Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Juan Villoro: el arte de lo cotidiano. Entrevista de semblanza (Fragmento)

Juan Salvador Orozco González



El texto que aquí se presenta es un fragmento del trabajo de tesis que presenté en mayo pasado. La estructura del trabajo no es la clásica forma de presentar una entrevista de semblanza: no hay preguntas y respuestas. El documento se redactó en primera persona para que Juan Villoro fuera quien nos contara su vida.

La entrevista refleja la actitud de un personaje ante la vida, y la pasión de una persona para enfrentarla.

El hombre delgado, de casi 1.90 metros de estatura, que usa barba perfectamente recortada, que sonríe con facilidad; que al responder a las preguntas agita un juego de llaves, como si con ello agitara los recuerdos y vinieran las ideas; en cuya afable mirada se puede distinguir la humildad con la que se conduce, el gusto por la vida, por la gente, por la charla amena, es el protagonista. Él es Juan Villoro.






Capítulo VII

Un lugar para vivir...



Las ciudades de Juan

Durante mi vida he vivido en tres ciudades: México, Distrito Federal; Alemania Oriental y Barcelona, España. A cada una de ellas, de distinta manera, las he disfrutado mucho.




México, Distrito Federal

Mi relación con la Ciudad de México es de odio y de pasión. Es una relación muy neurótica que solemos tener mucho los chilangos. Todos los días decimos: ya me quiero ir de esta maldita ciudad y, al mismo tiempo, qué maravilloso es vivir en esta maravillosa ciudad. Es una relación de mucha tensión, porque yo creo que uno de los experimentos culturales más sorprendentes del siglo XX fue el de pasar de ciudades que tenían cuatro millones de habitantes a ciudades que tenían 20 millones de habitantes. Este fenómeno, que nunca se había dado en la historia de la humanidad, lo pudieron vivir algunos millones de personas en el planeta. Esta expansión de la dimensión de las ciudades es un raro privilegio del siglo pasado. Por lo tanto, el lugar de origen es algo que ha cambiado muchísimo, porque la ciudad que yo conocí de niño no existe o existe en remanentes. La Ciudad de México es una ciudad que te exige, todo el tiempo, un ejercicio de memoria; es una ciudad que te desafía para quererla, porque objetivamente es muy complicada: manifestaciones, eventos de toda índole, un tráfico inhumano, etcétera. Tenemos una ciudad muy difícil de vivir en términos ecológicos, y al mismo tiempo es una ciudad muy estimulante en cuestión de cultura urbana. Yo vivo en una tensión continua, y creo que la mayoría de las personas viven esto, ¿no? El otro día, le comentaba a mi sobrino, que es de Guadalajara, el hijo de mi hermana, que el tráfico allá se ha puesto terrible. Él me contestó que en Guadalajara nunca ha hecho tres horas para llegar a un lugar. Tiene razón. Las medidas del Distrito Federal son muy inhumanas. El récord de una persona en el tráfico pueden ser tres o cuatro horas, lo cual es totalmente inhumano. Para alguien que vive en Barcelona, eso significaría ir de Barcelona al sur de Francia. El Distrito Federal ha estado presente en muchos de mis textos, y esto se debe a que es el lugar donde nací, donde están mis primeros recuerdos, además de que lo disfruto y lo sufro intensamente.

México, Distrito Federal, es una ciudad caótica y mágica a la vez. Su tráfico puede ser el peor del mundo. Ya lo es desde hace demasiado tiempo. Jorge Ibargüengoitia daba cuenta de ello en un texto publicado el 31 de marzo de 1972 en el periódico Excélsior de Scherer, al argumentar: «Los conductores mexicanos reúnen la torpeza de los italianos, el sadismo de los franceses y el mal humor característico de los parientes del Sha de Persia».

Una ocasión, una amiga me dijo que iba a pasar por mi hija, que le preparara la almohada de la niña. Yo pensé que en su casa iba a hacer una piyamada. No, la almohada era para que mi hija se durmiera en el trayecto a su casa. Dos o tres horas de camino, según la suerte del día. Así de caótico e infernal puede ser nuestro tráfico. Hay quienes consideran que la calidad de vida en el Distrito Federal depende de estar en un lugar donde no hay tráfico, o poco tráfico. Sin embargo, para llegar a esos lugares de poco tráfico hay que atravesar una ciudad congestionada.

Todos estos problemas desafían nuevas concepciones de la ciudad. Yo por eso he escrito mucho de la capital. A veces, uno escribe de las cosas que no puede hacer, o que nos afectan pero que no acaban de entenderse del todo. La Ciudad de México es una de esas cosas. Es un desafío constante. Desde la ficción, en novelas como El disparo de Argón o Materia dispuesta, he querido captarla. Estoy preparando un libro de crónicas, con mucha dispersión y desorden, que no sé para cuándo pueda terminar, sobre la Ciudad de México, sobre temas urbanos, lo que a mí me ha interesado mucho.

En un texto que se publicó en el periódico Reforma, que titulé «Un metro cuadrado del país»1 se refleja mi enojo. Es el resultado de un sentimiento de despojo, de tristeza, de irritación, de acabamiento. Lo que me parece terrible es que ese metro cuadrado está en casi todas partes. De repente pasas por una zona devastada de la ciudad y ni siquiera te das cuenta de ella. Es un metro cuadrado muy sencillo. Es casi cualquier metro cuadrado, que puede estar en medio de una avenida importante, de un barrio residencial o frente a oficinas de gran diseño tecnológico, y ahí está ese espacio de basura, pobreza, miseria, que define la ciudad y frente al cual pasamos como pasamos frente a los niños descalzos que venden chicles. Obviamente, no nos podemos indignar a muerte al ver a cada uno de esos niños, porque no podríamos vivir aquí. Pero me parece importante no perder la capacidad de indignación frente a lo diario, porque lo diario es eso, y lo damos por sentado. La mayoría de la gente pasa de largo por ese metro cuadrado de miseria. Yo quise detenerme en ese microcosmos sin nadie porque lo que yo describo ahí puede estar en un camellón cualquiera, ni siquiera es el lugar donde aparece un muerto o una pistola abandonada o algo más dramático, sino simplemente un trozo cualquiera donde se ve la destrucción cotidiana de la ciudad.




Berlín, Alemania Oriental

Viví en Berlín, Alemania Oriental, de 1981 a 1984. Era una ciudad muy fea la que a mí me tocó, porque estaba todavía muy destruida por la Segunda Guerra Mundial, y muy destruida, también, por la arquitectura estalisnista. La parte del Este ellos la reconstruyeron como en un falso esplendor del proletariado. Grandes edificios que en México conocemos por los edificios del Seguro Social. No era muy hermosa como ciudad. Era muy tensa porque la división así la hacía. Tal vez en los países de la OTAN o del Pacto de Varsovia se veía como un pequeño conflicto, pero ahí se veía casi como una conflagración. Era prácticamente un frente de guerra no declarado. Dos bloques enemigos estaban frente a frente.

En Berlín Occidental había tres fuerzas de ocupación: la norteamericana, la francesa y la británica. Berlín Occidental era una isla dentro del territorio de Alemania Oriental, y el tema de la guerra estaba muy presente. Además, yo llegué ahí cuando la OTAN anunció que iba a emplazar los nuevos misiles de mediano alcance para contrarrestar los misiles de la Unión Soviética, que podían llegar desde los Montes Urales a Europa Occidental. Entonces yo hablé con un general mexicano que era el agregado militar en Moscú. Él era el general Guerrero, que luego fue subsecretario de la Defensa. Era un tipo bastante culto, muy interesante, e iba a Berlín porque era también agregado militar concurrente en Berlín. Sin vivir ahí, estaba a cargo de Berlín. Yo lo conocí, lo traté bastante y, para que me hablara un poco de estos temas, le pregunté cómo veía la situación de Jaruzelski2 en Polonia y todos los desplazamientos que había habido de tropas soviéticas para apoyarlo. El general Guerrero me dijo que para los rusos eso era muy importante porque Polonia era su frente de guerra. Yo le dije que no, que el frente de guerra de los rusos era Alemania Oriental. Él me contestó que no, que en términos de una conflagración nuclear, las dos Alemanias no eran frente de guerra. Eran el lugar del estallido, la línea de fuego, que ni siquiera había una noción de frente posible porque eso se hubiera acabado en un instante. Todo esto daba una sensación de que el mundo se podía acabar en un instante.

Había muchas protestas de pacifistas. Así, para mí Berlín fue el contacto con esta historia del mundo bastante amenazante desde el punto de vista de la conflagración nuclear y la Guerra Fría. Luego fue muy importante para mí en cuestión de mis convicciones izquierdistas, porque yo era militante del Partido Mexicano de los Trabajadores, que había fundado Heberto Castillo. Yo había llegado a Berlín, obviamente, sin pensar que el comunismo autoritario era una solución porque, justamente, el partido era una respuesta democrática y crítica a esa izquierda autoritaria. Yo iba, digamos, prevenido, pero de cualquier manera ver lo que era la burocracia aniquiladora, que no permitía ninguna opción de libertad, fue bastante pasmoso. Me tocó ver muchas cosas de gente perseguida, hablar con disidentes, ver una sociedad muy rígida y muy paranoica, donde uno de cada tres ciudadanos era informante no oficial de la Stasi (Seguridad del Estado). Eso fue, para mí, una lección histórica muy importante.

Otra lección histórica muy importante fue saber que yo era latinoamericano porque hasta entonces yo me consideraba mexicano, evidentemente, pero al llegar a Berlín conocí a muchos chilenos que estaban ahí exiliados; también a uruguayos, argentinos, nicaragüenses y salvadoreños. Pude hacer amistad con ellos, y de pronto me di cuenta de que hay una afinidad de sentimientos, afectos, música, gastronomía o manera de ser, verdaderamente extraordinaria. Cuesta trabajo pensarlo, pero en Berlín entendí toda esta comunidad de relaciones que te puede dar ser latinoamericano. A partir de entonces comencé a tener amigos de otros lados, los cuales mantengo hasta la fecha.

Luego, en un plano más personal, ir a vivir allá tuvo que ver con la recuperación del idioma alemán. Me di cuenta, por mi gusto por la literatura, de que era absurdo tener una puerta de acceso a una lengua que era bien importante en las letras y no querer abrirla. Había tenido un rechazo muy neurótico y muy ingenuo hacia el idioma. Entonces, volver a encontrar la lengua es otra de las cosas buenas que me dejó mi vida en Berlín.

También ver a México desde la distancia es muy útil para descentrarte. Hay que salir de la rutina para entender mejor lo que estás viviendo. En ocasiones nos parecen importantísimas cosas que no valen la pena. Estamos obsesionados con una noticia del periódico, con lo que le pasó a un pariente, por una deuda que tenemos, por un olvido que no hemos reparado o por circunstancias de nuestra vida, muy cotidianas, que nos tienen prisioneros. Salir de la cotidianidad me ayudó mucho.

Vivir en Berlín me ayudó a conocer el Servicio Exterior Mexicano, que siempre ha sido una muy buena opción de trabajo para los escritores en México, y para descubrir que no tengo vocación para eso. Le eché ganas a mi trabajo pero, evidentemente, no quise seguir ahí. Ya después me invitaron a trabajar en Praga, donde era embajador Sergio Pitol; ya no quise seguir. Cuando regresé a México hubo otra oportunidad de regresar al servicio exterior, pero nunca quise hacerlo porque no me siento cómodo en ese ambiente. Cancelar esa opción fue un aprendizaje muy significativo porque cuando estás empezando a escribir, tienes que hacer estrategias para vivir de algo. Una opción que había sido muy socorrida por los escritores había sido la diplomacia. Fue mi debut y mi despedida.

Cuando llegué a Berlín, vivía en un departamento del gueto diplomático. Recuerdo que fue en un verano caluroso. Desde mi primer día de estancia en aquel país lejano, me di cuenta de que había llegado a un sitio donde la época de estiaje se disfrutaba con una intensidad muy parecida a la desesperación. Frente al edificio donde yo vivía, una mujer tomaba el sol desnuda, como si estuviera al margen de cualquier conflicto bélico. En los parques, las familias organizaban días de campo nudistas ante las atónitas miradas de las grandes estatuas del régimen estalinista. Así que, en ese verano, la sensualidad propia de un verano caluroso se mezcló con la tensión política de una ciudad ocupada y de la Guerra Fría.

Años después volví a Berlín después de la caída del Muro. Tuve la sensación de estar violando una frontera. Los tres años que viví en la ciudad amurallada, crearon en mí sólidos límites en mi mente y en mi imaginación. Pude darme cuenta de que quienes vivimos aquel verano del terror y del deseo, también dejamos de existir..., igual que el muro.




Barcelona, España

No puedo decir que vivo una parte del año en Barcelona. Lo que pasa es que como tengo hijos pequeños -mi hija es pequeña; mi hijo ya no- estoy sujeto a los horarios escolares. Así que voy cuando puedo, dependiendo de que tenga una invitación de trabajo que me pague el pasaje. Si lo puedo vincular con algún periodo vacacional para que me alcance alguien de mi familia allá, qué mejor. No está tan organizado. Ojalá que en el futuro, cuando mis hijos estén establecidos por su cuenta, pueda vivir una parte del año en Barcelona. Lo que hago ahora es que voy -a veces más o a veces menos seguido- cada año.

Barcelona es una ciudad muy distinta a México. La gente es muy discreta; no es muy sociable, ni siquiera es afecta a hablar por teléfono, como los mexicanos. Una de las cosas que compartíamos Roberto Bolaño y yo, allá, es que a él le gustaba muchísimo hablar por teléfono. Él, como buen latinoamericano, hablaba, igual que yo, nada más para platicar. Hablamos, por ejemplo, cuando murió la actriz Irán Eory, quien era muy guapa y a los dos nos había gustado mucho hacía muchos años. Cuando yo me enteré de que se había muerto la actriz, le llamé a Roberto para hablar de Irán Eory. Platicamos de ella un tiempo y luego empezamos a hablar de otras cosas. Cuando colgamos, ya habían pasado dos horas. Siempre era así. Esto a los españoles los pone muy nerviosos porque ellos hablan por teléfono para quedar en algo. Tienen un sentido muy utilitario del teléfono. Cuando tú les empiezas a contar tus cosas -yo no lo sabía- se ponen nerviosísimos de que les estés contando algo. Los mexicanos, especialmente los del De Efe, con los problemas de tráfico que tenemos, estamos acostumbrados a reunirnos en el teléfono. Practicamos maratones telefónicos en los que hablamos de puro chisme en vez de ir al psicoanálisis. Los españoles no. El tipo de relación con la gente en Barcelona es mucho más distanciada, cosa que a mí no me afecta porque precisamente voy a Barcelona buscando un aislamiento.

Una vez a la semana veo a algunos amigos. Veo mucho a Enrique Vila-Matas, quien por cuestiones de salud ahora se cuida mucho en sus salidas. Veo mucho a Jorge Herralde, editor de Anagrama. Y a otros amigos: Ignacio Echavarría, crítico literario; Rodrigo Fresán, escritor argentino. También tengo parientes a quienes veo a veces en Barcelona.

Por ejemplo, una característica de la vida en Barcelona es que llegas a un bar donde no conoces a nadie, y de pronto hablas media hora con desconocidos sobre cosas obvias del día: el clima, el partido de futbol, algo de política. Así que platicas muy agradablemente con gente que no conoces y que nunca vas a volver a ver, y ya te vas. Sigues adelante.

Además, yo escribo en El periódico de Catalunya. Tengo un contrato con ellos, así que también los veo. Si me quedo dos meses allá, los veo una vez. Las cosas van dándose. Aunque no es una cosa como los mexicanos, que nos estamos viendo todo el tiempo. Los latinoamericanos somos así. Esta distancia que se vive allá no me molesta porque la vida en México es totalmente invasora. En la Ciudad de México no se tiene tiempo para uno nunca. España me permite dedicarme a otras cosas: leer, escribir. Para mí es muy productivo estar allá.

Si tuviera que escoger un lugar para vivir, sería algún lugar de Italia, Oaxaca o Barcelona. Hablando de Oaxaca, cuando se hizo la edición de Los culpables, editada por Almadía -que es de Oaxaca- tuve una confianza ciega en los editores, porque las ediciones que tenían antes no eran bonitas. Eran más bien feonas. Cuando les di el manuscrito, se lo entregué a una editorial que hacía libros feos, pero para mi sorpresa y mi gusto le confiaron el diseño a Alejandro Magallanes, quien es un excelente diseñador. La iguana que se utilizó en el diseño ya se convirtió en un símbolo para mí con ese libro.






Capítulo VIII

Se busca maestro...



Docencia

Me gusta el contacto con los jóvenes. Me gusta enseñar. He dado clases en la UNAM, por supuesto; en Yale y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Yale es una extraordinaria universidad donde hay mucha gente de izquierda. Lo que pasa es que todas las universidades de Estados Unidos se apartan mucho de la realidad. Creo que es uno de sus defectos. La UNAM, por ejemplo, es una universidad muy interesante porque se deja contaminar por la realidad. En la UNAM hay movimientos políticos, sindicales, discusiones. Muchas veces lo más interesante ocurre en los pasillos. Yo estudié en la UAM Iztapalapa, pero prácticamente todas las tardes iba a la UNAM porque iba al cine club, al taller de cuento en la Torre de Rectoría, a conferencias que había por ahí. Tenía muchos amigos en la UNAM. Aprendía mucho. También jugaba futbol en los campos de la UNAM. Estuve hasta juvenil AA de los Pumas. Para mí la UNAM, sin haber estado inscrito, fue mucho más formativa que la UAM. La UNAM tiene ese cruce entre la sociedad y la universidad que no tienen las universidades gringas, que son burbujas separadas de la sociedad.

Ahora bien, Yale es un lugar en el que han dado clases maestros como Umberto Eco3, que se basó en la biblioteca de Yale para escribir El nombre de la rosa; Paul de Man4 o Jacques Derrida. Yo pude estar en un seminario con Harold Bloom5. Yale es un vivero extraordinario del conocimiento. Es un muy buen sitio para estar. Ahí impartí, durante un semestre, la clase de literatura mexicana, que era la misma clase que un semestre antes había impartido Margo Glantz6. Mi estancia en Yale coincidió con el levantamiento armado en Chiapas y el asesinato de Colosio. Escribí algo acerca de mi paso por Yale en mi libro De eso se trata. Yale es una universidad estupenda.

Como profesor he tenido la oportunidad de impartir cursos sobre cuestiones que me interesan mucho.




De Quetzalcóatl a Pepsicoátl, y otros cursos

En la Universidad de Yale impartí dos cursos; uno, para estudiantes de licenciatura, que se llamaba «De Quetzalcóatl a Pepsicoátl: La Nueva Narrativa Mexicana y los Medios de Comunicación». Era un curso de cómo es México: problemas de la identidad, problemas del lenguaje, Historia de México, mitos, mitos antiguos, simbología contemporánea de México, relación entre México y Estados Unidos. Todo, a partir de la narrativa. Era un curso pensado para chavos que no necesariamente iban a estudiar Letras pero que querían saber algo de nuestro país. Muchos de ellos, y eso fue interesantísimo, venían de comunidades donde se habla bastante español o tenían una novia chicana o pensaban viajar a México. Nuestro país se ha convertido, para muchos de ellos, en un objeto de interés al que tienen mal acceso porque no hay muchas posibilidades de encontrar libros que hablen de México en estos términos.

El otro curso era para nivel doctorado, y se llamaba «La Idea de la Historia en la Narrativa Mexicana». No se trataba de la novela histórica sino de cómo la ficción elabora el tema de la Historia. Es decir, cómo la Historia, el mundo de los hechos, se convierte en un problema creativo, en un desafío que debe superarse. Veíamos novelas como Pedro Páramo, que no es histórica pero plantea la disyuntiva entre el mito, el tiempo circular del mito, donde están los habitantes de Comala, y el tiempo lineal de la Historia, donde suceden los acontecimientos que siempre quedan fuera de los personajes. Se menciona la guerra cristera, la revolución mexicana, pero esto no incide en el mundo de Comala. Toda esa pugna y esa tensión la estudiábamos en la novela. Esos fueron los dos cursos que di en Yale. Fue muy gratificante toda esa retroalimentación con los alumnos.

En la UNAM di clases cinco años, así que impartí muchos cursos diferentes. Los que di en Yale también los di en la UNAM; también otro sobre Julio Cortázar e Ítalo Calvino, otro sobre Borges y Kafka, otro de escritores de mi generación a quienes invitaba a que fueran allá. Otro sobre Jorge Ibargüengoitia, que para mí es un autor importantísimo; otro sobre periodismo y literatura. Yo estaba adscrito a Estudios Latinoamericanos. Hasta la fecha está mi lugar ahí. Es una plaza ínfima. Tengo una licencia permanente, desde hace siglos. Como la materia que yo impartía era optativa, se podían inscribir alumnos de otras escuelas dentro de la misma Facultad de Filosofía y Letras, así que había bastantes de Filosofía, de Literatura Comparada -de posgrado-, de Letras Inglesas, de Letras Hispánicas. También daba un Taller de Cuento, donde estuvieron algunos escritores que ahora han salido importantes, como Guadalupe Nettel, por ejemplo.

Me gustaría regresar a la UNAM a dar clases, pero por el momento no puedo porque estoy demasiado agobiado con mi vida de colaboraciones. Yo dependo de hacer colaboraciones. Tengo que escribir mucho para mantener un salario. Me cuesta mucho trabajo pensar en dar clases. Mi nivel en la UNAM es muy bajo porque no tengo carrera académica. En Yale mi nivel era muy alto porque en las universidades norteamericanas hay equivalencias que aquí no hay. Acá en la UNAM es bajísimo mi nivel, así que yo daba clases realmente por gusto y porque para mí también era muy formativo. Aprendí mucho dando mi cátedra. Es un trabajo que me encanta. Desgraciadamente, en las condiciones actuales no tengo tiempo. En aquella época no tenía familia. Hoy, con familia y todo, estoy encadenado a escribir mucho.






Capítulo IX

A trabajar...



El gusto por el trabajo


El mejor

El trabajo que desempeñé en Radio Educación fue el mejor de mi vida. Lo que pasa es que entonces no me di cuenta. Así pasa: a veces tienes grandes trabajos, y cuando ya los perdiste o ya se acabaron, te das cuenta de que eran una maravilla. Para mí fue extraordinario. Yo era muy joven y fue mi primer trabajo fijo. Antes había tenido trabajos temporales, y muy mal pagados. Trabajé como medidor de aguas, de casa en casa, como tres meses, porque quería sacar una lana; fui actor en una obra de teatro que presentábamos en el Comonfort en Peralvillo. Había ganado algún dinero con ese tipo de actividades. También había ganado un par de segundos lugares en concursos de cuento, así que había recibido algún dinero por escribir, pero nunca había tenido un trabajo con sueldo fijo.

El programa de radio El lado oscuro de la luna fue un espacio extraordinario para mí. La mayoría de la gente era muy joven. El primer director que yo tuve fue Gerardo Estrada7, que tenía 37 años. Luego tuve otros dos muy buenos: Miguel Ángel Granados Chapa8 y José Antonio Álvarez Lima9. Radio Educación era un espacio donde había mucha gente de izquierda que trataba de encontrar un derrotero musical para otro tipo de comunicación. Había muchos programas de música folclórica, de blues, de jazz, de rock -que era el mío-, muchos programas de discusión.

Yo me pude ir de casa de mis padres con lo que ahí ganaba. Francisco Hinojosa y yo rentamos un espacio en la colonia Churubusco. Una familia convirtió su garaje en un mini departamento de dos pisos. Tenía una distribución rarísima. Para ir al baño yo tenía que pasar por el cuarto de Pancho, y él para ir a su cuarto tenía que pasar por el mío. No había pasillos ni nada. Era un lugar muy pequeño. Trabajar en Radio Educación me permitió pagar esa renta.

En El lado oscuro de la luna tuve gran libertad para hacer lo que quería en una época en que era muy difícil oír rock de calidad en México. Lo más difícil era conseguir los discos. Eso fue divertidísimo porque no había globalización y no había tiendas de discos más que Hip 70 y Yoko. Encontrábamos los discos por las vías más raras: con alguien que había ido al otro lado o con un loco al que le habían traído un disco que no sabía qué era o con alguien que tuviera un familiar internado en Houston... Conseguir los discos era fascinante. Así nos fuimos haciendo como una cofradía de apoyadores del programa. Muchas personas nos ayudaron muchísimo. Además, fue un trabajo literario para mí muy importante porque yo escribía los guiones; los leía Emilio Ebergenyi10, que tenía una voz maravillosa. Emilio murió hace poco. Fue una pérdida increíble para la radio, ya que era una persona excelente. Él mejoraba lo que yo escribía. Tenía una cadencia especial para hablar, para leer. Me fui acostumbrando a escribir los guiones para él, a tratar de encontrar una cadencia para que eso pudiera sonar mejor. Me acostumbré a escribir como si mi texto lo fuera a leer Emilio. Fue un gran aprendizaje para el oído. Por otra parte, en radio no puedes cometer errores respecto a lo que expones. Yo quería que los guiones fueran amenos y divertidos pero al mismo tiempo que fueran muy comprensibles. Durante cuatro años escribí miles de cuartillas de guiones. Durante mucho tiempo, lo que más escribí fueron guiones de radio. Era yo muy escaso escribiendo cuentos. En los primeros años de mi vida escribí muy poco. Fui un autor muy escaso como hasta los 30 años, más o menos. Empecé a escribir por gusto a los 16 años pero de los 16 a los 30, digamos, esos 14 años escribí muy poco. Por eso el aprendizaje del radio fue importantísimo.

Otra de las oportunidades que me brindó Radio Educación, fue la de conocer gente loquísima: expertos en blues, jazz, actores, actrices. Fue un momento singular de la cultura en nuestro país. Además, Radio Educación se oía muchísimo en esa época (segunda mitad de los años 70) porque no había la proliferación de estaciones que hay ahora. La mayoría de la gente escuchaba AM, y muy pocos FM. Había una oferta muy restringida en AM, así que si se decía algo en Radio Educación, era casi seguro que lo iban a escuchar todas las personas que querías. Eso era sensacional.




El más difícil

El trabajo que desempeñé como director del suplemento cultural de La Jornada ha sido el más difícil de mi vida. Fue muy complicado porque una cosa es proponer un trabajo, que es lo que a mí me gusta hacer, y otra es administrar el trabajo y el talento ajeno. En La Jornada era muy complicado tratar de ser justo. Ofrecer un suplemento de calidad, bien perfilado y organizado para los lectores, y al mismo tiempo darles cabida a los muchísimos textos que llegaban de gente que quería publicar con nosotros, era dificilísimo. Se habían cerrado muchos espacios. Ya empezaba la crisis de suplementos que padecemos hasta ahora. Esto empeoraba las cosas; no era posible publicar a todos.

La Jornada es un periódico atravesado por luchas sociales y con reivindicaciones políticas muy fuertes, lo cual es interesante porque mantiene un nivel de discusión, pero es extenuante porque muchas veces este nivel de discusión política se mete en todas las páginas del periódico, y el suplemento no es la excepción. Era un trabajo muy desgastador.

Por otro lado, trabajábamos en condiciones ínfimas. Estábamos cinco personas en una oficina, teníamos un pésimo sueldo, no teníamos muchas cosas. No había internet en esa época. Fuimos el primer suplemento del idioma en ser colgado en internet pero no teníamos correo electrónico. Era muy precario, y yo quedé curado de espanto para volver a trabajar como coordinador de publicaciones. Por supuesto que hubo grandes satisfacciones y tengo muy buenas amistades y grandes maestros, como Octavio Paz11, Vicente Leñero12, o el propio Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis. Ellos me dieron grandes lecciones de humildad y de capacidad de colaborar extraordinarias. Pero sí fue muy pesado. No es lo mío. Fue una de las muchas cosas que uno tiene que hacer para ir sobreviviendo.

Ahora tengo la ventaja de que puedo vivir de escribir. Me quejo de la cantidad de cosas que tengo que escribir, pero es increíblemente superior poder vivir de lo que uno escribe, que vivir de administrar lo que otros escriben. Eso es terrible. Sé que hay gente a la que le gusta hacer eso. Hay grandes editores, que por eso lo han sido. Son gente que disfruta no sólo aceptar sino también rechazar textos porque es a lo que se dedican. A mí eso no me gusta. Hace mucho que salí de La Jornada, y no he vuelto a esos campos.









 
Indice