Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

ArribaAbajo

Artículo VI

Confusa mezcla de leyes vivas y muertas, derogantes y derogadas, y que en todo o en parte chocan y se contradicen en sus disposiciones

     Dijo bellamente don Juan de la Reguera en el juicio crítico que formó de la primitiva Recopilación(10): «Sin faltar al respeto debido a tan autorizada obra, puede afirmarse, en honor de la verdad, que en ella no se observó el método apetecido por el reino y decretado por los señores reyes. Las súplicas de los procuradores hechas en las Cortes de Madrid de 1433 y 52 a don Juan II y su sucesor(11)

don Enrique, y los decretos de estos monarcas fueron terminantes a que todas las leyes, ordenanzas y pragmáticas publicadas desde la formación del Fuero de las leyes y Partidas fuesen en un volumen copiladas ordenadamente por palabras breves y bien compuestas, con exclusión de las revocadas por otras, de las derogadas por contrario uso y de las superfluas por haber cesado las causas de su establecimiento.»

     «Por cualquiera parte que se registre la Recopilación se presentan pruebas de no haberse observado en ella las reglas prevenidas y fines propuestos para su formación.» Y después de haber hablado de algunos defectos, añade: «Se presentan otros de más bulto a la vista de cualquiera que repase este Código, aún sin precedente instrucción del origen de sus leyes. A cada paso se encuentran confundidas entre las necesarias y subsistentes muchas inútiles y derogadas ya por no acomodar a las varias circunstancias del tiempo o por hallarse expresa o tácitamente revocadas por otras inclusas en el mismo cuerpo.» ¿Pero el redactor de la Novísima Recopilación procuró evitar estos defectos? ¿No incurrió visiblemente en los mismos? ¿Aquella juiciosa crítica no comprende también la nueva y flamante edición del Código de las leyes de España?

     La ley I, tít. III, lib. IV no corresponde al sumario o epígrafe que se lee sobre ella: Establecimiento del Consejo, elección y calidad de sus ministros. «Mandamos, dice don Felipe II, que en el nuestro Consejo para la administración de la justicia y gobernacion de nuestros reinos estén y residan de aqui adelante un presidente y diez y seis letrados para que continuamente se ayunten los dias que hubieren de hacer Consejo y libren y despachen todos los negocios.» Nada se dice de la elección y calidades de los consejeros.

     La resolución principal de esta ley choca con las siguientes. La III: «Nueva planta del Consejo con el número de veinte ministros y su presidente o gobernador» inutiliza la disposición de la primera, porque establece «que de aquí adelante sea el número fijo del Consejo el presidente o gobernador, veinte oidores y el fiscal»; añadiendo una circunstancia de suma importancia para la perfección del Código legislativo, a saber, que el fiscal tenga «el salario y casa de aposento que le corresponde por la planta antigua y las tres propinas y luminarias ordinarias de San Isidro y San Juan, y Santa Ana, fiades de escribanos... y las luminarias extraordinarias en hachas». ¿Y cuál podrá ser aquella planta antigua mencionada en la ley? No lo sabemos.

     La ley IV: Reducción del Consejo a su antigua planta, choca con las precedentes de que acabamos de hacer mención y las deja inútiles. Dice el rey don Felipe V que, considerando el estado de desorden y confusión en que se hallaban los Consejos por las nuevas providencias dadas en esta razón, he resuelto restituir los Consejos al pie antiguo, según lo determinado por el rey Carlos II mi tío en decreto de 17 de julio de 1691, y confirmado por mí en otro de 6 de marzo de 1701. Sin embargo, quiere el rey que además del presidente o gobernador, «que de hoy en adelante, el cuerpo del Consejo se haya de componer de veinte y dos consejeros que se hayan de repartir en las salas en esta forma».

     El orden que sigue el redactor de estas leyes es admirable, pues habiendo resuelto enriquecer el Código con las leyes relativas al sueldo de los ministros del Consejo y Cámara, trata de este tan importante asunto con anticipación al del establecimiento de aquel Supremo Tribunal, y en el título segundo, cuando aún no existía el Consejo, estampó la ley XIV con este epígrafe: «Asignación de salarios fijos en la Tesorería general a los ministros del Consejo y Cámara.» Y no contento con esto, extendió inmediatamente otra ley que es la XV, por la cual se fija nueva dotación a los supremos magistrados y se altera e inutiliza la ley precedente.

     La ley III, tít. XXVIII, lib. IV, contiene resoluciones derogadas por otras posteriores. En el párrafo o capítulo quinto dice Felipe II: «Mandamos que si de la sentencia ó sentencias que en primera instancia diere alguno de los dichos alcaldes, se agraviaren las partes, siendo la cantidad sobre que es el pleito de cincuenta mil maravedís, ó dende arriba, se haya de apelar y apele para el Consejo..., pero siendo de cincuenta mil maravedís abajo la cantidad sobre que fuere el pleito, la tal apelacion haya de ser para ante los dos alcaldes.»

     En el capítulo VII dice: «Mandamos que en las causas y negocios civiles, de que conoce la justicia ordinaria de esta villa de Madrid y conocieren de aquí adelante ella y las demas de todas las ciudades, villas y lugares de estos reinos, donde estuvieremos y residieremos con nuestra casa y corte, siendo las dichas causas de más cuantía de diez mil maravedís hasta cincuenta mil, apelando alguna de las partes, se haya de presentar y seguir la apelacion ante los dichos dos alcaldes.» Uno y otro capítulo se revoca por la ley inmediata del mismo soberano, la cual tiene este epígrafe: «Conocimiento de los alcaldes de corte en grado de apelación y suplicación de los negocios civiles hasta en cantidad de cien mil maravedís.» La ley dice expresamente que a pesar de lo dispuesto en la ley antes de ésta, los alcaldes de corte «puedan conocer y conozcan de cien mil maravedís, y de ahí abajo».

     La ley V siguiente: «Nueva órden para el conocimiento y determinacion de los negocios civiles por los alcaldes de corte»; altera y deroga en muchos puntos las disposiciones de las leyes IV y III precedentes. «Nuestros alcaldes, dice, guarden en el conocimiento y determinacion de las causas civiles y criminales que entre ellos pasaren la forma y órden siguiente, sin embargo lo prevenido en la ley tercera de este título.» Y si bien confirma la resolución de la ley IV en lo que respecta a que los alcaldes conozcan en grado de apelación hasta en cantidad de cien mil maravedís, todo esto ha quedado inútil y sin efecto desde que se aumentó aquella suma a la de trescientos mil maravedís por resolución a consulta de 9 de septiembre de 1750.

     Sigue la ley III en su capítulo décimo: «Pero si la condenacion fuere de diez mil maravedís ó dende ayuso sin las costas, mandamos que se interpongan las apelaciones para ante el concejo, justicia y regimiento; guardándose en todo lo que cerca de esto está dispuesto en la ley que los señores Reyes Católicos, nuestros visabuelos, hicieron en la ciudad de Toledo, porque en cuanto á esto no es nuestra intencion de derogarla, ántes queremos que quede en su fuerza y vigor.»

     La primera parte de dicho capítulo choca y pugna con lo resuelto por el mismo soberano en las Cortes de Valladolid de 1558, y con otras disposiciones posteriores que forman el principio de la ley VIII, título XX, lib. XI, y cuyo sumario es que las apelaciones de sentencias hasta en cantidad de veinte mil maravedís vayan á los regimientos de los pueblos. Y no solamente choca aquel capítulo con la mencionada ley VIII, sino que ésta se halla en oposición con la ley X, y ésta con la XI del citado título XX. El contenido de la ley X es: «La cantidad asignada en la ley VIII se extienda á treinta mil maravedís.» Empero por la undécima se manda: «Que los ayuntamientos de los pueblos conozcan de las apelaciones de las sentencias de sus justicias hasta en cantidad de cuarenta mil maravedís.» Y después de repetir a la letra la mayor parte de la ley precedente, concluye mandando «que de esta condicion se haga ley derogando las ordenanzas, leyes y pragmáticas que en contrario hubiere».

     La segunda parte del citado capítulo en cuanto confirma y deja en su fuerza y vigor la ley de Toledo hecha por los Reyes Católicos, parece que inutiliza y deroga la mencionada ley VIII, tít. XX, lib. XI de la Novísima. Los jurisconsultos y letrados hallarán suficientes motivos y harto fundamento en las expresiones de Felipe II para dudar de la autoridad de esta ley recopilada; siendo indubitable que el copilador la extendió con tales variaciones y adiciones, que se puede asegurar que ya no es a la letra la ley de Toledo, sino otra muy diferente. No nos detendremos en trasladar la original, porque los curiosos pueden leerla en las Ordenanzas Reales, ley VI, tít. XVI, lib. III, donde Montalvo la insertó íntegra y fielmente según el tenor que tiene en las Cortes de Toledo de 1480; y al mismo tiempo examinar la adición que el doctor Diego Pérez estampó sobre la ley, advirtiendo las alteraciones y adiciones que sufrió la dicha ley de Toledo en la Recopilación.

     El título V del libro VI comprende diez leyes sobre la institución y organización del Supremo Consejo de Guerra; leyes ajenas al Código general de la nación, y que, por otra parte, se hallan en continuo choque, destruyéndose mutuamente unas a otras. Por la ley primera se restituye el Consejo a su antigua planta y al régimen que tenía antes del año de 1713; mas como no se expresa cuál haya sido esta antigua planta, el jurisconsulto y curioso investigador se queda en un total estado de incertidumbre sobre la disposición de la ley e intenciones del legislador, de suerte que ni aun puede servir para la historia de aquel Supremo Tribunal.

     La ley VII contiene una nueva planta del Consejo de Guerra, compuesto de consejeros natos y de continua asistencia, militares y togados. En ella manda el rey Carlos III, que, sin embargo de las disposiciones de las leyes anteriores, se observen, cumplan y ejecuten en adelante las reglas contenidas en los artículos siguientes, que son veintiocho; con lo cual queda inútil y sin efecto todo lo acordado y decretado en esta razón por el señor don Felipe V.

     La ley décima abraza la Real cédula de Carlos IV de 16 de mayo de 1803. «Nueva planta del supremo Consejo de la Guerra, reducida á diez ministros de continua asistencia bajo las reglas que se expresan.» La majestad de Carlos IV no solamente altera por esta ley, deroga e inutiliza la anterior, sino que también declara que no es conveniente ni acomodada a la pronta administración de justicia. «Deseando que unos vasallos tan beneméritos como los que militan bajo mis banderas disfruten el beneficio de la pronta administración de justicia; y notando que la última planta de mi Consejo de la Guerra y su actual estado no es conveniente á este fin... he resuelto que en lo sucesivo... se observen los artículos siguientes.»

     El tít. X del mismo libro, comprensivo de dieciséis leyes sobre el supremo Consejo de Hacienda, es oscurísimo per estar sembrado de disposiciones contrarias y por contener providencias y reglamentos hechos en diferentes tiempos y variados, según lo exigían las circunstancias. Un exacto copilador hubiera reducido todas las leyes de este título, si es que merecen el nombre de leyes, a la décimosexta y última del rey don Carlos IV, por la que se establece una nueva planta de este Supremo Tribunal, añadiendo o intercalando el resultado útil de algunas de las anteriores.

     El modo con que está extendida la ley I del tít. XII es muy gracioso, y producción de un talento geómetra. El redactor cita inmediatamente sobre el epígrafe de la ley a don Felipe II y III, y los introduce diciendo: «Habiendo sido informados que en los tratamientos, títulos y cortesías de que usan así por escrito como de palabra entre si los grandes caballeros y otras personas de estos nuestros reinos ha habido y hay mucha desórden... habemos acordado de proveer lo siguiente», y lo siguiente no es suyo, porque dejando el copilador a aquellos príncipes con la palabra en la boca, como se suele decir, introduce al instante a don Felipe IV, legislando sobre diferente objeto del que se había indicado en el exordio de la ley.

     Vuelve luego Felipe III a tomar la palabra, prohibiendo que a ninguna persona se le pueda llamar señoría ilustrísima ni reverendísima, excepto a los cardenales, al arzobispo de Toledo, al presidente de nuestro Consejo y al de Aragón y al inquisidor general. Se levanta inmediatamente Felipe V y, descontento con esta resolución, manda que a los arzobispos de Toledo se les dé en lo sucesivo el tratamiento de excelencia. Pero el redactor, dejando aquí a Felipe V y haciendo un movimiento retrógrado, presenta de nuevo a Felipe III, el cual insiste en su primera idea y propósito, repitiendo que a los arzobispos, obispos y grandes se les dé el tratamiento de señoría, así como a los embajadores nuestros y a los extranjeros.

     Siguen legislando alternativamente Felipe IV y Felipe III, designando las clases de personas a quienes se debe dispensar el tratamiento de señoría, sin olvidar las nueras de los caballeros de título y las damas y dueñas de honor de la reina, de las cuales advierte la ley con gran precaución que si quisiesen admitir la señoría, no tengan pena los que las llamaren; hasta que, finalmente, llegan Carlos III y Carlos IV, que, dispensando el tratamiento de excelencia a los grandes, secretarios del Despacho Universal, consejeros de Estado, virreyes, capitanes y tenientes generales, etc., dejaron inútiles todas las leyes anteriores.

     ¿Y qué diremos de la inmensa multitud de leyes suntuarias y de las contradicciones que se advierten entre ellas, como es preciso que suceda en todas las de esta naturaleza, mayormente cuando se reúnen y copilan sin discernimiento, sin discreción y sin consultar los usos, costumbres y circunstancias del tiempo presente? Por la ley IV, tít. XV del mencionado libro VI, manda el rey don Felipe II «que de aquí adelante ninguna persona ni personas así hombres como mugeres de cualquier calidad, estado ó condicion que sean, no puedan andar ni anden por las ciudades, villas y lugares de estos nuestros reinos... en coches ni carrozas, sino fuere trayendo en cada coche ó carroza cuatro caballos, y que los dichos caballos sean todos suyos propios del dueño cuyo fuere el tal coche». Y por la ley V siguiente extiende esta providencia á todos los carricoches y carros largos y otros cualesquier.

     Empero el rey don Felipe III, informado de los grandes daños e inconvenientes que han resultado y resultan de andar los coches y carrozas con cuatro caballos, tuvo a bien mandar por la ley VI «que, sin embargo de lo proveído por el dicho capítulo mandado guardar por la pragmática del año de 93, que es la ley anterior, todas y cualesquier personas de cualquier estado y calidad que sean, pueden tener libremente en estos nuestros reinos, así de rua como de camino, coches y carrozas y carros largos, y otros cualesquier con solos dos caballos».

     La ley VIII prohíbe «que ningun hombre de cualquier estado, calidad ó condicion que sea, pueda andar en coche de rua en ninguna ciudad, villa ó lugar de estos reinos sin licencia nuestra». Y con manifiesta oposición a lo que el mismo príncipe había mandado en la ley VI, añade: «Pero permitimos que las mugeres puedan andar en coches, yendo en ellos destapadas y descubiertas de manera que se puedan ver y conocer; con que los coches en que anduvieren sean propios y de cuatro caballos, y no de menos.» La ley X está en contradicción con la IV y VIII precedentes, pues da permiso «a cualquiera persona de cualquier estado y calidad que sea, que labrare en cada un año veinte y cinco fanegas de tierra y las sembrare para que pueda andar en coche de dos mulas en cualquier ciudades, villas y lugares... sin incurrir por ello en pena alguna, no embargante la pragmática de 3 de enero de 1611 que lo prohibe», y es la ley VIII.

     La décima, de que acabamos de hacer mención, se anula y deroga por la undécima que sigue; en la cual Felipe IV, renovando y dando vigor a la ley IV de este título, manda: «Que sin embargo de la ley precedente, ninguna persona, aunque labre veinte y cinco fanegas de tierra ni otras cualesquier de cualquier estado, calidad ó condición que sean, así eclesiásticas como seglares, sin embargo asimismo de cualesquiera licencias que tengan nuestras puedan usar y usen de coches de rua, asi de dos como de cuatro y seis mulas, en virtud del contrato del reino y de lo dispuesto por la ley IV de este título, la cual queremos que de aquí adelante tenga fuerza y vigor como le tenía antes de la publicacion de la dicha ley que antecede.»

     Pero el mismo soberano, por la ley XII siguiente, dio fuerza y vigor a la décima que acababa de anular: «Ordenó y mandó que sin embargo de la dicha pragmática se guarde y cumpla lo dispuesto por la ley décima de este titulo»: que los que labrasen y sembrasen veinte y cinco fanegas de tierra cada año pudiesen traer coche de dos mulas, por el gran beneficio que de esto resultaría a la labranza. No obstante, el rey don Carlos II, por la ley XIII, «prohibe absolutamente, y sin distincion de persona alguna, de cualquier calidad y grado en todos estos reinos el uso de las mulas y machos en coches, estufas y calesas, y cualquier otro género de portes de rua».

     Son muy graciosas las leyes del título XV y muy dignas de la ilustración del siglo diecinueve: «Ninguna persona, dice la ley I, de cualquier estado, condicion y preeminencia que sea, no pueda andar en caballo, ni en cuartago, ni en yegua, ni en otra bestia caballar con gualdrapa de paño ni seda... de rua, ni de camino por ninguna ciudad, villa, ni lugar de estos reinos... Y queremos que esta prohibicion no comprehenda á las mugeres.» La ley II modera la anterior y declara que esto no se entienda en los siete meses del año que allí se expresa. Empero extiende la prohibición a mulas y machos exceptuando los frailes y eclesiásticos que trajeren manteo y sotana o loba. También se extiende el beneficio de la ley a los doctores, licenciados o maestros por Universidad aprobada. Aquí la ley está errada o defectuosa en alguna o algunas cláusulas, a no ser que el copilador, con su gran sagacidad, pueda explicar el sentido de lo que sigue. Los que estuvieren graduados de doctor, o de maestro, o licenciado, «puedan andar todo el tiempo del año en mula con gualdrapa, so pena que por la primera vez haya perdido y pierda el caballo ó cuartago... y la gualdrapa y guarniciones que llevare». La ley III prohíbe absolutamente andar en mulas de paso, excepto médicos y cirujanos, y la IV los aparejos redondos en los caballos y de trajinar con ellos. ¿Es adaptable esta legislación a nuestros días?

     La multitud de leyes, órdenes, reglamentos, acuerdos y providencias económicas y gubernativas publicadas en diferentes tiempos y con diversos motivos, variadas infinitamente, y a veces opuestas, hacen casi incomprensible la legislación de los títulos XI, XII, XIII y XIV del libro VII. La ley XXIII del título XI con este epígrafe: «Capítulos que especialmente han de guardar los corregidores para el buen uso de sus oficios. Capítulos añadidos á la instruccion de corregidores en el año de 1711. Capítulos añadidos en la instruccion de 1749.» Propiamente es una ordenanza o instrucción privativa de estos magistrados; habla con ellos y no con la nación, y la mayor parte de estos capítulos están ya expresados y mandados observar por leyes particulares, derramadas en el Código. El mismo juicio se debe hacer de la ley XXIV: «Instruccion que deben observar los intendentes, corregidores, para el cumplimiento de las obligaciones de su oficio.» El mismo de la ley XXVII: «Nueva instruccion que deben observar los corregidores y alcaldes mayores del reino.» Y de las leyes XXIX y XXX: «Método de proveerse y servirse los corregimientos y alcaldías mayores. Nuevo método de proveerse y servirse los corregimientos y alcaldías mayores.» Un exacto y laborioso copilador, cotejadas estas leyes, omitiendo las providencias desusadas o derogadas y conservando las útiles, hubiera de todas ellas formado, una buen ordenanza.

     La ley XXIV, en que el rey don Fernando VI, después de un prolijo exordio que ocupa una plana, manda «que se restablezca en cada una de las provincias del reino una intendencia, á la cual vaya unido el corregimiento de la capital»,se deroga por la XXVI de Carlos III: «He tenido por conveniente resolver para evitar embarazos y confusion en la administracion de justicia, que se separen los corregimientos de las intendencias en todo el reino.» Y a consecuencia de esta resolución sigue en la ley XXVII la nueva ordenanza que deben observar los corregidores y alcaldes mayores.

     Don Carlos IV, por la ley XXX de dicho título XI, resolvió prudentísimamente «que se excuse el juicio de residencia, como perjudicial por el gran peligro que hay de corrupcion en los jueces de ellas, y porque éstos son muy gravosos á los pueblos... dejando expedito el medio de los informes, y el de la queja, acusación formal ó capitulación en el tribunal correspondiente.» Empero esta sabia ley está en contradicción con las del título XII y XIII siguientes. Apenas se manda cesar el juicio de residencia como perjudicial, sigue inmediatamente un título de la residencia de los corregidores, y otro de los jueces de residencia y sus oficiales. Tan concertado y armonioso es el orden y método de la Novísima Recopilación.

     La ley I del tít. XII está anticuada en cuanto a que los corregidores hagan residencia, cumplido el plazo de dos años, que era el de la duración de sus oficios. Las leyes siguientes extienden aquel plazo a tres, y aún a seis años. La ley quinta prescribe que los corregidores, al tomar residencia a sus antecesores, ministros y oficiales, no la tomen a los alcaldes ordinarios y demás oficiales de los concejos, ni las cuentas de propios y pósitos. Esta ley choca y está en contradicción con la primera parte de la XIV.

     Por la ley V y XIV se establece o se supone que el nuevo corregidor ha de tomar residencia al cesante. Esta disposición se opone a la de las leyes XVI y XVII, por las cuales se manda «que para las residencias de las ciudades y villas más principales vaya un ministro togado, oidor ó alcalde del tribunal del distrito, y á las ciudades cortas, villas eximidas y otras irán abogados de ciencia y conciencia.» Y aún en esto no van de acuerdo dichas leyes por lo que respecta al nombramiento, pues la XVI adjudica la nominación del ministro de la residencia al Consejo, y la XVII, al gobernador de este Supremo Tribunal.

     Tengo por ajenas del Código civil una gran parte de las leyes del título XVII, libro VII. Las más son providencias económicas, reglamentos de policía y de buen gobierno, sujetos a mudanzas y alteraciones, según las circunstancias. La matanza de terneras, cabritos y corderos, ¿es digno objeto del Código general de las leyes del reino? Sin embargo, la ley XIV es sabia: reconociendo Carlos III las indebidas exacciones que se experimentan en el Reino con pretexto de licencias y posturas de los géneros que se traen a vender para el surtimiento de los pueblos, cuyas tasas y licencias ni se observan ni producen otro efecto favorable que la vejación de los que se dedican a este tráfico, para cortar de raíz este abuso manda que desde ahora en adelante se excusen generalmente en todas las ciudades, villas y lugares del reino tales licencias y posturas, bajo las penas en dicha ley designadas contra los contraventores.

     Empero por una provisión del Consejo, que forma la ley XVI, se deroga en parte o se limita aquella providencia general: «Declaramos que el pan cocido y las especies que devengan y adeudan millones, como son carnes, tocino, aceite, vino, vinagre, pescado salado, velas y jabón, deben tener precio fijo, vendidas por menor.» Otro golpe mortal dio el Consejo a la excelente providencia de Carlos III, por la provisión contenida en la ley XVII; en la cual, para remediar los abusos que de la libertad de posturas hacían los vendedores de géneros comestibles, «mandaron que inmediatamente se procediese á sujetar y dar postura á los ramos de aves caseras, caza de pluma y de pelo, todo género de escabeches y pescados de aguas dulces..., á las almendras ordinarias, garbanzos, lentejas, pimientos, verengenas, tomates, acelgas, espinacas, puerros, ajos, nueces, guisantes, habas, judías, judiones, calabacines, alcachofas, azafrán, huevos, requesones, pies de cerdos, cuerezuelo, arenques, bonítalo, sardinas, anchoas, congrio, albaricoques, damascos, peras, agraz, guindas, limas, limones, naranjas, granadas y dátiles.» No se lleve a mal la relación de estos pormenores, porque importan mucho para mostrar la previsión y minuciosa delicadeza de nuestros copiladores y la excelencia del Código. ¿Habrá alguno de Europa que contenga y abrace semejantes preciosidades? Dirá alguno que bien pudiera haberse omitido esta ley, pues por la XVIII siguiente se sujetan a postura todos los géneros de la manera que lo estaban antes del año de 1767, y se deroga lo dispuesto sobre esta razón por la mencionada ley XIV, y no por la XII, como equivocadamente se dice sobre el epígrafe de la XVIII. A esta dificultad responderá el redactor de la Novísima.

     ¡Cuánta es la confusión y aún contradicción que se advierte en las leyes del título XIX! Por la ley V y VII se confirman y mandan guardar las pragmáticas que establecen la tasa, y fijan el precio de los granos, y se prohíbe a los labradores y cosecheros amasar y vender por sí ni por medio de las panaderas ni otras personas sus granos en pan cocido, ni usar de semejante trato y granjería, que es y debe ser privativo de los panaderos. Empero la ley VIII, que es de Felipe III, manda dos cosas contrarias a las precedentes: primera, que los labradores en la venta del pan de su cosecha no estén obligados a la tasa; segunda, que libremente puedan vender sus granos en pan cocido. Y si bien Felipe IV por pragmática de 12 de septiembre de 1628 revocó la antecedente de su padre, por cédula de 27 de julio de 1632, que es la ley IX, manda «que los dichos labradores, no embargantes las leyes que tratan de la tasa en que se ha de vender el trigo, cebada y otras semillas, puedan vender y vendan el trigo, cebada y demás semillas de sus cosechas al precio que quisiesen y pudieren».

     Sigue inmediatamente Carlos II, mandando por la ley X: «que ninguna persona de cualquier estado, condicion y calidad, prerrogativa y dignidad que sea, pueda comprar ni vender en estos nuestros reinos el pan y demas grano, sino á justos y moderados precios; de manera que no haya de subir ni exceder la fanega de trigo en grano de veinte y ocho reales de vellón, y la fanega de cebada, de trece reales; los cuales dichos precios por término fijo, de donde no se pueda pasar ni subir, ponemos y mandamos observar para todos estos nuestros reinos». Pero el rey don Carlos III, por pragmática de 11 de julio de 1765, que es la ley XI, mandó «que desde la publicacion de esta pragmática no se observe en estos mis reinos la tasa de los granos y demas semillas, no obstante las leyes que la prescriben» Con las de Carlos III y IV desaparecen todas las anteriores, así como con la presencia del sol las tinieblas.

     La ley VII, tít. XXVII del mismo libro, prohíbe generalmente y con gran sabiduría la entrada de ganados en las viñas y olivares en cualquier tiempo del año «Guárdese esta ley, dice Carlos III, en todas las ciudades, villas y lugares, sin embargo de lo dispuesto en el auto acordado de 16 de abril de 1633, colocándose en el cuerpo de las leyes, para que en todo tiempo tenga su debida observancia.» Se colocó y extendió con efecto esta excelente ley en la Novísima Recopilación, pero sin efecto y sin fruto, porque advierte el redactor en la nota 2: «En circular de 8 de mayo de 1780 se mandó que, sin embargo de lo dispuesto en esta cédula, por ahora y hasta nueva providencia no se impida la entrada de ganados en las viñas y olivares, conforme a la costumbre de los pueblos.» ¿A cuál de estas determinaciones debemos atenernos? ¿A la ley o a la nota? Si a la ley, es inútil e impertinente la nota; si a ésta, la ley es superficial y no debió insertarse en el Código.

     El título XXX contiene dieciocho leyes sobre la caza y pesca, leyes tan propias de las Ordenanzas municipales como ajenas del Código civil. La IV prohíbe cazar con tiro de pólvora y con hierba de ballestero. «Mandamos, dicen don Carlos y doña Juana, que de aquí adelante ninguna ni alguna persona de cualquier calidad y condicion que sea no sean osados de cazar ningun género de caza, con arcabuz ni escopeta, ni con otro tiro de pólvora.» A esta resolución sigue inmediatamente la de la ley V de Felipe II, el cual, convencido de que la antecedente y otras prohibitivas de cazar ningún género de caza con arcabuz ni escopeta ni otro tiro de pólvora no han sido de tanto beneficio y utilidad como se pensó, antes se siguieron de ellas muchos males, manda que de aquí adelante, y por el tiempo que fuere nuestra voluntad se pueda tirar á la caza con arcabuz ó escopeta, ó con otro tiro de pólvora... sin embargo de lo dispuesto y proveído por las leyes, que en cuanto á esto las derogamos, revocamos y anulamos».

     Las leyes I y II del tít. I, lib. VIII, contienen los estatutos, ordenanzas y acuerdos de la Congregación de San Casiano; las prerrogativas y exenciones de los maestros de primeras letras, y los requisitos para su examen y aprobación; objeto bien ajeno del Código civil. La ley III, con este epígrafe: «Observancia de los estatutos del colegio académico del noble arte de primeras letras; su fin y objeto», inutiliza y deroga las dos leyes precedentes. Carlos III erige un colegio académico, aprueba sus estatutos, y «queremos quede extinguida enteramente la antigua Congregación de San Casiano».

     Los estatutos, insertos en las leyes III, IV, V y VI, no debieran tener lugar en el Código legislativo. Su objeto es meramente reglamentario y expuesto a continuas variaciones. Con efecto, todo lo contenido en dichas leyes se deroga o altera sustancialmente por la sabia ley de Carlos IV, que es la séptima de este título «No pudiendo permitir mi justicia que el interés de los pocos individuos que componen el colegio académico de primeras letras de Madrid prevalezca y eche por tierra los derechos sagrados del público, y de los otros particulares; he resuelto que en lo sucesivo puedan egercer esta enseñanza y abrir escuelas públicas en Madrid y en cualquier villa, lugar ó ciudad del reino, todos aquellos que habiendo sido aprobados en sus exámenes hayan obtenido del consejo su título correspondiente.»

     ¡Cuán desvariado es el tít. X de dicho libro VIII! ¡Qué choque tan continuo entre sus leyes! La primera declara la jurisdicción y facultades de los protomédicos y examinadores mayores, oficios extinguidos por las leyes siguientes. Les da poderío para examinar los físicos y cirujanos, y ensalmadores y boticarios, y especieros y herbolarios, y otras personas de uno y otro sexo, que en todo o en parte usaren de estos oficios u otros a ellos anexos. Los cuales deben comparecer ante dichos nuestros alcaldes y examinadores mayores, cada y cuando fueren llamados y emplazados por sus cartas o por su portero, so pena de seiscientos maravedís.

     «La ley otorga jurisdicción civil y criminal á dichos nuestros alcaldes y examinadores mayores para que conozcan de los crímenes y excesos que los dichos físicos, cirujanos, ensalmadores, boticarios y especieros... para que puedan hacer justicia en sus personas y bienes por los tales crímenes y delitos que en los tales oficios cometieren, juzgándolo segun el fuero y derecho de estos reinos... Y si algun pleito civil y criminal acaeciere sobre los dichos oficios entre los dichos físicos y cirujanos... los dichos nuestros alcaldes y examinadores lo vean y determinen segun fuero y derecho. De las cuales sentencia ó sentencias no haya alzada ó apelación alguna, salvo ante los dichos alcaldes, ó ante cualquier de ellos... Y porque lo contenido en los dichos capítulos tenga cumplido y debido efecto, dámosles poder para constituir, hacer y nombrar un promotor fiscal, ó mas para que pueda acusar y acuse, demandar y demande ante ellos.» ¿Esta es ley viva del reino?

     Se deroga en gran parte por las dos siguientes: «Mandamos que los protomédicos que son ó fueren, examinen por sus personas solamente á los físicos, y cirujanos, y boticarios, y barberos que no estuvieren examinados, y esto dentro de la corte, y á cinco leguas de ella. Y fuera de este distrito no puedan llamar ni traer persona alguna. Y mandamos que no se entrometan á examinar ensalmadores, ni parteras, ni especieros, ni drogueros, no embargante la ley y pragmática susodicha; el efecto de la cual cuanto á las dichas personas por la presente la suspendemos. Y mandamos que si nuestros protomédicos enviaren comisarios fuera de las cinco leguas de la nuestra corte las nuestras justicias los prendan y envien presos á la cárcel de nuestra corte.»

     No me detendré en analizar las siguientes leyes hasta la duodécima: leyes sumamente prolijas, complicadas, monótonas, y que de nada aprovechan sino para la historia de la legislación y del estado de la facultad médica en aquellos tiempos, como se podrá convencer por sí mismo el que tuviere la paciencia de leerlas y examinarlas. Aunque Carlos IV, por dicha ley XII, restablece el protomedicato, lo exonera de la jurisdicción contenciosa, debiendo ser su único objeto el cuidado de la salud pública y el gobierno puramente escolástico y económico de la medicina. Autoriza a la Junta Superior Gubernativa de los Reales Colegios de Cirugía, para que se gobierne con total independencia del protomedicato en todo lo concerniente a su ramo. En fin, quiere el rey que las tres Facultades de Medicina, Cirugía y Farmacia sean iguales que gocen de iguales distinciones, y que se gobiernen en todo con absoluta separación e independencia.

     El mismo Carlos IV, por la ley XIII y última de este título, anula el protomedicato y establece en su lugar la junta Suprema de Medicina, la cual se ha de titular Real Junta Superior Gubernativa de Medicina, cuyo objeto será velar sobre los estudios médicos de todas las universidades, proporcionarles una obra elemental completa de medicina y arreglar sus planes. Todas las leyes de este título y la aglomeración de disposiciones relativas al protomedicato, médicos, cirujanos, quedan sin efecto y son inútiles después de publicadas las dos citadas leyes de Carlos IV y otras que se repiten en los títulos XI, XII y XIII.

     El título XVI, con el epígrafe: «De los libros y sus impresiones, licencias y otros requisitos para su introducción y curso», contiene cuarenta y una leyes, unas derogadas, otras derogantes, algunas repetidas y sin uso. La primera prohíbe que ningún impresor ni librero pueda imprimir ni vender obra alguna sin especial licencia del soberano o de las personas que en ella se nombran, a saber: los presidentes de las Audiencias de Valladolid y Granada para estos pueblos; y para Toledo, Sevilla y Granada, sus arzobispos; y para Burgos, Salamanca y Zamora, sus obispos; y que no se puedan vender los de fuera del Reino sin que primero sean vistos y examinados por los mismos, y que después de impresas se corrijan por un letrado asalariado para ello. Todo esto está derogado respectivamente por las siguientes leyes.

     La IX está en gran parte repetida y en parte derogada por la XXII. Aquélla permite que se puedan imprimir sin las licencias necesarias memoriales de pleitos e informaciones en derecho, con tal que los dichos memoriales estén primero firmado de los relatores, y las informaciones de los abogados o fiscales; pero la XXII revoca esta resolución. Dice así en el capítulo 6: «Sin embargo de que antes se podían imprimir sin licencia del Consejo las informaciones en derecho, manifiestos y defensas legales estando firmadas por los abogados, de aquí adelante... ningun impresor pueda imprimir dichos papeles en derecho, manifiestos ó defensas legales, ni otros semejantes, sin que presentado antes el original al Consejo ó tribunal en que esté pendiente el negocio de que se trata, y examinado por él se conceda á su continuación la licencia necesaria para imprimirle.»

     Lo que dispone la ley III en el capítulo o número 3.º acerca de la corrección de las obras después de impresas, que al principio de ellas se ponga la licencia, la tasa y privilegio; y lo de la V: Tasa que debe preceder á la venta de libros; y lo que se manda por los capítulos 3, 4 y 14 de la ley XXII: «Que las impresiones ó reimpresiones que se hicieren con licencia del Consejo, ó por los que tuvieren privilegio para ello, no se puedan repartir ni vender, ni entregarlas al impresor hasta que se tasen por el Consejo y se corrijan por el corrector general, y que en el principio de cada libro que así se imprimiere ó reimprimiere se ponga la licencia, tasa y privilegio»; se anula y deroga por las leyes XXIII y XXIV, en las cuales dice con gran prudencia Carlos III: «He resuelto abolir la tasa que por la ley del reino se pone en los libros para poderlos vender; y mando que en adelante se vendan con absoluta libertad... El empleo de corrector general de imprentas, sobre lo gravoso es totalmente inútil, y así he mandado abolirle... Mando asimismo que en ningun libro se permitan imprimir las aprobaciones ó censura de él.»

     El redactor de la Novísima nos conservó en la nota 27 a la ley XXXVII un auto del juez de imprentas de 10 de julio de 1713, por el que «se previno que el portero que corria con la comision de ellas recogiese de los libros que se imprimieran un egemplar con destino al Escorial, otro para el presidente y cada uno de los ministros del Consejo, otro para el. secretario de Gobierno, otro para el de la Cámara, por la refrendata del privilegio, y otro al portero; que los tres de ellos fuesen encuadernados para los presidentes y superintendentes de imprentas. Y que en caso de excusarse el interesado á la entrega se le apremiase por todo rigor de derecho.» ¿Con qué fin habrá estampado el redactor esta providencia que tan poco honor hace al juez de imprentas, esta providencia anterior a la ley y derogada terminantemente por la ley? Sin duda, para enriquecer el Código con una noticia que contribuye a demostrar en cuán poca estima se hallaba a la sazón la profesión literaria, y que más se trabajaba en entorpecer los conatos y movimientos del entendimiento humano, y en sofocar los talentos, que en promoverlos.

     Felipe V, con mejores ideas y más sana política, en la citada ley XXXVII mandó en beneficio de los progresos de la literatura, que no se entregue ningún ejemplar de las obras impresas a los ministros del Consejo, «y que en adelante sólo den los autores tres egemplares, el uno á la real biblioteca, el otro al Real convento de San Lorenzo del Escorial y el otro al gobernador del Consejo». Sin embargo, esta ley se varía por la XXXIX, que manda dar un ejemplar de todas las obras que se impriman a la Biblioteca de los Reales Estudios, y por la XL, que prescribe la entrega de otro a la biblioteca de la cátedra de Clínica, y por la XLI, que previene en el capítulo 24 no poder ponerse en venta ninguna obra sin que preceda la entrega de siete ejemplares que en ella se especifican. Todas estas leyes se pudieran reducir, y, efectivamente, están reducidas en dicho capítulo 24, a una docena de líneas.

     La ley III, tít. XVII: «Reglas que deben observarse en los papeles periódicos.» Y la IV: «El examen y licencias para imprimir los papeles periódicos, que no pasen de cuatro ó seis pliegos impresos, corra á cargo del juez de imprentas»; se inutilizan y quedan sin efecto, en virtud de lo dispuesto por la ley V: «Cesen de todo punto los papeles periódicos, quedando solamente el Diario de Madrid de pérdidas y hallazgos.» Y por Real orden de 1793 mandó S. M. «que el Consejo cuide de limitar y corregir las licencias de impresiones de diarios y otros papeles periódicos».

     Por la ley I, tít. IX, lib. IX, se manda «que en todas las ciudades, villas y lugares de nuestros reinos, los pesos y medidas sean todos unos en la forma siguiente: que el oro y la plata y vellón de moneda, que se pese por el marco de Colonia, que haya en él ocho onzas». Esta resolución se altera por la ley I, tít. X, en que dicen los Reyes Católicos: «mandamos que el marco de plata sea el de la ciudad de Burgos... Item que el peso del oro que sea en todos nuestros reinos y señoríos igual con el peso de la ciudad de Toledo, así de doblas como de coronas, como de florines y ducados, y todas las otras monedas de oro, segun que lo tienen los cambiadores de la ciudad de Toledo». También choca aquella ley con la XIV del título X, en que manda Felipe V «se corrijan estos pesos y pesas, y se ajusten precisamente á los dinerales de mis casas de moneda y marco real de Castilla, á cuyo fin desde luego prohibo los pesos y pesas que llaman de Italia, y de otros cualesquier dominios extraños». En cuya prohibición, sin duda, quedaron comprendidos los llamados de Tría y de Colonia.

     La citada ley I, del tít. IX manda: «que el pan y el vino, y las otras cosas todas que se suelen medir, que se midan y se vendan por la medida toledana.» Esta disposición pugna claramente con la de ley segunda inmediata, en que dicen los Reyes Católicos, confirmando lo resuelto por la ordenanza de don Juan: «Todo el pan que se hubiere de vender y comprar que se venda y compre por la medida de la ciudad de Avila; y ésto así en las hanegas como en los celemines ó cuartillos, y que esto se guarde en todos los mis reinos y señoríos.» Y con lo resuelto en la ley III: «Mandamos que en todas las ciudades, villas y lugares se vendan por la medida de pan de Avila la sal y legumbres, y todas las otras cosas que se hubieren de vender y medir por fanega y celemín.»

     Por la ley I, tít. X, se manda que el marco de plata sea el de la ciudad de Burgos, y que el peso de oro sea igual con el peso de la ciudad de Toledo. Esta disposición para nada aprovecha después que los Reyes Católicos resolvieron en las leyes III, IV y V y siguientes que se hiciese un marco junto de ocho onzas, señalado encima con las armas reales, con el cual se haya de pesar todo el oro y plata, así en la corte como en todo el Reino. Las leyes XVI, XVII, XVIII y XIX mandan generalmente que en todos estos reinos los plateros labren plata, precisamente de ley de once dineros y cuatro granos, y prohíben todo género de obras mayores y menores, aunque sea en pequeña cantidad, no siendo la plata de dicha ley. Pero desde la XX en adelante no se exige sino la ley de once dineros. Y aun Carlos IV, por la XXVIII, dice: «He venido en permitir que puedan trabajarse y comerciarse en estos reinos con la ley de nueve dineros las piezas menudas de plata... derogando como derogo todas las ordenanzas, leyes ó pragmáticas que manden lo contrario.»

     Por lo que respecta a la ley del oro se manda por la XIX que los plateros que no labren oro, salvo de tres leyes, de veinticuatro, de veintidós y de veinte quilates, y no de otra ley alguna. Felipe V alteró esta disposición por su decreto que forma la ley XX. «Mando que todos los plateros labren precisamente el oro de la misma ley de veinte y dos quilates, y que siendo de otra ley no se pueda marcar ni vender.» Sin embargo, el mismo monarca en la ley XXI dice: «Por haber reconocido que de labrarse las alhajas enjoyeladas de oro con la precisa ley de veinte y dos quilates que dispuse en decreto de 28 de febrero de 1730 experimenta perjuicio el público... he resuelto se permita en España que las alhajas de oro menudas... se labren de ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio... con declaracion de ser igualmente mi voluntad no se admitan á comercio, y antes si se comisen cuantas alhajas se comerciaren, labradas por naturales y extrangeros, introducidas de sus respectivos paises, careciendo de las expresadas leyes.»

     Contra esta resolución choca, y no se compadece la de la ley XXII siguiente, en que dice Fernando VI, y manda que no se admitan a comercio las alhajas enjoyeladas de oro, no siendo de la ley de veintiún quilates, y un cuarto de beneficio, y que ninguno las pueda comerciar ni vender, bajo la pena de comiso. El mismo monarca, mejor informado, resolvió lo contrario por la ley XXIII, en que derogando en esta parte la precedente, quiere y manda que sean admitidas a comercio, y se permita la introducción de dichas alhajas enjoyeladas, viniendo ajustadas a la ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio; lo cual se autoriza y confirma por las leyes XXIV y XXV siguientes. Empero el rey don Carlos IV alteró esta legislación por la XXVII. «Derogando como derogo la parte del capítulo 6 del tít. I de las ordenanzas generales de platería, en que se declaró que se podrian trabajar con oro de ley de veinte quilates y un cuarto de beneficio las alhajas menudas... y todo lo que se llama enjoyelado... permito á todos los plateros de mis reinos y señoríos que hagan las expresadas alhajas con oro de diez y ocho quilates y un cuarto de beneficio.» Tal es la armonía, uniformidad y concierto que reina entre las leyes del tít. X, lib. IX.

     La ley I, tít. XVI del mismo libro prohíbe sacar de estos reinos la seda floja torcida o tejida. La II prohíbe generalmente las extracciones de sedas, con cuya resolución queda inútil la primera. Don Felipe V, por la ley III, prohíbe absolutamente la extracción de seda en rama y torcida; pero quiere que se puedan extraer por mar y tierra los tejidos de seda labrados en las fábricas de estos reinos. La ley IV de Carlos III deja vanas y sin efecto las tres anteriores, pues dice: «He resuelto habilitar la extracción de la seda en rama y torcida de estos reinos para dominios extraños en el tiempo, y bajo las condiciones prescriptas en la siguiente instrucción.» Si de esta ley y la siguiente se hubiera formado una sola, omitiendo las anteriores, no se advertirían en el Código tantas contradicciones y fruslerías.

     Las leyes XII, XIII, XIV, XV y XVI, tít. XI, lib. X, están derogadas por la I, tít. VII, lib. VI, en que dice el rey don Carlos IV: «No obstante lo prevenido en las Reales cédulas de 16 de setiembre y 26 de octubre de 1784, 6 de diciembre de 1785, 19 de junio de 1788 y 11 de noviembre de 1791 sobre desafuero en punto á deudas de manestrales, artesanos, criados, jornaleros y alquileres de casas, ó en otras cualesquiera relativas á asuntos civiles y criminales, ó bien sean leyes, pragmáticas, autos acordados y resoluciones contrarias á esta mi Real deliberacion... las cuales derogo, anulo y doy por de ningun valor y efecto en cuanto á los enunciados individuos de la marinería y maestranza matriculada; ordenando como ordeno, que en lo sucesivo sea privativo de la jurisdicción de marina el conocimiento de todas las causas civiles y criminales, que por las referidas pragmáticas y cédulas están y se hallan reservadas á la Real jurisdiccion ordinaria.» El redactor debió anotar la parte en que aquellas leyes se hallan derogadas, así como advirtió que tienen fuerza y vigor respecto de los maestrantes, a pesar de su fuero.

     Por la pragmática de los reyes don Carlos y doña Juana, dada en Madrid a 27 de febrero de 1543, que es la ley II, tít. XXIV, lib. XI, se establece lo siguiente: «Mandamos que cuando alguno ó algunos ocurrieren al nuestro Consejo sobre pleitos y causas de mayorazgos ó sobre el remedio de la ley pasada (esta cláusula de letra bastardilla no se halla en la pragmática, es una interpolacion de los copiladores) pareciendo á los del nuestro Consejo que es caso en que se debe dar juez, le den; y en la comision que llevare le manden que en comenzando á entender en el negocio asigne termino de cincuenta días á las partes por todos términos y plazos, el cual no se pueda prorogar.» Esta determinación se altera y deroga por la ley VI siguiente, en que el rey don Felipe II dice: «Mandamos que los cincuenta días que por la pragmática de Madrid de 1543 se da á las partes para que en los dichos pleitos de tenuta y posesion digan y aleguen de su justicia, sean ochenta dias.»

     La mencionada ley II o pragmática de Madrid establece que, practicadas las diligencias prescritas, y concluso el negocio dentro de los dicho cincuenta días, y dada la sentencia por los del nuestro Consejo, «se egecute sin embargo de cualquier suplicacion que de ella se interpusiere, y egecutada se reciba la suplicacion y se den otros cuarenta dias.» Esta disposición se revoca por la primera parte de la ley VI, en que se manda «que en los pleitos de tenuta y posesion que de aqui adelante se comenzaren en el nuestro Consejo, no haya ni pueda haber suplicacion ni otro remedio ni recurso alguno de la primera sentencia».

     Dice la misma ley II: «En caso que la sentencia que fuere dada por los del nuestro Consejo en el dicho grado de suplicacion fuere revocatoria, que la sentencia de revista sea llevada á pura y debida egecucion... y el pleito se remita á la dicha nuestra audiencia en posesión y propiedad, donde las partes sigan su justicia.» La ley III establece lo contrario: «Mandamos que en los pleitos y negocios sobre bienes de mayorazgo y bienes vinculados, en que conforme á la ley pasada se conoce en el nuestro Consejo, que determinados los tales negocios en vista y grado de revista en nuestro Consejo, la remision se haga á las nuestras audiencias, tan solamente cuanto á la propiedad, y no ansimesmo en cuanto á la posesion, como hasta aqui se ha hecho.»

     Concluiremos este artículo, porque falta el tiempo para poder reunir todos los desvaríos de la Novísima Recopilación, con algunas reflexiones sobre las seis primeras leyes del tít. V, lib. XII. La primera confirma las penas que fulminan las leyes de Partida contra los blasfemos, y que demuestran a Dios, o a la Virgen María, o a los Santos; ley tomada literalmente de la I, tít. VIII, lib. VIII, de las Ordenanzas Reales. La II tiene el mismo origen, y en ella se aumentan aquellas penas, con que al que blasfemare en la corte o a cinco leguas en derredor le corten la lengua y le den cien azotes públicamente, y si fuera de la corte, que le corten la lengua y pierda la mitad de sus bienes. La tercera se ha tomado de la petición 32, y respuesta de las Cortes de Madrigal de 1476 con poca exactitud, y añadiendo palabras que envuelven ideas más crueles y sanguinarias que las del original. «Mandamos que cualquiera que oyere al que blasfemare, dice la recopilada... lo pueda traer, y traiga á la cárcel pública, y poner en cadenas, y mandamos al carcelero que lo reciba en la cárcel y le ponga prisiones.» La de Madrigal dice: «Mandamos que cualquiera que oyere, al blasfemador lo pueda prender y llevar á la cárcel luego, ó facerlo poner en prisiones, é que el carlero sea tenido de lo recibir é tener preso.»

     Todas estas leyes, así como las de Partida, están derogadas por las IV, V y VI del mismo título, como lo advirtió hace mucho tiempo Hugo de Celso en su Reportorio, V. Blasfemia. Todas las dichas leyes, dice, y otras semejantes son alteradas y revocadas por la pragmática de Sus Altezas, dada en Valladolid, año 492, confirmada por otra pragmática de Su Majestad en las Cortes que celebró en Toledo año 525, y por pragmática de Su Majestad en las Cortes que celebró en Madrid año 528, las cuales forman las citadas leyes IV y VI de la Novísima Recopilación.

Arriba