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Artículo XII

Observaciones sobre novedades introducidas en la Recopilación por su último redactor, y juicio de las notas

     El redactor dividió la Novísima Recopilación en doce libros; división arbitraria y que no está fundada en principios de buena lógica ni de filosofía legal. Si se le preguntase por los motivos y razones que le determinaron a adoptar esta partición y a no seguir el modelo que don Alonso el Sabio dejó a la posteridad en la redacción de las Siete Partidas, ni el método de Montalvo, que distribuyó las Ordenanzas Reales en ocho libros, a los cuales añadieron uno más los últimos copiladores; si se le preguntase a don Juan de la Reguera por qué dividió el Código en doce libros y no en veinte o veinticuatro, bien creo que no sería capaz de dar una respuesta satisfactoria.

     El principio que debe regir y tener influjo en este análisis, o llámese anatomía legal, emana de la naturaleza misma de las leyes. Todas las leyes análogas y que son de una clase y género deben ocupar un solo lugar o libro en el Código. Todas las leyes generales por las que se han gobernado y gobiernan las naciones, señaladamente las que se encaminan directamente a la comunidad y a sus miembros, por necesidad han de corresponder a una de estas tres familias o clases: leyes políticas, leyes civiles y leyes penales. Ninguna hay que no esté comprendida en uno u otro de estos géneros; luego la división del Código, si ha de ser justa y razonada, debe responder al número de estas clases generales, ni puede abrazar más que tres libros.

     Sin embargo, como el Código civil, por la vasta extensión de su materia excede considerablemente en el número de leyes al Código político y penal, para mayor claridad y comodidad de los interesados pareció conveniente y aun necesario subdividirlo en secciones, o sean libros; y los jurisconsultos antiguos y modernos se han convenido, con harto fundamento, en partir el Código civil en tres secciones, según la clasificación que dieron a sus principales materias, personas, cosas y acciones.

     Las leyes sobre administración de justicia, obligaciones de los magistrados, forma de los juicios y procedimientos judiciales pertenecen en parte al Código civil y en parte al criminal. Por esto, y porque su objeto no es de tanta generalidad que interese directamente a todos, trataron los jurisconsultos esta materia aparte y con separación, formando un libro que se puede considerar como apéndice del Código civil y criminal. Así que la más natural, justa y cómoda división del Código o cuerpo de Derecho común es en seis libros, o si se quiere llevar la cosa con rigor, en tres libros con otras tantas secciones, a saber: Libro I, Leyes políticas. Libro II, Leyes civiles. Sección I: De las personas. II Sección: De las cosas: Sección III: De las acciones. Libro III, Delitos y penas. Sección única: De la Administración de Justicia y forma de los juicios.

     No me detendré en el examen de la cuestión suscitada hoy entre los jurisconsultos filósofos sobre el orden que estas clases de leyes deben guardar en el cuerpo del Derecho: si el Código penal ha de preceder al Código civil, y éste al político, o al contrario; cuestión sumamente metafísica y delicada, casi imposible de resolverse con acierto, y de muy poca o ninguna utilidad en el estado actual de nuestra legislación. Tampoco es justo hacer empeño en demostrar las conveniencias y ventajas que resultarían de coordinar, reducir y publicar separadamente cada uno de los libros o códigos, como se ha practicado en varios gobiernos de Europa. Pues aunque esta separación allana las dificultades y facilita los trabajos de la redacción, y puede influir así en la perfección de los códigos como en la inteligencia de las leyes, mas como todas ellas interesan a todos y ningún miembro del cuerpo social deba ignorarlas, no hallo inconveniente en que siga el uso y la costumbre de publicarlas reunidas en un solo volumen, cuyo tamaño bien se pudiera reducir al de un tomo en cuarto, sin detrimento de la integridad y perfección del Código.

     Organizado de esta manera el libro clásico y general de la nación, después que el Gobierno así hubiese facilitado y hecho accesible el estudio del Derecho patrio y proporcionado a todos los medios de conocer y entender las leyes que deben saber y observar todos, sería muy conveniente poner mano en coordinar, imprimir y publicar códigos o colecciones particulares, comprensivas de aquellas leyes en que solamente interesan personas o corporaciones determinadas, dividiéndolos en proporción de las diferentes materias de que tratan y de los géneros o clases que corresponden, a saber:

     I. Código eclesiástico, el cual deberá abrazar la mayor parte de las leyes contenidas en los libros primero y segundo de la Novísima Recopilación, pues aunque estas leyes tienen íntima relación con las del Código general y muy bien pudieran insertarse todas ellas en los lugares que por razón de sus materiales les corresponden, entre las leyes o políticas, o civiles, o criminales, sin embargo, consultando con la brevedad, claridad y concision del cuerpo común de Derecho y no siendo justo obligar a todos a que tengan las leyes que interesan y miran directamente a los eclesiásticos, ni privar a éstos de un auxilio que les facilita en gran manera el estudio y conocimiento de su peculiar legislación, me persuado que sería muy útil reducir y publicar separadamente este Código religioso.

     II. Código militar, dividido en dos secciones. Primera, Ordenanza para el Ejército. Segunda, Ordenanza de la Real Armada, en la cual se deberían comprender las leyes relativas al Derecho marítimo y a la policía de los puertos.

     III. Código de educación e instrucción pública. Aquí el plan general de estudios, estatutos y reglamentos de todos los establecimientos instructivos, desde las escuelas primarias hasta las ciencias sublimes, y las constituciones de universidades, estudios generales, colegios, seminarios, sociedades y academias.

     IV. Código municipal: colección de Ordenanzas de los pueblos, especialmente de las ciudades capitales de provincia. Corresponde privativamente a este Código el infinito número de reglamentos, providencias y leyes de que está sembrada la Recopilación, relativas al gobierno político y económico de los Ayuntamientos: a los ramos de abastos, pósitos, montes y plantíos, y, en fin, las leyes agrarias y de policía.

     V. Ordenanzas de tribunales: colección de leyes sobre su gobierno interior, autoridad, facultades y jurisdicción; obligaciones y deberes de sus ministros y oficiales, y las instrucciones de alcaldes y corregidores.

     VI. Código de comercio, comprensivo de las leyes sobre la Junta general de Comercio y Moneda y Minas, y casi todas las de los veinte títulos del libro IX de la Novísima Recopilación, con las del título XIII, lib. III, relativas a la Real Junta y Superintendencia general de Correos y Postas.

     VII. Código de la Real hacienda. Aquí todas las leyes, reglamentos y ordenanzas sobre la recaudación y administración de tributos, gabelas, contribuciones y derechos reales: de las medias anatas, expolios y vacantes, gracia del excusado, y tercias reales: de la regalía de aposento, del papel sellado, de los estancos; de los bienes vacantes y mostrencos, con todo lo perteneciente a vales reales y deuda pública.

     No pretendo, ni es mi intención, y estoy muy distante de pensar que este rudo e imperfecto bosquejo se califique de un plan razonado o sistema general de Derecho español, obra seguramente ajena de mi destino y profesión y superior a mis fuerzas y conocimientos; no es más que una mera indicación del camino que, a mi juicio, se debiera seguir, y de las ideas que convendría adoptar para corregir los defectos de la jurisprudencia nacional, acelerar los progresos de esta ciencia, hacerla más accesible a todos y precaver los escollos en que a cada paso tropiezan los jueces y letrados, incomprensibilidad de sus leyes, la dificultad de encontrarlas y la oscuridad y confusión que reina por todas las partes del Código.

     El redactor de la Novísima aumentó las dificultades y multiplicó los estorbos e hizo mucho más complicado el uso y estudio de nuestro Derecho con los propios medios de que se valió para facilitarlo y mejorarlo; quiero decir, con la novedad de haber variado y trastornado todo el orden, enlace y numeración que en las precedentes copilaciones tenían sus libros, títulos y leyes. No hay duda que este orden y método es muy malo: es un continuo desorden, pero desorden inevitable e incorregible no alterando sustancialmente el sistema antiguo de formar el Código y de levantar el edificio del cuerpo de nuestro Derecho por agregación de partes inconexas o piezas que no se han dispuesto ni labrado determinadamente para ocupar en él todo el sitio que les corresponde. El redactor siguió religiosamente este mismo plan y con el inmenso aumento de leyes incorporadas dentro del Código agravó los males en lugar de remediarlos. En la reforma de las obras intelectuales y de literatura sucede lo propio que en las del arte. Los que han pretendido retocar una pintura, casi siempre la dejaron en peor estado. Hay edificios tan monstruosos que el único medio de reforma es construirlos de nuevo. Añadirle nuevas piezas colocándolas ante las antiguas, es multiplicar las deformidades.

     La reforma parcial de los defectos consagrados por el uso de algunos siglos, causa un mal cierto y no produce sino un bien accidental y accesorio. Los profesores de Derecho, magistrados, jueces y jurisconsultos fueron educados sobre principios que suponen y autorizan aquel defectuoso orden; siguieron la carrera de la jurisprudencia atenidos al antiguo método; se familiarizaron con él y no conocieron otro. Los príncipes y soberanos, en sus pragmáticas, órdenes y decretos se refieren a las leyes recopiladas, y las citan según el orden y numeración que tienen en las primitivas copilaciones. Los glosadores, pragmáticos y comentadores de nuestro Derecho hicieron lo mismo. Así que turbar este orden y numeración de libros, títulos y leyes, es alterar, digámoslo así, la economía y estilo legal y forense autorizados por espacio de doscientos y más años; es introducir nuevas causas de confusión y oscuridad en el uso y estudio del Código y hacer impracticable el de los autores que se han dedicado a interpretar nuestras leyes. Juzgo, pues, que, aunque vicioso, es menos malo el método de aumentar el Código por medio de suplementos y tomos separados, guardando el mismo orden y división de los libros y títulos del cuerpo principal y refiriéndose a ellos. No me detendré por más tiempo en demostrar una verdad de que es preciso que estén convencidos todos los letrados y cuantos se hallan en la necesidad de hacer uso de la Novísima.

     No se le ocultaron a don Juan de la Reguera estos inconvenientes y dificultades; bien previó los funestos resultados de semejantes alteraciones y el trastorno consiguiente a aquella reforma y llegó a confesar la necesidad de acomodarse y atenerse al orden y método establecido, en cuya razón escribía(20) en el año de 1799: «Los defectos bien notorios con que se ordenaron las leyes del Reino en la primitiva Recopilación de 1567, repetida en el de 69, pudieron corregirse sin inconvenientes en las primeras reimpresiones de 1581, 92 y 98; pero en las posteriores, desde la de 1640 hasta la última de 775 y 77, hubiera causado su reforma un general trastorno en los números de ellas y en sus citas, hechas por los muchos autores que han escrito desde aquel tiempo en materia de nuestro Derecho.

     »Así es que se extractan en esta obra las leyes recopiladas en la última edición, sin alterar sus respectivos números, pues para darles el orden correspondiente a la calidad de sus materias y al enlace de sus establecimientos era preciso que casi todas perdiesen su antiguo lugar y que muchas se trasladasen de unos títulos a otros más adecuados, siguiéndose de esto la dificultad de encontrarlas a quien las buscase guiado por sus citas.»

     Sin embargo, el mismo don Juan de la Reguera, en calidad de redactor de la Novísima, olvidando estas bellas máximas o mudando de opinión, propuso y fue aprobada la idea, de reunir e intercalar en el nuevo Código los autos acordados y el inmenso número de cédulas y leyes aumentadas, con lo cual todo el orden que antes tenía quedó alterado, tanto que muy pocas se encontrarán en el lugar que ocupaban en las precedentes copilaciones. Y si bien para evitar los gravísimos inconvenientes que de aquí se siguen y para que subsistan útiles las citas hechas por los escritores de las obras de Derecho escritas y publicadas hasta aquí, se colocó, a consecuencia de uno de los capítulos del plan de reforma, al frente y por principio de la Novísima, una tabla general, que por el mismo orden de los nueve libros y títulos de la Nueva, y con arreglo a su última impresión de 1775, comprende todas sus leyes y autos, y manifiesta la correspondencia de cada una con la Novísima. Este recurso, que supone la existencia de un mal verdadero, no alcanza a salvar todas las dificultades, y si precave algunos inconvenientes, acarrea otros de mucha consideración.

     Primero. Que los magistrados, jueces, jurisconsultos, curiosos y todos los que tienen interés en adquirir prontamente el conocimiento de las leyes, necesitan emprender anticipadamente un ímprobo y prolijo trabajo e invertir mucho tiempo para encontrarlas y asegurarse de su correspondencia con las de las anteriores copilaciones. De suerte que cuando se les debieran proporcionar auxilios y facilitar los medios de manejar más cómodamente el Código, se les obliga a tomar una nueva carrera, no tan llana como la antigua, sino más áspera, larga y embarazosa.

     Segundo. Que los profesores de nuestro Derecho se ven en cierta manera precisados a tener y manejar las dos copilaciones, no solamente porque ambas están autorizadas, sino también porque sin ellas no se puede proceder con acierto en las confrontaciones de las leyes, ni asegurarse de si las novísimamente recopiladas corresponden en su letra y texto con las antiguas.

     Tercero. Que este trabajo y fastidiosa inquisición muchas veces será vano y estéril y sin otro fruto que la pérdida de tiempo, porque los profesores se hallarán con que la ley, leyes o autos, cuya correspondencia buscan, se han omitido en la Novísima.

     Cuarto. Que en ocasiones, después de mucha fatiga y de recorrer por una y otra parte las citas y remisiones, no hallarán lo que desean, por estar errados los números de las tablas o los de las leyes correspondientes, como me ha sucedido a mí algunas veces.

     Quinto y último: Que los letrados e investigadores de las leyes, para examinarlas después de haberlas encontrado, se verán en la necesidad de emprender el nuevo y desagradable trabajo de consultar varios libros, títulos, leyes y notas dislocadas y dispersas por todo el Código a consecuencia de la novedad introducida también por el redactor, de incorporar y reunir varias y distintas leyes en una; y al contrario, la de truncarlas y hacer de una sola dos, cuatro, seis y diez leyes, colocándolas en títulos y libros diferentes. Novedad que aumenta la confusión del Código y envuelve grandes inconvenientes.

     He dicho, y es necesario repetir, que un Código o cuerpo legislativo original, esto es, dispuesto y trabajado libremente, sin sujeción a otros códigos, difiere infinitamente del que no es más que una mera copilación y agregación de leyes dispersas o piezas desunidas y separadas. El autor del primero, instruido a fondo en el Derecho patrio y en los principios y máximas de la jurisprudencia universal, y empapado, por decirlo así, en todas las materias de Derecho público y privado, después de trazar el plan y sistema de la obra procede a la extensión de las leyes sin atenerse servilmente a ninguna de las instituciones existentes, ora sean nacionales, ora extranjeras, y sólo se aprovecha de todas como de materiales para la construcción del edificio, que ha meditado levantar.

     Pero un copilador por el estilo y circunstancias de los que en España trabajaron nuestras colecciones, desde Montalvo hasta hoy, está constituido en la obligación de reunir y juntar íntegras las piezas e instrumentos legales, y no tiene libertad para alterarlas, ni truncarlas, ni interpolarlas. El primero es, en cierta manera, creador del Código; el segundo poco menos que un mero copiante; aquél ofrece al público un todo bien organizado, compuesto de piezas trazadas y labradas por sus propias manos, en conformidad a las ideas de su espíritu; éste presenta, bajo de cierto método, una colección de leyes ya existentes, perfectas y acabadas en su clase, a cuyo tenor necesita conformarse. Uno tiene ocasión de dar muestras de su talento, prudencia y sabiduría; otro, de su paciencia, exactitud y fidelidad en copiar las leyes sin que pierdan nada de su letra, ni de su contexto y mérito.

     Las de nuestro Código existían antes de la reunión, y ninguna se ha hecho de propósito ni determinadamente para formar parte del edificio legal ni para insertarse en el cuerpo del Derecho. Los reglamentos, decretos, cédulas y pragmáticas expedidas sucesivamente por los soberanos, son en sí mismos piezas bien extendidas, metódicas, completas y acabadas en su género. Las partes de que se componen mutuamente se miran y tocan en todos los puntos y tienen íntima y esencial conexión. Enlazadas entre sí y encaminadas a un mismo objeto y determinado fin, no se pueden separar sin perjuicio del mérito de la pieza y de la integridad del todo. Truncar las leyes y dividirlas en trozos para colocarlas en diferentes puntos del Código, sería operación semejante a la de un oficial ignorante y bárbaro que destruyese o hiciese pedazos una estatua o elegante columna para aprovechar estos materiales en la reedificación de algún edificio. En nuestro asunto no puede aquella operación producir otro efecto que la ruina de las leyes y el aumento de las deformidades del Código.

     La reunión de dos o más leyes en una, del mismo modo que la transformación de una en muchas, es contraria a la unidad de la ley, y necesariamente ha de producir confusión y oscuridad en las ideas y preceptos. La desmembración y dislocación de los párrafos, capítulos y miembros de la ley choca directamente con su integridad, naturaleza y constitución, y demás sirve de obstáculo a la inteligencia de ella. Lo que en especial se verifica de aquéllas, que no tanto se deben calificar de leyes cuanto de piezas instructivas o documentos histórico-legales, como son los breves pontificios, bulas, concordatos, tratados diplomáticos, ordenanzas, estatutos y reglamentos: los cuales, aunque no debieran tener lugar en el cuerpo de Derecho civil, ya que se tomó el partido de insertarlos en él, hubiera sido muy conveniente publicarlos íntegros, como se hizo en la Nueva Recopilación.

     Sirva de ejemplo la ley XI, tít. VI, libro I, Nueva Recopilación. El redactor de la Novísima dividió esta pieza en seis trozos, con los cuajes dio el ser a otras tantas leyes. El primero y más extenso forma la I, tít. XVIII, lib. I; siendo cosa bien particular y digna de notarse, que la ley recopilada comienza por donde el concordato acaba, esto es, por la ratificación del tratado. De los demás capítulos, algunos mutilados, se construyeron las leyes II, tít. XIX; II, tít. XX; IV, título XXIII, lib. I, y la I, tít. XIII, lib. II, con la nota 2 a esta última ley. El que desea adquirir brevemente una completa instrucción de las materias del concordato, tiene que evacuar todas estas citas y remisiones, recorrer todos los parajes indicados en ellas, combinar los capítulos y reunir ideas y noticias tan separadas y dispersas, y aún así no logrará la deseada instrucción con tanta facilidad y comodidad como si tuviera presente, bajo un punto de vista, el documento en toda su integridad.

     Lo mismo ha de suceder con el célebre auto acordado IV, tít. I, lib. IV, Nueva Recopilación, documento apreciable y pieza muy instructiva. El redactor la desnudó de sus adornos e hizo que perdiese sus gracias y mérito partiéndola nada menos que en diez trozos, colocándolos por acá y allá del Código. No es posible que un lector, aunque dotado de la más feliz memoria y retentiva, sea capaz de conservar ideas y noticias tan distantes y dispersas por diez diferentes títulos de los libros primero y segundo de la Novísima. ¿Es esto facilitar el estudio y conocimiento de las leyes y el uso del Código?

     Acaso se dirá que las citadas leyes y otras muchas de la misma clase abrazan a las veces materias inconexas y puntos muy diferentes. La razón y el buen orden exigen trasladarlas a los lugares y títulos a que corresponden. He aquí el fundamento que hubo para proceder al trastorno de las leyes y la única razón con que se pretende justificar la novedad introducida, razón sumamente débil en comparación de las que militan en favor de la integridad de la ley; razón especiosa, y que tiene más de apariencia que de verdad. El redactor, deslumbrado con las ventajas de un bien aparente, no tomó en consideración ni se detuvo a pesar en justa balanza los males consiguientes a aquella desmembración; ni tuvo presente que nuestras leyes, cédulas y pragmáticas deben regularmente su origen a motivos y sucesos particulares, casos complicados que envuelven más o menos directamente varios puntos al parecer inconexos, pero en la realidad tan enlazados con el suceso principal que motivó la ley como lo están con un cuerpo o edificio las partes que le componen. La desmembración necesariamente ha de ser monstruosa y funesta.

     La ley de Carlos III y auto acordado de 5 de mayo de 1766 ofrece materia para hacer algunas reflexiones sobre el novísimo método analítico observado por el redactor en la extensión y colocación de ésta y otras leyes. Se compone de nueve capítulos, y su fin y principal objeto es la conservación del orden y de la tranquilidad de los pueblos, y precaver las asonadas, alborotos y otros excesos que se suelen cometer en los lugares para obligar a los jueces o ayuntamientos a rebajar los precios de los comestibles. La ley es puramente ley de policía; lo demás que en ella se contiene es accesorio, pero siempre enlazado con el argumento y objeto principal y pendiente de él. Sin embargo, el redactor dividió la resolución y auto del Consejo en tres partes, y con ellas formó la ley XIII, tít. XVII; la I, tít. XVIII, libro VII, y la III, tít. XI, lib. XII, sin reparar en los inconvenientes.

     Primero, en el de la falta de unidad e integridad de la ley. Segundo, en la repetición de una parte de la XIII, tít. XVII, libro VII, que tuvo necesidad de ponerla por principio de la III del libro XII, prueba de su esencial enlace y conexión. Tercero, en el de transformar una ley ceñida a un suceso particular en ley general, y haberle dado demasiada extensión. Cuarto, en el de oscuridad de esta ley penal, porque con haber omitido las causas que motivaron su publicación, ningún juez ni letrado puede saber por el contexto de ella de qué género o clase de asonada, bullicio o conmoción popular se habla, ni cuál sea el objeto determinado a que se dirige. Quinto y último, en el de redundancia; quiero decir que esta ley, en cuanta penal y según se halla extendida en el libro XII es inútil, porque sobre todo lo en ella contenido se provee suficientemente por la ley V del mismo título y libro.

     La ley LXII, tít. IV, lib. II, Nueva Recopilación, es una Real cédula de Felipe III u Ordenanza sobre la organización y división de Salas del Consejo y señalamiento de los negocios respectivos a cada una de ellas. Y aunque no corresponde propiamente al Código civil por las razones que en otra parte dejamos expuestas, es, sin embargo, una pieza bien extendida, metódica, completa en su clase, y cuyas partes, enlazadas entre sí y encaminadas a un mismo objeto, no se pueden separar sin perjuicio de la unidad e integridad del todo. Esta pieza legal es indivisible.

     El redactor de la Novísima copiló la mayor parte de ella en la ley VI, tít. V, libro IV, con este epígrafe: «Conocimiento de los negocios respectivos al Consejo, con distribución de salas de gobierno y de justicia, y modo de proceder a su vista y determinación.» He dicho la mayor parte de ella, porque de los veintiséis números que contiene la Real cédula desmembró siete capítulos para construir las leyes XI, título II, lib. II, comprensiva del cap 25; la IX, tít. II, lib. III, del cap. 10; la XVII, título VII, lib. IV, con los capítulos 22 y 23; la IX, tít. X, lib. IV, que abraza los capítulos 14 y 24, con lo cual destruyó la Ordenanza y la hizo en cierta manera incomprensible, sin conseguir el fruto de colocar las partes mutiladas en sitio y lugar oportuno. Están violentas en el paraje que se les ha señalado y reclaman la unión con el todo de donde fueron arrancadas sin algún fundamento.

     En prueba de ello haremos algunas reflexiones. En el capítulo 25 de la Ordenanza no se trata de los recursos de fuerza ni de los tribunales a quienes corresponde su conocimiento, sino en suposición de lo dispuesto por las leyes sobre esta materia. Dice la Ordenanza que cuando ocurriere algún negocio de esta naturaleza, vaya y se trate en la Sala de Gobierno; pero nuestro redactor, advirtiendo que en dicho capítulo se hace mención de negocios en materia del remedio de la fuerza, guiado solamente por la nomenclatura y sonido de las voces, lo trasladó al tít. II del lib. II, cuyo argumento es: «De las fuerzas de jueces eclesiásticos y recursos al Real auxilio», sin reflexionar que este título trata del Derecho y de las leyes en que se funda aquel recurso, y en la Ordenanza de un hecho, esto es, a qué Sala corresponde tratar de semejantes negocios, disposición propiamente reglamentaria y de buen gobierno.

     Este trastorno tan caprichoso y arbitrario se deja ver más claramente en el capítulo décimo de la Ordenanza, del cual se formó la ley IX, tít. II, lib. III. ¿Cuál es el objeto del mencionado capítulo y el argumento que en él se trata? De las leyes y ordenanzas del Consejo, de su puntual observación, de que no se contravenga a ellas, que no se muden ni alteren sin orden expresa del soberano, precediendo consulta. Tal es el contenido de dicho capítulo: materia muy propia de la Ordenanza y enlazada esencialmente con el objeto a que se dirige.

     El redactor, confundiendo las ordenanzas particulares de un cuerpo con las leyes generales del Reino, y sin considerar la inmensa distancia e incoherencia que hay entre un reglamento económico y gubernativo y las disposiciones del citado título II, lib. III, en que se trata de las leyes en general, de su fuerza y vigor, de la clasificación de los cuerpos legales y de guardar su autoridad, insertó aquí como ley general un capítulo reglamentario arrancado de aquella Ordenanza particular, que sólo habla directamente con el Consejo. Los jurisconsultos y curiosos que quieran tomarse el trabajo de hacer un juicio comparativo de los puntos contenidos en la Ordenanza con los de los títulos donde se han incorporado, se convencerán que cada uno de ellos no es allí más que un parche o mancha que desdice del objeto y blanco, de la sección. Mientras los doctos se ocupan en este examen, voy a hacer algunas observaciones sobre las copiosísimas notas que enriquecen y adornan la Novísima Recopilación.

     Las ilustraciones y declaraciones de las leyes son argumento o de la arbitrariedad de los jurisconsultos o de la imperfección de los códigos. Las buenas leyes no necesitan de notas y comentarios. Nadie en medio del día acostumbra usar luz artificial, sino de noche y en las tinieblas. Cuando las leyes están bien extendidas, con bello orden y método, lenguaje puro y estilo claro, breve y conciso, las interpretaciones y glosas son tan impertinentes y ridículas como en las obras de arquitectura los adornos churriguerescos. Los códigos de las Partidas, Fuero Real y Ordenamiento de Alcalá corrieron sin notas por espacio de algunos siglos y no se vieron afeadas aquellas copilaciones con tan prolijas apostillas hasta que el mal gusto literario de las universidades de París y Bolonia y el pésimo ejemplo de los sumistas y comentadores del Derecho civil y canónico, cundió a manera de contagio por España y produjo ese parto monstruoso catenas áureas y divinas glosas que tanto contribuyeron a menoscabar la autoridad de las leyes patrias y a confundir nuestra legislación.

     No es mi propósito envolver a don Juan de la Reguera entre los corruptores de nuestra jurisprudencia. Bien lejos de dejarse arrastrar del torrente de la opinión general, declamó con tanto celo como energía contra los abusos de aquellos intérpretes y glosadores. «La imprenta, dice(21), inventada en Maguncia por los años de 1457 y extendida en los siguientes, facilitó y dio curso a innumerables glosas, comentarios y otras obras de interpretaciones que en breve llenaron las bibliotecas y dificultaron más el estudio de la legislación. Confundida ésta en sí misma por la gran variedad de sus establecimientos corregidos, declarados y revocados unos por otros, y aun muchos de ellos contrarios, quedó más sofocada por la multitud de autores que se dedicaron a interpretarla, acomodándola al Derecho romano y procurando conformarla con sus leyes muertas... Empeñados algunos en inventar nuevas opiniones que los distinguiesen de los demás, aplicaron sus ingenios y emplearon el tiempo en el trastorno de muchas leyes, que teniendo en su literal contexto la más clara inteligencia de sus disposiciones, y no necesitando más que su simple lectura para comprenderlas, se han visto despojadas violentamente de sus respectivos casos, y aplicadas á otros muy diversos y ajenos de la mente de sus autores.»

     Sin embargo, no es justo reprobar absolutamente toda clase de notas y comentarios a las leyes, ni hubo de ser ésta la intención de don Juan de la Reguera. Lo que sí conviene pedir es que sean oportunas y capaces de difundir la luz y facilitar la inteligencia de la letra y texto expresivo de la voluntad del legislador. Los vicios y defectos del novísimo Código exigen ciertas notas e ilustraciones: con ellas disminuirían considerablemente aquellos defectos o serían más tolerables. El redactor no pudo prescindir ni desentenderse de este objeto y tuvo necesidad de encender una antorcha para alumbrar a los que por razón de oficio han de emprender este camino sombrío y tan sembrado de tropiezos y peligros. Espacioso y ameno campo se le ha presentado para manifestar con oportunidad su buen juicio, erudición y profundos conocimientos en la ciencia de los Derechos, y la más sazonada ocasión para hacer un beneficio a los profesores de jurisprudencia y a todos los que aspiran al conocimiento de las leyes. Mas por desgracia no fue feliz en la elección de los medios, porque dejando los más sencillos y naturales, y los que más cumplen, adoptó los que poco o nada aprovechan, los que, a mi juicio, agravan los males del Código, sofocan la luz, acrecientan los obstáculos, multiplican las deformidades, aumentan el caos, extienden y hacen más densas las tinieblas.

     Un juicioso y erudito anotador debe huir de la redundancia y arbitrariedad, así como de la afectación, y cuidar que las notas sean breves, sencillas, claras, selectas y respectivas a las necesidades del Código. La calificación de su utilidad y mérito pende de estas calidades y relaciones. Es, pues, necesario que se encaminen a esclarecer las leyes y a disminuir sus imperfecciones; a desembrollar el caos de las nomenclaturas bárbaras con que se expresan los delitos, los contratos, derechos y obligaciones, y a sustituir a esa confusa jerigonza legal, consagrada por los siglos, un lenguaje más sencillo, más popular e inteligible. Así que teniendo en consideración los defectos e imperfecciones que hemos advertido en nuestro Código, parece que las ilustraciones y notas se debieran ceñir a los puntos siguientes:

     Primero. Definiciones. Es cosa bien singular e ignoro si la historia de la jurisprudencia ofrece semejante caso que el principal cuerpo de Derecho español carece de definiciones y oportunas descripciones de los objetos y materias de cada capítulo, y de las ideas que representan los argumentos y términos generales de Derecho. Se trata, por ejemplo, del modo de adquirir el dominio, de contratos, obligaciones, últimas voluntades, etc. Pero ¿qué es dominio? ¿Qué es contrato, cambio, arrendamiento, alquiler? ¿Qué se entiende por hipoteca, secuestro, fianza? ¿Cuál es la idea representada por la voz prescripción, transación, testamento, donación entre vivos, usufructo, servidumbre, tutela, emancipación? Nada se dice en el Código. ¿No sería sumamente útil y ventajoso que por medio de notas comprensivas de breves y claras definiciones se supliese tan considerable defecto?

     Segundo. Explicación de los términos técnicos de las palabras y frases anticuadas, de los nombres de las monedas con la correspondencia de su valor al que hoy tienen, de las expresiones alusivas a costumbres desusadas, desconocidas e ignoradas. No me persuado que haya necesidad de probar la importancia de estas notas.

     Tercero. Extractos de las resoluciones de las leyes. Hay muchas, como hemos visto, sumamente prolijas, interpoladas, redundantes, compuestas de prólogos intempestivos, introducciones fastidiosas, noticias históricas y remisiones que no tienen enlace esencial con la determinación de la ley, y cuya lectura y examen fastidia e incomoda a los que sólo desean saber la voluntad del legislador. No puede haber duda que una nota en que se expresase sucintamente esta voluntad contribuiría a facilitar la inteligencia de las leyes y el uso del Código.

     Cuarto. Suplemento de ideas imperfectas, y solamente indicadas, y de remisiones vagas, cuya averiguación influye esencialmente en el exacto conocimiento de la ley. Sirva de ejemplo la III, tít. II, lib. III, en la cual dicen los Reyes Católicos: «Mandamos que cuando quier que alguna duda ocurriere en la interpretacíon y declaracion de las dichas leyes de ordenamientos y premáticas y fueros, ó de las Partidas, que en tal caso recurran á Nos y á los Reyes que de Nos vinieren para la interpretacion dellas... Y revocamos la ley de Madrid que habla cerca de las opiniones de Bártulo y Baldo y Juan Andres, y el Abad, cual dellas se debe seguir en duda á falta de ley, y mandamos que no se use della.» Yo preguntaré si por el contexto de esta ley se podrá saber qué es lo que se prohibe en ella. ¿Qué ley es esta de Madrid? ¿Cuándo y por quién se ha publicado? ¿Cuál es su contenido? He aquí un argumento digno de una nota erudita.

     Quinto. Concordancia de muchas leyes que, aunque idénticas en el argumento de que tratan, y en el objeto a que se dirigen, sin embargo, por haberse publicado en diferentes circunstancias y tiempos y por diversos motivos, o se contradicen y revocan unas a otras en todo o en parte, o mutuamente se declaran, reforman y modifican. Ciñámonos al caso de la ley IX, tít. II, lib. X; es una pragmática de Carlos III, expedida a consulta del Consejo pleno, que ocupa cerca de dos hojas, por la que se establece la necesidad del consenso paterno para la celebración de los matrimonios. La ley XVIII gira sobre el mismo asunto, y está tomada de un decreto de Carlos IV, expedido en virtud de consultas de los Consejos de Castilla e Indias, que declara, modifica, corrige y altera la pragmática anterior, y concluye con esta cláusula: «Todos los matrimonios que a la publicacion de ésta mi Real determinacion no estuvieren contraidos, se arreglarán á ella sin glosas, interpretaciones ni comentarios, y no á otra ley ni pragmática anterior.» ¡Cuán grande beneficio haría a todos los jueces y letrados el que en una nota especificase compendiosamente los artículos que de la ley IX subsisten en su vigor aun después del decreto de Carlos IV!

     Empero, nuestro redactor, desentendiéndose de estas ilustraciones y advertencias tan importantes, trazó en su fecunda imaginación un sistema de anotaciones original y novísimo, tanto que desde el Código de las Doce Tablas hasta el recopilado en nuestros días, la historia general del Derecho y de sus anotadores e intérpretes no ofrece ejemplo de tan rara y peregrina invención. Poniendo ante sus ojos el inmenso catálogo de las leyes del Reino, las clasificó dividiéndolas en dos géneros; unas principales, otras subalternas; leyes de primer orden y leyes de segundo orden. Con aquéllas levantó el grandioso edificio de los doce libros del cuerpo del Derecho español, y con éstas la inmensa colección de notasque van al pie del texto por vía de comentario, y que tanto contribuyen a enriquecer el Código.

     Sería cosa muy peligrosa hacer alguna tentativa para sondear la profundidad de este abismo, y más difícil todavía salir felizmente del caos de dificultades que presenta el novísimo método. Solamente preguntaré a su glorioso inventor: Las leyes puestas por notas, ¿acuerdan con las del texto principal, o difieren y se oponen en la resolución? Si lo primero, son inútiles; si lo segundo, perjudiciales. Otrosí, ¿aquellas leyes contienen una expresión formal de la voluntad del supremo legislador? ¿Son leyes subsistentes, vivas y de precisa observancia, o anticuadas y muertas? En este caso, para nada aprovechan ni aun en calidad de notas; en aquél debieron insertarse en el texto principal y en el cuerpo del Derecho.

     Se dirá que en ocasiones son preceptivas, y a las veces solamente instructivas; replico que si exigen el respeto y obediencia de todos los súbditos del soberano, ya son por el mismo hecho parte integral del Código, y si no inducen aquella obligación, tampoco merecen nombre de leyes. Ítem: en los casos de duda sobre si las leyes-notas o las notas-leyes obligan o no, ¿quién es el que ha de resolver esta cuestión? ¿Existe algún principio o regla fija para determinar con acierto las circunstancias y ocasiones en que las leyes puestas por notas son obligatorias o meramente instructivas? Ninguna. Y esta incertidumbre, ¿no podrá ser fecundo manantial de infinitos males? Irresolución o arbitrariedad en los jueces, dudas o abusos en los letrados, ambigüedad en los derechos, confusión en los negocios, eternidad en los litigios y corrupción en el foro.

     Y si dejando estas consideraciones generales pasamos a reconocer en particular las notas, ora como leyes, ora como piezas instructivas, hallaremos que muchas desdicen de la gravedad y majestad del Código, y carecen de utilidad conocida, que unas son intempestivas, otras pueriles y superficiales, y que a las veces chocan con el texto principal a que se aplican o lo oscurecen en lugar de ilustrarlo. Presentaremos a la vista de los lectores algunas de ellas para que por la muestra del paño, sin otro examen, puedan formar juicio de la calidad de la pieza y del interés y mérito de la obra.

     El rey don Felipe II, fundado en un proprio motu del S. Padre Pío V, mandó que a los condenados a muerte se les administrase el Santísimo Sacramento del altar en el día anterior a la ejecución de la justicia. Bajo de esta ley, que es la IV, tít. I, lib. I, Novísima Recopilación, se lee la siguiente nota 2.ª: «El citado proprio motu es la constitucion 91, que empieza Cum sicut accepimus; por la cual S. Pío V confirmó todos los indultos, gracias é indulgencias concedidas anteriormente por los Papas Inocencio VIII, León X, Clemente VII, Paulo III, Julio III y Pío IV á la cofradía de nacionales de Florencia, llamada de la Misericordia, y establecida en Roma bajo la invocación de S. Juan Bautista para confortar caritativamente á los condenados á muerte, suministrarles los sacramentos y enterrar sus cuerpos; previniendo que el capellan de la dicha cofradía pudiese, aun de noche en caso de los Sacramentos y enterrar sus cuerpos; misa, concederles absolucion é indulgencia plenaria y administrarles la Eucaristía.» No cabe género de duda, que esta anécdota relativa a la cofradía de nacionales de Florencia es muy interesante para los jurisconsultos de Castilla y contribuye en gran manera a ilustrar la jurisprudencia española.

     Adquiere ésta un nuevo esplendor con los principios luminosos de las notas 14, 15 y 16 a la ley XVI del mismo título y libro. «Por otro breve de su Santidad, expedido á súplica del Señor D. Cárlos III en enero del mismo año de 1761 se sirvió extender y ampliar á todo el clero secular y regular de los reinos de España é Indias el oficio y misa de la Vírgen en el misterio de su Inmaculada Concepción de que usaba la orden de S. Francisco bajo el rito doble de primera clase con octava.»

     «Por otro breve de 14 de marzo de 1767 á súplica del mismo señor D. Cárlos III, concedió Su Santidad la facultad de celebrar misa propia é impuso á todo el clero la obligacion de rezar el oficio propio de la Inmaculada Concepcion de santa María Virgen, patrona de los reinos de España, en todos los sábados que no tengan el impedimento de fiesta doble ó semidoble, exceptuados los de adviento, cuaresma, témporas y vigilias, y los en que según las rúbricas corresponda oficio de dominica ó de fiesta doble ó semidoble trasladada. Por otro breve expedido con igual fecha, á súplica del mismo monarca, concedió su Santidad, que en las letanías de la Vírgen Santa María, despues del versículo Mater intemerata se añadiese el de Mater immaculata pública y privadamente en todos los reinos y dominios de S. M. católica, como patrona principal de ellos bajo el misterio de su Inmaculada Concepcion.» Si estas notas tan eruditas de nada pueden aprovechar a los magistrados y jurisconsultos, ¿quién no echa de ver su utilidad e importancia respecto de los compositores de burrillos y añalejos y de los maestros de ceremonias?

     En la nota II a la ley VII, tít. VII, lib. II se introduce a Felipe II comentando aquella ley que es de Fernando VI; comentario ciertamente de mucho meollo y sustancia. Dice así: «Por Real cédula dada en Aranjuez á 28 de abril de 1583 con motivo de algunas diferencias ocurridas sobre los asientos de los inquisidores que concurrian de la chancillería á la Real capilla de Granada, se mandó entre otras cosas, que aquellos se sienten en escaño una cuarta más bajo que el del presidente ú oidor mas antiguo, retirado del de este punto á la reja de la capilla, y que la alfombra que se les pusiese á los pies sea menor que la del dicho presidente ú oidor, y no llegue ni toque á los tumulos de los cuerpos de los señores Reyes que en ella estan.»

     En un tiempo en que subsiste y está vigente la ley protectora del libre comercio de granos y todo género de comestibles, es muy graciosa la nota II, a la ley XVII, tít. XVII, lib. III: «Por edicto de la sala de alcaldes de 26 de enero de 1804 se previno que todos los vecinos de Madrid se uniformen á los precios asignados á los comestibles en el ayuntamiento de la villa, con apercibimiento de ser castigados con el mayor rigor los compradores sin admitirles excusa ni pretexto alguno.» También es instructiva y erudita la nota que sigue a la anterior: «En auto acordado del Consejo de 16 de agosto de 1802 se previno el órden que debian observar los alcaldes de corte y el corregidor de Madrid en la colocacion y distribucion de puestos para la venta de comestibles en la plaza mayor y otros sitios fuera de ella, sin exaccion de derechos.» Aún es más interesante y derrama una nueva luz por todo el cuerpo del Derecho el edicto de la nota 13 con sus doce capítulos sobre el número y calidades de las mujeres destinadas a comprar y vender sebo por las calles de Madrid. Aconsejo se lea con todo cuidado por los letrados y profesores de jurisprudencia, pues con esta antorcha harán rápidos progresos en la ciencia legal.

     Por Real cédula de 1771 estableció Carlos III que no se admitan en el Consejo recursos tocantes a la ejecución de las reales provisiones, cédulas y autos acordados correspondientes a las chancillerías y audiencias, que es la ley V, tít. VI, lib. IV. El redactor trató de ilustrarla con una nota de mucha gravedad e importancia, pero a mi juicio algo intempestiva. Dice así: «En provision del Consejo de 19 de marzo de 1594, dirigida á los alcaldes de la chancillería de Granada, se les previno procediesen contra un notario de aquella inquisicion sobre traer lechuguilla mayor de lo que permitía la pragmática.» Me parece que aquello de lechuguilla no viene muy bien al reinado de Carlos III.

     Los magistrados y jurisconsultos hallarán grandes auxilios para la inteligencia de la ley I, tít. I, lib. V, en la nota 1.ª, que dice: «En la ley 19, tít. 10, lib. V, Recop. del año 1422, se previno lo siguiente: Porque nuestra villa de Valladolid es la mas noble villa de nuestros reinos, es nuestra merced y voluntad que sea llamada la noble villa de Valladolid.» Lástima es que el anotador no hubiese consultado el documento original de donde se tomó esta ley, que es la petición XXII de las Cortes de Ocaña de 1422; entonces no hubiera omitido la que tanto aumenta la importancia de la ley, quiero decir el adverbio muy. Don Juan II quiso que fuese llamada la muy noble villa de Valladolid en grado superlativo.

     ¿Y cuánto influye en la ilustración del Derecho nacional la nota 1.ª a la ley I, tít. II, lib. V? «En Reales cédulas de 14 de agosto de 1669, 16 de abril, y 16 de setiembre de 674 y 24 de febrero de 675 se mandó al gobernador de la audiencia, capitan general del reino de Galicia, que en los actos de concurrencia en el acuerdo y salas de ella, no asistiese con baston ni otra insignia militar, y guardase la costumbre habida en esto, concurriendo solo con el trage político con que egerciere el ministerio de gobernador regnete de ella.» Ni carece de provecho la nota 12 a la ley XLIV del mismo título y libro: «Por Real cédula de 3 de marzo de 1594 se mandó que se nombre anualmente un ministro que cuide de saber y averiguar el salario que llevan los abogados, y lo que les dan las partes por vistas é informaciones de pleitos, y hallando exceso de oficio ó á pedimento de parte los castigue y haga volver.»

     La nota 1.ª a la ley XXX, tít. IV, reúne la erudición con la majestad: «Por carta acordada del Consejo de 22 de diciembre de 1636 se previno que el regente ni otro alguno de los jueces alcaldes del crimen ni fiscal de la audiencia de Sevilla no pudiesen ser cofrades de la cofradía de la Misericordia, ni otra alguna de aquella ciudad, ni pretender se les volviese la blanca de la carne por hidalguía de sangre, y solo se les volviera como tales ministros, excepto si alguno fuese natural de aquella ciudad.» Esta nota es algo oscura, y hubiera convenido ponerle otra nota por vía de comentario. La 2 es más clara: «Por otra carta acordada del Consejo de 22 de agosto de 1639 se previno que el regente y jueces y alcaldes del crímen y fiscal de la dicha audiencia, ni sus mugeres no pudiesen visitar á ninguna persona de cualquier estado y calidad que fuese.»

     No es fácil conciliar las disposiciones de la ley III, tít. XXXI, lib VII con las notas 2 y 3. Dice la ley: «Que ninguna persona sea osada de vender palomas sino fuere el dueño del palomar ó por su mandado, so pena de cien azotes.» La nota: «Por auto acordado del Consejo pleno de 3 de julio de 1730 con ocasion de haberse pedido que se insertase en un despacho esta ley, se acordó quitar de ella, y que no se insertasen las palabras so pena de cien azotes.» Acuerdo que parece una tácita desaprobación de la sanción penal de la ley. Por la misma establecieron los reyes don Enrique IV y don Carlos I que ninguna persona pudiese tirar a las palomas una legua en rededor donde hubiese palomar o palomares. El rey don Carlos III confirma esta disposición en la ley IV siguiente, exceptuados los meses de las dos estaciones de sementera y agosto.

     «Ordeno que lo dispuesto en la ley del señor D. Enrique IV, renovada por el señor D. Cárlos I subsista y quede en su fuerza y vigor para los dos meses y temporadas del año, y que en su consecuencia no se pueda tirar en ellos á las palomas á las inmediaciones de los palomares, ni á la distancia de la legua que previene de sus alrededores.» Sobre lo cual dice la nota 3: «Por decreto del Consejo de 14 de noviembre de 1792 con motivo de espediente formado á instancia de varios dueños de palomares de la villa de Valoria de Alcor, se mandó que por lo provehido en iguales instancias se librase despacho cometido á la justicia de ella para que no permitiese tirar á las palomas dentro de la distancia de quinientos pasos de dichos palomares y de la poblacion.» Decreto que no va de acuerdo con las disposiciones de las leyes anteriores, y si tiene fuerza y vigor todos quedan autorizados por él y en libertad de tirar a las palomas fuera de la distancia de quinientos pasos.

     Las leyes I, II, III, tít. XVI, lib. VIII, mandan que no se den licencias para imprimir libros inútiles y sin provecho alguno, y donde se hallen cosas impertinentes y vanas; y la ley IX prescribe «que se observe y guarde lo dispuesto por las leyes primera, segunda y tercera y siguientes de este título, encargando como encargamos mucho que haya y se ponga particular cuidado y atención en no dejar que se impriman libros no necesarios ó convenientes, ni de materias que deban ó puedan excusarse ó no importe su lectura, pues ya hay demasiada abundancia de ellos, y es bien que se detenga la mano y que no salga ni ocupe lo superfluo, y de que no se espere fruto y provecho comun».

     Después de estas leyes tan terminantes, y que no necesitan de comentarios, ¿qué aprovecha la nota 2, que ni es legal ni instructiva, ni necesaria, ni provechosa? Dice así: «En Real órden de 17 de junio de 1797 con motivo de haberse solicitado reimprimir el papel titulado: Orígen, honores, privilegios y esenciones de los Reales guardias de Corps, sin embargo de no contener cosa opuesta á la fe católica, buenas costumbres y regalías de S. M. se consideró digno de absoluto desprecio, y que su impresion seria contraria á lo justa y sabiamente prevenido por las leyes del reino prohivitivas de imprimir libros inútiles, sin provecho alguno, y comprehensivas de cosas impertinentes, y asi no debia permitirse su impresion, ni la de otros semejantes.» La nota 6 a la ley XIV, que es auto del Consejo del año de 1692, ¿qué aprovecha? ¿Añade alguna cosa sobre lo que está determinado por las leyes? ¿No choca con el espíritu, y aun con la letra de ellas la impresión de éstas y otras notas tan estériles e inútiles?

     Falta tiempo para proseguir la censura y juicio crítico de otras muchas notas de la misma naturaleza, sobre cuyo asunto sería fácil aglomerar ejemplos. Los magistrados doctos y los jurisconsultos eruditos pueden con más oportunidad, mejores luces y mayor fondo y caudal de sabiduría continuar el examen. Es, pues, necesario poner término a estas investigaciones, y a toda la obra; protestando con la mayor sinceridad que mi intención y propósito en la prosecución del presente argumento no ha sido apocar la autoridad del Código nacional, ni faltar al respeto debido al más sagrado monumento de legislación española, ni poner tacha ni mancilla en la reputación y buen nombre de los celosos ministros que aprobaron el plan de la Novísima, ni degradar a su redactor, ni deprimir su bien conocido y acreditado mérito; sino justificar las expresiones que sobre los defectos de la Novísima se hallan estampadas en el Ensayo histórico-crítico, a saber:

     «Que carecería de muchos defectos considerables que se advierten en ella, anacronismos, leyes importunas y superfluas, erratas y lecciones mendosas copiadas de la edicion de 1775(22), si la precipitacion con que se trabajó esta grande obra por ocurrir á la urgente necesidad de la edicion hubiera dado lugar á un prolijo exámen y comparacion de sus leyes con las fuentes originales de donde se tornaron.» Tambien se encamina este escrito á recordar las ideas y hacer valer las que sobre reforma de la legislacion española indicamos en dicho Ensayo: «Que para introducir la deseada armonía y uniformidad en nuestra jurisprudencia, dar vigor á las leyes y facilitar su estudio de manera que las pueda saber á costa de mediana diligencia el jurisconsulto, el magistrado y aun el ciudadano y todo súbdito de S. M., segun que es derecho del Reino, conviene y es necesario degorar nuestras antiguas leyes, y los cuerpos que las contienen, dejándolos únicamente en clase de instrumentos históricos para instruccion de los curiosos y estudio privado de los letrados. Y teniendo presente sus leyes formar un código legislativo original, único, breve, metódico: un volúmen comprehensivo de nuestra constitucion política, civil y criminal: en una palabra, poner en ejecución el noble pensamiento y la grandiosa idea que se propuso D. Alonso el Sabio cuando acordó publicar el código de las siete Partidas.» Dixi.

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