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Artículo X

Leyes omitidas, y que se echan de menos en la Novísima Recopilación

     No basta que el cuerpo general de Derecho esté bien coordinado; también es necesario que sea completo y provea suficientemente a todas las dudas y dificultades que en materias de Derecho público y privado pueden ocurrir en la sociedad. Nuestro ilustrado Gobierno no ha querido ni quiere aguardar el nacimiento de las enfermedades para aplicar entonces el remedio, ni que la publicación de las leyes se dilate hasta que las circunstancias y los abusos hagan conocer la necesidad de refrenarlos, oponiéndoles el imperio de la ley. Nuestros soberanos bien han deseado que el libro clásico de la legislación española previniese todos los males, y abrazase los casos posibles, por lo menos en general, que nada quedase reservado, ni se refiriese al Derecho no escrito, ni al Derecho natural, ni al Derecho de gentes, ni al Derecho romano, ni a tradiciones antiguas, ni a usos envejecidos, ni a costumbres contradictorias, ni a prácticas inconstantes y variadas, ni a interpretaciones caprichosas, ni a una erudición forzada y susceptible de equivocaciones y errores. Todo se debe fijar y determinar por las leyes. El Código ha de contener todas las reglas y precauciones generales posibles. Empero, nuestra biblioteca legal está muy distante de esta perfección: faltan en ella muchas leyes de grande importancia. La brevedad del tiempo no me permite hablar de todas: me ceñiré a hacer observaciones sobre algunas.

     En los títulos II, III y IV, lib. III, Novísima Recopilación, que según diremos más adelante, contienen materiales para disponer una introducción o título preliminar al Código nacional, falta una ley sobre la promulgación y publicación de las leyes, formulario de esta publicación, medidas para que lleguen a noticia de todos y sobre el tiempo fijo en que comienzan a obligar las leyes después de publicadas. Es tanto más importante y necesaria esta ley cuanto no se ha fijado todavía la opinión acerca de este punto, y aún se llegaron a sembrar dudas sobre un asunto que no es en manera alguna susceptible de ellas. Es muy notable lo que en esta razón dijo y estampó don Juan de la Reguera.

     «Las disposiciones que corren sueltas y extraviadas de la Recopilacion han constituido ya un derecho novísimo, que aunque no manifiesto ni publicado, en la mayor parte rige y obliga como si lo estuviese con preferencia al recopilado y al contenido en los demás códigos legales. Cualquier órden, resolución ó declaracion particular comunicada privadamente á nombre de S. M. ó de su Consejo de resultas de algun recurso, obra y produce su efecto, como ley especial para aquel caso, y general para todos los demas de su clase, aunque contra sí tenga un título entero de leyes recopiladas, publicadas, y fielmente observadas... Este nuevo derecho que puede ya formar un cuerpo mayor que el de la Recopilacion se halla tan vago y confundido que no es de extrañar ni culpar su ignorancia, aun en los mas hábiles y estudiosos profesores de la jurisprudencia. En los mismos tribunales y juzgados en que ha de servir de norma y regla para la uniforme decision de los pleitos y administracion de justicia en ellos, no puede verificarse una completa instruccion, ni noticia de todas las dichas pragmáticas, cédulas, órdenes &c., comunicadas por distintas vías, y muchas de ellos reservadamente por sendas particulares y ocultas, segun la ocurrencia y giro de los casos y recursos, que las han motivado, han tomado diversos rumbos y destinos, y perdido algunas sus correspondientes lugares, de modo que en ninguno pueden encontrarse»(14).

     ¿En qué fuentes habrá bebido don Juan de la Reguera esta doctrina? Yo ciertamente guiado por los austeros principios de la teología, que es mi profesión, y no habiendo podido penetrar los secretos misterios de la jurisprudencia, confieso que me he escandalizado al leer estas máximas, porque familiarizado con otras ideas estaba persuadido y creía que el cuerpo de Derecho español había de ser perpetuo y permanente, y contener reglas fijas e invariables en cuanto lo permite la volubilidad de las cosas humanas. No podía comprender esto de Derecho nuevo, Derecho novísimo, y dentro de poco otro Derecho que no sabremos cómo llamarlo, y a falta de nombre que represente la idea de su novedad, será necesario inventar el de renovísimo. Creía firmemente que las cédulas, órdenes y providencias debían estar subordinadas, y acomodarse a las leyes vivas y generales del Reino, y no al contrario. Y si como no letrado me engaño en esto, no puedo padecer error en asegurar que la ley debe ser pública y manifiesta, axioma recibido por todos los legisladores. Que esas leyes que andan a sombra de tejado, tan modestas y vergonzosas que no se atreven a presentarse en público ni a caminar de día sino a oscuras y en las tinieblas y siempre por sendas tortuosas y veredes ocultas y desconocidas no pueden constituir un Derecho nuevo ni novísimo.

     El Código legislativo de una gran nación dejaría de ser un beneficio y salvaguardia de los derechos del pueblo; antes se convertiría en escollo y ruina de los miembros del Estado, si sus leyes obligasen antes de publicarse de un modo que pudiesen llegar a noticia de todos. Porque ¿cuál es el propósito y fin principal de la redacción del Código? Que los súbditos del legislador conozcan y sepan las leyes, y conociéndolas arreglen a ellas su vida y conducta, y que las observen y obedezcan. Luego es necesario publicarlas y promulgarlas, y que la promulgación llegue a noticia del pueblo, de suerte que sepa que la ley existe y no pueda alegar ignorancia. La promulgación es la única prueba de la existencia de la ley y la viva voz del legislador; desde entonces comienza a ejercer su imperio sobre los súbditos, y éstos quedan obligados a la observancia de la ley. De aquí las formas legalmente establecidas entre las naciones para la publicación de las leyes.

     También falta en el Código, y no sé si se encontrará en alguno de nuestros cuadernos legales, una regla fija sobre la ejecución y efecto de las leyes. Hemos dicho que las positivas no pueden tener efecto alguno sino desde el momento que comienzan a existir, ni inducen obligación legal hasta que se promulguen. El hombre puede obrar a su salvo y hacer sin temor ni recelo lo que no le está vedado ni prohibido. Parte de la libertad civil consiste en el uso de este derecho, y en vivir seguro bajo la protección de la ley siempre que no choque con la suprema voluntad del legislador. Luego la ley, si ha de ser justa, no debe tener efecto retroactivo; solamente ha de disponer para lo futuro. He aquí una disposición general, y de gran consecuencia, que echo de menos en nuestra legislación.

     Los miembros de la sociedad no pueden vivir tranquilos ni gozar de seguridad, ni de las demás ventajas de la asociación general, sabiendo que podrán ser expuestos al peligro de perder su honor o de ser inquietados en la posesión de sus derechos, perseguidos y procesados por acciones anteriores a una nueva ley posterior. Y lo que es peor, se verificaría alguna vez que acciones conformes a la ley, y de consiguiente justas e inocentes, pudieran calificarse de delitos y declararse dignas de castigo y de escarmiento por otra ley derogatoria de la primera. La ley antes de su existencia no es ley, ni puede dar un derecho al que no le tiene ni quitárselo al que lo posee, ni erigir en delito una acción indiferente o permitida.

     Publíquese, pues, una regla general, una ley que imponga a los jueces la obligación de no aplicar jamás las leyes a las acciones y hechos anteriores a su existencia y promulgación, y que sirva a los ciudadanos de salvaguardia y de garantía. Se dirá que esta ley es un principio general, una regla de derecho, un axioma. Pero es necesario que este principio, esta regla y este axioma induzcan obligación legal, y que no estén expuestos a interpretaciones caprichosas y arbitrarias. Ni uno ni otro se puede verificar si no se autorizan por el supremo legislador, si no se eleven a la esfera de leyes del Reino si no se insertan en el Código.

     El redactor pudiera haberse aprovechado para extender esta ley de los materiales que suministra el Código de los visigodos, los cuales no ignoraron esta legislación, señaladamente la ley VIII, tít. IV, lib. II, y la I, tít. V, lib. III, procurando consultar los códices latinos, donde se encuentran bellamente extendidas y más completas que en el Fuero Juzgo castellano. Hallaría también grande auxilio, y el trabajo casi hecho, en la ley CC del Estilo, allí donde dice: «Que si el Rey da fuero ó ley nueva no se extiende á las cosas pasadas é de ante fechas ó mandadas ó otorgadas, mas á las por venir.»

     Las leyes generales de una gran nación deben ser firmes y perpetuas, especialmente aquellas que más directa y eficazmente influyen en la prosperidad del Estado. No puede ser durable el edificio, cuyos cimientos necesitan retocarse continuamente. La ligereza y facilidad en derogar, alterar o reformar las leyes siempre ha sido funesta y producido una legislación inconstante y variables. Es, pues, necesaria una ley que proteja a perpetuidad de las buenas instituciones en cuanto sea compatible con la vicisitud de las cosas humanas.

     No olvidó esta máxima el Rey Sabio, antes quiso que las leyes después de sancionadas y publicadas fuesen en cierta manera inalterables. «Desatadas, dice, non deben ser las leyes por ninguna manera, fueras ende si ellas fuesen tales que desatasen el bien que deben facer, é esto seria si hubiese en ellas alguna cosa contra la ley de Dios ó contra nuestro señorío, ó contra gran procomunal de toda la tierra ó contra bondad conocida. E porque el facer es muy grave cosa, é el desfacer muy ligera, por ende el desatar de las leyes é tollerlas del todo que non valan, non se debe facer si non con gran consejo de todos los homes buenos de la tierra, los mas buenos é honrados é sabidores.» Esta determinación del rey don Alonso se reputó por ley del Reino, y como tal se ve confirmada por sus sucesores, especialmente por don Juan I, en las Cortes de Burgos de 1379. Tampoco la omitió Hugo de Celso en su Reportorio de las leyes de estos reinos, pues en el artículo Ley dice: «Las leyes del Fuero y de los Ordenamientos no se pueden revocar sino por cortes», refiriéndose a las Ordenanzas de Montalvo. Sin embargo, falta en la Novísima.

     Con harto fundamento y gravísimas razones se ha declamado en tiempos pasados contra los abusos introducidos en el foro por nuestros jurisconsultos y letrados, los cuales, desentendiéndose de la sagrada obligación de la ley, y abandonando vergonzosamente el Derecho patrio, a consecuencia de su mala educación literaria, se entregaron exclusivamente al estudio del Código, Digesto y Decretales, y al de los sumistas y comentadores de Azón, Acursio, Enrique Ostiense, el Especulador, Juan Andrés, Bartolo, Baldo, el abad Panormitano con otros, cuyas opiniones y decisiones resonaban frecuentemente en los tribunales, se pronunciaban y oían como oráculos, y servían de norma en los juicios muchas veces con preferencia a las leyes patrias.

     Pero estas declamaciones fueron tan infructuosas como débiles los esfuerzos que hizo el Gobierno para contener el torrente de tantos males. Y si bien la ley I, tít. XXVIII del Ordenamiento de Alcalá, y la I de Toro, incorporadas en la Novísima, ley III, tít. II, lib. III de la Novísima, se encaminan a aquel saludable objeto, en parte quedaron estériles y no produjeron todo el efecto y fruto que los buenos se prometían y deseaban, porque aquellas leyes son diminutas, no se extienden a todas las ramificaciones del cáncer, ni penetran hasta la raíz de la dolencia. «Poco pues se mejoró, dice(15) don Juan de la Reguera, el estado de la jurisprudencia por el desórden verificado en la declaracion ó interpretacion de las leyes con la varia multitud de glosas, comentarios y opiniones de autores que en lugar de facilitar dificultaban cada vez mas su estudio y egercicio. El abuso experimentado un siglo antes de la Recopilacion, y que ha trascendido á nuestros dias, de admitir en todos los tribunales y juzgados por escrito y de palabra las doctrinas y opiniones de tales autores é intérpretes del Derecho puso á los profesores en la precision de aplicarse al estudio de éstos aun mas que al de nuestros códigos, y de fundar su ciencia en autoridades de doctrinas y opiniones mas que en la instruccion de las disposiciones legales.»

     Esta fiebre nunca hubiera llegado a ser tan maligna y rebelde, ni a hacerse crónica la enfermedad, si en tiempo oportuno se tratara de cortarla y de atajar sus progresos, aplicando el remedio de la ley, como lo practicó don Juan I por la XXVI del Ordenamiento de las Cortes de Briviesca de 1387, y señaladamente don Juan II por Pragmática dada en Toro a 8 de febrero de 1427, ley excelente y dignísima del Código nacional. Comienza así: «Por cuanto los Reyes de gloriosa memoria onde yo vengo, queriendo que los pleitos hobiesen fin, é las partes alcanzasen cumplimiento de justicia lo mas brevemente que ser pudiese, ficieron é ordenaron ciertas leyes, entre las cuales se contienen dos: la una del Rey D. Alfonso en las cortes de Alcalá de Henares, é la otra del Rey D. Juan mi abuelo en las cortes de Bribiesca, que son estas que se siguen.» Las inserta a la letra y añade: «Mando é ordeno por esta mi carta, la cual quiero que sea habida é guardada como ley é haya fuerza de ley, bien asi como si fuere fecha en cortes; que en los pleitos é causas é cuestiones asi civiles como criminales, é otros cualesquier que de aqui adelante se movieren e comenzaren é trataren asi ante mí, como en el mi Consejo é ante los oidores de la mi audiencia é alcaldes é notarios é jueces de la mi corte... é ante los corregidores é alcaldes é jueces de las ciudades é villas é lugares de los mis reinos... en cualquier grado é en cualquiera manera que ante ellos ó ante cualquier de ellos se comiencen é vengan á tratar: abogados ni otros algunos no sean osados de alegar ni aleguen, ni mostrar ni muestren en los tales pleitos é causas... ni alguno de ellos, ni las partes ni sus letrados antes de la conclusion, ni despues por palabra ni por escrito é en otra manera por sí ni por otro en juicio ni fuera de juicio por via de disputacion ni de informacion, ni otra manera que sea ó ser pueda, para fundación de su intencion, ni para conclusion de la parte contraria, ni en otra manera alguna, opinion ni determinacion, ni decision, ni derecho, ni autoridad, ni glosa de cualquier doctor ó doctores, ni de otro alguno, asi legistas como canonistas de los que han seguido fasta aqui despues de Juan é Bartulo; ni otrosi de los que fueren de aqui adelante.»

     «Ni los jueces, ni alguno de ellos los reciban ni juzguen por ellos, ni por alguno de ellos, so pena que el que lo alegare é mostrare, que por el mismo fecho pierda el pleito... é el juez ó jueces de cualquier estado ó condicion ó preeminencia ó dignidad que sea, que lo contrario ficiere de lo en esta mi ley contenido, que por este mismo fecho pierda cualquier oficio, ó oficios de judicatura que por mí tuviere, é no pueda haber ni haya aquel ni otro para siempre jamas.»

     Alfonso de Montalvo redujo esta ley, y la incorporó en sus Ordenanzas, y es la VI, tít. IV, lib. I. También la menciona como vigente Hugo de Celso en su Reportorio: V. Abogados y alegaciones, y alegar y ley. ¿Qué razón pudo haber para que se omitiese en la Nueva y Novísima Recopilación? Pues como dice el citado Hugo, «aunque la dicha ley haya sido revocada por premática de sus Altezas, dada en Madrid año 499, cap. XXXVII, por la cual mandaron que en defecto de la opinion del Bartolo se determinase por la opinion del Baldo... empero despues la tal revocacion se revocó por la primera en las leyes de Toro».

     Los letrados doctos echaron de menos algunas aún en el cuerpo de la Recopilación. Hablando de la Nueva, don Rafael Floranes dice: «que hay en ella un título entero en materia de tercias. Yo quiero perder la poca noticia que tengo de nuestras leyes, cuando en todo él, ni en toda la vasta mole de esta legislacion digo mas, ni en otra nuestra, que yo sepa, se me muestre la siguiente declaracion del gran Rey D. Enrique III, hecha en Madrid á 20 de enero de 1398, preciosísima en extremo, y que en infinitas ocasiones habrá hecho notable falta. Otrosí por cuanto me fue dicho que fueron llevadas algunas cartas al dicho obispado de Palencia, del Rey mi padre, que Dios perdone, en que mandó que juzguen los pleitos de las tercias, y de otras rentas los jueces de la Iglesia, en lo cual mis arrendadores dicen que reciben muchos agravios, y que no pueden alcanzar derecho ante los jueces de la Iglesia; por ende tengo por bien que los que hubieren de pagar los diezmos sean demandados ante los jueces de la Iglesia, y que el terciero y mayordomo de cualquier Iglesia ó colacion por la mi parte que recibieren de las dichas tercias, que sean demandados ante los jueces seglares». ¿Existe esta ley en la Novísima?

     Los copiladores de una y otra copilación omitieron una ley importante relativa a los deberes de los abogados y que tiene conexión con las del título XXII, libro V, y es de don Juan II en las Cortes de Guadalajara. Dice así: «Ordeno é mando que cada que los nuestros oidores é alcaldes é otros jueces de la mi corte entendieren que cumple, puedan apremiar é apremien á los abogados, segun que el Derecho manda. E si lo non quisieren facer, que por el mismo fecho sean privados del oficio de la abogacía.» No la olvidó Montalvo, y se lee en sus Ordenanzas, ley XIV, tít. XIX, lib. II.

     En la Novísima se ha omitido la ley XXVI, tít. XXI, lib. IV de la Nueva Recopilación, en la cual se declara que los privilegios concedidos por la ley XXV anterior a los labradores para que no se haga ejecución en sus bestias de arar ni en los aparejos de la labranza, y que por ninguna deuda puedan renunciar su fuero... no comprende ni se extiende aquella ley a los diezmos y rentas eclesiásticas. Si esta ley no está expresamente revocada, su omisión puede causar controversias y litigios.

     También falta en la Novísima la famosa ley de amortización eclesiástica, según Fuero de Castilla y Ordenamiento del Reino. Según ellos, la Iglesia y clero estaban obligados por ley fundamental, establecida en las Cortes de Nájera, a cumplir las cargas y pechos afectos a los bienes y heredades que por compra o donación hubiesen adquirido; ni el dominio en tales bienes se reputaba por legítimo sin que precediese el reconocimiento de las cagas y allanamiento de cumplirlas. Ley confirmada repetidas veces en los Ordenamientos reales de Cortes y aun en las Partidas, como se puede ver en el Ensayo histórico-crítico, donde se trata largamente este punto.

     Es verdad que en la Novísima Recopilación, ley VI, tít. IX, lib. I, se insertó la del Ordenamiento de Guadalajara del año 1390, en que se establece: «que de heredad que sea tributaria, en que sea el tributo apropiado á la heredad, que los clérigos que compraren tales heredades tributarias que pechen aquel tributo, que es apropiado y anejo á las tales heredades». Pero esta excelente ley se revoca, anula y deroga por otra posterior y más reciente incorporada en la Novísima, y es la tercera, tít. XVIII, lib. VI, atribuida a don Juan II en las Cortes de Zamora del año de 1432, que dice así:

     «Mandamos que cuando quier que algunos hidalgos ó exentos compraren algunos bienes de pecheros, que los tales bienes no pasen con su carga de pecho en los tales hidalgos ó exentos compradores. Y mandamos suspender la pragmática por nos hecha en Zamora el año pasado de 1431, por la cual mandamos que cualquier persona que comprase bienes de pecheros, pechase por ellos.» Esta ley de don Juan II, según se halla extendida en la Novísima, no solamente choca y pugna con la recopilada de don Juan I en las Cortes de Guadalajara, sino con todas las del Reino que establecen la de amortización eclesiástica, y con las LIII y LV, tít. VI de la primera Partida, que Hugo de Celso, V. Pecheros, llegó a decir que por la citada ley de don Juan II, que es la XII, título IV, lib. IV de las Ordenanzas Reales, ha quedado derogada la LIII de la Partida.

     Esta contradicción de las leyes recopiladas entre sí mismas y con las de los Fueros y Ordenamientos del Reino ha nacido de la inexactitud con que se copiló la ley de don Juan II y de haber omitido una circunstancia que influyó principalmente en la formación de la ley. Los procuradores de dichas Cortes de Zamora de 1432 representaron por la petición XXIX los inconvenientes que se seguían de la pragmática del año de treinta y uno, comprensiva de la ley de amortización general para todas las comunidades y clases de personas, así eclesiásticas como seglares. En cuya razón dijeron: «que por cuanto yo había dado mis cartas para las ciudades, villas y lugares de mis reinos para que cualquiera que comprase cualesquiera heredades de los pecheros, que peche por ellas, lo cual es en mi perjuicio é quebrantamiento é de los privilegios é franquezas é libertades que las dichas ciudades é villas é los hijosdalgo de ellas tienen, los cuales yo tenía confirmados é jurados; por ende me suplicábades que me pluguiese de remediar en ello mandando que la dicha ordenanza se entienda en lo que se vende á las iglesias y monasterios y personas eclesiásticas y religiosas, porque aquello nunca torna á los pecheros, é no en lo que se vende á los fijosdalgo que tambien venden como compran.» El rey, conformándose con esta exposición, mandó suspender el efecto de dicha ordenanza del año de 1431, sin duda con respecto a los hijosdalgo y no a los demás exentos.

     Las leyes de España, así de Fuero, como de Ordenamiento, prohíben absolutamente las enajenaciones de heredades en manos muertas, y privan a los eclesiásticos, monasterios y homes de órden del derecho y hasta de la esperanza de adquirir bienes raíces, y anulan las disposiciones testamentarias y los contratos de donación, compra y venta otorgados en esta razón, con el fin no solamente de evitar el menoscabo de los derechos reales, sino también para precaver el estanco de estos bienes y su acumulación.

     Es famosa sobre este punto la ley II, capítulo II, del Fuero de Cuenca: Cucullatis et soeculo renuntiantibus nemo dare, nec vendere valeat radicem. Nam quoemadmodum ordo istis probibet hereditatem vobis dare aut vendere, vobis quoque forum et consuetudo prohibet cum eis hoc idem. Y la III, cap. XXXII: «Cualquier que alguna cosa vendiere ó cambiare, si quier sea raiz si quier mueble, por firme sea tenido, sacado á los monges.» Y la del Fuero de Córdoba: Statuo etiam et confirmo qued nullus bomo de Corduva sive vir sive femina possit dare vel vendere hoereditatem suam alicut ordini, excepto si voluerit eam dare vel vender a santoe Marice de Corduva quia est sedes civitatis... Et ordo que eam acceperit datam vel emptam amittat eam; et qui eam vendidit amittat morabentinos et habeant eos consanguinei sui propinquiores. Leyes que se leen igualmente en los Fueros de Consuegra, Baeza, Toledo, Sevilla, Cáceres, Plasencia, Sepúlveda y otros, y en varios Ordenamientos reales.

     En el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1298 dice el rey: «Mandamos entrar los heredamientos que pasaron del realengo al abadengo segun que fué ordenado en las Cortes de Haro, é que heredamiento de aqui adelante non pase de realengo é abadengo ni el abadengo al realengo, si non asi como fue ordenado en las Cortes sobredichas»; y en el Ordenamiento de las Cortes de Burgos de 1301: «Tengo por bien é mando que las heredades realengas é pecheras que non pasen á abadengo nin las compren los fijosdalgo, nin clérigos, nin los pueblos nin comunes. E lo pasado desde el Ordenamiento de Haro acá, que pechen por ello aquellos que lo compraron é en cualquier otra manera que ge lo ganaron. E de aqui adelante non lo puedan haber por compra nin por donación, si non que lo pierdan, é que lo entren los alcaldes é la justicia del lugar.»

     La nación suspiró siempre por la observancia de esta ley, y los reyes doña Juana y su hijo don Carlos la restablecieron en virtud de la petición XLV de las Cortes de Valladolid de 1523, mandando «que las haciendas é patrimonios é bienes raices no se enagenen á iglesias y monasterios, é que ninguno non se las pueda vender; pues segun lo que compran las iglesias y monasterios, y las donaciones y mandas que se les hacen, en pocos años podía ser suya la mas hacienda del reino».

     Sin embargo, esta ley general de España no se ha recopilado; omisión tanto más notable cuanto fue la diligencia del redactor en incorporar en el Código la del Fuero de Córdoba, que es la XXI, título V, lib. I, Novísima Recopilación Las razones que hubo para estampar en la Novísima esta ley particular, ¿no militan también respecto de la ley general? Se dirá que no tiene uso y que la práctica está en contrario. Pero la práctica contra una ley del Reino, no derogada expresamente, es un abuso, una corruptela que, aunque tolerada, sólo puede entorpecer el efecto de la ley, pero no invalidarla.

     Se dirá que la ley recopilada(16), que impone la carga de la quinta parte del verdadero valor de las heredades y bienes enajenadas a manos muertas supone, revocada o suspendida, la ley general de amortización. Todo lo contrario, porque este gravamen es un estímulo de la observancia de aquella ley. La obligación de pagar la quinta parte en el caso de que hablamos es una pena de la infracción de la ley general, como se muestra por la petición IX de las Cortes de Madrid de 1534. Los procuradores hicieron en ellas grandes instancias para que se observase puntualmente la ley de amortización, según lo acordado en las Cortes de Valladolid; y así que se diese orden «como las iglesias y monasterios no compren bienes raices, y que V. M. mande guardar la ley VII que hizo el Rey D. Juan, de gloriosa memoria, que es en el Ordenamiento, título de las donaciones y mercedes(17). Y porque la pena contenida en la dicha ley, por ser poca ha sido causa de no guardarse, suplican á V. M. que como es del quinto sea la tercia parte de pena».

     El Consejo Real en los capítulos XXXII y XXXIII de su célebre auto acordado, a que llaman la gran consulta, y es el IV, título I, lib. IV, Nueva Recopilación, puestos por nota 3.ª a la ley XII, tít. V. libro I de la Novísima, bien manifestó cuán convencido estaba del valor e importancia de esta ley nacional, de su continuada observancia por espacio de ciento y treinta años, y de la necesidad que había de restablecerla y copilarla. Sin embargo, cediendo a las circunstancias y al imperio de la opinión, fue de parecer que convendría reservar esta materia para tiempo en que pudiese promoverse con mayores esperanzas de conseguir su efecto. Este tiempo ha llegado cuando a consulta del mismo Consejo se renovó y sancionó la ley del Fuero de Córdoba.

     Las leyes de Castilla consideraban como muertos civilmente a los que elegían voluntariamente el estado religioso, los cuales no podían llevar ni disfrutar de sus bienes raíces, ni dejarlos a sus monasterios; antes estaban obligados a repartirlos entre sus hijos si los tuviesen o entre los más propincuos parientes. Sólo permitían las leyes que pudiesen llevar consigo la quinta parte del mueble; pero toda raíz debía venir a sus herederos, como consta de varios Fueros municipales, cuyas leyes extractamos en el Ensayo histórico-crítico. Las redujo a unidad, declaró y confirmó el Fuero de las Leyes por la XI, título VI, lib. III, que echó de menos en la Novísima.

     «Todo home é toda muger, dice el Fuero, que orden tomare pueda facer su manda, esto es, testar de todas sus cosas fasta un año cumplido; é si ante del año non lo ficiere, el año pasado non lo pueda facer; mas sus hijos hereden lo suyo; é si fijos ó nietos ó dende ayuso no hobiere, herédenlo los parientes mas propincuos»; ley contraria a la XVII, tít. I, Partida VI, que dispone que cualquiera hombre o mujer que entrare en orden, si no tuviere hijos o descendientes por línea recta, no pueda facer testamento. Pero si tuviere hijos o descendientes, pueda partir entre ellos sus bienes, y dar a cada uno su legítima; y si más quisiese dejar, haya el monasterio tanta parte como uno de ellos. ¿Cuál de estas dos leyes se ha de observar, la de Partida tan antipolítica, o la del Fuero, tan conforme a la legislación de Castilla? Si ésta se hubiera recopilado, no tendrían lugar las dudas ni las dificultades.

     La ley XVII, tít. XX, lib. X, Novísima Recopilación, prohíbe «que los religiosos profesos de ambos sexos sucedan á sus parientes abintestatos». Empero los religiosos ¿pueden heredar ex testamento, o ser instituidos por herederos? La razón en que se funda la ley recopilada tiene la misma fuerza en uno y otro caso y prueba la incapacidad de los monjes y religiosos para adquirir derecho en los bienes de sus parientes, tanto en el abintestato como en virtud de testamento: «por ser tan opuesto, dice la ley, a su absoluta incapacidad personal, como repugnante á su solemne profesion, en que renuncian al mundo y todos los derechos temporales, dedicándose solo á Dios desde el instante que hacen los tres solemnes e indispensables votos sagrados de sus institutos». Sin embargo, la ley no decide la cuestión propuesta, ni abraza este caso ni sus derivados; ¿No sería conveniente incorporar en nuestro Código las disposiciones de las leyes de Castilla, relativas a este punto, y formar de ellas una general comprensiva de todos los casos?

     El Emperador don Alonso estableció en el Ordenamiento de las Cortes de Nájera que los cucullados, frades, monges y monjas, jamás pudiesen alegar derecho alguno a los bienes del pariente mañero, esto es, del que carecía de sucesión, y que todos estos bienes recayesen en los más propincuos, con exclusión de los religiosos. Ley trasladada al Fuero Viejo de Castilla, y es la II, tít. II, lib. V. «Esto es Fuero de Castilla que ninguna monja nin monge de religion, si le muriese algun pariente mañero, que non haya fijos, los parientes mas propincuos del muerto deben heredar los sus bienes; mas el pariente de religion, monge o monja non debe heredar ninguna cosa en la buena del pariente mañero.» En otros varios Fueros se lee la siguiente ley: «Ninguno non pueda mandar de sus cosas á ningun herege nin á home de religion desde que hubiere hecho profesion, nin á home alevoso... nin á muger de órden.» Y si bien las personas consagradas a Dios podían heredar a sus padres y disfrutar en vida la legítima que les correspondía por derecho de Castilla, no podían enajenarla, y al fin de sus días recaía por Fuero en los parientes. ¿Estas leyes generales no son dignas de la Novísima Recopilación?

     Bien pudiéramos llenar un grueso volumen si hubiera ocio y oportunidad para proseguir estas investigaciones sobre las leyes civiles de Fuero y Ordenamiento que se han omitido en todas nuestras copilaciones. A los doctos jurisconsultos y no a un teólogo corresponde privativamente adelantar y perfeccionar este trabajo; y con más fondo de erudición, conocimiento de causa y mejores luces, concluir la obra preliminar de la reforma del Código nacional. Yo no he hecho, ni el tiempo me ha permitido hacer, más que débiles esfuerzos, indicaciones mal o bien dirigidas sobre las leyes civiles. La brevedad del tiempo obliga a apartarnos de este objeto y a convertir la atención y el discurso hacia las leyes políticas.

     He dicho y vuelva a repetir que un sabio legislador debe prevenir los acontecimientos y no aguardar que la acerbidad de los males obligue a inventar los remedios. Esta prudencia y previsión en tener pronto y preparado el antídoto antes que nazca y asalte la enfermedad, es más necesaria y de mucha mayor importancia en los asuntos políticos que en las causas y negocios civiles. La omisión de una ley civil puede acarrear graves perjuicios a determinadas personas, a los particulares, a algunas familias; pero la de las leyes políticas es capaz de comprometer el honor del Soberano y aún de exponer su existencia política, causar una funesta revolución, turbar la tranquilidad pública y aún arrastrar el Estado a su ruina y perdición. La historia de las naciones está sembrada de ejemplos de esta naturaleza y nos representa las violentas convulsiones, terribles catástrofes, discordias civiles, obstinadas y crueles facciones y las sangrientas guerras, que la falta de una ley o su oscuridad ha producido. Nosotros, nosotros mismos somos testigos de estos males: acabamos de gustar toda su amargura; hemos experimentado los peligros de la anarquía y, fluctuando en medio de las tormentas de un mar borrascoso, destituidos de la sagrada áncora de la ley y sin tener ante nuestros ojos el norte a donde poder dirigir nuestros intentos.

     Y descendiendo a casos particulares, comenzaremos nuestras observaciones por la ley de sucesión, ley fundamental de la Monarquía española, así como de todos los gobiernos monárquicos hereditarios. Dos leyes existen en nuestros códigos sobre esta tan importante materia: la II, título XV, part. II; y la de Felipe V, que es la V, tít. I, lib. III, Novis. Recop.; leyes opuestas y encontradas. Porque la primera establece la sucesión lineal cognática, llamada castellana por algunos jurisconsultos extranjeros. La segunda prefiere y autoriza la sucesión lineal agnática rigurosa. Aquella fue ley viva del Reino y se observó religiosamente por espacio de cuatro siglos. Ésta, aunque no pudo todavía tener su efecto, por no haber ocurrido hasta ahora el caso prevenido en ella, anula y deroga la de Partida. «Mando, dice Felipe V, que la sucesión de esta corona proceda de aquí adelante en la forma expresada; estableciendo esta por ley fundamental de la sucesion de estos reinos... sin embargo de la ley de partida, y de otras cualesquiera leyes y estatutos, costumbres y estilos y capitulaciones... las cuales derogo y anulo en todo lo que fueren contrarias a esta ley.»

     Pues ahora, verificado el caso de las leyes, cuál de ellas debe observarse, ¿la del rey don Alonso o la de Felipe V? Discurriendo con arreglo a las máximas y principios de nuestro Derecho, no cabe género de duda que es preciso preferir y ha de prevalecer la de Felipe V como más reciente, como la última e incorporada en el Código clásico y de primera autoridad entre los de la nación. Sin embargo, he oído y oigo decir a letrados que el vigor y fuerza de esta ley es muy dudosa, y su autoridad, controvertible; que ha sido obra de las circunstancias y combinaciones políticas ceñidas a aquella época y reinado, y que no sin causa dejó de insertarse en el cuerpo de la Nueva Recopilación, dándole únicamente lugar entre los autos acordados: aut. V, tit. VII, lib. V.

     Aumenta estas dudas el mismo don Juan de la Reguera en su obrita o papelito, que ha salido nuevo, Instituciones sobre los derechos del Rey, publicada en el año de 1815, en la cual procuró reunir los extractos de las más selectas y principales leyes vivas de la constitución de la Monarquía, contenidas en nuestros códigos, señaladamente las de Partida y Novísima Recopilación. Y hablando del presente argumento de la sucesión en la pág. 46, núm. 4, alega y extracta la mencionada ley de Partida, sin citar ni hacer mérito de la recopilada, dando a entender con este silencio que aquélla es la ley vigente, no obstante de hallarse derogada por la de Felipe V, que el mismo redactor sacó de la oscuridad de los autos acordados para insertarla en la Novísima Recopilación.

     Si estas dudas no son infundadas y caprichosas, sino racionales, justas y sólidas, cuestión que no me corresponde ni soy capaz de resolver, en este supuesto, ¿no es un deber, una obligación del Gobierno disipar aquellos nublados, difundir por todas partes la luz, esclarecer este derecho y fijar para siempre el sentido de la primera y más importante ley de la constitución de la Monarquía? Hecho esto, todavía hace falta otra ley no menos importante que aquélla, una ley preventiva de los casos imprevistos y que se ocultan a la perspicacia del más sabio legislador, en que no siendo claro el derecho de suceder, nacen cuestiones y se suscitan disputas y contiendas, para caya decisión se apela no tanto a la fuerza de las razones como a la de las armas, con lo cual fueron muchas veces conturbados los reinos y conducidos hasta el borde del precipicio.

     Esto es puntualmente lo que sucedió en España después de la muerte de Carlos II. La ley de sucesión en aquellas circunstancias era oscura; las opiniones de letrados y jurisconsultos, varias y encontradas; la decisión, muy ardua; el negocio, de suma importancia; los contendores, poderosos; el juicio sobre esta cuestión, arriesgado y sembrado de escollos y peligros; ofendía la luz y la verdad desagradaba. Al cabo hubo que acudir a la suerte de la desoladora Guerra de Sucesión; acaso la hubiera evitado una ley sabia publicada de antemano con todas las solemnidades que exige el Fuero y Derecho de España, por la cual quedase sancionado que en todo evento y siempre que la ley de sucesión no estuviere clara y terminante y ocurriesen dudas sobre su inteligencia y aplicación, nada aprovechase ni tuviese valor ni efecto, ni las composiciones ni los compromisos, ni las autoridades ni las transacciones, ni cualquier género de avenencia o tratado en que se hubiesen convenido los contendores; ni cuanto se hiciese en virtud de la fuerza armada, sino precisamente lo que acordase el soberano reinante con acuerdo de la nación, o no existiendo el monarca, lo que el Reino resolviese como más cumplidero y ventajoso al Estado. ¿Esta ley no sería en los casos indicados un manantial de felicidad?

     La ausencia inesperada y violenta de un soberano o la imposibilidad de ejercer el imperio y el mando y de llevar por sí mismo las riendas del gobierno, a causa de su incapacidad moral, física o legal; mayormente cuando verificada la muerte del monarca reinante no hubiese dejado esto anticipadamente dispuesto por carta o por testamento la forma de gobierno que se debería tener, ni designado personas para gobernar la Monarquía durante la menor edad u otro impedimento del nuevo príncipe llamado por la ley a suceder en la corona, fue siempre un semillero de discordias civiles. En todas las ocasiones que se verificaron semejantes sucesos, como a la muerte de Fernando IV, don Juan I, Felipe el Hermoso, reinado de doña Juana, ausencia del Rey Católico, y de don Carlos I, tempestades furiosas agitaron esta Monarquía y se vió en gran conflicto y no menor peligro el Estado por no haber una ley clara, decisiva y terminante, bajo cuya dirección navegase prósperamente la nave de la república.

     No por esto echo en olvido la existencia de la ley III, tít. XV, part. II, la única que ofrece nuestra legislación sobre el presente argumento; ley tan celebrada como descuidada, la cual dispone que en el caso indicado se deben juntar allí donde el rey muriese todos los mayores del Reino, así como prelados, ricos hombres y todos los hombres buenos de las villas, que elegirán uno, tres o cinco para gobernar en paz y justicia la Monarquía hasta tanto que el rey nuevo tenga la edad de veinte años; con la circunstancia de que se observe también lo mismo si el rey perdiese el sentido, hasta que muera o vuelva en su memoria.

     Empero esta ley es imperfecta y su autoridad vacilante y muy dudosa. Digo que es imperfecta: 1.º, porque no declara la persona o personas o cuerpos a quienes corresponda el derecho o facultad de convocar en aquellos casos la gran junta o congreso general, cuya celebración se previene en ella; 2.º, porque la reunión de este ayuntamiento precisamente allí donde el rey muriese, muchas veces será impracticable; 3.º, porque no provee suficientemente a las necesidades ni abraza todos los casos en que un rey puede hallarse imposibilitado de gobernar la monarquía; 4.º, las expresiones vagas e indeterminadas de uno, tres o cinco ¿no prueban la imperfección de la ley?

     Añado que su autoridad es vacilante y dudosa, porque jamás se ha observado en todas sus partes: ni en la minoridad de don Alonso XI, ni en la de Enrique III, ni en los años que reinando doña Juana estuvieron ausentes el Rey Católico y don Carlos I. ¿Qué mérito se hizo de esta ley en el año 1808, cuando la más negra y escandalosa perfidia arrancó del seno de la patria y de entre los brazos de los españoles, la inocente y sagrada persona de su rey Fernando VII? Mientras la nación, palpando tinieblas, fluctuaba en medio de la incertidumbre del partido y rumbo que convendría seguir para salvar la Patria, no faltó quien en tan crítica situación hiciese memoria de la ley de Partida y clamase por su observancia; mas como no había prevenido este caso ni estaba autorizada por el uso, tampoco se hizo aprecio de ella ni se trató de darle cumplimiento. Los males y desastres que de aquí se siguieron, ¿quién los podrá referir? Si existiera en el Código nacional una sabia ley preventiva de este acontecimiento, ¡cuán rápidos progresos hubiera hecho, desde luego, nuestra santa y justa insurrección!

     En el cuerpo del Derecho español tampoco hay una ley viva que fije y determine el tiempo de la minoridad de los reyes y el de la duración de las regencias y tutorías, omisión verdaderamente muy extraña en asunto de tanta consecuencia. La de Partida, citada por don Juan de la Reguera en dicha obrita, extiende aquel plazo hasta la edad de veinte años, y según la lección de varios códigos antiguos, hasta la de dieciséis; de suerte que su letra es varia y dudosa y, de consiguiente, indeterminada e imperfecta la ley. Consta expresamente esta varia lección de lo ocurrido en las Cortes de Madrid de 1391 con motivo de la minoridad de Enrique III.

     Porque los prelados, caballeros y ministros elegidos en ellas para gobernar el reino por vía de Consejo, se lisonjeaban extender el plazo de la regencia hasta los dieciséis o veinte años del príncipe, apoyados en dicha ley de Partida. Así fue que después de haber hecho juramento de desempeñar las obligaciones anexas a tan grave e importante encargo, decían: «Et esto faremos é cumpliremos fasta que el dicho señor Rey sea de edat de diez é seis años complidos. Et por cuanto algunas Partidas dicen é ponen edat de diez é seis años, é otras ponen edat de veinte años, prometemos é juramos que en el diezmo é sesto año faremos llamar á cortes para acordar si este consejo durará fasta los dicho veinte años, ó fincará complidos los dichos diez é seis. Et complidos los diez é seis años, cesaremos del consejo, salvo si en aquel tiempo el regno en cortes ordenare otra cosa en este caso.»

     Pero nada de esto se verificó, porque el Reino, congregado en las Cortes de Madrid de 1393, sin atenerse a la mencionada ley de Partida ni a alguna de sus lecciones, acomodándose a la costumbre y práctica de Castilla, consintió y aprobó que el príncipe don Enrique, cumplidos los catorce años, saliese de tutela y tomase las riendas del Gobierno. Así que no se hizo mérito de la ley de Partida, ley que siempre se consideró como nueva y contraria a los antiguos usos del Reino, y por lo mismo jamás se guardó en España. Pues así, antes de la copilación de este Código como después de publicado, fenecieron siempre las tutorías, luego que el rey menor cumplía los catorce años. Mas el uso y la costumbre es muy variable y achacoso a contestaciones y disputas, mayormente existiendo una ley del Reino en contrario. ¿No convendría fijar para siempre la práctica y antigua costumbre por medio de una ley positiva e incorporada en el Código nacional?

     La ley V, tít. X, lib. V de la Nueva Recopilación, hecha por don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, incorporada en todas las copilaciones, desde la de Montalvo, falta en la Novísima. Su disposición, según se halla extendida en las Ordenanzas Reales(18), con más exactitud que en la Nueva Recopilación, es: «que las donaciones, gracias y mercedes que el Rey hiciere, las debe hacer con acuerdo de los de su Consejo, ó de la mayor parte en número de personas. Pero el Rey puede libremente hacer mercedes hasta en cuantía de seis mil maravedís y no más, y hasta el número de cuatro lanzas cuando vacaren por muerte ó renunciacion o privacion. Y si la vacacion fuere de mayor cuantidad, no la puede facer el Rey sin consejo de la mayor parte de los de su Consejo. Pero esto no ha lugar en los oficios menores de la casa del Rey, ni en las limosnas», y sigue como en la Nueva Recopilación.

     La ley I, tít. VII, lib. VI, Nueva Recopilación, la cual prescribe que el rey no exija servicios, ni contribuciones salvo pidiéndolos con justa causa y en Cortes y guardando las leyes del Reino que sobre esto disponen, también falta en la Novísima, sin embargo de ser una ley del Reino confirmada repetidas veces por nuestros soberanos, como se muestra por el contexto mismo de ella. «Los Reyes nuestros progenitores establecieron y mandaron por leyes y ordenanzas hechas en cortes que no se echasen ni repartiesen ningunos ni algunos pechos, pedidos ni monedas, ni otros tributos nuevos, especial ni generalmente en todos nuestros reinos, sin que primeramente sean llamados a cortes los procuradores de todas las ciudades y villas de nuestros reinos, y fuere otorgado por los dichos procuradores que á las cortes vinieren.»

     Asimismo se echa de menos en la Novísima la ley II del citado título y libro de la Nueva Recopilación, en que dice el soberano: «Porque en los hechos árduos de nuestros reinos es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, en especial de los procuradores de nuestras ciudades, villas y lugares de los dichos nuestros reinos, por ende ordenamos y mandamos que sobre los tales hechos grandes y árduos se hayan de ayuntar cortes y se haga consejo de los tres estados de nuestros reinos, segun que lo hicieron los Reyes nuestros progenitores.» Ignoro las razones que pudo haber para la omisión de esta ley del Reino inserta en todas las copilaciones anteriores; ley no derogada, sino viva y de continua observancia; ley que tiene íntima y especial conexión con las del título VIII, lib. III de la Novísima, en que se trata «De las cortes y procuradores del reino.»

     Tampoco se han incluido en la Novísima los Reales decretos, cédulas y resoluciones sobre creación de vales reales, su curso y valor y caja de amortización; especialmente el decreto de 30 de agosto de 1780, relativo a la primera creación, inserto en Real cédula de 20 de septiembre del mismo año. Y la Real cédula de 9 de abril de 1784, en que se fijaron reglas para la renovación, admisión y curso de los vales, su legitimidad y endoso. Y la Real cédula de 10 de junio de 1795, en que se manda que los pleitos sobre pertenencia de vales se decidan breve y sumariamente como los de letras de cambio. Y la cédula de 17 de julio de 1799, reconociendo los vales como verdadera moneda, y mandando establecer cajas de reducción. La circular del Consejo de 7 de abril de1800, declaratoria de la precedente cédula y determinando se cumplan los contratos en la especie de moneda pactada por las partes contratantes. Y la pragmática sanción de 30 de agosto de 1800, que declara ser los vales reales una deuda legítima de la Monarquía, y responsable a ella en todos tiempos, designando arbitrios para el pago de intereses y amortización de los mismos vales, y encargando al Consejo el cuidado de la ejecución del nuevo sistema administrativo de este ramo. No me es permitido continuar estas investigaciones. El tiempo estrecha demasiado y es preciso concluir el escrito con lo que diremos en los dos artículos siguientes.

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