo salió a la calle, temiendo viniese el teniente alcalde.

Y vagó sin rumbo y sin objeto que alejarse de su casa donde la amenazaba el mayor peligro, el peligro de caer en manos de la justicia.

A la caída de la tarde, Andrea vino a su rancho para llevar una manta, pues aquella noche pensaba pasarla a campo, pero al aproximarse a la casita su corazón latió fuertemente y una suprema alegría asomó a su pálido semblante: había visto los caballos de Giménez que regresara un momento antes.

Andrea se precipitó en sus brazos y le contó lo que le había sucedido la noche antes y la amenaza que le había hecho al salir el teniente alcalde.

Giménez más cobarde aún que aquel hombre dijo a Andrea que era preciso huir de allí antes que volviera, y uniendo el ademán a la palabra ensilló dos caballos y esa misma noche, se fue a su casa con Vicenta y el pequeño Juan, a donde pudieron estar con mayor seguridad.

Si Giménez tenía miedo al teniente alcalde porque no le gustaba andar mal con la justicia, éste tuvo miedo a Giménez, porque era esencialmente cobarde y abandonó su empresa, esperando que algún nuevo viaje alejase de allí el paisano, y quedase Vicenta nuevamente abandonada, a su entera merced.

-Cuando supe todo esto -prosiguió Julián-, me fui a lo del compadre Giménez, donde me apié, haciéndome el ignorante de todas aquellas desgracias.

Vicenta apenas me vio, salió a recibirme llena de alegría   —141→   enseñándome a Juancito que está hecho ya un hombre.

Me abrazó la pobre y lloró amargamente recordando a su Juan y los tiempos felices en que el carancho de la desgracia no había venido a hacer en ellos su presa.

El compadre Giménez se puso más pálido que un difunto, no sabía qué viento me llevaba allí, y se sospechaba que yo pudiera ir por encargo suyo.

Andrea se fue a cebar un mate, y el hombre muerto de miedo, me preguntó por usted, me contó la cosa a su manera, y me pidió no dijese a la Vicenta que usted vivía, porque podía morir de susto; creyendo que usted la fuese a matar por lo que había hecho engañada con su muerte.

Yo me iba calentando poco a poco, y mi mano se iba recostando a la cintura, sin quererlo pero pensé que yo no podía matar a aquel hombre, porque eso le correspondía a usted, y no quería además quitar ese apoyo a la Andrea, a quien no podía traer conmigo sin que usted lo dispusiese.

-Usted es un puerco -dije al compadre Giménez-, y si yo no lo mato ahora, es porque Juan no se enoje, porque esto le corresponde a él, pero algo tengo yo que hacer para probarle que usted es un chancho, y que lo que ha hecho no tiene perdón, y me le fui al humo con el rebenque.

El hombre relampagueó los ojos y quiso madrugarme sacando el cuchillo, pero yo me la dormí en la cabeza y lo azoncé a la fija de un talerazo: en seguida me le dormí con la lonja como quien castiga a un redomón chúcaro.

El hombre había sido muy maula y empezó a gritar como un cochino; yo me calenté sin querer también saqué el cuchillo para degollarlo, pero a los gritos apareció la Andrea, y me pegó el grito cruzándoseme por delante.

-¿Usted también Julián viene como enemigo a aumentar mi desgracia? ¡Ah! ¡Desde que murió mi Juan todos se han vuelto en mi contra!, y rompió a llorar.

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-Dispense niña -le dije guardando el cuchillo-, si yo quise matar este maula fue porque se acordó mal del amigo Juan y yo no lo puedo permitir, porque nadie se ha de limpiar la boca con su nombre mientras yo viva en la tierra y él esté lejos.

Sin duda la Vicenta pensó que yo aludía a su muerte y se puso a llorar a «media rienda» olvidándose en su dolor del compadre Giménez que se había levantado del suelo y porfiaba, con pasos de peludo, gritándome cuando se vio fuera de tiro.

-¡Ya nos veremos las caras, so madruga!

-Andá no más -pensé yo-, que ya te toparás con él, -y me puse a consolar a la Vicenta, que lloraba de una manera que daba pena escucharla.

-No se desespere, niña -le dije-, yo me voy de aquí para no volver más a incomodarla, sólo vine a ver qué había sido de ustedes y nada más.

-Yo no quiero que se vaya para no volver más -me dijo Andrea secando las lágrimas-, mi casa es suya y puedo venir cuando guste.

En seguida nos pusimos a tomar mate y la pobre me contó por completo la narración que le he hecho.

Ya la tarde empezaba a caer y traté de ponerme en camino, porque había cumplido lo que usted me encargó y quería pegar la vuelta pronto, pues usted aquí no había quedado muy seguro.

Cuando Julián terminó la narración, Moreira se incorporó, tomó la mano de aquel leal amigo, y la estrechó con una profunda emoción.

-Gracias amigo -le dijo-, muchas gracias: nunca olvidaré lo que usted ha hecho por mí, no le digo que puede contar conmigo, porque ya usted me conoce.

-No tiene nada que agradecer compañero -replicó Juan sonriente-, he hecho lo que he podido en su servicio y estoy dispuesto a hacer más todavía.

En seguida todos cuatro empezaron a filosofar amargamente   —143→   sobre la vida, entre trago y trago del mate que le servía la buena Marta.

Entonces Julián se impuso de la última hazaña que había llevado a cabo Moreira, reprobándola agriamente, porque aquello era tentar la suerte proporcionando a las policías la ocasión de malherirlo o darle un tiro traidor que le quitara la vida sin saber quién se la dio.

-No lo haré más -dijo pensativo el paisano-, hasta ahora sólo he peleado con la justicia, de puro lujo, deseando que me mataran para concluir de penar una vez; he peleado fuerte para mostrarles que no soy candil que se apaga de un soplito, pero las circunstancias han cambiado.

Ahora he de pelear para defender mi vida, porque quiero vivir para vengarme de los que me han insultado en mi desgracia, aprovechándose de una mujer desvalida; a esos -prosiguió creciendo en ira-, los he de coser a puñaladas, poco a poco, gozándome en sus boqueadas.

Yo les mostraré que aún vive Juan Moreira, y que su daga es más segura que la justicia y más firme que la amistad de los hombres.

Y al decir esto acariciaba el pomo de su terrible arma, y miraba con una vaguedad aterradora, como si su razón estuviera a punto de estallar.

Los paisanos callaban dejando que Moreira se desahogase por completo, temiendo que tanta desgracia fuera a trastornarle la razón, haciéndole cometer un disparate.

Moreira soltó una maldición que sonó como un trueno y quedó mudo e inmóvil, tan inmóvil que parecía haber caído con esa locura espantosa y desgarrante que la ciencia ha clasificado de melancolía profunda, estado de vida muy semejante a la muerte.

Nadie turbó con la mejor palabra aquel estado conmovedor, que había llegado hasta arrancar lágrimas de aquellos ojos, reflejo de un espíritu noble, que se había respondido siempre a las acciones generosas y humanitarias, hasta que el sable de la ley, en manos de un teniente alcalde, se levantó sobre su cabeza.

La noche venía tendiendo su negro manto y los alrededor de aquel rancho empezaban a aquietarse, sin que se sintiera el más leve ruido.

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Julián, fatigado y rendido por el largo viaje empezó a inclinar la cabeza, al calor del fuego, y a dormitar con esa pereza que llamaremos del país.

Probablemente se hubiera quedado dormido, con el cansancio de la fatiga, si Moreira no se parara de pronto, hablando en alta voz.

-Me voy, amigo -dijo de una manera resuelta-, me voy y no me despido de firme, porque el corazón me dice que nos hemos de volver a ver.

-Cuidado amigo Juan -dijo Julián cariñosamente-, me han dicho que por los pagos andan fuerzas del Provincial y no será extraño que el juez don Nicolás González, que es hombre duro, haya mandado algún aviso para que le vengan a ayudar a prenderlo.

-¡Ahora ni que me copen la banca! -dijo Moreira-, me voy lejos, muy lejos amigo Julián, para que se olviden de mí y pegar la vuelta cuando menos lo piensen, para asegurar mi venganza.

Si me salen al camino disparo, y buenas piernas ha de tener el galgo que me alcance.

Yo no sé lo que es miedo -amigo Julián-, pero siento que el corazón me tiembla, al pensar que una partida puede salirme al camino y obligarme a pelear.

Yo no quiero pelear, le repito, porque puedo morir, y morir en este caso es para mí la pérdida de mi venganza.

Recogió su manta, se cercioró de que todas las armas iban en la cintura, y se acercó al overo bayo, pidiendo para él un poco de alfalfa que le trajo Santiago y que Moreira echó a su caballo con el mismo cariñoso cuidado con que hubiera dado de comer a un amigo querido.

Moreira estuvo de pie hasta que el caballo concluyó con la última barita de alfalfa; le oprimió cuidadosamente la cincha, revisó con suma prolijidad las prendas del apero, le puso el freno y montó con todo reposo y tranquilidad, después de subir al Cacique a las ancas.

-Compañeros, hasta la vista -dijo, y tendió una mano hacia el amigo Julián, que lo miraba sin hacer un movimiento.

Aquellas dos manos nerviosas y fuertes se chocaron   —145→   al estrecharse, produciendo un ruido, y en aquel apretón de manos pasó un destello de espíritu de aquellos dos hombres que estaban unidos por los vínculos de la amistad más abnegada.

Moreira, para ocultar su emoción, revolvió su poderoso corcel, y cerrándole las espuelas se perdió como un relámpago entre las sombras de la noche.

Julián quedó inmóvil al lado del palenque mirando el punto por donde había desaparecido Moreira.

Cuando el rumor del galope se hubo confundido entre los ruidos de la naturaleza, el paisano dio vuelta en la dirección al rancho, y llevó la mano a la cara.

Enjugaba silencioso un par de lágrimas, que surcaban sus pómulos agudos.

-Que mi Dios no lo abandone -murmuró y se tendió bajo el alero del rancho.

Pocos momentos después estaba entregado al sueño más profundo.



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ArribaAbajoEl último asilo

Moreira tomó rumbo al oeste, y empezó a galopar de una manera vertiginosa.

Había descubierto su cabeza, que azotaba el viento, haciendo ondular su negra cabellera que parecía el estandarte de la muerte.

Y vagaba, y corría a impulsos de su valiente caballo, como si quisiera llegar pronto al punto que había fijado en su ardiente imaginación.

Cuando el alba empezaba a iluminar pálidamente el horizonte, Moreira detuvo su caballo como para orientarse del camino recorrido y del que debía seguir.

Se hallaba en los alrededores del 25 de Mayo, pueblo fronterizo donde iban a comerciar los indios amigos y donde no conocían a Moreira, tal vez ni de nombre.

El paisano dejó el camino a la izquierda y galopó aún unas dos leguas en dirección a San Carlos, fortín que pertenecía a la frontera oeste y donde había estado años atrás tomando parte en aquel sangriento combate que dio Calfucurá al frente de cinco mil lanzas y en el que tanto se distinguió el valiente coronel Borges.

Teniendo a la vista aquel fortín glorioso Moreira echó pie a tierra; sacó el freno al overo y se sentó sobre su manta, poniendo al Cacique a su lado.

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¡Cuánta diferencia había de su situación presente, al porvenir feliz que lo sonreía cuando cruzó por primera vez aquellos parajes solitarios!

Entonces era un hombre honrado y un soldado valiente.

Hoy se veía declarado bandido y el porvenir que se le ofrecía era una muerte horrorosa o un regimiento de línea.

Entregado a estos tristes pensamientos, Moreira pasó toda la mañana, mientras su overo se reponía del fuerte galope de la noche anterior.

A la siesta, la fatiga del cuerpo empezó a entrecerrar sus ojos, reclamando también un reposo harto necesario después de las emociones sufridas y la marcha rápida.

Moreira sacó del tirador sus armas: se colocó en la posición que conocen nuestros lectores, y poco después dormía profundamente, confiado en la vigilancia del Cacique.

Cuando Moreira despertó empezaba a caer la tarde, y uno que otro jinete se veía a lo lejos cruzar para el fortín.

Sin duda alguna, eran soldados que volvían de la descubierta.

El gaucho recogió sus armas, cinchó de nuevo y enfrenó al overo, subió al Cacique a las cabezadas y montó ágil y nervioso.

Esta vez puso su caballo al trotecito y tomó rumbo al Nueve de Julio, recostándose al lado de la Tapera de Díaz, donde estaba campado el cacique amigo Simón Coliqueo, con su tribu compuesta de unos cuatrocientos individuos, entre chusma, lanzas y medias lanzas, que son los indios de quince a viente años.

Los toldos de Simón Coliqueo, en la Tapera de Díaz, estaban completamente militarizados, y dependían directamente del jefe de la frontera oeste.

Como aquellos indios recibían ración y sueldos del gobierno, se habían ido a establecer allí algunos pulperos desalmados, que por ganar algunos pesos, viven, como suele decirse, con la vida en un hilo, pulperías que bajo el pomposo título de casas de negocio, eran las posadas   —149→   donde el escaso viajero podía echar un trago y descansar una noche.

Los indios solían salir a las boleadas, con permiso del jefe de la frontera, de cuyas boleadas volvían cargados de diversos cueros y pluma de avestruz, que cambiaban en las pulperías por un frasco de ginebra o un poco de yerba y azúcar, fabuloso negocio que retenía allí a los pulperos, a quienes los soldados de caballería de guarnición en las fronteras han calificado graciosamente de chupa sangre.

El frecuente trato con los oficiales del ejército que pasaban por allí para dirigirse a Junin, al Fuerte General Paz, o a la Blanca Grande, y con los vivanderos que iban a comprarles por una bicoca los cueros y la pluma de avestruz, había civilizado mucho a aquellos indios que miraban ya como la cosa más natural del mundo el que gente cristiana estuviese y aún meses alojada en los toldos y haciendo con ellos vida completamente común.

Los indios solían embriagarse, principalmente a la venida de las boleadas, en que abunda la ginebra y aguardiente, y es entonces cuando, a la inversa de nuestras ciudades, los toldos están en la mayor tranquilidad, y esto consiste en que el indio bebe hasta caer, y caído se le ve acercar el medio frasco de ginebra a los labios, hasta que el brazo cae como cuerpo postrado o inutilizado por el alcohol; el indio es entonces un cadáver en toda la acepción de la palabra.

¡Cuántos hermosos casos de alcoholismo podría observar allí el espíritu estudioso del doctor Meléndez!

El indio bebe, y como decimos, bebe hasta caer; cuando despierta de la acción alcohólica, es para beber de nuevo, mientras quede en la botella un átomo de ginebra.

Y así pasaba su vida aquella buena gente, bajo el gobierno de Simón Coliqueo, que era el más borrachón de todos ellos, pues era el que podía comprar más bebida.

Allí llegó Juan Moreira, para hacerse olvidar de la justicia compartiendo con los indios esa vida nauseabunda del ocio y la borrachera.

Él salía a las boleadas con los indios, donde se hacía   —150→   admirar por la destreza y seguridad de sus tiros de bola, y de regreso se embriagaba con ellos de aquella manera brutal que, mientras les dura la bebida, están completamente convertidos en autómatas o máquinas de beber.

Moreira había cautivado a los indios por la belleza de sus prendas y la salvaje magnificencia de su apero, cubierto de chapas de plata, sueño dorado de los indios.

A Coliqueo le había ganado el lado flaco con la guitarra y sus cantos, llegando a ser el niño mimado de aquella gente bravía y poco amiga del cristiano.

Cuentan que las indias solían hacerle ojo tierno, pero el corazón del gaucho estaba lleno por otros sentimientos, y si tuvo allí alguna aventura amorosa, no ha llegado a nuestro conocimiento ni hemos tratado de averiguarla.

Moreira se hizo en los toldos un gran bebedor y un jugador malicioso, desplegando un talento especial para hacer trampas con baraja.

El indio es jugador, por el mismo género de vida ociosa que lleva, y es en el juego tan vehemente como en la bebida: juega mientras tiene que jugar.

Cuando cae el comisario pagador con los pequeños sueldos, que se convierten en fuertes sumas por la cantidad de meses que se les adeuda, en cada toldo se arma una jugada donde el indio que pierde, juega buscando el desquite hasta el kepi con galones que es la prenda que más estima.

Y un indio que llega a perder hasta el kepi es una fiera a quien sólo puede sujetar el profundo respeto que tiene por el cacique y el capitanejo que como autoridad suprema preside la jugada.

En estas jugadas Moreira siempre salía vencedor de buena o mala manera, lo que había dado lugar a lances muy desagradables que habían terminado en una lucha a mano armada, en que el indio sacaba siempre la peor parte, pues Moreira no se hacía mucho de rogar para sacar su daga y hacer un desparramo.

Este género de camorras y pequeñas victorias habían dado al gaucho un gran ascendiente sobre los indios, habiendo llegado Simón hasta ofrecerle que si se quedaba allí lo haría capitanejo y lo casaría en la tribu,   —151→   oferta que el gaucho vivo no desdeñó, para no perder el cariño que le tenía el cacique, cariño de que pensaba sacar un partido más provechoso.

Hacía ya tres meses que Moreira estaba en los toldos, tiempo que juzgó suficiente para que se hubiesen olvidado de él en sus pagos y poder llevar a cabo de una manera segura y ejemplar la venganza terrible que había jurado en el fondo de su alma a su compadre Giménez y al sucesor del amigo Francisco.

Moreira espió el momento de hacerse perdiz de los toldos, pero de una manera provechosa y digna al mismo tiempo de sus famosos antecedentes.

Veamos de qué manera curiosa este hombre extraordinario salió de los toldos, dejando en ellos un recuerdo sangriento e inolvidable.

Cuando el paisano supo que estaba por llegar a los toldos el comisario pagador, empezó a hacer correr la voz de que se hallaba muy pobre y que pensaba vender o jugar su apero y caballo, posesión que soñaba Coliqueo como quien sueña en un reino o en una fortuna fabulosa.

Simón lo mandó llamar y le propuso darle por el caballo aperado, todos los sueldos que le trajera el Comisario y sus raciones en pie (7 yeguas) que le correspondían por aquel trimestre, pero Moreira haciéndose el infeliz, dijo que prefería jugarlos, para hacerle una tanteada a la suerte.

¡Con qué ansiedad era esperado entonces el Comisario pagador, que era el Mesías de nuestras fronteras! ¡Cuántos bomberos no salieron al camino!

Coliqueo miraba ya el caballo y el apero como cosas suyas, pidiéndolo prestado para darles unas rienditas, pero Moreira no quiso consentir en ello.

Por fin llegó el tan deseado Comisario entregando a los indios el dinero que para ellos traía, dinero que era contado y recontado unas cien veces por lo menos.

Esa misma noche se armó la jugada, en todos los toldos, concurriendo más gente al de Coliqueo, atraída por la curiosidad de ver si el cacique ganaba al gaucho.

Coliqueo quiso sobre tablas hacer la gran jugada, pero el paisano le puso sus peros, alegando que primero quería jugar chico para hacer la mano.

  —152→  

Como Moreira tenía la baraja, juego en que había adquirido gran práctica, los indios no podían apercibirse de las innumerables trampas que les hacía el paisano, con una limpieza digna del más hábil prestidigitador, merced a las que iba haciendo pasar a su poder todo el dinero de los indios.

Coliqueo dejaba jugar a los capitanejos que estaban en el toldo pues él se reservaba para la gran jugada del caballo, que tanto le preocupaba.

Hay que advertir que Moreira había ido a caballo, en su overo, al toldo del cacique, a cuya puerta, estaban los caballos de los demás jugadores, pues en los toldos no se anda a pie, aunque sólo se trate de una distancia de diez o quince varas.

Los jugadores estaban en la mala: habían perdido entre todos unos diez mil pesos, que pasaron a poder del gaucho afortunado que los guardó en el tirador.

Pasó toda aquella noche y todo el día siguiente habiéndose interrumpido el juego para que Moreira diera de comer a su caballo y su perro.

La suerte seguía protegiendo a Moreira de una manera tan decidida, que los jugadores habían empezado a jugar sus prendas a falta de dinero.

Había llegado la noche y aun los jugadores que habían perdido hasta el último centavo no se movían del toldo, irritados con aquella adversidad de la suerte y ansiosos de presenciar la partida entre Moreira y Coliqueo, para tener siquiera el placer de ver a aquel hombre perder su famoso caballo y su apero.

Era ya muy entrada la noche cuando el último jugador se declaró vencido y abandonó la carona que les servía de tapete de juego.

El momento crítico había llegado.

Simón Coliqueo ocupó un sitio frente a Moreira y pidió le echara cartas, poniendo la plata sobre las caronas.

Moreira dijo que primero iba a dar de comer a su caballo y a su perro, pero su salida tenía otro objeto muy diverso, que escapó a la sagacidad de los indios.

Salió afuera, donde estaban los caballos, pero en vez   —153→   de dar de comer al overo le apretó la cincha y le acomodó el freno, dejándolo listo para un apuro.

El paisano comprendió que aquella jugada no podía terminar sin una borrasca estruendosa y se preparaba hábilmente la retirada, porque de todos modos su posición era peligrosa, por no estar dispuesto a entregar el caballo si perdía, y porque si ganaba, tal vez entonces los indios quisieran por medio de un audaz golpe de mano, recuperar todo lo que les había ganado.

Moreira volvió a entrar al toldo, no sin asegurarse antes de que sus armas estaban en su sitio, al inmediato alcance de su mano.

El paisano peinó la grasienta baraja y echó cartas, que fueron una sota y un caballo donde se clavaron ávidos los ojos de Coliqueo.

Los indios rodearon por completo a Moreira, abarcando cartas, carona y jugadores en una mirada de suprema avaricia.

Parece que en la jugada fuese el alma de cada uno de aquellos jugadores, muchos de los cuales habían perdido sus miserables prendas.

Moreira miró la puerta del toldo, que tenía detrás, y como viera que entre ésta y su espalda había algunos indios que podían dificultarle la huida, les rogó cortésmente entraran adelante, pues le impedían poder tallar con comodidad.

Coliqueo estuvo largo rato mirando aquellas dos cartas, sin decidirse por alguna de ellas.

Por fin su fisonomía tomó su expresión característica del avaro que mira una milla de oro susceptible de su poder, y golpeando sobre la carona dijo:

-A esta carta jugando, germano; con caballo ganando caballo.

Moreira dio vuelta el naipe tranquilamente mostrando la boca, en la que aparecía, un rey, a cuya vista los indios se estremecieron como al contacto de una pila eléctrica.

El paisano empezó a correr las cartas con esa indolencia del gaucho que oreja la baraja, para que sea más saboreada la emoción de la jugada.

  —154→  

De cuando en cuando volvía la baraja haciéndose el que reposaba, o armando un cigarillo que ponía indolente entre sus labios.

Al ver la serenidad con que manejaba los naipes y la fruición con que apuraba la paciencia del adversario, nadie hubiera sospechado de que aquel hombre jugaba una partida que debía serle fatal, ganase o perdiese, y a cuyas consecuencias se había preparado con toda astucia, calculando precisamente la manera con que había de salir felizmente del apuro.

Coliqueo miraba los naipes con la pupila dilatada por la ansiedad, parecía que quería atraer con la mirada el caballo que iba a decidir la jugada en su favor.

A pesar de haber en aquella pieza más de quince hombres, era tal el silencio que estos guardaban que se podía apercibir claramente el ruido que producía la carta al ser corrida sobre el resto del naipe, mezclado al precipitado latido del corazón del indio, que estaba resuelto a ganar el caballo a toda costa.

Por fin Moreira tiró una carta y apareció debajo la ganadora, arrancando un grito que era una mezcla de ira y de amenaza.

La carta que había aparecido decidiendo la jugada era una sota, que venía a quitar a Coliqueo toda esperanza, pues con ella perdía el rollo de dinero que jugó contra el caballo.

-Vos haciendo trampa -dijo el indio enfurecido-, entregando caballo porque yo ganando.

Y el coro de indios repitió de una manera amenazadora:

-Haciendo trampa cristiano.

-Yo no he hecho trampa -replicó Moreira; retrocediendo un paso hacia la puerta para estar más próximo a su caballo y prevenido contra el ataque que le traerían los indios, fuera de toda duda-, yo no he hecho trampa -repitió-, y si he ganado es porque tengo suerte y porque sé jugar mejor que ustedes.

-Vos haciendo trampa, cristiano ladrón -aulló el indio creciendo en ira-, y yo, ganando caballo con prendas de plata, concluyó levantándose de sobre la carona y avanzando seguido de sus indios, amenazador y colérico   —155→   hacia Moreira, que dio dos pasos en dirección a la puerta envolviendo la manta en su brazo izquierdo.

-Vamos por partes -replicó alegremente el gaucho, a quien la vista del peligro real devolvía su aplomo y buen humor-, el caballo es mío porque no lo he perdido, y si lo hubiera perdido sería también mío, porque mi overo no ha nacido para la silla de ningún indio ladrón.

-¡Muera cristiano falso! -gritó el indio y se precipitó sobre Moreira, desatando las bolas que llevaba en la cintura, formidable arma en manos de un indio.

Antes que el indio pudiese hacer uso de aquella arma terrible, cuyo golpe a la cabeza es siempre mortal, el gaucho había sacado su daga haciéndole su tiro favorito, que era un hachazo en el entrecejo, que Moreira llamaba pintorescamente un hachazo entre las aspas.

Y rápido como el rayo, el paisano salió al patio, subió sobre su caballo que al sentir sus flancos oprimidos por la rodaja de la espuela dio un salto poderoso.

Los indios cayeron a una sobre Moreira, pero sólo hallaron el vacío, sintiendo sólo la prolongada risa con que el audaz gaucho se despedía de los toldos.

Todos saltaron a caballo; todos quisieron seguir el gaucho que les había sacado ya una enorme distancia, pero quedaron allí como atontados, sin saber qué hacer.

Coliqueo enjugaba la sangre que salía abundante de su herida prorrumpiendo en un sinnúmero de maldiciones a cual más enérgica y terrible.

Los indios habían vuelto a rodearlo y no se atrevían a pronunciar una palabra que pudiera aumentar la ira del feroz cacique que se retorcía desesperadamente.

Por fin uno de los capitanejos de aspecto más varonil, se acercó al cacique herido y le dijo:

-Yo persiguiendo con tres lanzas y caballo de tiro.

-Persiguiendo y matarlo y degollando -repuso Coliqueo, y trayendo caballo aperado, pues no se conformaba con la pérdida del overo, cuya hermosura y calidades le habían hecho nacer desde el primer momento el deseo irresistibles de poseerlo, aunque lo hubiera cambiado por todos sus animales.

El capitanejo hizo montar a cuatro indios, con caballos   —156→   de tiro y se puso detrás de la pista de Moreira, cuya rastrillada descubrió inmediatamente.

Moreira había andado ya más de dos leguas, arreando una tropilla del mismo Coliqueo, que halló al salir de los toldos y que se apropió alegremente.

Calculando que aquella distancia recorrida era suficiente para ponerlo al abrigo de cualquier intentona por parte de los indios, siguió marchando al trote en dirección al 25 de Mayo, donde vendería la tropilla antes de seguir para Matanza, que era el rumbo que pensaba llevar.

Cuando empezó a amanecer, Moreira hizo alto, rodeó la tropilla y se echó indolentemente sobre su manta para dar un resuello al overo que acababa de tragarse tres leguas en cuarenta minutos.

Al acabo de media hora de descanso, el paisano volvió a montar y siguió su camino al tranquito arreando siempre la tropilla, pero apenas andaría unas dos cuadras cuando un gruñido amenazador del cuzco le avisó la proximidad de gente enemiga que no podía ser otra que indios de los toldos que había abandonado.

Moreira se empinó sobre los estribos para divisar el campo y vio efectivamente que por su retaguardia venían a media rienda cinco indios, que conoció en las largas lanzas que traían a la rastra, enganchadas en una correa en la mano del rebenque.

Moreira echó pie a tierra tranquilamente, rodeó de nuevo la tropilla y se alejó para que esta se asustara lo menos posible, dejando llegar a los indios, quienes al ver que el gaucho les esperaba, pararon las lanzas en señal de guerra y apuraron la marcha de los caballos en dirección al tranquilo paisano.

Los indios cuando estaban en superioridad numérica son muy audaces y pelean duramente, y aquella partida se le presentaba con gran facilidad; uno contra cinco.

Moreira había sacado sus dos trabucos que amartilló bajo el poncho y esperó la llegada de los indios que venían ya con la lanza en ristre.

Cuando calculó que el golpe era seguro, pues sólo lo separaban unos cinco pasos de los indios, sacó la mano de bajo del poncho y disparó sus trabucos.

  —157→  

Los indios lanzaron un alarido de espanto, y dos de ellos cayeron del caballo, mortalmente heridos por el disparo de aquella especie de ametralladoras.

Los otros tres dieron vuelta bridas precipitadamente, completamente acobardados por aquella recepción inesperada, sujetando la carrera de los caballos como a las treinta cuadras desde donde dieron vuelta a ver qué hacía el paisano, si les perseguía o seguía su camino.

Moreira se acercó a los indios caídos y los examinó con una prolijidad especial.

Uno de ellos estaba muerto, la carga íntegra de uno de los trabucos la había recibido en pleno pecho.

El otro había recibido un recortado en la parte alta de la cabeza y dos en el brazo derecho cerca del hombro.

Los caballos de los caídos, con esa mansedumbre especial del caballo pampa, habían quedado parados a corta distancia sintiéndose libres del peso del jinete.

Moreira se acercó a ellos y considerándolos buenos, los incorporó a la tropilla y montó sobre el overo bayo que no se había movido, habituado al estampido de los trabucos.

Y siguió la marcha arreando su tropilla recientemente aumentada, sin hacer caso del enemigo que dejaba a la espalda en la seguridad especial que no lo había de seguir.

Efectivamente, sólo cuando Moreira se alejó como una legua de aquel sitio, los indios se aproximaron lentamente a sus compañeros caídos a quienes colocaron sobre los caballos de tiro y tomaron el camino de la Tapera de Díaz, no sin volver la cara de cuando en cuando hacia el camino que había seguido Moreira.

A la caída de la tarde, el paisano llegó al partido del 25 de Mayo, donde vendió la tropilla con suma facilidad, pues la mayor parte eran caballos orejanos de marca y no había necesidad de exhibir el boleto de propiedad, ni todas aquellas formalidades enojosas que preceden a la venta de un caballo.

Moreira hizo noche en una pulpería donde había un buen número de bebedores, teniendo la precaución de cubrir parte de su cara con un pañuelo, puesto en la   —158→   cabeza a manera de mujer, por si acaso había en la reunión alguna persona que pudiera conocerlo y delatarlo a la partida de plaza.

Estaba esa noche en la población, por desgracia, el paisano muy borrachón y cuchillero, que tenía mentas de guapo, y a quien conocían con el apodo de Pato picaso, a consecuencia de su nariz muy semejante al pico de aquella ave y de sus botas de potro que eran siempre de una blancura especial.

Cuando Moreira entró a la pulpería el Pato picaso estaba contando proezas de valor que hacían abrir la boca a los que las escuchaban porque el Pato picaso tenía fama bien adquirida de hombre de entrañas, y era mozo que en una ocasión había peleado a media partida de plaza, haciéndose perdiz en seguida.

Moreira tomó mal olor a la cosa y resolvió tender afuera, alrededor de su overo, por lo que pudiera tronar.

Así es que pidió una ración para el caballo, un pedazo de carne para el Cacique y salió al patio para repartírsela y quedarse entre ellos a dormir.

-¿Por qué no se sirve de algo paisano? -le dijo el Pato picaso al ver que se alejaba dando las buenas noches en señal de que no iba a volver a entrar.

-Gracias, amigo -había respondido Moreira-, estoy muy cansado y voy a hacer noche porque mañana temprano sigo viaje.

El Pato picaso concluyó la narración de la aventura que contaba, y la conversación recayó sobre el recién venido, comentando sus modos y lujosas prendas.

-Ése es un mozo que debe venir de tierra adentro -dijo uno de los paisanos, porque esta tarde ha vendido a don Cirilo una tropilla de caballos orejanos.

-Habrá dado golpe a algunos pobretes -replicó el Pato picaso que había bebido mucho esa noche-, y ha venido a engordar su tirador con su producto.

-Cállese por Dios, amigo -dijo el paisano que hablaba antes-, mire que ese es un hombre de mucha historia; según dijeron en la pulpería de don Cruz, que ha tenido a mal traer a todas las partidas de estos pagos, y que de puro desesperado ganó tierra adentro.

  —159→  

-¿Y por qué me he de callar? -dijo el Pato picaso, sintiendo herido su amor propio-. Yo no le tengo miedo a nadie, a Dios gracias y no tengo porque callarme.

-Es que dicen que es hombre muy soberbio y de una vista que da calor, y yo le he dicho que se calle para no provocar un conflicto al ñudo.

-Pues si hay conflicto -replicó el tenaz gaucho-, con rezarle al difunto ya estamos del otro lado y basta de ponderar a nadie.

Moreira había escuchado desde el patio este diálogo, pero no se había inmutado, seguía tendido sobre su manta con la mayor tranquilidad.

El Pato picaso estaba mortificado con lo que se había dicho del desconocido y seguía bebiendo copa tras copa, dando soltura a la lengua.

-Se me hace -dijo-, que el forastero ha de ser una maula que se ha de achicar en cuanto sienta el resuello de un hombre.

-Cállese amigo, y no sea impertinente -recomendó el primer paisano-, ese hombre no se mete con nadie y no hay por qué buscarle camorra.

-Cuando yo busco camorra -dijo el Pato, a quien la mona le había dado por conservar su reputación del más valiente-, es porque la puedo sustentar, como a mí me basta ver la parada de un hombre para saber lo que le da el cuerpo, digo que ese mozo ha de ser una maula incapaz de toparse conmigo.

Se había herido sin querer el amor propio de aquel hombre, y sabido es que un gaucho de mentas cuando se topa con otro que las tiene, no está satisfecho hasta que no ha peleado con él, cosa que sucede inevitablemente cuando uno de los dos mentados está como el Pato picaso, dominado por el alcohol.

Los paisanos dejaron hablar el Pato sin contradecirlo, creyendo que pasaría la cosa, pero el gaucho siguió hablando solo y alterándose solo, hasta que declaró levantándose que iba a buscar al forastero y a probarles que no era capaz de parársele.

El Pato picaso salió afuera, y detrás de él algunos paisanos tratando de contenerlo, pero toda tentativa fue   —160→   inútil, aquel hombre se acercó hasta la manta donde estaba Moreira, y tocándolo en el hombro le habló así:

-Me han dicho don, que usted es bueno, y como yo soy el Pato picaso, quiero probar si las mentas que trae son legítimas o si son puros cuentos.

Moreira que estaba despierto y había escuchado cuanto se habló en la pulpería, se había enrollado en la mano la lonja del rebenque, dispuesto a usar sólo esa arma.

Miró, pues, al gaucho que así se atrevía a turbar su reposo, y bostezó perezosamente como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.

-Que se pare, don -repitió el Pato, sacando la daga y rayando la punta sobre la espalda de Moreira que continuaba echado de barriga.

Le he dicho que se pare para hacerle pagar el piso, porque el hombre que la echa de guapo, ha de ser para pararse donde quiera y con quien lo imite.

-Perdone don -respondió Moreira sacarronamente-, usted está con don pepe y no sabe lo que dice; cuando se le pare hablaremos.

-El que está con Pepe y en pepe es usted, su maula, y ahora mismo le voy a abrir un ojal en la jeta para que aprenda a ser mejor hablado -dijo el famoso Pato picaso atropellando a Moreira con la daga baja y en actitud de herir.

Moreira estuvo de pie con increíble velocidad, paró la puñalada que lo tiró el Pato y lo sentó en el suelo de un golpe con el rebenque.

-Esto es para enseñarle a no meterse con quien no conoce -le dijo dándole con el pie-, y ustedes -agregó, dirigiéndose a los paisanos-, pueden llevar a ese guapo.

Los paisanos levantaron al Pato y lo entraron a la pulpería donde empezaron a curarle como Dios les ayudó, la larga herida que tenía sobre la frente.

El golpe dado por Moreira, con el pesado cabo de plata del rebenque, había sido un golpe terrible, que acusaba la poderosa fuerza muscular del paisano.

El hueso frontal estaba roto en una extensión de ocho centímetros y el cuero que lo cubría completamente deshecho y hundido, mezclándose al cabello y las partículas de hueso.

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Para salvar al Pato picaso hubiera sido necesario que un cirujano le hubiera extraído aquellos huesos para impedir cayeran en la masa cerebral produciéndole la muerte.

Los paisanos le mojaron la herida con caña y le ataron la cabeza, poniéndole un pañuelo empapado en aquella bebida pero todo fue inútil.

Aquel hombre no volvió del desmayo ocasionado por el golpe, desmayo eterno, pues su cuerpo se fue enfriando poco a poco, hasta que a la madrugada era cadáver.

Moreira se había vuelto a echar sobre la manta indolentemente, y allí pasó la noche dormitando algunos minutos, y durmiendo profundamente otros.

Cuando se levantó, al venir el día y entró a la pulpería, supo recién que el Pato picaso había dejado de existir.

Ninguno de los paisanos se atrevió a hacerle el menor reproche.

Se acercó al cadáver que examinó con una mirada inteligente, y salió de la pulpería tristemente diciendo:

-¡Está de Dios que no puedo luchar con mi sino!

Fue hasta su caballo cuya montura compuso con suma prolijidad y montó, alejándose al trotecito, tomando rumbo para el partido de Matanzas.



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ArribaAbajo La vuelta al hogar

¡Qué conmoción poderosa agitó el corazón de aquel hombre cuando vio las primeras casas de su pueblo! Cómo aspiraron sus pulmones aquel aire con que se había nutrido.

Allí estaba su rancho y sus campos abandonados, sin notarse una señal de vida, un solo pastito que acusara la presencia de un ser humano.

Allí estaba también la casita de Vicenta Andrea; donde la había conocido, donde la había amado y donde había ligado a ella su existencia por una eternidad.

A su vista se agolpó todo su pasado feliz, sus días venturosos, su hijo, su mujer, la consideración general de que era objeto y cayó en una profunda meditación.

De pronto alzó la fisonomía y miró en dirección al pueblo con una terrible expresión de exterminio que asomaba como un relámpago al terciopelo de sus ojos.

El presente, el fatal presente con su nube de sangre y de muerte, se ofreció entonces a su espíritu, haciéndole apreciar lo terrible de su posición.

En el rancho que había abandonado siendo feliz aún, lo esperaban la soledad y la vergüenza, el dolor y la humillación.

Su mujer, su Vicenta era de otro hombre y su hijo   —164→   llamaría tal vez padre al miserable a quien debía la afrenta cuyo recuerdo le hacía enrojecer de vergüenza.

Hay situaciones en la vida que no puede apreciar el que no pasa por ellas, porque para poder apreciar la tormenta que ruge en el espíritu, sería necesario sentir escapar la razón de la cabeza y desgarrarse el corazón a impulsos del dolor más profundo, que no alcanza a disipar el tiempo, que es el olvido de todo.

Esos dolores, esas heridas sólo las borra la muerte, única verdad de la vida.

La afrenta suprema, el olvido de la mujer querida en que se ha cifrado todo el porvenir, el hijo propio llamando padre el autor de la afrenta, que cae sobre su cabeza avasallándolo todo, postrando la frente sobre el pecho a impulsos del rubor; todo esto no lo puede valorar el que no haya pasado por ello.

Y Moreira estaba allí, mudo y sombrío eligiendo mentalmente el sitio donde había de clavar su puñal, y balanceando la afrenta con el número de puñaladas que iba a dar.

La noche venía tendiendo su negro manto y el paisano no había cambiado su actitud a dos leguas de su rancho y emboscado en el camino; parecía una fiera acechando su presa, un asesino eligiendo el paraje de la espalda ajena donde debe dirigirse la punta de su puñal.

Y allí estuvo sin hacer un movimiento, sin cambiar la expresión de su mirada, hasta que el silencio imponente del campo le indicó que era la hora fijada por él.

Moreira tomó la dirección de la casa de su compadre, al tranco de su caballo, teniendo siempre la precaución de ocultarse entre las sombras al menor ruido que oía.

Así llegó al rancho donde lo guiaba la más ardiente sed de venganza, sin haber sido visto de persona alguna.

¡Cuán ajenos estarían sus habitantes de pensar que allí, a dos pasos del sitio donde dormían, estaba acechándolos la muerte inevitable si Moreira llegaba a penetrar sin ser sentido!

El compadre no estaba desprevenido.

Alarmado con la visita del amigo Julián, temía que   —165→   Moreira se le apareciese la noche menos pensada, y desde entonces dormía acompañado de dos mastines y con su mejor caballo atado a una ventana, que distaría apenas dos varas de su cama.

Los mastines eran con el objeto de entretener a Moreira si llegaba a venir, mientras él montaba a caballo y se ponía en salvo antes que el paisano pudiera acometerlo.

Moreira, preocupado, dominado por completo con el pensamiento de su venganza, no rodeó el rancho antes de acercarse a la puerta.

Creía además que caía en un momento en que no se le esperaba, y no podía suponer las medidas sagaces que había adoptado su desconfiado compadre.

Llegó al rancho y echó pie a tierra al lado del palenque, tratando de hacer el menor ruido que le fuese posible: secó con la manta de vicuña el sudor que corría abundantemente por su frente y se acercó a la puerta del rancho, donde puso el oído tratando de escuchar lo que adentro pasaba.

Por leves que fueran los movimientos que hizo Moreira, los mastines los sintieron y dejaron oír un gruñido amenazador, que despertó al compadre.

Aquel hombre saltó prontamente de la cama y se puso a vestirse a gran prisa, adivinando en el miedo invencible que le dominaba, la causa que había motivado el gruñido de los perros, que dormían del lado de adentro del aposento, y que se habían puesto de pie abalanzándose a la puerta.

Andrea despertó también sobresaltada al gruñido de los perros, pero su amante le puso suavemente la mano sobre la boca, recomendándole silencio, y se dirigió a la ventana en actitud de saltar al otro lado, en cuanto, como lo temía, se abriese la puerta deshecha de un puntapié o trabucazo.

Moreira se había detenido colérico al sentir el primer gruñido de los perros, había sacado su trabuco con ánimo de hacer volar la puerta y los perros, pero dos consideraciones le habían detenido.

El temor de que el estampido del arma fuese a atraer   —166→   gente desbaratando su venganza y el miedo de que algunos de los proyectiles fuese a herir a su hijo que sin duda dormía en aquel cuarto que su venganza iba a convertir en un teatro de sangre.

Y al guardar su trabuco en la cintura, se pudo ver temblar la mano de aquel hombre imponderable, cuyo valor sereno le hacía afrontar sin la menor muestra de vacilación los peligros más inminentes, donde tenía una probabilidad de salir ileso contra quince o veinte de quedar en el sitio.

Moreira guardó así su trabuco en la cincha y vaciló turbado sobre la resolución que debía ser rápida, pues los perros habían dado la voz de alarma.

Aquellos animales, olfateando las rendijas de la puerta, se habían puesto a ladrar de una manera desesperada y Moreira se decidió por fin a dar el golpe.

Enrolló la manta al brazo izquierdo, sacó la daga que blandió con un ademán feroz y se echó un poco hacia atrás, tomando distancia.

Un segundo después la puerta saltaba de su encaje débil a impulsos de un vigoroso puntapié, aplicado con una fuerza verdaderamente hercúlea.

Moreira quiso saltar dentro de la pieza, pero los dos mastines se le fueron encima, obligándole a defenderse inmediatamente; entonces el compadre pasó al otro lado de la ventana y desató su caballo sobre el que saltó prontamente, lanzándolo a una carrera vertiginosa.

Moreira oyó la carrera del caballo y recién entonces sospechó el plan de su compadre; quiso disparar hacia su overo, seguro de darlo alcance, pero aquellos mastines lo atacaron de tal manera, que si dejaba de defenderse un minuto, un segundo, iba a ser despedazado por aquellas fieras.

Moreira tiró una puñalada tremenda y dio con el pecho de los perros, prorrumpiendo en seguida en una maldición rugiente.

-¡Se me va, se me va mi venganza! -gritó de una manera desesperante, y hundió con el taco de la bota el cráneo del perro herido que había quedado exánime.

A la voz de Moreira, respondió en el rancho un alarido   —167→   desgarrador, semejante al que dejan escapar los labios cuando el cráneo estalla a impulsos de la razón que huye, alarido que heló la sangre en las venas de Moreira, proporcionando al mastín la ocasión de dar un mordisco.

La voz de Moreira había sido reconocida por Vicenta que, sabiendo que su marido había muerto, creía que aquella era su ánima que andaba penando, según aquella gente humilde e ignorante esclava de mil preocupaciones y agüerías que creen a puño cerrado.

-Ánimas benditas -exclamó aquella infeliz, dominada por el más profundo terror-, es el ánima de mi Juan que anda penando y se estrechó contra su hijo como para protegerlo de aquella visión aterrante que había aparecido en su cuarto, poniéndose a rezar precipitadamente.

Moreira se conmovió profundamente al ruido de aquella voz querida, que hacía tanto tiempo no cariciaba su oído, presentó al perro que lo acometía su brazo protegido por el poncho, y cuando éste mordió el paisano, le sepultó la daga al lado de la paleta, dejándole muerto instantáneamente.

En seguida soltó la daga, oprimió entre las manos la varonil cabeza y se puso a llorar amargamente con esa desesperación del hombre de temple de acero que se encuentra avasallado y se entrega por completo a la desesperación del dolor más íntimo.

Al sentir aquel llanto amargo y profundo, Vicenta, se tiró de la cama al suelo, sacó una caja de fósforos de abajo de la almohada y encendió uno.

Cuando vio que lo que ella había creído una ánima en pena, era el mismo Moreira, su mismo Juan a quien tanto había llorado preguntando por su tumba.

Cuando vio a su Juan llorar de aquella manera y comprendió todo el infierno que debía arder en aquel espíritu que sin querer había ofendido de una manera tan cruel, una inmensa agonía pasó por su semblante juvenil, sus pupilas se dilataron enormemente y la palabra se heló en sus labios que temblaban y se movían como si tuvieran una conversación agitadísima.

  —168→  

Era tal el estado de aquella infeliz, que el fósforo que había encendido se apagó entre sus dedos sin que la quemadura fuera bastante para hacerla volver de su asombro, sus labios habían cesado de moverse y estaba allí estática con la vista clavada en Moreira con la expresión del idiotismo que caracteriza el semblante de un microcéfalo.

Cuando Moreira descubrió el rostro y levantó la cabeza, la habitación estaba sumida en la más densa oscuridad.

Fue él entonces, quien sacó a su turno un fósforo, y encendió un cabo de vela que metida en una botella se veía sobre la mesa.

Andrea no había vuelto de su atonismo y miraba a Moreira sin darse cuenta de lo que éste hacía; parecía estar bajo un ataque de demencia.

Moreira la contempló un segundo y volvió sus ojos enroquecidos por el llanto hacia la cama donde el pequeño Juancito lloraba silenciosamente, dominado por el terror que le causaron los gritos de los perros, la maldición de Moreira y el alarido que lanzó Vicenta al reconocer la voz de su marido.

Aquel hombre se lanzó a la cama, tomó al hijo en sus brazos y aplicó a su pequeña boca sus labios abrasadores, como si quisiera absorberle toda la sangre.

En seguida se lo arrancó de los labios, lo contempló a la pálida luz de la vela con una ternura casi maternal y volvió a cubrirlo de besos como si quisiera pagarse con aquel placer supremo, todas las desventuras de que había sido víctima mientras vagaba en los campos ocultándose a las miradas de los demás.

El pequeño Juancito había reconocido a su padre, le había tomado las manos con las suyas y devolvía una por una cada caricia, cada beso, preguntándole en su media lengua encantadora por qué no había venido en tanto tiempo para hacerlo pasear en su peticito.

Vicenta contemplaba aquella escena sin darse cuenta de ella; allí seguía muda con la pupila dilatada y la boca entreabierta, por donde partía la respiración fatigosa.

  —169→  

Cuando el primer instante de arrobamiento hubo pasado, Moreira colocó al pequeño Juan sobre la cama, y fijó la intensa mirada en Vicenta, sin un átomo de rencor, sin que la idea de herir cruzara su mente.

Sentía lástima, verdadera conmiseración por aquel ser desventurado que no tenía la menor culpa de todo el drama que pasara por su espíritu ni en todo el mal que le habían hecho los hombres, recibiendo los peores golpes de sus mejores amigos.

-Vicenta -dijo solemnemente el gaucho-, ven acércate, que yo no he venido a hacerte mal, porque yo te perdono todo el que me has hecho a mí.

Al oír aquella voz, la fisonomía de Vicenta, fue tomando expresión, sus ojos brillaron de un modo particular, fijándose en Moreira primero y en su hijo después.

Su corazón empezó a regularizar sus latidos, sus ojos se humedecieron, y todo aquel mundo de dolor que lo había privado de sentido durante diez minutos, se tradujo en un llanto copioso, como la válvula de escape a su tremenda desesperación.

-¿Cómo, sos vos? ¿Conque no has muerto? ¿Conque me han engañado? -dijo y se cubrió la cara con las manos, para ocultar su rubor.

Moreira sintió que la vergüenza quemaba sus mejillas, su situación desesperante volvió a ocupar su pensamiento y se lanzó al perro de cuyo costado arrancó la daga que había dejado allí para contemplar a su mujer cuando le habló por vez primera.

-Mátame ligero, mátame mi Juan -dijo creyendo que Moreira, al armar su brazo lo hacía para quitarle la vida en desquite de su acción.

-No lo permita mi Dios -repuso al paisano guardando el arma en su cintura-, vos no tenés la culpa y nuestro hijo te necesita porque yo no lo puedo llevar conmigo; ¿quién cuidaría de él si yo manchase mi mano matándote? Adiós -concluyó-, ya no nos volveremos a ver más porque ahora sí voy a hacerme matar de veras, puesto que la tierra no guarda para mí más que amargas penas. Adiós y cuida de Juancito.

  —170→  

Moreira se acercó nuevamente a la cama, selló la frente de su hijo con un beso sonoro y prolongado, y llevando la mano a la cara trató de alejarse.

-No te vayas, mátame antes -dijo Vicenta prendiéndose a su chiripá-, mátame como a un perro porque yo te he ofendido en tu honra.

-Jamás -dijo el paisano-. ¿Quién cuidaría a ese? -añadió, señalando al chiquilín que tendía los brazos. Basta, que me voy, adiós.

-No quiero -contestó Vicenta-, prendiéndose más fuerte del chiripá del paisano-, llámalo Juancito, no lo dejes ir.

Moreira comprendió que si aquella escena se prolongaba iba a ser vencido y con un esfuerzo poderoso se deshizo de Vicenta, tiró a su hijo un beso en la punta de los dedos y salió del rancho con increíble rapidez.

Un instante después montaba sobre su infatigable caballo y se perdía de vista a todo galope no siendo bastantes a detenerlo los lamentos de su mujer y el llanto de su hijo que llevaba a su oído el fresco viento de la noche. Moreira corría como un loco, llevando en su corazón un infierno y un volcán en su cabeza, y apuraba la marcha de su caballo que corría en dirección al juzgado de paz.

Allí detuvo el vértigo de su carrera, subió con el corcel a la vereda y llamó frenético a la puerta que golpeó enfurecido, con el cabo de su rebenque.

-¿Quién canejo golpea como si fuera fonda de vascos? -preguntó de adentro el soldado de guardia, a quien los golpes habían sacado del más delicioso sueño.

-Juan Moreira, que quiere morir en buena ley -respondió el paisano-, que salga la partida de una vez y aproveche la bolada.

-Más Juan Moreira es el peludo que tenés -replicó el soldado, que creía hacérselas con un borracho-, lárguese de aquí so sonso, antes que le rompa el alma.

-Que salga la partida -gritó de nuevo Moreira, golpeando fuertemente la puerta con el rebenque-, que salga de una vez o le prendo fuego al juzgado.

El sargento y dos soldados más que dormían en el interior, habían acudido a los golpes y consultaban entre   —171→   sí el partido que debían tomar, porque indudablemente, el que golpeaba así la puerta, no podía ser otro que Moreira, único capaz de semejante rasgo de audacia.

Los soldados resolvieron no abrir la puerta, visto el enemigo que estaba del otro lado, siendo el sargento el que tomó la palabra para decir a Moreira:

-Amigo, vuelva mañana porque el juez está en su casa y nos ha dejado orden de no abrir la puerta a nadie.

-Vaya a la maula, su flojo de porra -gritó Moreira, dominado por la ira-, en la primera ocasión les he de sacar los ojos a azotes.

Y volviendo el caballo salió al galopito corto, llenando de injurias e insolencias a las personas que asustadas, se asomaban a las ventanas atraídas por el ruido descomunal.

Ansioso de buscar camorra para engañar o concluir con la desesperación que lo dominaba, Moreira golpeó todas las pulperías que halló al paso nombrándose para hacerse abrir, pero todas las puertas permanecieron cerradas sin que siquiera una voz se atreviera a responder a su llamado.

Moreira, desesperado y maldiciendo de su vida, tomó al galope largo el mismo camino que había traído, en dirección al 25 de Mayo donde era menos conocido.

A la irritación había sucedido una calma completa, y el paisano se puso a reflexionar mientras marchaba, que no debía hacerse matar antes de haberse vengado.

Al amanecer se detuvo en una pulpería del camino, donde dio de comer a su gente y tres horas de descanso a su caballo, al cabo de las cuales se puso de nuevo en camino, a pesar de las invitaciones del pulpero que, habiéndolo conocido, quería obsequiarlo a todo trance.

Moreira marchó todo aquel día en pequeñas jornadas, al fin de las que hacía descansar su caballo para que se repusiese del último golpe que había sido serio.

A la caiba de la tarde se volvió a bajar en otra pulpería donde dio de cenar al caballo y al Cacique, cenando él mismo y asentando cada bocado con un trago descomunal de ese beveraje espantoso que en las pulperías   —172→   de campaña se permiten llamar pomposamente vino carlón.

En la pulpería encontró muchos paisanos que lo conocían, con quienes entabló alegre plática, concluyendo por mamarse.

Ya hemos dicho que bajo la presión del vino Moreira era más alegre y más accesible a todo género de bromas, que devolvía con suma vivacidad.

Allí contó su vida y milagros en los toldos y aseguró que no pensaba llamarse a silencio, hasta pelear una partida de vigilantes de la misma policía de Buenos Aires, porque ya los policianos de campaña le daban asco y no servían siquiera para hacerle dar rabia.

Serían poco más o menos las dos de la madrugada, cuando Moreira pagó el gasto de todos según dijo, con plata de los indios, y se alejó perezosamente hacia el 25 de Mayo, de cuyo pueblo estaría apenas a unas cuatro leguas de distancia.

Hacía una hora que había amanecido, cuando el paisano, después de una jornada de dos leguas se detuvo en la última pulpería, a dar de comer bien al caballo y al perro, proporcionándoles un buen descanso, porque la partida de aquel pueblo estaba con la sangre en el ojo y tal vez quisiera prenderlo.

Es sabido que el gaucho errante tiene un amor en cada pago, y cien amigos en cada palmo de tierra, que le avisan los movimientos de las que andan en su persecución y le indican los sitios donde puede ocultarse con menos probabilidades de ser hallado.

Y Moreira cuyas desgracias eran simpáticas a todos los paisanos, recibía en cada pulpería una crónica detallada de lo que había dicho el Juez de Paz y de lo que pensaba hacer la partida, según lo que en la trastienda había hablado el sargento Fulano o el soldado Megano.

En aquella pulpería supo Moreira que la muerte del Pato picaso había puesto en movimiento a los policianos de la partida porque se sabía por la reclaración de los compañeros, que el que había hecho aquella hazaña era Moreira, que había regresado de los toldos.

  —173→  

Moreira no hizo caso de las advertencias que le hacían para que se alejara de aquellos pagos; se puso a tocar la guitarra mandando echar una vuelta general de lo que gustasen, que él pagaba por todos todo lo que se bebiera aquel día.

La jarana se armó de lo fino.

Moreira se había apoderado de la guitarra y había empezado por echar unas hueyas, concluyendo por rasguear el malambo más quiebra, que cepillaron la mayor parte de los concurrentes que estaban garuados los menos y completamente divertidos los más.

Durante el día iban cayendo a la pulpería infinidad de paisanos, que tomaban parte en la jarana y se iban quedando donde encontraban los dos grandes elementos de una verdadera fiesta: guitarra y coperío a discreción.

Llegó la siesta tumbando a la mayor parte de los concurrentes que se pusieron a dormir a pierna suelta, pero Moreira que no había querido beber con exceso, seguía con la guitarra y aquello amenazaba no concluir en tres días, pues ya se habían organizado carreras y juegos de taba para el día siguiente.

Moreira tenía dinero en abundancia y pagaba religiosamente al fin de cada vuelta, lo que tenía el pulpero completamente dominado y fuera de sí.

En vista de la buena paga había pelado una cañita de durazno que los paisanos saboreaban con descomunales chasquidos de lengua, prodigando mil elogios al pulpero por cuya salud brindaban de cuando en cuando, dedicándole algunas payadas y relaciones que se echaban.

Por fin unos de los últimos paisanos que habían caído a eso de las tres de la tarde, trajo una novedad que descompuso por completo el baile.

La partida de plaza había salido aquella mañana en busca de Moreira, con orden de recorrer todo el partido y matarlo donde quiera que lo hallaran, pudiendo alegar después que se había resistido a la autoridad, como siempre, a mano armada.

-Pues, se irán como han venido -dijo Moreira-, preludiando un gato, y soy capaz de pelearlos a zurdazos y con el rebenque.

  —174→  

La única lucha en que podría esmerarme es con vigilantes del pueblo, y estos, que yo sepa todavía no han salido a buscarme.

-Mire amigo que la partida viene esta vez mandada según me dicen, por don Goyo, un sargento de línea muy veterano, que dicen que es un mozo malo, capaz de traerlo a usted atado de pies y manos para que la autoridad lo fusile.

-No le haga caso amigo -volvió a decir indolentemente Moreira-. No hay partida capaz de atarme, porque la suerte pelea conmigo; eche una copa que yo pago, y si quiere vaya dígale que aquí los espero, y verá lo que hago yo con todas esas maulas.

¡No sirve ni para la cachetada!

Un fuerte palmoteo acogió la determinación de Moreira y la algazara siguió en un crescendo infernal.

No estaba sin embargo lejos el momento en que aquella chacota se convirtiera en una tragedia, siendo Moreira actor principal en un nuevo combate.



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ArribaAbajoLa fuerza del destino

En aquellos días había llegado de tránsito al 25 de Mayo el sargento de línea Santiago Navarro, hombre duro en la pelea y en cuyo pecho se veían dos cintas correspondientes a dos condecoraciones ganadas en la heroica campaña del Paraguay, donde cada soldado fue un héroe.

El sargento Navarro era un hombre flaco de pelo lacio y bigotes cerdudos, pero dotado de una fuerza muscular poderosísima. Navarro había llegado al 25 de Mayo donde había oído todas las mentas que se contaban de Moreira, escandalizándose cristianamente de los triunfos que se le atribuían sobre las numerosas partidas con que había peleado.

Sabiendo Navarro que el Juez de Paz había dispuesto saliese la partida de plaza en persecución de Moreira, y oyendo decir que ésta se haría la que no lo había encontrado porque le tenía miedo, se presentó al Juez de Paz pidiendo el mando de la partida y prometiendo que si el gaucho se hallaba en el partido lo traería vivo o muerto.

La proposición de Navarro fue aceptada con verdadero júbilo y en el acto se dispuso todo para salir en busca del terrible gaucho.

  —176→  

Navarro había averiguado qué clase de hombre era Moreira y con qué estrategia se batía, para poder luchar contra diez o doce hombres ventajosamente, pues suponía que se parapetaría detrás de alguna cosa; o usaría de alguna táctica maliciosa que le proporcionara serias ventajas sobre sus enemigos.

Pero cuando supo que el gaucho peleaba lealmente, cuerpo a cuerpo y sin hacer uso de tretas, Navarro se rió alegremente y dijo que había de traer preso a Moreira, y que lo había de traer vivo.

Si Navarro hubiese conocido la clase de enemigo con quien iba a estrellarse, tal vez no hubiera prometido tanto, más soldado viejo y habituado a luchas rudas y laboriosas, no podía suponer que un hombre solo pudiese resistir a doce bien armados y sobre todo cuando estos hombres iban a ser guiados por él, que se tenía por bravo y bueno.

Navarro proclamó a su gente, diciéndoles que era una vergüenza que fueran el juguete de un hombre solo y que él les iba a mostrar cómo se prende un bandido.

Tanto habló el sargento y tanta patraña contó, que los policianos se templaron y se dispusieron a seguirlo llenos de confianza.

El Juez de Paz del 25 de Mayo ofreció a Navarro una buena recompensa si le traía a Moreira, y el buen sargento se puso en campaña con diez de los soldados, rogando a Dios que le hiciera dar con la guarida del gaucho, pues ardía en deseos de toparse con él porque había comprometido su amor propio de veterano y había charlado en toda regla.

Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban podría estar Moreira pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.

Navarro recorrió medio partido por los lados que le indicaban podría estar Moreira pero por más que registró las pulperías no lo pudo encontrar.

-Esta gente es muy ladina decía Navarro a sus soldados, y son capaces de esconderlo sabiendo que soy yo el que anda en su busca, pero como llegue a saber que me juegan sucio, prendo a todos los pulperos y con una cepiada, jefe me hago decir dónde está ese espantajo que tan sin razón asusta toda la gente.

Los soldados estaban llenos de bríos y confianza, al   —177→   ver el deseo que demostraba Navarro en hallar a Moreira, y pensaban que aquel hombre había de ser muy guapo cuando tan ganoso se mostraba, a pesar de conocer que Moreira peleaba con el diablo y de saber lo que sucediera a Leguizamon por haberse metido a buscarle camorra.

Ya Navarro empezaba a desesperar del éxito de su empresa por no dar con el hombre, cuando supo que en una pulpería como a dos leguas de distancia, estaba un forastero que había llegado esa mañana y había armado un baile con coperío, en el que ya había unos cuantos mozos divertidos.

-Puede ser que ese sea -dijo Navarro y tomó el camino de la pulpería indicada, seguido de los diez soldados que creyendo que pudieran hallar allí a Moreira, habían perdido la mitad de los bríos y empezaban a no creer que aquel hombre tan flaco y tan charlatán, pudiera con Juan Moreira y llegara hasta prenderlo.

Animado y alegre, Navarro seguía andando hacia la pulpería, sin notar el desaliento que empezaba a dominar a su tropel y manteniendo a los caballos viejos patrios, en un trote sostenido, porque quería conservarlos frescos para el caso previsto por él, de tener que perseguir a Moreira que ya le había dicho andaba muy bien montado.

Cuando avistó la pulpería hizo hacer un altito a la gente para cinchar y tomar esas pequeñas precauciones a que el soldado está habituado antes del combate.

Fue entonces que el paisano que había traído la noticia a Moreira de que lo andaban buscando y quien de cuando en cuando salía afuera a divisar el campo, vio la partida, y entrando a la pulpería todo espantado dijo a Moreira que huyera, porque hacia la pulpería venía una partida, como de doscientos por lo menos.

-No me hago a un lao de la huella, ni aunque vengan degollando -dijo alegremente el paisano, suspendiendo la relación de un gato que echaba en ese momento.

Este día -agregó-, tengo ganas de pelear para que no se vaya sin verme ese veterano que las viene echando de bueno, porque a la fija no me conoce -y salió a ver la gente que venía.

  —178→  

El sargento y los soldados se habían puesto en marcha de nuevo, muy desalentado el primero por la presencia de aquella gente, pues a estar allí Moreira, huiría precipitosamente.

-Aquel caballo overo bayo que está en el palenque con un perrito arriba -dijo a Navarro uno de los soldados-, es el caballo de ño Juan Moreira.

-Prenda será mía desde hoy -respondió Navarro porque su dueño no la va a necesitar más y aunque la necesitase sería lo mismo, porque se la voy a quitar.

Los milicos se miraban asombrados al ver la serenidad de aquel hombre, a quien empezaban a tener lástima porque presentían un triste fin.

La vista sólo del caballo de Moreira, descompaginó por completo a la partida, viendo que el trance duro se acercaba y que había que hacer de tripas corazón.

Cuando la partida llegó a la pulpería, Moreira había ya montado sobre su overo, después de revisar con suma ligereza los gatillos de sus enormes trabucos.

Con la rienda recogida y el poncho enrollado al brazo izquierdo, esperó tranquilo que le dirigieran la palabra, como si no fuera él a quien buscaban.

El sargento Navarro se dirigió resueltamente a Moreira.

No tenía más arma que un sable de caballería que pendía de su cintura, arma que consideraba más que suficiente para prender al gaucho, por estar hecho a ella hacía muchos años.

Los soldados se habían detenido un poco atrás, dominados por la situación, y esperaban que Navarro les indicase lo que habían de hacer aunque ellos hubieran preferido disparar.

-¿Es usted Juan Moreira? -preguntó el sargento al paisano, examinando a Moreira con una mirada rápida y sumamente penetrante:

-¿Qué dice, don? -contestó éste, clavando sus negros ojos en los del sargento y revolviendo el caballo de manera a no presentar ninguno de los flancos.

Ese tal soy yo para lo que guste mandar.

-Pues, amigo dispense -agregó Navarro-, pero traigo   —179→   orden del Juez de Paz de prenderlo y con su permiso -concluyó queriendo echar mano a la rienda del overo-, sígame.

Un relámpago de soberbia brilló en la pupila del gaucho que recogió la rienda del overo haciéndolo retroceder con altanería suprema, dijo:

-Vamos por partes, amigo, yo no soy mancarrón para que me hagan parar a mano, soy candil para que así no más me prendan.

-Es inútil hacer resistencia -dijo Navarro con gran calma-, me han mandado que lo prenda, y tengo que cumplir la orden sin remedio con que dese preso.

-¡Y que facilidad canejo! -respondió Moreira sonriendo-, ni mi tata que fuera para hablar así -y con gran arrogancia sacó uno de los trabucos.

-A él -gritó Navarro sacando el sable-, cuidado de no matarlo, que he de llevar vivo a este maula, y todos cargaron a una.

Moreira tendió el brazo al montón de los milicos y disparó su arma terrible partiendo en seguida a toda la carrera del overo.

-Que no se vaya -gritó de nuevo el Navarro, lanzándose sobre Moreira al débil galope del patrio, sin fijarse que el disparo del trabuco le había volteado un hombre.

La huida de Moreira, era con el objeto de guardar el arma, descargar y sacar el otro trabuco sin dar lugar a que lo hicieran.

Así es que unos segundos después se le vio dar vueltas bridas, y dirigirse de nuevo al grupo de soldados que habían quedado atónitos sobre quienes disparó el otro trabuco, postrando en tierra otro de los soldados, mortalmente herido.

El resto de la partida, comprendiendo que iba a suceder lo de siempre y que era inútil luchar contra aquel hombre, se puso en precipitosa fuga, abandonando a Navarro que galopaba enfurecido hacia el encuentro del gaucho, luchando con la impotencia del patrio y con la indignación que le causara la fuga de los soldados.

Moreira esperaba tranquilo la acometida, con la daga en la mano, pues la partida era ya igual y tenía ciega fe en el desenlace de la lucha.

  —180→  

Navarro además venía pésimamente montado y ésta era una ventaja enorme que el paisano apreciaba en su importante valor.

Los paisanos que se habían metido en la pulpería, temiendo ser víctima de algún tiro mal dirigido, empezaron a salir a ver la lucha de arma blanca.

Navarro llegó a donde estaba Moreira amenazando un terrible corte a la cabeza, pero éste encabritó su caballo que era una seda en la boca y evitó el golpe ganando al sargento el lado izquierdo, por donde le acometió recio hiriéndole el caballo bajo de la paleta para entorpecer sus movimientos.

Cuentan que aquella era la lucha en que más astucia desplegó Moreira; no quería matar al sargento, pero sí hacerle ver su inmensa superioridad.

Navarro era un hombre bravo hasta la exageración, había comprendido su amor propio, y estaba decidido a prender Moreira o morir a sus manos.

Se cubría en el ataque admirablemente bien, atendiendo a la defensa con gran tino, pero luchaba con un enemigo ágil y bien montado a quien no podía encontrar con los golpes de su sable, teniendo que distraer la mitad de su atención en su caballo flaco y despaletado.

Moreira reía ruidosamente a cada golpe que evitaba, ya con el poncho, ya levantando en la rienda a su overo que giraba en las patas como un trompo.

Sobre la cabeza de su apero se veía al Cacique enfurecido, que tomaba parte en la lucha con sus ladridos desesperados y su ademán hostil.

Moreira, atendiendo más que a la propia la fatiga del caballo, preparó su golpe favorito, y cuando menos lo esperaba Navarro, hundió sobre su frente la terrible daga que penetró hasta el hueso, produciéndole una herida de más de tres centímetros, por la que empezó a salir abundante sangre, que enceguecía al sargento al caer sobre los párpados.

Navarro soltó una enérgica maldición y cayó de nuevo sobre Moreira desesperadamente, con un golpe supremo, pero Moreira evitó el hachazo, bandeando a su vez el brazo derecho de su adversario, con una puñalada hasta la S.

  —181→  

Al sentirse herido Navarro de una manera que le inutilizaba el brazo, abandonó la rienda del caballo y tomó el sable con la mano izquierda.

-¡Ah!, ¡hijo del país! -exclamó Moreira entusiasmado con aquel rasgo de valor.

¡Así me gusta un tirano! y sin dar tiempo a Navarro a hacer uso de su sable, se lo arrancó de la mano con un movimiento vigoroso, diciéndole al mismo tiempo:

-Con Dios, mozo lindo, yo no sé matar hombres guapos -y volvió su caballo al lado derecho, en momentos que el patrio venía al suelo arrastrando en su caída al desventurado sargento.

Moreira se retiró algunos pasos, echó pie a tierra y después de arrojar el sable y guardar su daga, se acercó a Navarro que había quedado exánime.

Levantó al herido y haciéndose ayudar por los asombrados testigos de aquella lucha, le condujo al interior de la pulpería donde lo reconoció con prolijidad.

Navarro estaba desvanecido por la pérdida de sangre, pero sus heridas no eran mortales.

Moreira las lavó con caña, perfectamente, hizo un prolijo vendaje en la frente con el pañuelo que llevaba al cuello y metió en la herida del brazo el terrible tarrugo de trapo quemado que usan los paisanos para estancar la sangre en las heridas calificadas de puñaladas.

Concluida esta operación, Moreira abrió la boca de Navarro y con la suya propia, le echó adentro un trago de caña para entonarlo.

En seguida se sentó al lado del catre y se puso a mirar al sargento con una verdadera expresión de cariño.

Era el valor subyugado por el valor: si Navarro, después de sus promesas, se hubiera batido flojamente, Moreira lo hubiera muerto o se hubiera burlado de una manera sangrienta; pero Navarro se había batido como un valiente, había sido vencido con bravura, y Moreira se había sentido cautivado.

Ya hemos dicho que el valor es la prenda que más se estima entre los paisanos.

Moreira permaneció todo el resto de la tarde y de la noche, atendiendo a Navarro con una solicitud verdaderamente paternal.

  —182→  

Navarro había despertado después de media noche y contemplaba silencioso y agradecido los cuidados que le prodigaba aquel hombre tachado de bandido a quien él viniera a prender.

-Gracias paisano -le había dicho varias veces-. Usted es un hombre a carta cabal y ya no extraño todas las proezas que de usted me habían contado.

Moreira había sonreído tristemente ante aquel cumplimiento diciendo que con aquello no hacía más que cumplir con su deber, pues un valiente todo lo merece.

Y así pasó toda la noche sin separarse del catre, donde yacía Navarro, sino el tiempo necesario para dar de comer a su caballo y a su perro.

Cuando empezó a clarear y el poncho de los pobres asomó en el cielo hermosísimo, Moreira cinchó su caballo y se puso a hacer los preparativos de marcha.

-Yo me voy compañero -dijo-, pero antes es preciso que hagamos la mañana, pues tal vez no volvamos a vernos. Yo no tengo el cuero para negocio y alguna vez ha de ser la buena.

-No habiéndolo prendido yo -dijo débilmente- lo que es a usted no lo prende nadie, a no ser que lo agarren dormido o a traición.

-Dios le oiga amigo -dijo Moreira, despidiéndose de todos y pagando todo el gasto que había hecho, salió afuera, montó en su caballo y tomó al trotecito el camino de Navarro.

Para él ya todos los rumbos eran lo mismo; en todas partes había partidas y su destino era pelear con ellas hasta que lo mataran.

Cuando Moreira se hubo perdido de vista, el pulpero queriendo quedar bien con la justicia, se acercó a Navarro y le dijo demostrando el mayor interés:

-Puede darse por bien servido amigo, que este bandido no le haya degollado, pues tiene más entrañas que un dorado y no se para en una puñalada más o menos.

-El que diga que ese hombre es bandido -repuso Navarro incorporándose con firmeza en el catre-, es un puerco a quien le he de sacar los ojos a azotes-, y volvió a caer postrado por la debilidad que le ocasionara la pérdida de sangre.



  —183→  

ArribaAbajoLa soberbia del valor

Moreira regresó a Navarro y empezó a recorrer todos los partidos vecinos, Cañuelas, Saladillo, Lobos, Salto y las Heras, siendo el terror de sus habitantes y de las partidas de plaza.

Dormía de día en medio del campo, fiado en la vigilancia de su perro y se acercaba de noche a las poblaciones a buscar sus víveres y vicios.

Peleaba con los gauchos que tenían hechos y reputación, contentándose con vencerlos y no matándolos sino en el caso que esto fuera muy necesario a su defensa.

Las partidas de plaza estaban completamente dominadas, y si acaso le presentaban combate era para huir inmediatamente que el gaucho las acometía.

Solía venir al partido de Lobos, donde se alojaba en una casa llamada «La estrella» y allí pasaba dos o tres días entregado al juego, al beberaje y a las mujeres.

Mientras Moreira estaba allí no sucedía ningún escándalo porque él no lo permitía, ¿y quién contrarrestaba aquella voluntad de acero?

Moreira salía al camino y detenía las galeras que venían a Lobos de los partidos vecinos a tomar el tren, pues sospechaba que en alguna de ellas podía ir su odiado compadre, a quien había jurado matar, y hacía   —184→   un general registro entre los pasajeros a quienes obligaba a descender para registrar el interior del vehículo.

En las diligencias venían generalmente pasajeros armados hasta los dientes, con la decisión de matar a Moreira si les salía al camino, pero al encontrarse con el gaucho olvidaban por completo su propósito y las armas permanecían inofensivas en sus manos heladas por el espanto.

Moreira hacía un prolijo registro y convencido de que no iba allí su compadre, las dejaba seguir viaje sin hacer a los pasajeros el menor daño.

Un día Moreira tuvo noticia de que en una galera que debía pasar por el Durazno, para tomar el tren en Lobos, venían su mujer y su compadre que se dirigían a Buenos Aires.

Moreira se fue al Durazno y se emboscó en la pulpería por donde tenía que pasar la galera, decidido a degollar irremediablemente a aquel hombre que tanto odiaba.

Una partida de plaza fuerte y bien preparada recorría también los campos ese mismo día, en demanda del terrible gaucho, no ya para prenderlo sino para matarlo.

Moreira sabía que lo buscaban, pero ni siquiera había pensado en ocultarse y sacar el cuerpo a aquella partida, pues tenía por todas ellas el mayor desprecio.

El gaucho se había emboscado ocultando también su caballo para que la gente de la galera no tuviese desconfianza alguna y esperaba con la paciencia de un zorro.

Serían como las doce del día, cuando en las revueltas del camino, apareció la galera, arrancando a Moreira un grito de júbilo.

Tanto el pulpero como algunos paisanos que estaban allí refrescando, temblaban de espanto al pensar lo que iba a suceder, no atreviéndose ninguno de ellos a disuadirlo.

En la galera venían el mayoral y seis peones, trayendo ocho pasajeros perfectamente armados, entre los que se contaba el referido compadre que traía un remington.

Cuando la galera iba a pasar por la pulpería, sin detenerse, temiendo que a ella pudiese llegar Moreira, éste saltó al camino y dio la voz de alto y a tierra.

  —185→  

-Pero amigo Moreira -dijo el mayoral endulzando la voz todo lo que fue posible-, déjenos seguir viaje que llevamos el tiempo contado para alcanzar el tren.

-Alto, he dicho -replicó el soberbio gaucho cruzándose de brazos delante de la galera, yo tengo que revisar ese coche antes que siga el viaje.

-Esto es de vicio, amigo -añadió humildemente el mayoral, adentro no viene ningún enemigo suyo y usted nos va a hacer perder el tren, que no sabe dar espera.

Moreira no contestó una sola palabra, pero sacó de su cintura uno de sus enormes trabucos y apuntó al mayoral: la galera se detuvo como por un resorte.

Los pasajeros, armados como estaban podían haberse defendido por las ventanillas, tal vez matando al paisano, pero la proximidad de Moreira les había aterrorizado, pasando en el interior de aquel vehículo una escena tocante, y conmovedora.

La voz de Moreira había sido reconocida por tres de los pasajeros, produciendo en cada uno de ellos una impresión diversa pero igualmente profunda.

El compadre abandonó su remington y se echó de barriga en el fondo de la galera, diciendo a los compañeros de viaje:

-Por Dios, amigos, ese hombre me busca y si me ve me va a degollar, échenme encima los ponchos y tengan piedad de mí; traten que ese hombre no me vea porque a la fija me mata.

Vicenta reconoció también la voz del gaucho y se echó a llorar desesperadamente: no temía al paisano, sabía que éste no la había de matar, puesto que no la mató la noche aquella que apareció en su rancho, pero al timbre de aquella voz se había agolpado a su espíritu todo el inmenso amor que le inspiraba su marido, y el recuerdo de todo su pasado acudía a su memoria haciéndole caer en aquella amarga y honda desesperación.

Y lloraba desconsoladamente ocultando el semblante como para huir a la mirada de Moreira, que sentía gravitar sobre su corazón, cuyos movimientos rápidos y agitados se apercibían sobre la ropa.

La tercer persona que había reconocido aquella voz   —186→   enérgica, era Juancito, el pequeño Juancito que iba en brazos de la desventurada Vicenta.

Juancito gritaba alegremente y extendía sus bracitos hacia las ventanillas de la galera llamando a su tata y prodigándole mil cariños en su encantadora media lengua.

Cuando Moreira asomó la cabeza al interior de la galera, se estremeció poderosamente y quedó inmóvil fijando en su hijo su mirada entornada por una impresión íntima. Olvidó por completo el propósito que allí lo llevaba, olvidó a su compadre pegado al fondo de la galera y no tuvo ojos más que para mirar a Juancito. Sin retirar el trabuco que brillaba en su diestra, metió las manos por la ventanilla de la galera y empezó a acariciar a su hijo de todos modos. Al espanto entre los pasajeros, había sucedido un asombro mezclado a una especie de respeto engendrado por la actitud de profundo cariño asumida por el gaucho, cariño que asomaba dulcísimo a su pupila, dando a aquella fisonomía varonil y hermosa una expresión de dulzura arrobadora. Era aquel un cuadro magnífico, de aquellos que no se pueden trasladar al lienzo, porque no está al alcance del hombre el poder imitar aquella chispa divina que asoma a la mirada en ciertas situaciones del espíritu, chispa inimitable que se puede llamar belleza de la expresión. Y allí estaba Moreira absorto en la contemplación de su hijo, que devolvía una a una sus caricias, rogándole lo llevara consigo en ancas de su caballo.

De pronto soltó a su hijo al lado de Vicenta, buscó en su cintura el otro trabuco y se volvió amenazador hacia el camino. De sus ojos había desaparecido aquella tierna expresión de cariño apareciendo en ellos aquel fulgor siniestro que los iluminaba en lo más recio del combate, cuando éste era duro y apurado. ¿Quién había sacado a Moreira de su éxtasis paternal haciéndole volverse amenazador hacia el camino sacando un trabuco que amartilló rápidamente? Eran los ladridos desesperados que lanzaba el Cacique,   —187→   previniendo un nuevo peligro, y que se sentían allí donde el gaucho dejara emboscado su caballo.

Moreira llegó en dos saltos a donde estaba su caballo y vio a dos cuadras de distancia una partida de plaza que venía al gran galope, sin duda para apresar al overo bayo, que importaba cortar al paisano la retirada y quitarle aquel poderoso elemento que lo hacía tan temible.

Sin duda el Cacique había dado mucho antes la voz de alarma, alarma que no había sentido Moreira extasiado en la contemplación de su hijito.

Al ver aparecer a Moreira en aquella actitud amenazadora, la partida se contuvo y avanzó al tranco, tomando mil precauciones, pues entonces ya no se trataba de prender a Moreira, sino de matarlo de la mejor manera que se pudiera.

El mayoral de la galera aprovechó entonces aquella protección inesperada, y se alejó de allí con toda la velocidad que le permitían sus flaquísimos mancarrones.

Moreira quedó completamente desesperado. Quería seguir la galera, donde indudablemente se salvaba el objeto de su venganza, pero tenía también que atender la partida que se le venía encima, preparando sus carabinas de fulminante con que se les había armado.

El paisano renunció con una maldición a la persecución de la galera y atendió a su defensa echando rápidamente la rienda al cuello del overo.

En ese momento los soldados hicieron tres o cuatro disparos de carabina, pero tan inseguros, que el mejor tiro pasó a diez varas de distancia.

Ya hemos hecho presente que nuestra caballería de Guardia Nacional no sabe tirar hasta el punto de disparar las carabinas al acaso, apoyándolas en la paleta del caballo.

Moreira tendió los brazos y el doble disparo de sus trabucos sonó poderoso, llevando el espanto y la muerte a las tilas de sus adversarios.

Los caballos se asustaron y corrieron en varias direcciones, teniendo los soldados que hacer serios esfuerzos para contenerlos y volver al ataque.

Moreira, entre tanto, con la rapidez que le era característica,   —188→   había vuelto a cargar los trabucos y esperaba tranquilo y sonriente la nueva acometida.

Los soldados rehechos volvieron al ataque y dispararon de nuevo al acaso sus carabinas, sin otro resultado que provocar la risa del gaucho que ni siquiera se cubría tras del corral donde estaba atado el caballo pues la práctica le había enseñado que las carabinas en manos de aquella gentes eran armas inútiles.

Dejó, pues, que se aproximaran todo lo posible, y cuando los tuvo a tiro seguro, tendió de nuevo los brazos y el trueno de sus trabucos volvió a sonar poderoso, yendo a morir, repetido por el eco, allá, con el último monte, y saltó sobre el caballo.

El espanto se apoderó por completo de aquellos soldados que echaron a disparar completamente desmoralizados, dejando en el campo tres muertos.

Moreira cerró las espuelas sobre los flancos del overo y se lanzó ávido en persecución de los que habían turbado su venganza, haciéndole escapar la presa.

Era la primera vez que después de vencer a una partida, perseguía sus restos, enconado y deseoso de destruirla soldado por soldado.

Es que el gaucho estaba furioso: la aparición de aquella partida cuando menos la esperaba, le había encolerizado y quería desahogar sus iras, matando, exterminando todo aquello que se pusiera por delante y tuviese olor a Justicia de Paz o partida de plaza, que eran sus enemigos a muerte.

Moreira había guardado sus trabucos, sacando una de las pistolas que lo regalara su compadre Giménez y la llevaba en la diestra.

Y así disparaba con la vertiginosa rapidez de su overo bayo, no sabiendo a cual de sus enemigos elegir, pues todos huían en completo desparramo.

Por fin el gaucho se fijó en uno de los jinetes que más apuraba la marcha para salvar el bulto, cerró las espuelas al overo y partió en su dirección.

Tres o cuatro minutos después el paisano estaba sólo a dos cuerpos de caballo del soldado que volvió la cara e hizo fuego con la carabina.

  —189→  

El tiro no dio en el blanco, y en aquel movimiento el soldado perdió la mitad de la distancia ya no debía volver a recobrar.

Sacó el sable con ademán desesperado y se dispuso a vender cara la vida, pero tarde, ¡demasiado tarde!

Moreira se le había puesto a la par por el lado de montar, echando sobre el pobre mancarrón patrio, todo el peso irresistible del overo que lo cubrió de espuma.

El soldado dio vuelta y miró a Moreira, lívido por el terror, pues adivinaba la intención de aquel hombre; enarboló el sable y amagó un hachazo que el gaucho esquivó echando el cuerpo hasta las ancas del overo, y fue aquel el primero y último hachazo que tiró aquel infeliz, que tuvo la desgracia de ser alcanzado.

Moreira se enderezó de nuevo, buscó con su pistola la sien izquierda del jinete adversario y el tiro salió destrozándole completamente la cabeza.

Era el cuarto cadáver de la acción.

El soldado cayó del caballo como una masa.

Había muerto instantáneamente.

Moreira miró el camino por donde se veían como puntos negros los soldados que huían.

Blandió su arma amenazante en esta dirección y volvió riendas a la pulpería, diciendo:

-¡Ya nos volveremos a ver los bigotes pedazos de maulas!

Moreira corría con el vértigo de la carrera, el overo saltaba los pozos del camino, salvando los escollos, y semejante al jinete, el Cacique iba como adherido a las ancas.

Así pasó como una tempestad por delante de la pulpería y siguió su desesperada carrera por espacio de dos leguas interrogando el horizonte con la inteligente mirada.

¿Qué buscaba Moreira con el espacio que así hundía en él su mirada?

¿Cuál era el fin de aquella carrera que iba postrando tal fuerzas del overo?

El paisano buscaba un punto que le revelase la posibilidad de alcanzar la galera, pero la lucha había sido larga y aquella había tenido tiempo de hacer una larga marcha.

  —190→  

Convencido ya de que toda persecución sería inútil, Moreira detuvo su caballo y volvió riendas hacia la pulpería del Durazno, al trotecito del fatigado overo.

Moreira, llegó a la pulpería, desensilló su caballo y lo echó sobre el lomo un balde de agua fresca, en seguida compró una buena brazada de pasto y le dio de comer.

Concluida esta operación, entró en la pulpería sombrío y amenazador pidiendo una sangría, que se puso a beber con una ansiedad verdadera.

La fatiga de la lucha y el ardor de la carrera, habían secado por completo su boca que daba paso a la respiración poderosa, pero jadeante y entrecortada.

Cuando terminó la sangría, Moreira salió afuera, ensilló su caballo sin apretarle la cincha, y tendió a su lado la manta, de vicuña, donde se echó a reposar.

El gaucho pensaba que tendría que renunciar a su venganza, pues aquella gente no volvería más por aquellos mundos mientra él estuviera vivo y pudiese aún manejar su terrible daga que tantas vidas había postrado a sus pies, en lucha leal siempre.

Ya al pensar de esa manera, Moreira tomaba su cabeza, con ambas manos y enredaba sus dedos nerviosos en los sedosos cabellos que mecía sin piedad.

-Ya no lo veré más -decía llorando amargamente-, ya no lo veré más, pero he de vengarme a lo indio, sin perdonar a uno solo de los que me han hecho mal.

Así llorando unas veces, maldiciendo otras dormitando a intervalos y prevenido siempre a cualquier evento, estuvo echado en la manta hasta la caída, de la tarde.

A aquella hora llegó a la pulpería otra galera, que iba de paso para Lobos a tomar el tren del día siguiente.

En esta galera venían también varios pasajeros armados hasta los dientes en previsión de que Moreira, les fuese a salir al camino, pues ya se decía, con esa exageración de los pequeños pueblos, que el paisano detenía las galeras y saqueaba a los pasajeros, pudiéndose contar por feliz el que escapaba con vida.

Cuando Moreira divisó la diligencia, cinchó tranquilamente su caballo y revisó las armas preparándose por completo a hacer frente a toda situación.

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En esta actitud poco tranquilizadora esperó que se acercara la galera, y cuando ésta estuvo a pocas varas, se puso en medio del camino diciéndole al mayoral:

-Amigo media vuelta y, vuélvase, porque hoy no pasa nadie para Lobos; ya han pasado por desgracia más de los que debían, y por hoy se acabó.

-Pero amigo Moreira -repuso el mayoral-, aquí va gente buena que quiere tomar el tren de mañana porque tiene que hacer en Buenos Aires.

-Alto y vuélvase amigo mayoral -insistió Moreira-. Ya le he dicho una vez por aquí no se pasa hoy, porque así se me ha dado la gana este día.

Pronto y con buen modo.

Uno de los pasajeros que conocía al gaucho y sabía que era accesible a la palabra bondadosa, asomó la cabeza por una de las ventanillas de la galera y dijo:

-Deje pasar, amigo Moreira, tenemos mucho que hacer en el pueblo y la demora de este viaje podría traernos serios perjuicios en nuestros negocios.

Moreira endulzó su ademán al oír aquella palabra suave, se hizo a un lado del camino y sin quitar la vista de sobre aquel hombre, dijo:

-Está bien patrón, yo no soy justicia para tener palabra de rey, y aunque había jurado que no pasaría nadie, fue porque no conté que hay palabras que llegan al corazón.

Y la galera siguió viaje y el paisano quedó allí cruzado de brazos hasta que el vehículo se alejó por completo.

Los pasajeros habían visto los tres cadáveres sobre el camino y al apercibir a Moreira, y sentir su palabra altanera se habían creído muertos; de modo que cuando estuvieron a cierta distancia, recién respiraron con entera libertad, apreciando aquella aventura como la salvación de un peligro de muerte inevitable, gracias a aquel joven pasajero que conocía a Moreira.

-Si este hombre hubiese sido tratado con bondad siempre -dijo éste a los otros pasajeros-, hubiera sido tan dócil como un niño. Pero lo han perseguido de muerte, y ese espíritu naturalmente bondadoso, herido y humillado de todos   —192→   modos, se ha lanzado al camino de guerra abierta con la justicia.

Y aquella era una verdad inconmovible, pues solamente nuestra Justicia de Paz, mala y entregada a manos ignorantes, es capaz de convertir a un hombre bueno en un bandido, pues si Moreira no hubiera tenido el freno de sus instintos nobles y bondadosos, hubiera sido un asesino feroz que habría asolado toda la campaña con sus crímenes.

Moreira permaneció mudo y de brazos cruzados, hasta que el ruido de la galera no fue perceptible al oído.

Entonces entró a la pulpería donde comió una caja de sardinas y bebió un trago de vino, montó en seguida a caballo después de haber pagado el gasto y se alejó al paso de su overo que a las diez o doce varas dio un bufido asustado y saltó hacia un lado con tal ímpetu, que a ser el jinete otro que Moreira, hubiera salido limpio del recado.

No fue tan feliz el Cacique, que resbaló por la anca y cayó al suelo, previniendo a Moreira con sus ladridos, que necesitaba ayuda para volver a subir.

El paisano se agachó, levantó de nuevo al Cacique e indagó a la media luz de la noche que ya se venía encima, la causa del susto del overo.

Eran dos de los cadáveres de los soldados que habían sido muertos en la lucha, que permanecían tirados al lado del camino, pues la partida no se había atrevido aún a venir a recogerlos.

-Queden con Dios -les dijo Moreira con un sarcasmo infinito-, yo les he de mandar tantos compañeros, que se han de estorbar para jugar al truco o a la taba.

Y su gallarda silueta se confundió con la oscuridad de la noche.

El paisano se dirigía a Navarro que, no sabemos por qué, era su pueblo predilecto.

Era entonces Juez de Paz de Navarro el mismo señor Marañón, a quien Moreira salvó anteriormente la vida, según lo hemos narrado.

El paisano marchaba a jornadas muy cortas para reponer   —193→   a su caballo de la última fatiga sufrida, que había sido muy recia y había postrado algo sus fuerzas, se detenía en las pulperías del tránsito el tiempo necesario para dar de comer a su gente, según llamaba a su caballo y su perro y comer algo él mismo.

Dormía poco y a la siesta en el medio del campo, según su vieja costumbre, pues la noche la dedicaba para marchar «con la fresca» libre de toda sorpresa.

Moreira llegó a Navarro completamente descansado y listo para entrar en combate, si acaso la partida de plaza salía a hacerle una tanteada.

Eran las dos de la tarde cuando Moreira entró al pueblo de Navarro, con terror de sus pacíficos habitantes que lo vieron pasar por la calle, aterrados.

En vez de dirigirse a casa de algún amigo para ocultarse o a alguna pulpería de los arrabales para no hacerse tan notable Moreira se fue directamente a la pulpería de Olazo, donde peleó con Leguizamon, muy concurrida a esa hora, y tomó allí la copa invitando a algunos amigos que allí estaban refrescando.

Allí permaneció más de dos horas en alegre conversación, relatando alguna de sus aventuras en los toldos y el lance con el sargento Navarro, que fue muy aplaudido.

Después de recibir algunas felicitaciones de los amigos, pagó el gasto hecho y salió de lo de Olazo tomando la dirección de la plaza, como quien va al juzgado.

Los paisanos quedaron asombrados de aquel rasgo de audacia, incomprensible en un hombre contra quien las partidas tenían una orden de muerte.

Moreira llegó a la puerta del Juzgado de Paz donde detuvo su caballo.

Eran más de las cuatro y el señor Marañón no estaba allí a aquella hora.

Todos los paisanos que había en lo de Olazo vinieron a la plaza a ser testigos de la hombrada que fuera de duda iba a hacer allí Moreira.

Éste se detuvo a la puerta y encarándose con el soldado que estaba de guardia, sacó sus trabucos, y con toda calma y prolijidad se puso a examinar los muelles.

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-¿No está la partida en el juzgado? -le preguntó volviendo los trabucos a la cintura-. Llama al sargento y decile que aquí está Juan Moreira que viene a pelear:

El soldado temblando de miedo, se metió adentro y sin darse cuenta de lo que hacía, fue a avisar al sargento lo que sucedía, que quedó helado de espanto.

Viendo Moreira que el sargento tardaba en venir, se bajó del caballo y golpeó la puerta del Juzgado con el cabo del rebenque, gritando desesperadamente:

-¿Qué hacen que no vienen esas maulas, que dicen me andan buscando ganosos por todas partes sin querer dar conmigo? He venido a ahorrarles el viaje.

El sargento al oír las voces acudió como un autómata a la puerta y dijo a Moreira:

-Váyase don Juan, que nosotros no lo perseguimos. Váyase que me compromete, por Dios, que va a venir el juez que es el señor Marañón, y nos va a echar a todos a la calle, después de una cepiada.

Cuando Moreira supo que el juez era Marañón, montó rápido a caballo, y se alejó presuroso diciendo:

-Pues me voy, porque no quiero que ese hombre tenga ningún disgusto por causa mía, y me voy del partido, a donde no he de volver mientras él sea justicia.

¡Es el único hombre que quiero en esta vida!

Y Moreira se alejó al galope largo, yéndose a hacer noche en casa de unos amigos en las orillas del pueblo.

Serían las ocho de la noche cuando apareció en el rancho donde se albergaba Moreira, previo aviso del Cacique, el mismo sargento de la partida con quien habló en el juzgado.

El sargento era portador de un recado del Juez de Paz Marañón, que mandaba decir a Moreira fuese a verlo inmediatamente a su casa.

No sabemos hasta qué punto tengamos derecho a hacer uso de estos datos, y si hay en ello alguna indiscreción pedimos humildemente disculpa a aquel digno caballero, en vista del móvil que nos guía.

-Los hechos pasados y su acción noble lo enaltecen lejos de deprimirlo.

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Moreira llegó a casa del señor Marañón y éste empezó a hacerle todo género de reflexiones para que aceptara su primer oferta de irse a las provincias del interior.

-No puedo, mi patrón -dijo Moreira-, ya la vida me pesa y el día que me maten será el único día alegre que habré tenido

Si peleo no es ya por defender el cuero, como en tiempos en que podía vengarme.

Ahora peleo solo porque no digan que me han matado como un carnero, tengo que morir según mi crédito y esta es la razón por que no me he dejado matar con las últimas partidas que me han venido a prender.

Marañón tenía contraída con Moreira una de aquellas deudas que nunca se pagan: la vida; y trataba de detener a aquel gaucho desventurado en la pendiente de muerte a que rodaba con una conformidad tan imponente.

-Es preciso que te vayas de aquí -dijo Marañón, porque yo no puedo tolerar tu presencia Juez de Paz de este partido, o te vas o renunciaré.

-Me voy, señor, me voy -dijo Moreira-, y ha de ser esta noche misma.

Usted es el único hombre que hay sobre la tierra contra quien yo jamás haré uso de mis armas.

Permítame que lo quiera patrón, y si algún día quiere quedar bien prendiéndome, mándeme avisar, que yo mismo me ataré para que me lleven.

-No seas loco -le dijo Marañón-, sal del partido y que Dios te ayude.

Y al estrechar la mano que el gaucho recibió entre las dos suyas, quiso inducirlo de nuevo a que se fuera al interior, prometiendo buscar a su gijo y mandárselo.

Pero Moreira desechó la propuesta con la misma decisión que las otras veces.

Estrechó la mano de aquel único ser en quien había encontrado un amparo.

Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y salió de la casa de Marañón sin decir una sola palabra.

Montó a caballo, gritó un triste «adiós patrón querido» y largó su caballo al gran galope, hasta llegar al rancho   —196→   donde paraba, y donde se detuvo a levantar la manta, y otras prendas que dejara al salir, y despedirse del amigo que le había ofrecido albergue.

Media hora después salía de pueblo al tranquito, tomando la dirección del partido del Salto.