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Juicio crítico de la Novísima Recopilación

Francisco Martínez Marina

...centuriatis comitiis decem tabularum leges perlatoe sunt: qui nunc quoque in hoc inmenso aliarum super alias acervatarum legum cumulo fons omnis publici privatique est juris.

Tít. Liv. lib. III, 34.



Iamque non modo in commune, sed in singulos homines latoe quoestiones et corruptissima republica plurimoe leges.

Tacit. Annal. lib. III, 27.



Censura dada a esta obra de orden del Consejo Real por el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid

M. P. S.

La Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de esta corte, en cumplimiento de la Orden de V. A. de 13 de abril de este año, para que manifieste su censura acerca de la obra titulada Juicio crítico de la Novísima Recopilación, presentada por el doctor don Francisco Martínez Marina, canónigo de la Real Iglesia de San Isidro, la ha examinado con toda detención y confrontando los hechos que refiere en comprobación del objeto que se ha propuesto el autor, encuentra: Que no sólo se ha tomado un arduo y penoso trabajo en demostración de cuanto expuso en su Ensayo histórica-crítico sobre la antigua legislación de Castilla y León, en razón de los defectos considerables que se advertían en aquélla, anacronismos, leyes importunas y superfluas y lecciones mendosas, etc., sino que es una producción hija del talento, del profundo estudio y de la meditación, y que desentraña con juicio, madurez y crítica los monumentos preciosos de nuestras antigüedades.

Aunque la Junta del Colegio, en el informe que V. A. se sirvió también pedirla en el año de 1815 sobre las observaciones que hubiese hecho en el uso y estudio de la misma Recopilación y del primer suplemento de leyes formado por el propio don Juan de la Reguera, manifestó muchos de los mismos defectos que en su Juicio crítico advierte Marina, observa, que si sólo se hubiera limitado a contestar aquél en su obra con pruebas de hecho, hubiera ejecutado un trabajo árido; pero ha sabido amenizarlo, y hacer agradable su lectura con la abundancia de sus conocimientos y noticias, desenvolviendo en el último artículo con precisión y claridad, y haciendo ver cuán útil sería llegar a formar un buen código nacional, clasificado en todos los ramos de la pública administración y los de la prosperidad general del reino.

Así pues, reconociendo la Junta el mérito de la obra de Marina, con sujeción siempre al mejor parecer de V. A. (cuyas superiores luces respeta), y teniendo en consideración que pueden influir bastante sus trabajos en las mejoras de nuestra legislación y, particularmente, por corresponder a las sabias instituciones y deseos del gobierno, que tantos años hace trabaja con loable celo y constancia en perfeccionar el Código Nacional; es de parecer, que no conteniendo la obra cosa que se oponga a nuestra santa religión, a las buenas costumbres y a las regalías de Su Majestad, será conveniente que se conceda al autor, en conformidad a las leyes del Reino, la licencia para su impresión, según la solicita; pues, entretanto que llegan a cumplirse las esperanzas y loables deseos del gobierno, puede facilitarse con su publicación a los magistrados, jueces y letrados, una segura guía para no enredarse en el intrincado laberinto de nuestra actual legislación, inspirando también a la juventud estudiosa y, principalmente, a la que se aplica a la carrera de la jurisprudencia, el amor a esta clase de conocimientos tan útiles bajo las reglas de la sana crítica.

Madrid, 28 de enero de 1819.

Don Francisco Xavier de Remón, decano. Don Juan Isidoro Pérez, ex-decano, diputado primero. Don José Hernández Martínez, ex-decano, diputado segundo. Don José García del Valle, ex-decano, maestro de ceremonias. Don Sebastián Martín López, diputado tercero. Don Juan Antonio Heredia, diputado cuarto. Don Antonio Martel y Abadía, tesorero. Don Pedro Pérez Juana, secretario del Colegio. Don Wenceslao Argumosa, secretario del Montepío. Don Julián Díaz de Yela, contador del Colegio y Montepío.

Introducción1

Me hallé sorprendido con un oficio de don Bartolomé Muñoz, su fecha 4 de setiembre de 1815, en que de Orden del Consejo me remitía copia certificada del recurso que le había hecho don Juan de la Reguera Valdelomar, con el empeño de purificar la Novísima Recopilación de los defectos que se hayan notado en ella, cuyo tenor es el siguiente:

«M. P. S.-Con el justo empeño de purificar la Novísima Recopilación de los verdaderos defectos que se le hayan notado de resultas de su estudio y uso en los diez años desde su publicación, y con el recto fin de vindicarla de los falsos vicios que se le han atribuido por algunos émulos de mis trabajos, manifesté a S. M. mis sentimientos en representación que con Real orden de veinte y seis de enero último se remitió al Consejo, para que consultase sobre los defectos advertidos endicho Código, para su reforma en el segundo suplemento que debe publicarse de él. A este fin se ha mandado que la Sala de Alcaldes, las Chancillerías y Audiencias las Universidades y los Colegios de Abogados, en el preciso término de quince días informen al Consejo las observaciones que hayan hecho del uso y estudio de dicha Recopilación y de su primer suplemento, defectos que hayan advertido y correcciones que deban hacerse; y en el caso de que no hayan notado hasta el día que pueda hacerse enmienda alguna, lo manifiesten así, para que el Consejo pueda consultar a S. M. con el debido conocimiento lo que considere oportuno.

Con el mismo fin debo hacer presente a V. A. que D. Francisco Martínez Marina, individuo de la Academia de la Historia, en su Ensayo histórico crítico sobre la antigua legislación, publicado en mil ochocientos ocho, hablando de la Novísima Recopilación la reconoce en el número cuatrocientos cincuenta y seis, folio trescientos noventa y ocho, «por tesoro de jurisprudencia nacional; rico monumento de legislación; obra más completa que todas las de su clase publicadas hasta ahora; variada en su plan y método, reformada en varias leyes suprimidas por oscuras, inútiles o contradictorias», pero añade, que carecería de muchos defectos considerables que se advierten en ella, anacronismos, leyes importunas y superfluas, erratas y lecciones mendosas, copiadas de la edición del año de mil setecientos cincuenta y cinco, si la precipitación con que se trabajó esta grande obra, por ocurrir a la urgente necesidad de su edición hubiera dado lugar a un prolijo examen y comparación de sus leyes con las fuentes originales de donde se tomaron. Siendo ciertos tales defectos, deben proponerse y especificarse en dicho expediente general para su reforma con arreglo a lo mandado en la cédula puesta por cabeza del código; pero siendo falsos, como lo es la edición del año de setecientos cincuenta y cinco, de que supone copiadas las leyes de la Novísima, exige la justicia que se destierren del público el error y escándalo de unas expresiones a ninguno permitidas contra una obra respetable por todos conceptos; autorizada por el Soberano y su Consejo pleno, examinada y rectificada por algunos de sus ministros y fiscales, y ejecutada por un comisionado que tiene reunidos en ella los trabajos de su vida y fundado su mayor honor y mérito en haber correspondido con todo su esfuerzo a la confianza de tan arduo encargo, sin exigir premio ni otro interés, que el servicio del Rey y del público; y que puede gloriarse de que ningún otro comisionado aun en obras de inferior e ínfima clase podrá presentarle igual ejemplar de desinterés y falta de premio. Con el objeto pues de purificar mis trabajos de verdaderos defectos y de vindicarlos de los falsos, fines ambos a que se dirige el citado expediente consultivo. Suplico a V. A. se sirva mandar que el mencionado don Francisco Martínez Marina dentro de tercero día especifique distinta e individualmente cuántos y cuáles son los defectos considerables y anacronismos que se advierten en la Novísima Recopilación, cuáles y cuántas son las leyes importunas y superfluas, las erratas y lecciones mendosas que se notan en ella, y dónde existe la citada edición del año de mil setecientos cincuenta y cinco, de que supone copiadas las leyes de la Novísima, y que formándose pieza separada e instructiva de este recurso y su respuesta, se me entregue para exponer lo demás conducente a los propuestos fines, para que sobre odo pueda resolver el Consejo lo que estime propio de su justificación.»

Confieso con ingenuidad que no he conocido ni conozco de trato ni aun de vista a don Juan de la Reguera, y únicamente sé que existe hace muchos años en Madrid un letrado de aquel nombre que desde el año de 1798 ha dado al público muestras de su laboriosidad y afición al estudio de la antigua y moderna legislación nacional en varias obritas impresas sucesivamente en diferentes años, adornadas de prólogos históricos en que presenta reunidas las especies y noticias que sobre nuestros códigos legales ya antes nos habían dejado Sotelo, Burriel, Aso y Manuel.

Ignoro igualmente si don Juan de la Reguera ha tenido o tiene émulos de sus trabajos literarios; lo que por desgracia sucede con bastante frecuencia, mayormente cuando éstos no son tan apreciables como considerados y atendidos, y el honor y premio sobrepujan a su intrínseco valor, y no guardan proporción alguna con su mérito. Mas todavía puedo asegurar de mí que no soy ni he sido émulo del querellante, pues teniendo ocasión oportuna cuando escribí el Ensayo histórico para criticar por lo menos con cierta apariencia de verdad sus extractos legales y noticias históricas, y descubrir individualmente las fealdades e imperfecciones de la Novísima Recopilación, no me pareció que éste fuese digno objeto de mis investigaciones, y aunque íntimamente enlazado con el argumento del Ensayo, la política y el respeto debido al carácter de ciertas personas que promovieron y aceleraron la empresa e intervinieron con sus luces o influjo en aquella copilación, dictaban imperiosamente reservar el juicio imparcial de ella para tiempos más bonancibles y serenos, en que sin temor ni sobresalto se pudiese descubrir la verdad.

Y si bien en una u otra vez procuré advertir ya en general, ya en particular, algunos descuidos en que incurrió don Juan de la Reguera, he procedido en esto con la mayor moderación y de un modo de que no debiera darse por ofendido. Porque los literatos que aman la verdad, no aborrecen la luz, ni deben reputar por émulos, sino por amigos, a los que les facilitan medios de mejorar sus ideas y sus obras. Pude entonces desacreditar las del redactor, si es que tienen crédito en la república literaria; pero siempre he pensado que conviene no arredrar a los que se esfuerzan en hacer lo que pueden para ilustrar a sus semejantes, ni entorpecer los conatos de los que se dedican a un objeto tan importante y raro en España como es el estudio de la historia de la legislación nacional. El juicio y censura y calificación del mérito de semejantes obras es necesario dejarlo a la opinión del público ilustrado, único juez competente en este género de negocios y litigios.

Si don Juan de la Reguera se sintió agraviado y ofendido, debió en calidad de literato comparecer ante este inflexible tribunal, como lo hizo en el año de 1799 representándole en una obrita que él llama Historia de las leyes de Castilla, los vicios, errores y defectos en que incurrieron los copiladores de las leyes del Reino; la falta de orden y método; los anacronismos, leyes superfluas inútiles, contradictorias, anticuadas, importunas, de que están sembradas todas las ediciones de la Recopilación desde la de 1567 hasta la de 1775; y me persuado que el público habrá recibido con agrado estos importantes avisos del historiador. Por lo menos yo no sé que nadie se haya quejado ni tenido derecho para delatarle a ningún tribunal de justicia por tan oportunas y saludables instrucciones.

Todavía pensaba de esta manera y persistía en las mismas ideas cuando, én el año de 1808 hizo segunda edición del Extracto de las leyes de las Siete Partidas. Acalorada entonces su imaginación por la verdadera o falsa idea de que el público estaba engañado o poco satisfecho de sus trabajos y tareas literarias a causa de falsos rumores y siniestros informes esparcidos por sus émulos, le presentó una apología intitulada Advertencias con que satisface y desengaña al público el autor de este extracto. Teje en ella el numeroso catálogo de sus obras, la aprobación del Consejo, los elogios de sus fiscales y las confianzas que ha merecido del Gobierno. Pondera con una moderación sin ejemplo la multitud y gravedad de los encargos, lo ímprobo de los trabajos y la extraordinaria celeridad con que ha llevado hasta el cabo sus empresas.

«El grande interés, dice, con que el Rey, su Consejo y ministro promovían la decretada reforma de la Recopilación me obligaron a convertir todos mis trabajos a esta urgente importante obra en que se habían invertido sin fruto por otro comisionado, los diez años desde el de 1775 a 85: de suerte que en dos años, a mi propia costa y sin auxilio alguno para el desempeño de mi comisión, ejecuté los trabajos que reconocidos por el Consejo y sus fiscales se graduaron muy superiores a los que mi predecesor Lardizábal hizo en diez años, y así lo representó este tribunal en su consulta de 18 de Mayo de 801. Concluye en fin su apología con este razonamiento, dechado de modestia: «Hasta aquí he advertido al público de lo que conduce para satisfacerle con las justas y graves causas que por tiempo de ocho años han suspendido el cumplimiento de mi oferta; y también para desengañarle del mal concepto que contra el buen desempeño de ella ha procurado introducir de palabra, por escrito y aun en papeles anónimos la emulación indigna de algunos letrados individuos de la Real Academia de la Historia. Debiendo estos proteger, adelantar y mejorar con sus trabajos los míos, ejecutados con el tesón, desinterés y esmero que reconoció y admiró el Consejo en sus citadas consultas, reunieron y combinaron sus fuerzas para impedir el fruto de ellas en el buen estudio y ejercicio de nuestra sabia legislación, procurando confundirla con nuevas extravagantes opiniones, impertinentes noticias y maliciosas suposiciones de hechos en que los desmiente la verdad y justicia de mi causa.»

No conviene distraernos a examinar la cuestión de si el público se dejó seducir o estuvo por algún tiempo, engañado acerca del mérito literario de don Juan de la Reguera, ni sufre el presente escrito que nos ocupemos en averiguar cuál haya sido el juicio de los doctos sobre sus obras, ni si empeoró o mejoró con la actual apología el estado de su causa. Mas si he de decir lo que siento, el apologista descubrió el cuerpo demasiado, y por un efecto de candor y sinceridad, que forman su carácter, se ha puesto por blanco de los tiros de la maledicencia. Algunos, abusando de sus palabras e interpretándolas siniestramente, le acusarán, quién de osado y atrevido, quién de orgulloso y altanero; unos dirán que es más hombre de ímpetus que de letras, y otros que su apología está tan vacía de razones como llena de desvaríos. Por lo que a mí toca, puedo asegurar que estoy sumamente agradecido al apologista, y no menos satisfecho de sus eruditas advertencias. Porque habiendo visto y leído el Ensayo histórico crítico, y en él la censura y juicio de la Novísima Recopilación, lejos de darse por ofendido, disimuló, calló, guardó profundo silencio, contentándose solamente con trasladar algunas proposiciones relativas a la última edición de las Siete Partidas y prometiendo «que reservaba para la Historia del Derecho español que tengo a mi cargo la censura de estas proposiciones y de otros errores que contiene el difuso Ensayo», partido excelente y digna de un literato honrado y juicioso.

Mas por desgracia, don Juan de la Reguera abandonó en la presente coyuntura este partido, cambió de opinión y de ideas, y temeroso de presentarse en pública palestra, según lo había prometido; y no esperando que se le administrase justicia en el juzgado de la república literaria y sintiéndose agraviado, interpuso apelación para ante el Supremo Consejo de Castilla, como si se tratara de asuntos de gobierno, de justicia entre partes o de algún derecho de propiedad; mostrando en la elección de este medio indecoroso entre literatos, y reprobado por los doctos, y que no es el más adecuado para arribar al conocimiento de la verdad, mostrando, digo, en este procedimiento cobardía y desconfianza en los fundamentos y razones de su causa y dando al mismo tiempo ocasión a los malévolos para atribuirle el malicioso pensamiento de sorprender, si fuera posible, al Consejo y arrancar de él una resolución precipitada.

Estoy muy distante de pensar, ni aun siquiera de imaginar, que el noble corazón de don Juan de la Reguera fuese capaz de abrigar en su seno aquel pensamiento, Tan depravada intención no se compadece ni es compatible con su acreditada honradez y cristiandad. Y no dudo que razones poderosas y motivos reservados le habrán obligado a hacer este recurso. Empero, como es liberal y franco, no se agraviará de que usando yo de la misma franqueza le advierta amistosamente que su recurso, oportuna y tolerable en el año de 1808, es intempestivo ahora en el de 1815. Si tuvo razones para quejarse, debió hacerlo entonces y no ahora. Entonces, cuando estaban recientes y abiertas las llagas y vivas las injurias, si las hubo. Entonces, cuando el Ensayo histórico todavía no se diera a conocer, ni había corrido por las provincias de España, ni volado a Inglaterra y Alemania, y era fácil sofocar su doctrina e impedir que cundiese por el Reino la impostura de tantos defectos como en él se atribuyen al novísimo, al mejor, al más bien ordenado, más copioso, más perfecto y acabado código de cuantos se han publicado en España. Entonces, cuando ofendido de lo que don Juan Sempere y Guarinos había escrito acerca del Fuero de Sepúlveda, publicado por el mismo redactor a continuación del extracto de las leyes del Fuero Viejo de Castilla, dirigió a S. M. un recurso en defensa de la verdad y del honor, logrando por este medio obligar al autor del desafuero al desagravio y a cantar la palinodia. Entonces, cuando representó con igual celo que energía contra el autor anónimo de la «Carta sobre el modo de establecer el Consejo de Regencia», por haber dicho que la «Novísima Recopilación es obra indigesta y llena de errores desde su principio: fárrago de documentos de legislación y de historia». Noticia que nos conservó el redactor en una nota de las mencionadas Advertencias. «Espero, dice, la pública satisfacción de esta injuria del Consejo y Junta Central, donde la tengo solicitada, pretendiendo se recoja la Carta, prohiba su curso, y obligue a su autor a manifestar las razones con que se ha atrevido a desacreditar la Novísima Recopilación.»

En medio de estas declamaciones y acalorados procedimientos, hijos naturales de su ardiente celo, no halló don Juan de la Reguera qué decir, alegar ni oponer judicial ni extrajudicialmente contra el autor del Ensayo. El silencio que observó en esta época sobre la censura y juicio crítico que allí se hizo del novísimo código, es el mejor garante de la inocencia de su autor, y un respetuoso y tácito reconocimiento de la justificación y solidez de dicha censura. Yo puedo asegurar que he disfrutado quieta y pacíficamente de este buen concepto no solamente por año y día, sino por espacio de siete años consecutivos, sin que hasta ahora ninguno, me haya turbado ni inquietado en la posesión de aquella opinión. Luego tengo a mi favor el derecho de prescripción, y el recurso hecho actualmente por don Juan de la Reguera, parece que no debió admitirse, antes sí desecharse como intempestivo.

Sin embargo, el Consejo que en el año de 1808 desatendió la representación que este interesado le había hecho contra el autor anónimo de la mencionada. Carta, por lo cual tuvo que reproducir o instaurar su solicitud en la Junta Central; ahora, variadas las circunstancias y dirigido por principios más altos y superiores a las insinuadas consideraciones, y con el deseo de promover y acelerar el expediente sobre defectos de la Novísima Recopilación, tuvo a bien abrigar el nuevo recurso de don Juan de la Reguera, y resolver que se me diese traslado, «a fin de que dentro del término de nueve días especifique V. S. distinta e individualmente cuántos y cuáles son los defectos considerables y anacronismos que se advierten en la Novísima Recopilación, cuáles y cuántas son las leyes importunas y superfluas, las erratas y lecciones mendosas que se notan en ella, y dónde existe la edición del año de mil setecientos cincuenta y cinco, de que V. S. supone copiadas las leyes de la Novísima.»

En cumplimiento de esta orden, en que tanto brilla la prudencia, la justicia y el amor del bien público, y deseando contestar de un modo satisfactorio y aun llenar las intenciones del Consejo, después de haber examinado y puesto ante los ojos la extensión, importancia, peligros y dificultades del asunto, dirigí a S. A., con fecha de 7 de setiembre de 1815, la siguiente exposición:

«Señor: D. Francisco Martínez Marina, canónigo de la Real Iglesia de S. Isidro, expone haber recibido un oficio de D. Bartolomé Muñoz con fecha de 4 de setiembre de 1815, por el cual se le hace saber la orden de V. A. en que se le manda que dentro del término de nueve días especifique distinta e individualmente cuántos y cuáles son los defectos considerables y anacronismos que se advierten en la Novísima Recopilación: cuáles y cuántas son las leyes importunas y superfluas, las erratas y lecciones mendosas que se notan en ella.

Al exponente le ha servido de gran complacencia y satisfacción esta providencia de V. A. tanto por el celo que manifiesta en ella de promover la perfección del principal cuerpo legislativo de estos reinos, cuanto porque le proporciona ocasión de trabajar una obra que podrá ser útil a la generación presente y no menos interesante a la posteridad. ¡Ojalá que se hallase ahora con las fuerzas del cuerpo y espíritu y con los auxilios literarios que disfrutaba en los años de 1806 y 1807 en que se coordinó y extendió el Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación de Castilla, donde se hallan las cláusulas que el redactor de la Novísima Recopilación copió fielmente e insertó en la representación que motiva este escrito, y otras que no leyó o no tuvo por conveniente indicarlas a V. A. y son las siguientes:

Nuestro ilustrado gobierno que aspira más eficazmente que nunca a la reforma y a la perfección de la jurisprudencia nacional, quiere que se indiquen los medios de arribar a tan importante objeto; y la majestad de Carlos IV previene con gran prudencia en la Real cédula confirmatoria de la Novísima Recopilación, que podrían anotarse los defectos advertidos en los códigos legales que por de pronto no se pudiesen remediar, para que con el tiempo se corrijan. Los literatos españoles y los jurisconsultos sabios llegaron ya a convencerse que sería obra más fácil y asequible formar de nuevo un cuerpo legislativo, que corregir los vicios e imperfecciones de los que todavía están en uso y gozan de autoridad. Desde luego reconocen en la Recopilación, el primero, el más importante y necesario, defectos incorregibles por su misma naturaleza: obra inmensa y tan voluminosa, que ella sola acobarda a los profesores más laboriosos: vasta mole levantada de escombros y ruinas antiguas: edificio monstruoso, compuesto de partes heterogéneas y órdenes inconciliables: hacinamiento de leyes antiguas y modernas, publicadas en diferentes tiempos y por causas y motivos particulares y truncadas de sus originales, que es necesario consultar para comprender el fin y blanco de su publicación. Por lo cual un sabio magistrado que había invertido muchos años en el examen de la Recopilación dijo oportunamente, y escribió en el año de 1808, que este cuerpo legal era un fárrago de legislación y de historia.

Aunque estaba persuadido hasta el convencimiento de estas verdades, no tuvo por conveniente demostrarlas individualmente ni ocuparse en hacer los apuntamientos convenientes, ni se ha dedicado a un trabajo que bien lejos de entrar en el plan de su obra, necesariamente le había de distraer de su principal intento. Fuera de que ni había la suficiente libertad para emprender este examen, ni lo permitían las circunstancias políticas del tiempo, ni lo sufría el estado de nuestras opiniones y literatura: por que como dijo un erudito ministro del Rey: «las ciencias dejaron de ser para nosotros un medio de buscar la verdad, y se convirtieron en un arbitrio para buscar la vida. Multiplicáronse los estudiantes, y con ellos la imperfección de los estudios, y a la manera de ciertos insectos que nacen de la pudredumbre y sólo sirven para propagarla, los escolásticos, los pragmáticos, los casuistas y malos profesores de las facultades intelectuales envolvieron en su corrupción los principios, el aprecio y hasta la memoria de las ciencias útiles.» Cuando se lleguen a disipar estos nublados, cuando se perfeccione entre nosotros la educación literaria, cuando se progrese en el buen gusto y en el arte de razonar, cuando no se opongan obstáculos a la luz que brilla y resplandece en otros países, cuando se rectifique la opinión pública y se generalice la ilustración y la sabiduría; entonces se conocerá la necesidad, y se tratará seriamente de formar un código legislativo digno de la nación española, por el estilo, orden y método de los que se han publicado en Francia, Prusia y Austria, y la Recopilación en el estado que hoy tiene, sufrirá la suerte, vendrá a parar en lo que otros muchos libros de su mismo metal y jaez que sólo aprovechan para envolver especias.

Añádese a esto, que el redactor, aunque bien enterado de la crítica que se había hecho de la Recopilación, tanto de la Nueva como de la Novísima, tuvo por conveniente disimular, calló y guardó profundo silencio: ¿por qué no reclamó en aquella época? ¿Por qué ha esperado hasta ahora, dejando pasar nada menos que siete años? ¿Por qué exige hoy que se le conteste en tres días? ¿Cuándo se habrá hecho al Supremo Tribunal de la nación una súplica de esta naturaleza? ¡En tres días justificar individualmente todos los anacronismos que se encuentran en la Recopilación! ¡En tres días mostrar cuántas y cuáles son las leyes importunas y superfluas de este código! ¡En tres días especificar las erratas, lecciones mendosas y defectos de sus leyes! ¡En tres días hacer un trabajo más prolijo y molesto y dificultoso y delicado y útil que el de haber redactado la Recopilación!

Señor, el exponente que ha dado repetidas pruebas de laboriosidad y contribuido por su parte a promover la ilustración pública, no se desentiende de cumplir la orden que se le ha comunicado, antes quisiera llenar los deseos de V. A. Ni rehúsa el insinuado trabajo y está pronto a consagrarse a esta empresa, si V. A. le autoriza para ello, si le deja libertad, si le proporciona tiempo y auxilios literarios para desempeñarla: a saber, un ejemplar de la Novísima Recopilación, obra de que carece porque no es de su instituto, y los códices manuscritos comprensivos de los Ordenamientos de Cortes, que para otros fines ha examinado en la Real biblioteca de Madrid, y hoy paran en la de S. Lorenzo del Escorial. El examen y cotejo de estos códices debió preceder la coordinación de las leyes recopiladas; y es necesario que sea el cimiento de la obra que ahora se propone. V. A. acordará lo que estime mas útil y conveniente.»

Visto por el Consejo, no tuvo por conveniente adoptar el indicado plan, ni acceder a mi proposición, bien fuese por un prudente recelo y anticipado conocimiento de las dificultades que pudieran ocurrir en la recolección de los códices del Escorial, y en proporcionarme los auxilios y medios pedidos; o bien porque la lentitud inevitable en obra tan prolija no se compadecía con sus miras, ni con el deseo de llevar prontamente hasta el cabo el expediente de Recopilación. Así que, desentendiéndose de cuanto expuse en mi escrito, acordó lo que me dice don Bartolomé Muñoz, con fecha de 3 de octubre. «He dado cuenta al Consejo de lo que Vm. expone con fecha de 7 de setiembre próximo, a consecuencia de lo que de su orden le comuniqué en 4 sobre los defectos que advertía en la Recopilación; y en su vista se ha servido el Consejo mandar que Vm. dentro del preciso término de 8 días manifieste de qué documentos se valió para haber estampado en su obra del Ensayo histórico-crítico las expresiones sobre defectos de la Novísima Recopilación, que por la expresada orden se le mandó especificar distinta e individualmente. Lo que participo a Vm. de orden del Consejo para su cumplimiento; y del recibo de ésta me dará aviso.»

Aunque no he podido comprender el sentido y extensión de esta orden, ni el objeto y blanco que se dirige, respondí, sin embargo, en 9 de octubre, y dije: «Señor, V. A. ha mandado que D. Francisco Martínez Marina, dentro del preciso término de ocho días, manifieste de qué documentos se valió para haber estampado en su obra del Ensayo histórico-crítico las expresiones sobre defectos de la Novísima Recopilación. Y si bien por la anterior exposición que con fecha de 7 de setiembre hizo a V. A. parece quedar suficientemente satisfecha esta pregunta, todavía por un efecto de respeto a la orden y resolución del Consejo, dice: que los documentos de que se ha valido para formar aquel juicio crítico sobre la Nueva y Novísima Recopilación fueron la misma Recopilación y los manuscritos comprensivos de la mayor parte de sus leyes, citados en el epígrafe de ellas, y que para otros fines pudo consultar en aquella época. Añádase a esto los documentos de la razón, del buen juicio, de una sana crítica, de las reglas que proporciona el arte de pensar, los cánones de la historia, de la cronología, en fin las máximas e ideas que los sabios nos dejaron sobre la calidad y naturaleza de la ley, y sobre el orden, método y claridad y concisión de un código legal: que es cuanto tiene que decir en cumplimiento del mandamiento de V. A. sin olvidar lo que ha expuesto y prometido en su anterior escrito.»

Con fecha de 11 de noviembre me pasó otro oficio don Bartolomé Muñoz en el cual, después de recapitular lo contenido en las órdenes y respuestas antecedentes, me dice lo que sigue: «Entregado el expediente formado en el asunto al referido D. Juan de la Reguera, ha solicitado fundado en las razones que ha expuesto en su escrito de 23 de Octubre, que el Consejo se sirva declarar no haber cumplido Vm. su obligación de especificar distinta e individualmente los defectos generales publicados en sus dos obras del Ensayo histórico-crítico y Teoría de las Cortes contra la Novísima Recopilación, con desprecio de tan respetable autorizado código, y con criminal abuso de la libertad de imprenta en el tiempo de la revolución del reino: y que en su consecuencia se mande suspender la venta y curso del Ensayo y Teoría con el embargo de sus ejemplares, anunciándose en la Gaceta para desvanecer el erróneo concepto a que ha podido inducir al público la falsa suposición de tales defectos: entendiéndose sin perjuicio de los demás derechos que le correspondan, y de qué protesta usar contra Vm. y otros que expresa.»

«Enterado de todo el Consejo se ha servido resolver que si en el término de seis meses, que se conceden a Vm. perentorios, no manifestase distinta e individualmente los documentos de que se valió para haber estampado en su obra del Ensayo histórico-crítico las expresiones que contiene sobre defectos de la Novísima Recopilación, procederá el Consejo a hacer la declaración que solicita don Juan de la Reguera en su expresado escrito. Y de orden del Consejo lo participo a Vm. para su inteligencia y cumplimiento, dándome aviso del recibo de ésta.»

Jamás he podido persuadir que el Consejo, siempre prudente, circunspecto y justificado, procediese a hacer la declaración ni a decretar lo que en su escrito pide don Juan de la Reguera; declaración que, además de comprometer el honor de tan acreditado y respetable Tribunal, carecería de fruto y de efecto, porque no existiendo ya venales los ejemplares del Ensayo, tampoco puede tener lugar el embargo, y una declaración en puntos de erudición y literatura hecha por un tribunal de justicia, aunque sea el más autorizado, no alcanza ni es suficiente para cambiar las ideas de los literatos, ni para mudar la opinión pública. Empero entendiendo que el Consejo estaba decidido y deseaba que me dedicase en el término señalado a hacer algún trabajo sobre la presente materia, le emprendí por corresponder a sus intenciones y servir al público. Los apuntamientos y observaciones que habían de servir de fundamento a la obra se multiplicaron demasiado, consumieron la mayor parte del tiempo; y concluido el plazo de los seis meses, dirigí al Consejo, con fecha de 20 de mayo de 1816, la siguiente exposición:

«Señor: Don Francisco Martínez Marina, canónigo, de la Real Iglesia de San Isidro, enterado por oficio que le comunicó don Bartolomé Muñoz con fecha de 11 de noviembre de 1815, de que V. A. se ha servido resolver que en el término de seis meses manifieste distinta e individualmente los documentos de que se valió para haber estampado en la obra del Ensayo histórico-crítico las expresiones que contiene sobre defectos de la Novísima Recopilación; en cumplimiento de esta orden reproduce la misma respuesta que dio al Consejo con fecha de 9 de octubre de 1815, y añade que aquella censura y juicio crítico fue resultado del examen y cotejo de todos los cuerpos e instrumentos legales antiguos y modernos de nuestra nación, señaladamente el Fuero Real, el Ordenamiento de Alcalá; las peticiones y respuestas, leyes y Ordenamientos de todas las Cortes que se celebraron en Castilla desde las de Valladolid de 1325 hasta las de Toledo de 1480; las Ordenanzas Reales de Montalvo; el raro libro de las Pragmáticas, publicado e impreso en el año de 1503; las peticiones y respuestas y pragmáticas de las Cortes que se tuvieron en los últimos siglos desde el año de 1515 hasta el de 1611; y, en fin, una gran multitud de cédulas y pragmáticas de diferentes tiempos y edades, que andan dispersas, y de que la Real Academia de la Historia tiene una muy buena colección. Estos son los documentos que tuvo a la vista, y de que se aprovechó directamente para formar la obra del Ensayo histórico-crítico, y habiéndolos cotejado y conferido con la Nueva y Novísima Recopilación, a fin de apurar la verdadera y genuina lección de sus leyes, encontró es ellos harto fundamento para hacer la censura y juicio crítico que ha motivado el presente expediente.

»En cuanto a la declaración y demás que pide don Juan de la Reguera en su escrito de 23 de octubre, debe decir, que esta solicitud es importuna, injusta y desvariada, ora se considere con relación al objeto a que se dirige, ora con respecto a las razones y motivos en que la funda. Porque la cuestión suscitada es una cuestión de hecho, y asunto de pura crítica, erudición y literatura. Nadie ignora que semejantes litigios no corresponden por su naturaleza a los tribunales de justicia. Los que están destinados para administrarla no tienen obligación de ser eruditos. La inviolable integridad de un juez no tiene enlace ni conexión esencial con lo que se llama amena literatura. El magistrado público como tal está inhibido de entender y de fallar en pleitos de la república literaria, y su autoridad ceñida a las materias de derecho, de justicia y de gobierno.

»Añádese a esto que el exponente de ninguna manera se cree constituido en la obligación de responder a las preguntas ni a las dificultades del redactor de la Novísima. Siguiendo las justas ideas y sanas intenciones de la majestad de Carlos IV, y los pasos que en este camino dieron algunos eruditos, ha indicado con la posible moderación los defectos generales del novísimo Código, y dicho lo suficiente para que don Juan de la Reguera abriese los ojos, y para que consultando los principios de filosofía legal y reglas de crítica, y cotejando de nuevo las leyes recopiladas con sus originales, se convenciese de los muchos defectos con que las dio a luz, y de haber incurrido en los mismos que él advirtió y justamente censuró en las precedentes ediciones. Con este aviso y «saludable» amonestación, debiera haber tratado de corregirlos y de prepararse para otra edición más pura, exacta y metódica. En los siete años que han pasado desde que se publicó el Ensayo tuvo oportunidad y ocio para emprender este trabajo tan loable y digno de un letrado a quien el Gobierno quiso confiar una obra de tanta importancia por sus resultados y consecuencias.

»El exponente reconoce todavía esta obligación, por que V. A. tuvo a bien imponérsela. ¿Pero se ha negado a desempeñarla? Conoció, sí, la odiosidad y dificultades de la empresa, y cuan arduo, penoso, desagradable y prolijo había de ser este trabajo. Sin embargo, respetando las órdenes de V. A. contestó con fecha de 7 de setiembre que estaba pronto a cumplir lo que se le prevenía, si el Consejo le autorizaba para ello, y le proporcionaba los indispensables auxilios literarios, tiempo y libertad para manifestar sus sentimientos. Habiéndose desentendido el Consejo de esta propuesta, ¿podrá justamente declarar que el autor del Ensayo faltó a su obligación? Si se le hubiera mandado que manifestase algunos defectos, anacronismos y errores advertidos en la Novísima, no sería difícil desempeñar este encargo en ocho días, y mejor y con más extensión en seis meses; pero mostrar todos, cuántos y cuáles son los defectos del nuevo Código, no es obra de poco tiempo, sino de muchos años; obra más ardua, difícil y complicada que juntar y copilar las leyes, para lo cual apenas se necesita más que tener buenos copiantes y amanuenses. Y si don Juan de la Reguera invirtió algunos años en esta operación, ¿cuántos no serán necesarios para recorrer esa inmensa biblioteca legal, y entrar en la discusión crítica de sus leyes, y para confrontarlas con sus originales?

»Los argumentos que alega don Juan de la Reguera en apoyo de su pretensión se reducen a paralogismos, razones especiosas, palabras vagas y que no se acomodan al lenguaje de la verdad. En todos los escritores es sumamente recomendable la modestia. Los verdaderos literatos huyen de personalidades. Don Juan de la Reguera incurrió en este defecto cuando dice: que el autor del Ensayo ha criticado la Novísima Recopilación con desprecio de tan respetable autorizado código. ¿Qué objeto pueden tener estas expresiones sino deslumbrar, preocupar y sorprender a V. A.? El redactor confunde las ideas, cambia los frenos e identifica una acción criminal con lo que es justo e inocente. El autor del Ensayo no habló mal de las leyes ni de la persona del copilador; no criticó las soberanas resoluciones, ni exhortó a la desobediencia de ellas. Esto seria turbar el orden y un desprecio criminal del código y del supremo legislador. Su autoridad es sagrada; ¿pero se vulnera ésta por el hecho de manifestar que el sujeto o sujetos que entendieron en la redacción de las leyes pudieran errar, y que con efecto erraron? ¿No es conciliable con el respeto debido a nuestro Código la crítica de los trabajos del copilador? Dejar de advertir aquellos defectos en una obra cuyo objeto fue mostrar el estado de la jurisprudencia y legislación española en sus diferentes épocas, sería omisión culpable y sacrificar a un respeto mal entendido el descubrimiento de la verdad. Pregúntesele a don Juan de la Reguera ¿si faltó al respeto debido al Código nacional por haber descubierto y mostrado en el año de 1799 los inumerables vicios y defectos de que están sembradas todas las antiguas ediciones de la Recopilación? ¿No se hallaban sancionadas por nuestros soberanos, y tan autorizadas como la Novísima? Sin embargo, don Juan de la Reguera se creyó con derecho y pensó hacer un beneficio al público en manifestar aquellos errores y defectos. ¿Pues qué razón habrá para que al autor del Ensayo, que no hizo más que seguir los pasos de don Juan de la Reguera, se le acuse de haber faltado al respeto debido a tan autorizado Código?

»Añade don Juan de la Reguera que el autor del Ensayo procedió en su crítica y censura con criminal abuso de la libertad de imprenta en el tiempo de la revolución del reino. El exponente le perdona la injuria, y se abstiene de calificar esta proposición; pero no puede disimular su falsedad. El Ensayo se escribió en los años de 1805 y 1806, y en cumplimiento de lo que dispone la ley XLI, tít. XVI, libro VIII, Novis. Recop., se presentó al juez de imprentas, para obtener facultad de imprimirlo. Habiendo sufrido el examen de los dos censores, regio y eclesiástico, fue aprobada la obra y aun elogiada; y comenzada la impresión en el año de 1807 con las licencias que prescribe la ley, no se pudo concluir hasta bien entrado el de 1808. ¿Pues cómo se aventuró don Juan de la Reguera a asegurar delante de V. A. que el autor del Ensayo abusó criminalmente de la libertad de imprenta cuando no existía esta ley ni aún había comenzado la revolución? Y si bien la Teoría se trabajó y publicó en aquella época, tampoco pudo afirmarse que su autor hubiese abusado de la ley protectora de la libertad de escribir; porque lo que en esta obra se dice de la Novísima es una mera indicación sin diferencia de ideas de lo que más extensamente se había escrito en el Ensayo.

»Esto es, Señor, lo que el exponente tiene que responder en contestación a lo alegado por don Juan de la Reguera y en cumplimiento de la orden de V. A. Con lo cual queda por su parte concluido el expediente. Y en virtud y vista de todo, tomará V. A. la resolución que más justa y conveniente le pareciere.

»Sin embargo, como este expediente se ha divulgado demasiado, y los curiosos y literatos desean y aun esperan que se ponga en claro tan importante cuestión, se ha resuelto el autor del Ensayo, por el decoro personal, por honor de la verdad, por el influjo que puede tener en las mejoras de nuestra legislación, y principalmente por corresponder a las intenciones y deseos de V. A., que hace más de doscientos años que trabaja con loable celo y constancia en perfeccionar el Código nacional, a extender una obrita con el título de Juicio crítico de la Novísima Recopilación. No pudo emprenderla hasta el mes de enero de este presente año; hubo necesidad de interrumpirla por causas y motivos inevitables; con todo eso está muy adelantada, y se persuade podrá concluirse dentro de dos meses. Entonces el autor la presentrá a V. A. para que en conformidad a lo que disponen las leyes del reino, le conceda licencia para imprimirla.»

Para evitar la monotonía, la oscuridad y confusión de que apenas se puede prescindir en este género de trabajos literarios, y hacer en cierta manera variado y ameno el presente escrito, que por su naturaleza es sumamente fastidioso y desagradable, he procurado clasificar los defectos e imperfecciones de la Novísima Recopilación, darles cierto orden y distribuirlos en otras tantas secciones o artículos.

Ruego encarecidamente a los lectores tengan paciencia para sufrir las imperfecciones de este escrito, y la bondad de disimular su incorrección y las impropiedades de lenguaje y estilo, así como la prolijidad, equivocaciones, inexactitudes, repeticiones y otros defectos inevitables en toda obra trabajada precipitadamente y sin oportunidad para limarla y darle la última mano.

Artículo Primero

Defectos consiguientes al sistema adoptado y seguido en todas las copilaciones de las leyes del Reino

No es ni ha sido jamás mi intención y propósito criticar las disposiciones de la voluntad soberana, ni reprender las atinadas providencias del Gobierno, ni erigirme en censor de las sabias leyes de la Recopilación, el primero, el más autorizado y respetable de todos los cuerpos legales de España y el libro más clásico de la nación. Mis investigaciones no se encaminan a un examen filosófico sobre la naturaleza y esencia de las leyes, ni a sembrar dudas sobre si están o no fundadas sobre razones y motivos de utilidad general; si emanan de este principio luminoso, y partiendo de este punto se dirigen a un solo centro que es afianzar la tranquilidad, prosperidad y seguridad del Estado, promover la gloria y riqueza nacional, y amparar al ciudadano en la pacífica posesión de sus derechos, vida, salud, reputación, propiedades, y proporcionarle todas las ventajas de la libertad civil.

2. Tampoco trataré si la ley, que debe ser fuerte nudo e indisoluble lazo que una y estreche mutuamente los ciudadanos y todos los miembros del cuerpo social, acaso los divide y los separa introduciendo entre ellos la emulación y la discordia. Si las leyes sobre administración de justicia, bajo cuya protección y al abrigo de su sombra descansa la seguridad del ciudadano, corresponden a los fines de un sabio e íntegro legislador: rectitud en los juicios, celeridad en los procedimientos, economía en las expensas; o, al contrario, si fomentan la eterna duración de los pleitos, la lentitud en los procedimientos, la inmensa prolijidad de los procesos; si multiplican los estorbos, embarazos y dificultades del foro; si autorizan fórmulas, sutilezas y solemnidades judiciales inconciliables con la brevedad y economía que exige el Derecho y la justicia natural; influyendo de este modo en aquella tan desagradable y penosa incertidumbre y perplejidad de las partes acerca del éxito de sus pretensiones, aún las más justas. Los gravísimos razonamientos y delicadas reflexiones que un sabio jurisconsulto pudiera hacer sobre tan importante materia, son ajenas de mi profesión y del argumento de este escrito. El Código legislativo de la nación española se halla concluido y promulgado, y lleva a su frente la marca y sello de la voluntad soberana. Basta esta sola circunstancia para conciliarle el mayor respeto y veneración.

3. Empero el supremo legislador no es responsable de los vicios accesorios, de los defectos accidentales de las leyes ni de las imperfecciones y errores en que por precipitación o descuido, preocupación o ignorancia hayan incurrido los que tuvieron el encargo de copilarlas y extenderlas. La copilación de un Código de leyes no puede ser obra de los príncipes, pues aunque son superiores a todos los hombres en autoridad y poder, no lo son ni les llevan ventaja en la sabiduría. Su educación, género de vida, circunstancias de su estado, deberes y obligaciones no les permiten consagrarse a las ciencias, ni les dejan tiempo oportuno para adquirir los conocimientos y detalles científicos que exige una obra de esta naturaleza. ¡Qué inmensos, qué profundos conocimientos!

4. Formar un Código completo de legislación, acomodado al carácter y genio nacional, capaz de proveer a todas las necesidades del Estado y del pueblo, análogo a los progresos de la civilización, a las ideas, opiniones y circunstancias políticas y morales producidas por las revoluciones pasadas; conciliando la brevedad con la integridad del cuerpo del Derecho: distribuir las materias generales y particulares, los géneros, las especies y aun los individuos bajo el orden y método que conviene; tirar una justa línea de demarcación entre las diferentes clases de leyes, del las cuales muchas se allegan y tocan en una infinidad de puntos, para que no se confundan, antes conserven el puesto y sitio que naturalmente les corresponde; extenderlas con pureza, esto es, sin mezcla de materias extrañas, en un estilo y lenguaje propio de la ley, claro, breve, conciso, y con toda la gravedad, nobleza, fuerza y armonía de que son susceptibles, es obra que exige una feliz reunión de los más exquisitos conocimientos, tanto en la jurisprudencia y ciencia de los Derechos como en la filosofía, lógica, gramática y letras humanas.

5. A proporción que se ha progresado en estos conocimientos disminuyeron respectivamente las imperfecciones de las copilaciones legales y se fueron disipando los envejecidos errores como con la presencia del sol las tinieblas. Desde el siglo decimoséptimo se hicieron en Europa algunas tentativas para mejorar el estado de la ciencia legal y la suerte del Derecho público y privado. Los esfuerzos de la razón y el influjo de la filosofía produjeron sucesivamente una multitud de códigos que dan honor a las naciones que los han promovido y a los príncipes que los sancionaron. Sin embargo, ninguno hay exento y libre de imperfecciones y defectos considerables. El Código dinamarqués del año de 1683, el más antiguo en su clase; el sueco, el Código Federico, el sardo, el teresiano, el francés, que, a mi juicio, se aventaja a todos, ni son completos ni están perfectamente acabados. Pero el Código español, la recopilación en cualquiera época que se considere, aunque más voluminoso y abultado, y acaso más copioso y abundante que aquellos, en mérito es inferior a todos, y sumamente defectuoso con relación a las calidades que tienen dependencia de la filosofía, de la lógica y gramática

6. Para calificar los vicios y defectos de nuestro Código, los he reducido a dos géneros: defectos necesarios y defectos voluntarios; los primeros, inevitables; los segundos se pudieron precaver y evitar. Estos han nacido y traen su origen de la impericia, descuido y negligencia de los copiladores, o de la precipitación con que trabajaron sus copilaciones. Aquéllos son un resultado y consecuencia precisa del pésimo sistema adoptado para la redacción del Código. ¿Qué es lo que se propusieron nuestros copiladores antiguos y modernos desde Alfonso de Montalvo hasta don Juan de la Reguera?, ¿cuál fue el blanco de sus trabajos y empresas? Primero, juntar todas las leyes del Reino en un volumen, bajo cierta división en libros y títulos; digo todas, esto es, antiguas y modernas, generales y particulares, pragmáticas con las nuevas decisiones y declaraciones, decretos y providencias de Gobierno. Segundo, trasladarlas íntegras de sus originales, copiarlas servilmente de su texto y letra, siguiendo en esto el modelo que les había dejado Montalvo, y acomodándose a las ideas que manifestaron los procuradores de las Cortes de Valladolid de 1523 por aquellas expresiones de la petición LVI: «que si todas las leyes del reino se juntasen fielmente en un volumen como están en los originales, será muy grande fructo e provecho».

7. Con efecto, éste fue el principal cuidado de los copiladores, y lo que expresamente se les ha encargado por el Gobierno, y dio a entender Felipe II en la Real cédula que precede a la Recopilación del año de 1567. «Algunas de las dichas leyes o por se haber mal sacado de sus originales, o por el vicio y error de las impresiones, están faltas y diminutas, y la letra de ellas corrupta y mal emendada.» Que es lo mismo que habían dicho mucho antes los procuradores de las mencionadas Cortes de Valladolid por estas palabras: «Las leyes de fueros e ordenamientos no están bien e juntamente compiladas. E las que están sacadas por ordenamiento de leyes que juntó el doctor Montalbo están corruptas e no bien sacadas.» Todas las Reales cédulas confirmatorias de las diferentes ediciones de la Recopilación, sin exceptuar la de Carlos IV, giran sobre este principio y se dirigen al mismo objeto, que fue reunir todas las leyes del Reino vivas y no derogadas, y estamparlas fielmente como se hallan en sus originales.

8. Este sistema, si así puede llarnarse, dimanó y tuvo su nacimiento de dos principios: primero, de la decadencia en que se hallaba el estudio de los Derechos. La nación española, que había hecho rápidos progresos en algunos ramos científicos, nada pudo adelantar, antes retrogradó en los de la jurisprudencia y buena filosofía, tanto que llegó a desconocer el peculiar mérito del Código de las Partidas, y en lugar de seguirlo que en ellas es tan digno de admiración, su bello sistema y admirable método, en lo cual acaso se aventaja a todos los modernos Códidos de Europa, adoptaron el sistema de las primeras y más antiguas copilaciones, las cuales se hicieron sucesivamente y por agregación, y poco más o menos, del mismo modo que se fueron construyendo las primeras poblaciones. Buscar un plan, orden y método en esta aglomeración de leyes, en el inmenso cúmulo de providencias antiguas y modernas, tan varias e inconexas, sería lo mismo que buscar un sistema de arquitectura en las chozas de un villorio.

9. Segundo principio: amor ciego a las antiguas leyes y odio injustamente concebido contra las novedades. El pueblo, en todos los países de la tierra, siempre fue supersticioso en este punto, sumamente adicto a las instituciones que le han gobernado y a las leyes bajo las cuales hizo fortuna y pasó la vida, las aprecia así como rica herencia recibida de sus mayores; aborrece las extranjeras, no se agrada de las modernas, y como no se halla en estado de compararlas ni de conocer sus ventajas y mérito, grita y exclama: usos y costumbres, usos y costumbres. Allégase a esto la voz y voto de muchos que tendrían a menos ser contados entre los que componen la clase del pueblo; de los que gozan concepto y opinión de doctos, de los que pasan por oráculos de la ley; los cuales, por asegurar su fortuna y reputación o aumentarla, y dar importancia a sus personas y ministerios, de común acuerdo celebran el sistema establecido, aunque vacilante y decrépito; esfuerzan el partido de intolerancia de toda ley y costumbre extranjera; ponderan los inconvenientes, escollos y peligros de las novedades y, echando un velo sobre los defectos e imperfecciones de nuestra legislación, sólo tratan de fomentar la vanidad nacional y de mantener al pueblo en su ceguedad, preocupación e ignorancia, exclamando con él: fuera novedades: vetera sint omnia, recedant nova.

10. No cabe género de duda que la antigüedad nos ofrece modelos que imitar: que una ley nada pierde por ser antigua, y que existe un gran número de éstas cuya duración será eterna. Pero es igualmente cierto que aunque la antigüedad de la ley causa cierta ilusión y puede preocupar al pueblo en su favor, no es ni puede ser por sí misma razón suficiente para autorizarla. Buena es toda ley que produce buenos efectos, y mejor la que más contribuye a aumentar el bien de la Humanidad. ¿Cuántas leyes antiguas consagradas por el uso de muchos siglos no se han derogado y desechado por inútiles? ¿Don Alonso XI no corrigió, mudó y alteró las de su bisabuelo don Alonso el Sabio? ¿Y algunas de las de aquel príncipe no sufrieron la misma suerte?

11. Desechar, reprobar toda innovación es reprobar la tendencia del hombre hacia su perfección; es cerrar la puerta y la esperanza a los progresos y adelantamientos. Si se hubiera seguido siempre este principio, ¿cuál sería hoy nuestra situación? ¿Cuál el estado de las artes, del comercio, de las ciencias físicas y morales y aún el de toda la sociedad? Al contrario, ¿qué potencia motriz es la que ha elevado las más afortunadas sociedades de Europa a ese grado de brillantez, de riqueza, de prosperidad y de gloria que admiramos y envidiarnos, sino las prudentes y bien combinadas reformas? Y ese formidable imperio que tremola sus banderas y se hace respetar desde las más remotas regiones del Asia hasta más acá del Vístula, ¿cómo pasó casi repentinamente de la barbarie a la civilización, y de un estado de rusticidad, humillación y abatimiento al de mayor importancia, consideración y grandeza, sino porque tuvo la dicha de adoptar las dulces costumbres y sabias leyes e instituciones de otros países, y no se obstinó en resistir ciegamente a las novedades? Despidamos de nosotros las funestas preocupaciones y las desvariadas ideas de la mala educación. Las leyes más viejas alguna vez fueron nuevas, y novadores los que las publicaron en beneficio de la sociedad, pero novadores benéficos y dignos de eterna memoria. Los que aplauden las leyes por antiguas, las hubieran reprobado en su origen como nuevas. Son, pues, inconsiguientes los enemigos de toda novedad y reforma, y los que quisieran instaurar entre nosotros las leyes góticas, o por lo menos que se consagrase, para siempre el sistema de nuestro Código, aunque tan rico en imperfecciones y defectos.

12. El primero que advierto en él es la inmensa multitud de citas y remisiones que se hallan sobre el epígrafe o sumario de cada una de las leyes. Por una consecuencia del sistema fue necesario mencionar los autores de ellas, los monarcas que las sancionaron, los documentos que las contienen, graduar la autoridad de estos documentos y clasificarlos, especificando si la ley es de Fuero, Ordenamiento de Cortes, pragmática, ordenanza, alvalá, cédula, decreto, orden, resolución o consulta, auto acordado o providencia del Consejo, sin omitir la fecha de su publicación.

13. Un Código legislativo que no es una mera redacción o copilación de providencias, leyes y pragmáticas expedidas en diferentes épocas y siglos, y con diversos motivos, sino obra original y fruto de meditaciones filosóficas sobre los deberes y mutuas relaciones de los miembros de la sociedad civil y sobre los principios de la moral pública, acomodados a la índole, genio, costumbres y circunstancias de la nación, no necesita de citas ni remisiones a otros monumentos legales más antiguos, ni de mendigar su autoridad de los príncipes que nos han precedido. A los miembros de la sociedad nada les puede aprovechar la noticia de lo que sobre un asunto civil, económico o político ha determinado don Alonso o don Pedro, don Juan o don Enrique. Al súbdito bástale saber que la ley existe, que emana de la autoridad del supremo legislador, y que el rey manda guardar su contenido. Así es que en los Códigos de las Partidas, Fuero Real, Ordenamiento de Alcalá, leyes de Toro, no se encuentran estas citas ni remisiones. El monarca existente es el que habla en cada uno de ellos: mandamos, tenemos a bien, ordenamos.

14. Este defecto de nuestra Recopilación es de más consecuencia de lo que parece, porque pugna con la simplicidad y sencillez, calidad esencial de un buen código; produce confusión, induce a error, es semillero de dudas y dificultades, hace embarazoso el estudio del código, aumenta considerablemente su desmedido volumen, nada aprovecha al pueblo, incapaz de ejercitarse en el uso de aquellas remisiones, y sólo pueden servir para que ciertas y determinadas personas emprendan un trabajo útil, pero casi impracticable en el día, y es que los magistrados, jueces, jurisconsultos y curiosos puedan acudir a las fuentes para asegurarse de la exactitud y fidelidad de las copias y si están o no conformes con sus originales. ¿Mas dónde paran estos originales? ¿Es fácil, es posible consultarlos y examinarlos?

15. A este defecto siguen otros de mucha mayor consecuencia: defectos de estilo y de lenguaje en la extensión de las leyes. Su lenguaje debe ser el de la verdad: uniforme, simple, sencillo y familiar; expresiones claras, términos inteligibles, ideas justas y exactas. Si en toda clase de conocimientos el vicio y desorden del lenguaje es a un mismo tiempo efecto y causa de la ignorancia, de la confusión y del error, en materia de legislación es más funesto, porque de aquí nace la ignorancia de los deberes sociales, la inobservancia o abuso de las leyes, la incertidumbre en que fluctúa el ciudadano sobre asuntos en que le va su honor, reputación, subsistencia y vida; de aquí los embarazos y dificultades que se experimentan en el foro, las interpretaciones arbitrarias o maliciosas y, en fin, la imposibilidad de saber las leyes el común del pueblo, para quien se han formado; porque el Código nacional no se debió copilar solamente para los sabios, para los magistrados y jurisconsultos, sino para todos los ciudadanos. A todos debe ser accesible, por todos inteligible su libro familiar: el catecismo del pueblo.

16. Es, pues, necesario acomodarse en el estilo y lenguaje de las leyes a la capacidad e inteligencia de aquellos que han de ser regidos y gobernados por ellos. Dos cosas contribuyen señaladamente a este fin: primera, que la ley sea clara, esto es, que produzca y haga nacer en el espíritu una idea que represente exactamente la voluntad del legislador; segunda, que la ley sea concisa y breve, y de suerte que con facilidad se pueda grabar y fijar en la memoria. Brevedad y claridad, he aquí las dos más importantes y esenciales calidades de la ley, en cuya razón dice2 don Alonso el Sabio: «Las leyes deben ser llanas e paladinas, porque todo hombre las pueda entender é retener en memoria.» Y esto mismo fue lo que se propusieron los procuradores de las Cortes de Valladolid, y el mérito que alegaron3 para que todas las leyes se copilasen en un volumen. «Porque todos supiesen y entendiesen las leyes de vuestros reinos, así los jueces que han de determinar los pleitos como los abogados que los han de defender, como las partes que litigan.»

17. Empero cuando los términos de la ley no son claros y familiares, cuando las palabras y expresiones no ofrecen al espíritu proposiciones inteligibles, no pueden ser conocidas la ley ni la voluntad del legislador. Y esto es puntualmente lo que se verifica en nuestras copilaciones. La multitud de términos técnicos peculiares de un método arbitrario, artificioso y convencional, sin que precedan o acompañen breves definiciones, y las convenientes explicaciones: las nomenclaturas desconocidas, los modismos desusados, el lenguaje y estilo semibárbaro y anticuado, son defectos inevitables en el adoptado sistema de trasladar a la letra y de reunir en un cuerpo las leyes de tan diferentes tiempos, edades y siglos. Así fue que los copiladores en lugar de difundir la luz y facilitar la inteligencia de las leyes, han esparcido por todo el Código la oscuridad y las tinieblas.

18. No es posible encontrar uniformidad ni armonía en el estilo de nuestro Código, porque abunda en todos los estilos de los pasados siglos. ¿Qué inmensa distancia entre el lenguaje de nuestros días y el que se usaba en el siglo XIV, reinando don Alonso XI? El estilo anticuado es tan desagradable como incomprensible, y no puede presentar a la muchedumbre proposiciones inteligibles. ¿Qué idea formará el pueblo, y aun los letrados si no consultan los diccionarios, de lo que prescribe la ley XI, tít. VI, lib. IX? «Mandamos que ningún mercader no de á los sastres hoques por que vayan á sus tiendas... Mandamos á los dichos sastres que no pidan los dichos hoques.» ¿No sería más clara e inteligible la expresión equivalente gratificaciones, agasajos? Y lo de la ley I, tít. XI, lib. V. «Porque con mayor acucia y temor de Dios, los nuestros oidores libren los pleitos... hagan juramento segun se sigue... Juramos que no descubriremos en alguna manera las puridades de vos... otrosi que desviaremos vuestro daño en todas las guisas que Nos pudieremos... otrosi que los pleitos los libremos más aina y mejor que pudieremos.» La Recopilación está por todas partes cubierta de estas tinieblas.

19. Se aumenta y crece la oscuridad y confusión con la redundancia del estilo. La demasía de palabras no aprovecha sino para encubrir la inexactitud o falsedad de las ideas, y para ofuscar el sentido de la ley con la verbosidad de la locución. Esas ordenanzas y reglamentos cuyo texto ocupa a las veces dos, cuatro, ocho y diez hojas, circunstancia singular de nuestro Código, que lo distingue de todos los códigos conocidos, y lo constituye en cierta manera original; esas pragmáticas tan complicadas y tal vez opuestas y contradictorias; esas leyes tan prolijas, difusas sin fin ni término, sembradas de cláusulas exóticas, materias heterogéneas, proposiciones inconexas con la principal, paréntesis y detalles inútiles, frases y períodos accesorios que no pertenecen a la sustancia de la ley; atestadas de citas, remisiones, prólogos impertinentes y disertaciones histórico-legales; todo esto hace sumamente árido y desagradable el estudio de las leyes; impide que se puedan entender y retener en la memoria; es un manantial de oscuridades, y no sirve más que para echar un velo sobre la voluntad del legislador.

20. Léanse, por ejemplo, las leyes I, tít. XIV, lib. I, VIII y XI, tít. V, lib. III. Por la primera se anulan y revocan las cartas de naturaleza dadas o que se dieren a extranjeros para obtener prelacías y beneficios eclesiásticos en estos reinos. Comienza por un prólogo que ocupa cuatro columnas, en el cual, después de referirse lo que sobre este punto se observa y guarda generalmente en todos los países y gobiernos cristianos, van extendidas a continuación las razones que militan en particular respecto de los reinos de León y Castilla para publicar la ley. Entre los sólidos razonamientos con que el legislador hace ver la justicia de ella, y las ventajas e inconvenientes que de la prohibición o tolerancia de los abusos se pueden seguir, hay algunos muy débiles y ajenos de la ilustración, ideas y opiniones de nuestros días, como lo que dice: «Que los Padres santos pasados se movieron á gratificar en esto a los Reyes de Castilla y de León... Los santos Padres que confirmaron á estos nuestros reinos la libertad y exención y corona imperial, movidos por la virtud de la buena conciencia y agradecimiento, en algunos casos expresamente, y en otros casos calladamente, les otorgaron a dichos señores Reyes y a sus naturales, que en aquella santa conquista se esmeraron, muchas prerogativas, derechos y preeminencias sobre las iglesias... Y los dichos santos Padres alumbraron por este verdadero conocimiento, y movidos por virtud del agradecimiento quisieron y toleraron que las dignidades y beneficios eclesiásticos de cualquier calidad que fuesen, que en cualquier manera vacasen en estos nuestros reinos, se diesen como siempre se dieron a los naturales de ellos.» En fin, después de este tratado teológico, dogmático, moral, político y económico, concluye la ley con una determinación sucinta; y es la que únicamente se debiera estampar en el Código.

21. La segunda de las citadas leyes con este sumario: «Prohibición de donar o enajenar de la corona los pueblos, aldeas, términos y jurisdicciones», no es tanto una ley, sino una historia de las leyes, anteriores sobre el punto que se trata. Comienza por este exordio: «No conviene á los Reyes usar de tanta franqueza y largueza que sea convertida en vicio de destrucción; porque la franqueza debe ser usada con ordenada intención, no amenguando la corona real ni la real dignidad.» Se refiere luego lo prometido y sancionado por don Alonso XI en las Cortes de Valladolid de 1325, y en las de Madrid de 1329; y como el rey don Enrique confirmó esto mismo en las Cortes de Toro de 1371 y en las de Burgos de 1373, y la promesa que hizo don Juan II de guardar todo esto en las Cortes de Burgos de 1430, y en las de Zamora de 1432; y lo que este mismo príncipe estatuyó y ordenó por ley, pacto y contrato firme y estable, hecho y firmado entre partes en las Cortes de Valladolid de 1442. Ley confirmada por don Enrique IV en las Cortes de Córdoba de 1455. Después de tan prolija historia, sigue la resolución de la ley reducida a una línea: «Nos la aprobamos y confirmamos y mandamos guardar.» La tercera de que hicimos mención es de la misma naturaleza.

22. Para extender de esta manera y copilar por semejante estilo las leyes del Reino no se necesita de grande aparato de erudición; basta saber escribir. Por eso el sistema de copiar literalmente los estatutos, constituciones y decretos de los príncipes fue propio de los siglos de ignorancia y de los tiempos bárbaros. El magistrado, el jurisconsulto, el súbdito de la ley, poco o nada encuentra que agradecer en este género de copilaciones: ni halla la claridad, ni la brevedad. Se fatiga el espíritu, desfallece la memoria, y no se puede sostener la atención al examinar esas leyes eternas, continuadas sin pausa, sin interrupción ni división de períodos; es necesario recorrer columnas y aun páginas enteras para dar con el blanco de la voluntad soberana; y sucede muchas veces olvidarse el lector del principio de la ley antes de haber llegado al medio, o averiguado, su determinación.

23. ¿A cuán breve espacio se pudieron reducir las citadas leyes y otras infinitas de que está sembrada la Recopilación? Un prudente y experimentado jurisconsulto las hubiera extendido de esta manera: por ejemplo, la ley I, tít. XIV, lib. I.

«Mandamos que no se concedan á los extranjeros, de cualquier clase o condicion que sean, cartas de naturaleza para poder en virtud de ellas obtener prelacias ni beneficios eclesiásticos.»

2. «Revocamos y anulamos todas las que se han dado ó se dieren en adelante, y declaramos las unas y las otras ser ningunas y de ningún valor ni efecto.»

3. «Exceptuamos las que debieremos dar por alguna muy justa y evidente causa, vista y averiguada por los grandes y prelados y las otras personas que con Nos residieren en el nuestro Consejo, y siendo refrendadas por ellos en las espaldas, y no en otra manera.»

4. «En el caso de inobservancia de esta ley, mandamos y damos facultad a todos y cualesquiera nuestros súbditos y naturales para que sobre esto puedan oponerse y hacer resistencia por ser esta oposición en honra y guarda de la preeminencia de su Rey y de su patria.» He aquí una ley reducida á la treintena parte del espacio que ocupa en el Código.

24. La III, tít. XXVI, lib. I, aunque a mi juicio no es del número de las que se deben copilar, por contener una resolución temporal cuyo efecto ya se verificó, se pudiera compendiar del modo siguiente:

«Mandamos que sean extrañados de todos los reinos de España y dominios de mi corona los regulares de la Compañía sacerdotes, coadjutores o legos que hayan hecho la primera profesion, y los novicios que quieran seguirlos.»

2. «Que se ocupen todas sus temporalidades inclusos sus bienes, muebles y raices, efectos y rentas eclesiásticas que posean en el reino.»

3. «Que jamás puedan admitirse en estos reinos en particular ni en cuerpo de comunidad con ningún pretexto; ni sobre ello se reciba instancia en el Consejo ni otro tribunal.»

4. «Que ningun vasallo eclesiástico, secular ó regular pueda tener ni pedir carta de hermandad al general de la Compañía, so pena de ser tratado como reo de estado.»

La ley III, tít. XVIII, lib. VIII, se extendería mejor y más brevemente diciendo: «He venido en resolver que el tribunal de la Inquisición oiga á los autores católicos, conocidos por su opinión y literatura antes de prohibir sus obras. Y no siendo nacionales ó habiendo fallecido, nombre defensor con arreglo a la constitución solicita et provida de Benedicto XIV.»

2. «Mando que no embarace el curso de los libros, obras ó papeles a título de ínterin se califican. En los que hayan de expurgarse, se determinen los parajes ó folios, para que así quede su lectura corriente, y lo censurado pueda expurgarse por el mismo dueño del libro.»

3. «Que sus prohibiciones se dirijan a los objetos de desarraigar los errores y supersticiones contra el dogma: al buen uso de la religion, y á las opiniones laxas que pervierten la moral.»

Extendidas por este estilo todas las leyes vivas y útiles de la Recopilación, su volumen quedaría reducido a un tomo en octavo.

25. La suma prolijidad de las leyes obligó a recurrir a los epígrafes o sumarios que se hallan colocados sobre ellas. El epígrafe proporciona al espíritu fatigado cierto descanso, llama y fija la atención del lector, sirve de punto de apoyo a la vista y a la memoria, y es como antorcha que muestra la senda que se ha de seguir en esta larga y difícil carrera. Pero al cabo es un defecto que contribuye a aumentar en gran número el volumen y tamaño del Código, y una prueba de la imperfección de la ley. Cuando se camina de día y el viaje es corto, ni se necesita de luz ni de posada. Acaso por esto se desecharon los sumarios en el Código Federico y en el francés; y a la verdad si las leyes fueran breves y claras, ¿qué necesidad habría de epígrafes? ¿Y cuántas leyes se pudieran reducir a un espacio acaso menor que el que ocupan los epígrafes? Sirva de ejemplo el tít. II del lib. VI, que trata de las exenciones y privilegios de los hijosdalgo, y extiéndase en la siguiente forma:

«Mandamos que á los hijosdalgo se les guarden estos privilegios: 1.º que por deudas que deban no sean prendadas las casas de su morada, ni los caballos, ni las mulas, ni las armas de su cuerpo: 2.º que no pechen en la moneda: 3.º que ninguno pueda ser preso ni encarcelado por deuda que deba á Nos ó á otros, excepto si la tal deuda descendiere de delito o cuasi delito: 4.º que los que estuvieren presos por delito tengan cárcel apartada de la que tienen los pecheros y la otra gente comun: 5.º que ningún hijodalgo pueda ser puesto a tormento. Y ordenamos que estas preeminencias y libertades no se puedan renunciar; y si los hidalgos las renunciaren, que no valgan tales renuncias.» Si se reúnen los sumarios que en la Recopilación tienen estas leyes ocuparán un espacio de mayor extensión que este resumen.

26. Al estilo difuso y demasiadamente prolijo de las leyes se agrega su multiplicidad e inmenso número de providencias, divisiones y reglas particulares, obra de las circunstancias, fruto del tiempo y hechas con distintos motivos y en diferentes épocas, y que según las coyunturas tan presto se olvidan como se renuevan; ya se anulan, se reforman, se declaran o interpretan. Así creció su número de modo que no alcanza la vida del jurisconsulto para estudiarlas. De la reunión de estas piezas indigestas precisamente había de resultar un cuerpo deforme, sin unidad, enlace, armonía ni proporción entre sus partes; un código monstruoso.

27. Con efecto en la copilación de nuestro Cuerpo de Derecho por una consecuencia del sistema adoptado no se hizo el debido discernimiento entre las leyes generales y particulares. En las primeras todo el mundo está interesado: las segundas no se encaminan directamente sino a una u otra clase de ciudadanos o corporaciones. Ni entre las leyes permanentes y perpetuas, y las temporales y pasajeras. Hay leyes que deben morir por sí mismas cuando cesan los motivos y circunstancias que las han hecho nacer. Una ley que no dispone más que sobre la conducta de un ciudadano o de un determinado individuo, es preciso que muera con él o que deje de existir cuando falta su objeto. Las leyes pasajeras se han conocido bajo el nombre de reglamentos, y órdenes particulares, que no conviene sino a un cierto estado y situación de cosas, y pueden y deben ser variadas exigiéndolo las circunstancias.

28. Además de la brevedad y claridad de la ley, también debe ser digna, honesta, útil, necesaria. Conviene por regla general no hacer que intervenga el imperio de la ley sino cuando hay necesidad, y se espera de ella el bien del Estado y de sus miembros. Las que sólo se dirigen a entorpecer los conatos de la aplicación, y de la industria las satisfacciones indiferentes y los placeres de una justa libertad, no deben adoptarse en una sabia legislación. Prudentes legisladores, dejad a los mortales la posible libertad en todas las circunstancias y casos en que no pueden perjudicar ni ofender a la sociedad ni a sus individuos. Cada cual es el mejor juez de sus intereses, y la utilidad el agente más poderoso.

29. Quitad, pues, del Código esos impedimentos, esas trabas, esos lazos que cautivan los grandes ingenios, que embotan los resortes de los movimientos progresivos del espíritu humano, que tanto abaten la industria y aun la dignidad de los hombres; ordenamientos contra ciertas diversiones que ni ofenden a nadie ni chocan con el orden público; leyes prohibitivas de los desahogos de un ánimo fatigado y oprimido que convendría disimular; reglamentos suntuarios para fijar la materia y la hechura de los vestidos, los gastos de los convites, el menaje de las casas, el traje de las mujeres; posturas de comestibles, tasas de granos, el valor de las mercadurías, un interés legal en los cambios y comercio de la moneda; en fin, leyes parciales, jurisdicciones embarazosas, infinitos fueros privilegiados, que hacen la legislación complicada, incomprensible e infructuosa.

30. ¿Cuál fue el resultado de tantos y tan varios ordenamientos, y el fruto de estas providencias? Que el mal echó más hondas raíces, creció y se robusteció; la enfermedad se ha agravado. Se multiplicaron las leyes, se redoblaron las penas; pero en vano, porque los reglamentos fueron siempre eludidos; la experiencia mostró la debilidad de los esfuerzos y la imperfección de los medios, y las inconvenientes de reducirlos a la práctica. Fue necesario variarlos, reformar las leyes, corregirlas y añadir otras nuevas. La Recopilación se halla atestada de esta clase de ordenanzas, pragmáticas y providencias, que ya se declaran unas a otras, se apoyan o confirman mutuamente o se contradicen y derogan, según diremos con otro motivo más adelante.

31. De esta parte de nuestra legislación dijo4 ingeniosamente don Diego de Saavedra: «No es menos dañosa la multiplicidad de las premáticas para corregir el gobierno, los abusos de los trages y gastos superfluos. Porque con desprecio se oyen, y con mala satisfacción se observan, una luna las escribe, y esa misma las borra. Si las vence la inobediencia queda más insolente y mas seguro el lujo. La reputacion del Príncipe padece cuando los remedios que señala, ó no obran ó no se aplican. Por lo cual se puede dudar si es de menos inconveniente el abuso de los trages que la prohibicion no observada, ó si es mejor disimular los vicios ya arraigados y adultos que llegan a mostrar que son mas poderosos que los Príncipes. Si queda sin castigo la transgresión de las premáticas, se pierde el temor y la vergüenza. Si las leyes ó premáticas de reformacion las escribiese el Príncipe en su misma persona, podria ser que la lisonja obrara mas que el rigor sin aventurar la autoridad. La parsimonia que no pudieron introducir las leyes santuarias, la introdujo con su ejemplo el Emperador Vespasiano.»

32. La indiscreta reunión de tantas, tan difusas y prolijas leyes produjo el monstruoso edificio de la Recopilación, vasta mole, obra inmensa y tan voluminosa, que su vista sola arredra y acobarda a los más laboriosos profesores: biblioteca legal de que el pueblo no se puede prometer fruto, ni sacar provecho. En la formación de nuestro Código parece que solamente se tuvo consideración con los jurisconsultos, y no se ha contado sino con los eruditos, cuando habiendo de observarse sus leyes por todos los súbditos del soberano, debiera haberse reducido a los más sencillos elementos, para que estuviese al alcance de todos los hombres. La razón, la justicia y la necesidad obligan a que el cuerpo del derecho común se ciña a la menor dimensión posible. Sería demasiado voluminoso el Código que no se pudiese recorrer algunas veces en un año. ¿Qué aprovecha, qué sirve una enciclopedia legal para los que no tienen tiempo ni lugar para leerla, ni inteligencia ni capacidad para manejarla?

33. Una triste experiencia nos ha mostrado que la imperfección de nuestra jurisprudencia, que los males, abusos y desórdenes del foro nacieron principalmente de la dificultad, por no decir imposibilidad, de saber las leyes a causa de su inmensa multitud, la cual es un velo tenebroso que oculta su inteligencia y sus defectos. «La multiplicidad de leyes, dice Saavedra en el lugar citado, es muy dañosa á la república, porque con ellas se fundaron todas, y por ellas se perdieron casi todas. En siendo muchas causan confusion y se olvidan, ó no se pudiendo observar, se desprecian. Argumentos son de una república disoluta. Unas se contradicen á otras, y dan lugar á las interpretaciones de la malicia y á la variedad de las opiniones, de donde nacen los pleitos y las disensiones. No menos suelen ser trabajadas las repúblicas con las muchas leyes que con los vicios: quien promulga muchas leyes, esparce muchos abrojos donde todos se lastimen; y asi Caligula que armaba lazos á la inocencia, hacia diversos edictos escritos de letra muy menuda, porque se leyesen con dificultad... Ningún daño interior de las repúblicas mayor que el de la multiplicidad de las leyes.»

34. Bien se pudieran disimular estos defectos, y aun los males serían de algún modo tolerables, si nuestros copiladores conformándose con el voto de la nación hubieran incorporado en un solo volumen todas las leyes generales, vivas, útiles y necesarias del Reino, sin que nada dejasen que desear en esta materia; si los magistrados, jueces y jurisconsultos se pudiesen prometer y estuvieran seguros de que con el estudio y auxilio del Código ya no tendrían necesidad de entregarse al improbo trabajo de consultar otros cuadernos y copilaciones, ni de arrostrar los peligros de perderse en el caos de la antigua jurisprudencia, ni de mendigar más leyes que las recopiladas. He aquí uno de los principales deberes de los copiladores, y el blanco y propósito del Reino en todas las ocasiones en que pidió la formación del Código.

35. Con efecto, la nación siempre mostró gran deseo de que el Derecho español se redujese a un solo cuerpo o a un volumen por el cual se hubiesen de juzgar exclusivamente todos los pleitos y litigios y concluir todos los negocios. En cuya razón decían los procuradores del Reino a don Juan II en las Cortes de Madrid del año de 1433: «Que en los ordenamientos fechos por los Reyes pasados mis antecesores, é asimismo en los ordenamientos fechos por mí despues que yo tenie el regimiento de mis regnos, hay algunas leyes que no tienen en sí misterio de derecho... é otrosi hay otras leyes, algunas que fueron temporales ó fechas para lugares ciertos; é otras algunas que parecen repugnar, é ser contrarias unas a otras, en que seria necesaria alguna declaracion é interpretacion; é me suplicábades que quiera deputar algunas personas que vean las dichas leyes é ordenamientos... é desechando lo que pareciere ser superfluo, copilen las dichas leyes por buenas é breves palabras, é fagan las declaraciones e interpretaciones que entendieren ser necesarias, para que asi fechas las muestren á mí porque ordene é mande que hayan fuerza de ley, é las mande asentar en un libro que esté en mi cámara, por el cual se judgue en mi corte é en todas las ciudades e villas de mis regnos.»

36. Y en las Cortes de Valladolid de 1523, petic. 56. «Somos informados que por mandado de los Reyes católicos estan las leyes juntadas y copiladas... á vuestra Alteza humildemente suplicamos mande saber la persona que tiene la dicha copilacion hecha, y mande imprimir el dicho libro y copilacion, para que con autoridad de vuestra magestad, por el dicho libro corregido se puedan y deban determinar los negocios.» Y en las de Madrid de 1528, petic. 34. «Hacen saber á vuestra magestad que en las córtes de Toledo y Valladolid se suplicó á vuestra magestad mandase corregir y emendar las leyes de estos reinos y ponerlas todas en un volúmen... Suplican que se haga así; y si está hecho, lo mande publicar.»

37. Y en las Cortes de Segovia de 1532, petic. 41. «Suplicamos á vuestra magestad que pues muchas y diversas veces está pedido y suplicado en las córtes pasadas, mande copilar las leyes de los ordenamientos y pragmáticas del reino, porque muchas dellas no se guardan: vuestra magestad mande declarar las que se deban guardar, y aquellas se pongan en un volúmen de manera que no haya cosa supérflua ni una contraria de otra.» Y por la petic. 4 de las de Valladolid de 1555. «Decimos que á suplicacion del reino en las córtes que se celebraron el año de 23, y despues en los siguientes, V. M. mandó que se recopilasen todas las leyes del reino por órden, haciendo un libro ó volúmen dellas... para que todos entendieren las leyes de vuestros reinos... lo cual muy fácilmente se haria acabada esta recopilacion: porque todos podrian tener noticia é inteligencia de las dichas leyes.»

38. Esta idea no era nueva ni original. Don Alonso el Sabio fue el autor de tan ventajoso y feliz pensamiento, y el que estableció un principio tan luminoso, tan superior a su siglo y desconocido a la sazón en todas las sociedades de Europa. Deseando introducir el orden y la debida subordinación entre los miembros del Estado, dar vigor a las leyes y reducirlas a unidad, determinó publicar un cuerpo de leyes, único, común y general para todo el Reino, por donde se terminasen exclusivamente todos los litigios y causas civiles y criminales. Los sabios jurisconsultos escogidos para llevar adelante el propósito comenzado, respondiendo a los deseos e intenciones del soberano, y a la confianza que de ellos había hecho, realizaron sus ideas, y aprovechando los materiales que ofrecía la legislación del país, y sobre todo el rico tesoro de las Pandectas, Digesto, Código y Decretales, completaron el Código nacional, escrito con majestad y elegancia, lenguaje puro y castizo, con admirable orden y método en todas sus partes principales, tanto que se aventaja en esto y excede a los mismos originales de donde fue tomado.

39. El príncipe quiso que este libro fuese en lo sucesivo el único y privativo Código de la Monarquía castellana, con derogación de todas las leyes, fueros y cuadernos legislativos que habían precedido esta época. «Mandamos, dice, que todos los de nuestro señorío reciban este libro é se judguen por él, é non por otras leyes, nin por otro fuero... E acaeciendo cosas que non hayan ley en este libro, porque sea menester de se facer de nuevo, aquel Rey que la ficiere, debela mandar poner con estas en el título que fallaren en aquella razon sobre que fue fecha la ley; é destonce vala como las otras leyes.» También estableció que cuando los jueces hubieren de hacer el juramento en su mano, o en la de otro por él, jurasen entre otras cosas: «Que los pleitos que vinieren ante ellos, que los libren bien, é lealmente... é por las leyes deste nuestro libro, é non por otras.»

40. Mas apenas había nacido y comenzado su curso este brillante astro, cuando repentinamente se eclipsó. Porque aquella suerte fatal que acompaña siempre a las útiles y grandiosas empresas, dejó del todo frustradas las del Sabio Rey. Y la legislación española caminando de mal en peor volvió a sumergirse en el caos de donde con poderoso esfuerzo había meditado sacarla aquel príncipe. Ni mejoró de condición en el siglo décimocuarto a pesar del impulso que don Alonso XI dio a la jurisprudencia española por no haberse adoptado ni seguido el plan y sistema general de su predecesor; y lo que en esta razón dijeron los doctores Aso y Manuel, cuyas ideas y palabras copió don Juan de la Reguera5, no se allega a la verdad, y es un sueño político: a saber, que en el reinado de don Alonso XI «debe fijarse la época más feliz de las leyes de España, pues se vió introducido en todos sus dominios el sisteina general intentado por sus predecesores». Y hablando del Ordenamiento de Alcalá: «Así cumplió don Alonso sus propios deseos y los de su sabio predecesor introduciendo en todos sus reinos y provincias una legislación uniforme por los medios suaves y prudentes que le dictó su política.»

41. ¿Cómo sería posible hallar uniformidad, plan ni sistema en una legislación heterogénea, compuesta de partes y órdenes inconciliables, esto es, de todos los cuadernos y cuerpos legales, ordenamientos y fueros desvariados, conocidos en la nación desde el origen de la Monarquía? Don Alonso X los derogó todos: don Alonso XI los autorizó todos. En el sistema de aquél no tenía lugar más que su nuevo Código; en el plan de éste quedaron sancionados cuantos se habían publicado en Castilla. Tal fue el resultado de la famosa ley I, tít. XXVIII. del Ordenamiento de Alcalá, la cual sirvió de norma en lo sucesivo para graduar el orden y clase de autoridad que se debía dar a los varios cuerpos legales de la nación, y se incorporó después en la I de Toro y últimamente en la Recopilación.

42. Los redactores de este Código, olvidando la grandiosa idea del Rey Sabio y sus bellas máximas, siguieron las de don Alonso XI, y por una consecuencia necesaria de este sistema, el estudio de la jurisprudencia nacional quedó reducido al estado más complicado, difícil y embarazoso, y la ciencia más noble digna del hombre, a un abismo de confusión. Porque además de haberse multiplicado infinitamente las leyes y aumentándose enormemente con ellas el volumen que las contiene, quedaron autorizados todos los códigos y leyes del reino no derogadas expresamente por otras posteriores. Todas las leyes del Reino, dice la ley XI, título I, lib. III, Novis. Recop., que expresamente no se hallan derogadas por otras posteriores, se deben observar literalmerite, sin que pueda admitirse la excusa de decir que no están en uso.

43. Añádase a esto una cosa harto notable, que los jueces, jurisconsultos y letrados no solamente se hallan en la dura necesidad de hacer estudio de los códigos de Partida, Fuero Real, Fueros municipales, pragmáticas y leyes sueltas, aunque no recopiladas, sino también de consultar las Ordenanzas de Montalvo y la Nueva Recopilación. Ambas colecciones están autorizadas por la Novísima, en la cual se hallan varias leyes tomadas del Ordenamiento Real, y sobre los epígrafes se cita esta antigua copilación del mismo modo que otros ordonamientos y pragmáticas del Reino, prueba de su autoridad legal. El señor don Felipe IV, en la ley II, título XX, lib. IV, Novis. Recop., cita como vivas algunas leyes de dicha copilación de Montalvo, y encarga su cumplimiento. «Estando proveido por la ley V, tít. III, libro II del Ordenamiento real y por la ley III, tít. I, lib. V que antes que los relatores se elijan y reciban, y usen de sus oficios, se presenten ante los presidentes, consejeros y oidores donde se hubiere de ejercer el oficio de relator que se proveyere, para que allí los vean y examinen... y guardándose este modo de examinar y elegir los relatores en las chancillerías y audiencias, no se ha guardado ni guarda en el dicho nuestro Consejo, ni en los demás tribunales y Consejos de esta corte, con quien asimismo habla la dicha ley, porque no se han elegido ni examinado como las leyes disponen... Mandamos & c.»

44. Y de la Nueva Recopilación dice la ley X, tít. III, lib. III, Novis. Recop.: «Mandamos por esta nuestra ley y pragmática sancion... que de aquí adelante se guarden las leyes contenidas en los nueve libros de la Recopilación de las leyes de estos reinos, hecha por mandado de la magestad del rey don Felipe mi señor y padre, impresa con mi licencia y de mi Consejo en mi nombre el año de 1598, y en el cuaderno de las leyes añadidas á la dicha Recopilación que con licencia del dicho mi Consejo se imprimió el año de 1610 segun y de la manera que en sus originales están mandadas guardar, y segun se mandan guardar por la ley y pragmática del rey mi señor y padre que está al principio de los dichos libros.»

45. He aquí el estado actual de nuestra legislación. Más distante de la unidad, armonía y uniformidad que cuando el Rey Sabio había determinado reformarla; es también más funesta a la sociedad, al orden de justicia y a la causa pública. ¿Quién sería hoy capaz, aún después de muchos años de estudio y continuadas investigaciones, comprender todas las partes del sistema de la jurisprudencia española? El juez más íntegro, dice6 don Juan de la Reguera, el abogado más estudioso no puede menos de ignorar en gran parte las leyes de España, por no serle posible la instrucción y ciencia de todas. Aunque ambos se valgan de los auxilios suministrados por el trabajo y aplicación de los que en este último tiempo han procurado buscarlas, reunirlas y publicarlas en sus obras, como que éstas no han sido completas, echarán menos a cada paso muchas que aún permanecen ocultas. Así es que ningún profesor de esta ciencia, por más que se afane y aplique a su estudio, podrá adquirirla en el grado correspondiente, y cada día se hallará más perplejo y dudoso sobre el último estado de las disposiciones y establecimiento de la legislación española. Tales son las imperfecciones y defectos que necesariamente se siguen del sistema adoptado para la formación de nuestro Código. Vamos a continuar las observaciones sobre los defectos voluntarios o que se pudieron evitar con una mediana instrucción y diligencia.

Artículo II

Anacronismos, errores y falta de exactitud en las citas de los autores de las leyes y de los documentos de donde se tomaron

En las antiguas copilaciones de las leyes del reino no se observó el método decretado, dice la majestad de Carlos IV en la Real Cédula que precede, aprueba y autoriza la Novísima Recopilación, porque además de la falta del debido orden, se advierten equivocaciones, así en el texto de las mismas leyes como en sus epígrafes y notas marginales, que las atribuyen a reyes y a tiempos a que no corresponden. Defectos con que han corrido todas las ediciones, desde la de 1567 hasta la de 1775, y que es necesario corregir con todo el cuidado y esmero posible.

Ningún trabajo se debe calificar de nimio ni de escrupuloso en esta materia. La diligencia ha de responder a la importancia del objeto y a la gravedad de los males y funestos resultados de aquellos errores. No solamente porque el jurisconsulto, el historiador y el magistrado, que aspiran a estudiar y a examinar las leyes en sus originales, como a las veces es necesario hacerlo, se fatigarán en vano y perderán el tiempo y la paciencia en buscar los documentos que se citan, sino también porque la cronología de las leyes de los príncipes que las promulgaron y la época y tiempo fijo de su publicación influye esencialmente sobre su autoridad y sobre el juicio que es necesario hacer acerca de si la ley es viva o muerta, si rige o está derogada. Ahora, pues, el redactor de la Novísima Recopilación que, como él asegura, «tiene reunidos en ella los trabajos de su vida y fundado su mayor honor y mérito en haber correspondido con todo su esfuerzo a la confianza de tan ardua encargo», ¿corrigió y enmendó aquellos errores y anacronismos, o los dejó en el mismo o peor estado? Esta cuestión se decide y concluye por los hechos y datos siguientes.

La ley VIII, tít. V, lib. I, tiene esta remisión: «Don Juan II en Burgos, año de 1409, petic. 8 y 9.» Vanamente se fatigarán los letrados y curiosos en buscar este documento. Las primeras Cortes que celebró el rey don Juan al salir de tutoría fueron las de Madrid de 1419. Hasta entonces no se extendió ni publicó cuaderno alguno de Cortes ni en Burgos ni en otra parte. Así que las de Burgos citadas en la Novísima son imaginarias. En la Nueva Recopilación se alegan de otra manera las Cortes y documento de que se tomó la ley. «Resulta de lo que el rey don Juan II dispuso en Burgos, año de 1429, petición 8 y 9.» Este copilador se acercó más a la verdad. La ley, con efecto, es un resultado de las peticiones y respuestas de las Cortes de Burgos de 1429 y 1430, de las de Palencia de 1431 y de Zamora de 1432. Digo resultado, porque la ley no acuerda literalmente con ninguna de aquellas disposiciones en particular, como diremos más adelante.

Sobre la ley XII del mismo título y libro hay esta nota: «Don Juan II en Valladolid, a 13 de abril de 1452», copiada literalmente, así como la ley del auto I, título X, lib. V, Nueva Recopilación. Empero esta excelente ley se hizo en Cortes generales, a consecuencia de la petición 17 de las de Valladolid de 1447, en que los procuradores pidieron a don Juan II tuviese a bien «ordenar é mandar que ningunas ni algunas personas non sean osadas de vender, ni tributar, ni empeñar por ninguna via directa ni indirecta á iglesias ni á monasterios ni á otras personas algunas de órden, heredades ni bienes algunos raices». En contestación a esta súplica estableció el rey don Juan: «Vosotros decís bien é lo que cumple al mi servicio é al bien de la cosa pública de mis reinos. Por ende mando é ordeno que cualquier lego ó legos, ó otras personas sujetas á mi jurisdiccion, &c.» La ley recopilada está literalmente conforme a la de dichas Cortes de Valladolid, salvo que al fin se mutilan algunas cláusulas.

En la ley XXI, tít. V, lib. I: «Observancia del Fuero de población de la ciudad de Córdoba», advierto un anacronismo muy notable allí donde dice: «Consiguiente á la conquista hecha por el señor rey don Fernando, mi glorioso predecesor, de la ciudad de Córdoba y todo su reino, estableció para su gobierno en 8 de abril, era de 1269, el Fuero particular.» Es decir, que San Fernando otorgó a Córdoba su Fuero antes de haberla conquistado, porque la era de 1269 corresponde al año de 1231, y la conquista de Córdoba no se verificó hasta el año de 1236. Este error es tanto más reprensible cuanto en la misma Real cédula de 1771, de donde se copió la ley, se fija exactamente la data del otorgamiento del Fuero que aquel monarca estableció para su gobierno, en 8 de abril de 1279, lo cual se debe entender de era, y equivale al año de 1241. Con efecto, a 4 de abril de este año, o era de 1279, se otorgó en Toledo la carta del Fuero de Córdoba escrita en latín, y se extendió otra igual carta trasladada de aquella en castellano en 8 de abril asimismo en Toledo y en el propio año. Con estas noticias podrá también el redactor corregir las erratas en que incurrió al hablar de este Fuero en el prólogo del segundo tomo del Extracto del Derecho español.

Ley II, tít. VI. lib. I: «Don Alonso, en Burgos, año 1355. Don Juan I, en Córdoba, año 372.» ¿Cuántos errores y anacronismos en tan pocas palabras? En el año de 1355 no pudo dar leyes don Alonso, porque había muerto en el de 1350, y reinaba en aquella época su hijo don Pedro. En el de 1372 era rey de Castilla don Enrique II, padre de don Juan I, que no comenzó a reinar hasta el año de 1379. Si los copiladores de la Nueva y Novísima Recopilación hubieran visto y examinado la Real cédula o carta de los Reyes Católicos, dada en Medina del Campo a 20 de septiembre de 1480, y otra en la misma razón en Granada a 26 de julio de 1501, que citan sobre la ley, les hubiera sido fácil evitar aquellos y otros errores. Los reyes don Fernando y doña Isabel insertaron íntegra en su cédula la de su predecesor don Juan, dada en Córdoba a 5 de julio del año 1410; de consiguiente, el rey que la otorga no puede ser don Juan I, sino el II de este nombre, que comenzó a reinar a fines del año de 1406. Este príncipe incorporó en su Real carta otra de su bisabuelo el rey don Alonso7 en que manda lo que se contiene en la ley, su fecha en Burgos a 3 de noviembre del año 1293, entendiéndose año por era, esto es, el año de 1255, en que reinaba don Alonso X el Sabio. Erraron, pues, los redactores los nombres de los príncipes, la cronología y data de las dos primeras cédulas, y no procedieron con la debida fidelidad.

Ley II, tít. VII: «Don Juan I en Soria, año 1370, en la Nueva Recopilación, era 1408», que es lo mismo. El redactor de la Novísima, no advirtiendo el error y anacronismo de esta fecha, sólo hizo reducirla al año 1370; pero en este año y aquella era reinaba Enrique II, y continuó en el trono hasta el de 1379 en que le sucedió su hijo don Juan I. Es difícil de comprender cómo los redactores de la Nueva y Novísima Recopilación pudieron incurrir en este anacronismo, cuando en las Ordenanzas Reales de Montalvo se fija exactamente la data de la ley en la II y III, título V, lib. VI: «El rey don Juan I en Soria, era de 1418»; esto es, en el año de 1480, en el cual se celebraron las Cortes de Soria, y en las respuestas del rey a las peticiones 5 y 18 se contiene todo el contexto de la ley recopilada.

Ley III, tít. 1, lib. III: «Don Enrique III en Madrid, año de 1390, petición 7.» No celebró Cortes en Madrid don Enrique III en el año de 1390. Las famosas Cortes de Madrid aquí citadas comenzaron en el año de 1391, y la petición alegada se hizo al rey después del día 10 de abril de dicho año de 1391; como se puede ver en el apéndice de la segunda parte de la Teoría de las Cortes, núm. 20. La ley, según se halla extendida en la Recopilación, está bastante desfigurada y varía de la original, corno se muestra por dicho apéndice y número, página 157. §. Otrosí sennor.

Ley VII, tít. II, lib. III: «Don Juan I en Segovia, año 1366, petic. 27, y en Bribiesca, año 388, petic. 23.» En el año de 1366 no reinaba don Juan I, sino don Pedro, juntamente con su hermano y competidor don Enrique II, el cual en dicho año celebró Cortes en Burgos. Las de Segovia de don Juan I son del año 1386, en cuya petición 26 suplicaron los procuradores al rey pusiese un término cierto a que los oidores librasen los pleitos; súplica que por entonces no causó ley alguna. «Respondemos que nos place de poner en ello el mejor remedio que ser pudiere.» Véanse la petición y la respuesta en la primera parte del apéndice a la Teoría, pág. 115. Las de Briviesca se celebraron en el año de 1387, y en la respuesta a la petición 6 se contiene la ley recopilada, que se puede leer en la segunda parte de dicho apéndice, páginas 8 y 9.

Ley VI, tít. IV, lib. III: «Don Juan II en Valladolid, año 1448.» Esta cita tan vaga está errada. La ley se tomó de las Cortes de Valladolid del año 1447, cuyo cuaderno se firmó en esta dicha ciudad a 24 de marzo.

Ley VII siguiente: «Don Enrique III en Alcalá, año 1394; don Juan II en Valladolid, año 453; don Enrique IV en Salamanca, año de 75.» ¿Qué clase de instrumento es el primero? Porque no dice el copilador si es pragmática o cédula o respuesta a petición del Reino; pero ya el redactor ocurre a esta dificultad y nos saca de duda por la cita que ha puesto sobre la ley XXIII, tít. I, lib. V: «Don Enrique III en Alcalá, por pragmática de 20 de febrero de 1390.» En cuya fecha se equivocó el redactor, pues en febrero de 1390 reinaba don Juan I, padre de don Enrique, que no falleció hasta octubre de este dicho año. Y también padeció algún descuido en llamar al documento pragmática, lo cual, así como la fecha, consta del mismo instrumento impreso en las colecciones de pragmáticas de los Reyes Católicos, en cuyo final se lee: «E por este mi albalá ó por su traslado mando, &c. Dada en la villa de Alcalá de Henares á 20 dias del mes de febrero, año del nacimiento de nuestro salvador Jesucristo de mil é trescientos é noventa é cuatro años.» Puede ser que el redactor haya creído que el instrumento de que se tomó la ley VII del libro III es diferente del que sirvió para extender la XXIII del libro V, y que por esta razón haya variado las fechas y repetido las leyes; pero cualquiera podrá fácilmente convencerse de la identidad cotejándolas con dicho instrumento.

El que contiene las respuestas que dio don Juan II a las peticiones 16 y 22 de los procuradores, se otorgó no en Valladolid, sino en Burgos, cabeza de Castilla, a diez y seis días de abril de 1453. Don Enrique IV no pudo dar leyes en Salamanca ni en otra parte de este mundo en el año de 1475, porque había muerto el año anterior, y las Cortes de Salamanca citadas se celebraron en el año de 1465.

Ley I, tít. XVI, lib. III: «D. Juan II en Valladolid año de 422, Petic. 31.» En este año se tuvieron las Cortes de Ocaña, donde no hay resolución alguna que tenga semejanza con la ley recopilada, la cual se ha trasladado sin duda de las Cortes de Valladolid de 1442. El novísimo copilador no hizo más que trasladar sin examen la cita conforme se halla en la Nueva Recopilación, sin advertir el error.

Ley VI y VII, tít. I, lib. IV: «D. Juan II en Ocaña año 420, Petic. 14 D. Juan II en Palenzuela año 425, Petic. 17, y en Madrid dicho año, Petic. 8.» En el año 420 se tuvieron las Cortes de Tordesillas, en las cuales nada se resolvió con relación al contenido de dicha ley VI. Las Cortes de Ocaña de esta época se celebraron en el año de 1422. En el de 425 hubo Cortes en Palenzuela, pero no en Madrid dicho año. El contenido de la ley VII se encuentra en las Cortes de Madrid de 1435, que fueron las primeras que se tuvieron en esta villa después de las de 1419.

Ley II, tít. III, lib. IV: «D. Enrique II en Segovia año de1406 en las ordenanzas del Consejo.» Hacía ya veintisiete años que no estaba en el mundo el rey don Enrique II, pues murió en el año de 1379. El autor de las mencionadas Ordenanzas fue Enrique III, las cuales se hallan publicadas en el apéndice de la segunda parte de la Teoría de las Cortes; y si se compara la ley recopilada con este documento de donde se ha tornado, se hallará bien desfigurada. En la ley VIII del mismo título se halla esta cita: el mismo en Buen Retiro á 25 de Noviembre de 1715 ¿Quién es este el mismo? Porque los que preceden en la ley anterior son don Fernando y doña Isabel, don Carlos y doña Juana y don Felipe II, de los cuales ninguno pudo legislar en 1715.

En la ley III, tít. VII, lib. IV se cita a don Juan II en Madrigal, año 436. Las Cortes de Madrigal se celebraron en el año de 1438, y en ellas se reprodujo la petición que los procuradores habían hecho al rey en las Cortes de Toledo de 1436 sobre el asunto de la ley recopilada, que no está bien extendida ni conforme en todas sus partes a la de Madrigal. Y en la ley I, tít. VIII del mismo libro se cita a don Juan I en Briviesca año 1388, petic. 15; y don Fernando y doña Isabel en Toledo año de 1480, ley IX. Las Cortes de Bribiesca son del año de 1387, y la disposición sobre el orden de votar en el Consejo se contiene en el Ordenamiento hecho por dicho Rey don Juan a consecuencia de la petic. 4; sobre cuyo asunto nada dicen los Reyes Católicos en la citada ley de Toledo.

En la ley IV, tít. VIII, lib. IX, cita a los Reyes Católicos en Alcalá por pragmática de 20 de marzo de 1498. La Pragmática fue dada en la villa de Alfaro a 10 de septiembre de 1495. La fecha citada en la ley es de una sobrecarta que allí dieron los reyes con inserción de la Pragmática. Y en la ley VII, tít. XII, lib. IX: «D. Enrique IV en Ocaña año de 1455, Petic. 15», o está errado el año o la noticia de las Cortes. En el de 1455 se celebraron las de Córdoba; pero las de Ocaña no se tuvieron hasta el de 1469.

En la ley II, tít. XI, lib. X, se cita a D. Juan I en Briviesca, año de 387, ley 23, y D. Enrique II en Toro, año de 422, Petic. 3. La ley del Ordenamiento de Briviesca es la 22. En el año de 1422 no hubo Cortes en Toro, sino en Ocaña, y nada hay en ellas que tenga relación con la ley recopilada. Don Enrique II no pudo legislar en dicho año de 1422: habían ya pasado cuarenta y tres años después de su muerte. La ley está tomada de la Petic. 3 y respuesta de las Cortes de Toro del año de 1371. El novísimo copilador conservó los errores de la Nueva Recopilación sin hacer otra cosa que mudar las voces, poniendo año en lugar de era, con lo cual dio claramente a entender que no advirtió ni las erratas ni el grosero anacronismo.

Ley VIII, tít. IV, lib. XI: «D. Enrique III en Toledo año 1462. Petic. 41.» Este rey había muerto cincuenta y seis años antes que se celebrasen dichas Cortes en Toledo, las cuales fueron convocadas y sancionadas por Enrique IV, y éste es el que se cita en la Nueva Recopilación. En la ley X del mismo título y libro se cita a D. Juan II en Valladolid a 23 de enero de 1419. Deció decir en Madrid, a donde vino el rey desde Medina para celebrar Cortes y salir de tutoría. Es muy singular que en la ley VIII, tít. I, lib. V, cuando don Juan II hace mención en el cuerpo de la ley de la Ordenanza de Tordesillas, el copilador entre paréntesis hace remisión a esta presente ley, como si ésta fuera la que allí se cita. ¿Cómo es posible que una cédula dada en Madrid o en Valladolid, según el redactor, sea la Ordenanza de Tordesillas?

Ley II, tít. XII, lib. XII: «D. Enrique III en Madrid año de 1392, Petic. 2.» Las Cortes que aquí se citan son las de Madrid de 1393, en que don Enrique, saliendo de la minoridad, tomó las riendas del gobierno. La mencionada ley no fue resultado de ninguna petición. El rey la mandó leer en la sesión que se tuvo el lunes quince días de diciembre, año 1393, juntamente con la ley de Guadalajara primera de este título, que inserta. Véase en el apéndice de la primera parte de la Teoría de las Cortes, núm. 22, pág. 171; allí: In nomine Dei amen. Y desde luego se conocerá la poca exactitud con que se extendió la ley recopilada.

Ley I y III, tít. XXII, lib. XII: «Don Enrique III en Madrid año de 1395.» Los procuradores de las Cortes que se celebraron en Valladolid en el año de 1405 para jurar y prestar el debido homenaje al príncipe don Juan, hicieron algunas peticiones generales a su padre el rey don Enrique, querellándose de los judíos y de los excesos e injusticias de sus contratos usurarios; el resultado de estas representaciones fue el Ordenamiento que dicho rey publicó sobre esta razón en Madrid a 21 de diciembre del año de 1405, como consta de dicho Ordenamiento donde se halla dicha ley I, recopilada, con inserción de la del Ordenamiento de Alcalá, y la sustancia de la tercera.

Ley II, tít. XXIX, lib. XII: «D. Alonso en Madrid año de 1347, Petic. 18.» En este año no hubo Cortes en Madrid, sino en Segovia, donde el rey don Alonso publicó el célebre Ordenamiento de leyes; la recopilada se tomó de la segunda del Ordenamiento de Alcalá, la cual acuerda con la XVIII del de Segovia. El redactor no debió citar petición alguna, porque no las hay en dicho Ordenamiento. Siguió, pues, ciegamente y estampó las erratas de la Nueva Recopilación.

Ley XVIII, tít. XXXVIII, lib. XII: «Pena de los alcaides de las cárceles que soltaren los presos; se cita á D. Juan II en Segovia año 1423, en el capítulo de los derechos de los alguaciles.» Esta ley recopilada conviene a la letra con la V, tít. XX, del Ordenamiento de Alcalá que con otras insertó y confirmó don Juan II en la célebre Ordenanza de Segovia de 1433, y no 23, como equivocadamente se estampó en la Nueva Recopilación, y se repitió el error en la Novísima.

Además de estos errores y anacronismos, y otros que la brevedad del tiempo no permite especificar, hallamos también en la Novísima defectos dignos de reprensión y que igualmente conviene corregir. Porque así como se advierten en ella notas y remisiones superfluas y redundantes, que sólo pueden servir para confusión y embarazo del curioso investigador de las leyes, como diremos con otro motivo más adelante, hay otras tan inexactas y diminutas que no proporcionan ni facilitan el conocimiento de las fuentes de donde se tomaron las leyes. ¡Cuán inexactas, confusas y vagas son las citas siguientes!

La ley VI, tít. IX, lib. I, tiene esta nota: «D. Juan I en Guadalajara año 1390, ley 1», remisión inexacta y diminuta. La

ley es de don Enrique II, y su hijo don Juan la insertó íntegra en el lugar citado, y la confirma según se muestra por el contexto de la misma ley, que dice así: «Exentos deben ser los sacerdotes é ministros de la iglesia entre toda gente de todo tributo, segun derecho, por ende el Rey D. Enrique nuestro padre, queriendo guardar é mantener en su libertad los monasterios é iglesias de estos nuestros reinos... á peticion de los prelados é de los legos que sobre esto con ellos contendieron, mandó á los oidores de la su audiencia que estableciesen una ley... de la cual ley el tenor es este que se sigue... Nuestros oidores fallaron que en cuanto á los pedidos que Nos demandamos ó demandaremos al concejo, de que fue é es nuestra merced de nos servir de ellos, &c.», como en la recopilada. Y concluye: «E nos el sobredicho Rey D. Juan viendo que la ley del dicho Rey nuestro padre es justa y fundada en derecho, confirmámosla é aprobámosla... E cualquiera que esta ley quebrantare, &c.» como en la recopilada, salvo algunas erratas e infidelidades.

Sobre la II, tít. XLII, lib. XII, hay esta nota: «D. Juan II en Valladolid, año 1447, ley 24.» El cuaderno de las Cortes de Valladolid del año 1447 no es Ordenamiento de leyes, sino de peticiones y respuestas, y debió decirse petición XXIV, en cuya virtud y en contestación a ella extendió don Juan II la ley. Esta tiene tres partes: primera, desde el principio hasta allí: si fuere preso, que haga mencion la carta de como está preso. Todo lo cual está tomado literalmente de la ley XX, del Ordenamiento de Briviesca de 1387 por don Juan I. Don Enrique III publicó sobre la misma materia una ordenanza en cédula o alvalá del año 1399, en que insertando a la letra lo dispuesto por su padre en Briviesca, confirma la ley, la extiende y amplifica hasta allí: Mandamos que en los dichos perdones se tenga esta forma. Y desde aquí todo lo que sigue hasta el fin es de don Juan II en las mencionadas Cortes de Valladolid.

La ley I, tít. I, lib. I no tiene autor señalado, y sólo se hace en ella remisión al Ordenamiento Real u Ordenanzas de Montalvo; y no se sabe quién es el legislador, ni cuál el soberano que habla cuando se dice: «Mandamos que padezca las penas contenidas en las nuestras leyes de las siete Partidas.» Y sobre la ley I, tít. II, lib. II, hay esta nota: «D. Juan I en Segovia», bella noticia y muy oportuna para dar con el original. Y la ley I, tít. XX, lib. III, carece de autor y no se hace en ella remisión a ningún documento. Sobre la ley I, tít. V, lib. VII se lee esta nota: «D. Juan II en Burgos año dicho.» ¿Qué año es éste, porque preceden las citas de los años 1419, 420 y 425, y en ninguno de ellos hubo Cortes en Burgos y debió el redactor expresar con claridad las Cortes de Burgos de 1429 y 1430, donde se encuentra el contenido de la ley?

Las remisiones de las leyes VI, tít. V y III, tít. VIII y II, tít. IX, lib. I, y las I y II, tít. I, lib. II, son inexactas y se expresan en términos equívocos y en lenguaje desconocido por los historiadores y diplomáticos. «D. Juan I en Guadalajara, año de 1390, tit. de los Prelados: D. Enrique II en Toro, año 1371, tit. de los Prelados.» Por ninguna de estas citas se puede venir en conocimiento del documento alegado, porque no hay ni ha habido semejante título de los Prelados. En las Cortes celebradas por los reyes de Castilla, además de los cuadernos comprensivos de las peticiones y respuestas u Ordenamientos de leyes formadas a propuesta de los procuradores del Reino, también el brazo eclesiástico hacía y presentaba sus peticiones, de las cuales con sus respuestas se extendían cuadernos separados que firmados y sellados se entregaban a los prelados. Todos estos documentos debieron citarse con especificación y claridad bajo su verdadera nomenclatura y con la fecha correspondiente, diciendo, por ejemplo, don Enrique II en las Cortes de Toro, cuaderno de las peticiones de los prelados, petición tantas, firmado en tal parte, a tantos de tal mes y año.

También es muy equívoca, rara, y que ha dado lugar a dudas y cavilaciones la cita tantas veces repetida en la recopilación del tít. de Paenis, atribuido a don Alonso y a don Enrique III, año de 1400. Los curiosos investigadores de la Historia de nuestro Derecho ignoran la existencia de este monumento. Algunos, deseando descubrir este fenómeno, me preguntaron varias veces si sabía ¿qué obra legal era ésta?, ¿se escribió en latín? Si es así como parece del modo de citarla, ¿dónde existe o para tan raro documento? Porque desde el Código de las Partidas y Ordenamiento de Alcalá no se sabe ni consta que se haya publicado obra alguna legal en idioma latino. El tít. de Poenis supone que en esta obra habrá otros títulos relativos a diferentes objetos de legislación; y seguramente haría un descubrimiento muy importante el que por fortuna diese con tan raro monumento legal.

Mientras el redactor se dispone a ilustrarnos y a satisfacer aquellos cargos y resolver estas dudas, me anticiparé a decir lo que casualmente he averiguado sobre el asunto. No existe con efecto tal tít. de Poenis, ni obra alguna legal con este dictado latino. El rey don Alonso XI publicó un breve cuaderno, que en mi copia sólo contiene tres hojas y en ellas quince párrafos o capítulos muy sucintos. En todas las copias que he visto carece de fecha, y es probable que se haya publicado en las Cortes de Madrid de 1329. Su epígrafe es: «Ordenamiento que fizo el Rey D. Alfonso de las penas é caloñas que pertenecen á su cámara.»

Don Enrique III, de resulta de las Cortes de Tordesillas de 1401, publicó en este año, y no en el de 1400 como se dice en la Novísima, otro igual cuaderno, aunque más extenso, intitulado: «Ordenamiento del señor Rey D. Enrique III sobre las penas de cámara.» En estos dos Ordenamientos se encuentran literalmente todas las leyes de recopilación citadas con el raro tít. de Poenis. Si los copiladores no desfiguraran los nombres de dichos documentos y las remisiones se hubieran hecho con verdad y sencillez, ni habría dudas ni dificultades.

Para concluir este artículo he tenido por necesario hacer una reflexión, aunque molesta y desagradable; empero omitirla sería faltar a los deberes de censor íntegro e imparcial. En muchas de las notas y remisiones se ve citado el Consejo como autor de las leyes, y algunas veces antes que la persona misma del soberano, como en las leyes XVI y XVII, tít. I, lib. II, ley V, tít. X, lib. VII y XXIII, tít. XI, lib. VII, y otras. Si con el examen de la Novísima Recopilación se confió privativamente a una junta de ministros, después de rectificada y aprobada por éstos se hubiera permitido que también el Consejo pleno entendiera en su revisión, sin duda no permitiría que en el Código de las leyes del Reino hablara más persona que la del soberano. A los prudentes magistrados de tan respetable Cuerpo, no se les puede ocultar que el Consejo ni ha gozado jamás ni goza de autoridad legislativa. Y aunque sus disposiciones, providencias y acuerdos insertados en la Recopilación se hallan autorizados por el monarca que aprobó y confirmó el Código, sin embargo, es cierto que la fuerza y sanción de las resoluciones y providencias del Consejo dimanan solamente del supremo y único legislador. En el Código legislativo no se debe oír ni resonar sino la voz del soberano.

Artículo III

Leyes forjadas de documentos contrarios y opuestos entre sí mismos o citados inoportunamente y en perjuicio de la claridad de la ley; atribuídas a reyes, o que nada resolvieron sobre el asunto o resolvieron lo contrario

«De las leyes de la Nueva Recopilación, decían8 los doctores Aso y Manuel, unas están truncadas, otras tan confusas, que no se alcanza su verdadero sentido; otras tan alteradas y llenas de cláusulas forasteras que ya son leyes distintas.» La cronología, añade don Rafael Floranes, la cronología y discreción de los tiempos, luz tan necesaria en una obra que reúne establecimientos alterados de varias edades, es el primer auxilio de que no pocas veces nos vemos destituidos en ella sin saber a quién leemos ni en qué tiempos nos hallamos. Y discurriendo sobre el mismo propósito el modestísimo y laborioso padre M. Fr. Liciniano Sáez9, dice: «No son solas estas leyes las que estan mal copiladas. Igual falta se advierte en otras muchas de dichas ordenanzas y Nueva Recopilacion, pues se atribuyen á dos ó mas Reyes, con ser que el uno estableció lo contrario que el otro; ó que el uno fué autor de la ley derogada y el otro de la derogante. Y á la verdad que estos yerros pueden ser causa de algunos daños.» Lo que estos eruditos advirtieron y criticaron en la Nueva Recopilación se nota igualmente en la Novísima, como se demuestra por las siguientes reflexiones.

Ley II, tít. XII, lib. VII: «Tiempo en que han de hacer residencia los corregidores cumplidos sus oficios y fianzas que deben dar para ser recibidos en ellos.» Sola esta ley es suficiente para demostrar la impericia, el descuido y la precipitación con que procedieron los redactores en asunto de tanta gravedad e importancia. Porque en la extensión de ella se ven reunidos casi todos los vicios y defectos de que separadamente tratamos en este escrito, y que para mayor claridad nos hemos propuesto dividir y clasificar: citas y remisiones, unas erradas y otras inútiles; difusos razonamientos, leyes supuestas, infielmente copiadas y que chocan y se hallan en contradicción con la ley principal.

Demos principio por la nota o remisión que se halla sobre el epígrafe: «Don Juan en Madrid año de 1438: D. Fernando y D.ª Isabel en Toledo año de 480, ley 66.» En el año de 1438 no hubo Cortes en Madrid; las últimas que en esta villa celebró el rey don Juan fueron las de 1435. En la Nueva Recopilación se citó con exactitud el documento a que se refiere la ley, a saber, las Cortes de Madrigal de 1438. El redactor de la Novísima, después de haber transformado a Madrigal en Madrid, erró también la ley de las Cortes de Toledo, que no es la 66, sino la 56.

En las Cortes de Segovia de 1532, a las que igualmente se remite, nada se trató ni resolvió acerca del tiempo o plazo de la residencia de los corregidores. Lo que se pidió por el Reino fue que las fianzas que los corregidores, alcaldes y otros jueces hubiesen de dar, que en adelante las diesen en la corte. Los príncipes, desentendiéndose de esta solicitud, contestaron que se observase lo dispuesto por los capítulos de los corregidores. En las de Valladolid de 1537 se repitió la misma súplica, añadiendo que en caso que Su Majestad no tuviese bien de proveer lo contenido en dicho capítulo, mandase que los corregidores diesen las fianzas dentro de quince días que fueren recibidos a dichos oficios. Ni una ni otra parte de la instancia de los procuradores tuvo efecto. Su Majestad, no queriendo hacer novedad, mandó en conformidad a las leyes anteriores y a la práctica «que de aquí adelante den las dichas fianzas dentro de treinta dias.» Son, pues, inútiles estas remisiones.

Comienza la ley por un prolijo discurso o introducción que ocupa las dos terceras partes de ella. La majestad de Carlos IV, en su Real cédula que precede a la Novísima Recopilación, encarga al redactor que procure evitar leyes repetidas y los difusos razonamientos de muchas de ellas, guardando en todo el mayor órden, método y concision. Prevención y encargo atinado y oportuno, mayormente cuando estos difusos prólogos son arbitrarios y mal digeridos, y nada aprovechar ni para instrucción de los lectores ni para facilitar la inteligencia de la ley. Esto es lo que sucede con el presente exordio, el cual fue inventado y forjado en la imaginación del primer copilador de quien lo copiaron sin examen los demás. Está sembrado de errores y falsedades, y no se encuentra en ninguno de los documentos que se citan en el epígrafe ni en el cuerpo de la ley.

La de las Cortes de Toledo de 1480, que es propiamente el original de la recopilada, comienza por un corto exordio, pero tan diferente del de la Novísima, que no se parecen. Dice así: «Con justa causa se movieron los facedores de las leyes antiguas á mandar é ordenar que los jueces que tienen administracion de justicia, fuesen tenudos de facer residencia de cincuenta dias despues que espirasen sus oficios en los lugares donde los tuvieron, porque aquellos que habian recibido agravio de los jueces durante la administracion de sus oficios é non habían podido alcanzar justicia de ellos, lo alcanzasen en tiempo de la residencia. E por eso tenemos por bien é ordenamos que cada corregidor é alcalde, ó alguacil ó merino de cada ciudad é villa é lugar sea tenudo de facer residencia en el lugar principal.» Y sigue como en la recopilada hasta allí é por mayor seguridad de los pueblos.

Cotéjese este sencillo y breve exordio con el de la Novísima, y desde luego se advertirá la infinita diferencia de uno a otro: la arbitrariedad de los copiladores y la osadía de poner en boca de los Reyes Católicos lo que no dijeron, y de atribuirles aquel prolijo y falso razonamiento; allí: «Por esto por el Sr. Rey D. Juan nuestro padre en las córtes que hizo en Madrid año de 35»; y más adelante: «Otrosi el dicho señor Rey en las córtes que hizo en Madrid el año de 29.» Y lo peor de todo es que fundan la resolución de la ley en las disposiciones contenidas en dicho prólogo. «Nos, conformándonos con las dichas leyes, tenemos por bien é ordenamos.» Disposiciones falsas y supuestas, y que examinadas según verdad y a la luz de los originales donde se contienen, chocan y se hallan en contradicción con lo acordado por los Reyes Católicos. Para hacer juicio cabal del procedimiento de los copiladores en este asunto daremos aquí una sucinta historia de la ley.

En la VI, tít. IV, part. III, estableció don Alonso el Sabio que los jueces, después de haber hecho juramento de desempeñar su oficio según las leyes, deben al mismo tiempo prometer y obligarse, dando fiadores para ello; que concluido el tiempo de su judicatura permanecerán por sus personas en el distrito de la jurisdicción por espacio de cincuenta días para hacer derecho a los agraviados y querellosos. Tres proposiciones contiene esta ley: 1.ª la de dar fiadores y obligarse a hacer residencia; 2ª. que el plazo de ésta haya de ser de cincuenta días; 3.ª que harán la residencia por sus personas; circunstancia esencial que omitió don Juan de la Reguera en el extracto que hizo del Código de las Partidas.

Consta por la ley CXXXV del Estilo que la de Partida por lo que respecta al Plazo de cincuenta días no se observaba en las causas civiles. «Si demandan al alcalde por otras cosas que no son criminales, debe cumplir de derecho por sí mismo en treinta días para ante los alcaldes de aquel lugar donde él fuere alcalde.» Pero el rey don Alonso XI, por la ley XLIV, tít. XXXII, del Ordenamiento de Alcalá, restableció en todas sus partes la de Partida, mas corrigiéndola y templándola en lo que respecta a la residencia personal, en cuya razón manda: «Que los jueces por sí ó por sus procuradores finquen despues cincuenta días en los lugares donde juzgaren a cumplir de derecho á los querellosos.» Corrección que advirtió un antiguo jurisconsulto en nota marginal manuscrita a la dicha ley de Partida que he leído y copiado de un códice de la santa primada Iglesia de Toledo. «Esto, dice, ha lugar en los pleitos criminales en que hubiese pena de muerte ó perdimiento de miembro; ca en los civiles puede dejar personero, segun se contiene en la ley nueva que comienza: Mayor de veinte años, que fue sacada del ordenamiento de las córtes de Najera.» Y es la del rey don Alonso en Alcalá arriba citada, la cual se observó constantemente en Castilla sin que se haya publicado otra alguna en contrario, hasta que los Reyes Católicos la alteraron, añadieron y modificaron por la mencionada ley 56 de las Cortes de Toledo de 1480, que es la recopilada.

Así que son falsas y forjadas por los copiladores las leyes que en el exordio se atribuyen al rey don Juan. Todo lo que sigue es inventado y supuesto: «Por el señor Rey D. Juan nuestro padre en las córtes que hizo en Madrid año de 35, fue ordenado que los tales corregidores ó jueces que asi por Nos fueren enviados, hagan juramento y den fiadores en forma de derecho en la ciudad, villa ó lugar donde asi fueren enviados, que estarán en ella por su persona y á su costa los dichos cincuenta días y cumplirán de derecho los querellosos y pagarán lo que contra ellos fuere juzgado. Y otrosi el dicho señor Rey en las córtes que hizo en Madrid año de 29, ordenó y mandó que si los dichos corregidores ó jueces se fuesen ántes de los dichos cincuenta dias, ó si no diesen los tales fiadores, que fuesen enviados presos á su costa á los lugares donde han tenido los dichos oficios, y fuesen entregados á los que tuviesen los oficios para que hagan cumplimiento de justicia.» ¿Cuál pudo ser la causa de estos errores? ¿Qué fundamento habrá tenido el primer copilador para estampar leyes que nunca han existido?

Es fácil la respuesta. Por la petición VI, de las Cortes de Madrid de 1419, que son las citadas en el exordio de la ley recopilada, pero con el error de fijarlas en el año de 1429, en el cual no hubo Cortes en Madrid; los procuradores del Reino se quejaron a don Juan II de los corregidores, porque abusando del favor de la ley se ausentaban del pueblo y del distrito de su juzgado antes de los cincuenta días prescritos por el Derecho para hacer residencia, con cuyo motivo pidieron al soberano acordase y sancionase lo que le suplicaban, lo cual es idéntico con lo que se refiere en el mencionado exordio.

Se repitió la misma instancia en las Cortes de Madrid de 1435, de Toledo de 1436 y de Madrigal de 1438, querellándose los procuradores, «que los jueces, corregidores y alcaldes se ausentaban ántes de cumplir el plazo de los cincuenta días: é cuando mas en ello se quieren justificar, dejan un procurador que responda por ellos, é cuando los querellosos demandan al tal procurador, ponen sus defensiones é dilaciones por tal manera que los negocios no han ninguna conclusion... Por lo cual suplicamos á vuestra Alteza que le plega de ordenar é mandar que los tales corregidores sean tenudos de dar los dichos fiadores, é que juren de estar por su persona é facer la dicha residencia en el tal lugar los dichos cincuenta dias que la ley manda.»

El copilador incurrió en la debilidad de equivocar y confundir estas súplicas con las respuestas; y dándolas por concedidas y sancionadas, ha supuesto la existencia de otras tantas leyes cuantas fueron las peticiones hechas al monarca. He aquí el origen de la ficción de las que se citan en el exordio de la ley recopilada. Digo ficción, porque el rey don Juan no accedió a ninguna de las súplicas que en las mencionadas Cortes le hicieron los procuradores, y desentendiéndose de ellas confirmó las leyes antiguas, señaladamente la de Partida, con la corrección y modificación de las del Ordenamiento de Alcalá. A la petición VI de las Cortes de Madrid de 1419, contestó de esta manera: «Respondo que las leyes proveen cerca de esto en cuanto cumple. E mando dar mis cartas derechas á los procuradores de las ciudades é villas é lugares de los mis reinos é á las otras personas que las demandaren para que sean guardadas é egecutadas las dichas leyes.» Y de este mismo modo respondió en las Cortes de Madrid de 1435.

En las de Toledo y Madrigal dijo el rey: «A esto vos respondo que en cuanto atañe á los fiadores, que á mi place que se guarden las leyes de la Partida que en este caso fablan; é cuanto á la residencia, mando que se guarde la ley del Ordenamiento de las Cortes de Alcalá que fabla en esta razon.» Es, pues, indubitable y un hecho cierto que la ley de Alcalá fue ley viva y de continuada observancia desde su publicación en 1348 hasta el año de 1480, en que los Reyes Católicos, bien lejos de conformarse con ella, la alteraron sustancialmente, reduciendo el plazo de los cincuenta días a treinta, y estableciendo que los corregidores hiciesen la residencia por sus personas y no por procurador: «Sea tenido de hacer residencia en el lugar principal donde tuvo el oficio, luego que lo dejare sin se partir á otra parte»; con otras nuevas adiciones que se contienen en la prosecución de la ley, la cual concluye con una cláusula que no se halla en ninguno de los documentos citados sobre el epígrafe, y es una repetición de lo resuelto en la ley VII, título XI, del mismo libro a que el copilador se refiere, errando la cita; allí, según se contiene en la ley I, título XI de este libro.

La ley I, tít. IX, lib. IX, tiene la nota de «Don Alonso en Segovia, Petic, 28 y 29.» Debiendo decir leyes 28 y 29, porque en este Ordenamiento no hay peticiones, «y en Alcalá, año de 1348»; remisión vaga e inexacta. Estaría mejor, ley única, tít. XXIV, del Ordenamiento de Alcalá, «y don Felipe II, año de 1568». El que lea estas citas se persuadirá que el rey don Alonso y don Felipe II van de acuerdo en la resolución, pero sucede lo contrario; y lo que es más, ni el rey don Alonso va de acuerdo consigo mismo. En las Cortes de Segovia mandó que todas las cosas que se hubiesen de pesar por marco, que se pesasen por el marco de Tría y no de Teja, como erróneamente se estampó en la ley recopilada, incluyendo en este peso el oro y la plata y todas las otras cosas que se suelen pesar, salvo el quintal del fierro.

En el Ordenamiento de Alcalá manda que todas las cosas que se hubieren de pesar, así como oro y plata y todo vellón de moneda, que se pesen por el marco de Colonia; pero las demás cosas que se pesen por el marco de Tría. Y todas las cosas que se suelen medir, así pan como vino, se midan por la medida toledana. Y las que venden por varas, que sea por la vara castellana, que es la de Toledo, como consta expresamente de la petición 31 y respuestas de las Cortes de Madrid de 1435, y de Toledo de 1436. Esta resolución del Ordenamiento de Alcalá constituye toda la ley recopilada. Mas al fin de ella se estampó una cláusula derogatoria allí: «Declaramos que la vara castellana, de que se ha de usar, sea la que tiene la ciudad de Burgos.» Felipe II, de quien sin duda alguna son estas palabras, nada dice con relación a los demás puntos contenidos en el contexto de la ley, y con este silencio parece confirmar sus disposiciones. Y los jurisconsultos y letrados, al ver el nombre y autoridad de este monarca sobre el epígrafe de la ley, se persuadirán o dudarán, con harto fundamento, si las resoluciones en ella tomadas sobre pesos y medidas mantenían su fuerza y vigor en tiempo del mencionado príncipe, lo cual sería un error muy grosero; error a que da ocasión la inoportuna e inconsiderada cita. Porque no cabe género de duda que todo lo dispuesto en esta ley se deroga en parte por la ley segunda del mismo título y choca con otras leyes posteriores y con la legislación que regía en tiempo de Felipe II, como diremos en otro artículo.

La ley segunda siguiente está tomada de la pragmática de Tortosa de 1496, en la cual los Reyes Católicos insertan literalmente y confirman la célebre Ordenanza de don Juan II sobre igualación de pesos y medidas, hecha a consecuencia de la petición 31 de las Cortes de Madrid de 1435. Esta Ordenanza se halla interpolada y trastornada en la Novísima del mismo modo que en la Nueva Recopilación, y también alterada de su original con dañosa equivocación, según notaron los doctores Aso y Manuel en la Introducción a las instituciones del Derecho civil. Y es muy extraño que constituyendo dicha Ordenanza todo el fondo de la ley, no se cite sobre el epígrafe.

Es todavía más extraño que después de estas palabras de los Reyes Católicos: «El señor rey don Juan, nuestro padre, hizo y ordenó una ley con ciertos capítulos que en este caso disponen larga y expresamente, su tenor de los cuales es este que se sigue.» Después de estas palabras, el copilador suspende la narración, interrumpe el hilo del discurso e introduce inoportunamente a don Enrique II en Toro, año de 1369, petición 1.ª, y en Burgos, año de 1373, petición. 8.ª. Digo inoportunamente, y pudiera añadir con falsedad, porque don Enrique II, en el citado lugar de las Cortes de Toro nada hizo sino confirmar lo que su padre el rey don Alonso había resuelto en Alcalá, lo cual es contrario a la ley y Ordenanza de don Juan II. Y en las Cortes de Burgos nada se resolvió ni se encuentra relativo a pesos y medidas.

Los dos capítulos que siguen a la narración o exordio de los Reyes Católicos, y se atribuyen a don Enrique II y a don Enrique IV, los cuales comienzan en la ley recopilada: «Iten que en todos los pesos que en cualquier manera hubiere en los mis reinos. Iten que en toda cosa que se vendiere por arroba» se hallan literalmente en la ordenanza de don Juan II y son los dos primeros párrafos o capítulos de la pragmática de Tortosa. Después de los cuales el copilador, siguiendo su método, si se puede llamar método el que sólo sirve para introducir la confusión, cita a don Juan II en Madrid, año 435, petición 31, como si lo dicho antecedentemente no fuera disposición suya. Es necesaria mucha paciencia para sufrir tal trastorno y desconcierto.

La ley I, tít. X, lib. IX, tiene sobre el epígrafe la nota de don Juan II en las Cortes de Madrid de 1435 y en las de Toledo de 1436, y de don Fernando y doña Isabel en las Cortes de Madrigal de 1476. Pero en la realidad toda la ley está tomada de la respuesta que dio don Juan II a la petición 31 de dichas Cortes de Madrid, salvo una cláusula de los Reyes Católicos, de que hablaremos luego.

Las primeras expresiones de la recopilada están mal e infielmente copiadas. En la Ordenanza de don Juan II se lee así: «Mandarnos que el peso del marco de la plata que sea el de la ciudad de Burgos, é eso mismo la ley de once dineros é seis granos; é que ningun platero non sea osado de labrar plata para marcar de menos ley de los dichos once dineros ó seis granos.»

En la ley recopilada, en lugar de seis granos se ha sustituido cuatro granos, que es lo resuelto en las Cortes de Madrigal. El redactor es digno de censura por haber citado leyes comprensivas de resoluciones opuestas sin advertirlo ni especificarlo. ¿Qué necesidad había de alegar la Ordenanza de Madrid? La misma contrariedad y oposición se advierte en las remisiones de la ley XVI del mencionado título y libro.

La ley VI, tít. I, lib. X: «Prohibición de contratos de legos con sumisión a la jurisdicción eclesiástica y de obligaciones con juramento sobre cosas profanas» está tomada de dos leyes opuestas, la una derogada y la otra derogante, y la VII siguiente confirma y autoriza la que según el orden de los tiempos debe quedar derogada. Para comprender esta contradicción es necesario saber que en las Cortes de Toledo de 1480 hicieron los Reyes Católicos una ley prohibiendo absolutamente a los legos hacer contratos juramentados con obligación de someterse a la jurisdicción eclesiástica. Trató posteriormente el clero e hizo grandes esfuerzos para que se derogase esta ley como contraria a la libertad de la Iglesia, y suplicaron a los Reyes Católicos que mandasen revocarla.

No accedieron los soberanos a esta petición, antes respondieron con entereza: «que la dicha ley es justa, é se puede bien hacer de derecho, é no es contra la libertad eclesiástica, ni por la dicha ley se defiende el juramento cuando uno de los contrayentes es clérigo; y asimismo nuestra voluntad no fué de quitar el juramento en los contratos que para su validación se requería», y sigue declarando la ley de Toledo como se contiene en la pragmática de Talavera de 1482, que es la ley VII arriba citada.

No desistieron los prelados y clero de su pretensión, y en virtud del grande influjo y favor que disfrutaban con los príncipes, pudieron al cabo conseguir que don Fernando y doña Isabel revocasen y anulasen la ley de las Cortes de Toledo y su pragmática de Madrid de 1502, con tal rigor que llegaron a decir: «como quiera que muchos letrados de ciencia y conciencia de nuestros reinos nos han dicho y certificado que la dicha ley como está é anda imprimida está buena y que justamente se puede usar de ella; pero queriendo escoger la parte más sana y segura, tenemos por bien de mandar revocar la dicha ley: é revocamos é casamos é anulamosla solemnemente segun que está: y mandamos que por virtud de ella no se haga ni ejecute cosa alguna; é que sea quitada é testada de las dichas leyes; é que quien quiera que la tuviese la rasgue é quite de ellas».

Tenemos aquí tres leyes publicadas en diferentes épocas: una, en el año de 1480; otra, en el de 1482, confirmatoria y declaratoria de la primera, y otra, en el de 1502, que la deroga absolutamente. La de Toledo no debió citarse, y mucho menos servir de materia para extender la recopilada; sin embargo, toda ella está tomada literalmente de la de dichas Cortes hasta allí; «pero permitimos que los contratos de las rentas que se arrendaren de las iglesias, &c.», que es lo único que de la pragmática de Madrid y ley derogante se halla en la recopilada. La cronología y el buen orden exige que la ley de Madrid de 1520 sirva en lo sucesivo de texto principal, omitiéndose el de la de Toledo, así como la de Talavera de 1482 desde allí: «á lo que nos querellaron que por causa de la ley pasada que hicimos en la ciudad de Toledo hasta nuestra voluntad no fué de quitar el juramento en los contratos, &c.», porque choca y se halla en contradicción con la citada pragmática de Madrid.

La ley VIII, tít. XX, lib. XI, ofrece materia a desagradables reflexiones, pues no parece sino que los copiladores se empeñaron en distraer a los letrados, engañar a los lectores y oscurecer la verdad, dando pruebas o de ignorancia o descuido o precipitación en materia de tanta importancia y delicadeza. Tiene este epígrafe: «Las apelaciones de sentencias hasta en cantidad de veinte mil maravedís vayan á los regimientos de los pueblos». Tal es el objeto principal de la ley. Para autorizarla se citan como fuentes de ella don Fernando y doña Isabel en Toledo, año de 1480, ley 67; don Carlos y doña Juana en Valladolid, año de 523, Petic. 95; en Toledo, año 525, Petic. 31, y en Madrid, año 528, Petic. 39 y 145, y año 34, Petic. 79, y en Valladolid, año 37, Petición 10; y don Felipe II en Valladolid, año 558, Petic. 19, 20 y 21; y don Felipe III en las Cortes de Madrid de 1598, publicadas en 604, Petic. 65. ¿Cuál es el resultado de estas citas y de tan gran número de remisiones?

Todas ellas, a excepción de la última, no acuerdan con la disposición principal de la ley recopilada, según se expresa en su epígrafe; muchas chocan con ella y se oponen entre sí mismas, y otras son inútiles por cuanto no se tomó resolución alguna en los documentos a que se refieren. La ley de Toledo de 1480 dice así: «Dañosa cosa parece que los pleitos de pequeña cuantía hayan de venir de lejos á se proseguir por apelación á la nuestra audiencia; por ende ordenamos é mandamos, que de la sentencia definitiva que cualquier juez diere en cualquier ciudad, villa ó lugar de nuestros reinos, que sea de cuantía ó estimación de tres mil maravedís ó dende ayuso, la condenacion de ellos sin las costas, que en tal caso no se pueda interponer apelacion para ante Nos, ni para el nuestro Consejo.» El resto de esta ley sigue en la recopilada con varias erratas, cláusulas variadas y otras interpoladas, como podrá observar el que se tomase el trabajo de cotejarla con la original.

Por la Petic. 95 de las Cortes de Valladolid de 1523 dijeron los procuradores: «La ley de Toledo que dispone que las apelaciones hasta en tres mil maravedís vayan a los concejos: que por ser muy provechoso é quitar de costas se acreciente hasta seis mil maravedís.» Respondió el soberano: «Sea lo que nos suplicais, con que los quince días de la ley de Toledo sean treinta; é que los dos mil maravedís de pena los egecute luego el corregidor ó justicia del pueblo, so pena que no lo haciendo lo pague con el cuatro tanto é se le ponga por capítulo con los otros capítulos de jueces de residencias.» Los jurisconsultos que se dedicasen a examinar estas leyes en sus originales, se convencerán que la recopilada es un tejido de cláusulas opuestas y encontradas, y que no va de acuerdo en todas sus partes ni con la de Toledo ni con la de Valladolid.

En las Cortes de Toledo de 1525 no se hizo novedad sobre este punto, pues aunque los procuradores por la petición 32 suplicaron que las apelaciones de sentencias en cuantía de seis mil maravedís, que por la ley podían ir a los regimientos de ciudades y villas, se extendiese a quince mil, se respondió: «Que se guarde la ley que acerca de ello mandamos hacer en las Cortes de Valladolid», que es la ley precedente. Tampoco accedieron los reyes don Carlos y doña Juana a la súplica que les hicieron los procuradores de las Cortes de Madrid de 1528, reducida a que la cuantía de los seis mil maravedís se extendiese a quince mil. «Respondemos que esto nos ha sido suplicado en otras Cortes pasadas, y conociendo que no era nuestro servicio ni bien de estos nuestros reinos, no lo concedimos sino en cuantía de seis mil maravedís, según que en la ley que cerca de ello habla se contiene, la cual mandamos que se guarde.»

La nueva instancia que por la Petic. 78 de las Cortes de Madrid de 1534 hicieron los procuradores sobre que se extiendese la suma o cantidad de seis mil maravedís hasta la de diez mil, no tuvo efecto, y se les contestó: que no conviene que cerca de esto se haga novedad. En las de Valladolid de 1537 tampoco se tomó alguna nueva resolución. «Mandamos que los jueces ordinarios de nuestros reinos egecuten las sentencias conforme á las leyes.» En las Cortes de Valladolid de 1558 se hizo novedad sobre el presente argumento, porque los procuradores, por la Petic. 19, suplicaron: «Que las apelaciones de las sentencias que dieren los ordinarios de causas civiles que fueren hasta en cantidad de doce mil maravedís vayan á los concejos y ayuntamientos de las ciudades, villas y lugares de estos reinos, y no a las chancillerías; y en casos de ordenanzas antiguas ó que esten confirmadas, vayan las dichas apelaciones á los dichos concejos hasta en cantidad de seis mil maravedís.» Y se les contestó: «Respondemos que en los casos y lugares que las apelaciones de los pleitos de seis mil maravedís y dende abajo iba al concejo y regimiento de los tales lugares, mandamos que vaya de diez mil maravedís y dende abajo, de manera quela cantidad de los dichos seis mil maravedís se extienda á diez mil maravedís.» Pero de esta resolución nada hay en la ley recopilada. Es, pues, inútil su cita, así como la de las precedentes Cortes, desde las de Toledo del año de 25.

Por la Petic. 38 de las Cortes de Madrid de 1579, fenecidas en el año 82, consta que aún no se había extendido a veinte mil maravedís la cuantía de la estimación de los pleitos de que se podía apelar a los ayuntamientos. Dicen los procuradores: «Por el capítulo 43 de las Cortes pasadas y en las que antes se habían hecho, se suplicó á V. M. mandase que como en las causas civiles de diez mil maravedís abajo se apela y se puede apelar de las justicias ordinarias al ayuntamiento, que se extendiese la dicha cantidad y creciese á lo menos hasta veinte mil maravedís; y siempre se ha respondido que no conviene en esto hacer novedad: é insisten los procuradores en que se rige esta suma en veinte mil maravedís por las razones allí expresadas.» Mas el soberano contestó: que por agora no conviene hacer novedad.

Finalmente, en las Cortes de Madrid de 1592, fenecidas en 1598 y firmadas en Madrid a primero de diciembre de 1603, se tomó la resolución de extender la suma de dichas apelaciones a veinte mil maravedís, en virtud de la siguiente petición, que es la 65: «Por las muchas costas que se causan de salir á las chancillerías ó otros tribunales á seguir las apelaciones, se proveyó por las leyes reales que las apelaciones hasta cierta cantidad fuesen á los ayuntamientos; y últimamente se subió á diez mil. Y por haber crecido todas las cosas con los tiempos, la dicha cantidad al tiempo que se subió era mayor que al presente sería veinte mil maravedís. Atento á lo cual á V. M. suplicamos mande que en los pleitos de veinte mil maravedís se pueda apelar para ante los ayuntamientos. A esto vos respondemos que por parecernos justo lo que el reino pide, mandamos que así se haga como nos lo suplicais.»

Nos hemos detenido en estas prolijas investigaciones y en presentar una historia compendiosa de las precedentes leyes, así como de la presente, para que se advierta la impericia de los copiladores, que habiendo sido tan liberales en multiplicar citas inútiles y contradictorias, omitieron esta última, que es donde se estableció el punto principal de la ley recopilada. También esperamos conseguir otro fruto, y es que el autor del Extracto de las leyes de la Recopilación, impreso en Madrid en el año de 1799, instruido con estos ejemplos y otros que puede leer en el Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación, acerca del método de escribir la historia de las leyes, corregirá aquella pomposa expresión: «Me sometí al ímprobo, desconocido trabajo de formar la historia, por ninguno emprendido, de las leyes de Castilla promulgadas desde el reinado de don Alonso XI», y también el título de la obra a que se refiere: Historia de las leyes de Castilla, siendo cierto que ni de una sola ley nos da la historia.

Artículo IV

Leyes anticuadas y de ningún uso en nuestros días, por haber cesado las causas, fines y objeto de su publicación

En la sociedad humana no puede haber un sistema de leyes perpetuo e invariable. La natural inestabilidad de las cosas, el tiempo, que todo lo destruye, muda o altera; la fuerza de la opinión, nuevas ideas y costumbres; los progresos de la civilización, de la cultura, de la industria y de las artes; la propagación de las luces y otras causas físicas, políticas y morales, necesariamente han de influir más o menos rápidamente en la mudanza del gobierno, de las instituciones políticas y de las leyes, y sería un despropósito querer acomodar al siglo diecinueve todas las que regían en los tiempos bárbaros, y no menor desvarío aplicar a éstos las providencias aún las más excelentes de nuestra edad.

La ley debe ser necesaria, útil, acomodada a las circunstancias del tiempo y a las costumbres del país. Y por esto la nación deseó siempre que en la copilación de las leyes del Reino se insertasen ordenadamente las vivas, útiles y necesarias, con exclusión de las superfluas, y que por haber cesado las causas y aún el objeto de su institución, sólo pueden servir de monumentos para la historia. El redactor de la Novísima conservó, sin embargo, en el Código muchas de esta naturaleza, como se muestra por las siguientes reflexiones.

Los reyes de Castilla no tuvieron, por espacio de muchos siglos, morada fija ni residieron constantemente en pueblo determinado. La corte andaba ambulante de lugar en lugar, y había suma escasez de alojamientos y posadas para aposentar las personas reales y su gran comitiva: consejeros, grandes, prelados, tribunales y magistrados, oficiales, tropa y criados y dependientes. Era inevitable que se cometiesen excesos y violencias, señaladamente en los lugares pequeños, tanto que a veces las iglesias y monasterios se convertían en mesones, y los aposentadores, despenseros, gallineros y otros empleados en las provisiones así del rey como de otros personajes, hacían agravios y extorsiones que obligaron a publicar leyes para contener los excesos. Esto es lo que motivó la ley III, tít. II, lib. I: «Mandamos que los nuestros aposentadores ó del príncipe ó de los infantes ó de la chancillería ó de otros cualesquier caballeros y ricos hombres non sean osados de dar nin señalar posadas en las iglesias.» Muy buena ordenación entonces; pero hoy carece de objeto y no se acomoda a las circunstancias del tiempo presente.

Lo mismo decimos de las leyes I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII y IX, tít. XIV, libro III. La corte se ha fijado perpetuamente; ya no hay necesidad de tomar medidas sobre aposentamiento de los chancilleres, oidores y oficiales de la Real Casa y Corte y Chancillería; ni de los alguaciles, oficiales de la cárcel y verdugo. Las costumbres se mudaron; todo ha variado en el día y deben considerarse como inútiles y anticuadas las leyes. El mismo juicio se debe hacer de los dispenseros y gallineros del rey, personas reales, grandes, y audiencias de que hablan las leyes I, II, III, IV, V y VI del tít. XVI; todo alude a costumbres anticuadas, y es inoportuno reproducir las respectivas leyes. ¿Con quién habla, a qué objeto se dirige la ley V: Prohibición de gallineros de las audiencias?

La ley II, tít. VI, lib. III: «Modo en que conviene andar el rey por toda su tierra con el Consejo y alcaldes para administrar justicia» fue loable y muy buena en las circunstancias que motivaron su publicación. Pero habiéndose ya fijado la residencia del rey y de los tribunales, no me detendré en probar que es inútil e importuna. Lo es igualmente la ley I, título XX, lib. III, y la VI, tít. XXX, lib. IV, y la V, tít. XIX, lib. VI: «Nómina de las personas a quien deben darse las guías en la corte.» Se trata en ella a quienes se deben dar carretas y bestias de guía cuando la corte se muda de un lugar a otro, y asimismo de las cartas y cédulas para ser aposentados en los caminos el Consejo de Estado, el Consejo Real y sus oficiales, los contadores mayores, los del Consejo de Guerra, &c. Esta práctica cesó y también debe cesar la ley.

La actual constitución de los nobles e hijosdalgo ha variado sustancialmente de la antigua. Las franquezas y privilegios otorgados a los caballeros y fijosdalgo por las leyes I y siguientes hasta la X emanaban de un principio de justicia, porque servían al rey y a la patria en las circunstancias más difíciles y apuradas, así en tiempo de paz como de guerra. Mantenían armas y caballos y estaban prontos a arrostrar los mayores peligros en todo evento, y para salir a campaña al primer llamamiento. Eran, pues, acreedores a las gracias que se les otorgaban y al favor de las leyes. Y como dicen bellamente los Reyes Católicos en la ley IX: «Porque las leyes de suso contenidas son justas y razonables, y porque deben ser favorecidos los hijosdalgos por los reyes, pues con ellos hacen sus conquistas y de ellos se sirven en tiempo de paz y de guerra; y por esta consideración les fueron dados privilegios y libertades, y especialmente por las leyes suso contenidas, &c.» Y antes el rey don Alonso XI, en la ley IV, tít. XVIII del Ordenamiento, dice que es su voluntad hacer merced a los caballeros porque puedan estar mejor aguisados para nuestro servicio.

Todas estas leyes del tít. II, lib. VI han caducado, porque no existen ni se verifican los motivos de su concesión. Y nuestros hidalgos sólo pueden alegar derecho a sus privilegios y franquezas en virtud de las leyes posteriores a la de Toledo de 1480, que es la IX citada, y a la buena voluntad de nuestros soberanos, que tuvieron a bien conservar esta imagen de la antigua nobleza y dispensarle los honores debidos antes solamente a los que se ocupaban en servir al público.

Los derechos, pactos y obligaciones que nacían de las encartaciones, divisas, encomiendas, solariegos y behetrías y otros señoríos, cuya prolija legislación, tan célebre antiguamente en Castilla, apenas se comprende en nuestros días, así como son muy poco conocidos los nombres de los derechos de yantares, conducho, infurción y otros de este jaez; todo está ya anticuado, señaladamente desde el año de 1454 en que don Juan II mudó enteramente la constitución de aquellos señoríos. Y si todavía se conservan algunos de los antiguos nombres, representan hoy ideas muy diferentes. No pudiendo, pues, acomodarse las antiguas leyes a la legislación actual, ni las viejas costumbres a las presentes, están por demás en nuestro Código todas las leyes del título I, libro VI, desde la primera hasta la décimocuarta, copiadas de las del Ordenamiento de Alcalá.

El redactor suprimió con oportunidad varias leyes estampadas en el tít. IV, libro III de la Nueva Recopilación, relativas a los adelantados y merinos mayores y sus tenientes; estos célebres oficiales y gobernadores, que reunían la autoridad política y militar, ya hace mucho tiempo que no existen. Sin embargo, el redactor conservó las leyes VI y XIV del citado título y se ven insertadas en la Novísima: leyes XI y XII, título XXXVIII, lib. XII, las cuales debieron suprimirse por los mismos motivos que las primeras.

La fuerza armada de las naciones y la táctica y constitución militar ha variado de mil maneras, y la disciplina de nuestros ejércitos en nada se parece a la de nuestros mayores. No había entonces las grandes masas de tropa que en el día tanto contribuye a arruinar la patria con sus armas en tiempo de guerra, y con su celibato en tiempo de paz, a corromper las costumbres, a despoblar el terreno, a desolar y empobrecer el país; todos tenían obligación de tomar las armas en tiempo de necesidad y de angustia. Los reyes tenían vasallos a quienes daban honores, tierras, monedas o, como entonces se decía, acostamientos, por cuya razón quedaban obligados al servicio militar, así como los vasallos de los grandes señores por causa del beneficio que de ellos recibían contraían la misma obligación. Pero esta disciplina, obligaciones y derechos han cesado, así como las leyes relativas a esta materia. Están, pues, anticuadas, y no son aplicables a nuestra milicia las leyes I y II, tít. VI, lib. VI; ley I, tít. X, lib. I; ley II, tít. XV, lib. XII.

Las leyes que produjo la necesidad o la ignorancia, relativas a tasas o posturas de granos, comestibles y géneros comerciables, deben considerarse como anticuadas; por ejemplo, la ley I, tít. XVII, lib. III, varios capítulos de las leyes II del mismo título y de las del tít. XVIII, De los fieles ejecutores de Madrid, con otras de que hablamos en artículo separado.

Nadie ignora que los judíos se establecieron en España desde tiempos muy remotos, y nuestro antiguo Gobierno, considerando a los judíos como vasallos útiles al Estado y despreciando las preocupaciones populares y las declamaciones de la ignorancia, aspiró a conservarlos en estos reinos, defenderlos y ponerlos al abrigo de toda violencia. El favor de las leyes se extendía a todos los que querían empadronarse y establecerse en cualquier población. Todos los negocios y causas, pleitos y litigios eran uniformes entre judíos y cristianos. Las leyes los consideraban como miembros de la sociedad y les otorgaban los derechos de ciudadanos. Política que siguieron los reyes de Castilla hasta que a fines del siglo XV determinaron desterrarlos para siempre de todos sus dominios. Así que todas las leyes relativas a esta desgraciada gente, en otro tiempo oportunas y necesarias, han quedado anticuadas y sólo pueden servir para la historia política y moral de la Edad Media. Insertarlas hoy en nuestro Código es un despropósito. El mismo juicio se debe hacer de las leyes relativas a los moros tolerados por el Gobierno en los pueblos conquistados o a los que dominaban en las fronteras de nuestro país. Tales son las leyes siguientes: segunda parte de la II, título I, lib. I; leyes I, II y III, tít. XXIX del mismo libro; las leyes I, II, III y IV del título I: «De los judíos; su expulsión de estos reinos», libro XII. Habiéndose verificado el decreto de expulsión, ni este decreto ni aquellas leyes pueden en el día tener objeto ni efecto. Y si bien la ley IV pudiera aún verificarse su contenido, no es necesaria en el Código, porque se provee suficientemente al objeto de ella por la disposición de la ley V siguiente de Carlos IV.

El tít. II, «De los moros y moriscos», libro XII, es importuno y anticuado. Todas sus leyes tuvieron el debido efecto cuando se promulgaron; hoy carecen de blanco y de objeto y sólo pueden servir de monumentos históricos. Lo mismo decimos de las leyes I y III, tít. XXII, lib. XII: «Prohibición y nulidad de los contratos con judíos y moros en que intervenga usura. Reglas que han de observarse en los contratos con judíos o moros para evitar usuras.» Y de la ley IV, tít. XLII del mismo libro, que dispone acerca de los delitos de aquéllos que se retiraban a los pueblos fronterizos de los moros, a quienes se había otorgado privilegio de que los delincuentes que allí se refugiasen a servir contra los moros fuesen perdonados de sus delitos después de cierto tiempo de servicio. La ley V siguiente es de la misma naturaleza.

Es bien sabido cuán grandes alteraciones comenzó a sufrir la disciplina de la Iglesia de España después del pontificado de Gregorio VII; cómo se fueron introduciendo las elecciones canónicas por los respectivos cabildos de las catedrales, en perjuicio de las regalías de nuestros soberanos, y posteriormente la doctrina y disciplina de las reservas generales apostólicas, apoyada en el nuevo Derecho de las Decretales y reglas de la cancelaría; disciplina que propagada a fines del siglo XIII y XIV, con violación de los derechos de los príncipes, obispos y cabildos de la Cristiandad, produjo infinitos males en estos reinos.

Los abusos de la curia romana y los perjuicios que a consecuencia de ellos experimentaba la nación, excitó el celo de los procuradores de Cortes, así como el de los monarcas, para tratar en común del remedio y de oponer un dique contra el torrente que amenazaba arrastrar la nación hasta el precipicio. Se tomaron oportunas providencias, se publicaron leyes prohibitivas de que los grandes, caballeros ni otras cualesquier personas pudiesen ser comendadores o tener encomiendas en los abadengos, iglesias y monasterios; que los cabildos no pasasen a hacer elección de prelado sin conocimiento y acuerdo del soberano; que los extranjeros no pudiesen obtener beneficios y pensiones en estos reinos. Se mandó que, no se consumiesen canonjías ni raciones en las iglesias, y que se suplicasen las bulas relativas a este asunto; que en las iglesias no haya ni se permitan coadjutorías, y que se revoquen las cartas de naturaleza dadas a extranjeros. Tal es el contenido de las leyes I, III, IV y V, tít. XIII, I, II, III y IV, tít. XIV, I, II y III, tít. XVII, libro I, y otras convenientes y utilísimas en aquella situación y circunstancias; pero habiendo cesado los abusos, y variadas ya las costumbres y comenzado un nuevo orden de cosas, nuevo Derecho, nueva legislación, apoyada en principios más luminosos y en el último Concordato, todo lo que precede a esta época ha quedado anticuado.

En la Edad Media hubo en estos reinos juegos públicos de dados y casas destinadas para la conservación de los tableros y para la concurrencia del pueblo a que llamaban Tafurerías, las cuales estuvieron por espacio de muchos años toleradas bajo ciertas reglas y condiciones contenidas en las leyes publicadas en esta razón. Entre ellas es célebre el Ordenamiento de las Tafurerías de maestre Roldán, compuesto de orden de don Alonso el Sabio.

Aunque el juego de las tafurerías era un seminario de desórdenes, de que se seguía la ruina de muchas familias, y en cuya concurrencia se confundían todas las clases, continuó, sin embargo, en su vigor hasta el fin del reinado de don Juan II, a pesar de algunas providencias que de cuando en cuando se tomaban, las cuales fueron inútiles porque el desorden se sostenía por el interés que de él resultaba al fisco, por las multas y penas de cámara que rendían a la Real Hacienda y a los comunes de ciudades y pueblos, que por privilegio percibían los intereses de arrendamiento. Hace mucho tiempo que cesaron estos desórdenes y abusos; de consiguiente, las leyes I, II, III, IV y V del título XXIII, lib. XII, que todas giran sobre esta antigua costumbre, carecen hoy de objeto y deben desecharse como muertas y de ningún uso.

Permitían en otro tiempo las leyes que cualquiera persona pudiese labrar, fundir y afinar de su cuenta todo género de monedas de oro o plata, con tal que lo hiciesen precisamente en las Reales Casas de Moneda. Sobre lo cual, así como sobre el método de entregar dicha moneda a los interesados, se publicaron varias leyes; tales son La I, II y III, tít. XVII, lib. IX, más todas se debieron omitir como anticuadas después de lo resuelto por Felipe V en la ley VII de dicho título y libro: «Mando que toda la labor que se hiciere de oro, plata y cobre en mis Reales Ingenios y Casas de Moneda ha de ser de cuenta de mi Real Hacienda y no de la de particulares, como se ha permitido en lo antecedente... No se ha de labrar moneda alguna por cuenta de personas particulares, sino de la de mi Real Hacienda.» Lo cual se confirma también por el capítulo 8.º de la ley XIV; son, pues, inútiles las antecedentes.

¿Y qué uso puede tener en el día la ley II del tít. X?: «Mandamos que sean hechos pesos de hierro o de latón con que se pesen en la nuestra corte y en todas las ciudades, villas y lugares las monedas de excelentes y medios excelentes y de castellanos y cuartos de excelentes, y de medio castellano y doblas y florines y águilas y ducados y cruzados y coronas.» ¿Quién es el que conoce hoy la significación y las ideas representadas por estos nombres?

El amor natural de los parientes y amigos, extraviado por la superstición e ignorancia, produjo mil abusos en los honores fúnebres y en las demostraciones de sentimiento y dolor por los difuntos. De aquí los llantos inmoderados, el oficio de las plañideras y el exceso de mesarse los cabellos, herirse y rasgarse las caras; lo que dio motivo a la publicación de varias leyes y ordenamientos para contener los abusos. El redactor insertó en la Novísima, ley IX, tít. I, lib. I, dos que hizo don Juan I en esta razón. Mas como por fortuna y a consecuencia de los progresos de la civilización y de las luces cesaron aquellos desórdenes y han cambiado las costumbres y dejaron de existir las plañideras y se desterró el exceso de rasgarse los rostros y arrancarse los cabellos en señal de duelo por los finados, aquellas leyes debieron omitirse como anticuadas.

Fueron célebres en la Edad Media las peregrinaciones a Santiago y a San Salvador, de Oviedo; corrían en tropas a estos santuarios naturales y extranjeros, con el fin de satisfacer su devoción y piedad. Los caminos públicos estaban sembrados de hospitales para los peregrinos; se reputaba por obra de gran beneficencia erigir casas para hospedar estos viajeros; las leyes los protegían, y los códigos completos de legislación no podían pasar sin un título de Romeros y peregrinos, codo se puede ver en el de las Partidas y Fuero Real. Tampoco le omitió nuestro redactor en la Novísima, enriqueciéndolo con cinco leyes del mencionado Fuero, y son las primeras del tít. XXX, lib. I, que, a mi juicio, hubiera sido mejor omitirlas como anticuadas, porque las costumbres, así como las ideas y opiniones, han variado infinito. Los romeros o no existen o no son lo que fueron en los tiempos pasados, y ya no deben considerarse ni tratarse tanto como viajeros devotos, cuando como vagabundos perjudiciales. Es, pues, inútil y superfluo dicho título XXX con sus cinco primeras leyes; las dos últimas, en que se halla comprendida la VI, son muy buenas, pero corresponden por su asunto y materia al título de los vagos o al de la policía de los pueblos.

Hay otras leyes en la Novísima que versan sobre objetos enteramente desconocidos o que ya no existen y, de consiguiente, inútiles y anticuadas; tales son la I, II y III, tít. XXXVIII, lib. VII, sobre gobierno de los hospitales de San Lázaro y San Antón y sobre los llagados o inficionados de lepra; leyes muertas e infructuosas, porque en virtud de providencias de policía y salubridad se han llegado a extinguir estas enfermedades, así como las casas u hospitales destinados a su curación, cuyas rentas se aplicaron a hospicios y a otros objetos de beneficencia.

La ley IV, tít. XX, lib. VIII, con este epígrafe: «Erección de la Real Academia de práctica de leyes de estos reinos y de Derecho público con la advocación de Santa Bárbara», aunque moderna, con todo eso debe calificarse de anticuada después de haberla derogado Carlos IV. La resolución de Carlos III y las trece notas con que el redactor ilustró el contenido de la ley, sólo pueden servir para la Historia desde que por Real orden de 22 de agosto de 1804, comunicada al Consejo, se sirvió S. M. resolver y mandar que las seis Academias de Derecho y práctica queden extinguidas.

El tít. XIII, lib. VI: «De los trages y vestidos y uso de muebles y alhajas.» El XIV: «Del uso de sillas de manos, coches y literas.» Y el XV: «Del uso de mulas y caballos», abrazan cuarenta y ocho leyes bien prolijas y difusas, la mayor parte inútiles y anticuadas por no ser adaptables a las costumbres y usos de nuestros días. ¿Es digno del Código, nacional y acomodado a las actuales circunstancias lo que disponen las leyes VII, VIII, IX y X del tít. XIII?: «Ningun hombre pueda traer copete ó jaulilla ni guedejas con crespo ú otro rizo en el cabello, el cual no pueda pasar de la oreja. Mandamos que en estos reinos y señoríos todas las mugeres de cualquier estado y calidad que sean anden descubiertos los rostros de manera que puedan ser vistas y conocidas, sin que de ninguna manera puedan tapar el rostro en todo ni en parte con mantos ni otra cosa. Ninguna persona de cualquier estado, calidad y distincion sea osado de andar embozado, por esta corte, tanto con montera como con gorro calado y sombrero ú otro cualquier género de embozo que oculte el rostro.»

¿Qué aprovechan? ¿Qué fuerza tienen hoy las leyes IV y VIII del tít. XIV?: «Prohibicion de traer coches y carrozas si no es con cuatro caballos propios del dueño del coche y no agenos ni prestados. Ninguna persona de cualquier estado que sea pueda hacer coche de nuevo sin licencia del presidente del Consejo. Que las personas que tuvieren coche no lo puedan prestar. Que las personas que tuvieren coche con licencia, si quisiesen vender ó trocar ó en otra manera enagenar el tal coche, no lo puedan hacer sin licencia del dicho nuestro presidente. Que ninguna persona de cualquier clase que sea pueda ruar en coche alquilado en la corte.» ¿Y qué diremos de lo resuelto por las leyes XIII, tít. XIV y III, tít. XV?: «Prohibición de usar mulas y machos en coches, estufas, calesas y demás portes de rua. De aquí adelante ningun género de personas excepto los médicos y cirujanos puedan andar ni anden en mulas de paso.»

Todas estas leyes y pragmáticas chocan con nuestros usos y costumbres. El lenguaje de muchas es casi incomprensible, así como los nombres de los trajes de que en ellas se habla, como, por ejemplo: ferreruelos, bohemios, guardainfantes, cueras, calzas, talabantes, lo cual es una nueva prueba que estas leyes están anticuadas y que es un despropósito renovarlas en el día, en que tanto han variado las costumbres, los trajes y hasta las ideas y opiniones económicas y políticas. El redactor no debió olvidar aquella importante máquina del Código visigodo: Lex erit secundum consuetudinem civitatis, loco temporique conveniens.

Leyes repetidas, redundantes y superfluas

No me detendré en probar cuán desagradable y fea cosa es en todo género de obras literarias la fastidiosa repetición de unas mismas reglas, ideas y pensamientos, y mucho más en las de legislación aglomerar los preceptos y multiplicar las decisiones y las leyes sin necesidad. Esta redundancia pugna con los principios de orden y método, y con la claridad, brevedad y concisión, que es como el alma de la ley y calidad esencial de un buen código legislativo. Los reyes de España, que en diferentes tiempos promovieron esta empresa no menos importante que deseada, mandaron expresamente que se excusasen las leyes superfluas. «Quiero, dice la Magestad de Carlos IV, que el Consejo encargue á D. Juan de la Reguera Valdelomar el que procure no haya leyes repetidas, y que guarde en todo el mejor órden, método y concisión.»

Aunque este redactor, convencido de que en las precedentes ediciones de la Recopilación existían y se habían estampado sin el debido discernimiento muchas leyes idénticas, redundantes y superfluas, corrigió en parte este defecto omitiendo algunas de ellas en la Novísima, más todavía conservó otras muchas o repetidas materialmente y a la letra o idénticas en su espíritu y sentido, aunque variadas en el lenguaje y en las palabras.

La ley XI, tít. I, lib. I, es una providencia de policía y de buen gobierno. Bajo de ella, en la nota 5, se inserta el bando de 21 de abril de 1769, por el que se prohibe el abuso de las mayas. El contenido de esta nota se repite y es uno mismo con el de la ley XV, tít. XIX, lib. III, que tiene este epígrafe: «Prohibición del trage de Mayas, de pedir con platillos y de formar altares por las calles.» Cotéjese esta ley con la nota y se verá que una u otra es superflua y redundante.

Bajo la misma ley hay otra nota, que es la 6, la cual en cuanto prohibitiva de palabras obscenas y acciones impuras e indecentes se repite en la ley XIV, tít. XIX, lib. III: «Prohibicion de palabras escandalosas y obscenas y de acciones indecentes»; y el contenido de esta ley se vuelve a repetir en la VI, IX y X, tít. XXV, lib. XII: «Prohibicion de palabras sucias y deshonestas. Prohibicion de instrumentos ridiculos, insultos y palabras lascivas en las noches vispera de S. Juan y S. Pedro. Prohibicion de blasfemias... palabras obscenas y acciones torpes en sitios publicos de la corte.» Todas estas leyes y notas se debieran reducir a una ley general, cual es la X de Carlos IV, comprensiva de aquéllas, y como última es la vigente en este asunto.

Las leyes I y II, tít. II, lib. I, con estos epígrafes: «No se haga fuerza ni quebrantamiento en iglesia ni cimenterio, no se quebranten los privilegios y franquezas de las iglesias ni ocupen sus bienes»; se contienen en las leyes IV, V y VI, tít. V del mismo libro: «Conservacion de los tesoros... de las iglesias. No se tomen ni ocupen las rentas de las iglesias. No se tomen ni fuerzen los bienes de las iglesias, monasterios y personas eclesiásticas.» Y en la ley II, tít. IX: «A las iglesias y monasterios, prelados, clerigos y religiosos se guarden sus privilegios y franquezas.» De estas leyes se pudiera formar una sola que las abrazara todas.

La ley VII, tít. VIII, lib. I: «Los prelados cuiden del cumplimiento de la ley prohibitiva de que el clerigo ó religioso hable mal de las personas Reales, estado ó gobierno, se repite sustancialmente en la II, tít. I, lib. III: «Pena de los que blasfemen ó digan palabras injuriosas contra el Rey, estado ó personas Reales.» Aunque varían en las palabras, expresiones y razonamientos, la resolución y sanción es una misma. Aquélla se refiere a ésta, y debiera unirse con ella formando de las dos una sola, con lo cual se evitaría la repetición y se guardaría mejor orden.

Todas las leyes del tít. XIV, del mismo libro I: «De la naturaleza de estos reinos para obtener beneficios de ellos», se pudieran haber reducido a dos, a la VI y VII; la primera, sumamente prolija y que casi ocupa seis columnas, es más un discurso histórico que una sanción legal, y sólo abraza un hecho particular aislado a la duración del gobierno de Enrique IV: «Revocamos y damos por ningunas y de ningun valor y efecto todas cualesquier nuestras cartas de naturaleza que fasta aquí hemos dado y dieremos de aquí adelante á todas cualesquier personas extrangeras y no naturales de nuestros reinos, para haber las dichas prelacias y dignidades... y declaramos las unas y las otras ser ningunas y de ningun valor ni efecto.» El mandamiento del monarca no se extiende más acá de su reinado.

Esta ley se repite en la segunda, la cual es de la misma naturaleza. Los Reyes Católicos confirman la precedente así como la de Madrigal, que sobre esta razón habían publicado en el año de 1476: «Confirmamos las dichas leyes; y revocamos y damos por ningunas cualesquiera cartas de naturaleza que habemos dado á cualesquier extrangeros y las que dieremos de aquí adelante.» No hay sanción ni determinación para lo futuro.

Las leyes III y IV confirman las antecedentes; y lo que añaden sobre ellas se repite y en parte se altera por la ley VI de Felipe V, la cual es más expresiva y general y las abraza todas. Quiere que no se concedan cartas de naturaleza a extranjeros, «sino es en caso de precisa necesidad; pero como este caso puede llegar ó por especiales méritos de algun sugeto determinado ó por no haber cosa proporcionada con que poder premiar sus servicios, sino con algun oficio ó dignidad que pida su goce posesión de naturaleza, entonces se pedirá su consentimiento á las ciudades y villas de voto en cortes, para que libre y espontaneamente convengan en concederla asi».

La ley I, tít. XIV, lib. II, con este epígrafe: «Los legos no hagan escrituras ni contratos ante los vicarios y notarios eclesiásticos sino en cosas tocantes á jurisdiccion eclesiástica», es inútil por comprenderse y repetirse en la ley segunda siguiente, como advierte el redactor al fin de ella: según que más largo se prohibe por la ley II de este título, la cual es más general, más bien circunstanciada y detallada, y se especifican en ella con claridad las penas contra los transgresores.

El contenido de la ley III, tít. II, lib. IV: «Observancia de aranceles en todos los consejos y tribunales sobre los derechos de sus oficiales»; se repite y se halla comprendido, en las leyes del tít. XXXV, libro XI, donde se trata largamente y de propósito de los derechos de los jueces y de los aranceles. A este mismo título corresponde la ley IV, tít. XVII: «Reglas que han de observar todos los ministros y oficiales contenidos en el arancel para el cobro de sus derechos»; y la ley XXIV, tít. XXX del mismo libro IV, cuya resolución se lee repetida allí en la ley I, y en la IV, tít. XXX, lib. XI.

Por la ley VI, tít. III, lib. IV, se manda que los relatores juren guardar secreto acerca de lo acordado en el Consejo bajo la misma pena que impone la ley a los consejeros. Esta resolución con otras circunstancias, se lee en la ley II, tít. XX del mismo libro, y en la I, tít. XXIII, lib. V, con este epígrafe: «Juramento que debe preceder al recibimiento de relatores en los Consejos.»

Es asunto de mucha gravedad e importancia, el secreto en los negocios. La ley impone esta obligación a los consejeros, oidores y alcaldes. ¿No sería suficiente una sola con relación a este objeto? Sin embargo, encuentro cinco leyes dispersas, dislocadas, sin orden, en que se repiten con variedad de palabras unas mismas ideas. Ley XII, tít. II: «Pena de los ministros de los consejos, chancillerias y audiencias y otros tribunales que no guardaren secreto.» Ley VI y XV, tít. III, ley VI y VII, tít. VIII, lib. IV: «Obligacion de los ministros del consejo á la observancia del juramento de guardar secreto en el Consejo.» Y como si todo esto fuera poco, el rey don Felipe V tomó la siguiente resolución por la ley V, tít. IX, del citado lib. IV: «Porque el secreto es el alma de las resoluciones, encargo y mando se observe religiosamente en cuanto se tratare y resolviere, advirtiendo que haré gran cargo al que faltare en lo que tanto importa. Y mando á los presidentes celen mucho sobre la observancia del secreto, &c.»

Las leyes I, II, III, IX, X, XI, XIII, XIV, tít. II, lib. VI, son monótonas, casi idénticas, y sus disposiciones se repiten, respectivamente, en unas y otras, y todas ellas se pudieran reducir a pocas líneas. La primera con este epígrafe: «Privilegio de los hijosdalgo para no ser prendadas sus casas, caballos, mulas ni armas por deudas y para no pechar», tiene dos partes, a saber: «Que los hijosdalgo por deudas que deban no sean prendadas las casas de su morada, ni los caballos ni las mulas, ni las armas de su cuerpo.» Esta disposición se repite en las leyes IX, XIII y XIV.

La segunda parte, que los hijosdalgo no pechen en las monedas, se reproduce con más extensión y mejor en la ley III: «Observancia de los privilegios y franquezas de los hijosdalgo, y su esencion de pechos y servicios.» Lo que dispone la ley II que ningún hidalgo pueda ser preso ni encarcelado por deuda ni puesto a tormento, se repite en las leyes IX, XIII y XIV. La resolución de la ley XIX, que no se consulte a Su Majestad sobre privilegios de hidalguía, es idéntica con la de la XX siguiente.

Las leyes I, II, III, IV, V, VI, tít. IV, y la I, tít. V, lib. VII, se encaminan a confirmar los fueros, usos y costumbres y privilegios de los pueblos en cuanto a elección de regidores, jurados, alcaldes, escribanos y otros oficiales de concejo. Casi todas son idénticas en la sustancia, y es muy pequeña la diferencia que se advierte en ellas, y se pudieran reducir a la VI.

La ley IV, tít. XVII, lib. VII, con este epígrafe: «Prohibicion de matar terneros y terneras en las carnicerias de los pueblos ni fuera de ellas», se repite en la sustancia en las leyes V, VI, VII y VIII, sin otra diferencia que la multa o pena pecuniaria y otras que se imponen a los transgresores; la ley V aumenta la pena de la IV, la VI la de la V, la VII la de la VI, y todas se pudieran reducir a la VIII, en el caso que se tuviera por digna de ocupar lugar entre las del Código nacional.

La ley V, tít XIX, del mismo libro: «Prohibicion de amasar y vender pan cocido los que no sean panaderos», es idéntica en la sustancia con la VII: «Observancia de las leyes prohibitivas de amasar y vender pan cocido los que no sean panaderos.» La primera está confusa y defectuosa, porque el redactor suprimió varios capítulos de ella. Se manda que los contraventores «incurran en las mismas penas en esta ley puestas contra los que vendan el trigo en grano á mas precio de la tasa»; y en la recopilada no se expresan estas penas. La VII es más breve, metódica y clara, y contiene la sanción y la pena contra los transgresores. Es verdad que la V comprende otras resoluciones, como la prohibición de comprar el grano para revender; pero esta disposición se halla repetida con más claridad en la ley III precedente.

Las catorce leyes del título XXIX del mencionado libro VII en razón de cría de mulas y caballos; si se cree que es propio del Código Civil un tratado sobre este asunto, se pudieran reducir a las IX, XII, XIII y XIV de Carlos IV: «Nueva ordenanza para el régimen y gobierno de la cria de caballos de raza, uso del garañon y demas relativo á este ramo.» Todas las anteriores o se derogan o declaran por éstas o se comprenden en ellas.

Lo mismo decimos de las diez leyes del tít. XXX sobre caza y pesca: son redundantes y superfluas, porque todas las disposiciones relativas a este objeto o se alteran y derogan, o se repiten, declaran y amplifican en la ley XI de Carlos IV: «Nueva ordenanza general que debe observarse sobre el modo de cazar y pescar en estos reinos.»

Las leyes III, IV y V, tít. XXXIII del mismo libro, aunque variadas en las palabras, contienen una idéntica resolución. «Prohibicion de cohetes en la corte y de disparar con arcabuz sino en la partes asignadas fuera de ella», dice el epígrafe de la primera; y el de la segunda: «Prohibicion de fuegos en fiesta alguna de la corte y de disparar con arcabuz, sino en los sitios asignados»; y la tercera: «Prohibicion de fuegos artificiales y de disparar con arcabuz ó escopeta dentro de los pueblos.» Esta comprende las anteriores, está más circunstanciada y extiende la prohibición a todos los pueblos.

La ley VI de Carlos III: «Prohibicion general de fiestas de toros de muerte», es redundante e inútil, por hallarse comprendida y algo alterada en la siguiente de Carlos IV: «Absoluta prohibición de fiestas de toros y novillos de muerte en todo el reino sin excepcion de la corte.» Esta ley no solamente es más general, sino que también excluye aquellos pueblos exceptuados en la anterior, y las fiestas permitidas por motivos de utilidad y beneficencia.

Las leyes III, IV, V, VI y VII, título XXXIV: De las obras públicas, tienen enlace y conexión esencial con las del tít. XXII, lib. VIII, y con la IV y V, tít. II, lib. I. Por estas dos últimas leyes manda Carlos III: «Que no se haga ni egecute obra alguna, asi de escultura como de arquitectura en todas y cada una de las iglesias del obispado de Almería y en las demas de todo el reino de Granada, sin que primero se hayan enviado á mi Consejo de la cámara los dibujos y diseños... para que haciéndolos reconocer por los mejores artifices de Madrid, recaiga mi Real aprobacion.»

La ley siguiente se encamina al mismo objeto, y como más general abraza la anterior. Quiere la magestad de Carlos III que los prelados y cabildos eclesiásticos presenten a la Academia de las tres nobles artes para su aprobación el diseño de los retablos y demás obras de los templos; mandamiento que se repite en la ley VII, tít. XXII, lib. VIII, y en las mencionadas leyes del tít. XXXIV, lib. VII.

Estas cinco leyes son idénticas en la sustancia, y una misma la resolución. La III dispone que siempre que se proyecte alguna obra pública, los magistrados y ayuntamientos de los pueblos del Reino consulten a la Academia de San Fernando, haciendo entregar al secretario de ella los dibujos de los planes, alzados y cortes de las fábricas para su corrección y aprobación. La IV, que no se admita instancia en el Consejo para invertir caudales en obras públicas, ni los planes y dibujos de ellas sin estar aprobados por la Academia. La V confirma las dos anteriores. La VI y VII exigen la aprobación de los diseños para las obras públicas por la Real Academia de San Fernando. La V las abraza todas.

La ley III, tít. XV, lib. VIII: «Los libreros de la corte no puedan comprar por junto librerías particulares hasta pasados cincuenta días desde la muerte de sus dueños.» Se traslada y repite literalmente en el cap. XVII de la XXII del tít. XVI. La ley IV: «Los tasadores de librerías den cuenta al bibliotecario mayor de la Real biblioteca de todas las que se tasen para su venta», es idéntica, aun en las palabras, con el cap. IV de la II, tít. XIX.

La ley X, tít. X, lib. VIII: «Exámen de parteros y parteras para poder egercer su oficio bajo la instruccion que estableciere el proto-medicato», es inútil después de haberse extinguido este tribunal; también es redundante, porque su contenido se repite en la ley XI, tít. XII: «Exámenes de reválida en cirugía para los cirujanos, sangradores y parteras.» Las disposiciones de ésta y de la siguiente ley dejan infructuosas todas las precedentes, relativas al mismo asunto.

Las del tít. XI, a saber la III: «Licencias del proto-medicato para curar ciertas enfermedades y tener boticas.» La IV: «Pena del médico que curare en algun pueblo ó partido sin los requisitos que se provienen»; y la V y VI dirigidas al mismo objeto; y la VIII: «Exámen de los barberos, y pena de los que sin este requisito pusieren tienda para sangrar», están por demás en el Código; sus determinaciones, o han quedado anticuadas, o derogadas, o repetidas y mejor especificadas en las leyes del título XII, señaladamente en la IV: «Método que ha de observarse en el proto-cirujanato para el exámen de cirujanos y sangradores»; y en la VII, que se repite en la XII: «Penas de los que egerzan la cirugía sin título.»

Todo lo que con relación a boticarios y herbolarios determinan las leyes I, II, IV y VIII, del tít. X; y las II, III, VI y VII, tít. XI; y las I, II, III, IV y V, tít. XIII, se deroga o altera o repite en las leyes de Carlos IV sobre establecimiento de la Real Junta Superior Gubernativa de Farmacia. Las Ordenanzas de esta Junta, que se insertan en las cuatro últimas leyes de dicho título XIII, dejan vanas todas las anteriores. El que tuviese paciencia para examinar y cotejar las de los cuatro títulos X hasta el XIII, se convencerá de la redundancia, superfluidad y confusión que hay en todas ellas.

La ley II, tít. XVI, lib. VIII, es superflua, porque su contenido se halla en la siguiente ley III. La disposición del capítulo I de ésta se repite en el número XIII de la ley XXII, con la variación de que se puede conmutar la pena. «Esta pena de muerte que impone la ley se conmuta en cuatro años de presidio, y se aumenta conforme á la contumacia.» Es verdad que en el citado capítulo I se estampó una cláusula que no se lee en el párrafo de la XXII, y es: «Aunque sean impresos en los reinos de Aragon, Valencia, Cataluña y Navarra.» Pero esta cláusula no se encuentra en la cédula o pragmática de Felipe II de 1558, y es una de las muchas interpolaciones que se advierten en la Novísima; el redactor preguntado dirá de dónde la tomó.

El capítulo III de la misma ley III está contenido y casi repetido a la letra en el número segundo de dicha ley XXII. La IV: «Requisitos para la impresion, introduccion y venta en estos reinos de los misales, breviarios, libros de coro», es idéntica con la XXII en su capítulo XVIII. La V: «Tasa que debe preceder á la venta de libros impresos introducidos en el reino», se vuelve a repetir en el número XIV de la XXII. La ley XXXVI: «De todos los libros que se impriman se entregue un egemplar encuadernado á la biblioteca Rea», está comprendida y más bien detallada en la XXXVIII; y ambas se repiten en los números II y III de la ley II, tít. XIX.

La X: «No se dé licencia para imprimir papel alguno sin preceder su exámen.» La XI: «No se imprima papel alguno sin licencia del Consejo ó del ministro encargado de esta comision.» La XIV: «No se impriman papeles algunos sin las aprobaciones y licencias que previenen las leyes.» La XIX: «No se imprima papel alguno sin licencia del Consejo ó tribunal á quien toque.» Todas estas leyes son idénticas en su disposición y contenido. El redactor sabrá por qué las ha multiplicado, y aumentado con esto el volumen y dificultades del Código.

El tít. IX, lib. IX: «De los pesos y medidas», contiene cinco leyes en que tan pronto se alteran como se repiten las disposiciones relativas a este punto tan sencillo. La V de Carlos IV, extendida con bello orden y claridad, las abraza todas. Un redactor económico hubiera reducido el título a esta sola ley, dejando las demás por superfluas o anticuadas.

El tít. X: «Del marco y pesas de oro, plata y moneda, su valor y ley», contiene veintiocho leyes. Es continuada y fastidiosa la repetición y contradicción que se advierte entre ellas. Las de Carlos III, a saber, la XXIV, XXV y XXVI, con las dos de Carlos IV, que las modifican y alteran, son más que suficientes para llenar la materia y dejar inútiles las precedentes. Un exacto redactor hubiera refundido los títulos IX, X y XI, que tratan Del contraste y fiel público, en uno solo De los pesos y medidas, y en media docena de leyes, las treinta y seis de que constan.

La ley XI, tít. XII, lib. IX: «Registro de la moneda de vellon en los puertos, y pena de los que la introdujeren en estos reinos», se repite literalmente casi toda en la IV, tít. VIII, lib. XII: «Pena de los que falsearen la moneda en cualquier modo, y de los que la metieren en estos reinos.» La ley V, tít. I, lib. X: «Pena del escribano que autorice contrato entre legos con sumision á la jurisdiccion eclesiástica», es superflua, porque se repite en la siguiente.

La ley III, tít. I, lib. XI, en lo que dispone acerca de las fianzas y tiempo de la residencia de los jueces, es inútil y redundante, porque hay ley posterior en que se trata con más extensión este punto, y se repite y en parte se corrige aquélla, a saber: en la II, tít. XII, lib. VII; y la ley VII, tít. XI del mismo lib. VII: «Fianzas que han de dar los asistentes y corregidores para ser recibidos en sus oficios», se repite, excepto la última cláusula, en dicha ley II del citado tít. XII.

Las leyes XIII, tít. I, lib. V; I, tít IV, lib. XI: «Pena de los que emplazan injustamente en la Corte y chancillerias»; IX y X de este mismo título y libro son una misma ley en la sustancia, y se pudieran reducir con algunas ligeras adiciones a la X citada, en donde se expresa con más generalidad la disposición de todas, cuyo objeto está ceñido a que las causas civiles y criminales se vean en primera instancia por los jueces ordinarios.

La ley VIII, tít. XXII, lib. XI: «Vista y determinación de pleitos de segunda suplicacion por los ministros de tres salas», se halla copiada y repetida literalmente en la XIX, tít. VII, lib. IV. Y la ley VII, tít. XXIV, del citado lib. XI, es idéntica a la letra con la primera parte de la XVII, tít. VII, lib. IV.

Las leyes XII, XIII, XIV y XV, título XXXI, lib. XI, versan sobre un mismo asunto. La XII: «Prohibicion de prendar los bueyes y bestias de labranza», está comprendida, declarada y en parte derogada por la XV. La XIII, en su primera parte no va de acuerdo con la anterior, ni con las siguientes, pues solamente exime un par de bueyes á cada un labrador y no mas; y la segunda parte es repetición de lo dispuesto por las leyes I, IX, XIII y XIV, tít. II, lib. VI. La XIV está comprendida y más bien especificada y completa en la XV siguiente, con la cual se pudieran haber excusado las anteriores.

Las leyes I y III, tít. IV, lib. XII, son superfluas, porque se hallan refundidas en la II de don Juan II y Felipe II, que prohíbe todo género de suertes, agüeros y adivinaciones, bajo las penas en ella contenidas, y como posterior a las otras, las deja inútiles.

Las leyes VII, VIII y IX, tít. X, libro XII, sobre que no valga el fuero a los estudiantes, soldados y militares en el caso de resistencia a las justicias ordinarias, se excusarían sólo con añadir una cláusula en la ley V precedente, a saber: que los magistrados reales procedan contra todos los que embarazan la justicia y hacen resistencia a los jueces, de cualquier clase, condicion ó fuero que fuesen. Además, el contenido de estas tres leyes, ¿no está completamente expresado en la ley IV, tít. XI, del mismo libro? «Conocimiento de las justicias ordinarias en causas de motin, desórden popular ó desacato á los magistrados con derogacion de todo fuero.»

La primera parte de la ley XII, tít. XII, lib. XII, se ciñe a un asunto particular y a un suceso que se ha verificado hace muchos años. Enrique IV revoca todas las cofradías y cabildos que con siniestros fines se habían hecho desde el año de 1464 hasta el de 73, que fue el de la publicación de la ley. La disposición del monarca tuvo su efecto, y de consiguiente es en el día redundante y superflua. La segunda parte consiente que subsistan las cofradías que se habían hecho hasta entonces y se hiciesen en adelante por causas pías y espirituales y precediendo licencia y autoridad regia. Esta resolución así como la de la ley XIII siguiente se hallan comprendidas y más bien especificadas y declaradas en la ley VI, tít. II, lib. I. «Extincion de cofradías erigidas sin autoridad Real ni eclesiástica, y subsistencia de las aprobadas.

El tít. XVI del citado lib. XII, contiene once leyes muy prolijas, en que se advierte la más fastidiosa monotonía y repetición de disposiciones sobre los egipcianos, gitanos y vagos. Las diez primeras son en el día superfluas y de ningún uso después de publicada la pragmática sanción del rey don Carlos III de 1783, que es la ley XI y última de dicho título, la cual abraza, declara y en parte deroga las anteriores. Es lástima que el redactor la haya mutilado, separando del cuerpo principal dos trozos esenciales y que tienen íntima relación con el objeto y argumento de la ley.

Las leyes del tít. XXIII: De los juegos prohibidos; desde la primera hasta la décimaquinta, son superfluas e inútiles, o por anticuadas, o derogadas o comprendidas en otras posteriores. Con efecto, la pragmática del rey don Carlos III de 1771, que es la ley XV, abraza y en parte deroga todas las disposiciones precedentes: ley viva y única que debe regir en esta razón, como lo dice el mismo soberano. «Sin embargo de que todo es consiguiente á las diferentes leyes, decretos y cédulas que van citadas, y á otras providencias; con todo para evitar dudas y cavilaciones, quiero que en todo y por todo se esté y pase por esta mi Real resolucion segun su tenor literal... derogando como derogo otras cualesquiera leyes y resoluciones que sean ó se pretenda que son contrarias.»

Las tres primeras leyes del título XI, son idénticas en la sustancia, y se pudiera formar una sola de todas ellas. La primera parte de la ley VI no corresponde a este título, sino al XLII; y la segunda parte pertenece al tít. XXXIX, y se halla comprendida en su ley XII. La pragmática de Carlos III, que forma la ley VII, es superflua después de lo resuelto en la X por el mismo soberano. «Es mi Real voluntad que los tribunales y justicias del reino sentencien al servicio de galeras, como se practicaba antiguamente, á los reos que lo mereciesen.»

Pudiera excusarse el título de conmutacion de penas, y reservar este asunto para tratarlo en cada uno de los delitos en particular; y caso de dar lugar a aquel título en el Código, no repetir individualmente en otros la conmutación de penas de los respectivos crímenes, como sucede en la ley V, tít. VI, ley VI, tít. X; ley I, tít. XIV; ley IX, tít. XXVIII. Finalmente, la ley VI, tít. XLII, con este epígrafe: «Absoluta prohibición de indultos de los sentenciados y condenados á galeras», está íntegra y literalmente repetida en la VI, tít. XL, del mismo libro XII.

Artículo VI

Confusa mezcla de leyes vivas y muertas, derogantes y derogadas, y que en todo o en parte chocan y se contradicen en sus disposiciones

Dijo bellamente don Juan de la Reguera en el juicio crítico que formó de la primitiva Recopilación10: «Sin faltar al respeto debido a tan autorizada obra, puede afirmarse, en honor de la verdad, que en ella no se observó el método apetecido por el reino y decretado por los señores reyes. Las súplicas de los procuradores hechas en las Cortes de Madrid de 1433 y 52 a don Juan II y su sucesor11 don Enrique, y los decretos de estos monarcas fueron terminantes a que todas las leyes, ordenanzas y pragmáticas publicadas desde la formación del Fuero de las leyes y Partidas fuesen en un volumen copiladas ordenadamente por palabras breves y bien compuestas, con exclusión de las revocadas por otras, de las derogadas por contrario uso y de las superfluas por haber cesado las causas de su establecimiento.»

«Por cualquiera parte que se registre la Recopilación se presentan pruebas de no haberse observado en ella las reglas prevenidas y fines propuestos para su formación.» Y después de haber hablado de algunos defectos, añade: «Se presentan otros de más bulto a la vista de cualquiera que repase este Código, aún sin precedente instrucción del origen de sus leyes. A cada paso se encuentran confundidas entre las necesarias y subsistentes muchas inútiles y derogadas ya por no acomodar a las varias circunstancias del tiempo o por hallarse expresa o tácitamente revocadas por otras inclusas en el mismo cuerpo.» ¿Pero el redactor de la Novísima Recopilación procuró evitar estos defectos? ¿No incurrió visiblemente en los mismos? ¿Aquella juiciosa crítica no comprende también la nueva y flamante edición del Código de las leyes de España?

La ley I, tít. III, lib. IV no corresponde al sumario o epígrafe que se lee sobre ella: Establecimiento del Consejo, elección y calidad de sus ministros. «Mandamos, dice don Felipe II, que en el nuestro Consejo para la administración de la justicia y gobernacion de nuestros reinos estén y residan de aqui adelante un presidente y diez y seis letrados para que continuamente se ayunten los dias que hubieren de hacer Consejo y libren y despachen todos los negocios.» Nada se dice de la elección y calidades de los consejeros.

La resolución principal de esta ley choca con las siguientes. La III: «Nueva planta del Consejo con el número de veinte ministros y su presidente o gobernador» inutiliza la disposición de la primera, porque establece «que de aquí adelante sea el número fijo del Consejo el presidente o gobernador, veinte oidores y el fiscal»; añadiendo una circunstancia de suma importancia para la perfección del Código legislativo, a saber, que el fiscal tenga «el salario y casa de aposento que le corresponde por la planta antigua y las tres propinas y luminarias ordinarias de San Isidro y San Juan, y Santa Ana, fiades de escribanos... y las luminarias extraordinarias en hachas». ¿Y cuál podrá ser aquella planta antigua mencionada en la ley? No lo sabemos.

La ley IV: Reducción del Consejo a su antigua planta, choca con las precedentes de que acabamos de hacer mención y las deja inútiles. Dice el rey don Felipe V que, considerando el estado de desorden y confusión en que se hallaban los Consejos por las nuevas providencias dadas en esta razón, he resuelto restituir los Consejos al pie antiguo, según lo determinado por el rey Carlos II mi tío en decreto de 17 de julio de 1691, y confirmado por mí en otro de 6 de marzo de 1701. Sin embargo, quiere el rey que además del presidente o gobernador, «que de hoy en adelante, el cuerpo del Consejo se haya de componer de veinte y dos consejeros que se hayan de repartir en las salas en esta forma».

El orden que sigue el redactor de estas leyes es admirable, pues habiendo resuelto enriquecer el Código con las leyes relativas al sueldo de los ministros del Consejo y Cámara, trata de este tan importante asunto con anticipación al del establecimiento de aquel Supremo Tribunal, y en el título segundo, cuando aún no existía el Consejo, estampó la ley XIV con este epígrafe: «Asignación de salarios fijos en la Tesorería general a los ministros del Consejo y Cámara.» Y no contento con esto, extendió inmediatamente otra ley que es la XV, por la cual se fija nueva dotación a los supremos magistrados y se altera e inutiliza la ley precedente.

La ley III, tít. XXVIII, lib. IV, contiene resoluciones derogadas por otras posteriores. En el párrafo o capítulo quinto dice Felipe II: «Mandamos que si de la sentencia ó sentencias que en primera instancia diere alguno de los dichos alcaldes, se agraviaren las partes, siendo la cantidad sobre que es el pleito de cincuenta mil maravedís, ó dende arriba, se haya de apelar y apele para el Consejo..., pero siendo de cincuenta mil maravedís abajo la cantidad sobre que fuere el pleito, la tal apelacion haya de ser para ante los dos alcaldes.»

En el capítulo VII dice: «Mandamos que en las causas y negocios civiles, de que conoce la justicia ordinaria de esta villa de Madrid y conocieren de aquí adelante ella y las demas de todas las ciudades, villas y lugares de estos reinos, donde estuvieremos y residieremos con nuestra casa y corte, siendo las dichas causas de más cuantía de diez mil maravedís hasta cincuenta mil, apelando alguna de las partes, se haya de presentar y seguir la apelacion ante los dichos dos alcaldes.» Uno y otro capítulo se revoca por la ley inmediata del mismo soberano, la cual tiene este epígrafe: «Conocimiento de los alcaldes de corte en grado de apelación y suplicación de los negocios civiles hasta en cantidad de cien mil maravedís.» La ley dice expresamente que a pesar de lo dispuesto en la ley antes de ésta, los alcaldes de corte «puedan conocer y conozcan de cien mil maravedís, y de ahí abajo».

La ley V siguiente: «Nueva órden para el conocimiento y determinacion de los negocios civiles por los alcaldes de corte»; altera y deroga en muchos puntos las disposiciones de las leyes IV y III precedentes. «Nuestros alcaldes, dice, guarden en el conocimiento y determinacion de las causas civiles y criminales que entre ellos pasaren la forma y órden siguiente, sin embargo lo prevenido en la ley tercera de este título.» Y si bien confirma la resolución de la ley IV en lo que respecta a que los alcaldes conozcan en grado de apelación hasta en cantidad de cien mil maravedís, todo esto ha quedado inútil y sin efecto desde que se aumentó aquella suma a la de trescientos mil maravedís por resolución a consulta de 9 de septiembre de 1750.

Sigue la ley III en su capítulo décimo: «Pero si la condenacion fuere de diez mil maravedís ó dende ayuso sin las costas, mandamos que se interpongan las apelaciones para ante el concejo, justicia y regimiento; guardándose en todo lo que cerca de esto está dispuesto en la ley que los señores Reyes Católicos, nuestros visabuelos, hicieron en la ciudad de Toledo, porque en cuanto á esto no es nuestra intencion de derogarla, ántes queremos que quede en su fuerza y vigor.»

La primera parte de dicho capítulo choca y pugna con lo resuelto por el mismo soberano en las Cortes de Valladolid de 1558, y con otras disposiciones posteriores que forman el principio de la ley VIII, título XX, lib. XI, y cuyo sumario es que las apelaciones de sentencias hasta en cantidad de veinte mil maravedís vayan á los regimientos de los pueblos. Y no solamente choca aquel capítulo con la mencionada ley VIII, sino que ésta se halla en oposición con la ley X, y ésta con la XI del citado título XX. El contenido de la ley X es: «La cantidad asignada en la ley VIII se extienda á treinta mil maravedís.» Empero por la undécima se manda: «Que los ayuntamientos de los pueblos conozcan de las apelaciones de las sentencias de sus justicias hasta en cantidad de cuarenta mil maravedís.» Y después de repetir a la letra la mayor parte de la ley precedente, concluye mandando «que de esta condicion se haga ley derogando las ordenanzas, leyes y pragmáticas que en contrario hubiere».

La segunda parte del citado capítulo en cuanto confirma y deja en su fuerza y vigor la ley de Toledo hecha por los Reyes Católicos, parece que inutiliza y deroga la mencionada ley VIII, tít. XX, lib. XI de la Novísima. Los jurisconsultos y letrados hallarán suficientes motivos y harto fundamento en las expresiones de Felipe II para dudar de la autoridad de esta ley recopilada; siendo indubitable que el copilador la extendió con tales variaciones y adiciones, que se puede asegurar que ya no es a la letra la ley de Toledo, sino otra muy diferente. No nos detendremos en trasladar la original, porque los curiosos pueden leerla en las Ordenanzas Reales, ley VI, tít. XVI, lib. III, donde Montalvo la insertó íntegra y fielmente según el tenor que tiene en las Cortes de Toledo de 1480; y al mismo tiempo examinar la adición que el doctor Diego Pérez estampó sobre la ley, advirtiendo las alteraciones y adiciones que sufrió la dicha ley de Toledo en la Recopilación.

El título V del libro VI comprende diez leyes sobre la institución y organización del Supremo Consejo de Guerra; leyes ajenas al Código general de la nación, y que, por otra parte, se hallan en continuo choque, destruyéndose mutuamente unas a otras. Por la ley primera se restituye el Consejo a su antigua planta y al régimen que tenía antes del año de 1713; mas como no se expresa cuál haya sido esta antigua planta, el jurisconsulto y curioso investigador se queda en un total estado de incertidumbre sobre la disposición de la ley e intenciones del legislador, de suerte que ni aun puede servir para la historia de aquel Supremo Tribunal.

La ley VII contiene una nueva planta del Consejo de Guerra, compuesto de consejeros natos y de continua asistencia, militares y togados. En ella manda el rey Carlos III, que, sin embargo de las disposiciones de las leyes anteriores, se observen, cumplan y ejecuten en adelante las reglas contenidas en los artículos siguientes, que son veintiocho; con lo cual queda inútil y sin efecto todo lo acordado y decretado en esta razón por el señor don Felipe V.

La ley décima abraza la Real cédula de Carlos IV de 16 de mayo de 1803. «Nueva planta del supremo Consejo de la Guerra, reducida á diez ministros de continua asistencia bajo las reglas que se expresan.» La majestad de Carlos IV no solamente altera por esta ley, deroga e inutiliza la anterior, sino que también declara que no es conveniente ni acomodada a la pronta administración de justicia. «Deseando que unos vasallos tan beneméritos como los que militan bajo mis banderas disfruten el beneficio de la pronta administración de justicia; y notando que la última planta de mi Consejo de la Guerra y su actual estado no es conveniente á este fin... he resuelto que en lo sucesivo... se observen los artículos siguientes.»

El tít. X del mismo libro, comprensivo de dieciséis leyes sobre el supremo Consejo de Hacienda, es oscurísimo per estar sembrado de disposiciones contrarias y por contener providencias y reglamentos hechos en diferentes tiempos y variados, según lo exigían las circunstancias. Un exacto copilador hubiera reducido todas las leyes de este título, si es que merecen el nombre de leyes, a la décimosexta y última del rey don Carlos IV, por la que se establece una nueva planta de este Supremo Tribunal, añadiendo o intercalando el resultado útil de algunas de las anteriores.

El modo con que está extendida la ley I del tít. XII es muy gracioso, y producción de un talento geómetra. El redactor cita inmediatamente sobre el epígrafe de la ley a don Felipe II y III, y los introduce diciendo: «Habiendo sido informados que en los tratamientos, títulos y cortesías de que usan así por escrito como de palabra entre si los grandes caballeros y otras personas de estos nuestros reinos ha habido y hay mucha desórden... habemos acordado de proveer lo siguiente», y lo siguiente no es suyo, porque dejando el copilador a aquellos príncipes con la palabra en la boca, como se suele decir, introduce al instante a don Felipe IV, legislando sobre diferente objeto del que se había indicado en el exordio de la ley.

Vuelve luego Felipe III a tomar la palabra, prohibiendo que a ninguna persona se le pueda llamar señoría ilustrísima ni reverendísima, excepto a los cardenales, al arzobispo de Toledo, al presidente de nuestro Consejo y al de Aragón y al inquisidor general. Se levanta inmediatamente Felipe V y, descontento con esta resolución, manda que a los arzobispos de Toledo se les dé en lo sucesivo el tratamiento de excelencia. Pero el redactor, dejando aquí a Felipe V y haciendo un movimiento retrógrado, presenta de nuevo a Felipe III, el cual insiste en su primera idea y propósito, repitiendo que a los arzobispos, obispos y grandes se les dé el tratamiento de señoría, así como a los embajadores nuestros y a los extranjeros.

Siguen legislando alternativamente Felipe IV y Felipe III, designando las clases de personas a quienes se debe dispensar el tratamiento de señoría, sin olvidar las nueras de los caballeros de título y las damas y dueñas de honor de la reina, de las cuales advierte la ley con gran precaución que si quisiesen admitir la señoría, no tengan pena los que las llamaren; hasta que, finalmente, llegan Carlos III y Carlos IV, que, dispensando el tratamiento de excelencia a los grandes, secretarios del Despacho Universal, consejeros de Estado, virreyes, capitanes y tenientes generales, etc., dejaron inútiles todas las leyes anteriores.

¿Y qué diremos de la inmensa multitud de leyes suntuarias y de las contradicciones que se advierten entre ellas, como es preciso que suceda en todas las de esta naturaleza, mayormente cuando se reúnen y copilan sin discernimiento, sin discreción y sin consultar los usos, costumbres y circunstancias del tiempo presente? Por la ley IV, tít. XV del mencionado libro VI, manda el rey don Felipe II «que de aquí adelante ninguna persona ni personas así hombres como mugeres de cualquier calidad, estado ó condicion que sean, no puedan andar ni anden por las ciudades, villas y lugares de estos nuestros reinos... en coches ni carrozas, sino fuere trayendo en cada coche ó carroza cuatro caballos, y que los dichos caballos sean todos suyos propios del dueño cuyo fuere el tal coche». Y por la ley V siguiente extiende esta providencia á todos los carricoches y carros largos y otros cualesquier.

Empero el rey don Felipe III, informado de los grandes daños e inconvenientes que han resultado y resultan de andar los coches y carrozas con cuatro caballos, tuvo a bien mandar por la ley VI «que, sin embargo de lo proveído por el dicho capítulo mandado guardar por la pragmática del año de 93, que es la ley anterior, todas y cualesquier personas de cualquier estado y calidad que sean, pueden tener libremente en estos nuestros reinos, así de rua como de camino, coches y carrozas y carros largos, y otros cualesquier con solos dos caballos».

La ley VIII prohíbe «que ningun hombre de cualquier estado, calidad ó condicion que sea, pueda andar en coche de rua en ninguna ciudad, villa ó lugar de estos reinos sin licencia nuestra». Y con manifiesta oposición a lo que el mismo príncipe había mandado en la ley VI, añade: «Pero permitimos que las mugeres puedan andar en coches, yendo en ellos destapadas y descubiertas de manera que se puedan ver y conocer; con que los coches en que anduvieren sean propios y de cuatro caballos, y no de menos.» La ley X está en contradicción con la IV y VIII precedentes, pues da permiso «a cualquiera persona de cualquier estado y calidad que sea, que labrare en cada un año veinte y cinco fanegas de tierra y las sembrare para que pueda andar en coche de dos mulas en cualquier ciudades, villas y lugares... sin incurrir por ello en pena alguna, no embargante la pragmática de 3 de enero de 1611 que lo prohibe», y es la ley VIII.

La décima, de que acabamos de hacer mención, se anula y deroga por la undécima que sigue; en la cual Felipe IV, renovando y dando vigor a la ley IV de este título, manda: «Que sin embargo de la ley precedente, ninguna persona, aunque labre veinte y cinco fanegas de tierra ni otras cualesquier de cualquier estado, calidad ó condición que sean, así eclesiásticas como seglares, sin embargo asimismo de cualesquiera licencias que tengan nuestras puedan usar y usen de coches de rua, asi de dos como de cuatro y seis mulas, en virtud del contrato del reino y de lo dispuesto por la ley IV de este título, la cual queremos que de aquí adelante tenga fuerza y vigor como le tenía antes de la publicacion de la dicha ley que antecede.»

Pero el mismo soberano, por la ley XII siguiente, dio fuerza y vigor a la décima que acababa de anular: «Ordenó y mandó que sin embargo de la dicha pragmática se guarde y cumpla lo dispuesto por la ley décima de este titulo»: que los que labrasen y sembrasen veinte y cinco fanegas de tierra cada año pudiesen traer coche de dos mulas, por el gran beneficio que de esto resultaría a la labranza. No obstante, el rey don Carlos II, por la ley XIII, «prohibe absolutamente, y sin distincion de persona alguna, de cualquier calidad y grado en todos estos reinos el uso de las mulas y machos en coches, estufas y calesas, y cualquier otro género de portes de rua».

Son muy graciosas las leyes del título XV y muy dignas de la ilustración del siglo diecinueve: «Ninguna persona, dice la ley I, de cualquier estado, condicion y preeminencia que sea, no pueda andar en caballo, ni en cuartago, ni en yegua, ni en otra bestia caballar con gualdrapa de paño ni seda... de rua, ni de camino por ninguna ciudad, villa, ni lugar de estos reinos... Y queremos que esta prohibicion no comprehenda á las mugeres.» La ley II modera la anterior y declara que esto no se entienda en los siete meses del año que allí se expresa. Empero extiende la prohibición a mulas y machos exceptuando los frailes y eclesiásticos que trajeren manteo y sotana o loba. También se extiende el beneficio de la ley a los doctores, licenciados o maestros por Universidad aprobada. Aquí la ley está errada o defectuosa en alguna o algunas cláusulas, a no ser que el copilador, con su gran sagacidad, pueda explicar el sentido de lo que sigue. Los que estuvieren graduados de doctor, o de maestro, o licenciado, «puedan andar todo el tiempo del año en mula con gualdrapa, so pena que por la primera vez haya perdido y pierda el caballo ó cuartago... y la gualdrapa y guarniciones que llevare». La ley III prohíbe absolutamente andar en mulas de paso, excepto médicos y cirujanos, y la IV los aparejos redondos en los caballos y de trajinar con ellos. ¿Es adaptable esta legislación a nuestros días?

La multitud de leyes, órdenes, reglamentos, acuerdos y providencias económicas y gubernativas publicadas en diferentes tiempos y con diversos motivos, variadas infinitamente, y a veces opuestas, hacen casi incomprensible la legislación de los títulos XI, XII, XIII y XIV del libro VII. La ley XXIII del título XI con este epígrafe: «Capítulos que especialmente han de guardar los corregidores para el buen uso de sus oficios. Capítulos añadidos á la instruccion de corregidores en el año de 1711. Capítulos añadidos en la instruccion de 1749.» Propiamente es una ordenanza o instrucción privativa de estos magistrados; habla con ellos y no con la nación, y la mayor parte de estos capítulos están ya expresados y mandados observar por leyes particulares, derramadas en el Código. El mismo juicio se debe hacer de la ley XXIV: «Instruccion que deben observar los intendentes, corregidores, para el cumplimiento de las obligaciones de su oficio.» El mismo de la ley XXVII: «Nueva instruccion que deben observar los corregidores y alcaldes mayores del reino.» Y de las leyes XXIX y XXX: «Método de proveerse y servirse los corregimientos y alcaldías mayores. Nuevo método de proveerse y servirse los corregimientos y alcaldías mayores.» Un exacto y laborioso copilador, cotejadas estas leyes, omitiendo las providencias desusadas o derogadas y conservando las útiles, hubiera de todas ellas formado, una buen ordenanza.

La ley XXIV, en que el rey don Fernando VI, después de un prolijo exordio que ocupa una plana, manda «que se restablezca en cada una de las provincias del reino una intendencia, á la cual vaya unido el corregimiento de la capital»,se deroga por la XXVI de Carlos III: «He tenido por conveniente resolver para evitar embarazos y confusion en la administracion de justicia, que se separen los corregimientos de las intendencias en todo el reino.» Y a consecuencia de esta resolución sigue en la ley XXVII la nueva ordenanza que deben observar los corregidores y alcaldes mayores.

Don Carlos IV, por la ley XXX de dicho título XI, resolvió prudentísimamente «que se excuse el juicio de residencia, como perjudicial por el gran peligro que hay de corrupcion en los jueces de ellas, y porque éstos son muy gravosos á los pueblos... dejando expedito el medio de los informes, y el de la queja, acusación formal ó capitulación en el tribunal correspondiente.» Empero esta sabia ley está en contradicción con las del título XII y XIII siguientes. Apenas se manda cesar el juicio de residencia como perjudicial, sigue inmediatamente un título de la residencia de los corregidores, y otro de los jueces de residencia y sus oficiales. Tan concertado y armonioso es el orden y método de la Novísima Recopilación.

La ley I del tít. XII está anticuada en cuanto a que los corregidores hagan residencia, cumplido el plazo de dos años, que era el de la duración de sus oficios. Las leyes siguientes extienden aquel plazo a tres, y aún a seis años. La ley quinta prescribe que los corregidores, al tomar residencia a sus antecesores, ministros y oficiales, no la tomen a los alcaldes ordinarios y demás oficiales de los concejos, ni las cuentas de propios y pósitos. Esta ley choca y está en contradicción con la primera parte de la XIV.

Por la ley V y XIV se establece o se supone que el nuevo corregidor ha de tomar residencia al cesante. Esta disposición se opone a la de las leyes XVI y XVII, por las cuales se manda «que para las residencias de las ciudades y villas más principales vaya un ministro togado, oidor ó alcalde del tribunal del distrito, y á las ciudades cortas, villas eximidas y otras irán abogados de ciencia y conciencia.» Y aún en esto no van de acuerdo dichas leyes por lo que respecta al nombramiento, pues la XVI adjudica la nominación del ministro de la residencia al Consejo, y la XVII, al gobernador de este Supremo Tribunal.

Tengo por ajenas del Código civil una gran parte de las leyes del título XVII, libro VII. Las más son providencias económicas, reglamentos de policía y de buen gobierno, sujetos a mudanzas y alteraciones, según las circunstancias. La matanza de terneras, cabritos y corderos, ¿es digno objeto del Código general de las leyes del reino? Sin embargo, la ley XIV es sabia: reconociendo Carlos III las indebidas exacciones que se experimentan en el Reino con pretexto de licencias y posturas de los géneros que se traen a vender para el surtimiento de los pueblos, cuyas tasas y licencias ni se observan ni producen otro efecto favorable que la vejación de los que se dedican a este tráfico, para cortar de raíz este abuso manda que desde ahora en adelante se excusen generalmente en todas las ciudades, villas y lugares del reino tales licencias y posturas, bajo las penas en dicha ley designadas contra los contraventores.

Empero por una provisión del Consejo, que forma la ley XVI, se deroga en parte o se limita aquella providencia general: «Declaramos que el pan cocido y las especies que devengan y adeudan millones, como son carnes, tocino, aceite, vino, vinagre, pescado salado, velas y jabón, deben tener precio fijo, vendidas por menor.» Otro golpe mortal dio el Consejo a la excelente providencia de Carlos III, por la provisión contenida en la ley XVII; en la cual, para remediar los abusos que de la libertad de posturas hacían los vendedores de géneros comestibles, «mandaron que inmediatamente se procediese á sujetar y dar postura á los ramos de aves caseras, caza de pluma y de pelo, todo género de escabeches y pescados de aguas dulces..., á las almendras ordinarias, garbanzos, lentejas, pimientos, verengenas, tomates, acelgas, espinacas, puerros, ajos, nueces, guisantes, habas, judías, judiones, calabacines, alcachofas, azafrán, huevos, requesones, pies de cerdos, cuerezuelo, arenques, bonítalo, sardinas, anchoas, congrio, albaricoques, damascos, peras, agraz, guindas, limas, limones, naranjas, granadas y dátiles.» No se lleve a mal la relación de estos pormenores, porque importan mucho para mostrar la previsión y minuciosa delicadeza de nuestros copiladores y la excelencia del Código. ¿Habrá alguno de Europa que contenga y abrace semejantes preciosidades? Dirá alguno que bien pudiera haberse omitido esta ley, pues por la XVIII siguiente se sujetan a postura todos los géneros de la manera que lo estaban antes del año de 1767, y se deroga lo dispuesto sobre esta razón por la mencionada ley XIV, y no por la XII, como equivocadamente se dice sobre el epígrafe de la XVIII. A esta dificultad responderá el redactor de la Novísima.

¡Cuánta es la confusión y aún contradicción que se advierte en las leyes del título XIX! Por la ley V y VII se confirman y mandan guardar las pragmáticas que establecen la tasa, y fijan el precio de los granos, y se prohíbe a los labradores y cosecheros amasar y vender por sí ni por medio de las panaderas ni otras personas sus granos en pan cocido, ni usar de semejante trato y granjería, que es y debe ser privativo de los panaderos. Empero la ley VIII, que es de Felipe III, manda dos cosas contrarias a las precedentes: primera, que los labradores en la venta del pan de su cosecha no estén obligados a la tasa; segunda, que libremente puedan vender sus granos en pan cocido. Y si bien Felipe IV por pragmática de 12 de septiembre de 1628 revocó la antecedente de su padre, por cédula de 27 de julio de 1632, que es la ley IX, manda «que los dichos labradores, no embargantes las leyes que tratan de la tasa en que se ha de vender el trigo, cebada y otras semillas, puedan vender y vendan el trigo, cebada y demás semillas de sus cosechas al precio que quisiesen y pudieren».

Sigue inmediatamente Carlos II, mandando por la ley X: «que ninguna persona de cualquier estado, condicion y calidad, prerrogativa y dignidad que sea, pueda comprar ni vender en estos nuestros reinos el pan y demas grano, sino á justos y moderados precios; de manera que no haya de subir ni exceder la fanega de trigo en grano de veinte y ocho reales de vellón, y la fanega de cebada, de trece reales; los cuales dichos precios por término fijo, de donde no se pueda pasar ni subir, ponemos y mandamos observar para todos estos nuestros reinos». Pero el rey don Carlos III, por pragmática de 11 de julio de 1765, que es la ley XI, mandó «que desde la publicacion de esta pragmática no se observe en estos mis reinos la tasa de los granos y demas semillas, no obstante las leyes que la prescriben» Con las de Carlos III y IV desaparecen todas las anteriores, así como con la presencia del sol las tinieblas.

La ley VII, tít. XXVII del mismo libro, prohíbe generalmente y con gran sabiduría la entrada de ganados en las viñas y olivares en cualquier tiempo del año «Guárdese esta ley, dice Carlos III, en todas las ciudades, villas y lugares, sin embargo de lo dispuesto en el auto acordado de 16 de abril de 1633, colocándose en el cuerpo de las leyes, para que en todo tiempo tenga su debida observancia.» Se colocó y extendió con efecto esta excelente ley en la Novísima Recopilación, pero sin efecto y sin fruto, porque advierte el redactor en la nota 2: «En circular de 8 de mayo de 1780 se mandó que, sin embargo de lo dispuesto en esta cédula, por ahora y hasta nueva providencia no se impida la entrada de ganados en las viñas y olivares, conforme a la costumbre de los pueblos.» ¿A cuál de estas determinaciones debemos atenernos? ¿A la ley o a la nota? Si a la ley, es inútil e impertinente la nota; si a ésta, la ley es superficial y no debió insertarse en el Código.

El título XXX contiene dieciocho leyes sobre la caza y pesca, leyes tan propias de las Ordenanzas municipales como ajenas del Código civil. La IV prohíbe cazar con tiro de pólvora y con hierba de ballestero. «Mandamos, dicen don Carlos y doña Juana, que de aquí adelante ninguna ni alguna persona de cualquier calidad y condicion que sea no sean osados de cazar ningun género de caza, con arcabuz ni escopeta, ni con otro tiro de pólvora.» A esta resolución sigue inmediatamente la de la ley V de Felipe II, el cual, convencido de que la antecedente y otras prohibitivas de cazar ningún género de caza con arcabuz ni escopeta ni otro tiro de pólvora no han sido de tanto beneficio y utilidad como se pensó, antes se siguieron de ellas muchos males, manda que de aquí adelante, y por el tiempo que fuere nuestra voluntad se pueda tirar á la caza con arcabuz ó escopeta, ó con otro tiro de pólvora... sin embargo de lo dispuesto y proveído por las leyes, que en cuanto á esto las derogamos, revocamos y anulamos».

Las leyes I y II del tít. I, lib. VIII, contienen los estatutos, ordenanzas y acuerdos de la Congregación de San Casiano; las prerrogativas y exenciones de los maestros de primeras letras, y los requisitos para su examen y aprobación; objeto bien ajeno del Código civil. La ley III, con este epígrafe: «Observancia de los estatutos del colegio académico del noble arte de primeras letras; su fin y objeto», inutiliza y deroga las dos leyes precedentes. Carlos III erige un colegio académico, aprueba sus estatutos, y «queremos quede extinguida enteramente la antigua Congregación de San Casiano».

Los estatutos, insertos en las leyes III, IV, V y VI, no debieran tener lugar en el Código legislativo. Su objeto es meramente reglamentario y expuesto a continuas variaciones. Con efecto, todo lo contenido en dichas leyes se deroga o altera sustancialmente por la sabia ley de Carlos IV, que es la séptima de este título «No pudiendo permitir mi justicia que el interés de los pocos individuos que componen el colegio académico de primeras letras de Madrid prevalezca y eche por tierra los derechos sagrados del público, y de los otros particulares; he resuelto que en lo sucesivo puedan egercer esta enseñanza y abrir escuelas públicas en Madrid y en cualquier villa, lugar ó ciudad del reino, todos aquellos que habiendo sido aprobados en sus exámenes hayan obtenido del consejo su título correspondiente.»

¡Cuán desvariado es el tít. X de dicho libro VIII! ¡Qué choque tan continuo entre sus leyes! La primera declara la jurisdicción y facultades de los protomédicos y examinadores mayores, oficios extinguidos por las leyes siguientes. Les da poderío para examinar los físicos y cirujanos, y ensalmadores y boticarios, y especieros y herbolarios, y otras personas de uno y otro sexo, que en todo o en parte usaren de estos oficios u otros a ellos anexos. Los cuales deben comparecer ante dichos nuestros alcaldes y examinadores mayores, cada y cuando fueren llamados y emplazados por sus cartas o por su portero, so pena de seiscientos maravedís.

«La ley otorga jurisdicción civil y criminal á dichos nuestros alcaldes y examinadores mayores para que conozcan de los crímenes y excesos que los dichos físicos, cirujanos, ensalmadores, boticarios y especieros... para que puedan hacer justicia en sus personas y bienes por los tales crímenes y delitos que en los tales oficios cometieren, juzgándolo segun el fuero y derecho de estos reinos... Y si algun pleito civil y criminal acaeciere sobre los dichos oficios entre los dichos físicos y cirujanos... los dichos nuestros alcaldes y examinadores lo vean y determinen segun fuero y derecho. De las cuales sentencia ó sentencias no haya alzada ó apelación alguna, salvo ante los dichos alcaldes, ó ante cualquier de ellos... Y porque lo contenido en los dichos capítulos tenga cumplido y debido efecto, dámosles poder para constituir, hacer y nombrar un promotor fiscal, ó mas para que pueda acusar y acuse, demandar y demande ante ellos.» ¿Esta es ley viva del reino?

Se deroga en gran parte por las dos siguientes: «Mandamos que los protomédicos que son ó fueren, examinen por sus personas solamente á los físicos, y cirujanos, y boticarios, y barberos que no estuvieren examinados, y esto dentro de la corte, y á cinco leguas de ella. Y fuera de este distrito no puedan llamar ni traer persona alguna. Y mandamos que no se entrometan á examinar ensalmadores, ni parteras, ni especieros, ni drogueros, no embargante la ley y pragmática susodicha; el efecto de la cual cuanto á las dichas personas por la presente la suspendemos. Y mandamos que si nuestros protomédicos enviaren comisarios fuera de las cinco leguas de la nuestra corte las nuestras justicias los prendan y envien presos á la cárcel de nuestra corte.»

No me detendré en analizar las siguientes leyes hasta la duodécima: leyes sumamente prolijas, complicadas, monótonas, y que de nada aprovechan sino para la historia de la legislación y del estado de la facultad médica en aquellos tiempos, como se podrá convencer por sí mismo el que tuviere la paciencia de leerlas y examinarlas. Aunque Carlos IV, por dicha ley XII, restablece el protomedicato, lo exonera de la jurisdicción contenciosa, debiendo ser su único objeto el cuidado de la salud pública y el gobierno puramente escolástico y económico de la medicina. Autoriza a la Junta Superior Gubernativa de los Reales Colegios de Cirugía, para que se gobierne con total independencia del protomedicato en todo lo concerniente a su ramo. En fin, quiere el rey que las tres Facultades de Medicina, Cirugía y Farmacia sean iguales que gocen de iguales distinciones, y que se gobiernen en todo con absoluta separación e independencia.

El mismo Carlos IV, por la ley XIII y última de este título, anula el protomedicato y establece en su lugar la junta Suprema de Medicina, la cual se ha de titular Real Junta Superior Gubernativa de Medicina, cuyo objeto será velar sobre los estudios médicos de todas las universidades, proporcionarles una obra elemental completa de medicina y arreglar sus planes. Todas las leyes de este título y la aglomeración de disposiciones relativas al protomedicato, médicos, cirujanos, quedan sin efecto y son inútiles después de publicadas las dos citadas leyes de Carlos IV y otras que se repiten en los títulos XI, XII y XIII.

El título XVI, con el epígrafe: «De los libros y sus impresiones, licencias y otros requisitos para su introducción y curso», contiene cuarenta y una leyes, unas derogadas, otras derogantes, algunas repetidas y sin uso. La primera prohíbe que ningún impresor ni librero pueda imprimir ni vender obra alguna sin especial licencia del soberano o de las personas que en ella se nombran, a saber: los presidentes de las Audiencias de Valladolid y Granada para estos pueblos; y para Toledo, Sevilla y Granada, sus arzobispos; y para Burgos, Salamanca y Zamora, sus obispos; y que no se puedan vender los de fuera del Reino sin que primero sean vistos y examinados por los mismos, y que después de impresas se corrijan por un letrado asalariado para ello. Todo esto está derogado respectivamente por las siguientes leyes.

La IX está en gran parte repetida y en parte derogada por la XXII. Aquélla permite que se puedan imprimir sin las licencias necesarias memoriales de pleitos e informaciones en derecho, con tal que los dichos memoriales estén primero firmado de los relatores, y las informaciones de los abogados o fiscales; pero la XXII revoca esta resolución. Dice así en el capítulo 6: «Sin embargo de que antes se podían imprimir sin licencia del Consejo las informaciones en derecho, manifiestos y defensas legales estando firmadas por los abogados, de aquí adelante... ningun impresor pueda imprimir dichos papeles en derecho, manifiestos ó defensas legales, ni otros semejantes, sin que presentado antes el original al Consejo ó tribunal en que esté pendiente el negocio de que se trata, y examinado por él se conceda á su continuación la licencia necesaria para imprimirle.»

Lo que dispone la ley III en el capítulo o número 3.º acerca de la corrección de las obras después de impresas, que al principio de ellas se ponga la licencia, la tasa y privilegio; y lo de la V: Tasa que debe preceder á la venta de libros; y lo que se manda por los capítulos 3, 4 y 14 de la ley XXII: «Que las impresiones ó reimpresiones que se hicieren con licencia del Consejo, ó por los que tuvieren privilegio para ello, no se puedan repartir ni vender, ni entregarlas al impresor hasta que se tasen por el Consejo y se corrijan por el corrector general, y que en el principio de cada libro que así se imprimiere ó reimprimiere se ponga la licencia, tasa y privilegio»; se anula y deroga por las leyes XXIII y XXIV, en las cuales dice con gran prudencia Carlos III: «He resuelto abolir la tasa que por la ley del reino se pone en los libros para poderlos vender; y mando que en adelante se vendan con absoluta libertad... El empleo de corrector general de imprentas, sobre lo gravoso es totalmente inútil, y así he mandado abolirle... Mando asimismo que en ningun libro se permitan imprimir las aprobaciones ó censura de él.»

El redactor de la Novísima nos conservó en la nota 27 a la ley XXXVII un auto del juez de imprentas de 10 de julio de 1713, por el que «se previno que el portero que corria con la comision de ellas recogiese de los libros que se imprimieran un egemplar con destino al Escorial, otro para el presidente y cada uno de los ministros del Consejo, otro para el. secretario de Gobierno, otro para el de la Cámara, por la refrendata del privilegio, y otro al portero; que los tres de ellos fuesen encuadernados para los presidentes y superintendentes de imprentas. Y que en caso de excusarse el interesado á la entrega se le apremiase por todo rigor de derecho.» ¿Con qué fin habrá estampado el redactor esta providencia que tan poco honor hace al juez de imprentas, esta providencia anterior a la ley y derogada terminantemente por la ley? Sin duda, para enriquecer el Código con una noticia que contribuye a demostrar en cuán poca estima se hallaba a la sazón la profesión literaria, y que más se trabajaba en entorpecer los conatos y movimientos del entendimiento humano, y en sofocar los talentos, que en promoverlos.

Felipe V, con mejores ideas y más sana política, en la citada ley XXXVII mandó en beneficio de los progresos de la literatura, que no se entregue ningún ejemplar de las obras impresas a los ministros del Consejo, «y que en adelante sólo den los autores tres egemplares, el uno á la real biblioteca, el otro al Real convento de San Lorenzo del Escorial y el otro al gobernador del Consejo». Sin embargo, esta ley se varía por la XXXIX, que manda dar un ejemplar de todas las obras que se impriman a la Biblioteca de los Reales Estudios, y por la XL, que prescribe la entrega de otro a la biblioteca de la cátedra de Clínica, y por la XLI, que previene en el capítulo 24 no poder ponerse en venta ninguna obra sin que preceda la entrega de siete ejemplares que en ella se especifican. Todas estas leyes se pudieran reducir, y, efectivamente, están reducidas en dicho capítulo 24, a una docena de líneas.

La ley III, tít. XVII: «Reglas que deben observarse en los papeles periódicos.» Y la IV: «El examen y licencias para imprimir los papeles periódicos, que no pasen de cuatro ó seis pliegos impresos, corra á cargo del juez de imprentas»; se inutilizan y quedan sin efecto, en virtud de lo dispuesto por la ley V: «Cesen de todo punto los papeles periódicos, quedando solamente el Diario de Madrid de pérdidas y hallazgos.» Y por Real orden de 1793 mandó S. M. «que el Consejo cuide de limitar y corregir las licencias de impresiones de diarios y otros papeles periódicos».

Por la ley I, tít. IX, lib. IX, se manda «que en todas las ciudades, villas y lugares de nuestros reinos, los pesos y medidas sean todos unos en la forma siguiente: que el oro y la plata y vellón de moneda, que se pese por el marco de Colonia, que haya en él ocho onzas». Esta resolución se altera por la ley I, tít. X, en que dicen los Reyes Católicos: «mandamos que el marco de plata sea el de la ciudad de Burgos... Item que el peso del oro que sea en todos nuestros reinos y señoríos igual con el peso de la ciudad de Toledo, así de doblas como de coronas, como de florines y ducados, y todas las otras monedas de oro, segun que lo tienen los cambiadores de la ciudad de Toledo». También choca aquella ley con la XIV del título X, en que manda Felipe V «se corrijan estos pesos y pesas, y se ajusten precisamente á los dinerales de mis casas de moneda y marco real de Castilla, á cuyo fin desde luego prohibo los pesos y pesas que llaman de Italia, y de otros cualesquier dominios extraños». En cuya prohibición, sin duda, quedaron comprendidos los llamados de Tría y de Colonia.

La citada ley I, del tít. IX manda: «que el pan y el vino, y las otras cosas todas que se suelen medir, que se midan y se vendan por la medida toledana.» Esta disposición pugna claramente con la de ley segunda inmediata, en que dicen los Reyes Católicos, confirmando lo resuelto por la ordenanza de don Juan: «Todo el pan que se hubiere de vender y comprar que se venda y compre por la medida de la ciudad de Avila; y ésto así en las hanegas como en los celemines ó cuartillos, y que esto se guarde en todos los mis reinos y señoríos.» Y con lo resuelto en la ley III: «Mandamos que en todas las ciudades, villas y lugares se vendan por la medida de pan de Avila la sal y legumbres, y todas las otras cosas que se hubieren de vender y medir por fanega y celemín.»

Por la ley I, tít. X, se manda que el marco de plata sea el de la ciudad de Burgos, y que el peso de oro sea igual con el peso de la ciudad de Toledo. Esta disposición para nada aprovecha después que los Reyes Católicos resolvieron en las leyes III, IV y V y siguientes que se hiciese un marco junto de ocho onzas, señalado encima con las armas reales, con el cual se haya de pesar todo el oro y plata, así en la corte como en todo el Reino. Las leyes XVI, XVII, XVIII y XIX mandan generalmente que en todos estos reinos los plateros labren plata, precisamente de ley de once dineros y cuatro granos, y prohíben todo género de obras mayores y menores, aunque sea en pequeña cantidad, no siendo la plata de dicha ley. Pero desde la XX en adelante no se exige sino la ley de once dineros. Y aun Carlos IV, por la XXVIII, dice: «He venido en permitir que puedan trabajarse y comerciarse en estos reinos con la ley de nueve dineros las piezas menudas de plata... derogando como derogo todas las ordenanzas, leyes ó pragmáticas que manden lo contrario.»

Por lo que respecta a la ley del oro se manda por la XIX que los plateros que no labren oro, salvo de tres leyes, de veinticuatro, de veintidós y de veinte quilates, y no de otra ley alguna. Felipe V alteró esta disposición por su decreto que forma la ley XX. «Mando que todos los plateros labren precisamente el oro de la misma ley de veinte y dos quilates, y que siendo de otra ley no se pueda marcar ni vender.» Sin embargo, el mismo monarca en la ley XXI dice: «Por haber reconocido que de labrarse las alhajas enjoyeladas de oro con la precisa ley de veinte y dos quilates que dispuse en decreto de 28 de febrero de 1730 experimenta perjuicio el público... he resuelto se permita en España que las alhajas de oro menudas... se labren de ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio... con declaracion de ser igualmente mi voluntad no se admitan á comercio, y antes si se comisen cuantas alhajas se comerciaren, labradas por naturales y extrangeros, introducidas de sus respectivos paises, careciendo de las expresadas leyes.»

Contra esta resolución choca, y no se compadece la de la ley XXII siguiente, en que dice Fernando VI, y manda que no se admitan a comercio las alhajas enjoyeladas de oro, no siendo de la ley de veintiún quilates, y un cuarto de beneficio, y que ninguno las pueda comerciar ni vender, bajo la pena de comiso. El mismo monarca, mejor informado, resolvió lo contrario por la ley XXIII, en que derogando en esta parte la precedente, quiere y manda que sean admitidas a comercio, y se permita la introducción de dichas alhajas enjoyeladas, viniendo ajustadas a la ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio; lo cual se autoriza y confirma por las leyes XXIV y XXV siguientes. Empero el rey don Carlos IV alteró esta legislación por la XXVII. «Derogando como derogo la parte del capítulo 6 del tít. I de las ordenanzas generales de platería, en que se declaró que se podrian trabajar con oro de ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio las alhajas menudas... y todo lo que se llama enjoyelado... permito á todos los plateros de mis reinos y señoríos que hagan las expresadas alhajas con oro de diez y ocho quilates y un cuarto de beneficio.» Tal es la armonía, uniformidad y concierto que reina entre las leyes del tít. X, lib. IX.

La ley I, tít. XVI del mismo libro prohíbe sacar de estos reinos la seda floja torcida o tejida. La II prohíbe generalmente las extracciones de sedas, con cuya resolución queda inútil la primera. Don Felipe V, por la ley III, prohíbe absolutamente la extracción de seda en rama y torcida; pero quiere que se puedan extraer por mar y tierra los tejidos de seda labrados en las fábricas de estos reinos. La ley IV de Carlos III deja vanas y sin efecto las tres anteriores, pues dice: «He resuelto habilitar la extracción de la seda en rama y torcida de estos reinos para dominios extraños en el tiempo, y bajo las condiciones prescriptas en la siguiente instrucción.» Si de esta ley y la siguiente se hubiera formado una sola, omitiendo las anteriores, no se advertirían en el Código tantas contradicciones y fruslerías.

Las leyes XII, XIII, XIV, XV y XVI, tít. XI, lib. X, están derogadas por la I, tít. VII, lib. VI, en que dice el rey don Carlos IV: «No obstante lo prevenido en las Reales cédulas de 16 de setiembre y 26 de octubre de 1784, 6 de diciembre de 1785, 19 de junio de 1788 y 11 de noviembre de 1791 sobre desafuero en punto á deudas de manestrales, artesanos, criados, jornaleros y alquileres de casas, ó en otras cualesquiera relativas á asuntos civiles y criminales, ó bien sean leyes, pragmáticas, autos acordados y resoluciones contrarias á esta mi Real deliberacion... las cuales derogo, anulo y doy por de ningun valor y efecto en cuanto á los enunciados individuos de la marinería y maestranza matriculada; ordenando como ordeno, que en lo sucesivo sea privativo de la jurisdicción de marina el conocimiento de todas las causas civiles y criminales, que por las referidas pragmáticas y cédulas están y se hallan reservadas á la Real jurisdiccion ordinaria.» El redactor debió anotar la parte en que aquellas leyes se hallan derogadas, así como advirtió que tienen fuerza y vigor respecto de los maestrantes, a pesar de su fuero.

Por la pragmática de los reyes don Carlos y doña Juana, dada en Madrid a 27 de febrero de 1543, que es la ley II, tít. XXIV, lib. XI, se establece lo siguiente: «Mandamos que cuando alguno ó algunos ocurrieren al nuestro Consejo sobre pleitos y causas de mayorazgos ó sobre el remedio de la ley pasada (esta cláusula de letra bastardilla no se halla en la pragmática, es una interpolacion de los copiladores) pareciendo á los del nuestro Consejo que es caso en que se debe dar juez, le den; y en la comision que llevare le manden que en comenzando á entender en el negocio asigne termino de cincuenta días á las partes por todos términos y plazos, el cual no se pueda prorogar.» Esta determinación se altera y deroga por la ley VI siguiente, en que el rey don Felipe II dice: «Mandamos que los cincuenta días que por la pragmática de Madrid de 1543 se da á las partes para que en los dichos pleitos de tenuta y posesion digan y aleguen de su justicia, sean ochenta dias.»

La mencionada ley II o pragmática de Madrid establece que, practicadas las diligencias prescritas, y concluso el negocio dentro de los dicho cincuenta días, y dada la sentencia por los del nuestro Consejo, «se egecute sin embargo de cualquier suplicacion que de ella se interpusiere, y egecutada se reciba la suplicacion y se den otros cuarenta dias.» Esta disposición se revoca por la primera parte de la ley VI, en que se manda «que en los pleitos de tenuta y posesion que de aqui adelante se comenzaren en el nuestro Consejo, no haya ni pueda haber suplicacion ni otro remedio ni recurso alguno de la primera sentencia».

Dice la misma ley II: «En caso que la sentencia que fuere dada por los del nuestro Consejo en el dicho grado de suplicacion fuere revocatoria, que la sentencia de revista sea llevada á pura y debida egecucion... y el pleito se remita á la dicha nuestra audiencia en posesión y propiedad, donde las partes sigan su justicia.» La ley III establece lo contrario: «Mandamos que en los pleitos y negocios sobre bienes de mayorazgo y bienes vinculados, en que conforme á la ley pasada se conoce en el nuestro Consejo, que determinados los tales negocios en vista y grado de revista en nuestro Consejo, la remision se haga á las nuestras audiencias, tan solamente cuanto á la propiedad, y no ansimesmo en cuanto á la posesion, como hasta aqui se ha hecho.»

Concluiremos este artículo, porque falta el tiempo para poder reunir todos los desvaríos de la Novísima Recopilación, con algunas reflexiones sobre las seis primeras leyes del tít. V, lib. XII. La primera confirma las penas que fulminan las leyes de Partida contra los blasfemos, y que demuestran a Dios, o a la Virgen María, o a los Santos; ley tomada literalmente de la I, tít. VIII, lib. VIII, de las Ordenanzas Reales. La II tiene el mismo origen, y en ella se aumentan aquellas penas, con que al que blasfemare en la corte o a cinco leguas en derredor le corten la lengua y le den cien azotes públicamente, y si fuera de la corte, que le corten la lengua y pierda la mitad de sus bienes. La tercera se ha tomado de la petición 32, y respuesta de las Cortes de Madrigal de 1476 con poca exactitud, y añadiendo palabras que envuelven ideas más crueles y sanguinarias que las del original. «Mandamos que cualquiera que oyere al que blasfemare, dice la recopilada... lo pueda traer, y traiga á la cárcel pública, y poner en cadenas, y mandamos al carcelero que lo reciba en la cárcel y le ponga prisiones.» La de Madrigal dice: «Mandamos que cualquiera que oyere, al blasfemador lo pueda prender y llevar á la cárcel luego, ó facerlo poner en prisiones, é que el carlero sea tenido de lo recibir é tener preso.»

Todas estas leyes, así como las de Partida, están derogadas por las IV, V y VI del mismo título, como lo advirtió hace mucho tiempo Hugo de Celso en su Reportorio, V. Blasfemia. Todas las dichas leyes, dice, y otras semejantes son alteradas y revocadas por la pragmática de Sus Altezas, dada en Valladolid, año 492, confirmada por otra pragmática de Su Majestad en las Cortes que celebró en Toledo año 525, y por pragmática de Su Majestad en las Cortes que celebró en Madrid año 528, las cuales forman las citadas leyes IV y VI de la Novísima Recopilación.

Artículo VII

Leyes erradas, interpoladas y no conformes con las originales de donde se tomaron

Los doctos varones que consagraron su vida y talentos en facilitar a sus, conciudadanos el conocimiento e inteligencia de las instituciones patrias, y en proporcionarles colecciones y códigos de sus leyes, bajo un plan metódico en que se vean reunidas la claridad y exactitud con la brevedad y concisión, hicieron sin duda un inestimable beneficio a la humanidad, señaladamente a los magistrados, a los jueces, a los jurisconsultos y a todos los que se dedican al estudio de la Historia de la legislación.

Empero, ni unos ni otros pueden prometerse este fruto de aquellas farraginosas colecciones hechas a la aventura por hombres inexpertos y destituidos hasta de los primeros principios de gramática y filosofía legal, y de los conocimientos y prendas necesarios para llevar hasta el cabo una empresa, acaso la más difícil y delicada entre todas las que se presentan en la república de las letras. Y si bien algunas de estas imperfectas copilaciones se hallan autorizadas por los soberanos, todavía es cierto que la aprobación y sanción de ellas no pudo recaer sobre los defectos y vicios de aquellos códigos, y haría grande injuria a los príncipes el que se persuadiese que su intención ha sido sancionar los errores y aprobar lo que expresamente se halla en contradicción con sus decretos, encaminados de acuerdo con el voto de la nación a que dichas copilaciones saliesen bien correctas y conformes con sus originales.

Por esto los procuradores de las Cortes de Valladolid del año de 1523 por la petición 56 pidieron al Emperador y rey don Carlos I una nueva copilación de las leyes del Reino, a pesar de la que existía desde el año 1484, autorizada por los Reyes Católicos. «Por causa que las leyes de fueros é ordenamientos no estan bien é juntamente copiladas, E las que estan sacadas por ordenamiento de leyes que juntó el doctor Montalvo estan corruptas é no bien sacadas: é de esta causa los jueces dan varias é diversas sentencias, é no se saben las leyes del reino... é si todas se juntan fielmente como estan en los originales será muy grande fructo é provecho.»

La pragmática de Felipe II, que declara la autoridad de la Recopilación, concluída por el licenciado Bartolomé de Atienza, y publicada en el año de 1567, dice: «que una de las causas que obligaron á emprender esta nueva copilacion fue, porque algunas de dichas leyes, ó por se haber mal sacado de sus originales, ó por el vicio y error de las impresiones estan faltas y diminutas, y la letra de ellas corrupta y mal emendada: y otrosi en el entendimiento de algunas otras de las dichas leyes han nacido dudas y dificultades, por ser las palabras de ellas dudosas.» Así que se dió comisión a los sujetos que entendieron en esto para que, en la nueva copilación de las leyes del Reino «se quite lo superfluo, y se declare lo dudoso y se emiende lo que estuviere corrupto y errado.»

Pero como dice el rey don Carlos IV en la cédula que antecede a la Novísima Recopilación, «no se observó el método decretado, ni quedó enteramente provista, y sólo sí en parte socorrida la necesidad de un código bien ordenado, á que fielmente se sujetasen todas las leyes útiles y vivas, generales y perpetuas, publicadas desde la formación de las Siete Partidas y Fuero Real, como expresamente se había mandado... y agregándose varias equivocaciones, asi en el texto ó letra de las mismas leyes como en sus epígrafes». He aquí lo que excitó el celo de CarlosIV, para encargar una nueva copilación, mandando que el redactor «procurase evitar leyes repetidas, y los difusos razonamientos de muchas de ellas, guardando en todo el mejor órden, método y concision». ¿El redactor de la Novísima desempeñó este gravísimo encargo? ¿Corrigió y enmendó los groseros errores de las precedentes copilaciones? ¿Los magistrados, jurisconsultos y curiosos investigadores de la Historia de la legislación española, pueden estar seguros y contar con la exactitud y fidelidad del texto de las leyes, sin necesidad de recurrir a los originales? Hagamos un breve ensayo sobre estos puntos.

La ley II, tít. I, lib. I, que es la 2.ª del Ordenamiento de Briviesca de 1387, está muy desfigurada e interpolada, y hay grande diferencia en la pena que se impone al transgresor por una y otra ley. La recopilada dice: «Cualquier que asi no lo hiciere que pague seiscientos maravedís de pena.» La de Briviesca: «Cualquiera que asi non lo ficiere que pague sesenta maravedís de pena.» De igual naturaleza es el error de la ley VII. «Al que la quebrantare, dice la recopilada, que pague trescientos maravedís, los ciento para el que lo acusare &c.» La de Briviesca, «que pague treinta maravedís, los diez para el que lo acusó &c.» Y así la pone Hugo Celso en su Repertorio: verb. Fiestas, citando las Ordenanzas Reales. El redactor de la Novísima dejó estos errores conforme se hallan en la Nueva.

La VI, tomada de la primera del Ordenamiento de Briviesca, aunque acuerda sustancialmente con ella, sin embargo está defectuosa y omite circunstancias notables y dignas de expresarse para complemento y claridad de la ley. El religiosísimo príncipe don Juan dice así: «Por cuanto, según verdad dela Escritura, Dios se paga mucho del conocimiento, é non solamente quiere que con el corazon le adore el hombre, mas que con las figuras de afuera le adore é le faga reverencia, Nos por ende queriéndole facer conocimiento é reverencia no solamente con el corazón mas aun con las obras de afuera: por cuanto en los nuestros reinos se acostumbra cuando nos ó la Reina, ó los Infantes veniamos á algunas ciudades é villas é lugares salian con la cruz á nos recibir con procesion en algunos lugares fuera de las iglesias é en otros lugares fuera de los pueblos, lo cual non es bien fecho, ni nes razon que la figura del Rey de los Reyes salga á nos que somos Rey de tierra, é nada respecto de él. Por ende ordenamos que todos las prelados manden en sus obispados á las clérigos que non salgan con las cruces á nos nin á la Reina, nin al Infante heredero. Mas que cuando acaesciere de venir á las ciudades á villas que nosotros vayamos á facer reverencia á la cruz dentro en la iglesia &c.» Cotéjese con la recopilada.

     La ley III, tít. II, aunque tomada de la V, del Ordenamiento de Briviesca, varia de ella sustancialmente en la pena, y no está extendida con tanta claridad. Dice así la original: «Es muy feo é desonesto que las iglesias, que son casas de Dios, é donde se consagra tan santo é maravilloso sacrificio, como es el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, sean ansi ensuciados por establos de bestias: lo que nos non consentiríamos que se ficiese en la nuestra casa, razon es que non se faga en la casa de Dios. E por ende ordenamos que cualquier posadero que diese posada en alguna iglesia, que pierda el oficio é pague sesenta maravedís: é el que en ella tuviese bestias que pague sesenta maravedís por cada vez que ge las ansi fallaren &c.» La ley recopilada se tomó a la letra de las Ordenanzas de Montalva, salvo en la pena.

No nos detendremos en mostrar a la larga la inexactitud con que se copiaron varias leyes de las del Fuero Real, porque es fácil a cualquiera convencerse por sí mismo de la precipitación con que se ha procedido cotejando las leyes recopiladas con las de aquel Código. Por ejemplo, en la ley I, tít. II, lib. I, Novísima Recopilación, se dice: «Ninguno sea osado de quebrantar iglesia ni cimenterio por su enemigo, ni para hacer cosa alguna de fuerza.» La del Fuero está más clara y expresiva: «Ninguno, sea osado de quebrantar iglesia nin cimenterio por su enemigo matar, ni por hacer otra fuerza ninguna.» La cita de la Recopilación tanibién está errada, pues se remite a la ley octava, debiendo decir la séptima.

En la ley I, tít. IV, del mismo libro, se omitió una cláusula importante con que finaliza la del Fuero, a saber: «E si estos tales en la iglesia se metieren, mandamos que los saquen dende.» En la ley II, tít. V, se omitió una palabra muy importante, allí donde dice: «La iglesia cobre lo suyo y no sea tenuda de pagar el precio, mas páguese de los bienes propios del que la cosa enagenó.» El Fuero: «De los bienes propios del obispo, que la cosa enajenó.» Y en la ley III siguiente se insertó al fin de ella otra cláusula que ni hace falta ni se encuentra en el Fuero, a saber: «Segun se contiene en la ley segunda, título de los furtos, del Fuero.» Omitidas, pues, estas cosas de poca consideración, pasaremos a otras más importantes.

La ley IV, tít. V, lib. I, tomado de la 53, tít. 32 del Ordenamiento de Alcalá, varía sustancialmente de la original y se ha extendido de un modo bien diferente. El novísimo recopilador la estampó según la ha encontrado en la Nueva Recopilación; el redactor de ésta no hizo más que copiarla, según se halla en las Ordenanzas de Montalvo, y no sabemos qué razones tuvieron para desfigurar la ley, y alterarla tanto que omitieron la pena de muerte que el rey don Alonso fulmina contra los transgresores de ella. Parece que la exactitud y fidelidad obligaban a que acreditasen los motivos de su procedimiento.

La ley IV, tít. IX, lib. I, no acuerda con lo que sobre la materia dispuso Enrique III en contestación a la petición 13 de las Cortes de Tordesillas de 1401, único documento a que en la Recopilación se remite la ley. Dice así la de Tordesillas: «Si algun clérigo de misa ó religioso, ó de grados, ó de evangelio, ó de epístola, ó sacristan fuere fallado andando de noche despues de la campana de queda a hora non usada por cualquier ciudad, villa ó lugar, sin llevar lumbre consigo, ó sin llevar hábito de clérigo, mando á las justicias que requieran luego al prelado ó á sus vicarios que amonesten a sus clérigos que lo gurden: (esto es que no anden de noche &c.) E si dende en adelante non lo guardaren, establezco que dichas mis justicias pasen contra ellos como contra otros cualesquier legos, segun fallaren por derecho.»

La ley VIII, tít. V, lib. I, no acuerda ni se conforma literalmente con los originales. En ninguno se halla aquella cláusula: «El Rey no puede ni debe tomar la plata y bienes de las iglesias.» La ley se ha forjado de las peticiones y respuestas de las Cortes de Burgos de 1430, de Palencia de 1431, y de Zamora de 1432 relativas a este punto. Don Juan II tomó a empréstito porcion de plata de las iglesias y monasterios, y algunas sumas de ciudades, pueblos y personas particulares. Le obligaron a tomar esta medida las urgencias del Estado y la precisión de ocurrir a los gastos de la guerra de Aragón y Navarra. Aunque la propiedad es sagrada, con todo eso en ciertos casos debe sacrificarse al bien común y a la salud pública, ley general del Estado. El oro, plata y piedras preciosas de las iglesias y monasterios no están exceptuadas de esta ley, antes el orden de justicia exige que no siendo estos bienes tan necesarios para la conservación de la religión, como las propiedades para la subsistencia de las familias, de que pende la del Estado, se eche mano, primero de aquéllas que de éstas para precaver mayores males.

En estas circunstancias los procuradores pidieron al rey: «Que me pluguiese si buenamente se pudiese excusar que las cosas de las iglesias y monasterios de los mis reinos, é mayormente las consagradas é deputadas para los oficios divinales, que mi merced mandase que no se tomasen, y pagar é restituir á las iglesias y monasterios toda la plata, que dende vuestra señoría mandó tomar prestado para se socorrer en la guerra pasada, mayormente que vuestra merced lo tiene prometido á los prelados.»

La respuesta del rey, que es lo que debe formar la ley, dice así: «Yo no mandé tomar cosa alguna de las iglesias é monasterios, salvo lo que les pluguiese de me prestar para esta necesidad con intencion de ge lo tornar: Y yo lo he mandado todo pagar é asaz es de ello pagado. E mi voluntad es de mandar restituir é pagar generalmente todos los partidos que me fueron fechos.» Tales son los materiales de donde se debió formar la ley recopilada. El redactor no debió usar de expresiones que envuelven ideas diferentes, ni de este caso particular hacer una ley general. La extendió conforme se halla en la Nueva Recopilación y en las Ordenanzas de Montalvo.

La ley I, tít. XVII, lib. I es la 58, tít. 32 del Ordenamiento de Alcalá. El redactor no la tuvo presente y forjó su ley de las dos de las Ordenanzas de Montalvo, 3, tít. 3 y 2, tít. 6, lib. 1.º Y por seguir las citas o remisiones de estas leyes incurrió en el error de reputarlas por diferentes, y como publicadas en distintas épocas, a saber, en el año de 1328, y en el de 1348, no siendo más que una y de la misma fecha que el Real Ordenamiento.

El primer período de la ley: «Costumbre antigua es en España que los Reyes de Castilla consientan las elecciones que se han de hacer de los obispos y perlados, porque los Reyes son patronos de las iglesias», no se halla en la del Ordenamiento de Alcalá, y está tomado literalmente de la dicha ley 2, tít. 6 de las Ordenanzas. Sigue luego volviendo a decir: «Y costumbre antigua fue siempre, y es guardada en España», que es por donde empieza la ley de Alcalá.

Como el redactor no se tomó el trabajo de consultar la ley original, no es extraño que en la suya se adviertan variantes y diferencias. En prueba de ello copiaremos la sanción de la ley, según se halla en el Ordenamiento. «Los que contra esto fueren en alguna manera sepan que nos é los Reyes que despues de nos vinieren é regnaren seremos contra las elecciones que fueren fechas en nuestro perjuicio é contra los prelados é cabildos que no guardaren en lo sobredicho nuestro derecho &c.» Cotéjese con la ley recopilada.

En la ley I, tít. IV, lib. III, se omite una circunstancia notable. El rey don Alonso dice así: «Tenemos por bien que en las cartas que fueren á Toledo, é las que fueren á las villas é lugares que son de la notaría de Toledo, que se ponga primero Toledo que Leon. E las cartas que fueren á todas las ciudades é villas é lugares de nuestro señorío, é otrosi las que fueren fuera del reino, que se ponga primero Leon que Toledo.»

La ley II del mismo título y libro es la 33 de otro igual Ordenamiento de 1371. El principio de ella está desfigurado y oscuro en la Recopilación. Dice el rey don Enrique: «Porque acaece muchas veces que á algunos por importunidad é peticiones que nos facen muy ahincadas les otorgamos é libramos asi cartas é alvalaes que son contra derecho é ordenamiento é fuero: por ende tenemos por bien é mandamos &c.» ¡Qué hermosa y clara introducción! Cotéjese con la ley recopilada.

La ley III siguiente está extendida con notable variedad y confusión. Dice el rey don Alonso que las cartas desaforadas para matar, prender, lisiar o tomar los bienes a alguno no se cumplan, y que se,practique lo siguiente. Distingue tres clases de delitos o hechos que pudieran haber motivado aquellas cartas. Si el hecho fuere de traición, o aleve o tal que merezca pena de muerte, manda que tengan preso y recaudado al que se supone reo hasta que el rey bien informado acuerde lo que tuviese por conveniente. Pero si el hecho fuese de los que tocan en traición o aleve, que tomen de la persona buenos fiadores abonados, etc. La ley recopilada antes de hacer estas diferencias, dice en general, «con que tomen buenos fiadores y les secuestren los bienes y los tengan presos»; lo cual es contrario a lo dispuesto por el rey don Alonso, que no habla de secuestro ni manda prender, sino en el caso de delito tocante a traición o aleve.

En la ley VIII, tít. V, lib. III se ha estampado un error grosero y de consecuencia, porque puede dar motivo a dudar sobre el tiempo en que los reyes deben salir de la minoridad y fenecerse las tutorías. Dice la ley recopilada: «El Rey D. Alonso cuando cumplió edad de quince años en las córtes que hizo en Valladolid»; debiendo decir, cuando cumplió edad de catorce años. En cuya razón dice el mismo don Alonso en la real cédulacon que van encabezadas las Cortes de Valladolid de 1325: «Estando yo en Valladolid é seyendo pasado el día de santo Hipolito en que yo entré en los quince años, que hobe edad complida é que non debia haber tutor.» Y al mismo propósito dice la crónica del mismo monarca: «Pues que fue complida la edad de los catorce años é seyendo entrado en la edad de los quince, envió á mandar á los del concejo de Valladolid que lo habían tenido en guarda fasta entonces que viniesen ante él, é díjoles, que pues él había complido edad de catorce años, que queria salir de aquella villa é andar por sus reinos.. é facer córtes &c.» El error se halla en todas las copilaciones, desde la de Montalvo hasta la Novísima.

La ley I, tít. VI, lib. III está forjada de leyes opuestas y que varían mucho en sus disposiciones, tanto que es imposible reducirlas a unidad. La recopilada no acuerda con ninguna de las que se citan sobre el epígrafe de ella. Don Alonso XI, en virtud de la petición primera de las Cortes de Madrid de 1329, dice «que tiene á bien de asentarse dos veces á la semana en lugar público do me puedan ver é allegarse los querellosos é los otras que hubieren á dar cartas é peticiones; é que los días sean lunes é viernes: tomando conmigo los miso alcades é los homes buenos del mi consejo é de la mi córte para oir el lunes las peticiones é las querellas que me diesen, asi de los oficiales de la mi casa como de los otros. Y el viernes para oir los presos é los rieptos».

En las Cortes de Alcalá, respondiendo a la petición 24, resolvió el mismo rey, para que los querellosos fuesen mejor librados, «asentarse un día en la semana para librar las peticiones que los de la tierra guardan para nos dar. E que el día señalado sea el lunes. E cuando este día no nos podieremos asentar por algun embargo que acaezca, asentarnos hemos otro día en la semana en enmienda de este». Acuerda sustancialmente con esta resolución la del mismo monarca en respuesta a la petición 21 de las Cortes de León de 1349: «Tenemos por bien asentarnos en lugar público, do nos puedan ver é llegar ante nos los querellosos é darnos cartas é peticiones é hacer por nos mismo audiencia cada semana un dia.»

La del rey don Juan I, a consecuencia de la petición 1.ª de las Cortes de Burgos de 1379, es ésta: «Nos place porque los de los nuestros reinos y señoríos alcancen mejor cumplimiento de derecho, asentarnos en audiencia dos días en la semana para oir y librar las peticiones. E lo faremos asi de aqui adelante cada que hobieremos lugar de lo facer y no estando ocupados de otros negocios.»

El mismo don Juan en las Cortes de Valladolid de 1385 determinó lo que sigue: «Nos place asentamos en la nuestra audiencia un dia cada semana porque nuestros naturales nos puedan querellar é mostrar los agravios que fasta aquí hayan recibido ó recibieren en adelante; y asi haber y alcanzar de nos cumplimiento, de derecho.»

Pero en respuesta a la petición 4.ª de las Cortes de Bribiesca, cuyo cuaderno se firmó a diez días andados del mes de diciembre de 1387 y no del 1388 como se dice en la cita de la ley recopilada, hizo el propio rey don Juan otro acuerdo bien diferente: «Ordenamos que tres días en la semana, conviene á saber, lunes é miercoles é viernes, nos asentemos públicamente en nuestro palacio, é alli vengan á nos todos los que quisieren librar para nos dar peticiones, é decir las cosas que nos quisieron decir de boca.»

Si se compara y coteja la ley recopilada con las precedentes resoluciones, se verá la arbitrariedad del primer redactor de la ley, que fue Montalvo en sus Ordenanzas, a quien siguieron sin examen los copiladores de la Nueva y Novísima Recopilación. Mayormente cuando el exordio de la ley recopilada: «Liberal se debe mostrar el rey en oir peticiones», hasta por ende ordenamos, no se halla en ninguno de los documentos citados; así como tampoco se encuentra la última cláusula de la ley: «Según que antiguamente está órdenado por los reyes nuestros predecesores.»

¿Quien es el que pronuncia estas palabras, don Alonso o don Juan, o ambos a dos? ¿Cuáles son estos reyes predecesores? ¿Qué es lo que han dispuesto? Lo que está ordenado en tiempos anteriores al rey don Alonso y don Juan es contrario o no va de acuerdo con la ley recopilada. Don Alonso el Sabio estableció dos leyes sobre este punto: una en las Cortes de Valladolid de 1258, que dice así: «Que cada un concejo que hobiere pleito ante el rey, envio dos homes buenos é non mas; e que dé el rey dos homes buenos de su casa que non hayan al de facer, fueras ende saber los homes buenos de las villas é los querellosos; é que lo muestren al rey; é que les dé el rey tres días á la semana que los oya é que los libre. E el día que librare los querellosos, que le dejen todos si non aquellos que él quisiere consigo; é que sean estos días lunes é miercoles é viernes.» Y otra en las Cortes de Zamora de 1274: «Otrosí acuerda el rey tomar tres días en la semana para librar los pleitos é que sean los lunes é miercoles é viernes; é dice mas, que por derecho cada día debe esto facer fasta la yantar, é que ninguno non le debe de estorbar en ello.»

Si el redactor hubiera tenido presentes todas estas disposiciones legales, cuidaría bien de extender la ley bajo de otra forma, porque pudiendo ignorar que en materia de legislación las últimas disposiciones son las que deben adoptarse y las que tienen exclusivamente fuerza, con especialidad cuando chocan y se hallan en contradicción con las precedentes y más antiguas, elegiría para texto de su ley y preferiría la de don Juan I o de Briviesca, que es la última entre las citadas, tanto más cuanto va de acuerdo con las antiguas de don Alonso el Sabio.

Aún así, nos hallamos con otra dificultad para poder adoptar alguna de las mencionadas resoluciones, y hay bastante fundamento para desecharlas como anticuadas, porque habiéndose alterado sustancialmente los juzgados de la corte y la organización de sus tribunales, y no librando ya con el rey los alcaldes de corte como lo hacían cuando eran los supremos magistrados de ella, y no existiendo en la corte la Audiencia y Chancillería, a la cual sucedió el Consejo de Justicia bajo una nueva planta variada después de mil maneras, la ley recopilada no es adaptable a nuestra Constitución actual bajo de ninguna de las formas indicadas.

En este conflicto el redactor ha vencido todas las dificultades; y para prueba de su exactitud y bello orden estampó otra ley sobre este mismo asunto y que se encamina al mismo objeto, que es la ley II, título IX, lib. IV, tomada de las Cortes de Toledo de 1480, por la cual determinan los Reyes Católicos entrar y estar en su Consejo de Justicia el viernes de cada semana. El copilador sabrá conciliar estas contradicciones.

La ley I, tít. VIII, lib. III, está desfigurada y no muy bien extendida. Lo que resulta a la letra de la petición 13 de las Cortes de Burgos, cuyo cuaderno se firmó en esta ciudad en 1430, es lo siguiente: «Ordenamos que cuando hobiesemos de enviar por procuradores á las mis ciudades é villas de mis reinos que enviaremos por dos procuradores é non mas; é que non nombraremos nin mandaremos nombrar otros procuradores, salvo los que las dichas ciudades é villas entendieren que cumple por manera que libremente las tales ciudades e villas envíen sus procuradores, que entendieren que cumple á mi servicio ó bien público de las dichas ciudades é villas é á honra é estado de los procuradores de mis reinos; y que quede en libertad de ellas nombrar cuáles sean.»

La ley XI del mismo título y libro no se copió exactamente en su primera parte. Dice así en la Recopilación: «Mandamos que para expedicion y egecucion de lo otorgado á Nos en Córtes residan dos de los procuradores de Córtes por el tiempo que fuere necesario.» Debiera decir: «Mandamos que residan en nuestra corte por el tiempo que fuere necesario, dos procuradores de Córtes, uno de allende los puertos y otro de aquende los puertos para que entiendan en la expedicion y egecucion de lo otorgado y proveido en las Córtes y en los negocios que por las ciudades y villas se les encomendaren.» Este parece que es el resultado de la respuesta a la petición 16 de las Cortes de Toledo de 1525.

En la ley I, tít. III, lib. IV, hay dos errores. Primero allí: «como quier que antiguamente el rey don Enrique II en las Córtes que hizo en Burgos, era de 1406», debiendo decir era de 1405, o año de 1367. Y es esto tanto más extraño cuanto que el copilador en la nota fijó exactamente la data en que se firmó el cuaderno de dichas Cortes, que concluye así: «Dado en la dicha ciudad de Burgos, en las dichas Córtes, domingo siete días de febrero, era de mil é cuatrocientos é cinco años. Yo el rey.» ¿Pues por qué no corrigió el error? ¿Por qué lo dejó en el texto según se hallaba en la Nueva Recopilación?

Segundo allí: «ordenó que fuesen de su Consejo doce hombres buenos, dos del reino de León y otros dos del reino de Galicia, y dos del reino de Toledo, y dos de las Extremaduras, y otros dos del Andalucía»; de cuyo contexto solamente resultan diez hombres buenos, y así era necesario que sucediese, porque se omitieron los dos hombres buenos de Castilla. El redactor, en la citada nota, copió la petición de dichas Cortes en cuanto al número de los doce hombres buenos con exactitud, y la respuesta, con algunas erratas. Pues ¿por qué no procuró corregir el texto? ¿Por qué le dejó con todos los defectos de la edición de 1775? Hubiera sido fácil evitarlos habiendo omitido todo el preámbulo de la ley desde el principio hasta allí: «ordenamos y mandamos que en el nuestro Consejo para la administración de la justicia, &c». Todo lo que precede es inoportuno y anticuado. El Consejo establecido por don Enrique II y por don Juan I y sus sucesores hasta los Reyes Católicos, en nada se parece al establecido por don Felipe II, el cual en esta ley innova y altera cuanto habían hecho sus antecesores.

Sobre la ley III, tít. VII, lib. IV se hallan varias remisiones; una de ellas es a lo dispuesto por don Juan II en las Cortes de Madrigal de 1436, debiendo decir 1438. La ley recopilada en nada se parece a lo que sobre esta razón se resolvió en Madrigal. Dice así el rey don Juan: «Mando que las tales relaciones se saquen cumplidamente, é que la parte que quisiere ver su relacion, que le sea mostrada; é si entendiere que algo hay que añadir que lo añada. E si pidiere que se lea la petición originalmente, que se faga asi. E mando al mi relator que lo guarde é faga asi.» Nada de esto se lee en la ley recopilada.

La ley I, tít. VIII, lib. IV: «Orden de votar los ministros del Consejo», no acuerda con el documento que se cita, a saber, el Ordenamiento de Briviesca, en que don Juan I, en contestación a la petición 4.ª, hizo la siguiente ley: «Ordenamos que la manera que en el dicho Consejo se tenga en fecho de fablar, que sea esta. Que fablen primeramente los menores, é despues los medianos, é despues los mayores, porque los menores non tomen vergüenza de los medianos, nin los medianos de los mayores.» Para entender esta resolución es necesario recordar que en tiempo de don Juan I, y mucho tiempo después, el Consejo se componía de varias clases de personas: grandes, caballeros y algunos letrados. Los Reyes Católicos, a quienes se cita en la ley, nada dijeron acerca del orden de votar en el Consejo.

En la ley I, tít. I, lib. V, se cita a don Fernando y a doña Isabel, año 1489, y efectivamente ellos solos son los que hablan en la ley como consta de las palabras, según que lo ordenó el señor rey don Juan, nuestro padre. Pues don Fernando y doña Isabel no pudieron decir en aquel año que una de las audiencias de mis reinos resida continuamente en la villa de Valladolid, porque no había más que una Audiencia, ni existía la de Ciudad Real.

La ley I, tít. XV, lib. V, está errada en las remisiones o citas de los documentos, de donde se tomó, y no acuerda con ellos. La ley de Enrique II en Toro no es la segunda; en el Ordenamiento que hizo este príncipe hay dos leyes relativas al presente asunto, a saber, la tercera y la sexta. Las Cortes de Tordesillas, por don Juan I, año de 1388, son supuestas. Este rey, a consecuencia de la petición 12 de las Cortes de Bibriesca de 1387, mandó «que los dos alcaldes de los fijosdalgos residiesen en la corte y sirviesen en la Audiencia seis meses cada uno».

Ni la ley de don Juan I, ni la de Toro no dicen ni pudieron decir lo que en la recopilada se les atribuye, pues a la sazón, y en muchos años después, no había ni hubo Chancillerías, y solamente se conoció la Audiencia de la corte del rey, sobre lo cual se puede leer lo que se refiere largamente en la segunda parte de la Teoría de las Cortes, en la historia de la Audiencia del rey.

La ley III del Ordenamiento de Toro dice: «Otrosí, que haya en la nuestra corte un alcalde de los fíjosdalgo, é ótro de las alzadas.» Y la VI manda lo siguiente: «El alcalde de los fijosdalgo, que oya é libre por sí mismo los pleitos de los fijosdalgo, aquellos que fue usado é acostumbrado de librar, é que non pueda poner por sí otro alcalde en cuanto fuere en la nuestra corte, é que sea fijodalgo.» Tal es puntualmente el contenido de las leyes de Toro. Cotéjense con la recopilada y se advertirá desde luego la discrepancia.

La ley II, tít. I, lib. VI, contiene un error considerable que trastorna todo el sentido de la ley. Allí donde dice: «Y si de otra manera lo vendieren ó lo enagenaren no vala, y entréguelo todo á aquel cuyo es el solar.» Debe decir: «Si de otra manera lo vendiere ó lo enagenera, non vala; é entrelo todo aquel señor cuyo es aquel solar.» Porque aquí se habla de la acción que tenía el señor para entrar el solar que vendiese o enajenase el solariego a otro que no fuese vasallo de aquel señor, como advirtieron los editores del Ordenamiento de Alcalá, a la ley XIII, título XXXII, de donde se tomó de la Recopilación, la cual sigue trastornada considerablemente.

La ley XI del mismo título y libro está también errada en la Nueva Recopilación, y se copió el error en la Novísima, así como el de la ley precedente. Ningún hidalgo... «no pueda á los solariegos que son solariegos tomarles vehetría». Debió decir: «tornarlos behetría». Esto es, que los solariegos no pueden ser reducidos a behetría del modo que los de behetría podían reducirse o tornarse a solariegos. Un error que parece de tan corta consideración, basta para alterar el sentido de la ley.

La ley III, tít. VIII, lib. IX, tiene este epígrafe: «Prohibición de exigir en los puertos de estos reinos precio alguno de los navíos que naufragaren.» Sería de desear que el redactor explicase qué entiende por precio de los navíos que se quebraren o se anegaren, como dice en el sumario y en el contexto de la ley. Mientras se fatiga en inquirir las relaciones de la palabra precio con los navíos náufragos, yo diré que está errada aquella voz y debió escribirse pecio; que no se exija derecho de pecio o de avería de los navíos náufragos o que padecieren tormenta.

La voz anticuada pecio significa, en general, daño, menoscabo, quebranto, avería; de cuya palabra se formó el verbo empecer, dañar, perjudicar, que aún tiene uso en el día. Es cosa ciertamente muy extraña que los redactores de la Nueva y Novísima Recopilación ignorasen esto e incurriesen en semejante error, debiendo saber, en calidad de letrados, que en el Ordenamiento de Alcalá hay una ley que es la 50 del título XXXII con este epígrafe: «Que fabla que non haya pecio ninguno de los navíos»; el cual, siendo sustancialmente el mismo que el de la ley recopilada, les debió servir de guía y de modelo. También en las Partidas se usa de la misma voz, pues el título IX de la 5.ª Partida tiene este epígrafe: «De los navíos é del pecio de ellos.» Y en la introducción dice el Rey Sabio: «Por tormenta de mar ó por otra ocasion se quebrantan ó se pierden los navíos, é despues nascen contiendas entre los mercaderes é los maestros é los marineros, en razon del pecio.» Y en la ley IX: «El pecio de los navios aviene á las vegadas por culpa de los maestros é de los gobernadores de ellos... E por ende cualquier maestro ó gobernador de navío que navegase en este tiempo sobredicho contra la voluntad de los mercadores... seríe tenudo de les pechar todo el daño é el menoscabo que rescibiesen por razon del pecio.»

La ley IX, tít. XVII, lib. X, está errada conocidamente, así en la Nueva como en la Novísima Recopilación. Consiste el error en una sola palabra, que oscurece y altera todo el sentido de la ley. La recopilada dice así: «Si no es que fundador hubiese dispuesto lo contrario, y mandó que no se suceda por representación, expresándolo clara y literalmente, sin que para ello basten presunciones.»

Debió decir: «Sino es que el fundador hubiere dispuesto lo contrario, y mandado que no se suceda por representación, expresándolo clara y literalmente.» Y así se lee en la pragmática de Felipe III, de donde se tomó la ley. La última cláusula de ella también está defectuosa. En la original se dice: «lo cual se guarde sin distincion ni diferencia alguna, ni solamente en la sucesion de los mayorazgos á los ascendientes, sino tambien en la sucesion de los mayorazgos á los transversales, y no solo en los transversales al último poseedor, &c.»

La ley IV, tít. XX, lib. X, se halla interpolada y no conforme a la de Soria. El redactor de la Novísima Recopilación, siguiendo la elección de la Nueva, y el copilador de ésta el texto de la ley XXII, título III, lib. I de las Ordenanzas Reales de Montalvo, insertaron en el texto de la ley el motivo que tuvieron los procuradores de las Cortes de Soria para hacer esta petición, como fundamento de la ley. Y aún esto lo hicieron con tan poca fidelidad, que tratan de excluir a los hijos de los clérigos no solamente de la herencia paterna, sino también de la materna, lo que está muy distante del espíritu y aún de la letra de la ley.

En las mencionadas Cortes se suplicó al rey don Juan por la petición 8.ª «que en algunas ciudades, villas y lugares tienen cartas y privilegios, que los hijos de los clérigos que hubieren en sus barraganas, que hereden sus bienes é de sus parientes, así como si fuesen nacidos de legítimo matrimonio; é por esta razon que dan ocasion para que otras buenas mugeres, asi viudas como vírgenes, sean sus barraganas». A consecuencia, piden que el rey revoque y anule semejantes cartas y privilegios.

De estas expresiones variadas y alteradas formaron los redactores el principio de la ley. «Por non dar ocasion que las mugeres asi viudas como vírgenes sean barraganas de clérigos si sus hijos heredasen sus bienes y de sus padres ó sus parientes, ordenamos y mandamos.» Por esta interpolación y aditamento, que no debía formar parte de la ley, se han suscitado dudas sobre si los hijos de los clérigos pueden heredar los bienes de sus madres. Algunos, como Antonio Gómez, llevan la negativa, fundándose en que el motivo de la ley, según está recopilada, es el mismo y tiene la misma fuerza, tanto respecto de los bienes del padre como de la madre.

El ilustrador de las leyes añadidas al Fuero Real que van impresas al principio del tomo I de la edición de 1781 sobre la ley XXVII, advirtió lo siguiente: «La petición 8.ª del Ordenamiento que el rey don Juan fizo en las Cortes de Soria era de 1418 años, estrecha mas á estos fijos de clérigos en que non puedan haber cosa alguna de padre, nin de madre, nin de pariente que haya, nin por compra, nin en donacion, nin en otra manera alguna, segun mas largo por ella verás.» Otros, con Gregorio López y Diego Pérez, sostienen la afirmativa, porque siendo ésta una ley penal y odiosa, se ha de estar con todo rigor a los términos de la ley, que solamente excluye a los hijos de los clérigos de la herencia paterna.

Si se hubiera copiado la ley sencillamente y en conformidad a la respuesta que dió el rey don Juan, no hubiera dudas. Dice así: «Nos place é tenemos par bien que los fijos de los clérigos habidos en sus barraganas, que non hayan nin hereden los bienes de los dichos sus padres, nin de otros parientes, nin hayan cualquier manda ó donacion, ó vendida que les sea fecha, agora nin de aquí adelante &c.»

La ley I, tít. I, libro XI, es la 41, título 32 del Ordenamiento que hizo el rey don Alonso XI en Alcalá. Contiene un error muy grosero, y no es fácil comprender cómo fue posible que los redactores de la Vieja, Nueva y Novísima Recopilación, no lo hayan advertido, pues choca inmediatamente y llama la atención de cualquier lector que tiene alguna idea del orden de nuestros cuerpos legales. La ley del Ordenamiento, citada sobre el epígrafe de la recopilada, dice: que sólo el rey puede poner jueces, salvo aquéllos que tuviesen privilegio de los mismos reyes para ello, «o si lo hubiesen ganado por tiempo, según dice la ley de este nuestro libro, que comienza: así es nuestra voluntad», que es la ley II, tít. XXVII del mismo Ordenamiento. Todo esto está muy claro e inteligible.

Pero en la Recopilación se estampó: «ó si algunos señores, ciudades ó villas lo ganaren por tiempo, segun lo dispone la ley que hizo don Alonso nuestro progenitor en las Cortes de Alcalá». Fuera de la discrepancia que hay entre una y otra cláusula, ¿quién no se admira de ver al rey don Alonso XI, autor de esta ley, así como de la otra a que se remite, y que él solo es el que habla en ellas, atribuirla a otro don Alonso su progenitor? ¿Qué don Alonso es éste? ¿Y qué Cortes de Alcalá son éstas anteriores al rey don Alonso XI? El redactor desatará estas dificultades.

La siguiente, que es la II, tít. VII, libro I del Fuero Real, con alguna otra expresión tomada de don Juan II en las Cortes de Madrid de 1433, contiene una cláusula muy oscura por no haberse copiado exactamente del original. Dice que los alcaldes no pongan otros sustitutos para juzgar, «si no fueren dolientes ó flacos, de guisa que no puedan juzgar; ó si fueren por nuestro mandado ó del concejo do son alcaldes, ó á sus bodas ó de algun su pariente do deba ir, ó por otra escusa derecha». La del Fuero está muy clara: «Salvo si fueren enfermos ó flacos de guisa que no puedan juzgar, ó si fueren en mandado del rey ó del concejo, ó á bodas suyas, ó de algun su pariente á que deban ir &c.» Y don Juan II, en las citadas Cortes: «Mando que los alcaldes sirvan por sí los oficios é non por sustitutos, salvo por ir en mi servicio, ó por ocupacion ó dolencia, y en aquellos casos que quieren y mandan las leyes.»

La ley III, tít. I, lib. XI, está errada en la siguiente cláusula: «Débenles tomar fiadores, que se obliguen y prometan que cuando... hobieren de dejar sus oficios, que ellos por sí ó por sus personeros finquen treinta dias despues en los lugares do juzgaren para facer derecho á todos los que hobieren recibido algun agravio.» La ley del Ordenamiento de Alcalá, de donde se tomó, dice: «Finquen despues cincuenta dias en los lugares donde juzgaren á cumplir de derecho á los querellosos.» ¿Qué motivo pudo tener el redactor para variar el plazo de la residencia, alterar sustancialmente la ley y atribuir al rey don Alonso lo que no dijo?

Podrá replicar que la ley de Alcalá está derogada en este punto por la de Toledo de 1480, que es la II, tít. XII, lib. VIII, es cierto; pero también lo es que el copilador conservó en esta misma ley otras disposiciones variadas y alteradas por leyes posteriores: bello y justo procedimiento, porque jamás puede haber motivo para faltar a la verdad y fidelidad. ¿Cuánto mejor fuera haber omitido aquellas cláusulas o, por lo menos, anotado bajo de la ley, lo que se lee en el original? El letrado, el juez, el jurisconsulto, el curioso escudriñador de nuestra legislación que no lean la ley del Ordenamiento en su frente, sino en la Recopilación, creerán, desde luego, que el rey don Alonso fue el que introdujo esta novedad acerca del plazo de las residencias, el que trastornó la ley de Partida y del Reino. La recopilada induce y da ocasión a este error.

La ley VII, tít. I, lib. XI, da principio por un exordio que debió suprimirse desde las palabras: porque la cobdicia, hasta por ende ordenamos y mandamos. Es una adición que ni importa para la perfección de la ley ni se halla en ninguno de los documentos citados por el redactor. La copió de la Nueva Recopilación y se trasladó a ésta de las Ordenanzas Reales, y no es fácil saber el origen de este exordio. El resto de la ley no está del todo conforme con los originales a que se refiere, los cuales convienen entre sí en establecer una ley general para todos los magistrados y jueces del Reino y una pena contra los delincuentes muy diferente de la ley recopilada.

El rey don Alonso XI sancionó lo que los procuradores de las Cortes de Valladolid de 1325 le habían suplicado por la petición segunda, y mandó lo siguiente: «Los alcaldes de mi corte que tomaren dones por los pleitos, que sean echados de la corte por infames é perjuros, é que non sean mas alcaldes, ni hayan nunca oficios ni honra en la mi casa.» La ley recopilada nada dice que se parezca a esta disposición.

Las leyes de Segovia y Alcalá son generales para todos los jueces del Reino, desde los alcaldes de corte que por no haberse todavía establecido la Audiencia ni el Consejo de Justicia eran los supremos, hasta los jueces y alcaldes ordinarios. Así lo dice expresamente la ley del Ordenamiento de Alcalá, de acuerdo con el de Segovia: «Mandamos que los nuestros alcaldes de la nuestra corte, así los ordinarios como los de las alzadas.» La recopilada ciñó la ley a los jueces ordinarios y trastornó el orden que aquéllas tienen en sus originales.

Don Enrique II, por la ley V del Ordenamiento hecho en las Cortes de Toro de 1369, mandó generalmente «que los nuestros alcaldes de la nuestra corte, ni los otros alcaldes de los nuestros reinos, que no tomen dones ni presentes, é que guarden en la dicha razon lo que el rey don Alonso nuestro padre ordenó en las Cortes que fizo en Alcalá de Henares sobre la dicha razón». Y por la ley XVI del Ordenamiento de las Cortes de Toro de 1371, establecida ya la Audiencia del rey y dádose nueva forma a los tribunales de corte, mandó: «que todos los oidores é alcaldes é alguaciles de la nuestra corte, é adelantados é alcaldes é jueces de las ciudades é villas de estos nuestros reinos que usen bien é lealmente de los dichos oficios sin codicia mala alguna». Y añade que sobre esta razón se guarden y cumplan en todo las leyes de los Ordenamientos que el rey don Alonso hizo en Valladolid, Madrid y Alcalá.

Don Juan I, en contestación a la petición 6.ª de las Cortes de Briviesca de 1387, estableció la siguiente ley: «Ordenamos y mandamos que ninguno de los nuestros oidores nin de los nuestros alcaldes, nin alguacil nin de los nuestros escribanos de la dicha Audiencia non sean osados de tomar dineros, nin otra cosa, nin Chancillería alguna á alguno nin algunos de los que ante ellos hobieren de venir á pleitos en cualquier manera, é de lo demas contenido en los ordenamientos fechos por los reyes nuestros antecesores é por nos. E cualquier que lo asi llevare ó ficiere le fuere probado, que demás de la infamia é de las otras penas que los derechos ponen, pierda el oficio é sea tenudo de tornar todo lo que asi tomare con las setenas, así como quien lo furta, é que se parta en esta manera: las dos partes para el acusador, é las dos partes para aquel de quien lo llevare, é las tres partes para la nuestra Cámara. E esta ley queremos que haya lugar asimesmo en los oficiales de las ciudades é villas é lugares de los nuestros reinos, como en otros cualesquier oficiales de cualquier estado ó condicion que sean como en la nuestra corte é en la nuestra casa.»

Don Juan II, en las Ordenanzas de Segovia de 1433, ordenó: «que todos los mis oficiales asi de la mi casa y corte y chancillería, como de las ciudades, villas é lugares de los mis reinos... sean tenudos de guardar é guarden en razon de sus oficios la ley que el rey don Juan mi abuelo fizo é ordenó en las Cortes de Bribiesca, su tenor de la cual es este que se sigue». Inserta a la letra la ley precedente, y concluye: «la cual dicha ley es mi merced que se guarde é cumpla en todo y por todo por cualesquier mis oficiales de la mi casa é corte é chancillería, de cualquier estado é condicion, preeminencia é dignidad que sean, so las penas susodichas, contenidas en esta nuestra ordenanza é en la dicha ley».

De lista ley general de don Juan II, añadidas algunas cláusulas de las disposiciones de los Reyes Católicos, relativas a este objeto, se pudiera haber extendido una buena ley comprensiva de todas las que los copiladores, sin consultar con la brevedad y concisión, multiplicaron sin necesidad, a saber: las leyes IX y X, título II, lib. IV, que prohíben a los ministros del Consejo, alcaldes de corte y oidores de las chancillerías y audiencias, recibir dádivas y presentes; y la ley VII, título XXVII del mismo libro, relativa a los alcaldes de corte, la cual difiere en gran manera de la original de donde se tomó, que es la de las Cortes de Valladolid, arriba citada, y después confirmada por don Juan I y II.

Este trastorno es tanto más extraño cuanto la ley se halla extendida con exactitud por Montalvo en las Ordenanzas Reales, y es la VI, tít. XV, lib. II, donde señaló puntualmente la pena fulminada contra los alcaldes de corte por la ley de Valladolid. Empero el novísimo redactor, siguiendo religiosamente al nuevo, después de desfigurar la ley estampó al fin de ella una cláusula que no se encuentra en ninguno de los documentos que cita, y al cabo deja a los reos sin pena alguna. Dice así: «Incurran en las penas contenidas en las leyes de este nuestro libro.» He aquí la sanción penal. El redactor dirá qué penas son éstas respecto de los alcaldes de corte, porque yo no sé que se designen individualmente en ningún lugar de la Novísima Recopilación.

La ley I, tít. II, lib. XI: «Modo de recusar los jueces ordinarios y delegados», tiene esta remisión: «Ley única, tít. V, del Ordenamiento de Alcalá: Don Fernando y doña Isabel, año de 1480, ley 42, y don Carlos I en Madrid, año de 1534, petición 59.» Se halla mucho mejor esta cita en la Nueva Recopilación, porque después de la ley de Alcalá dice: «Don Carlos en Madrid, año 1534, petición 59, manda guardar esta ley. Don Fernando y doña Isabel en Toledo, año de 80, ley 42, in fin.» Con efecto, la ley recopilada es una copia de la del Ordenamiento. La 42 de los Reyes Católicos, en las Cortes de Toledo, es idéntica con la III siguiente del mismo título: «Modo de recusar a los del Consejo, oidores, alcaldes de corte y chancillerías.» Los Reyes Católicos nada resolvieron de nuevo en ella con relación a los jueces ordinarios. «En la recusación, dicen, que fuere puesta contra los otros jueces ordinarios de las ciudades é villas é lugares de nuestros reinos, que se guarden las leyes de ellos que sobre esto disponen.» Y solamente se halla al fin de la ley esta cláusula: «las cuales eso mismo hayan lugar é se guarden en los jueces delegados». Esto es sólo lo que de la ley de Toledo se añadió a la de Alcalá en la recopilada.

La petición 59 de las Cortes de Madrid no tuvo efecto, ni el soberano tuvo por conveniente hacer novedad, ni alterar la ley del Ordenamiento como se proponía; solamente respondió: «Nuestra merced é voluntad es que se guarde la ley que cerca de esto dispone.» No hay, pues, más ley sobre este particular que la del Ordenamiento de Alcalá, confirmada expresamente por don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, Petic. XXVIII; por la cual se derogan las respectivas leyes del Fuero y Partidas.

La recopilada se ha extendido con poca exactitud y tiene defectos. Primeramente, allí donde dice: «si no hubiere otro alcalde que los regidores que son deputados para ver hacienda del concejo, den entre sí dos sin sospecha». La ley del Ordenamiento: «é si non hobiere alli otro alcalde que los homes buenos que son dados para ver faciendas del concejo, que den dos de entre sí sin sospecha». Y más adelante, la recopilada: «si en el lugar no hobiere hombres ciertos para ver la hacienda de concejo, que el alcalde... tome cuatro hombres buenos de los mas ricos del lugar». La del Ordenamiento: «si en el lugar no hobiere homes ciertos para ver las faciendas del concejo, que el alcalde... tome diez homes buenos de los mas ricos del lugar, &c.».

El redactor, bajo de la ley IV del mismo título: «Pena del que recuse á presidente, oidor ó alcalde de las audiencias sin justa causa», pone esta nota: «Esta pena del que no probare la recusacion se altera y varía por las tres siguientes leyes V, VI y VII.» Es cierto que se altera por la VII de don Felipe II, de la cual y de ésta se pudiera haber formado una sola; pero nada se innova por las leyes V y VI, que giran sobre casos diferentes. En la IV se trata del que antes de la conclusión del pleito para definitiva, puesta y admitida la recusación, no la probare. En la V, del que sin causas justas y probables intenta la recusación; la cual, en este caso, debe ser desechada y no admitida a prueba. Y en la VI se trata de la recusación puesta después de la conclusión del pleito para definitiva.

El principio de la ley V es muy oscuro y no hace sentido, porque se añadió una palabra que no se halla en la original, a saber, la voz porque. Suprímase como lo exige la fidelidad y la gramática, y quedará buen sentido. La anotación del redactor a esta ley: «esta pena de tres mil maravedís se aumenta á treinta mil, por la siguiente ley VI y por la VII hasta sesenta mil», es inoportuna e inexacta porque estas dos leyes hablan del caso en que la parte que puso recusación se le ha admitido y no ha probado, caso bien diferente del de la ley V.

La ley V, tít. III del lib. XI, está errada y difiere sustancialmente de la original que se cita, a saber, el cap. 130 de las Cortes de Madrid de 1534, en que se dice: «Mandamos que como hasta aquí no podian ir á las dichas nuestras audiencias pleitos de cuantía de cuatro mil maravedís abajo, de aqui adelante la dicha cantidad sea y se extienda de seis mil maravedís, y dende arriba.» Esta es puntualmente la ley de Madrid; cotéjese con la recopilada y se verá la gran diferencia entre una y otra. El novísimo redactor la copió a la letra de la edición de 1775. También parece que está dislocada y que debiera colocarse después de la ley IX, título IV del mismo libro XI.

La ley I, tít. IV del citado libro XI contiene dos errores. El primero allí: «ganan cartas de las nuestras chancillerías». La del Ordenamiento dice: «de la nuestra chancillería». Este error es funesto para la Historia. El segundo allí: «que peche seis mil maravedís». La ley de Alcalá dice: «seiscientos maravedís de esta moneda». Y habiéndose reclamado esta disposición por la petición 7.ª de las Cortes de Burgos de 1373, y por la XII de las de 1379, se mandó observar sin alteración ni adición alguna la ley del rey don Alonso. En las Ordenanzas Reales se halla extendida fiel y exactamente, y es la II, tít. II, lib. III. Los nuevos redactores la desfiguraron y alteraron, añadiendo sobre el epígrafe una remisión a la ley XXXVIII de Briviesca de 1387, que no existe y es imaginaria.

También está errada e interpolada la ley IX, tít. IV, lib. XI. Pondremos aquí a la letra las dos leyes de donde se ha tomado. La de don Enrique II en las Cortes de Toro de 1373 dice así: «Ningun vecino de ciudad, ni villa, ni lugar no sea emplazado ante los alcaldes de la corte, á menos que primeramente fuere demandado ante los alcaldes de su fuero é oido é vencido por fuero é por derecho. E mandamos que se guarde en esta razon lo que el rey don Alonso, nuestro padre, ordenó en las Cortes que fizo en Alcalá de Henares, é que non den nuestras cartas para emplazar para la nuestra corte, salvo por aquellas cosas que se deben librar por la nuestra corte.» Se deja ver que nada se dice en esta ley de las cinco leguas de que habla la recopilada, ni se hace diferencia entre causas civiles y criminales, ni se especifican los casos de corte.

El capítulo VII de las Ordenanzas de Medina, con quien tiene más relación la ley recopilada, varía en gran manera de ella. Dice así: «Mandamos y defendemos que los nuestros oidores no conozcan de pleitos algunos civiles en primera instancia en que ha de ser convenido el vecino de la ciudad ó villa ó lugar donde estuviere la nuestra corte é chancillería con cinco leguas al derredor; mas que el actor siga el fuero del reo ante su juez ordinario, ó ante los alcaldes de la nuestra corte é chancillería, é despues por apelacion puedan venir ante los nuestros oidores; salvo si la causa fuere de caso de corte ó contra corregidor, ó alcalde ordinario, ó otro oficial de tal lugar; é sobre caso en que pueda ser convenido durante el tiempo de su oficio: ca en estos casos puedan los dichos nuestros oidores conocer y determinar en primera instancia.» Los jurisconsultos no pueden menos de advertir la infinita distancia de una a otra ley, por lo que me abstengo de hacer reflexiones.

Por lo que respecta a los casos de corte, ya que los redactores quisieron enriquecer la ley con su noticia, debieran haberla dado puntual y exacta, y no fue así. El de la Novísima, que se ocupó loablemente en trabajar un extracto del Código de las Partidas, aunque inexacto y defectuoso, pudiera haber trasladado los casos de corte de la ley V, tít. III, part. III, donde se hallan puntualísimamente. Dice así: «quebrantamiento de camino ó de tregua, riepto, muerte segura, muger forzada, ladron conocido ó hombre dado por encartado de algun concejo, ó por mandado de los jueces que han de judgar las tierras, ó por sello del rey que alguno hubiese falseado, ó su moneda, oro, plata ó algun otro metal, ó por traición que quisiesen facer al rey ó al reino, ó por pleito que demandase huérfano ó hombre pobre ó muy cuitado contra algun poderoso, de quien no pudiese alcanzar derecho por fuero de la tierra». Y por la ley XX, título XXIII, se añaden los pleitos de viudas. ¿Cuántos de estos casos se echan de menos en la ley recopilada?

La ley II, tít. VI del mismo libro, tomada del Ordenamiento de Alcalá, acuerda con lo dispuesto por el rey don Alonso hasta allí: «el juez apremie al abogado que ayude al que lo demandare», y con esto concluye la ley en el Ordenamiento. Mas en la recopilada sigue una larga cláusula penal, extendida del mismo modo que en la edición de 1775, sin decirnos ninguno de los copiladores de dónde la han tomado. Montalvo, en sus Ordenanzas Reales, procedió con más exactitud, estampando la ley conforme a la del Ordenamiento.

La ley I, tít. VIII, lib. XI, tiene dos pequeñas erratas, que no se hallan en la del Fuero de donde se tomó. La primera allí: «si alguno tuvo ó poseyó alguna heredad ó otra cosa á empeños»; la palabra poseyó no se halla en el original, ni es propio del lenguaje de las leyes. El que tiene alguna cosa alquilada o en arrendamiento es tenedor, no poseedor de la cosa. La otra allí: «que estos tales no son tenedores», debe decir: «ca ó porque estos tales», y así se lee en el Fuero.

En la III siguiente, copiada del Ordenamiento de Alcalá, se inserta una cláusula que no se halla en el original: «El que poseyere heredad por año y día en paz y en faz de aquel que se la demanda entrando y saliendo el demandador en la villa.» Esto, de letra cursiva, no se encuentra en la ley del Ordenamiento. El redactor debió advertir de dónde lo tomó, así como lo hizo el de la Nueva Recopilación, que cita sobre la ley las del Estilo, y con efecto se leen aquellas expresiones en la ley 242 y también en la I, tít. XI, libro II del Fuero.

Ley I, tít. XVI, lib. XI: «Término en que se debe pronunciar la sentencia despues de concluso el pleito.» Dice: «Desque fueren las razones cerradas en el pleito para dar sentencia interlocutoria ó definitiva, el juez dé y pronuncie á pedimento de parte la sentencia interlocutoria hasta seis dias.» Tenemos aquí una interpolación que influye sustancialmente en la disposición de la ley, a saber, aquella cláusula á pedimento de parte, la cual no se halla en la del Ordenamiento de Alcalá, de donde se tomó la recopilada. Montalvo, que publicó esta ley en dos parajes diferentes de sus ordenanzas, a saber: ley XI, tít. XI, lib. III, y ley I, tít. XV del mismo libro III, la dio a luz y la estampó en ambas partes sin aquella cláusula, y sin duda que pasó al texto y se tomó de los glosadores del Derecho.

La ley II, tít. XVI del mismo libro está tomada de la I, tít. XII del Ordenamiento de Alcalá, como se advierte por el redactor; pero inserta en la recopilada expresiones y cláusulas que no se encuentran en la de Alcalá, la cual finaliza allí: «quede en alvedrío del juez para lo mandar si viere que conviene que se faga así». Todo lo restante hasta el fin es añadido por el copilador sin advertir de dónde lo ha tomado. No hizo, pues, otra cosa que copiar la ley de la Nueva Recopilación, pero con el descuido de omitir lo que allí oportunamente se notó: es a saber, que esta ley no solamente se ha formado del Ordenamiento de Alcalá, sino también de la XX del de Segovia de 1347, de la cual se tomaron las cláusulas interpoladas y añadidas.

El desconcierto y trastorno que se advierte en la ley I, tít. XX del citado libro nos obliga a hacer una reflexión sobre el origen de esta ley. Las antiguas instituciones de Castilla han variado mucho y se hallan en contradicción sobre el término designado para interponer las alzadas o apelaciones. El Fuero de las Leyes, así como las del Estilo, fijan este plazo a tres días; la ley de Partida, a diez, y don Alonso XI, en su Ordenamiento, corrigió esta ley, restableciendo la antigua del Fuero. Debatieron los letrados sobre la justicia o injusticia de estas leyes, pretendiendo unos que el término de tres días era muy corto y que convenía adoptar la disposición del Derecho común, con el cual va de acuerdo la Partida, y queriendo otros que se desechase este plazo por demasiado largo y perjudicial.

Los Reyes Católicos, enterados de estas diferentes opiniones por los procuradores de las Cortes de Toledo de 1480, establecieron sobre la materia la siguiente ley: «Nos, por reducir los unos y los otros á concordia, y porque en todos nuestros reinos se ha introducido un término conforme á todos para apelar, ordenamos é mandamos que de aqui adelante en la nuestra casa é corte é chancillería, é en todas las ciudades é villas é lugares ó provincias de nuestros reinos, así de nuestra Corona real como de las órdenes é behetrías é señoríos é abadengos de mis reinos, en todas é cualesquier causas civiles á criminales, cualquiera que hubiere de apelar de cualquier sentencia ó mandamiento de cualquier ó cualesquier jueces ordinarios ó delegados, sea tenido de apelar é apele dentro de cinco dias desde el dia que fuere dada la dicha sentencia ó mandamiento, ó viniere á su noticia. E si asi no lo ficiere, dende en adelante la sentencia ó mandamiento quede é finque por firme. Lo cual mandamos que se faga é cumpla non embargante las dichas leyes é derechos que lo contrario disponen, é cualquier costumbre que en contrario sea introducida; lo cual todo Nos por la presente revocamos. E por esto non se innoven las leyes que disponen sobre la suplicación.»

Cotéjese esta ley clara y hermosa con la recopilada, y se verá que los redactores de la Nueva y Novísima Recopilación, donde se halla extendida de un mismo modo, desfiguraron la ley de Toledo, y la trastornaron de arriba abajo. Y lo más particular es que de la ley del Fuero y la de Toledo forjaron la suya; es decir, de dos leyes opuestas, una revocada y otra revocante, y porque no se advirtiese esta contradicción variaron la substancia de la ley del Fuero, que fija el plazo para la apelación a tres días. Yo deseara que dijeran estos letrados, ¿qué necesidad hubo de citar ni de insertar en la recopilada la ley del Fuero? ¿No es suficiente, no está bellamente extendida la de Toledo? La siguiente, tomada del Ordenamiento de Alcalá, también se alteró al fin de ella, allí: «que la parte... que se pueda alzar hasta quinto dia». En la original: «que se pueda alzar hasta tercer día». ¿A cuántos errores y equivocaciones se verá expuesto el jurisconsulto y el curioso investigador de nuestras leyes si fiado en la exactitud y fidelidad de la Recopilación no se toma el trabajo de consultar los originales?

La ley XXIII, tít. XX, lib. XI, no está conforme con la original que se cita, que es la 1.ª, tít. 13 del Ordenamiento; la cual dice: «Que no haya alzada.. salvo si fuere razonado contra el juzgador por la parte que non es su juez, é probare la razon por qué non es su juez, fasta ocho dias, segun manda la ley que Nos fecimos sobre esta razon, é el juzgador se pronunciare por juez, é si digiere que ha el juzgador por sospechoso, é el jugador en los pleitos civiles non quisiese tomar un hombre bueno por compañero para librar el pleito, ó en los criminales non guardare lo que se contiene en las leyes de las recusaciones que Nos fecimos: é conosciere del pleito non guardando lo que se contiene en la dicha nuestra ley, ó si la parte pidiere traslado &c.» Está copiada literalmente de la Nueva Recopilación con todos sus defectos; los cuales se salvarían en parte si sobre la ley se hubiera citado la de don Fernando y doña Isabel, como se hizo en la I, tít. VII.

En la ley II, tít. XXI del mismo libro, se omitió una cláusula notable allí: «De la tal sentencia confirmatoria ó revocatoria, que en grado de revista dieren, que no haya apelacion, ni alzada, ni revista, ni suplicacion.» En la ley de Segovia sigue de esta manera: «E la parte que hubiere alegado el tal agravio no verdadero, que pague la cuarentena parte de la cosa demandada para cofradía de la dicha chancillería, todavía que la dicha cuarentena parte no sea mas de fasta en cuantía de mil maravedís. Y si el pleito fuere comenzado nuevamente ante los oidores &c.»

Es muy gracioso el epígrafe y contenido de la ley XVII. Está tomada de la II, tít. XIV del Ordenamiento de Alcalá en que el rey don Alonso decide que si el pleito fuere librado por suplicación, que ninguna de las partes se pueda querellar de la sentencia ni suplicar de ella. En suma, prohíbe absolutamente segunda suplicación. Empero, el redactor puso sobre la ley este epígrafe: «En pleito determinado en revista no se admita mas recurso que el de la segunda suplicacion.» Y como la ley choca y se halla en contradicción con este sumario, allí donde la ley prohíbe a la parte suplicar, y manda que no sea oída, añade una cláusula que no se halla en la original, a saber: «Sino en el caso que haya lugar segunda suplicacion.» Cláusula que destruye lo establecido por la ley. El monarca no conoció el recurso de segunda suplicación, y el redactor debió omitir esta ley como anticuada.

La ley I, tít.XXVII del citado libro, está oscurísima e incomprensible, por no haberse extendido con exactitud, ni en conformidad a lo dispuesto por don Juan I en las Cortes de Burgos de 1379. Dice así: «Por cuanto algunos se facen fijosdalgo en la nuestra corte, por falsos títulos, ordenarnos que de aqui adelante el que se hubiere de facer fijodalgo que se venga á facer con el nuestro procurador, y con un procurador de la ciudad, villa ó lugar donde fuere vecino; porque el nuestro derecho, é el de las nuestras ciudades, villas é lugares sea mejor guardado. E otrosi que las sentencias que mostraren que non fueran dadas en la nuestra corte con el nuestro procurador, que sean ningunas. E mandamos al nuestro chanciller é notarios é á los que estan á la tabla de los nuestros sellos, que den sobre ello nuestras cartas las que cumplieren. E los que fueren dados por fijosdalgo en la nuestra corte con el nuestro procurador, si los concejos digeren contra ellos que non son verdaderos, é quisieren probar que los tales que son dados por fijosdalgo, que lo no son, mas que son pecheros é fijos é nietos de pecheros, que lo muestren en la nuestra audiencia para que los nuestros oidores lo libren como fallaren por derecho, porque los nuestros derechos sean guardados.» ¿En qué se parece esta ley a la recopilada?

Ley II, tít. III, lib. XII: «Pena de los ausentes condenados por hereges». Comienza así: «Porque algunas personas condenadas por hereges por los inquisidores, se ausentan de nuestros reinos.» Se deja ver por estas palabras de la ley recopilada, que su disposición penal es contra los herejes o personas condenadas por tales, y que habiéndose ausentado por evadir la pena, se impone la que aquí se señala; lo cual es falso y nada conforme a la pragmática de donde se tomó la ley.

Cual sea su verdadero objeto lo dicen claramente los Reyes Católicos por estas palabras: «Sepades, que los inquisidores de la herética pravedad... han hallado que muchas é diversas personas pospuesto el temor de Dios, teniendo nombre de cristianos é habiendo recibido agua de Espíritu Santo, han pasado é tornado á hacer los ritos é ceremonias de los judíos, guardando la ley de Moisen, é sus ritos é ceremonias de los judíos, é creyendo en ella se salvar.» Erró, pues, el copilador en extender esta ley a todos los herejes, condenados, debiendo ceñirse a los apóstatas de la fe, y conversos al judaísmo.

La ley V, tít. III, lib. XII: «Pena de los descomulgados y su egecucion»; no acuerda en todas sus partes con la de don Juan I en las Cortes de Guadalajara, de donde principalmente se ha tomado, ni con los otros monumentos y leyes a que se remite: leyes encontradas y opuestas, de las cuales es imposible formar una que las abrace todas. La historia de esta ley y sus variaciones desde el rey don Alonso XI hasta don Enrique III es el medio más oportuno para demostrar la impericia y el poco tino con que se extendió la recopilada.

El abuso que en los tiempos de ignorancia hicieron los prelados de la Iglesia de la terrible pena de excomunión, y la facilidad, y acaso injusticia con que la fulminaban por motivos y causas muy leves contribuyó a que en cierta manera se envileciese y careciese de fruto y de efecto. Y los prelados eclesiásticos, aprovechándose oportunamente del grande influjo y favor que disfrutaban con los reyes, pulleron conseguir de ellos que con penas temporales hiciesen más respetable la excomunión, y obligasen a los descomulgados a salir de ella.

Las penas que se impusieron por las leyes civiles contra los obstinados al principio del reinado de don Alonso XI fueron demasiado graves: tanto que los procuradores de las Cortes de Madrid de 1329 pidieron al rey que revocase las cartas que había dado para que los que estuviesen en sentencia de excomunión por espacio de treinta días cumplidos y en adelante, pechasen seiscientos maravedís, y si permaneciesen un año y un día perdiesen sus bienes, y el cuerpo estuviese a la merced del rey. Tal era la legislación relativa a este punto en el año de 1329.

El motivo que alegaron los procuradores para que el rey la revocase, o por lo menos moderase, fue: «Porque por esta razon é codicia de llevar la pena los clérigos se atreven á poner maliciosamente sentencia en las gentes por muchas maneras, é que asaz cumplen las otras penas que sobre esta razon son establecidas por fuero é por derecho contra los que estuvieren en sentencia de descomunion.»

El rey, condescendiendo con la justa petición de los procuradores, estableció: «Que el que permaneciese en la excomunion treinta dias cumplidos, peche á mí al cabo de ellos por una vez cien maravedís de los buenos, y si perseverase en ella un año, que peche mil maravedís de la misma moneda: é si del dicho año en adelante estuviere en la excomunión, que peche por cada dia sesenta maravedís, é el cuerpo que esté á la mi merced. E esto que se entienda en los descomulgados despues que fuere la sentencia publicada é denunciada. E otrosi que se entienda en los descomulgados que no apelaron, é de los que apelaren y no siguiesen la apelacion.»

El mismo rey confirmó esta disposición en su Ordenamiento sobre las penas de cámara expresado más claramente, que todas estas multas debían ser para su Cámara. En las Cortes de Alcalá de 1348, petic. 27, nada se innovó sobre este punto, ni se tomó otra resolución sino que «la pena de los descomulgados no fuese demandada, salvo contra aquellos que la Iglesia esquivó, é que les fuese demandada de el tiempo que fueron esquivados é non mas»; que es lo único que se halla al fin de la ley recopilada, porque en lo demás nada se parece a lo resuelto en Madrid y Alcalá, y en el título de Poenis.

Don Enrique II, en las Cortes de Toro, citadas en la ley, confirmó la de don Alonso su padre, mandando que sea guardada como en ella se contiene; pero en razón de la pena ordenó que la mitad fuese para la cámara del rey, y la otra mitad para el prelado diocesano, por cuya autoridad se había puesto la excomunión. Así que no debió citarse una disposición de la cual nada se encuentra en la ley recopilada.

Don Juan I estableció una ley sobre este asunto en las Cortes de Guadalajara de 1390, en el Ordenamiento sobre prelados y clerecía del Reino, en que refiriendo lo acordado por el rey don Alonso en las Cortes de Madrid, y por el rey don Enrique su padre en Toro, confirma en parte aquellas disposiciones, y en parte las altera y reforma. De suerte que la ley de don Juan I varía mucho de las de sus predecesores. La recopilada, como que se ha tomado a la letra de la de Guadalajara, difiere de las primeras, y no debió atribuirse a sus autores.

Lo peor es que los copiladores, después de molestar al lector con el prolijo exordio, que ocupa casi la mitad de la ley, desde allí: Vida espiritual es al anima la obediencia, hasta por ende mandamos; en lo principal no la copiaron exactamente, dislocaron varias cláusulas, omitieron otras muy necesarias y añadieron algunas contrarias a la ley. Como la original está extendida con belleza y claridad, la copiaremos para que los curiosos vean lo que difiere de la recopilada.

A continuación del prolijo exordio que omitimos, dice el rey don Juan: «El Rey D. Alonso, nuestro abuelo, como Príncipe Católico é cristianísimo Rey, entre las otras leyes que fizo en las cortes de Madrid para salud de las animas de sus súbditos, ordenó que cualquier persona que estuviere descomulgada por denunciamiento de los prelados de la santa madre Iglesia, por espacio de treinta dias que pagase en pena cien maravedís de los buenos, que son de moneda vieja seiscientos maravedís; é si él estuviere en la dicha descomunion por un año cumplido, que

ague mil maravedís de la dicha moneda, que son de moneda vieja seis mil maravedís, é si pasase de el dicho año cumplido en adelante en la dicha descomunion, que pagase sesenta maravedís de los buenos, por cada dia, é que el cuerpo fuere á la merced del Rey.»

»E por cuanto los que arrendaban las tales penas por poca cuantía coechaban á los descomulgados é se las quitaban, é por esta razon los descomulgados no sabian de la descomunion é duraban en su rebeldía en gran peligro de sus animas, en tal manera que la dicha ley no habia efecto: el Rey D. Enrique nuestro padre, en las cortes de Toro, confirmó la dicha ley, ó ordenó que de estas sobredichas penas la mitad fuese para la nuestra cámara, é la otra mitad para los dichos prelados diocesanos, segun mas cumplidamente en las dichas leyes se contiene.

»E Nos viendo que las dichas leyes son santamente fechas á salud de las animas de nuestros súbditos, confirmámoslas. E porque nos es dicho que muchos con malicia, é arredrados del bien é temor de Dios, so esfuerzo que en el luengo término en las dichas leyes contenido, conviene á saber fasta un año, no caerán en la dicha pena de los seis mil maravedís: é otrosi porque las nuestras justicias hayan mas talante de facer guardar estas dichas nuestras leyes, abreviamos el término de un año é reducímoslo á seis meses, los cuales pasados mandamos que incurran en las dichas penas de los seis mil maravedís cualesquier que estuvieren en la dicha sentencia de descomunion, puesta por el derecho ó por los prelados, así como en virtud de las dichas leyes incurrian los que estaban descomulgados por espacio de un año.»

»Otrosi mandamos que las dichas penas sean partidas en tres partes, la tercera parte para la nuestra cámara, é la otra tercera parte para la obra de la iglesia catedral, é la otra tercera parte para el merino ó justicia del lugar ó comarca donde estuvieren los dichos descomulgados, é ficieren egecucion de lo contenido en esta nuestra ley. E demas de esto mandamos que el que asi estuviere endurecido en la dicha descomunion por espacio de los dichos seis meses, que lo echen fuera de la villa ó lugar donde viviere, porque por la participacion del tal descomulgado no caigan los otros en sentencia de descomunion, é sien el lugar entrare, que la mitad de sus bienes sean confiscados para la nuestra cámara.» Tal es la ley de Guadalajara. Y si se le añaden las cláusulas de don Alonso XI, a saber, «esto que se entienda en los descomulgados, despues que fuete la sentencia publicada é denunciada: é otrosi que se entienda en los descomulgados que no apelaron ó de los que apelaren y no siguieren la apelacion»; queda la ley clara, íntegra e instructiva.

Después de tan larga digresión, nos hallamos todavía con la duda si todo lo aquí dispuesto por don Juan I tuvo efecto, o si continuó la observancia de la ley en los términos con que la había publicado don Alonso en las Cortes de Madrid, o si ambas quedaron anticuadas. La razón de dudar es que don Enrique III, a quien se cita en la ley recopilada, manda en términos muy breves y concisos, «que los que estuvieren en sentencia de descomunion, despues de pasados treinta días, deben pagar á la mi cámara seiscientos maravedís, y si pasaren de un año cumplido en adelante en la descomunion, deben pechar mil maravedís por cada día, y sea para la mi cámara.» Esta disposición, que ni acuerda con la de don Alonso ni con la de don Juan, parece que debe prevalecer, porque es posterior a todas.

La ley I, tít. IV, lib. XII, que es la 6 del Ordenamiento de Bribiesca de 1387, está extendida con poca exactitud. Por ejemplo, la original dice: «Porque muchos hombres... usan de muchas artes malas, que son defendidas é reprobadas por Dios»; en la recopilada, «que son defendidas y reprobadas por Nos». En lo cual se copió sin examen la lección de la Nueva Recopilación, así como el redactor de ésta trasladó el error de las Ordenanzas de Montalvo. También la ley III contiene algunas erratas, como allí donde dice «ni de palmada de niño, ni de muger virgen», debió decir «palma de niño», según se lee en la original, y en la VII Partida, y en las Ordenanzas de Montalvo. También se omitieron algunas cláusulas que generalizan la ley.

La I, tít. VI, lib. XII, no está fielmente copiada. Dice así el rey don Enrique en su Ordenamiento de las penas de cámara: «Todo hombre de cualquier ley que fuere que jurare falso en la cruz é santos evangelios ó por su ley, é le es probado, debe pechar seiscientos maravedís para la nuestra cámara.» Y la ley II, tít. VII del mismo libro, no se sacó fielmente de la original. Dice así el rey don Alonso: «El traidor es mal hombre é apartado de todas las bondades, é todo hombre que cayere en tal caso, todos sus bienes son para la cámara del Rey, é el cuerpo á la su merced. E de la traicion se levantan muchos males é ramos, que son nombrados aleve é caso de heregia: é el que ha caido en caso de aleve pierda la mitad de sus bienes, é sean para la cámara del Rey.»

La ley II, tít. X, lib. XII, tomada de la XI, tít. XX del Ordenamiento de Alcalá, contiene una cláusula penal que no se halla en el mencionado Código, el cual dice así: «E si firiere, que pierda los bienes que hubiere, é que sea desterrado para siempre fuera de nuestro señorío.» En la recopilada se lee: «Y si hiriere que pierda los bienes que tuviere, y que sea puesto por diez años en las nuestras galeras.» La pena establecida por la ley III siguiente está arreglada a lo dispuesto por el rey don Felipe II, y varía totalmente de la impuesta por la del Ordenamiento. ¿Pues para qué se cita este Código sobre el epígrafe de la ley?

En la IV se dice que el reo del delito allí mencionado, «peche seis mil maravedís de esta moneda». Preguntará inmediatamente cualquier juez o letrado, ¿qué moneda es ésta? En el original no hay duda ni dificultad alguna, porque la cláusula penal se refiere a la de la ley precedente donde se impone contra los transgresores la multa de seiscientos maravedís de la moneda vieja, y de consiguiente, los seis mil maravedís de la ley inmediata se deben entender «de esta moneda», a saber, de moneda vieja. Mas como en la ley III recopilada omitió el redactor la pena pecuniaria establecida por el rey don Alonso, falta el objeto a que las palabras «de esta moneda» se refieren.

Si el copilador hubiera conferido y cotejado la ley de Alcalá con la del Ordenamiento de Segovia de 1347, de donde se ha tomado fácilmente, pudiera haber extendido la ley con gran claridad, diciendo con ella: «Que peche mil maravedís de los buenos, que son seis mil maravedís de la moneda vieja»; y también hiciera buen sentido la cláusula de la ley V siguiente, allí donde dice: «Si alguno matare á los alcaldes ó á los alguaciles ó merinos que estuvieren por los mayores... peche seiscientos maravedís de la dicha moneda vieja.»¿Cómo se puede verificar la fuerza de esta cláusula? ¿En qué parte se hizo mención de la dicha moneda vieja? Finalmente, el período con que concluye la ley allí: «Con que mandamos que las nuestras justicias puedan por el dicho delito poner mayor pena &c.» es una adición que no se halla ni en el Ordenamiento de Segovia, ni en el de Alcalá, ni aun en las Ordenanzas de Montalvo; y sin duda, el redactor sabrá dar razón del documento de donde lo ha tomado.

En la ley II, tít. XXII, lib. XII hay un error sustancial que ha corrido en todas las ediciones anteriores, sin que se haya notado hasta ahora. Al fin de ella se dice: «Salvo si lo probare por prueba cumplida; mas esta prueba que sea para el derecho que pertenece á nuestra cámara y al que lo acusare», debiendo decir: «Mas esta pena que sea para nuestra cámara, é para el que lo acusare.» Y así lo pudo el redactor de la Novísima ver impreso en la edición del Ordenamiento de Alcalá, y también en las Ordenanzas de Montalvo.

El modo con que se extendió la inmediata ley III es una prueba convincente de la precipitación, por no decir ignorancia, del copilador. Cita sobre la ley a don Enrique III en Madrid año de 1395, en lo cual hay error, como ya advertimos en otra parte. Este piadoso príncipe, no satisfecho con las leyes de sus predecesores, que prohibían las usuras a petición de los procuradores de las Cortes de Valladolid de 1405, contestadas en Madrid en el mismo año, publicó una ley por la cual anuló todo contrato entre judíos y cristianos, prohibiendo de este modo no solamente el mal, sino también la ocasión del mal.

Los procuradores de las Cortes de Toledo de 1462 representaron al rey Enrique IV los inconvenientes que se seguían al comercio y a todos los cristianos si se observase en todo rigor la ley de Enrique III, y cuanto convenía tomar sobre esto una providencia media, como así se ejecutó. Y en las Cortes de Madrigal de 1476 volvieron los procuradores a instar de nuevo sobre este punto, haciendo presentes a los Reyes Católicos las anteriores leyes con sus variaciones y modificaciones, así como su inobservancia, y pidiendo resolviesen lo que les pareciese más conveniente y ventajoso. Esta súplica produjo la ley 35 de dichas Cortes, y de ella se copió literalmente la recopilada, pero con erratas y defectos considerables.

Después de este período, «si el judío ó judía ó moro ó mora no probare cumplidamente la realidad del dicho contrato ó empréstito, que en tal caso el Contrato ni sentencia, ni otra escritura, no sea egecutado contra el cristiano», falta lo siguiente: «Y en tal caso hayan lugar las dichas leyes fechas por los dichos señores Reyes nuestros antecesores.» Cláusula necesaria para saber que las leyes citadas sobre el epígrafe quedan derogadas a excepción de este caso. Del mismo modo, después de las cláusulas, «pero si el judío ó judía probare como realmente pasó el empréstito... el contrato que sobre ello hobiese intervenido sea traído á debido efecto». Falta lo que dice la ley de Madrigal: «Sin embargo de las dichas leyes, é sin embargo de la dicha ley fecha en las dichas cortes de Toledo, la cual revocamos. E por evitar los fraudes &c.»

En lugar de estas expresiones insertó el redactor las siguientes: «Sin embargo de la ley del Rey D. Enrique el III, hecha en Burgos.» Palabras que aunque breves envuelven tres defectos muy graves: infidelidad, pues no se hallan en la ley original; inexactitud, porque la que se revoca aquí señaladamente por los Reyes Católicos es la de Enrique IV, de las Cortes de Toledo; contradicción, siendo así que en el caso que la ley derogada fuese la de Enrique III, no pudo ser otra que la citada sobre el epígrafe, hecha en Madrid año de 1405, en la cual, y no en la de Burgos que no existe, se prohibió a los judíos y moros hacer obligaciones o contratos con los cristianos, para evitar el fraude de usuras, como notó el redactor de la Novísima, sin advertir el error del texto de la ley recopilada.

Si hubiera ocio y oportunidad para continuar estas investigaciones, obra fácil sería abultar y engrosar este escrito con otros muchos y nuevos defectos, erratas e inexactitudes en que abunda y tan rica es la Novísima Recopilación. Mas me persuado y lisonjeo que he dicho lo suficiente para justificar las expresiones, la censura y juicio crítico que de este Código formé, y se haya estampado en el Ensayo histórico-crítico. Los jueces y letrados que por razón de su oficio deben estudiar este Código, y manejarlo con frecuencia, podrán notarlos y advertirlos, y al mismo tiempo se convencerán de cuán cierto es lo que a este propósito había dicho el erudito y laborioso jurisconsulto don Rafael Floranes, que hablando de los defectos de la Recopilación, se propuso «hacer ver á los profesores de nuestra jurisprudencia la necesidad que tienen de recurrir á cada paso á las fuentes de que se ha formado esta vasta mole, donde las mas veces no encuentran un hombre salida mas que para mortificacion de su paciencia».

Artículo VIII

Leyes que no merecen este nombre, y solamente contienen amonestaciones, recuerdos, encargos, declaraciones y providencias particulares, decretos temporales y órdenes ceñidas a asuntos, casos y personas determinadas

El Código legislativo de un gran pueblo no debe ser una colección general de providencias, ni abrazar más que los preceptos comunes de justicia y de derecho y las reglas generales y perpetuas establecidas por el soberano para felicidad de todos. Así lo reconoció la majestad de Carlos IV, en la Real cédula confirmatoria de la Novísima Recopilación, declarando en ella que su intención era que se sujetasen a este Código «bajo sus correspondientes títulos y libros todas las leyes útiles y vivas, generales y perpetuas, publicadas desde la formación de las Partidas y Fuero Real».

En la jurisprudencia española nunca se han reputado por leyes del Reino sino los Fueros, Ordenamientos y Pragmáticas sanciones, y se tuvo gran cuidado en no confundir estas reglas generales con las providencias particulares que por exigirlo el bien del Estado y la causa pública y la pronta expedición de los negocios, acostumbraron despachar los monarcas con acuerdo de los de su Consejo, bajo los nombres de alvalaés, cartas, cédulas, provisiones, órdenes y decretos reales; nombres que envuelven ideas esencialmente diferentes, y que en términos legales y práctica de nuestro Derecho siempre se han usado para distinguir las reales resoluciones entre sí mismas, y de las leyes del Reino. Poco versado e instruido en la ciencia de nuestra legislación se mostraría el que no reconociese en aquellos dictados más que un juego de palabras o una vana nomenclatura.

Definir exactamente cada una de aquellas palabras, fijar la precisa significación de las expresiones y el punto hasta dónde llegan y se extienden, deslindar los términos de unas y otras y especificar los casos en que estas semejantes providencias toman el carácter de leyes, y pueden pasar a esta clase, es obra de un talento metafísico, y tan difícil como ajena de este escrito, trabajado con aceleración y premura. Yo me ceñiré a demostrar que en la Novísima Recopilación se han insertado con el nombre de leyes, infinitas providencias, decretos, órdenes, bandos y acuerdos particulares que no merecen ocupar un sitio en el Código. Recorramos rápidamente algunos de sus títulos.

La ley VIII, tít. I, lib. I, es una orden comunicada a los tribunales y justicias del Reino, por la cual se les encarga que no disimularán trabajar en «público los días de fiesta»; no es, pues, una ley dirigida a la comunidad ni a los individuos de ella: le falta el imperio, la publicación y la sanción, calidades esenciales de toda ley, cuyo efecto es mandar, vedar, punir y castigar; ley I, tít. II, lib. III, Novísima Recopilación.

La ley XIV se funda en un hecho particular y se encamina a autorizar la corrección gregoriana. Se verificó el suceso: la ley tuvo su efecto, hoy carece de objeto y sólo puede servir para la Historia. Del mismo modo la XVI con este epígrafe: Universal patronato de nuestra Señora, en el misterio de la Inmaculada Concepción no es ley, porque el soberano ni veda, ni prohíbe, ni manda, ni hay alguna sanción; sólo dice el piadoso y religioso príncipe que toma por universal patrona y abogada de estos reinos a esta soberana Señora, interponiendo sus ruegos con la Santa Sede para que Su Beatitud confirmase este patronato, cuyo breve expedido se inserta.

La ley XX: «Modo de hacerse las rogativas secretas y solemnes por los cabildos seculares y eclesiásticos», no está extendida en el estilo y lenguaje propio de una ley; es una indicación, no un mandamiento de lo que conviene hacer. De los cabildos eclesiásticos dice: «Será muy propio de su estado practicar las secretas y acostumbradas de colectas, y avisar de sus piadosos ruegos al magistrado y ayuntamientos..., pero para rogativas más solemnes pertenecerá al gobierno secular el solicitarlas, y será correspondiente al estado eclesiástico concurrir con ellas á tan devoto fin.» Este estilo no induce obligación legal.

La XXI tiene este epígrafe: «Establecimiento de la devocion del rosario de nuestra Señora, rezándolo cada día en las iglesias.» ¿Quién no se admirará al ver calificado de ley lo que no es más que un piadoso recuerdo, mayormente cuando el Consejo dice en ella con gran prudencia que semejantes materias más se establecen con el ejemplo que con los mandatos, y que bastará escribir por la Sala de Gobierno a los obispos para que exorten a los curas a que introduzcan esta obligación? Tampoco es propiamente ley la XXIII, sino una orden o, por mejor decir, prevención o encargo que don Carlos IV hace a los prelados seculares y regulares para que manden a sus súbditos que no abusen del sagrado ministerio de la predicación.

Las leyes V y VI, tít. VIII, lib. I: «Visitas de las iglesias por sus prelados para la reforma de abusos. Modo de proceder á la correccion de sus súbditos y de conservar la disciplina eclesiástica» son órdenes circulares comunicadas a los prelados y cabildos, en que el rey don Carlos III y el Consejo les recuerdan las leyes canónicas y disposiciones conciliares relativas al asunto, excitándolos a su observancia. El rey ni manda, ni prohíbe, ni amenaza. «Será muy de mi Real agrado y satisfaccion que en cumplimiento de lo dispuesto por el santo concilio de Trento proceda cada prelado á las visitas de su santa iglesia, y hallane los embarazos que pudiesen ocurrir por los medios lícitos y honestos que quedan insinuados, ó por aquellos que considere mas eficaces y oportunos.» Este lenguaje cuadra bellamente a una amonestación o consejo y no a las leyes.

La XV, tít. I, lib. II está ceñida a la Audiencia de Sevilla y a ciertos y determinados casos. «Los jueces eclesiásticos en los casos de proceder los alcaldes de la audiencia de Sevilla contra delincuentes sujetos á la jurisdiccion eclesiástica, observen lo que se les previene.» Las leyes XXIII, XXIV y XXV, tít. II, lib. II, no son leyes generales, sino providencias y declaraciones sobre casos particulares. Los atentados cometidos contra la Real jurisdicción por el provisor de Huesca con motivo de una competencia con el corregidor de la misma ciudad, produjo la primera de estas leyes: «He venido en declarar, dice el Soberano, que la audiencia de Zaragoza tiene el uso de los monitorios en los casos de fuerza notoria... y que ha sido mal formada la competencia por el provisor de Huesca.» Por la siguiente reprueba Carlos III la conducta del R. obispo de Mondoñedo en haber hecho arrestar un receptor de la Audiencia de La Coruña. «He mandado, dice, se advierta al R. Obispo haberse excedido en las prisiones del receptor... Y se le prevenga que en adelante se abstenga de semejantes procedimientos.» Por la última manda el rey: «Que la chancillería de Granada exija inmediatamente de las temporalidades del provisor de Guadix los quinientos ducados en que le multó y le haga salir desterrado por el tiempo de mi Real voluntad»; por el exceso de haber declarado indebidamente por público excomulgado al regidor decano de la villa de Fiñana.

Del mismo modo las leyes VIII y XIII, título III del propio libro no comprenden más que resoluciones temporales que tuvieron ya su efecto: «Los tribunales y justicias recojan los egemplares del Breve expedido contra el ministerio de Parma. El Consejo de las Ordenes egecute las bulas de ereccion de los nuevos obispados de la Orden de Santiago.» La X no es ley, sino una instrucción y arancel que se ha de observar para la presentación y pase de las bulas y breves en el Consejo.

La ley II, tít. VII, lib. II: «Los consejeros de Castilla é Inquisicion se junten á determinar las competencias luego que lo pidan los unos á los otros.» ¿Esta orden o providencia de buen gobierno merece insertarse en el Código como ley general? ¿Y qué diremos de la ley VI, en la cual, con motivo de «haber pretendido el comisario y familiares de la Inquisicion de la villa de Alcantarilla tener en la iglesia un banquillo privativo, y en lugar preeminente á los demos, ha venido el Rey en declarar que los expresados familiares no deben gozar de la preeminencia de asiento que pretenden»?

La VII es una buena providencia de policía: «Mando á la chancillería de Granada que prohiba expresamente el poner sitiales, almohadas ni otra distinción por el R. Arzobispo, inquisidores, ni otra persona á vista del acuerdo formado en la plaza.» La XI se ciñe a un caso particular de competencia entre la Audiencia e Inquisición de Canarias. El rey declara «que asi en el presente caso como en cualquiera otro en que haya de concurrir inquisidor á la Real audiencia para decision de competencias ni otro asunto, preceda el regente ú oidor de ella; y al contrario si éste hubiese de concurrir al tribunal de la Inquisicion».

La ley XII, tít. IV, lib. III, es una orden particular dirigida al Consejo para que en los casos de no darse pronto cumplimiento a las órdenes y decretos reales, dé el Consejo cuenta a Su Majestad, exponiendo los motivos que hubo para suspender la ejecución. La ley I, tít. VI, que comienza: Liberal se debe mostrar el Rey, es una determinación voluntaria del soberano con respecto a su persona, que no induce ninguna obligación legal. La II, es un consejo: «Conviene al Rey que ande por todas sus tierras y señoríos usando de justicia.»

Las diecisiete restantes de este tít. VI, con las del VII, son decretos particulares sobre organización de Secretarías y Consejo de Estado. Basta leer los epígrafes para convencerse de que ninguno de aquellos decretos tiene el estilo, lenguaje y extensión de ley general: «Nueva planta de las secretarías del despacho.» «Division del despacho universal en tres secretarías y asignacion de negocios á cada una.» «Provisión de oficiales de las secretarías del despacho, y su remocion.» «Declamacion de los negocios que deben correr por la secretaría de Estado, de Gracia y Justicia, de Marina é Indias y Guerra &c.» Todas estas determinaciones no son más que providencias gubernativas y reglamentarias.

Los títulos XVII, XVIII, XIX, XX, XXI y XXII, lib. III, que tratan de los alcaldes del repeso, abastos y regatones de la corte; de los fieles ejecutores de Madrid, de la policía de la corte, de las rondas y visitas por los alcaldes de cuarteles y barrios, y de los forasteros y pretendientes de la corte, contienen noventa y cuatro leyes, todas particulares y ceñidas a este gran pueblo. ¿Son leyes generales para toda la nación, y dignas do insertarse en el Código, por ejemplo, la XI, título XVII: «Arreglo de las tabernas y tiendas de la corte para la venta de vino, vinagre y aceite»? ¿Y la XIII: «Reglas que han de observarse en las tabernas de la corte»; con la XIV: «Venta de vino en las tabernas de la corte; y la XVIII: «Prohibición de tener agua en los puestos de verduras para lavarlas, y de venderlas de mala calidad»; y la XIX: «Modo de vender los cardillos, y pena de los que vendan los legítimos mezclados con otras yerbas extrañas y perjudiciales?»

Las del título XIX: «Establecimiento de la nueva iluminacion de calles y plazas de Madrid.» «Establecimiento de serenos, celadores nocturnos en la corte.» «Seguridad de las puertas y alumbrado en los portales.» «Modo de formar los andamios en las obras públicas y privadas para evitar desgracias.» «Modo de asegurar las varillas de cortinas exteriores de las casas de Madrid», y, por concluir: «Modo y forma con que deben ir los perros por las calles de la corte.» «Reglas y precauciones que deberán observarse para evitar los daños que pueden causar los perros en la corte.» Todas estas leyes, si así pueden llamarse, y otras muchas del mismo jaez con que el redactor adicionó y enriqueció la Recopilación, son ajenas del Código legislativo nacional.

La ley IV, tít. II, lib. IV, no es ley, porque no contiene mandamiento ni sanción, sino un recuerdo que el rey don Fernando VI hace a los Consejos y Tribunales del Reino sobre la pronta administración de justicia y observancia de lo que las leyes y ordenanzas disponen en esta razón. «He resuelto, dice, recordarles el cumplimiento de aquellas mas principales obligaciones, y que por el Consejo se encargue á las chancillerías, audiencias y demas juzgados su observancia.»

Las leyes del título III, lib IV, con estos epígrafes: XI, «Forma en que ha de ir el Consejo Real con el de inquisicion y demas consejos en la procesion de Corpus.» XII, «Modo de concurrir el Consejo Real con el de inquisicion á las procesiones y otros actos y funciones públicas.» XVI, «No se. impida á los ministros del Consejo subir con capa la escalera de palacio.» XVII, «Declaración de la antigüedad de los ministros que fueren nombrados por resolucion ó decreto de un mismo dia.» XVIII, «Orden de precedencia entre los ministros de los Consejos de Castilla, Guerra é Indias en los casos de concurrencia.» XIX, «Observancia de la ley anterior sobre precedencia.» Ninguna conexión tienen con la legislación nacional, ni son leyes generales, sino declaraciones y providencias de policía y de buen gobierno para precaver etiquetas.

La ley IX, tít. V es una resolución particular, ceñida a un suceso pasado, y que tuvo ya su efecto. «Habiendo resuelto ahora, dice Felipe V, extinguir el Consejo de Aragón, y que todos los negocios del continente de España que corrian por su direccion se gobiernen por el Consejo y la Cámara, se tendrá entendido en él para cuidar de estas dependencias.» Lo restante de la ley es sumamente importuno en el día, porque supone unido a España el reino de Cerdeña, perdida la isla y puerto de Mallorca y existente entre nuestros tribunales el Consejo de Italia.

La ley VI, tít. VIII, es una prevención que hace al Consejo el rey don Carlos II sobre el cumplimiento del juramento de guardar secreto. «He querido, dice, prevenir de ello al Consejo, esperando del celo de los que le componen, obrarán en esto con tal atencion que baste esta advertencia»; lenguaje y estilo impropio de una ley. La VII siguiente tiene el mismo objeto, y por su naturaleza más es un consejo que mandamiento. La IV del tít. IX contiene un sermoncito de Felipe IV, excelente y digno de un príncipe justo y religioso.

La ley XVI, tít. II, lib. VI es una declaración a favor de los vizcaínos, que siendo nobles por fuero, no se les deben imponer por sus delitos otras penas que las que corresponden a los hijosdalgo. La XVII y XVIII contienen privilegios particulares a favor de los asturianos y catalanes. La XIX y XX son resoluciones comunicadas a la Cámara sobre los requisitos para consultar gracias de hidalguía. En todas éstas no hay una que deba insertarse en el Código.

La ley I, tít. III es una Real cédula de Felipe III en que manda que cesen y se consuman de todo punto los caballeros cuantiosos de Andalucía, y queda extinguida esta milicia, atento que ya no son necesarios al real servicio. Se verificó el efecto de la soberana disposición. Es, pues, importuno renovarla y publicarla en el día, y el redactor debió omitirla por las mismas razones que omitió las leyes XI, XII, XIII, XIV y XVIII, tít. I, lib. IV de la Nueva Recopilación.

Las que siguen en el citado título III, relativas a las Maestranzas de Sevilla, Granada, Ronda, Valencia y a la institución de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, abrazan los decretos de erección y organización de estos establecimientos, sus privilegios, ordenanzas, estatutos, género de gobierno y hasta la descripción del uniforme de sus individuos. Nada hay que merezca propiamente el nombre de ley general, ni que corresponda al Código, sino lo respectivo al fuero y jurisdicción de estas Corporaciones.

En el título XVIII del mismo libro hay una ley que es la VI, cuyo tenor es: «Mandamos que cuando quiera que algunas personas por razon de estar en servicio de la Reina mi muger se excusaren de pechar, que cuando quiera que la Reina fallesciere, que los que así la servian pechen de la misma manera que pechaban antes que la sirviesen.» ¿Esta determinación del año de 1447, ceñida a los sirvientes de la mujer de don Juan II, debió estamparse en el novísimo Código? ¿Y qué dirán los juiciosos de la ley XI: «Exencion de pechos y derechos Reales, que ha de gozar el verdugo, y pago de su salario de los propios del concejo»?

Las leyes del título XXII, lib. VII, desde la III hasta el fin, no contienen disposiciones generales de derecho, sino instrucciones y reglamentos particulares. La instrucción y reglas para las nuevas poblaciones de Sierra Morena. Los medios y plan de repoblación de la provincia de Ciudad Rodrigo. Las reglas para la situación y construcción de los pueblos en el camino de Madrid por la provincia de Extremadura. Reglas y plano de la población de la nueva villa de Encinas del Príncipe. Se deja ver que todas estas cosas no son leyes, sino unos reglamentos y ordenanzas municipales.

Las leyes XV y XVI, tít. XXX, son órdenes particulares: la primera, ceñida a la ciudad de Málaga, con motivo de presentación de ésta sobre precios excesivos del pescado, resuelve a favor de los pescadores y matriculados que vendan o introduzcan libremente la pesca. Y la segunda establece la libre navegación y pesca del río Nalón, en Asturias, bajo las reglas allí expresadas.

La ley VII, tít. XXXI: «Reglas para la extincion de la langosta en sus tres estados», no abraza ninguna disposición legal; es un tratadito de Física e Historia Natural, dividido en tres puntos, según otros tantos estados en que se puede considerar la langosta. Primer estado de ovación o canuto, segundo estado de feto o mosquito, tercer estado de adulta o saltadora. A la erudita historia de la vida de este insecto sigue la ley IX, comprensiva de las reglas que deberán observar las justicias de los pueblos en que se descubriese la ovación de langosta.

Las leyes VI y VII, tít. XXXIII, contienen la prohibición de fiestas de toros; son decretos y disposiciones temporales, que produjeron el efecto. Las leyes I, II, III y IV del mismo título no son generales. La primera habla con el reino de Galicia; la segunda, con Asturias y Vizcaya; la III y IV prohiben cohetes y fuegos artificiales en Madrid. De esta misma clase son la ley IX: «Precauciones que se han de observar para la representacion de comedias en la corte.» La X: «Arreglo, tranquilidad y buen orden que ha de observarse por los concurrentes á los coliseos de la corte.» Y la XI: «Reglamento para el buen órden y policía del teatro de la ópera en la corte.»

Tampoco son leyes generales, ni merecen insertarse en el Código, la ley IV, título «I, lib. VIII: «Establecimiento de las escuelas públicas de la corte.» La V: «Número de leccionistas en la corte para dar lecciones por las casas.» La VIII no es ley, sino un encargo que Carlos III hace a las justicias. «Será uno de los principales encargos de los corregidores y justicias el cuidar de que los maestros cumplan exactamente con su ministerio.» No hay mandamiento ni sanción.

La ley III, tít. II: «Restablecimiento de los Reales estudios del Colegio Imperial de la corte.» Es un decreto particular de Carlos III, que produjo su efecto. La ley I, tít. III, no merece este nombre; es el decreto de Felipe V de fundación del Real Seminario de Nobles. Si todas las fundaciones reales debieran insertarse como leyes en el Código, serían necesarios muchos volúmenes para completarlo. La segunda, con este epígrafe: «Observancia de las constituciones del Real Seminario de Nobles de Madrid» es tan impropia del Código como las antecedentes. Por otra parte, es inútil, porque la III siguiente establece nuevas constituciones con derogación de cuanto se oponga a ellas y da su observancia. Se pueden agregar a estas leyes la IV: «Observancia de las constituciones de los colegios, respectivas á no admitir por colegiales cristianos nuevos.» Y la V: «Visita de los colegios de Salamanca por visitador que nombre el Consejo.» Y la VI: «Arreglo de los seis colegios mayores de Salamanca, Valladolid y Alcalá á sus primitivas constituciones», las cuales no contienen disposiciones de Derecho común, ni son más que decretos y reglamentos particulares.

¿Merece un lugar entre las leyes, es propia de un Código general, de un cuerpo de Derecho, la primera del tít. XX: «Establecimiento de la Real Academia Española, y prerrogativas de sus individuos»? ¿Y la segunda: «Erección de la Real Academia de la Historia, privilegios de sus individuos y observancia de sus estatutos»? ¿Y la IV: «Erección de la Real Academia de prácticas de leyes de estos reinos y de Derecho público», con la I, título XXI: «Observancia de los estatutos de la Sociedad Económica de Amigos del País establecida en Madrid»?

La ley X, tít. II, lib. X, no es ley, sino un encargo que hace a los prelados eclesiásticos la majestad de Carlos III sobre el cumplimiento de la pragmática anterior, relativa a la necesidad de consentimiento paterno para que los hijos puedan contraer matrimonio: «He venido en dirigiros la pragmática, y espero de vuestro celo pastoral que dareis las mas oportunas providencias para que tenga su debido efecto.» La XI es una orden particular: «Los alumnos del Real Colegio de Ocaña no puedan sin licencia de S. M. ligarse para matrimonio.»

Las leyes IX y X, tít. I, lib. XI no merecen este nombre; son unos meros encargos, amonestaciones, reconvenciones a los magistrados sobre el cumplimiento de sus deberes y observancia de las leyes: «Se recomienda con toda especialidad á los corregidores la puntual observancia de este capítulo... Los jueces cuidarán muy particularmente del breve despacho de las causas, y evitarán en cuanto puedan los pleitos.» No hay aquí ni mandamiento, ni apremio, ni sanción, ni nueva disposición legal, sino un recuerdo hecho a los que administran justicia sobre el cumplimiento de sus obligaciones; capítulo tomado y muy propio de la instrucción de corregidores.

En las leyes IX y X, tít. V, lib. XII, no hay sanción legal, ni se advierte el estilo y lenguaje de una ley penal: «Póngase muy especial cuidado en castigar con demostracion á los que incurrieren en el atrevimiento de hacer juramentos públicos contra la Magestad divina.» De este encargo de Felipe IV dice Carlos II en la ley X: «El Rey mi señor encargó se castigasen con todo rigor los juramentos y porvidas. Y siendo tan justo que no haya omision en ello ordenó al Consejo esté con toda atencion á que se observe y cumpla.»

Es bien sabido lo mucho que conturbaron las provincias de Galicia, Asturias y Vizcaya a fines del siglo XV los bandos y parcialidades de familias y personas poderosas. Los Reyes Católicos hicieron los mayores esfuerzos para extinguirlas, y lo consiguieron oponiendo al común desorden la fuerza de la ley. La VIII, tít. XII, libro XII, es una de ellas, y ceñida a este objeto particular tuvo ya su efecto, y está por demás en el Código. Lo mismo decimos de la VII, tít. XXVI: «Ordenamos y mandamos que de aqui adelante en ninguna ciudad, villa ni lugar de estos reinos se pueda permitir ni permita mancebía ni casa pública donde mugeres ganen con sus cuerpos, y las prohibimos y defendemos, y mandamos se quiten las que hubiere.» Ley temporal que hoy carece de objeto.

Finalmente, las leyes III, IV, V, VI y IX, tít. XXXVI, no son leyes, sino recíprocos convenios, tratados diplomáticos, concordias entre las altas potencias que allí se mencionan, ceñidas a un período determinado y variable, según las circunstancias. Las leyes XVI, XVII, XVIII, XIX y XX, tít. XLI no son más que instrucciones, ordenanzas y reglamentos económicos para el mejor gobierno de la recaudación, beneficio e inversión de los caudales procedentes de penas de cámara. Se encaminan directamente a los jueces y magistrados públicos, y a los depositarios y recaudadores y demás oficiales y empleados en dicha recaudación y administración. Las reglas económicas para la recaudación de las penas y multas nada tienen que ver con los delitos que las han causado, y es un despropósito insertarlas en el Código criminal.

Artículo IX

Leyes que atendida su materia, objeto y estilo son impropias y ajenas del Código nacional

Este artículo coincide con el precedente, y es como un apéndice de lo que allí hemos dicho. Don Juan de la Reguera tejió por sus propias manos la tela del juicio que hicimos, y vamos a continuar sobre los puntos indicados, cuando hablando de las anteriores ediciones de la Recopilación dijo12: «que entre las leyes generales y perpetuas de continuo preciso uso y egercicio á que debe ceñirse un Código bien ordenado de legislación, y dirigirse el principal necesario estudio de los profesores del Derecho, se encuentran mezcladas algunas temporales, cuyas disposiciones tuvieron ya su efecto, y quedaron extinguidas con el tiempo asignado para su cumplimiento, y otras particulares respectivas á ciertas personas y comunidades, y al gobierno económico de varios gremios, artistas y fábricas, cuyas ordenanzas sólo exigen la instruccion de los oficiales y dependientes que han de observarlas en el uso de sus oficios, y de las personas que deben cuidar de su egecucion y cumplimiento».

Añade13 en otra parte: «En el extracto se resume toda la sustancia de las disposiciones vivas, generales y perpetuas, que exigen su cumplimiento y la instruccion de todos los letrados. Pero de las derogadas y temporales que obraron ya su efecto, y de las particulares respectivas á ciertas personas, fábricas, gremios y artistas, sólo se indica el número y materia de ellas en su lugar, á fin de que el lector no carezca de su noticia. Al mismo fin de evitar la confusa mezcla de leyes generales y particulares, y de las vivas con las muertas, se reducen á tomo separado por su debido orden natural, y en cuanto subsisten todas las correspondientes al gobierno político y económico de los tribunales y judgados, así en el conocimiento de negocios y modo de proceder como en las obligaciones y prohibiciones impuestas á los ministros, superiores y subalternos, para el buen uso de sus respectivos oficios.» Pero el mismo don Juan de la Reguera, que en el año de 1799 publicó estas bellas máximas, las echó en olvido en el de 1805, y constituido copilador de la Novísima, incurrió en los mismos y aún mayores defectos que sus antecesores, según se muestra por las siguientes observaciones.

La ley IV, tít. XV; la XII, tít. XVIII, y VII, tít. XX, lib. I, contenidas en un decreto de Carlos III de 24 de septiembre de 1784, hecho trozos por el redactor, no se encaminan directamente a la comunidad ni hablan con los miembros de la nación, sino precisamente con el Consejo de la Cámara. Aquel decreto no es más que una instrucción sobre el método que debe observar la Cámara en las consultas de prelacías, dignidades, prebendas y demás piezas eclesiásticas. «He resuelto, dice el Rey, que la Cámara expida cédula circular para la exacta averiguacion de las dignidades, beneficios y piezas eclesiásticas, sus rentas, cargas y cualidades. Encargo que se manden dar con exactitud las noticias de las vacantes. Quiero que la Cámara no me consulte persona que no se halle residiendo su beneficio ó ministerio. Deseo que la provision y promocion de los beneficios curados se haga con el mayor discernimiento y provecho espiritual de mis fieles vasallos.»

Las leyes V y VI del citado tít. XV son órdenes temporales que ya tuvieron su efecto, y se ciñen a ciertas personas y determinados objetos. «Todos los pretendientes, dice el Rey D. Fernando VI, á las prebendas del Real patronato que hubieren venido á esta corte desde la de Roma, y que se hallaren en ella á sus pretensiones, se retiren y restituyan á sus diócesis respectivas.» Y Carlos III al mismo propósito: «Habiéndose hecho reparable el excesivo número de eclesiásticos que se advierte en la corte en solicitud de sus pretensiones á beneficios... he resuelto que por el gobernador del Consejo se dé pronta providencia para que los expresados eclesiásticos se retiren á sus Iglesias y lugares de sus domicilios.» Providencias de policía y de buen gobierno; pero no leyes propias de un cuerpo de Derecho.

La ley II, tít. XVI, es una Real orden de Carlos III, dirigida a los ordinarios eclesiásticos, en que prescribe la formación de planes generales para la unión y supresión de los beneficios incongruos. La III: «Reduccion del número de clérigos, union y supresion de los beneficios en el territorio de la Orden de S. Juan.» La VI: «Modo de proceder en el territorio de las órdenes para la reduccion, union y supresion de beneficios incongruos.» La IX, tít. XVII: «Obra pia de los santos lugares de Jerusalen perteneciente al Real patronato y reglas para la distribucion de sus caudales.» La X: «Derecho de Su Magestad corno patrono para elegir, constituir y confirmar al prior del monasterio del Escorial.» La XI: «Instruccion que debe observar la Cámara en las consultas á S. M. para la provision de prelacías, dignidades y prevendas del Real patronato.» La XV: «Creacion de un fiscal de la Cámara que entienda y conozca únicamente en los negocios del Real patronato.» La XVI: «El regente de la Real audiencia de Galicia, como delegado de la Cámara conozca en primera instancia de los pleitos tocantes á los monasterios de S. Benito y S. Bernardo, y demas iglesias del Real patronato de aquel reino.» La XVII: «Reglas para el conocimiento de las causas del Real patronato.» Y la XIII, título XVIII: «Modo de remitirse á S. M. las noticias de los sugetos dignos de ser atendidos en las provisiones eclesiásticas.» No son, por su materia y estilo, leyes generales, acomodadas a un Código de Derecho común, sino órdenes y providencias reglamentarias, ceñidas a objetos, cuerpos y personas determinadas.

Las disposiciones relativas a la organización de secretarías y tribunales, y las ordenanzas para su gobierno interior, no son propias del Código legislativo. Por ejemplo, las ordenanzas de la Nunciatura, tít. IV, lib. II, y sus capítulos del abreviador del tribunal, del secretario de justicia, del archivista, de los jueces de comisión, del secretario de breves y su oficial, de los procuradores, de los receptores, número de receptores y procuradores, agentes y solicitadores, no interesan directamente a los miembros de la sociedad, ni hablan con la nación y, de consiguiente, no corresponden al Código general. Publíquense en hora buena, y mándese que se impriman separadamente, para utilidad de los que tienen obligación de saberlas o de los que por motivos particulares quieran adquirir estas noticias.

El mismo juicio se debe hacer de los títulos V, VI y VII: «Establecimiento y ordenanza del tribunal de la Rota Del vicario general de los Reales egércitos. Y de los tribunales de inquisicion, sus ministros y familiares.» ¿Quién se podrá persuadir que son adecuados a un Código de Derecho común, al cuerpo legislativo general de la nación los siguientes capítulos? Provisión de seis plazas del Tribunal de la Rota. Aumento de dos plazas en el mismo y concesión de honores del Consejo Real a sus decanos. Declaración de los individuos de Marina correspondientes a la jurisdicción eclesiástica castrense. Número y calidades de los familiares de la Inquisición. Los familiares de la Inquisición no tengan asiento preeminente en las iglesias. Estas disposiciones y las más, si no todas las contenidas en dichos títulos, son propias de ordenanzas y reglamentos particulares, y no del Código general.

El tít. X, lib. III, trata de las casas, sitios y bosques reales. No es necesario más que leer los epígrafes de las leyes para convencerse que por su estilo y objeto no corresponden al cuerpo general del Derecho. «Supresion de la junta de obras y bosques Reales. Real bosque del Pardo, privativa jurisdicion de su alcaide y modo de proceder en las causas y denuncias. Real bosque de la casa del campo, y su privativa jurisdicion encargada á un ministro del Consejo. Ordenanzas para la conservacion de la Real acequia de Jarama. El gobernador del sitio de Aranjuez lo será de las acequias de Colmenar y Jarama, bajo la direccion del primer Secretario de Estado. Jurisdicion, facultades y obligaciones del teniente de gobernador de Aranjuez. Ordenanza para la custodia, administracion y conservacion de los Reales pinares y matas de robledales de Balsain, Piron y Riofrio. Ordenanza del Real Bosque de Balsain.» ¿Estas son leyes generales para toda la nación? Aunque casi todas existían antes del año de 1775, ninguna se halla en la Nueva Recopilación; omisión que acredita el juicio y discernimiento del copilador.

El libro IV trata de la Real jurisdicción ordinaria, y de su egercicio en el supremo Consejo de Castilla. Abraza treinta títulos con 292 leyes, las más impropias y ajenas del Código, porque no se encaminan directamente a los miembros de la sociedad, y se reducen casi todas a reglamentos y disposiciones particulares, reglas económicas, providencias gubernativas, ordenanzas que establecen los deberes, oficios y sueldos de los miembros y dependientes, y la economía y orden interior de los juzgados. Suplico a los curiosos tengan la paciencia de leer los sumarios de las leyes, y señaladamente los siguientes:

Ley I, tít. II: «Reunion de todos los Consejos en una casa y órden que ha de observarse en sus respectivas secretarías y escribanías para el despacho de negocios, arreglo y custodia de papeles.» VIII: «Prohibicion á los ministros de los tribunales de la corte de separarse de ellos sin Real permiso.» XIV: «Asignacion de salarios fijos en la tesorería general á los ministros del Consejo y Cámara, alcaldes de corte y subalternos.» XV: «Aumento, de sueldos á los ministros de los tribunales superiores, y establecimiento de un monte pio para sus viudas y pupilos.» XVI: «Prohibicion de gozar mas de un sueldo de los efectos de la Real Hacienda.» XVII: «Prohibicion de obtener los ministros ni otra persona goces duplicados con título alguno.» XVIII: «Pago de mitad de sueldo á los que sirven empleos interinamente.» XIX: «Pago de medio sueldo á los que lo gozan por la Real Hacienda, mientras usen de licencia temporal.»

En el tít. III, ley II: «Establecimiento de la casa y Cámara del Consejo en él palacio Real, ó lugar mas inmediato.» III: «Nueva planta del Consejo, con el número de veinte ministros.» IV: «Reduccion del Consejo á su antigua planta con varias declaraciones sobre el número de ministros y forma de su despacho.» VII: «Horas á que deben concurrir los ministros del Consejo en la casa y Cámara de él para la expedición de los negocios.» VIII: «Precisa asistencia de los ministros del Consejo en todos los dias y horas de despacho sin excusarse de ella sino es por enfermedad ó con especial Real orden.» IX: «En el Consejo solo asistan, y se asienten los ministros, y éstos no se ocupen en otros negocios agenos.» XX: «Entrega de papeles del archivo del Consejo á sus ministros bajo de recibo.» XXI: «Destino que ha de darse al nuevo ministro que viniere entre año al Consejo por vacante causada en él.»

En el tít. IV, ley I: «Instruccion que ha de observarse en la Real Cámara para la expedicion de los negocios.» III: «Reforma del número de ministros de la Cámara: moderacion de salarios de sus oficiales y cesacion de lo que por navidad se repartía á sus familias y pages.» IV: «Restitucion de la Cámara de Castilla á su primer estado: número, asiento y salarios de sus ministros y secretarios y destino de sus efectos a la Real Hacienda.»

En el tít. VIII, ley I: «Orden devotar los ministros del Consejo.» II: «Registro de los acuerdos y determinaciones del Consejo en negocios importantes.» III: «Cumplimiento de lo acordado por el mayor número de votos en casos de discordia.» IV: «Reglas sobre la votacion de los negocios vistos en el Consejo para su mas breve despacho.» IX: «Los ministros separados de sus empleos no voten en los empleos que tuviesen vistos, pero sí los jubilados.»

Todas éstas y la mayor parte de las que siguen hasta fin del libro, con particularidad las contenidas en los títulos: «Del Juez visitador.» «Del escribano de Cámara y de gobierno del Consejo.» «De los escribanos de Cámara.» «De los receptores.» «Del tasador de derechos.» «De los porteros.» «De los procuradores del número de la corte.» «De los agentes y solicitadores.» «De los alguaciles de la corte y villa», ni son propiamente leyes ni merecen insertarse en el Código, aunque sería conveniente que se imprimiesen y publicasen para instrucción del Consejo y sus oficiales y de todos los que tuviesen interés en conocerlas, según lo ha ordenado y dispuesto la majestad de Carlos IV.

Habiendo comprendido este soberano que el Consejo no tenía una colección formal de ordenanzas ni estar coordinadas, sino esparcidas en el cuerpo de la legislación, ha resuelto por orden de 19 de noviembre de 1790, comunicada al Consejo y puesta importunamente por ley en la Novísima, y es la V, tít. III, lib. IV: «que se vean y reconozcan las espresadas ordenanzas y acomoden á los tiempos presentes, mejorándolas en cuanto sea posible por medio de un examen de ministros doctos, activos y celosos, y se me remitan con su dictámen para mi Real aprobacion y á fin de que se impriman despues en un cuerpo». Esto es, sin duda, lo que convendría ejecutar, con lo cual se conseguirían dos bienes: primero, la uniformidad y orden constante en los procedimientos del Consejo; segundo, que se podría purgar el Código de un gran número de leyes que lo afean y no le corresponden.

De la misma naturaleza son las leyes contenidas en los treinta y cuatro títulos del libro V, en que se trata de las Chancillerías de Valladolid y Granada, y de las Reales Audiencias de Galicia, Asturias, Sevilla, Canarias, Extremadura, Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca y de sus respectivos oficiales. A excepción de algunas leyes correspondientes a los títulos de los tribunales y ministros en general, o al de las obligaciones de los jueces, administración de justicia y forma de los juicios. Las demás son meros reglamentos y ordenanzas particulares de los tribunales, que prescriben la policía y gobierno interior de estas corporaciones y las obligaciones de sus miembros. Hablan con ellos y no con la nación, y varias de estas ordenanzas están y andan impresas. La ley LXIX, tít. II, encarga la lectura pública de estas leyes y ordenanzas en el día primero de audiencia de cada año, para su cumplimiento. Y la ley XVIII, título V, manda que las leyes y ordenanzas de la Real Audiencia de Canarias se lean en ella el primer día de cada año; prueba de que estas disposiciones reglamentarias no son para todos, sino para los respectivos tribunales y ministros, que las deben desempeñar y cumplir. A todas ellas cuadra bellamente lo que Carlos III dijo de su ley IV, tít. IX, lib. XII: «Mando que esta mi cédula se ponga con las ordenanzas de mis chancillerías, audiencias y demás tribunales, y que se anote en los libros capitulares de ayuntamiento de cada pueblo.»

Casi todas ha leyes del tít. V, lib. VI, y del tít. XXIX, lib. VII, y tít. XIV, lib. VIII, son reglamentos, disposiciones económicas y gubernativas, aisladas y ceñidas a cuerpos y personas particulares. En el primero se trata: «Del supremo consejo de la Guerra y de la organizacion de este tribunal. Restablecimiento del Consejo á su antigua planta. Preferencia por antigüedad entre los ministros del consejo de la Guerra y el de Justicia, incluso los grandes de España. Igualdad de los ministros togados del Consejo de la Guerra con los de Castilla en honores, provechos y precedencia. Igualdad entre los fiscales de los consejos de Castilla y Guerra. Reduccion de las dos secretarías de Guerra á una sola. Instruccion para la recaudacion y destino de las condenaciones y multas que se impongan por los tribunales y juzgados de Guerra; y reunion de la suprema junta de caballería del reino al consejo de la Guerra y sala tercera de él.» Solamente por la lección de estos sumarios conocerá el curioso y juicioso investigador cuán ajeno es todo de un cuerpo general de derecho.

El citado tít. XXIX tiene por objeto la conservación y aumento de la cría de mulas y caballos; uno de los ramos en que entiende el Consejo de Guerra. Léanse los epígrafes de sus catorce leyes, y todos los que piensan no hallarán alguna que merezca propiamente aquel nombre. Se admirarán de ver en el Código legislativo: «La nueva ordenanza para el régimen y gobierno de la cría de caballos de raza, uso del garañón y demás relativo á este ramo»; que es la ley XI, tan prolija que ocupa nueve hojas, sin que le falten copiosas acotaciones y eruditas apostillas. El mismo juicio formarán de las leyes del tít. XIV, lib. VIII: «De los albéytares y herradores, y Real proto-albeyterato»; ramo también del Consejo de Guerra después del establecimiento de la Escuela Veterinaria de Madrid.

Las leyes de los títulos IV y VI, lib. VI, son tan ajenas del Código civil como propias y privativas del Código militar. El ejército tiene su legislación particular; una ordenanza para su régimen y gobierno impresa y publicada y que anda en manos de todos. ¿Quién no se admirará al leer en nuestro cuerpo de Derecho una ley sobre «uso del uniforme por los oficiales del egército con prohibicion de otro trage, aun fuera de las funciones del servicio?» ¿Y otra con este epígrafe: «Privilegio de todo militar para jurar con espada el empleo que se le confiera?» ¿Qué dirán los extranjeros y aun los naturales al ver en nuestro Código civil una ley, que es la XIV, tít. VI, que ocupa más de diez hojas, mayormente al leer su epígrafe: «Reglas que deben observarse para el reemplazo del egército?» El redactor de la Nueva Recopilación, más juicioso, delicado y prudente que el de la Novísima, de las cuarenta y dos leyes comprendidas en los mencionados títulos IV y VI de ésta, las omitió todas, a excepción de tres, que hoy deben ya considerarse como anticuadas.

Por las mismas razones se debieron emitir en el Código todas las leyes del tít. VII: «Del servicio de marina: fuero y privilegios de sus matriculados.» Y las del título VIII: «Del corso contra enemigos de la corona»; las cuales corresponden privativamente a la Ordenanza de Marina. Así como la XXII, tít. XXIV, lib. VII: «Ordenanza para la conservacion y aumento de los montes de marina en las provincias y distritos que se expresan.» Y la XXIII: «Nueva instruccion adicional á la anterior sobre la conservacion y aumento de montes de las provincias de marina.» Y la XXV: «Ordenanza particular que ha de observarse en los montes y plantíos de la provincia de Guipúzcoa»; con las restantes hasta el fin.

Nos extenderíamos demasiado, y nuestro trabajo sería desagradable, si nos propusiéramos hacer reflexiones sobre las leyes del tít. IX, lib. VI, que trata «de los empleados en el servicio de la Real hacienda, su fuero, privilegios y esenciones», y muy particularmente las de los salitreros o dependientes de las fábricas de salitre y pólvora. Y sobre las del tít. X: «Del supremo Consejo de Hacienda: su establecimiento, organizacion, ordenanza y varia constitucion en diferentes épocas.» Y las del tít. XXI: «De los estancos.» Y tít. XXIV, lib. VII: «De los montes y plantíos, su conservacion y aumento.» Y tít. XXV: «De las dehesas y pastos.» Y tít. XXVII: «Del concejo de la Mesta, jurisdiccion de su presidente, alcaldes mayores y subdelegados.» Y tít. XXX: «De la caza y pesca.» Y tít. XXXII: «De la policía de los pueblos.» Dejadas todas estas leyes fijaremos la atención sobre las que tienen enlace esencial con el gobierno político y económico de los pueblos, y correspondan privativamente a sus ordenanzas municipales; cuyo inmenso número ocupa indebidamente una gran parte del Código general.

La ley XI, tít. XVI, lib. VII: «Instruccion que se ha de observar en la intervencion, administracion y recaudacion de los arbitrios.» La XII y XIII sobre «el gobierno, administracion, cuenta y razon de los propios y arbitrios de los pueblos»; y todas las relativas a «arrendamientos, subastas y remates de los ramos de propios y arbitrios: á la formacion y presentacion de cuentas y partidas de abono en ellas»; en que hay más de cincuenta leyes sumamente prolijas; no son leyes adecuadas a un Código de Derecho civil, sino, como en ellas se dice, unos reglamentos, instrucciones, providencias económicas, órdenes que incumben a las personas o cuerpos a quienes se dirigen, señaladamente los intendentes y ayuntamientos de los pueblos.

El título XVII y sus leyes sabre prohibición de matar terneras, corderos y cabritos; la que prohíbe a los carniceros, cortadores y a sus oficiales ausentarse sin licencia; las que tratan de carnicerías y puestos públicos; de libertad de posturas o sujeción a ellas; de asignación de precio al pan cocido y a las especies que adeudan millones, y de los remates en el abasto de carnes y otros géneros, se deja ver cuán ajenas son por su materia del ver cuan ajenas son por su materia del Código legislativo nacional; como ni tampoco muchas de las prolijas leyes, instrucciones y reglamentos comprendidos en el tít. XVIII, sobre diputados de abastos y síndicos personeros del común; y en el tít. XIX, que trata de la compra, venta y tasa del pan; y en el XX, de los pósitos y sus juntas municipales.

La oscuridad, confusión y extraordinaria prolijidad de nuestro Código nace principalmente de la indiscreta mezcla de estas providencias gubernativas, reglamentarias y económicas con las leyes civiles. Se evitarían aquellos inconvenientes si se observasen y redujesen a práctica las sabias leyes del tít. III, lib. VII: «Gobierno de los pueblos por sus ordenanzas»: «Formacion de ordenanzas para la buena gobernacion de los pueblos, y su aprobacion en el Consejo.» Y la ley VII, tít. XXX: «Formacion de ordenanzas por los concejos sobre el tiempo de la cria y conservacion de caza.» Trátese, pues, de coordinar estas ordenanzas que en otro tiempo levantaron los pueblos al más alto grado de prosperidad y de gloria, de imprimirlas y publicarlas.

En este modo, ¿cuántos títulos se pudieran descartar de la Novísima Recopilacion? El tít. III, lib. III: «De los fueros provinciales.» Tít. XIV: «De los aposentadores de la corte, tasacion y retasa de las casas de Madrid.» Tít. XV: «De la regalía de aposento.» Tít. XVI: «De los proveedores de la Real casa y corte.» Título XVII: «De los alcaldes del repeso, abastos y regatones de la corte.» Título XVIII: «De los fieles egecutores de Madrid.» Tít. XIX: «De la policía de la corte.» Tít. XX: «De las rondas y visitas de la corte por los alcaldes de ella.» Título XXI: «De los alcaldes de los cuarteles y barrios de la corte.» Tít. XIX, lib. VI: «De los bagages, utensilios y alojamientos de la tropa.» Tít. XXII: «De los repartimientos de contribuciones entre los vecinos de los pueblos», y casi todos los cuarenta títulos del libro VII. El tít. XXI, lib. VIII: «De las sociedades económicas.» El tít. XXIII: «De los oficios, maestros y oficiales.» Tít. XXVI: «De los menestrales y jornaleros.» Todos estos y otros que omitimos corresponden privativamente a las Ordenanzas municipales, y no al cuerpo general de Derecho.

Casi todos los títulos del lib. VIII, en que se trata de las ciencias y artes, son muy ajenos de un Código de jurisprudencia. Los decretos y disposiciones, gubernativas y económicas, relativas a bibliotecas, academias, sociedades económicas, seminarios, colegios, universidades y a todos los establecimientos de instrucción, de las primeras letras o escuelas primarias hasta los más sublimes conocimientos y los reglamentos sobre cátedras y catedráticos, oposiciones, colación de grados, y sobre escuelas gratuitas para educación de niñas, deberían reunirse separadamente en un Código comprensivo del plan general de estudios, o sea ordenanza de educación o instrucción pública.

Así que es necesario confesar que de los veintiséis títulos que abraza el lib. VIII, los veintiocho son impropios del cuerpo general de Derecho. Los tít. XI, XVI, XVII y XVIII: «De los impresores, libreros y libros», y los cuatro últimos acerca de las fábricas del reino, oficios, menestrales y jornaleros están dislocados y fuera del lugar que les corresponde. El mismo juicio se debe hacer del tít. XI, lib. I: «De los seminarios conciliares y casas de educación de eclesiásticos.» Las tres leyes de que se compone son decretos que tuvieron o debieron tener su efecto, y la primera abraza las reglas gubernativas, y de la policía interior de los seminarios conciliares, que no es materia propia de un cuerpo de Derecho común.

Sin embargo, es muy conveniente, y aun necesario, que en el Código nacional haya un título de las ciencias y artes; el gobierno debe promoverlas y honrar y premiar a sus profesores, objeto que no ha olvidado ningún legislador. Pero al Código o cuerpo de Derecho solamente corresponden las leyes generales respectivas a los establecimientos. Los estatutos, reglas y ordenanzas particulares son privativas del Código de instrucción. Nuestros copiladores debieron imitar en esto la economía y discernimiento de don Alonso el Sabio, que siendo tan gran promotor de los saberes no insertó en su Código más que un título reducido a once leyes.

Leyes omitidas, y que se echan de menos en la Novísima Recopilación

No basta que el cuerpo general de Derecho esté bien coordinado; también es necesario que sea completo y provea suficientemente a todas las dudas y dificultades que en materias de Derecho público y privado pueden ocurrir en la sociedad. Nuestro ilustrado Gobierno no ha querido ni quiere aguardar el nacimiento de las enfermedades para aplicar entonces el remedio, ni que la publicación de las leyes se dilate hasta que las circunstancias y los abusos hagan conocer la necesidad de refrenarlos, oponiéndoles el imperio de la ley. Nuestros soberanos bien han deseado que el libro clásico de la legislación española previniese todos los males, y abrazase los casos posibles, por lo menos en general, que nada quedase reservado, ni se refiriese al Derecho no escrito, ni al Derecho natural, ni al Derecho de gentes, ni al Derecho romano, ni a tradiciones antiguas, ni a usos envejecidos, ni a costumbres contradictorias, ni a prácticas inconstantes y variadas, ni a interpretaciones caprichosas, ni a una erudición forzada y susceptible de equivocaciones y errores. Todo se debe fijar y determinar por las leyes. El Código ha de contener todas las reglas y precauciones generales posibles. Empero, nuestra biblioteca legal está muy distante de esta perfección: faltan en ella muchas leyes de grande importancia. La brevedad del tiempo no me permite hablar de todas: me ceñiré a hacer observaciones sobre algunas.

En los títulos II, III y IV, lib. III, Novísima Recopilación, que según diremos más adelante, contienen materiales para disponer una introducción o título preliminar al Código nacional, falta una ley sobre la promulgación y publicación de las leyes, formulario de esta publicación, medidas para que lleguen a noticia de todos y sobre el tiempo fijo en que comienzan a obligar las leyes después de publicadas. Es tanto más importante y necesaria esta ley cuanto no se ha fijado todavía la opinión acerca de este punto, y aún se llegaron a sembrar dudas sobre un asunto que no es en manera alguna susceptible de ellas. Es muy notable lo que en esta razón dijo y estampó don Juan de la Reguera.

«Las disposiciones que corren sueltas y extraviadas de la Recopilacion han constituido ya un derecho novísimo, que aunque no manifiesto ni publicado, en la mayor parte rige y obliga como si lo estuviese con preferencia al recopilado y al contenido en los demás códigos legales. Cualquier órden, resolución ó declaracion particular comunicada privadamente á nombre de S. M. ó de su Consejo de resultas de algun recurso, obra y produce su efecto, como ley especial para aquel caso, y general para todos los demas de su clase, aunque contra sí tenga un título entero de leyes recopiladas, publicadas, y fielmente observadas... Este nuevo derecho que puede ya formar un cuerpo mayor que el de la Recopilacion se halla tan vago y confundido que no es de extrañar ni culpar su ignorancia, aun en los mas hábiles y estudiosos profesores de la jurisprudencia. En los mismos tribunales y juzgados en que ha de servir de norma y regla para la uniforme decision de los pleitos y administracion de justicia en ellos, no puede verificarse una completa instruccion, ni noticia de todas las dichas pragmáticas, cédulas, órdenes &c., comunicadas por distintas vías, y muchas de ellos reservadamente por sendas particulares y ocultas, segun la ocurrencia y giro de los casos y recursos, que las han motivado, han tomado diversos rumbos y destinos, y perdido algunas sus correspondientes lugares, de modo que en ninguno pueden encontrarse»14.

¿En qué fuentes habrá bebido don Juan de la Reguera esta doctrina? Yo ciertamente guiado por los austeros principios de la teología, que es mi profesión, y no habiendo podido penetrar los secretos misterios de la jurisprudencia, confieso que me he escandalizado al leer estas máximas, porque familiarizado con otras ideas estaba persuadido y creía que el cuerpo de Derecho español había de ser perpetuo y permanente, y contener reglas fijas e invariables en cuanto lo permite la volubilidad de las cosas humanas. No podía comprender esto de Derecho nuevo, Derecho novísimo, y dentro de poco otro Derecho que no sabremos cómo llamarlo, y a falta de nombre que represente la idea de su novedad, será necesario inventar el de renovísimo. Creía firmemente que las cédulas, órdenes y providencias debían estar subordinadas, y acomodarse a las leyes vivas y generales del Reino, y no al contrario. Y si como no letrado me engaño en esto, no puedo padecer error en asegurar que la ley debe ser pública y manifiesta, axioma recibido por todos los legisladores. Que esas leyes que andan a sombra de tejado, tan modestas y vergonzosas que no se atreven a presentarse en público ni a caminar de día sino a oscuras y en las tinieblas y siempre por sendas tortuosas y veredes ocultas y desconocidas no pueden constituir un Derecho nuevo ni novísimo.

El Código legislativo de una gran nación dejaría de ser un beneficio y salvaguardia de los derechos del pueblo; antes se convertiría en escollo y ruina de los miembros del Estado, si sus leyes obligasen antes de publicarse de un modo que pudiesen llegar a noticia de todos. Porque ¿cuál es el propósito y fin principal de la redacción del Código? Que los súbditos del legislador conozcan y sepan las leyes, y conociéndolas arreglen a ellas su vida y conducta, y que las observen y obedezcan. Luego es necesario publicarlas y promulgarlas, y que la promulgación llegue a noticia del pueblo, de suerte que sepa que la ley existe y no pueda alegar ignorancia. La promulgación es la única prueba de la existencia de la ley y la viva voz del legislador; desde entonces comienza a ejercer su imperio sobre los súbditos, y éstos quedan obligados a la observancia de la ley. De aquí las formas legalmente establecidas entre las naciones para la publicación de las leyes.

También falta en el Código, y no sé si se encontrará en alguno de nuestros cuadernos legales, una regla fija sobre la ejecución y efecto de las leyes. Hemos dicho que las positivas no pueden tener efecto alguno sino desde el momento que comienzan a existir, ni inducen obligación legal hasta que se promulguen. El hombre puede obrar a su salvo y hacer sin temor ni recelo lo que no le está vedado ni prohibido. Parte de la libertad civil consiste en el uso de este derecho, y en vivir seguro bajo la protección de la ley siempre que no choque con la suprema voluntad del legislador. Luego la ley, si ha de ser justa, no debe tener efecto retroactivo; solamente ha de disponer para lo futuro. He aquí una disposición general, y de gran consecuencia, que echo de menos en nuestra legislación.

Los miembros de la sociedad no pueden vivir tranquilos ni gozar de seguridad, ni de las demás ventajas de la asociación general, sabiendo que podrán ser expuestos al peligro de perder su honor o de ser inquietados en la posesión de sus derechos, perseguidos y procesados por acciones anteriores a una nueva ley posterior. Y lo que es peor, se verificaría alguna vez que acciones conformes a la ley, y de consiguiente justas e inocentes, pudieran calificarse de delitos y declararse dignas de castigo y de escarmiento por otra ley derogatoria de la primera. La ley antes de su existencia no es ley, ni puede dar un derecho al que no le tiene ni quitárselo al que lo posee, ni erigir en delito una acción indiferente o permitida.

Publíquese, pues, una regla general, una ley que imponga a los jueces la obligación de no aplicar jamás las leyes a las acciones y hechos anteriores a su existencia y promulgación, y que sirva a los ciudadanos de salvaguardia y de garantía. Se dirá que esta ley es un principio general, una regla de derecho, un axioma. Pero es necesario que este principio, esta regla y este axioma induzcan obligación legal, y que no estén expuestos a interpretaciones caprichosas y arbitrarias. Ni uno ni otro se puede verificar si no se autorizan por el supremo legislador, si no se eleven a la esfera de leyes del Reino si no se insertan en el Código.

El redactor pudiera haberse aprovechado para extender esta ley de los materiales que suministra el Código de los visigodos, los cuales no ignoraron esta legislación, señaladamente la ley VIII, tít. IV, lib. II, y la I, tít. V, lib. III, procurando consultar los códices latinos, donde se encuentran bellamente extendidas y más completas que en el Fuero Juzgo castellano. Hallaría también grande auxilio, y el trabajo casi hecho, en la ley CC del Estilo, allí donde dice: «Que si el Rey da fuero ó ley nueva no se extiende á las cosas pasadas é de ante fechas ó mandadas ó otorgadas, mas á las por venir.»

Las leyes generales de una gran nación deben ser firmes y perpetuas, especialmente aquellas que más directa y eficazmente influyen en la prosperidad del Estado. No puede ser durable el edificio, cuyos cimientos necesitan retocarse continuamente. La ligereza y facilidad en derogar, alterar o reformar las leyes siempre ha sido funesta y producido una legislación inconstante y variables. Es, pues, necesaria una ley que proteja a perpetuidad de las buenas instituciones en cuanto sea compatible con la vicisitud de las cosas humanas.

No olvidó esta máxima el Rey Sabio, antes quiso que las leyes después de sancionadas y publicadas fuesen en cierta manera inalterables. «Desatadas, dice, non deben ser las leyes por ninguna manera, fueras ende si ellas fuesen tales que desatasen el bien que deben facer, é esto seria si hubiese en ellas alguna cosa contra la ley de Dios ó contra nuestro señorío, ó contra gran procomunal de toda la tierra ó contra bondad conocida. E porque el facer es muy grave cosa, é el desfacer muy ligera, por ende el desatar de las leyes é tollerlas del todo que non valan, non se debe facer si non con gran consejo de todos los homes buenos de la tierra, los mas buenos é honrados é sabidores.» Esta determinación del rey don Alonso se reputó por ley del Reino, y como tal se ve confirmada por sus sucesores, especialmente por don Juan I, en las Cortes de Burgos de 1379. Tampoco la omitió Hugo de Celso en su Reportorio de las leyes de estos reinos, pues en el artículo Ley dice: «Las leyes del Fuero y de los Ordenamientos no se pueden revocar sino por cortes», refiriéndose a las Ordenanzas de Montalvo. Sin embargo, falta en la Novísima.

Con harto fundamento y gravísimas razones se ha declamado en tiempos pasados contra los abusos introducidos en el foro por nuestros jurisconsultos y letrados, los cuales, desentendiéndose de la sagrada obligación de la ley, y abandonando vergonzosamente el Derecho patrio, a consecuencia de su mala educación literaria, se entregaron exclusivamente al estudio del Código, Digesto y Decretales, y al de los sumistas y comentadores de Azón, Acursio, Enrique Ostiense, el Especulador, Juan Andrés, Bartolo, Baldo, el abad Panormitano con otros, cuyas opiniones y decisiones resonaban frecuentemente en los tribunales, se pronunciaban y oían como oráculos, y servían de norma en los juicios muchas veces con preferencia a las leyes patrias.

Pero estas declamaciones fueron tan infructuosas como débiles los esfuerzos que hizo el Gobierno para contener el torrente de tantos males. Y si bien la ley I, tít. XXVIII del Ordenamiento de Alcalá, y la I de Toro, incorporadas en la Novísima, ley III, tít. II, lib. III de la Novísima, se encaminan a aquel saludable objeto, en parte quedaron estériles y no produjeron todo el efecto y fruto que los buenos se prometían y deseaban, porque aquellas leyes son diminutas, no se extienden a todas las ramificaciones del cáncer, ni penetran hasta la raíz de la dolencia. «Poco pues se mejoró, dice15 don Juan de la Reguera, el estado de la jurisprudencia por el desórden verificado en la declaracion ó interpretacion de las leyes con la varia multitud de glosas, comentarios y opiniones de autores que en lugar de facilitar dificultaban cada vez mas su estudio y egercicio. El abuso experimentado un siglo antes de la Recopilacion, y que ha trascendido á nuestros dias, de admitir en todos los tribunales y juzgados por escrito y de palabra las doctrinas y opiniones de tales autores é intérpretes del Derecho puso á los profesores en la precision de aplicarse al estudio de éstos aun mas que al de nuestros códigos, y de fundar su ciencia en autoridades de doctrinas y opiniones mas que en la instruccion de las disposiciones legales.»

Esta fiebre nunca hubiera llegado a ser tan maligna y rebelde, ni a hacerse crónica la enfermedad, si en tiempo oportuno se tratara de cortarla y de atajar sus progresos, aplicando el remedio de la ley, como lo practicó don Juan I por la XXVI del Ordenamiento de las Cortes de Briviesca de 1387, y señaladamente don Juan II por Pragmática dada en Toro a 8 de febrero de 1427, ley excelente y dignísima del Código nacional. Comienza así: «Por cuanto los Reyes de gloriosa memoria onde yo vengo, queriendo que los pleitos hobiesen fin, é las partes alcanzasen cumplimiento de justicia lo mas brevemente que ser pudiese, ficieron é ordenaron ciertas leyes, entre las cuales se contienen dos: la una del Rey D. Alfonso en las cortes de Alcalá de Henares, é la otra del Rey D. Juan mi abuelo en las cortes de Bribiesca, que son estas que se siguen.» Las inserta a la letra y añade: «Mando é ordeno por esta mi carta, la cual quiero que sea habida é guardada como ley é haya fuerza de ley, bien asi como si fuere fecha en cortes; que en los pleitos é causas é cuestiones asi civiles como criminales, é otros cualesquier que de aqui adelante se movieren e comenzaren é trataren asi ante mí, como en el mi Consejo é ante los oidores de la mi audiencia é alcaldes é notarios é jueces de la mi corte... é ante los corregidores é alcaldes é jueces de las ciudades é villas é lugares de los mis reinos... en cualquier grado é en cualquiera manera que ante ellos ó ante cualquier de ellos se comiencen é vengan á tratar: abogados ni otros algunos no sean osados de alegar ni aleguen, ni mostrar ni muestren en los tales pleitos é causas... ni alguno de ellos, ni las partes ni sus letrados antes de la conclusion, ni despues por palabra ni por escrito é en otra manera por sí ni por otro en juicio ni fuera de juicio por via de disputacion ni de informacion, ni otra manera que sea ó ser pueda, para fundación de su intencion, ni para conclusion de la parte contraria, ni en otra manera alguna, opinion ni determinacion, ni decision, ni derecho, ni autoridad, ni glosa de cualquier doctor ó doctores, ni de otro alguno, asi legistas como canonistas de los que han seguido fasta aqui despues de Juan é Bartulo; ni otrosi de los que fueren de aqui adelante.»

«Ni los jueces, ni alguno de ellos los reciban ni juzguen por ellos, ni por alguno de ellos, so pena que el que lo alegare é mostrare, que por el mismo fecho pierda el pleito... é el juez ó jueces de cualquier estado ó condicion ó preeminencia ó dignidad que sea, que lo contrario ficiere de lo en esta mi ley contenido, que por este mismo fecho pierda cualquier oficio, ó oficios de judicatura que por mí tuviere, é no pueda haber ni haya aquel ni otro para siempre jamas.»

Alfonso de Montalvo redujo esta ley, y la incorporó en sus Ordenanzas, y es la VI, tít. IV, lib. I. También la menciona como vigente Hugo de Celso en su Reportorio: V. Abogados y alegaciones, y alegar y ley. ¿Qué razón pudo haber para que se omitiese en la Nueva y Novísima Recopilación? Pues como dice el citado Hugo, «aunque la dicha ley haya sido revocada por premática de sus Altezas, dada en Madrid año 499, cap. XXXVII, por la cual mandaron que en defecto de la opinion del Bartolo se determinase por la opinion del Baldo... empero despues la tal revocacion se revocó por la primera en las leyes de Toro».

Los letrados doctos echaron de menos algunas aún en el cuerpo de la Recopilación. Hablando de la Nueva, don Rafael Floranes dice: «que hay en ella un título entero en materia de tercias. Yo quiero perder la poca noticia que tengo de nuestras leyes, cuando en todo él, ni en toda la vasta mole de esta legislacion digo mas, ni en otra nuestra, que yo sepa, se me muestre la siguiente declaracion del gran Rey D. Enrique III, hecha en Madrid á 20 de enero de 1398, preciosísima en extremo, y que en infinitas ocasiones habrá hecho notable falta. Otrosí por cuanto me fue dicho que fueron llevadas algunas cartas al dicho obispado de Palencia, del Rey mi padre, que Dios perdone, en que mandó que juzguen los pleitos de las tercias, y de otras rentas los jueces de la Iglesia, en lo cual mis arrendadores dicen que reciben muchos agravios, y que no pueden alcanzar derecho ante los jueces de la Iglesia; por ende tengo por bien que los que hubieren de pagar los diezmos sean demandados ante los jueces de la Iglesia, y que el terciero y mayordomo de cualquier Iglesia ó colacion por la mi parte que recibieren de las dichas tercias, que sean demandados ante los jueces seglares». ¿Existe esta ley en la Novísima?

Los copiladores de una y otra copilación omitieron una ley importante relativa a los deberes de los abogados y que tiene conexión con las del título XXII, libro V, y es de don Juan II en las Cortes de Guadalajara. Dice así: «Ordeno é mando que cada que los nuestros oidores é alcaldes é otros jueces de la mi corte entendieren que cumple, puedan apremiar é apremien á los abogados, segun que el Derecho manda. E si lo non quisieren facer, que por el mismo fecho sean privados del oficio de la abogacía.» No la olvidó Montalvo, y se lee en sus Ordenanzas, ley XIV, tít. XIX, lib. II.

En la Novísima se ha omitido la ley XXVI, tít. XXI, lib. IV de la Nueva Recopilación, en la cual se declara que los privilegios concedidos por la ley XXV anterior a los labradores para que no se haga ejecución en sus bestias de arar ni en los aparejos de la labranza, y que por ninguna deuda puedan renunciar su fuero... no comprende ni se extiende aquella ley a los diezmos y rentas eclesiásticas. Si esta ley no está expresamente revocada, su omisión puede causar controversias y litigios.

También falta en la Novísima la famosa ley de amortización eclesiástica, según Fuero de Castilla y Ordenamiento del Reino. Según ellos, la Iglesia y clero estaban obligados por ley fundamental, establecida en las Cortes de Nájera, a cumplir las cargas y pechos afectos a los bienes y heredades que por compra o donación hubiesen adquirido; ni el dominio en tales bienes se reputaba por legítimo sin que precediese el reconocimiento de las cagas y allanamiento de cumplirlas. Ley confirmada repetidas veces en los Ordenamientos reales de Cortes y aun en las Partidas, como se puede ver en el Ensayo histórico-crítico, donde se trata largamente este punto.

Es verdad que en la Novísima Recopilación, ley VI, tít. IX, lib. I, se insertó la del Ordenamiento de Guadalajara del año 1390, en que se establece: «que de heredad que sea tributaria, en que sea el tributo apropiado á la heredad, que los clérigos que compraren tales heredades tributarias que pechen aquel tributo, que es apropiado y anejo á las tales heredades». Pero esta excelente ley se revoca, anula y deroga por otra posterior y más reciente incorporada en la Novísima, y es la tercera, tít. XVIII, lib. VI, atribuida a don Juan II en las Cortes de Zamora del año de 1432, que dice así:

«Mandamos que cuando quier que algunos hidalgos ó exentos compraren algunos bienes de pecheros, que los tales bienes no pasen con su carga de pecho en los tales hidalgos ó exentos compradores. Y mandamos suspender la pragmática por nos hecha en Zamora el año pasado de 1431, por la cual mandamos que cualquier persona que comprase bienes de pecheros, pechase por ellos.» Esta ley de don Juan II, según se halla extendida en la Novísima, no solamente choca y pugna con la recopilada de don Juan I en las Cortes de Guadalajara, sino con todas las del Reino que establecen la de amortización eclesiástica, y con las LIII y LV, tít. VI de la primera Partida, que Hugo de Celso, V. Pecheros, llegó a decir que por la citada ley de don Juan II, que es la XII, título IV, lib. IV de las Ordenanzas Reales, ha quedado derogada la LIII de la Partida.

Esta contradicción de las leyes recopiladas entre sí mismas y con las de los Fueros y Ordenamientos del Reino ha nacido de la inexactitud con que se copiló la ley de don Juan II y de haber omitido una circunstancia que influyó principalmente en la formación de la ley. Los procuradores de dichas Cortes de Zamora de 1432 representaron por la petición XXIX los inconvenientes que se seguían de la pragmática del año de treinta y uno, comprensiva de la ley de amortización general para todas las comunidades y clases de personas, así eclesiásticas como seglares. En cuya razón dijeron: «que por cuanto yo había dado mis cartas para las ciudades, villas y lugares de mis reinos para que cualquiera que comprase cualesquiera heredades de los pecheros, que peche por ellas, lo cual es en mi perjuicio é quebrantamiento é de los privilegios é franquezas é libertades que las dichas ciudades é villas é los hijosdalgo de ellas tienen, los cuales yo tenía confirmados é jurados; por ende me suplicábades que me pluguiese de remediar en ello mandando que la dicha ordenanza se entienda en lo que se vende á las iglesias y monasterios y personas eclesiásticas y religiosas, porque aquello nunca torna á los pecheros, é no en lo que se vende á los fijosdalgo que tambien venden como compran.» El rey, conformándose con esta exposición, mandó suspender el efecto de dicha ordenanza del año de 1431, sin duda con respecto a los hijosdalgo y no a los demás exentos.

Las leyes de España, así de Fuero, como de Ordenamiento, prohíben absolutamente las enajenaciones de heredades en manos muertas, y privan a los eclesiásticos, monasterios y homes de órden del derecho y hasta de la esperanza de adquirir bienes raíces, y anulan las disposiciones testamentarias y los contratos de donación, compra y venta otorgados en esta razón, con el fin no solamente de evitar el menoscabo de los derechos reales, sino también para precaver el estanco de estos bienes y su acumulación.

Es famosa sobre este punto la ley II, capítulo II, del Fuero de Cuenca: Cucullatis et soeculo renuntiantibus nemo dare, nec vendere valeat radicem. Nam quoemadmodum ordo istis probibet hereditatem vobis dare aut vendere, vobis quoque forum et consuetudo prohibet cum eis hoc idem. Y la III, cap. XXXII: «Cualquier que alguna cosa vendiere ó cambiare, si quier sea raiz si quier mueble, por firme sea tenido, sacado á los monges.» Y la del Fuero de Córdoba: Statuo etiam et confirmo qued nullus bomo de Corduva sive vir sive femina possit dare vel vendere hoereditatem suam alicut ordini, excepto si voluerit eam dare vel vender a santoe Marice de Corduva quia est sedes civitatis... Et ordo que eam acceperit datam vel emptam amittat eam; et qui eam vendidit amittat morabentinos et habeant eos consanguinei sui propinquiores. Leyes que se leen igualmente en los Fueros de Consuegra, Baeza, Toledo, Sevilla, Cáceres, Plasencia, Sepúlveda y otros, y en varios Ordenamientos reales.

En el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1298 dice el rey: «Mandamos entrar los heredamientos que pasaron del realengo al abadengo segun que fué ordenado en las Cortes de Haro, é que heredamiento de aqui adelante non pase de realengo é abadengo ni el abadengo al realengo, si non asi como fue ordenado en las Cortes sobredichas»; y en el Ordenamiento de las Cortes de Burgos de 1301: «Tengo por bien é mando que las heredades realengas é pecheras que non pasen á abadengo nin las compren los fijosdalgo, nin clérigos, nin los pueblos nin comunes. E lo pasado desde el Ordenamiento de Haro acá, que pechen por ello aquellos que lo compraron é en cualquier otra manera que ge lo ganaron. E de aqui adelante non lo puedan haber por compra nin por donación, si non que lo pierdan, é que lo entren los alcaldes é la justicia del lugar.»

La nación suspiró siempre por la observancia de esta ley, y los reyes doña Juana y su hijo don Carlos la restablecieron en virtud de la petición XLV de las Cortes de Valladolid de 1523, mandando «que las haciendas é patrimonios é bienes raices no se enagenen á iglesias y monasterios, é que ninguno non se las pueda vender; pues segun lo que compran las iglesias y monasterios, y las donaciones y mandas que se les hacen, en pocos años podía ser suya la mas hacienda del reino».

Sin embargo, esta ley general de España no se ha recopilado; omisión tanto más notable cuanto fue la diligencia del redactor en incorporar en el Código la del Fuero de Córdoba, que es la XXI, título V, lib. I, Novísima Recopilación Las razones que hubo para estampar en la Novísima esta ley particular, ¿no militan también respecto de la ley general? Se dirá que no tiene uso y que la práctica está en contrario. Pero la práctica contra una ley del Reino, no derogada expresamente, es un abuso, una corruptela que, aunque tolerada, sólo puede entorpecer el efecto de la ley, pero no invalidarla.

Se dirá que la ley recopilada16, que impone la carga de la quinta parte del verdadero valor de las heredades y bienes enajenadas a manos muertas supone, revocada o suspendida, la ley general de amortización. Todo lo contrario, porque este gravamen es un estímulo de la observancia de aquella ley. La obligación de pagar la quinta parte en el caso de que hablamos es una pena de la infracción de la ley general, como se muestra por la petición IX de las Cortes de Madrid de 1534. Los procuradores hicieron en ellas grandes instancias para que se observase puntualmente la ley de amortización, según lo acordado en las Cortes de Valladolid; y así que se diese orden «como las iglesias y monasterios no compren bienes raices, y que V. M. mande guardar la ley VII que hizo el Rey D. Juan, de gloriosa memoria, que es en el Ordenamiento, título de las donaciones y mercedes17. Y porque la pena contenida en la dicha ley, por ser poca ha sido causa de no guardarse, suplican á V. M. que como es del quinto sea la tercia parte de pena».

El Consejo Real en los capítulos XXXII y XXXIII de su célebre auto acordado, a que llaman la gran consulta, y es el IV, título I, lib. IV, Nueva Recopilación, puestos por nota 3.ª a la ley XII, tít. V. libro I de la Novísima, bien manifestó cuán convencido estaba del valor e importancia de esta ley nacional, de su continuada observancia por espacio de ciento y treinta años, y de la necesidad que había de restablecerla y copilarla. Sin embargo, cediendo a las circunstancias y al imperio de la opinión, fue de parecer que convendría reservar esta materia para tiempo en que pudiese promoverse con mayores esperanzas de conseguir su efecto. Este tiempo ha llegado cuando a consulta del mismo Consejo se renovó y sancionó la ley del Fuero de Córdoba.

Las leyes de Castilla consideraban como muertos civilmente a los que elegían voluntariamente el estado religioso, los cuales no podían llevar ni disfrutar de sus bienes raíces, ni dejarlos a sus monasterios; antes estaban obligados a repartirlos entre sus hijos si los tuviesen o entre los más propincuos parientes. Sólo permitían las leyes que pudiesen llevar consigo la quinta parte del mueble; pero toda raíz debía venir a sus herederos, como consta de varios Fueros municipales, cuyas leyes extractamos en el Ensayo histórico-crítico. Las redujo a unidad, declaró y confirmó el Fuero de las Leyes por la XI, título VI, lib. III, que echó de menos en la Novísima.

«Todo home é toda muger, dice el Fuero, que orden tomare pueda facer su manda, esto es, testar de todas sus cosas fasta un año cumplido; é si ante del año non lo ficiere, el año pasado non lo pueda facer; mas sus hijos hereden lo suyo; é si fijos ó nietos ó dende ayuso no hobiere, herédenlo los parientes mas propincuos»; ley contraria a la XVII, tít. I, Partida VI, que dispone que cualquiera hombre o mujer que entrare en orden, si no tuviere hijos o descendientes por línea recta, no pueda facer testamento. Pero si tuviere hijos o descendientes, pueda partir entre ellos sus bienes, y dar a cada uno su legítima; y si más quisiese dejar, haya el monasterio tanta parte como uno de ellos. ¿Cuál de estas dos leyes se ha de observar, la de Partida tan antipolítica, o la del Fuero, tan conforme a la legislación de Castilla? Si ésta se hubiera recopilado, no tendrían lugar las dudas ni las dificultades.

La ley XVII, tít. XX, lib. X, Novísima Recopilación, prohíbe «que los religiosos profesos de ambos sexos sucedan á sus parientes abintestatos». Empero los religiosos ¿pueden heredar ex testamento, o ser instituidos por herederos? La razón en que se funda la ley recopilada tiene la misma fuerza en uno y otro caso y prueba la incapacidad de los monjes y religiosos para adquirir derecho en los bienes de sus parientes, tanto en el abintestato como en virtud de testamento: «por ser tan opuesto, dice la ley, a su absoluta incapacidad personal, como repugnante á su solemne profesion, en que renuncian al mundo y todos los derechos temporales, dedicándose solo á Dios desde el instante que hacen los tres solemnes e indispensables votos sagrados de sus institutos». Sin embargo, la ley no decide la cuestión propuesta, ni abraza este caso ni sus derivados; ¿No sería conveniente incorporar en nuestro Código las disposiciones de las leyes de Castilla, relativas a este punto, y formar de ellas una general comprensiva de todos los casos?

El Emperador don Alonso estableció en el Ordenamiento de las Cortes de Nájera que los cucullados, frades, monges y monjas, jamás pudiesen alegar derecho alguno a los bienes del pariente mañero, esto es, del que carecía de sucesión, y que todos estos bienes recayesen en los más propincuos, con exclusión de los religiosos. Ley trasladada al Fuero Viejo de Castilla, y es la II, tít. II, lib. V. «Esto es Fuero de Castilla que ninguna monja nin monge de religion, si le muriese algun pariente mañero, que non haya fijos, los parientes mas propincuos del muerto deben heredar los sus bienes; mas el pariente de religion, monge o monja non debe heredar ninguna cosa en la buena del pariente mañero.» En otros varios Fueros se lee la siguiente ley: «Ninguno non pueda mandar de sus cosas á ningun herege nin á home de religion desde que hubiere hecho profesion, nin á home alevoso... nin á muger de órden.» Y si bien las personas consagradas a Dios podían heredar a sus padres y disfrutar en vida la legítima que les correspondía por derecho de Castilla, no podían enajenarla, y al fin de sus días recaía por Fuero en los parientes. ¿Estas leyes generales no son dignas de la Novísima Recopilación?

Bien pudiéramos llenar un grueso volumen si hubiera ocio y oportunidad para proseguir estas investigaciones sobre las leyes civiles de Fuero y Ordenamiento que se han omitido en todas nuestras copilaciones. A los doctos jurisconsultos y no a un teólogo corresponde privativamente adelantar y perfeccionar este trabajo; y con más fondo de erudición, conocimiento de causa y mejores luces, concluir la obra preliminar de la reforma del Código nacional. Yo no he hecho, ni el tiempo me ha permitido hacer, más que débiles esfuerzos, indicaciones mal o bien dirigidas sobre las leyes civiles. La brevedad del tiempo obliga a apartarnos de este objeto y a convertir la atención y el discurso hacia las leyes políticas.

He dicho y vuelva a repetir que un sabio legislador debe prevenir los acontecimientos y no aguardar que la acerbidad de los males obligue a inventar los remedios. Esta prudencia y previsión en tener pronto y preparado el antídoto antes que nazca y asalte la enfermedad, es más necesaria y de mucha mayor importancia en los asuntos políticos que en las causas y negocios civiles. La omisión de una ley civil puede acarrear graves perjuicios a determinadas personas, a los particulares, a algunas familias; pero la de las leyes políticas es capaz de comprometer el honor del Soberano y aún de exponer su existencia política, causar una funesta revolución, turbar la tranquilidad pública y aún arrastrar el Estado a su ruina y perdición. La historia de las naciones está sembrada de ejemplos de esta naturaleza y nos representa las violentas convulsiones, terribles catástrofes, discordias civiles, obstinadas y crueles facciones y las sangrientas guerras, que la falta de una ley o su oscuridad ha producido. Nosotros, nosotros mismos somos testigos de estos males: acabamos de gustar toda su amargura; hemos experimentado los peligros de la anarquía y, fluctuando en medio de las tormentas de un mar borrascoso, destituidos de la sagrada áncora de la ley y sin tener ante nuestros ojos el norte a donde poder dirigir nuestros intentos.

Y descendiendo a casos particulares, comenzaremos nuestras observaciones por la ley de sucesión, ley fundamental de la Monarquía española, así como de todos los gobiernos monárquicos hereditarios. Dos leyes existen en nuestros códigos sobre esta tan importante materia: la II, título XV, part. II; y la de Felipe V, que es la V, tít. I, lib. III, Novis. Recop.; leyes opuestas y encontradas. Porque la primera establece la sucesión lineal cognática, llamada castellana por algunos jurisconsultos extranjeros. La segunda prefiere y autoriza la sucesión lineal agnática rigurosa. Aquella fue ley viva del Reino y se observó religiosamente por espacio de cuatro siglos. Ésta, aunque no pudo todavía tener su efecto, por no haber ocurrido hasta ahora el caso prevenido en ella, anula y deroga la de Partida. «Mando, dice Felipe V, que la sucesión de esta corona proceda de aquí adelante en la forma expresada; estableciendo esta por ley fundamental de la sucesion de estos reinos... sin embargo de la ley de partida, y de otras cualesquiera leyes y estatutos, costumbres y estilos y capitulaciones... las cuales derogo y anulo en todo lo que fueren contrarias a esta ley.»

Pues ahora, verificado el caso de las leyes, cuál de ellas debe observarse, ¿la del rey don Alonso o la de Felipe V? Discurriendo con arreglo a las máximas y principios de nuestro Derecho, no cabe género de duda que es preciso preferir y ha de prevalecer la de Felipe V como más reciente, como la última e incorporada en el Código clásico y de primera autoridad entre los de la nación. Sin embargo, he oído y oigo decir a letrados que el vigor y fuerza de esta ley es muy dudosa, y su autoridad, controvertible; que ha sido obra de las circunstancias y combinaciones políticas ceñidas a aquella época y reinado, y que no sin causa dejó de insertarse en el cuerpo de la Nueva Recopilación, dándole únicamente lugar entre los autos acordados: aut. V, tit. VII, lib. V.

Aumenta estas dudas el mismo don Juan de la Reguera en su obrita o papelito, que ha salido nuevo, Instituciones sobre los derechos del Rey, publicada en el año de 1815, en la cual procuró reunir los extractos de las más selectas y principales leyes vivas de la constitución de la Monarquía, contenidas en nuestros códigos, señaladamente las de Partida y Novísima Recopilación. Y hablando del presente argumento de la sucesión en la pág. 46, núm. 4, alega y extracta la mencionada ley de Partida, sin citar ni hacer mérito de la recopilada, dando a entender con este silencio que aquélla es la ley vigente, no obstante de hallarse derogada por la de Felipe V, que el mismo redactor sacó de la oscuridad de los autos acordados para insertarla en la Novísima Recopilación.

Si estas dudas no son infundadas y caprichosas, sino racionales, justas y sólidas, cuestión que no me corresponde ni soy capaz de resolver, en este supuesto, ¿no es un deber, una obligación del Gobierno disipar aquellos nublados, difundir por todas partes la luz, esclarecer este derecho y fijar para siempre el sentido de la primera y más importante ley de la constitución de la Monarquía? Hecho esto, todavía hace falta otra ley no menos importante que aquélla, una ley preventiva de los casos imprevistos y que se ocultan a la perspicacia del más sabio legislador, en que no siendo claro el derecho de suceder, nacen cuestiones y se suscitan disputas y contiendas, para caya decisión se apela no tanto a la fuerza de las razones como a la de las armas, con lo cual fueron muchas veces conturbados los reinos y conducidos hasta el borde del precipicio.

Esto es puntualmente lo que sucedió en España después de la muerte de Carlos II. La ley de sucesión en aquellas circunstancias era oscura; las opiniones de letrados y jurisconsultos, varias y encontradas; la decisión, muy ardua; el negocio, de suma importancia; los contendores, poderosos; el juicio sobre esta cuestión, arriesgado y sembrado de escollos y peligros; ofendía la luz y la verdad desagradaba. Al cabo hubo que acudir a la suerte de la desoladora Guerra de Sucesión; acaso la hubiera evitado una ley sabia publicada de antemano con todas las solemnidades que exige el Fuero y Derecho de España, por la cual quedase sancionado que en todo evento y siempre que la ley de sucesión no estuviere clara y terminante y ocurriesen dudas sobre su inteligencia y aplicación, nada aprovechase ni tuviese valor ni efecto, ni las composiciones ni los compromisos, ni las autoridades ni las transacciones, ni cualquier género de avenencia o tratado en que se hubiesen convenido los contendores; ni cuanto se hiciese en virtud de la fuerza armada, sino precisamente lo que acordase el soberano reinante con acuerdo de la nación, o no existiendo el monarca, lo que el Reino resolviese como más cumplidero y ventajoso al Estado. ¿Esta ley no sería en los casos indicados un manantial de felicidad?

La ausencia inesperada y violenta de un soberano o la imposibilidad de ejercer el imperio y el mando y de llevar por sí mismo las riendas del gobierno, a causa de su incapacidad moral, física o legal; mayormente cuando verificada la muerte del monarca reinante no hubiese dejado esto anticipadamente dispuesto por carta o por testamento la forma de gobierno que se debería tener, ni designado personas para gobernar la Monarquía durante la menor edad u otro impedimento del nuevo príncipe llamado por la ley a suceder en la corona, fue siempre un semillero de discordias civiles. En todas las ocasiones que se verificaron semejantes sucesos, como a la muerte de Fernando IV, don Juan I, Felipe el Hermoso, reinado de doña Juana, ausencia del Rey Católico, y de don Carlos I, tempestades furiosas agitaron esta Monarquía y se vió en gran conflicto y no menor peligro el Estado por no haber una ley clara, decisiva y terminante, bajo cuya dirección navegase prósperamente la nave de la república.

No por esto echo en olvido la existencia de la ley III, tít. XV, part. II, la única que ofrece nuestra legislación sobre el presente argumento; ley tan celebrada como descuidada, la cual dispone que en el caso indicado se deben juntar allí donde el rey muriese todos los mayores del Reino, así como prelados, ricos hombres y todos los hombres buenos de las villas, que elegirán uno, tres o cinco para gobernar en paz y justicia la Monarquía hasta tanto que el rey nuevo tenga la edad de veinte años; con la circunstancia de que se observe también lo mismo si el rey perdiese el sentido, hasta que muera o vuelva en su memoria.

Empero esta ley es imperfecta y su autoridad vacilante y muy dudosa. Digo que es imperfecta: 1.º, porque no declara la persona o personas o cuerpos a quienes corresponda el derecho o facultad de convocar en aquellos casos la gran junta o congreso general, cuya celebración se previene en ella; 2.º, porque la reunión de este ayuntamiento precisamente allí donde el rey muriese, muchas veces será impracticable; 3.º, porque no provee suficientemente a las necesidades ni abraza todos los casos en que un rey puede hallarse imposibilitado de gobernar la monarquía; 4.º, las expresiones vagas e indeterminadas de uno, tres o cinco ¿no prueban la imperfección de la ley?

Añado que su autoridad es vacilante y dudosa, porque jamás se ha observado en todas sus partes: ni en la minoridad de don Alonso XI, ni en la de Enrique III, ni en los años que reinando doña Juana estuvieron ausentes el Rey Católico y don Carlos I. ¿Qué mérito se hizo de esta ley en el año 1808, cuando la más negra y escandalosa perfidia arrancó del seno de la patria y de entre los brazos de los españoles, la inocente y sagrada persona de su rey Fernando VII? Mientras la nación, palpando tinieblas, fluctuaba en medio de la incertidumbre del partido y rumbo que convendría seguir para salvar la Patria, no faltó quien en tan crítica situación hiciese memoria de la ley de Partida y clamase por su observancia; mas como no había prevenido este caso ni estaba autorizada por el uso, tampoco se hizo aprecio de ella ni se trató de darle cumplimiento. Los males y desastres que de aquí se siguieron, ¿quién los podrá referir? Si existiera en el Código nacional una sabia ley preventiva de este acontecimiento, ¡cuán rápidos progresos hubiera hecho, desde luego, nuestra santa y justa insurrección!

En el cuerpo del Derecho español tampoco hay una ley viva que fije y determine el tiempo de la minoridad de los reyes y el de la duración de las regencias y tutorías, omisión verdaderamente muy extraña en asunto de tanta consecuencia. La de Partida, citada por don Juan de la Reguera en dicha obrita, extiende aquel plazo hasta la edad de veinte años, y según la lección de varios códigos antiguos, hasta la de dieciséis; de suerte que su letra es varia y dudosa y, de consiguiente, indeterminada e imperfecta la ley. Consta expresamente esta varia lección de lo ocurrido en las Cortes de Madrid de 1391 con motivo de la minoridad de Enrique III.

Porque los prelados, caballeros y ministros elegidos en ellas para gobernar el reino por vía de Consejo, se lisonjeaban extender el plazo de la regencia hasta los dieciséis o veinte años del príncipe, apoyados en dicha ley de Partida. Así fue que después de haber hecho juramento de desempeñar las obligaciones anexas a tan grave e importante encargo, decían: «Et esto faremos é cumpliremos fasta que el dicho señor Rey sea de edat de diez é seis años complidos. Et por cuanto algunas Partidas dicen é ponen edat de diez é seis años, é otras ponen edat de veinte años, prometemos é juramos que en el diezmo é sesto año faremos llamar á cortes para acordar si este consejo durará fasta los dicho veinte años, ó fincará complidos los dichos diez é seis. Et complidos los diez é seis años, cesaremos del consejo, salvo si en aquel tiempo el regno en cortes ordenare otra cosa en este caso.»

Pero nada de esto se verificó, porque el Reino, congregado en las Cortes de Madrid de 1393, sin atenerse a la mencionada ley de Partida ni a alguna de sus lecciones, acomodándose a la costumbre y práctica de Castilla, consintió y aprobó que el príncipe don Enrique, cumplidos los catorce años, saliese de tutela y tomase las riendas del Gobierno. Así que no se hizo mérito de la ley de Partida, ley que siempre se consideró como nueva y contraria a los antiguos usos del Reino, y por lo mismo jamás se guardó en España. Pues así, antes de la copilación de este Código como después de publicado, fenecieron siempre las tutorías, luego que el rey menor cumplía los catorce años. Mas el uso y la costumbre es muy variable y achacoso a contestaciones y disputas, mayormente existiendo una ley del Reino en contrario. ¿No convendría fijar para siempre la práctica y antigua costumbre por medio de una ley positiva e incorporada en el Código nacional?

La ley V, tít. X, lib. V de la Nueva Recopilación, hecha por don Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, incorporada en todas las copilaciones, desde la de Montalvo, falta en la Novísima. Su disposición, según se halla extendida en las Ordenanzas Reales18, con más exactitud que en la Nueva Recopilación, es: «que las donaciones, gracias y mercedes que el Rey hiciere, las debe hacer con acuerdo de los de su Consejo, ó de la mayor parte en número de personas. Pero el Rey puede libremente hacer mercedes hasta en cuantía de seis mil maravedís y no más, y hasta el número de cuatro lanzas cuando vacaren por muerte ó renunciacion o privacion. Y si la vacacion fuere de mayor cuantidad, no la puede facer el Rey sin consejo de la mayor parte de los de su Consejo. Pero esto no ha lugar en los oficios menores de la casa del Rey, ni en las limosnas», y sigue como en la Nueva Recopilación.

La ley I, tít. VII, lib. VI, Nueva Recopilación, la cual prescribe que el rey no exija servicios, ni contribuciones salvo pidiéndolos con justa causa y en Cortes y guardando las leyes del Reino que sobre esto disponen, también falta en la Novísima, sin embargo de ser una ley del Reino confirmada repetidas veces por nuestros soberanos, como se muestra por el contexto mismo de ella. «Los Reyes nuestros progenitores establecieron y mandaron por leyes y ordenanzas hechas en cortes que no se echasen ni repartiesen ningunos ni algunos pechos, pedidos ni monedas, ni otros tributos nuevos, especial ni generalmente en todos nuestros reinos, sin que primeramente sean llamados a cortes los procuradores de todas las ciudades y villas de nuestros reinos, y fuere otorgado por los dichos procuradores que á las cortes vinieren.»

Asimismo se echa de menos en la Novísima la ley II del citado título y libro de la Nueva Recopilación, en que dice el soberano: «Porque en los hechos árduos de nuestros reinos es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, en especial de los procuradores de nuestras ciudades, villas y lugares de los dichos nuestros reinos, por ende ordenamos y mandamos que sobre los tales hechos grandes y árduos se hayan de ayuntar cortes y se haga consejo de los tres estados de nuestros reinos, segun que lo hicieron los Reyes nuestros progenitores.» Ignoro las razones que pudo haber para la omisión de esta ley del Reino inserta en todas las copilaciones anteriores; ley no derogada, sino viva y de continua observancia; ley que tiene íntima y especial conexión con las del título VIII, lib. III de la Novísima, en que se trata «De las cortes y procuradores del reino.»

Tampoco se han incluido en la Novísima los Reales decretos, cédulas y resoluciones sobre creación de vales reales, su curso y valor y caja de amortización; especialmente el decreto de 30 de agosto de 1780, relativo a la primera creación, inserto en Real cédula de 20 de septiembre del mismo año. Y la Real cédula de 9 de abril de 1784, en que se fijaron reglas para la renovación, admisión y curso de los vales, su legitimidad y endoso. Y la Real cédula de 10 de junio de 1795, en que se manda que los pleitos sobre pertenencia de vales se decidan breve y sumariamente como los de letras de cambio. Y la cédula de 17 de julio de 1799, reconociendo los vales como verdadera moneda, y mandando establecer cajas de reducción. La circular del Consejo de 7 de abril de1800, declaratoria de la precedente cédula y determinando se cumplan los contratos en la especie de moneda pactada por las partes contratantes. Y la pragmática sanción de 30 de agosto de 1800, que declara ser los vales reales una deuda legítima de la Monarquía, y responsable a ella en todos tiempos, designando arbitrios para el pago de intereses y amortización de los mismos vales, y encargando al Consejo el cuidado de la ejecución del nuevo sistema administrativo de este ramo. No me es permitido continuar estas investigaciones. El tiempo estrecha demasiado y es preciso concluir el escrito con lo que diremos en los dos artículos siguientes.

Artículo XI

Falta de orden y método

El orden, método y claridad es una de las prendas más interesantes y estimadas en las obras de literatura y lo que influye poderosamente en la propagación de las luces y conocimientos humanos y en los progresos de las ciencias. El alto grado a que éstas han subido en Europa de dos siglos a esta parte, es una consecuencia de los esfuerzos de la filosofía y del arte de razonar, dividir y analizar. Arte tanto mas necesario en los códigos y grandes copilaciones legales cuanta es su importancia y ventajas sobre todas las demás producciones literarias. Y bien se puede asegurar que en este género de obras colecticias el redactor apenas tiene otro mérito que la exactitud y el método.

Por desgracia, se echa de menos uno y otro en todas las obras de jurisprudencia española publicadas desde el restablecimiento de las ciencias en Europa; y el mal gusto de los letrados, y la confusión de sus ideas, se muestra hasta en las mismas copilaciones legales y códigos trabajados de orden del Gobierno en diferentes épocas. Pues como se dice en la Real cédula confirmatoria de la Novísima, «sobre la falta del debido órden y precisa division de títulos contenidos en cada libro, se incorporaron en unos leyes pertenecientes á otros segun las materias de sus disposiciones, advirtiéndose en todas la confusa mezcla de algunas respectivas á diversos ramos, y la dificultad de entender lo proveido en cada una.» Por lo cual la majestad de Carlos IV mandó al Consejo encargase a Reguera procurase guardar en todo el mayor orden, método y concisión. ¿Don Juan de la Reguera desempeñó este gravísimo encargo? Hagamos algunas reflexiones comenzando por el título «De la santa fe católica», presentado por el redactor a la Junta de ministros por muestra o modelo de su nuevo plan de reforma.

Las veintitrés leyes de este título, que es el I, lib. I, se pudieran reducir a una sola, digna, ciertamente, de la religiosidad del soberano y de la piadosa nación española. «La religion de todos mis reinos y dominios, y de todos los españoles mis súbditos, es y será perpetuamente la religion cristiana, católica, apostólica romana; me declaro su protector y prohibo el egercicio de cualquiera otra. Si alguno profesase diferente religion, ó con ánimo obstinado y pertinaz no tuviere ó creyere lo que tiene y cree la santa madre Iglesia, mandamos que padezca las penas establecidas por las leyes contra los hereges.»

Las leyes siguientes no guardan correspondencia ni tienen conexión esencial con lo que expresa el título «De la santa fe católica.» ¿Qué tiene que ver con este epígrafe el de la ley VI: «modo de recibir al Rey en los pueblos con las cruces de las iglesias»? «¿Qué la prohibición de llantos y duelos inmoderados por los difuntos, argumento de la ley IX?» «¿Qué la de los disciplinantes y gigantones?» «¿Qué la que manda observar el calendario eclesiástico según la corrección gregoriana?» «¿Qué el ofrecimiento anual y perpetuo de mil escudos de oro á nombre de los Reyes de España al apóstol Santiago?»

La ley IV: «Comunion del condenado á muerte el día anterior á la egecucion de la justicia», tiene íntima relación con el Código criminal, y corresponde al título XXXVIII, lib. XII. ¿Qué es lo que pudo mover al redactor para insertarla en el título «De la santa fe católica»? Si fue por tratarse en ella de una cosa tan santa como es el Sacramento de la comunión, no es menos santa y sagrada la materia de la ley XIV del mencionado título XXXVIII, lib. XII, a saber: que a los presos se les diga misa en los días festivos. No es menos respetable y santa la ley que prohíbe jurar el santo nombre de Dios en vano, ni la que designa la pena de los judíos que trataren de convertir a su secta a hombre de otra, que se hallan en los títulos I y V del citado libro; luego siendo una misma la razón y argumento de estas leyes, debió el redactor juntarlas todas en el título «De la santa fe católica», como lo hizo el copilador de la Nueva Recopilación, y no colocar aquí una ley y reservar las otras para el libro XII.

Las leyes II, III, IV, V, VII, VIII y X son tan propias de la autoridad eclesiástica, del Código canónico y de un catecismo, como ajenas del cuerpo de Derecho civil, porque si hubo razón para estampar en él estas leyes, por la misma se debían haber insertado también las que prescriben la observancia de los mandamientos de la ley de Dios, el precepto de la confesión y comunión en el tiempo pascual, el de oír misa en los días festivos y el de ayunar cuando lo manda la Iglesia.

Las leyes XI y XII, que prohíben los disciplinantes, empalados, mayas, danzas y gigantones en las iglesias, son providencias de buen gobierno para la conservación del orden y tranquilidad pública, y corresponden privativamente a los títulos «De policía» y «De las diversiones públicas», donde se repiten las mismas ideas y materias. Las leyes XVII y XVIII, sobre el juramento que deben hacer los que se graduaren en las universidades de estos reinos de defender el misterio de la Purísima Concepción, son muy propias de las constituciones de los establecimientos de instrucción pública, y caso que se hubieran de incorporar en el Código nacional, su lugar más adecuado es el tít. IV, libro VIII. La ley XIX: «Renovación de la Real junta de la Inmaculada Concepción», está dislocada, y corresponde a la ley XII, tít. III, lib. VI, donde se trata de la institución de la Real y Distinguida Orden española de Carlos III. Finalmente, la ley XXII: «Prohibición de sostener las proposiciones condenadas del Sínodo de Pistoya», debió colocarse en el lib. VIII y título XVIII: «De los libros prohibidos».

Al título «De la santa fe católica» sigue inmediatamente el «De las iglesias y cofradías». ¡Qué bello orden! ¡Qué enlace de ideas y pensamientos! Las cofradías se llevan la atención del legislador con preferencia a los prelados, estado eclesiástico, bienes, libertades y franquezas de las iglesias y clero. Este título es redundante y sus leyes estuvieran mejor y más oportunamente colocadas en otra parte. La I, en el título «De las fuerzas y violencias», libro XII, las que se hacen a las iglesias, clero y bienes eclesiásticos, son de la misma naturaleza que los atentados contra la propiedad, casas y bienes de las personas seglares.

Las leyes II y III corresponden al título IX. La IV y V están dislocadas; parte de la primera debió insertarse en el título de los derechos del Real Patronato; lo restante de ella y toda la ley siguiente, en el título de la Real Academia de las Nobles Artes, libro VIII, donde se cita y menciona dicha ley. La VI se halla comprendida en la XIII, tít. XII, lib. XII, y una y otra están fuera de su lugar, pues pertenecen naturalmente al título «De la policía de los pueblos.»

El tercero contiene leyes exóticas y ajenas del Código nacional. Sola la primera, que prescribe la construcción de cementerios fuera de las poblaciones, es útil y de importancia general; sola ella merece incorporarse con las leyes del Reino. Todas las que siguen acerca de la forma y modo de la construcción de cementerios, sus planes y diseños, fondos y caudales para costear las obras, esto no es ni debe ser objeto de la ley civil, sino de instrucciones, providencias y reglamentos dirigidos a las justicias de los pueblos.

¿Quién no se admirará al ver en un Código de leyes generales para una nación establecidas y determinadas las formalidades que se han de observar en los entierros y exequias de los difuntos? ¿El número de hachas y cirios que se deben poner en las sepulturas? ¿Una declaración sobre ataúdes de los difuntos, y ceremonial de su entierro? ¿Y otra ley sobre oficios fúnebres y novenarios en la provincia de Guipúzcoa? Y si el redactor fuera consiguiente en guardar el orden de su bien o mal concertado sistema, hubiera incorporado también en este título las leyes sobre el modo de traer los lutos y personas por quienes debe ponerse, que son la II y III, tít. XIII, lib. VI.

La ley V: «Derechos que se exigen con el título de luctuosa, en el obispado de Lugo, por el «fallecimiento de cada cabeza de casa»; suponiendo que sea digna del Código, ¿qué conexión tiene con el objeto del título? Está fuera del lugar que le corresponde, y debió unirse con las del título VIII: «De los derechos de los prelados.» La VI es propia de la Ordenanza militar. En suma, las leyes de este título corresponden rigurosamente a la legislación municipal, a las Ordenanzas de los pueblos y a reglamentos de policía y salubridad pública; este es el objeto de la ley y el blanco que se propuso el legislador en el establecimiento de cementerios fuera de poblado.

El título IV, «De la reducción de asilos y extraccion de refugiados á las iglesias», tiene conexión esencial con el Código criminal, y debe formar una parte de él. ¿No estarían mejor sus leyes, así como las exquisitas y abundantes notas con que el copilador enriqueció la materia, a continuación de la II, tít. XXXVI, libro XII: «Extraccion de los malhechores de los lugares privilegiados»?

El tít. II del lib. II abraza veinticinco leyes de diferentes clases, órdenes y naturaleza: políticas, económicas, civiles, judiciales, generales y particulares; todas dislocadas, y que debieran insertarse en sus correspondientes títulos y libros. La primera, «Conocimiento y autoridad de los Reyes de Castilla sobre injurias, violencias y fuerzas entre eclesiásticos», es política y propia del libro III, donde se debió tratar de la autoridad soberana, y del poder legislativo y ejecutivo. La II, III y IV corresponden rigurosamente al tít. I, lib. V, «De las chancillerías de Valladolid y Granada». La V al tít. V, lib. V, «De la Real audiencia de Canarias». La VI, al tít. IV del mismo libro. La VII al tít. II de dicho libro. Y casi todas las restantes al tít. V, lib. IV, «De los negocios pertenecientes al conocimiento del Consejo».

El tít. VII, lib. II, trata «Del tribunal de la Inquisicion y de sus ministros». El redactor dejó de insertar en él dos excelentes leyes de la majestad de Carlos III, relativas al uso de la autoridad de este Tribunal. Resuelve por una de ellas que la Inquisición oiga a los autores católicos, conocidos por sus letras y fama antes de prohibir sus obras. Que por la misma razón no embarazará el curso de los libros, obras o papeles, a título de ínterin se califican; que las prohibiciones del Santo Oficio se dirijan a los objetos de desarraigar los errores y supersticiones contra el dogma, al buen uso de la religión y a las opiniones laxas que pervierten la moral cristiana.

Por otra ley no menos justa y sabia quiere que los inquisidores no embaracen a las justicias reales el conocimiento de aquellos delitos que por leyes del Reino les corresponde. Que se contengan en el uso de sus facultades para entender solamente de los delitos de herejía y apostosía, sin infamar con prisiones a mis vasallos, no estando primero manifiestamente probados.

El jurisconsulto, el inquisidor, el magistrado, el curioso que apetece enterarse de las facultades del Tribunal de la Inquisición y de sus ministros, acudirá precisamente al libro y título que trata o debe tratar de este asunto, y desde luego echará de menos estas importantes leyes, y su trabajo en buscarlas será vano, porque se hallan dislocadas, insertas y estampadas a una inmensa distancia. ¿Dónde si os parece? La primera en el lib. VIII, y es la ley III, tít. XVIII, y la II en el lib. XII, tít. XXVIII, «De los adúlteros y bigamos»; ley X con este epígrafe: «Conocimiento y castigo por las justicias Reales de los que casan segunda vez viviendo su primera consorte». De aquí nace, sin duda, la ignorancia de estas leyes, y de la ignorancia su violación y práctica contraria, de suerte que yo he llegado a dudar alguna vez si debieran calificarse de anticuadas.

El tít. XV, lib. II, abraza dos objetos bien diferentes: primero, «Del uso de los aranceles»; segundo, «Del papel sellado en los juzgados eclesiásticos». ¿Qué conexión o enlace hay entre uno y otro asunto? La observancia del arancel real y el uso de papel sellado en los tribunales eclesiásticos y todas las leyes relativas a este punto, ¿no estarían mejor y más oportunamente colocadas en el tít. XXXV, lib. XI, y en el tít. XXIV, lib. X, en que se trata de los derechos de los jueces y de los aranceles y del uso del papel sellado? Aunque las personas a quienes se imponen estas obligaciones sean diferentes, ¿la materia no es una misma?

El lib. III, Del Rey, es importantísimo, y por él debiera comenzar el Código nacional. Sería de desear y muy útil y ventajoso al pueblo español que el redactor hubiese reunido aquí todas las leyes políticas, dispersas en varios títulos y libros de la Recopilación y en otros cuerpos legales, para facilitar a todos el conocimiento de lo que tanto les interesa saber, las leyes fundamentales y constitución de la Monarquía española, tan sabia como ignorada por no haberse coordinado hasta ahora bajo un punto de vista, ni extraído sus leyes de entre las tinieblas y confuso caos donde yacen impenetrables y ocultas a la vista e inteligencia de las gentes del pueblo.

¡Qué bella ocasión! ¡Qué coyuntura tan favorable para que don Juan de la Reguera desplegase sus talentos y diese al pueblo muestras de la organización de sus ideas y profundos conocimientos en materia tan delicada e importante! Empero el redactor trazó aquí en este libro un horroroso cuadro en que representa reunidas sin orden, ni plan, ni enlace, infinita multitud de leyes heterogéneas de todas clases y órdenes, políticas, diplomáticas, civiles, criminales, generales, particulares, económicas, gubernativas, reglamentarias y de policía; de suerte que un libro que debiera tratar del rey y de su autoridad soberana, del poder legislativo y ejecutivo, de las regalías y derechos de la majestad, así como de los de la nación, tienen lugar otras leyes exóticas, y se trata prolijamente de la Real Junta de Correos y Postas; de las casas de Madrid y de su tasación, de la carga de aposento; del Real Bureo, oficiales de Casa Real, sus criados y dependientes: de los aposentadores de la corte, de los proveedores de la Real Casa y corte, de los alcaldes del repeso, abastos y regatones de la corte; de los fieles ejecutores de Madrid, de la policía de la corte, de las rondas y visitas de la corte por sus alcaldes, de los de cuarteles y barrios, de los pretendientes y forasteros, y otras de la misma naturaleza, dejando fuera de este lugar y dislocadas las que privativamente le corresponden.

La ley I, tít. I, lib. I, es la más sagrada, y todas las naciones cultas que aprecian como deben la verdadera religión la han reputado como el más firme cimiento de las leyes y fundamento de la tranquilidad de los Estados. Es, pues, una ley que corresponde al Código político: una obligación del rey y de los súbditos. La II del mismo título y libro es justa, buena y piadosa; pero meramente política, y debió insertarse entre las leyes relativas a los honores y demostraciones de acatamiento y respeto que exige la alta persona del soberano.

La VII, tít. VII, lib. I, «Los prelados cuiden del cumplimiento de la ley prohibitiva de que el clérigo ó religioso hablen mal de las personas Reales, estado ó gobierno», es también política, y corresponde a este libro tercero y a su primer título, cuya ley II es semejante y de la misma naturaleza. Igualmente son políticas y privativas de este libro las leyes sobre las calidades que se requieren para considerarse alguno como español, y declarar los requisitos para decirse natural de estos reinos, y poder gozar las exenciones que disfrutan los nacidos en ellos; tales son la VII y VIII, tít. XIV, lib. I, a las cuales debieran seguirse las del tít. XI, lib. VI, que tratan de los extranjeros domiciliados y vecinos en estos reinos y de los transeúntes.

La ley VII, tít. IV, lib. XI, con este epígrafe: «Pena de las personas eclesiásticas que no vienen al llamamiento del Rey», es puramente política y debe colocarse a continuación de las que prescriben la obediencia al soberano. ¿Es ésta acaso una ley judicial para colocarla en el título de los Emplazamientos? Los titulas XVII, «Del patronato Real», y XVIII, «De la Real presentacion de prelacías de las iglesias», y XXIV, «De la mesada y media annata eclesiástica», que se hallan insertos en el libro I, corresponden privativamente a este tercero, así como el tít. XLII, lib. XII, «De los indultos y perdones Reales». El derecho de perdonar y de hacer gracia, aunque tiene conexión con el Código Penal, no es por su naturaleza asunto criminal, sino una regalía de la autoridad soberana.

Después de la persona del rey y de sus prerrogativas y deberes, convenía tratar de los de la nación y de las personas que tienen representación política en el Estado. «De los cuerpos municipales, organizacion y autoridad de los concejos y ayuntamientos, de su gobierno y representacion política»; asunto de una gran multitud de leyes dispersas por todo el libro VII. Después: «De los señores de vasallos, grandes de España y otros títulos de Castilla. De los nobles é hijosdalgo y de sus privilegios. De los caballeros. De las órdenes militares.» Las leyes relativas a estos objetos están dislocadas en diferentes partes del Código, a saber, en los títulos VIII y IX, lib. II, y tít. I, II y III, lib. VI. También es propio de este libro lo que disponen las leyes acerca del tratamiento que se debe dar a estas personas por escrito y de palabra. El redactor las colocó en el tít. XII, lib. VI.

A falta de leyes políticas se sustituyeron en este libro otras muchas, y aun títulos enteros, que por su materia pertenecen a otras secciones del Código, según dejamos insinuado. Al título I, «Del Rey y de la sucesión del reino», siguen inmediatamente el II, «De las leyes»; III, «De los fueros provinciales»; IV, «De las pragmáticas, cédulas, decretos y provisiones Reales», de los cuales se debiera haber formado un título único preliminar por donde comenzase el Código legislativo. Por aquí da principio el de las Partidas, que, sin duda, es el más bien trazado y mejor coordinado entre los que tenemos en España, y este mismo método vemos observado en los modernos Códigos de Europa. El orden natural de las cosas lo exige así, y es difícil de comprender cómo el redactor de la Novísima, siendo tan letrado, no alteró, así como lo hizo en otras materias, el método de la Nueva Recopilación.

Por otra parte, estos títulos están sembrados de leyes, o dislocadas, o impertinentes, o inútiles. La I y II, tít. II, son descripciones de la ley, muy buenas para unas instituciones o tratado instructivo de jurisprudencia, mas no para una copilación metódica de leyes. La V corresponde al título de las calidades y obligaciones de los jueces. La VII, VIII y IX, a la sección que trata de los deberes de los consejeros. La VI, «Observancia de las leyes de Toro en los pleitos posteriores á ellas», es inútil. Una vez que estas leyes están ya incorporadas en la Recopilación, ¿qué necesidad hay de encargar en particular su observancia? ¿No quedan suficientemente autorizadas por la ley X, «Observancia de las leyes contenidas en la Recopilacion, no derogadas por otras»? Mejor hubiera sido que en lugar de esta ley se insertase aquí la que dispone: «Las leyes de policía y del gobierno de los pueblos obligan a todos sin diferencia de condiciones ni de fueros», con lo cual se evitaría la repetición de las leyes III y IV, tít. XXXII, lib. VII, muy extraviadas y fuera de su lugar.

El tít. V está dislocado. Se trata en él «De las donaciones y mercedes Reales», materia que corresponde al título general «De las donaciones», que es el VII, lib. X. Las donaciones, por ser hechas por el rey, no mudan de naturaleza; son, como todas, una prueba de generosidad, y no se diferencian en su esencia de las que hacen los particulares. El tít. XIII del mencionado lib. III, en que se trata de la Real Junta y Superintendencia General de Correos y Postas, contiene veintiuna leyes de todos órdenes y clases. Es obra muy difícil averiguar los motivos que pudo tener el copilador para colocar este título entre el «Del Real bureo» y el «De los aposentadores de la corte». ¿Cuánto mejor estaría unido con los títulos XXXV y XXXVI, lib. VII, «De los caminos, puentes, ventas y posadas»? Es tanta la conexión que hay entre unos y otros, que el redactor tuvo necesidad de insertar en dicho título XXXV tres leyes sobre la superintendencia general de caminos, y otras cuatro con relación a la misma suprema Junta en el tít. XXII, lib. X, que trata «De los bienes vacantes y mostrencos».

Hemos dicho que los bandos, cédulas, decretos y otras providencias relativas a policía no son propias de un cuerpo de Derecho y sí de las Ordenanzas municipales de los pueblos. Empero, el redactor fue en esto tan liberal que estampó dos títulos enteros sobre este asunto; uno, «De la policía de la corte», y otro, «De la policía de los pueblos». Y como quiera que la materia y naturaleza del objeto es uno mismo, con todo eso colocó el primero en el lib. III de que vamos hablando, y el segundo en el lib. VII. Y ya que quiso el redactor enriquecer el Código con esta clase de leyes, bien pudiera haberlas reunido bajo un punto de vista y no dejarlas tan descarriadas y dispersas como se hallan en el Código.

Casi todas las leyes del tít. XVI, lib. III, «De los proveedores de la Real casa y corte»; las del tít. XVII. «De los alcaldes del repeso, abastos y regatones de la corte», señaladamente las leyes XI, XIII, XIV, XVIII y XIX, y los títulos XX, XXI y XXII, pertenecen propiamente a la policía de la corte, así como la ley X, título XIII, lib. VI, «Prohibicion de andar embozados en la corte», y la XIV, tít. XIV del propio libro. Del mismo modo, las leyes III, IV, IX, X, XI y XII, tít. XXXIII, lib. VII, y las leyes XIII, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX y XXV, tít. XXXIX, lib. VII, corresponden privativamente a la policía de la corte, con otras muchas que se encuentran derramadas por todas partes del Código.

En el título «De la policía de los pueblos», de las cuatro leyes de que consta, sola la primera es de policía. La segunda corresponde a los títulos respectivos de las obligaciones de los corregidores, justicias y ayuntamientos; la tercera y cuarta, al título de las leyes o al de los fueros privilegiados. Es muy extraño que el redactor no hubiese pensado en llenar el vacío de este título con las leyes de policía dislocadas e insertas en otros muchos del Código, como, por ejemplo, las leyes VIII, IX y X, tít. XI, lib. VI, que tratan de formación de matrículas de extranjeros en todos los pueblos. Las del tít. XIII, a saber la VIII, IX, X, XIV y XV, sobre trajes y vestidos. Las más de los títulos XVII, lib. VII, tít. XXX y XXXI, sobre caza y pesca y animales nocivos. La ley I y II, tít. XXII del mismo lib. VII, es meramente de policía, así como la X, que tiene este epígrafe: «Formacion de estados mensuales de todos los nacidos y casados y muertos en los reinos de España para conocer el estado de su poblacion». La ley VI, tít. I, lib. XII es de policía igualmente que todas las que se encaminan a conservar el buen orden entre los ciudadanos, y precaver que se inquiete al vecino pacífico. Sin embargo, esta ley, como ceñida a un pueblo particular, debiera haberse excusado en el Código e insertarse en las Ordenanzas municipales de Palma. Nada diré de los títulos XXXIII, lib. VII, «De las diversiones públicas y privadas», y del XXXIV, «De las obras públicas», pues solamente con leer estos epígrafes conocerá cualquiera que su objeto es de policía.

Los títulos XVII, lib. III, «De los alcaldes del repeso, alguaciles, porteros, y escribanos oficiales de sala»; XX, «De las rondas y visitas de la corte por los alcaldes de ella y sus ministros», y XXI, «De los alcaldes de cuarteles y barrios, de sus obligaciones, y de las de sus alguaciles, escribanos y porteros», están mal colocadas en el libro tercero; corresponden sus leyes, exceptuadas las de policía, de que ya hemos hablado, al título XXVII, lib. IV, «De las dos salas de corte y sus alcaldes», y al tít. XXX, «De los alguaciles de corte y villa, oficiales, porteros y otros ministros de la sala de alcaldes». De este modo se evita la fastidiosa y confusa repetición de unas mismas materias y leyes y la fealdad de un orden tan inverso corno es hablar de los alguaciles y otros oficiales inferiores primero que de los consejeros y ministros del Supremo Consejo de Castilla.

Se trata de este Tribunal en el lib. IV. Las leyes relativas al cumplimiento de las obligaciones de consejeros, oidores, alcaldes de corte, etc., se hallan en gran manera multiplicadas, dispersas y dislocadas, y se pudieran reducir a muy poco. El tít. II, lib. IV, «De los tribunales y sus ministros en general», es el propio lugar de todas. Aquí la VI, tít. III, lib. IV, «Juramento que deben hacer los ministros del Consejo». Ley I, tít. XI, lib. V, «Previo juramento de los oidores, alcaldes y oficiales del Consejo, corte y chancillerías antes que usen de sus oficios». Ley VII, tít. XXVII, lib. V, «Calidades y juramento de los alcaldes de la corte». Ley II, tít. XVII, lib. V, «Juramento que han de hacer los fiscales». Ley IX, tít. II, lib. IV, «Prohibición de recibir dádivas, presentes o dones los ministros y oficiales del Consejo, corte y chancillerías». Y la X siguiente, «Prohibicion de solicitar negocios agenos, y de recibir dádivas los ministros y oficiales de los consejos y chancillerías». Y la XII, «Pena de los ministros de los consejos y chancillerías que no guardaren secreto». Y leyes VI y VII, tít. VIII, lib. IV, «Obligacion de los ministros del Consejo á la observancia del juramento de guardar secreto». Todas estas leyes se pudieran reducir a una, añadiendo la fórmula del juramento, que se halla en la ley I, tít. XI, lib. V, y repetida en la ley III, tít. I, lib. XI.

El redactor, para honrar y distinguir como es debido una profesión tan necesaria y ventajosa como es la de los abogados, les dio la investidura de miembros del Consejo; por lo menos, trata de ellos inmediatamente después del escribano de Cámara y de gobierno del Consejo, y antes que de los relatores; y dirigido por altos y no conocidos principios, formó con relación a este objeto dos títulos diferentes, tít. XIX, lib. IV, «De los abogados del Consejo», y tít. XXII, lib. V, «De los abogados», a secas. ¿Son diferentes oficios? ¿Varían sus deberes y obligaciones? ¿Los abogados del Consejo no lo son igualmente de otros tribunales? ¿No sería conforme a las reglas del buen orden y método que estos dos títulos se redujesen a uno? ¡Cuántas leyes se evitarían con esta economía! Estas reflexiones cuadran igualmente a la legislación sobre relatores, de que también se formaron dos títulos en la Novísima.

Lo peor es que los abogados, para responder al fin de la ley y desempeñar los deberes de su ministerio, no es suficiente que estén bien instruidos en los preceptos y máximas de dichos títulos; necesitan mendigar otras muchas leyes esparcidas y derramadas por otros del Código; por ejemplo, la ley XV, tít. XXVII, lib. IV, «Obligacion de los abogados á despachar por turno las causas de presos pobres». El número séptimo de la ley VII, tít. V, lib. V. La nota 2.ª a la ley X, tít. IV, lib. VII, y la nota 12.ª a la ley XXIX, tít. XI, lib. VII. Ley XIV, tít. VIII, libro VIII. Leyes III y IV, tít, III y II, tít. VI, lib. XI. Las leyes I, II, III, tít. XIV, lib. XI, con sus notas 1.ª, 2.ª y 3.ª y ley III, tít. XXXII, lib. XII.

En el tít. I, lib. V, comienza el redactor a tratar de las Chancillerías de Valladolid y Granada. Exige el buen orden que continuasen sin interrupción y se reuniesen todas las leyes relativas a este objeto; pero el novísimo copilador las dislocó extraordinariamente, porque dejando principiado este asunto, se distrae a tratar en los nueve títulos siguientes de cada una de las audiencias del Reino, y vuelve a tomar el hilo desde el undécimo en adelante, dándonos en él las leyes relativas a los «Presidentes, oidores y otros ministros de las chancillerias», y en el tít. XII trata «De los alcaldes del crimen de las chancillerias». En el XV, «De los alcaldes de los hijosdalgo en las chancillerias». En el XVI, «Del juez mayor de Vizcaya en la chancilleria de Valladolid». En el XVIII, «De los alguaciles mayores de las chancillerias». Y en el XX, «Del chanciller y su teniente en las chancillerias».

El lib. VII trata de los pueblos y su gobierno civil, político y económico. Nos detendríamos demasiado si tratásemos de notar individualmente el trastorno de sus títulos y leyes. El tít. XVIII, «De los diputados y síndicos personeros del comun de los pueblos», corresponde al tít. IX, «De los oficiales de concejo, sus obligaciones &c.». ¿Los diputados y síndicos no son oficiales de concejo? ¿No tienen asistencia y voto absoluto en la junta de propios y arbitrios? ¿No lo tienen igual a los regidores en la exacción de las penas, suspensión, privación y nombramiento de los oficiales que manejan los caudales comunes? Las leyes XII, XIII y XV, tít. XXX, debieron incorporarse con las de los tít. XVI y XVII, «De los propios y arbitrios, y de los abastos de los pueblos». Y la ley III, tít. XXXI, corresponde al XXX.

¿Y qué razón habrá tenido el copiador para ingerir en el mencionado libro VII el tít. XI, que es «De los corregidores, sus tenientes y alcaldes mayores de los pueblos?» ¿No estaría mucho mejor en el título «De los jueces ordinarios», el primero del lib. XI? Mas en cualquiera parte del Código que se halle este asunto, allí se debieron reunir todas las leyes que dicen relación a estos magistrados, sus deberes y obligaciones. La Instrucción de corregidores, si merece el nombre de ley general y de insertarse en el Código, parece que había de abrazarlas todas; pero no se verifica esto en la Novísima, antes el redactor, siguiendo el desorden de las precedentes copilaciones, conservó en ella, dislocadas y dispensas por todas partes, una multitud de leyes que la economía y buen orden exigían omitir o colocar en dicho título o instrucción de corregidores. No es posible hacer mención de todas; nos contentaremos con citar algunas.

Ley IX, tít. I, lib. IV, «Obligacion y juramento de los corregidores sobre impedir á los jueces eclesiásticos todo lo perjudicial á la Real jurisdicción». Ley XXVII, tít. XVIII, lib. VI, «Cuidado de los corregidores sobre la observancia de las disposiciones respectivas á que no se eximan de las contribuciones los que deban pagarlas». Leyes XII y XIII, tít. XX del mismo libro, sobre el cuidado y obligaciones de los corregidores relativamente a cobro de portazgos, pontazgos y otras gabatelas. En el libro VII, ley II, tít. II, «Obligacion de los corregidores á hacer casas de concejo y carcel donde no la hubiere». Ley III, tít. III, «Obligacion de los corregidores á hacer guardar las ordenanzas de los pueblos». Ley XX, tít. XVII, «Cuidado de los corregidores en el ramo de abastos». Las leyes XI, XII, XIII, XIV, XV y XVI, tít. XXI. Leyes III y IV, título XXIV. Ley XIV, tít. XXX, y la ley VIII, tít. I, lib. VIII, «Cuidado de los corregidores sobre que los maestros de primeras letras cumplan con su ministerio». Finalmente, las leyes IX y X, título XXXII, lib. XII, «Obligacion de los corregidores y justicias en el castigo de los pecados públicos. Modo de proceder los corregidores y alcaldes mayores en las causas criminales, y en el castigo de pecados públicos».

Al título de los corregidores sigue el de las residencias de estos magistrados y otros jueces y oficiales. ¿No cuadran bellamente a esta sección las leyes del tít. XI, lib. IV, «De las residencias y modo de proceder á su determinacion en el Consejo»? Estas títulos se han separado, dividido y multiplicado sin causa.

Habiéndose quejado don Juan de la Reguera de que en las precedentes ediciones de la Recopilación en muchos títulos se colocaron algunas leyes tocantes a otros, en prueba y confirmación de ello puso esta nota19: «Véase en el tít. VII, lib. I, la ley XXI sobre que no paguen alcabala los libros traídos á estos reinos, la cual propiamente corresponde al tít. XVIII, lib. IX que trata de las cosas que no deben pagar aquel derecho.» No fue muy feliz el censor en la elección de pruebas y ejemplos para confirmar su juicio. Porque la citada ley de los Reyes Católicos se encamina a promover el comercio de libros, facilitar su abundancia, y con ella los progresos de las ciencias. Y parece por lo mismo que no está mal colocada en el título «De los estudios generales, doctores y estudiantes», que es el VII, lib. I, Nueva Recopilación. Porque así como don Alonso el Sabio, en el tít. XXXI, part. II, que es «De los estudios en que se aprenden los saberes», hizo exentos de pechos a los maestros sin faltar al orden y buen sistema que observa siempre por la misma razón convenía que al tratarse en la Nueva Recopilación de los estudios y estudiantes se insertase aquí la ley protectora del libre comercio de libros.

Por otra parte, la ley no está ceñida a la exención de alcabalas; se extiende igualmente a la de diezmo, almojarifazgo, portazgo y todo derecho de entrada; por consiguiente, a ningún título corresponde determinadamente, ni con más oportunidad que al citado de los estudios generales. El redactor, por estas u otras consideraciones, mudó de dictamen, y ya no tuvo al título de las alcabalas por lugar propio de aquella ley. Mas ¿dónde os parece que tuvo a bien insertarla? No en el de los estudios y universidades, desde el tít. IV hasta el IX, lib. VIII; tampoco en el de las ventas y compras, donde se trata de las alcabalas, tít. XII, lib. X, ni en el de los pechos e imposiciones, título XVII, lib. VI, ni en el siguiente sobre exenciones de pechos y tributos reales, ni en el tít. XX de los portazgos. ¿Pues en qué parte de la Novísima se encontrará esta ley? Después del título de los herradores y albéitares: en el de los impresores y libreros, que es el XV, libro VIII.

Y ya que hemos tocado la materia de la instrucción pública, insinuaremos alguna cosa sobre el método observado por el redactor en la colocación de varias leyes relativas a este objeto. Las gracias, exenciones y fueros otorgados por las leyes a los doctores y maestros, parece que debieran insertarse en el libro de los estudios generales, como lo hizo don Alonso el Sabio. Pero nuestro redactor, habiendo tratado con extraordinaria prolijidad de esta materia, omitió aquélla y la reservó para el tít. XVIII, lib. VI, donde se hallan cuatro leyes relativas al asunto: la X, XIV, XV y XVI. Choca, desde luego, y llama la atención el raro contraste de las leyes X y XI. La primera dispone que no sean excusados de contribuir en los pechos reales y concejales los bachilleres en Derecho Canónico y Civil; pero la segunda otorga esta gracia al verdugo. Las demás leyes arriba mencionadas eximen de pechos a los doctores y graduados de las universidades de Salamanca, Valladolid, Alcalá y Colegio de Bolonia.

El tít. XV del citado lib. VIII tiene este epígrafe: «De los impresores, libreros, imprentas y librerias». Bien se pudieran haber omitido las dos últimas expresiones por redundantes, y porque las leyes no hablan directamente con las imprentas y librerías. El tít. XVI trata «De los libros y sus impresiones, licencias y otros requisitos para su introducción y curso». El XVII, «De la impresion del rezo eclesiástico y calendario y de los escritos periódicos». ¿Los breviarios, misales y otros folletos no son libros? El XVIII versa acerca «De los libros y papeles prohibidos». ¿Estos títulos no se hallarían suficientemente expresados con este epígrafe único: «De los impresores, libreros y comerciantes en libros»? A este título, o sean títulos, corresponde todo lo que tiene relación con el sumario de la ley IV, tít. XVI: «Requisitos para la impresion, introduccion y venta de libros». ¿Pues cómo el redactor no insertó la ley prohibitiva de introducir libros encuadernados fuera del Reino? Dirigido por principios que le son propios, la colocó en otra parte, y es la XXVIII, tít. XII, lib. IX.

Las leyes V, VI y VII, tít. I: «De los contratos», lib. X, tienen íntima conexión con la jurisdicción eclesiástica, de que se trata en el título I, lib. II, y allí corresponden según el plan del redactor, porque aunque versan sobre los contratos y obligaciones entre legos, con sumisión a la autoridad eclesiástica, el fin a que se dirigen estas leyes es contener los abusos de la jurisdicción eclesiástica. ¿Y por qué razón no habrá insertado aquí el copilador las leyes I y II, tít. XIV, lib. II?: «Los legos no hagan escrituras ni contratos ante los vicarios y notarios eclesiásticos.» Si porque se habla de contratos redujo las dos primeras leyes al título: «De contratos», ¿por qué no hizo lo mismo con las segundas, que tienen el propio objeto?

En el gran Código de la Novísima Recopilación no hay un título de inquilinatos ni de alquileres. En el de los arrendamientos, que es el X, lib. X, se trata de el de las casas desde la ley VI hasta la VIII, y se debieran insertar también en él, siquiera por guardar cierto orden, las leyes XXI, XXII, XXIII y XXIV del título XIV, lib. III, donde se dispone sobre casas, sus tasas y arrendamientos; así como las X, XI, XIII, XVII y XVIII del título XXV, lib. VII, que tratan de arrendamientos y tasas de las dehesas y tierras de propios y concejiles, pues aunque los objetos arrendables son diferentes, no lo es la materia y asunto de las leyes. A este mismo título de inquilinatos corresponde la ley que protege los propietarios o sus administradores para acudir en razón de cobro de alquileres a las justicias ordinarias con derogación de todo Fuero, la cual es la ley XII, tít. XI, lib. X.

El tít. VIII, lib. XI, trata «De las prescripciones.» El redactor debió reunir en él todas las leyes relativas a esta materia. Sin embargo, se hallan algunas dispersas en el Código y colocadas donde no corresponden; como parte de la ley XX, tít. V, libro I, en el párrafo 13, donde se manda que el derecho de los parientes del testador o donador que dejó en el reino de Valencia bienes de realengo a manos muertas no habilitadas con privilegio de amortización, se prescribe por tres años, y la ley XXVIII, tít. XV, lib. X, y la I y X, título XI del mismo libro: Tiempo en que se prescribe la fianza hecha para presentar á alguno en juicio. Deudas de salarios de sirvientes, medicinas de boticas, comestibles de tiendas y hechuras de artesanos y su prescripcion, pasados tres años.» Véase también la ley II, tít. XLI, libro XII: «La pena de cámara en que incurrió el obligado con ella á presentar á otro en la cárcel á cierto, plazo, se prescriba dentro del año de no haber cumplido.»

Las leyes IV y V, tít. XVI de dicho libro XI, con estos epígrafes: «Modo de estender las sentencias los escribanos de cámara y de notificarlas á las partes. Los escribanos de cámara guarden las sentencias originales, poniendo en el rollo sus traslados en forma», pertenecen propia y naturalmente al oficio de escribanos, y debieron colocarse en el título en que se trata de sus ministerios y obligaciones, a saber, en el XXI, lib. IV: «De los escribanos de cámara del Consejo», y en el XXIV, lib. V: «De los escribanos de cámara de las chancillerías y audiencias.» Las leyes VI y VII, con su nota, corresponden al título de las Chancillerías, y al de las Audiencias de Mallorca y Cataluña.

La ley V, tít. V, lib. XII, es redundante y se halla, además, fuera del lugar que por su materia le corresponde. Como una de las muchas que prescriben las obligaciones de los corregidores, hace parte de la instrucción de estos magistrados y es propia del tít. XI, lib. VII. El tít. X, lib. XII se pudiera haber excusado, colocando sus leyes con más oportunidad. Los delitos de que en él se trata son homicidios, heridas, injurias y violencias; los cuales no mudan de naturaleza por cometerse contra personas más o menos condecoradas, aunque es Cierto que se agravan por esta circunstancia, y es necesario también agravar la pena. Exige, pues, el orden que se trate de estos crímenes en el tít. XV: «De los robos y fuerzas.» Tít. XXI: «De los homicidios y heridas.» En el tít. XXV: «De las injurias», y la ley X de dicho título: «Pena de los bandidos, contrabandistas o salteadores de caminos» se debió insertar en el tít. XVII: «De los bandidos, salteadores de caminos y facinerosos.»

El tít. XIII no pertenece al Código criminal. Las máscaras y disfraces de que allí se trata no envuelven delito por su naturaleza ni se pueden contar entre los crímenes, aunque tal vez por las cireunstancias sea conveniente vedarlas como perjudiciales; asunto sobre que han variado las leyes, y que propiamente corresponde a la policía de los pueblos. Las leyes XVII y XVIII, tít. XXIII son muy ajenas del Código penal, y sólo se pueden calificar de providencias económicas en beneficio de la real lotería. Las del título XXIV: «De las rifas», y del tít. XXV, ley VI: «Prohibición de las palabras sucias, que llaman pullas», y la VII: «Prohibición de dar cencerradas en la corte», y la IX, que abraza los bandos prohibitivos: «De instrumentos ridículos, insultos y palabras en las noches vísperas de San Juan y San Pedro» no son lás que providencias de policía y de buen gobierno, y su propio lugar el título de la policía de los pueblos, así como la ley VIII: «Prohibición de pasquines, sátiras, versos, manifiestos y otros papeles sediciosos» pertenece al título de los libros y papeles prohibidos.

La ley VI, tít. XXVI: «Prohibición de tener las mugeres públicas criadas menores de cuarenta años y escuderos, y de usar hábito religioso, almohada y tapete en las iglesias» no corresponde al Código criminal, y es una providencia de policía. ¿Pero es adaptable a los usos y costumbres de nuestros días? Todas las leyes del título XXXI: «De los vagos y modo de proceder a su recogimiento y destino» son ajenas del tratado de delitos y penas. El simple holgazán y vagabundo no es un hombre criminal y malhechor, y menos los que tratan de mantenerse con algunas habilidades, como los saludadores, buhoneros, los que enseñan para divertir al público marmotas, osos y otros animales. ¿Es propia de un título penal la «Real ordenanza para las levas anuales en todos los pueblos del reino», que forma la ley VII? ¿Y la XVIII: «Prohibición de prender las justicias a los empleados de Rentas Reales por causa de levas? La ley XIV: «Cuidado de los corregidores en la corrección y castigo de los ociosos y mal entretenidos», corresponde a la Instrucción de corregidores, y las restantes, al título de la policía de los pueblos.

El tít. XXXIX no es propio del Código penal y pertenece privativamente a las Ordenanzas del Consejo, Chancillerías y Audiencias. Los mismos sumarios de las leyes indican claramente el sitio y lugar que les corresponde: «Visita de cárceles que deben hacer dos del Consejo en los sábados de cada semana. Modo de practicar la visita ordinaria de las cárceles de la corte. Visita de cárceles por dos oidores de la Chancillería en los sábados de cada semana. Formalidades que han de observar los oidores para las visitas de presos.» Se deja ver que todas son reglamentarias y propias de los estatutos de dichos tribunales. Y caso de ocupar lugar en el Código, debieran haberse insertado en los libros IV y V, donde se hallan leyes análogas a estas; véanse la II, tít. II, lib. V, capítulo II, de la ley I, tít. III, capítulo VI de la ley XLI, tít. IV. cap. XXVI, ley I, tít. IX, y ley X, tít. V, lib. V, que previenen a los ministros de las Audiencias de Galicia, Asturias, Sevilla, Cataluña y Canarias, que visiten las cárceles en la forma y días allí señalados.

En el tít. XLI del mismo libro XII advierto dos defectos considerables; primero, que el epígrafe no es exacto ni corresponde a la materia que allí se trata. En lugar «De las penas pecuniarias pertenecientes a la Real Cámara», debiera decir: «De la recaudación, administración y aplicación de las penas pecuniarias.» Este es el objeto de las leyes. Segundo, que este título no es necesario en el Código; lo uno porque de las penas pecuniarias por delitos se habla o debiera hablarse en cada uno de ellos; lo otro, porque la administración y recaudación de las penas de cámara no pertenece en cuanto a esta parte económica al Código civil ni al criminal.

Y ya que se creyese necesario tratar de este asunto meramente gubernativo y económico, en el Código convenía hacerlo de un modo claro y perceptible, insertando todas las leyes vivas y útiles, dislocadas y dispersas, en un solo título. El más oportuno es el XIV, lib. IV: «De las condenaciones para penas de Cárnara y gastos de justicia», cuyas leyes son de la misma naturaleza que las de dicho título XLI, libro XI. Debieran reunirse también aquí las leyes III, tít. X, lib. IV, XVI, título XXVII del propio libro, y todas las del título XXXIV, lib. V. Reunidas bajo este punto de vista, se veía claramente la importunidad de unas, la redundancia de otras, la oposición y contradicción de varias y la confusión de todas, y sería fácil por este medio reducirlas a poco más de la ley XXI, tít. XLI, lib. XII.

Artículo XII

Observaciones sobre novedades introducidas en la Recopilación por su último redactor, y juicio de las notas

El redactor dividió la Novísima Recopilación en doce libros; división arbitraria y que no está fundada en principios de buena lógica ni de filosofía legal. Si se le preguntase por los motivos y razones que le determinaron a adoptar esta partición y a no seguir el modelo que don Alonso el Sabio dejó a la posteridad en la redacción de las Siete Partidas, ni el método de Montalvo, que distribuyó las Ordenanzas Reales en ocho libros, a los cuales añadieron uno más los últimos copiladores; si se le preguntase a don Juan de la Reguera por qué dividió el Código en doce libros y no en veinte o veinticuatro, bien creo que no sería capaz de dar una respuesta satisfactoria.

El principio que debe regir y tener influjo en este análisis, o llámese anatomía legal, emana de la naturaleza misma de las leyes. Todas las leyes análogas y que son de una clase y género deben ocupar un solo lugar o libro en el Código. Todas las leyes generales por las que se han gobernado y gobiernan las naciones, señaladamente las que se encaminan directamente a la comunidad y a sus miembros, por necesidad han de corresponder a una de estas tres familias o clases: leyes políticas, leyes civiles y leyes penales. Ninguna hay que no esté comprendida en uno u otro de estos géneros; luego la división del Código, si ha de ser justa y razonada, debe responder al número de estas clases generales, ni puede abrazar más que tres libros.

Sin embargo, como el Código civil, por la vasta extensión de su materia excede considerablemente en el número de leyes al Código político y penal, para mayor claridad y comodidad de los interesados pareció conveniente y aun necesario subdividirlo en secciones, o sean libros; y los jurisconsultos antiguos y modernos se han convenido, con harto fundamento, en partir el Código civil en tres secciones, según la clasificación que dieron a sus principales materias, personas, cosas y acciones.

Las leyes sobre administración de justicia, obligaciones de los magistrados, forma de los juicios y procedimientos judiciales pertenecen en parte al Código civil y en parte al criminal. Por esto, y porque su objeto no es de tanta generalidad que interese directamente a todos, trataron los jurisconsultos esta materia aparte y con separación, formando un libro que se puede considerar como apéndice del Código civil y criminal. Así que la más natural, justa y cómoda división del Código o cuerpo de Derecho común es en seis libros, o si se quiere llevar la cosa con rigor, en tres libros con otras tantas secciones, a saber: Libro I, Leyes políticas. Libro II, Leyes civiles. Sección I: De las personas. II Sección: De las cosas: Sección III: De las acciones. Libro III, Delitos y penas. Sección única: De la Administración de Justicia y forma de los juicios.

No me detendré en el examen de la cuestión suscitada hoy entre los jurisconsultos filósofos sobre el orden que estas clases de leyes deben guardar en el cuerpo del Derecho: si el Código penal ha de preceder al Código civil, y éste al político, o al contrario; cuestión sumamente metafísica y delicada, casi imposible de resolverse con acierto, y de muy poca o ninguna utilidad en el estado actual de nuestra legislación. Tampoco es justo hacer empeño en demostrar las conveniencias y ventajas que resultarían de coordinar, reducir y publicar separadamente cada uno de los libros o códigos, como se ha practicado en varios gobiernos de Europa. Pues aunque esta separación allana las dificultades y facilita los trabajos de la redacción, y puede influir así en la perfección de los códigos como en la inteligencia de las leyes, mas como todas ellas interesan a todos y ningún miembro del cuerpo social deba ignorarlas, no hallo inconveniente en que siga el uso y la costumbre de publicarlas reunidas en un solo volumen, cuyo tamaño bien se pudiera reducir al de un tomo en cuarto, sin detrimento de la integridad y perfección del Código.

Organizado de esta manera el libro clásico y general de la nación, después que el Gobierno así hubiese facilitado y hecho accesible el estudio del Derecho patrio y proporcionado a todos los medios de conocer y entender las leyes que deben saber y observar todos, sería muy conveniente poner mano en coordinar, imprimir y publicar códigos o colecciones particulares, comprensivas de aquellas leyes en que solamente interesan personas o corporaciones determinadas, dividiéndolos en proporción de las diferentes materias de que tratan y de los géneros o clases que corresponden, a saber:

I. Código eclesiástico, el cual deberá abrazar la mayor parte de las leyes contenidas en los libros primero y segundo de la Novísima Recopilación, pues aunque estas leyes tienen íntima relación con las del Código general y muy bien pudieran insertarse todas ellas en los lugares que por razón de sus materiales les corresponden, entre las leyes o políticas, o civiles, o criminales, sin embargo, consultando con la brevedad, claridad y concision del cuerpo común de Derecho y no siendo justo obligar a todos a que tengan las leyes que interesan y miran directamente a los eclesiásticos, ni privar a éstos de un auxilio que les facilita en gran manera el estudio y conocimiento de su peculiar legislación, me persuado que sería muy útil reducir y publicar separadamente este Código religioso.

II. Código militar, dividido en dos secciones. Primera, Ordenanza para el Ejército. Segunda, Ordenanza de la Real Armada, en la cual se deberían comprender las leyes relativas al Derecho marítimo y a la policía de los puertos.

III. Código de educación e instrucción pública. Aquí el plan general de estudios, estatutos y reglamentos de todos los establecimientos instructivos, desde las escuelas primarias hasta las ciencias sublimes, y las constituciones de universidades, estudios generales, colegios, seminarios, sociedades y academias.

IV. Código municipal: colección de Ordenanzas de los pueblos, especialmente de las ciudades capitales de provincia. Corresponde privativamente a este Código el infinito número de reglamentos, providencias y leyes de que está sembrada la Recopilación, relativas al gobierno político y económico de los Ayuntamientos: a los ramos de abastos, pósitos, montes y plantíos, y, en fin, las leyes agrarias y de policía.

V. Ordenanzas de tribunales: colección de leyes sobre su gobierno interior, autoridad, facultades y jurisdicción; obligaciones y deberes de sus ministros y oficiales, y las instrucciones de alcaldes y corregidores.

VI. Código de comercio, comprensivo de las leyes sobre la Junta general de Comercio y Moneda y Minas, y casi todas las de los veinte títulos del libro IX de la Novísima Recopilación, con las del título XIII, lib. III, relativas a la Real Junta y Superintendencia general de Correos y Postas.

VII. Código de la Real hacienda. Aquí todas las leyes, reglamentos y ordenanzas sobre la recaudación y administración de tributos, gabelas, contribuciones y derechos reales: de las medias anatas, expolios y vacantes, gracia del excusado, y tercias reales: de la regalía de aposento, del papel sellado, de los estancos; de los bienes vacantes y mostrencos, con todo lo perteneciente a vales reales y deuda pública.

No pretendo, ni es mi intención, y estoy muy distante de pensar que este rudo e imperfecto bosquejo se califique de un plan razonado o sistema general de Derecho español, obra seguramente ajena de mi destino y profesión y superior a mis fuerzas y conocimientos; no es más que una mera indicación del camino que, a mi juicio, se debiera seguir, y de las ideas que convendría adoptar para corregir los defectos de la jurisprudencia nacional, acelerar los progresos de esta ciencia, hacerla más accesible a todos y precaver los escollos en que a cada paso tropiezan los jueces y letrados, incomprensibilidad de sus leyes, la dificultad de encontrarlas y la oscuridad y confusión que reina por todas las partes del Código.

El redactor de la Novísima aumentó las dificultades y multiplicó los estorbos e hizo mucho más complicado el uso y estudio de nuestro Derecho con los propios medios de que se valió para facilitarlo y mejorarlo; quiero decir, con la novedad de haber variado y trastornado todo el orden, enlace y numeración que en las precedentes copilaciones tenían sus libros, títulos y leyes. No hay duda que este orden y método es muy malo: es un continuo desorden, pero desorden inevitable e incorregible no alterando sustancialmente el sistema antiguo de formar el Código y de levantar el edificio del cuerpo de nuestro Derecho por agregación de partes inconexas o piezas que no se han dispuesto ni labrado determinadamente para ocupar en él todo el sitio que les corresponde. El redactor siguió religiosamente este mismo plan y con el inmenso aumento de leyes incorporadas dentro del Código agravó los males en lugar de remediarlos. En la reforma de las obras intelectuales y de literatura sucede lo propio que en las del arte. Los que han pretendido retocar una pintura, casi siempre la dejaron en peor estado. Hay edificios tan monstruosos que el único medio de reforma es construirlos de nuevo. Añadirle nuevas piezas colocándolas ante las antiguas, es multiplicar las deformidades.

La reforma parcial de los defectos consagrados por el uso de algunos siglos, causa un mal cierto y no produce sino un bien accidental y accesorio. Los profesores de Derecho, magistrados, jueces y jurisconsultos fueron educados sobre principios que suponen y autorizan aquel defectuoso orden; siguieron la carrera de la jurisprudencia atenidos al antiguo método; se familiarizaron con él y no conocieron otro. Los príncipes y soberanos, en sus pragmáticas, órdenes y decretos se refieren a las leyes recopiladas, y las citan según el orden y numeración que tienen en las primitivas copilaciones. Los glosadores, pragmáticos y comentadores de nuestro Derecho hicieron lo mismo. Así que turbar este orden y numeración de libros, títulos y leyes, es alterar, digámoslo así, la economía y estilo legal y forense autorizados por espacio de doscientos y más años; es introducir nuevas causas de confusión y oscuridad en el uso y estudio del Código y hacer impracticable el de los autores que se han dedicado a interpretar nuestras leyes. Juzgo, pues, que, aunque vicioso, es menos malo el método de aumentar el Código por medio de suplementos y tomos separados, guardando el mismo orden y división de los libros y títulos del cuerpo principal y refiriéndose a ellos. No me detendré por más tiempo en demostrar una verdad de que es preciso que estén convencidos todos los letrados y cuantos se hallan en la necesidad de hacer uso de la Novísima.

No se le ocultaron a don Juan de la Reguera estos inconvenientes y dificultades; bien previó los funestos resultados de semejantes alteraciones y el trastorno consiguiente a aquella reforma y llegó a confesar la necesidad de acomodarse y atenerse al orden y método establecido, en cuya razón escribía20 en el año de 1799: «Los defectos bien notorios con que se ordenaron las leyes del Reino en la primitiva Recopilación de 1567, repetida en el de 69, pudieron corregirse sin inconvenientes en las primeras reimpresiones de 1581, 92 y 98; pero en las posteriores, desde la de 1640 hasta la última de 775 y 77, hubiera causado su reforma un general trastorno en los números de ellas y en sus citas, hechas por los muchos autores que han escrito desde aquel tiempo en materia de nuestro Derecho.

»Así es que se extractan en esta obra las leyes recopiladas en la última edición, sin alterar sus respectivos números, pues para darles el orden correspondiente a la calidad de sus materias y al enlace de sus establecimientos era preciso que casi todas perdiesen su antiguo lugar y que muchas se trasladasen de unos títulos a otros más adecuados, siguiéndose de esto la dificultad de encontrarlas a quien las buscase guiado por sus citas.»

Sin embargo, el mismo don Juan de la Reguera, en calidad de redactor de la Novísima, olvidando estas bellas máximas o mudando de opinión, propuso y fue aprobada la idea, de reunir e intercalar en el nuevo Código los autos acordados y el inmenso número de cédulas y leyes aumentadas, con lo cual todo el orden que antes tenía quedó alterado, tanto que muy pocas se encontrarán en el lugar que ocupaban en las precedentes copilaciones. Y si bien para evitar los gravísimos inconvenientes que de aquí se siguen y para que subsistan útiles las citas hechas por los escritores de las obras de Derecho escritas y publicadas hasta aquí, se colocó, a consecuencia de uno de los capítulos del plan de reforma, al frente y por principio de la Novísima, una tabla general, que por el mismo orden de los nueve libros y títulos de la Nueva, y con arreglo a su última impresión de 1775, comprende todas sus leyes y autos, y manifiesta la correspondencia de cada una con la Novísima. Este recurso, que supone la existencia de un mal verdadero, no alcanza a salvar todas las dificultades, y si precave algunos inconvenientes, acarrea otros de mucha consideración.

Primero. Que los magistrados, jueces, jurisconsultos, curiosos y todos los que tienen interés en adquirir prontamente el conocimiento de las leyes, necesitan emprender anticipadamente un ímprobo y prolijo trabajo e invertir mucho tiempo para encontrarlas y asegurarse de su correspondencia con las de las anteriores copilaciones. De suerte que cuando se les debieran proporcionar auxilios y facilitar los medios de manejar más cómodamente el Código, se les obliga a tomar una nueva carrera, no tan llana como la antigua, sino más áspera, larga y embarazosa.

Segundo. Que los profesores de nuestro Derecho se ven en cierta manera precisados a tener y manejar las dos copilaciones, no solamente porque ambas están autorizadas, sino también porque sin ellas no se puede proceder con acierto en las confrontaciones de las leyes, ni asegurarse de si las novísimamente recopiladas corresponden en su letra y texto con las antiguas.

Tercero. Que este trabajo y fastidiosa inquisición muchas veces será vano y estéril y sin otro fruto que la pérdida de tiempo, porque los profesores se hallarán con que la ley, leyes o autos, cuya correspondencia buscan, se han omitido en la Novísima.

Cuarto. Que en ocasiones, después de mucha fatiga y de recorrer por una y otra parte las citas y remisiones, no hallarán lo que desean, por estar errados los números de las tablas o los de las leyes correspondientes, como me ha sucedido a mí algunas veces.

Quinto y último: Que los letrados e investigadores de las leyes, para examinarlas después de haberlas encontrado, se verán en la necesidad de emprender el nuevo y desagradable trabajo de consultar varios libros, títulos, leyes y notas dislocadas y dispersas por todo el Código a consecuencia de la novedad introducida también por el redactor, de incorporar y reunir varias y distintas leyes en una; y al contrario, la de truncarlas y hacer de una sola dos, cuatro, seis y diez leyes, colocándolas en títulos y libros diferentes. Novedad que aumenta la confusión del Código y envuelve grandes inconvenientes.

He dicho, y es necesario repetir, que un Código o cuerpo legislativo original, esto es, dispuesto y trabajado libremente, sin sujeción a otros códigos, difiere infinitamente del que no es más que una mera copilación y agregación de leyes dispersas o piezas desunidas y separadas. El autor del primero, instruido a fondo en el Derecho patrio y en los principios y máximas de la jurisprudencia universal, y empapado, por decirlo así, en todas las materias de Derecho público y privado, después de trazar el plan y sistema de la obra procede a la extensión de las leyes sin atenerse servilmente a ninguna de las instituciones existentes, ora sean nacionales, ora extranjeras, y sólo se aprovecha de todas como de materiales para la construcción del edificio, que ha meditado levantar.

Pero un copilador por el estilo y circunstancias de los que en España trabajaron nuestras colecciones, desde Montalvo hasta hoy, está constituido en la obligación de reunir y juntar íntegras las piezas e instrumentos legales, y no tiene libertad para alterarlas, ni truncarlas, ni interpolarlas. El primero es, en cierta manera, creador del Código; el segundo poco menos que un mero copiante; aquél ofrece al público un todo bien organizado, compuesto de piezas trazadas y labradas por sus propias manos, en conformidad a las ideas de su espíritu; éste presenta, bajo de cierto método, una colección de leyes ya existentes, perfectas y acabadas en su clase, a cuyo tenor necesita conformarse. Uno tiene ocasión de dar muestras de su talento, prudencia y sabiduría; otro, de su paciencia, exactitud y fidelidad en copiar las leyes sin que pierdan nada de su letra, ni de su contexto y mérito.

Las de nuestro Código existían antes de la reunión, y ninguna se ha hecho de propósito ni determinadamente para formar parte del edificio legal ni para insertarse en el cuerpo del Derecho. Los reglamentos, decretos, cédulas y pragmáticas expedidas sucesivamente por los soberanos, son en sí mismos piezas bien extendidas, metódicas, completas y acabadas en su género. Las partes de que se componen mutuamente se miran y tocan en todos los puntos y tienen íntima y esencial conexión. Enlazadas entre sí y encaminadas a un mismo objeto y determinado fin, no se pueden separar sin perjuicio del mérito de la pieza y de la integridad del todo. Truncar las leyes y dividirlas en trozos para colocarlas en diferentes puntos del Código, sería operación semejante a la de un oficial ignorante y bárbaro que destruyese o hiciese pedazos una estatua o elegante columna para aprovechar estos materiales en la reedificación de algún edificio. En nuestro asunto no puede aquella operación producir otro efecto que la ruina de las leyes y el aumento de las deformidades del Código.

La reunión de dos o más leyes en una, del mismo modo que la transformación de una en muchas, es contraria a la unidad de la ley, y necesariamente ha de producir confusión y oscuridad en las ideas y preceptos. La desmembración y dislocación de los párrafos, capítulos y miembros de la ley choca directamente con su integridad, naturaleza y constitución, y demás sirve de obstáculo a la inteligencia de ella. Lo que en especial se verifica de aquéllas, que no tanto se deben calificar de leyes cuanto de piezas instructivas o documentos histórico-legales, como son los breves pontificios, bulas, concordatos, tratados diplomáticos, ordenanzas, estatutos y reglamentos: los cuales, aunque no debieran tener lugar en el cuerpo de Derecho civil, ya que se tomó el partido de insertarlos en él, hubiera sido muy conveniente publicarlos íntegros, como se hizo en la Nueva Recopilación.

Sirva de ejemplo la ley XI, tít. VI, libro I, Nueva Recopilación. El redactor de la Novísima dividió esta pieza en seis trozos, con los cuajes dio el ser a otras tantas leyes. El primero y más extenso forma la I, tít. XVIII, lib. I; siendo cosa bien particular y digna de notarse, que la ley recopilada comienza por donde el concordato acaba, esto es, por la ratificación del tratado. De los demás capítulos, algunos mutilados, se construyeron las leyes II, tít. XIX; II, tít. XX; IV, título XXIII, lib. I, y la I, tít. XIII, lib. II, con la nota 2 a esta última ley. El que desea adquirir brevemente una completa instrucción de las materias del concordato, tiene que evacuar todas estas citas y remisiones, recorrer todos los parajes indicados en ellas, combinar los capítulos y reunir ideas y noticias tan separadas y dispersas, y aún así no logrará la deseada instrucción con tanta facilidad y comodidad como si tuviera presente, bajo un punto de vista, el documento en toda su integridad.

Lo mismo ha de suceder con el célebre auto acordado IV, tít. I, lib. IV, Nueva Recopilación, documento apreciable y pieza muy instructiva. El redactor la desnudó de sus adornos e hizo que perdiese sus gracias y mérito partiéndola nada menos que en diez trozos, colocándolos por acá y allá del Código. No es posible que un lector, aunque dotado de la más feliz memoria y retentiva, sea capaz de conservar ideas y noticias tan distantes y dispersas por diez diferentes títulos de los libros primero y segundo de la Novísima. ¿Es esto facilitar el estudio y conocimiento de las leyes y el uso del Código?

Acaso se dirá que las citadas leyes y otras muchas de la misma clase abrazan a las veces materias inconexas y puntos muy diferentes. La razón y el buen orden exigen trasladarlas a los lugares y títulos a que corresponden. He aquí el fundamento que hubo para proceder al trastorno de las leyes y la única razón con que se pretende justificar la novedad introducida, razón sumamente débil en comparación de las que militan en favor de la integridad de la ley; razón especiosa, y que tiene más de apariencia que de verdad. El redactor, deslumbrado con las ventajas de un bien aparente, no tomó en consideración ni se detuvo a pesar en justa balanza los males consiguientes a aquella desmembración; ni tuvo presente que nuestras leyes, cédulas y pragmáticas deben regularmente su origen a motivos y sucesos particulares, casos complicados que envuelven más o menos directamente varios puntos al parecer inconexos, pero en la realidad tan enlazados con el suceso principal que motivó la ley como lo están con un cuerpo o edificio las partes que le componen. La desmembración necesariamente ha de ser monstruosa y funesta.

La ley de Carlos III y auto acordado de 5 de mayo de 1766 ofrece materia para hacer algunas reflexiones sobre el novísimo método analítico observado por el redactor en la extensión y colocación de ésta y otras leyes. Se compone de nueve capítulos, y su fin y principal objeto es la conservación del orden y de la tranquilidad de los pueblos, y precaver las asonadas, alborotos y otros excesos que se suelen cometer en los lugares para obligar a los jueces o ayuntamientos a rebajar los precios de los comestibles. La ley es puramente ley de policía; lo demás que en ella se contiene es accesorio, pero siempre enlazado con el argumento y objeto principal y pendiente de él. Sin embargo, el redactor dividió la resolución y auto del Consejo en tres partes, y con ellas formó la ley XIII, tít. XVII; la I, tít. XVIII, libro VII, y la III, tít. XI, lib. XII, sin reparar en los inconvenientes.

Primero, en el de la falta de unidad e integridad de la ley. Segundo, en la repetición de una parte de la XIII, tít. XVII, libro VII, que tuvo necesidad de ponerla por principio de la III del libro XII, prueba de su esencial enlace y conexión. Tercero, en el de transformar una ley ceñida a un suceso particular en ley general, y haberle dado demasiada extensión. Cuarto, en el de oscuridad de esta ley penal, porque con haber omitido las causas que motivaron su publicación, ningún juez ni letrado puede saber por el contexto de ella de qué género o clase de asonada, bullicio o conmoción popular se habla, ni cuál sea el objeto determinado a que se dirige. Quinto y último, en el de redundancia; quiero decir que esta ley, en cuanta penal y según se halla extendida en el libro XII es inútil, porque sobre todo lo en ella contenido se provee suficientemente por la ley V del mismo título y libro.

La ley LXII, tít. IV, lib. II, Nueva Recopilación, es una Real cédula de Felipe III u Ordenanza sobre la organización y división de Salas del Consejo y señalamiento de los negocios respectivos a cada una de ellas. Y aunque no corresponde propiamente al Código civil por las razones que en otra parte dejamos expuestas, es, sin embargo, una pieza bien extendida, metódica, completa en su clase, y cuyas partes, enlazadas entre sí y encaminadas a un mismo objeto, no se pueden separar sin perjuicio de la unidad e integridad del todo. Esta pieza legal es indivisible.

El redactor de la Novísima copiló la mayor parte de ella en la ley VI, tít. V, libro IV, con este epígrafe: «Conocimiento de los negocios respectivos al Consejo, con distribución de salas de gobierno y de justicia, y modo de proceder a su vista y determinación.» He dicho la mayor parte de ella, porque de los veintiséis números que contiene la Real cédula desmembró siete capítulos para construir las leyes XI, título II, lib. II, comprensiva del cap 25; la IX, tít. II, lib. III, del cap. 10; la XVII, título VII, lib. IV, con los capítulos 22 y 23; la IX, tít. X, lib. IV, que abraza los capítulos 14 y 24, con lo cual destruyó la Ordenanza y la hizo en cierta manera incomprensible, sin conseguir el fruto de colocar las partes mutiladas en sitio y lugar oportuno. Están violentas en el paraje que se les ha señalado y reclaman la unión con el todo de donde fueron arrancadas sin algún fundamento.

En prueba de ello haremos algunas reflexiones. En el capítulo 25 de la Ordenanza no se trata de los recursos de fuerza ni de los tribunales a quienes corresponde su conocimiento, sino en suposición de lo dispuesto por las leyes sobre esta materia. Dice la Ordenanza que cuando ocurriere algún negocio de esta naturaleza, vaya y se trate en la Sala de Gobierno; pero nuestro redactor, advirtiendo que en dicho capítulo se hace mención de negocios en materia del remedio de la fuerza, guiado solamente por la nomenclatura y sonido de las voces, lo trasladó al tít. II del lib. II, cuyo argumento es: «De las fuerzas de jueces eclesiásticos y recursos al Real auxilio», sin reflexionar que este título trata del Derecho y de las leyes en que se funda aquel recurso, y en la Ordenanza de un hecho, esto es, a qué Sala corresponde tratar de semejantes negocios, disposición propiamente reglamentaria y de buen gobierno.

Este trastorno tan caprichoso y arbitrario se deja ver más claramente en el capítulo décimo de la Ordenanza, del cual se formó la ley IX, tít. II, lib. III. ¿Cuál es el objeto del mencionado capítulo y el argumento que en él se trata? De las leyes y ordenanzas del Consejo, de su puntual observación, de que no se contravenga a ellas, que no se muden ni alteren sin orden expresa del soberano, precediendo consulta. Tal es el contenido de dicho capítulo: materia muy propia de la Ordenanza y enlazada esencialmente con el objeto a que se dirige.

El redactor, confundiendo las ordenanzas particulares de un cuerpo con las leyes generales del Reino, y sin considerar la inmensa distancia e incoherencia que hay entre un reglamento económico y gubernativo y las disposiciones del citado título II, lib. III, en que se trata de las leyes en general, de su fuerza y vigor, de la clasificación de los cuerpos legales y de guardar su autoridad, insertó aquí como ley general un capítulo reglamentario arrancado de aquella Ordenanza particular, que sólo habla directamente con el Consejo. Los jurisconsultos y curiosos que quieran tomarse el trabajo de hacer un juicio comparativo de los puntos contenidos en la Ordenanza con los de los títulos donde se han incorporado, se convencerán que cada uno de ellos no es allí más que un parche o mancha que desdice del objeto y blanco, de la sección. Mientras los doctos se ocupan en este examen, voy a hacer algunas observaciones sobre las copiosísimas notas que enriquecen y adornan la Novísima Recopilación.

Las ilustraciones y declaraciones de las leyes son argumento o de la arbitrariedad de los jurisconsultos o de la imperfección de los códigos. Las buenas leyes no necesitan de notas y comentarios. Nadie en medio del día acostumbra usar luz artificial, sino de noche y en las tinieblas. Cuando las leyes están bien extendidas, con bello orden y método, lenguaje puro y estilo claro, breve y conciso, las interpretaciones y glosas son tan impertinentes y ridículas como en las obras de arquitectura los adornos churriguerescos. Los códigos de las Partidas, Fuero Real y Ordenamiento de Alcalá corrieron sin notas por espacio de algunos siglos y no se vieron afeadas aquellas copilaciones con tan prolijas apostillas hasta que el mal gusto literario de las universidades de París y Bolonia y el pésimo ejemplo de los sumistas y comentadores del Derecho civil y canónico, cundió a manera de contagio por España y produjo ese parto monstruoso catenas áureas y divinas glosas que tanto contribuyeron a menoscabar la autoridad de las leyes patrias y a confundir nuestra legislación.

No es mi propósito envolver a don Juan de la Reguera entre los corruptores de nuestra jurisprudencia. Bien lejos de dejarse arrastrar del torrente de la opinión general, declamó con tanto celo como energía contra los abusos de aquellos intérpretes y glosadores. «La imprenta, dice21, inventada en Maguncia por los años de 1457 y extendida en los siguientes, facilitó y dio curso a innumerables glosas, comentarios y otras obras de interpretaciones que en breve llenaron las bibliotecas y dificultaron más el estudio de la legislación. Confundida ésta en sí misma por la gran variedad de sus establecimientos corregidos, declarados y revocados unos por otros, y aun muchos de ellos contrarios, quedó más sofocada por la multitud de autores que se dedicaron a interpretarla, acomodándola al Derecho romano y procurando conformarla con sus leyes muertas... Empeñados algunos en inventar nuevas opiniones que los distinguiesen de los demás, aplicaron sus ingenios y emplearon el tiempo en el trastorno de muchas leyes, que teniendo en su literal contexto la más clara inteligencia de sus disposiciones, y no necesitando más que su simple lectura para comprenderlas, se han visto despojadas violentamente de sus respectivos casos, y aplicadas á otros muy diversos y ajenos de la mente de sus autores.»

Sin embargo, no es justo reprobar absolutamente toda clase de notas y comentarios a las leyes, ni hubo de ser ésta la intención de don Juan de la Reguera. Lo que sí conviene pedir es que sean oportunas y capaces de difundir la luz y facilitar la inteligencia de la letra y texto expresivo de la voluntad del legislador. Los vicios y defectos del novísimo Código exigen ciertas notas e ilustraciones: con ellas disminuirían considerablemente aquellos defectos o serían más tolerables. El redactor no pudo prescindir ni desentenderse de este objeto y tuvo necesidad de encender una antorcha para alumbrar a los que por razón de oficio han de emprender este camino sombrío y tan sembrado de tropiezos y peligros. Espacioso y ameno campo se le ha presentado para manifestar con oportunidad su buen juicio, erudición y profundos conocimientos en la ciencia de los Derechos, y la más sazonada ocasión para hacer un beneficio a los profesores de jurisprudencia y a todos los que aspiran al conocimiento de las leyes. Mas por desgracia no fue feliz en la elección de los medios, porque dejando los más sencillos y naturales, y los que más cumplen, adoptó los que poco o nada aprovechan, los que, a mi juicio, agravan los males del Código, sofocan la luz, acrecientan los obstáculos, multiplican las deformidades, aumentan el caos, extienden y hacen más densas las tinieblas.

Un juicioso y erudito anotador debe huir de la redundancia y arbitrariedad, así como de la afectación, y cuidar que las notas sean breves, sencillas, claras, selectas y respectivas a las necesidades del Código. La calificación de su utilidad y mérito pende de estas calidades y relaciones. Es, pues, necesario que se encaminen a esclarecer las leyes y a disminuir sus imperfecciones; a desembrollar el caos de las nomenclaturas bárbaras con que se expresan los delitos, los contratos, derechos y obligaciones, y a sustituir a esa confusa jerigonza legal, consagrada por los siglos, un lenguaje más sencillo, más popular e inteligible. Así que teniendo en consideración los defectos e imperfecciones que hemos advertido en nuestro Código, parece que las ilustraciones y notas se debieran ceñir a los puntos siguientes:

Primero. Definiciones. Es cosa bien singular e ignoro si la historia de la jurisprudencia ofrece semejante caso que el principal cuerpo de Derecho español carece de definiciones y oportunas descripciones de los objetos y materias de cada capítulo, y de las ideas que representan los argumentos y términos generales de Derecho. Se trata, por ejemplo, del modo de adquirir el dominio, de contratos, obligaciones, últimas voluntades, etc. Pero ¿qué es dominio? ¿Qué es contrato, cambio, arrendamiento, alquiler? ¿Qué se entiende por hipoteca, secuestro, fianza? ¿Cuál es la idea representada por la voz prescripción, transación, testamento, donación entre vivos, usufructo, servidumbre, tutela, emancipación? Nada se dice en el Código. ¿No sería sumamente útil y ventajoso que por medio de notas comprensivas de breves y claras definiciones se supliese tan considerable defecto?

Segundo. Explicación de los términos técnicos de las palabras y frases anticuadas, de los nombres de las monedas con la correspondencia de su valor al que hoy tienen, de las expresiones alusivas a costumbres desusadas, desconocidas e ignoradas. No me persuado que haya necesidad de probar la importancia de estas notas.

Tercero. Extractos de las resoluciones de las leyes. Hay muchas, como hemos visto, sumamente prolijas, interpoladas, redundantes, compuestas de prólogos intempestivos, introducciones fastidiosas, noticias históricas y remisiones que no tienen enlace esencial con la determinación de la ley, y cuya lectura y examen fastidia e incomoda a los que sólo desean saber la voluntad del legislador. No puede haber duda que una nota en que se expresase sucintamente esta voluntad contribuiría a facilitar la inteligencia de las leyes y el uso del Código.

Cuarto. Suplemento de ideas imperfectas, y solamente indicadas, y de remisiones vagas, cuya averiguación influye esencialmente en el exacto conocimiento de la ley. Sirva de ejemplo la III, tít. II, lib. III, en la cual dicen los Reyes Católicos: «Mandamos que cuando quier que alguna duda ocurriere en la interpretacíon y declaracion de las dichas leyes de ordenamientos y premáticas y fueros, ó de las Partidas, que en tal caso recurran á Nos y á los Reyes que de Nos vinieren para la interpretacion dellas... Y revocamos la ley de Madrid que habla cerca de las opiniones de Bártulo y Baldo y Juan Andres, y el Abad, cual dellas se debe seguir en duda á falta de ley, y mandamos que no se use della.» Yo preguntaré si por el contexto de esta ley se podrá saber qué es lo que se prohibe en ella. ¿Qué ley es esta de Madrid? ¿Cuándo y por quién se ha publicado? ¿Cuál es su contenido? He aquí un argumento digno de una nota erudita.

Quinto. Concordancia de muchas leyes que, aunque idénticas en el argumento de que tratan, y en el objeto a que se dirigen, sin embargo, por haberse publicado en diferentes circunstancias y tiempos y por diversos motivos, o se contradicen y revocan unas a otras en todo o en parte, o mutuamente se declaran, reforman y modifican. Ciñámonos al caso de la ley IX, tít. II, lib. X; es una pragmática de Carlos III, expedida a consulta del Consejo pleno, que ocupa cerca de dos hojas, por la que se establece la necesidad del consenso paterno para la celebración de los matrimonios. La ley XVIII gira sobre el mismo asunto, y está tomada de un decreto de Carlos IV, expedido en virtud de consultas de los Consejos de Castilla e Indias, que declara, modifica, corrige y altera la pragmática anterior, y concluye con esta cláusula: «Todos los matrimonios que a la publicacion de ésta mi Real determinacion no estuvieren contraidos, se arreglarán á ella sin glosas, interpretaciones ni comentarios, y no á otra ley ni pragmática anterior.» ¡Cuán grande beneficio haría a todos los jueces y letrados el que en una nota especificase compendiosamente los artículos que de la ley IX subsisten en su vigor aun después del decreto de Carlos IV!

Empero, nuestro redactor, desentendiéndose de estas ilustraciones y advertencias tan importantes, trazó en su fecunda imaginación un sistema de anotaciones original y novísimo, tanto que desde el Código de las Doce Tablas hasta el recopilado en nuestros días, la historia general del Derecho y de sus anotadores e intérpretes no ofrece ejemplo de tan rara y peregrina invención. Poniendo ante sus ojos el inmenso catálogo de las leyes del Reino, las clasificó dividiéndolas en dos géneros; unas principales, otras subalternas; leyes de primer orden y leyes de segundo orden. Con aquéllas levantó el grandioso edificio de los doce libros del cuerpo del Derecho español, y con éstas la inmensa colección de notasque van al pie del texto por vía de comentario, y que tanto contribuyen a enriquecer el Código.

Sería cosa muy peligrosa hacer alguna tentativa para sondear la profundidad de este abismo, y más difícil todavía salir felizmente del caos de dificultades que presenta el novísimo método. Solamente preguntaré a su glorioso inventor: Las leyes puestas por notas, ¿acuerdan con las del texto principal, o difieren y se oponen en la resolución? Si lo primero, son inútiles; si lo segundo, perjudiciales. Otrosí, ¿aquellas leyes contienen una expresión formal de la voluntad del supremo legislador? ¿Son leyes subsistentes, vivas y de precisa observancia, o anticuadas y muertas? En este caso, para nada aprovechan ni aun en calidad de notas; en aquél debieron insertarse en el texto principal y en el cuerpo del Derecho.

Se dirá que en ocasiones son preceptivas, y a las veces solamente instructivas; replico que si exigen el respeto y obediencia de todos los súbditos del soberano, ya son por el mismo hecho parte integral del Código, y si no inducen aquella obligación, tampoco merecen nombre de leyes. Ítem: en los casos de duda sobre si las leyes-notas o las notas-leyes obligan o no, ¿quién es el que ha de resolver esta cuestión? ¿Existe algún principio o regla fija para determinar con acierto las circunstancias y ocasiones en que las leyes puestas por notas son obligatorias o meramente instructivas? Ninguna. Y esta incertidumbre, ¿no podrá ser fecundo manantial de infinitos males? Irresolución o arbitrariedad en los jueces, dudas o abusos en los letrados, ambigüedad en los derechos, confusión en los negocios, eternidad en los litigios y corrupción en el foro.

Y si dejando estas consideraciones generales pasamos a reconocer en particular las notas, ora como leyes, ora como piezas instructivas, hallaremos que muchas desdicen de la gravedad y majestad del Código, y carecen de utilidad conocida, que unas son intempestivas, otras pueriles y superficiales, y que a las veces chocan con el texto principal a que se aplican o lo oscurecen en lugar de ilustrarlo. Presentaremos a la vista de los lectores algunas de ellas para que por la muestra del paño, sin otro examen, puedan formar juicio de la calidad de la pieza y del interés y mérito de la obra.

El rey don Felipe II, fundado en un proprio motu del S. Padre Pío V, mandó que a los condenados a muerte se les administrase el Santísimo Sacramento del altar en el día anterior a la ejecución de la justicia. Bajo de esta ley, que es la IV, tít. I, lib. I, Novísima Recopilación, se lee la siguiente nota 2.ª: «El citado proprio motu es la constitucion 91, que empieza Cum sicut accepimus; por la cual S. Pío V confirmó todos los indultos, gracias é indulgencias concedidas anteriormente por los Papas Inocencio VIII, León X, Clemente VII, Paulo III, Julio III y Pío IV á la cofradía de nacionales de Florencia, llamada de la Misericordia, y establecida en Roma bajo la invocación de S. Juan Bautista para confortar caritativamente á los condenados á muerte, suministrarles los sacramentos y enterrar sus cuerpos; previniendo que el capellan de la dicha cofradía pudiese, aun de noche en caso de los Sacramentos y enterrar sus cuerpos; misa, concederles absolucion é indulgencia plenaria y administrarles la Eucaristía.» No cabe género de duda, que esta anécdota relativa a la cofradía de nacionales de Florencia es muy interesante para los jurisconsultos de Castilla y contribuye en gran manera a ilustrar la jurisprudencia española.

Adquiere ésta un nuevo esplendor con los principios luminosos de las notas 14, 15 y 16 a la ley XVI del mismo título y libro. «Por otro breve de su Santidad, expedido á súplica del Señor D. Cárlos III en enero del mismo año de 1761 se sirvió extender y ampliar á todo el clero secular y regular de los reinos de España é Indias el oficio y misa de la Vírgen en el misterio de su Inmaculada Concepción de que usaba la orden de S. Francisco bajo el rito doble de primera clase con octava.»

«Por otro breve de 14 de marzo de 1767 á súplica del mismo señor D. Cárlos III, concedió Su Santidad la facultad de celebrar misa propia é impuso á todo el clero la obligacion de rezar el oficio propio de la Inmaculada Concepcion de santa María Virgen, patrona de los reinos de España, en todos los sábados que no tengan el impedimento de fiesta doble ó semidoble, exceptuados los de adviento, cuaresma, témporas y vigilias, y los en que según las rúbricas corresponda oficio de dominica ó de fiesta doble ó semidoble trasladada. Por otro breve expedido con igual fecha, á súplica del mismo monarca, concedió su Santidad, que en las letanías de la Vírgen Santa María, despues del versículo Mater intemerata se añadiese el de Mater immaculata pública y privadamente en todos los reinos y dominios de S. M. católica, como patrona principal de ellos bajo el misterio de su Inmaculada Concepcion.» Si estas notas tan eruditas de nada pueden aprovechar a los magistrados y jurisconsultos, ¿quién no echa de ver su utilidad e importancia respecto de los compositores de burrillos y añalejos y de los maestros de ceremonias?

En la nota II a la ley VII, tít. VII, lib. II se introduce a Felipe II comentando aquella ley que es de Fernando VI; comentario ciertamente de mucho meollo y sustancia. Dice así: «Por Real cédula dada en Aranjuez á 28 de abril de 1583 con motivo de algunas diferencias ocurridas sobre los asientos de los inquisidores que concurrian de la chancillería á la Real capilla de Granada, se mandó entre otras cosas, que aquellos se sienten en escaño una cuarta más bajo que el del presidente ú oidor mas antiguo, retirado del de este punto á la reja de la capilla, y que la alfombra que se les pusiese á los pies sea menor que la del dicho presidente ú oidor, y no llegue ni toque á los tumulos de los cuerpos de los señores Reyes que en ella estan.»

En un tiempo en que subsiste y está vigente la ley protectora del libre comercio de granos y todo género de comestibles, es muy graciosa la nota II, a la ley XVII, tít. XVII, lib. III: «Por edicto de la sala de alcaldes de 26 de enero de 1804 se previno que todos los vecinos de Madrid se uniformen á los precios asignados á los comestibles en el ayuntamiento de la villa, con apercibimiento de ser castigados con el mayor rigor los compradores sin admitirles excusa ni pretexto alguno.» También es instructiva y erudita la nota que sigue a la anterior: «En auto acordado del Consejo de 16 de agosto de 1802 se previno el órden que debian observar los alcaldes de corte y el corregidor de Madrid en la colocacion y distribucion de puestos para la venta de comestibles en la plaza mayor y otros sitios fuera de ella, sin exaccion de derechos.» Aún es más interesante y derrama una nueva luz por todo el cuerpo del Derecho el edicto de la nota 13 con sus doce capítulos sobre el número y calidades de las mujeres destinadas a comprar y vender sebo por las calles de Madrid. Aconsejo se lea con todo cuidado por los letrados y profesores de jurisprudencia, pues con esta antorcha harán rápidos progresos en la ciencia legal.

Por Real cédula de 1771 estableció Carlos III que no se admitan en el Consejo recursos tocantes a la ejecución de las reales provisiones, cédulas y autos acordados correspondientes a las chancillerías y audiencias, que es la ley V, tít. VI, lib. IV. El redactor trató de ilustrarla con una nota de mucha gravedad e importancia, pero a mi juicio algo intempestiva. Dice así: «En provision del Consejo de 19 de marzo de 1594, dirigida á los alcaldes de la chancillería de Granada, se les previno procediesen contra un notario de aquella inquisicion sobre traer lechuguilla mayor de lo que permitía la pragmática.» Me parece que aquello de lechuguilla no viene muy bien al reinado de Carlos III.

Los magistrados y jurisconsultos hallarán grandes auxilios para la inteligencia de la ley I, tít. I, lib. V, en la nota 1.ª, que dice: «En la ley 19, tít. 10, lib. V, Recop. del año 1422, se previno lo siguiente: Porque nuestra villa de Valladolid es la mas noble villa de nuestros reinos, es nuestra merced y voluntad que sea llamada la noble villa de Valladolid.» Lástima es que el anotador no hubiese consultado el documento original de donde se tomó esta ley, que es la petición XXII de las Cortes de Ocaña de 1422; entonces no hubiera omitido la que tanto aumenta la importancia de la ley, quiero decir el adverbio muy. Don Juan II quiso que fuese llamada la muy noble villa de Valladolid en grado superlativo.

¿Y cuánto influye en la ilustración del Derecho nacional la nota 1.ª a la ley I, tít. II, lib. V? «En Reales cédulas de 14 de agosto de 1669, 16 de abril, y 16 de setiembre de 674 y 24 de febrero de 675 se mandó al gobernador de la audiencia, capitan general del reino de Galicia, que en los actos de concurrencia en el acuerdo y salas de ella, no asistiese con baston ni otra insignia militar, y guardase la costumbre habida en esto, concurriendo solo con el trage político con que egerciere el ministerio de gobernador regnete de ella.» Ni carece de provecho la nota 12 a la ley XLIV del mismo título y libro: «Por Real cédula de 3 de marzo de 1594 se mandó que se nombre anualmente un ministro que cuide de saber y averiguar el salario que llevan los abogados, y lo que les dan las partes por vistas é informaciones de pleitos, y hallando exceso de oficio ó á pedimento de parte los castigue y haga volver.»

La nota 1.ª a la ley XXX, tít. IV, reúne la erudición con la majestad: «Por carta acordada del Consejo de 22 de diciembre de 1636 se previno que el regente ni otro alguno de los jueces alcaldes del crimen ni fiscal de la audiencia de Sevilla no pudiesen ser cofrades de la cofradía de la Misericordia, ni otra alguna de aquella ciudad, ni pretender se les volviese la blanca de la carne por hidalguía de sangre, y solo se les volviera como tales ministros, excepto si alguno fuese natural de aquella ciudad.» Esta nota es algo oscura, y hubiera convenido ponerle otra nota por vía de comentario. La 2 es más clara: «Por otra carta acordada del Consejo de 22 de agosto de 1639 se previno que el regente y jueces y alcaldes del crímen y fiscal de la dicha audiencia, ni sus mugeres no pudiesen visitar á ninguna persona de cualquier estado y calidad que fuese.»

No es fácil conciliar las disposiciones de la ley III, tít. XXXI, lib VII con las notas 2 y 3. Dice la ley: «Que ninguna persona sea osada de vender palomas sino fuere el dueño del palomar ó por su mandado, so pena de cien azotes.» La nota: «Por auto acordado del Consejo pleno de 3 de julio de 1730 con ocasion de haberse pedido que se insertase en un despacho esta ley, se acordó quitar de ella, y que no se insertasen las palabras so pena de cien azotes.» Acuerdo que parece una tácita desaprobación de la sanción penal de la ley. Por la misma establecieron los reyes don Enrique IV y don Carlos I que ninguna persona pudiese tirar a las palomas una legua en rededor donde hubiese palomar o palomares. El rey don Carlos III confirma esta disposición en la ley IV siguiente, exceptuados los meses de las dos estaciones de sementera y agosto.

«Ordeno que lo dispuesto en la ley del señor D. Enrique IV, renovada por el señor D. Cárlos I subsista y quede en su fuerza y vigor para los dos meses y temporadas del año, y que en su consecuencia no se pueda tirar en ellos á las palomas á las inmediaciones de los palomares, ni á la distancia de la legua que previene de sus alrededores.» Sobre lo cual dice la nota 3: «Por decreto del Consejo de 14 de noviembre de 1792 con motivo de espediente formado á instancia de varios dueños de palomares de la villa de Valoria de Alcor, se mandó que por lo provehido en iguales instancias se librase despacho cometido á la justicia de ella para que no permitiese tirar á las palomas dentro de la distancia de quinientos pasos de dichos palomares y de la poblacion.» Decreto que no va de acuerdo con las disposiciones de las leyes anteriores, y si tiene fuerza y vigor todos quedan autorizados por él y en libertad de tirar a las palomas fuera de la distancia de quinientos pasos.

Las leyes I, II, III, tít. XVI, lib. VIII, mandan que no se den licencias para imprimir libros inútiles y sin provecho alguno, y donde se hallen cosas impertinentes y vanas; y la ley IX prescribe «que se observe y guarde lo dispuesto por las leyes primera, segunda y tercera y siguientes de este título, encargando como encargamos mucho que haya y se ponga particular cuidado y atención en no dejar que se impriman libros no necesarios ó convenientes, ni de materias que deban ó puedan excusarse ó no importe su lectura, pues ya hay demasiada abundancia de ellos, y es bien que se detenga la mano y que no salga ni ocupe lo superfluo, y de que no se espere fruto y provecho comun».

Después de estas leyes tan terminantes, y que no necesitan de comentarios, ¿qué aprovecha la nota 2, que ni es legal ni instructiva, ni necesaria, ni provechosa? Dice así: «En Real órden de 17 de junio de 1797 con motivo de haberse solicitado reimprimir el papel titulado: Orígen, honores, privilegios y esenciones de los Reales guardias de Corps, sin embargo de no contener cosa opuesta á la fe católica, buenas costumbres y regalías de S. M. se consideró digno de absoluto desprecio, y que su impresion seria contraria á lo justa y sabiamente prevenido por las leyes del reino prohivitivas de imprimir libros inútiles, sin provecho alguno, y comprehensivas de cosas impertinentes, y asi no debia permitirse su impresion, ni la de otros semejantes.» La nota 6 a la ley XIV, que es auto del Consejo del año de 1692, ¿qué aprovecha? ¿Añade alguna cosa sobre lo que está determinado por las leyes? ¿No choca con el espíritu, y aun con la letra de ellas la impresión de éstas y otras notas tan estériles e inútiles?

Falta tiempo para proseguir la censura y juicio crítico de otras muchas notas de la misma naturaleza, sobre cuyo asunto sería fácil aglomerar ejemplos. Los magistrados doctos y los jurisconsultos eruditos pueden con más oportunidad, mejores luces y mayor fondo y caudal de sabiduría continuar el examen. Es, pues, necesario poner término a estas investigaciones, y a toda la obra; protestando con la mayor sinceridad que mi intención y propósito en la prosecución del presente argumento no ha sido apocar la autoridad del Código nacional, ni faltar al respeto debido al más sagrado monumento de legislación española, ni poner tacha ni mancilla en la reputación y buen nombre de los celosos ministros que aprobaron el plan de la Novísima, ni degradar a su redactor, ni deprimir su bien conocido y acreditado mérito; sino justificar las expresiones que sobre los defectos de la Novísima se hallan estampadas en el Ensayo histórico-crítico, a saber:

«Que carecería de muchos defectos considerables que se advierten en ella, anacronismos, leyes importunas y superfluas, erratas y lecciones mendosas copiadas de la edicion de 177522, si la precipitacion con que se trabajó esta grande obra por ocurrir á la urgente necesidad de la edicion hubiera dado lugar á un prolijo exámen y comparacion de sus leyes con las fuentes originales de donde se tornaron.» Tambien se encamina este escrito á recordar las ideas y hacer valer las que sobre reforma de la legislacion española indicamos en dicho Ensayo: «Que para introducir la deseada armonía y uniformidad en nuestra jurisprudencia, dar vigor á las leyes y facilitar su estudio de manera que las pueda saber á costa de mediana diligencia el jurisconsulto, el magistrado y aun el ciudadano y todo súbdito de S. M., segun que es derecho del Reino, conviene y es necesario degorar nuestras antiguas leyes, y los cuerpos que las contienen, dejándolos únicamente en clase de instrumentos históricos para instruccion de los curiosos y estudio privado de los letrados. Y teniendo presente sus leyes formar un código legislativo original, único, breve, metódico: un volúmen comprehensivo de nuestra constitucion política, civil y criminal: en una palabra, poner en ejecución el noble pensamiento y la grandiosa idea que se propuso D. Alonso el Sabio cuando acordó publicar el código de las siete Partidas.» Dixi.