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Kískili-Káskala (selección)


Julia Otxoa García






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Intransigencia

Realmente aquel hombre se obstinaba en no querer entender. Mientras enfurecido me daba puntapiés en las costillas y riñones, me insultaba y me perseguía por toda la casa, incapaz de soportar la idea de esposo abandonado. Yo no me defendía, sabía perfectamente que hubiera podido cortarle la yugular con la velocidad de un rayo. Pero en el fondo me daba lástima, ya que en cuanto se cansara y dejara de golpearme, yo también me iría dejándole totalmente solo. Porque ningún perro de mi categoría soportaría vivir con un dueño que no le permite contemplar escondido tras las cortinas del dormitorio cómo su mujer se desnuda todos los días.




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De las apariencias

Era un hombre tan delgado que a menudo se lo llevaba el viento. Así que en previsión de este tipo de catástrofes, habíase llenado los bolsillos de piedras. Pero la suerte no estaba de su lado. Ocurrió durante una de aquellas noches en las que un fuerte viento no lograba llevárselo. El pobre hombre loco de contento celebraba su dicha con los marineros por las tabernas del puerto. Nunca fue tan feliz.

Al amanecer caminaba completamente ebrio como un ángel frágil junto a los embarcaderos. Dicen que debió resbalar y caer al mar mientras cantaba. De todas formas esta versión de los hechos nunca fue escuchada. La oficial fue la del suicidio, llenos de pesadas piedras sus bolsillos.




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Biblioteca

Todas las mañanas llego a la Biblioteca Municipal cojo un libro cualquiera y me siento. Mi fama de estudioso se ha extendido por toda la ciudad. Todos ignoran que en realidad, nada busco saber. Bajo mi apariencia de lector tan sólo late mi irrevocable voluntad de convertirme en una de esas «ratas de biblioteca» de las que tanto he oído hablar.

Nadie lo sabe pero hoy he descubierto frente al espejo los primeros síntomas: mi pecho ha empezado a cubrirse de un pelaje pardo, mis uñas crecen, mi rostro se alarga, un apéndice cartilaginoso y gris surge al final de mi espalda. Ahora que mi aspecto ha tomado la forma definitiva de un roedor, habré de darme prisa en acudir a la Biblioteca, para engrosar las filas del glorioso ejército de ratones comedores de libros.




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Carpetas

Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo en que preguntas como aquélla hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico en su memoria en que constató y asumió como una calamidad más en su vida, que vivía, y que posiblemente viviría por el resto de sus días con una perfecta extraña.

Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba su respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche.

Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto, que hace unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero esperando una respuesta.




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El viaje de Horacio

Todo aquello resultaba para Horacio extremadamente prodigioso. Nunca había viajado en tren. Su vida había transcurrido hasta entonces en condiciones miserables. Sus días habían sido rastreros como los de sus cinco hermanos. Su estirpe era hija de la basura, su fama pésima.

En esas condiciones, aquel viaje lejos de la ciudad, se le antojaba un verdadero regalo de la providencia. Las calles donde creció siempre le habían parecido algo feo e inhóspito. Tal vez fuera porque en aquella zona periférica todos eran muy pobres. Las calles de los pobres no son bonitas.

Subir al tren no había sido difícil, todo el mundo andaba muy atareado con sus despedidas y sus equipajes. Nadie reparó en él. Además tomó sus precauciones, se acomodó en un vagón vacío.

Una vez que el tren se hubo alejado de la ciudad, y aquellas verdes campiñas cubiertas de árboles, flores y blancos corderos fueron apareciendo ante sus asombrados ojos, supo que siempre había pertenecido a aquellos fantásticos lugares. Su futuro estaba allí, lejos de la gran urbe. Se bajaría en cualquiera de aquellas pequeñas estaciones que veía. Todas le parecían tremendamente acogedoras, con sus tejados rojos como de cuento y sus blancas paredes recién pintadas. Todas tenían flores y farolitos sobre el letrero que indicaba el nombre de las poblaciones. Era lo más hermoso que había visto jamás.

Junto a ellas amables señores elegantemente ataviados con chaquetas azules y botones plateados, la cabeza engalanada con graciosas gorritas rojas, tocaban alegremente un silbato, dando salida a los trenes.

Declinaba dulce la luz de la tarde cuando Horacio se quedó plácidamente dormido sobre el asiento. Esa fue su fatalidad. Porque de pronto, en una de aquellas estaciones con las que Horacio soñaba en ese preciso momento, subió una señora inmensa y acalorada llena de bolsos, cestas y paquetes.

Fue uno de esos reveses del destino, aquella mujer grande y sofocada, fue a expandir de golpe sus cien kilos justo sobre el lugar del asiento, donde una pequeña bolita peluda con forma de ratón llamado Horacio, apaciblemente dormido estrenaba su primer viaje en tren.




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El viajero

El viajero no acababa de llegar. Sus familiares le esperaban nerviosos. No se explicaban su tardanza. Se habían gastado una buena suma de dinero en la compra de aquella trampa y en adornarla con aquel pedazo de queso de la mejor calidad.




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Cambio de profesión

La mujer desesperada buscó ansiosamente en el «Libro de las Desolaciones» solución a su problema. Al cabo de algún tiempo de intentarlo en vano, se dio cuenta que había recurrido al libro equivocado, que en realidad, lo que debía buscar era el volumen número cinco de «La Gran Enciclopedia Universal», aquel que llevaba por título «Senoicalosed». Pero lamentablemente tampoco en él encontró nada que pudiera serle útil.

Pero no se desanimó por ello. Siguió busca que te busca. De este modo fueron transcurriendo los días, los meses y los años. Mientras, ella, enfrascada en su búsqueda apenas se daba cuenta del paso del tiempo, ni de que era una mujer desesperada. La tristeza había desaparecido se había convertido en una lectora insaciable. Con el tiempo llegó a ser sabia.




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«The right man in the right place»

«The right man in the right place!», afirmó con voz solemne el primer ministro, desde el balcón del Parlamento. Con esta frase se daba comienzo oficial a la campaña electoral en Marivaudage, pequeño país al sur de Francia. Al principio, los señores consejeros del primer ministro no dieron importancia a estos giros anglófonos, creían que eran simpáticos tics para demostrar un desenfadado carácter internacional. Pero según iba avanzando la campaña electoral pudieron comprobar que éstos se repetían cada vez con mayor frecuencia, hasta tal punto que a la semana, sus mítines eran totalmente en inglés, como es lógico los ciudadanos de Marivaudage no se enteraban absolutamente de nada, porque su lengua no era aquélla sino la seremita.

El primer ministro, mientras tanto, hacía caso omiso a los múltiples consejos, a las protestas de unos y otros, seguía rechazando a todo aquel que osaba llamarle la atención, con aquella displicente frase: «Thing of beauty is a joy for ever» que no venía al caso, pero que a él en su delirio políglota debía sonarle a las mil maravillas.

Así las cosas, los habitantes de Marivaudage no salían de su asombro. El resto de los candidatos se frotaban las manos pensando que con aquella rara manía del primer ministro, su fracaso electoral estaba asegurado, y serían menos a repartir las votaciones. Pero entonces, ocurrió algo realmente inesperado, los mítines del primer ministro comenzaron a ser los que más público atraían. Y es que se daba la circunstancia de que el resto de los mítines aburrían sobremanera a la gente, mientras que los del primer ministro, totalmente ilegibles, pero agradablemente sonoros y cantarines, encandilaban y entretenían enormemente a los de Marivaudage.

Llegó por fin el esperado día, y resultó lo que muchos de los candidatos ya temían, el primer ministro arrasó con una amplia mayoría de votos.

«¡Anyone who leaves litter in these woods will be prosecuted!» exclamó visiblemente alborozado el primer ministro desde el balcón del parlamento. Que a los seremitas les sonó como ¡hemos ganado! o algo así. La muchedumbre le aclamaba enfebrecido, ¡por fin alguien había conseguido entretenerles con su discurso!

A partir de ese momento, en las sucesivas campañas electorales que tuvieron lugar en Marivaudage cada candidato hablaba en sus mítines en una lengua diferente. Los había que comenzaban con un serio «sublata causa tollitur effectus», otros lo hacían con un «Se reduire a rien», etc., todo dentro de un ambiente muy alegre y liberal, los votantes nunca se divirtieron tanto, nadie entendía lo que los políticos decían, pero la predilección de los electores variaba ostensiblemente en función de la musicalidad, la gravedad, las pausas y demás particularidades que los diversos idiomas les ofrecían. Sus votos solían ir en la dirección de aquellos candidatos que más les habían complacido musicalmente el oído.

La situación social de los de Marivaudage, no mejoró con los nuevos aires electorales, pero sus habitantes solían esperar ilusionados los comicios, con el mismo encendido anhelo con el que los niños desean la llegada del circo.




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Hijo

La mujer acababa de dar a luz. Mostraba el bebé a su marido, un potentado industrial. El niño no quiso estrechar la mano que su padre le ofrecía. Con gesto de rechazo se dio media vuelta, y se volvió a meter por donde había salido. Con lo cual, la pobre mujer quedó otra vez encinta.

Cuentan que aquel potentado industrial, desesperado por haber sido tan brutalmente despreciado por su hijo, se suicidó. Sólo entonces accedió a salir el niño. Logrando ser presentado en sociedad como el industrial más potentado y joven de toda la localidad.




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Rebajas

Aquel día Susi había salido de rebajas desde primera hora de la mañana. Al poco tiempo de marchar su marido a trabajar al banco, había cogido a su hijo Philip y se había dirigido precipitadamente como quien teme perder el autobús, a los grandes almacenes “Zix”. Philip tenía diez años y era paralítico cerebral. Iba sentado en uno de esos cochecitos de niño, que resultaba demasiado pequeño para su tamaño. No iba nada cómodo y además odiaba andar de rebajas.

Su madre Susi, como la gran mayoría de las mujeres de la ciudad, tenía adicción a la compra de ropa. Daba igual de qué se tratara. Habían llegado a tener en el armario: pantalones que a nadie servían, faldas repetidas, blusas estrafalarias, cosas así de absurdas que luego pasado un tiempo, acababan en la basura sin haber sido usadas.

La temporada del «todo a mitad de precio» producía en Susi un cambio espectacular. Un estado ansioso en el que se pasaba el día colgada del teléfono hablando con sus amigas de tiendas y oportunidades. El ritmo de vida cambiaba totalmente. Madre e hijo salían por la mañana y no volvían hasta el anochecer. Solían comer a base de pinchos en el primer bar que encontraban. Recorrían durante horas y más horas los grandes almacenes de toda la ciudad.

Aquella mañana Philip permanecía aparcado con su cochecito cerca de la salida, dentro de la sección de ropa de señoras en los almacenes «Zix». Le rodeaba una agobiante marea humana, que le empujaba sin cesar y le rozaba como un monstruo sudoroso.

La cabeza de Philip colgaba como invertebrada hacia atrás, fuera del coche, sus ojos eran de un tamaño demasiado grande, desproporcionados para su rostro. Se tomaban desvariados en un intento de mirar hacia los lados en busca de su madre. De sus labios colgaba permanentemente un hilillo de baba mojando su camisa. Nadie parecía reparar en él.

Muy cerca, una mujer pelirroja robaba una cartera del bolso de otra muy gruesa que se afanaba desesperadamente en la caza de una prenda. Philip las veía gritar enloquecidas, dando zarpazos hacia los cestos de las ofertas. Empujándose brutalmente unas a otras como si les fuera la vida en ello. Sus rostros acalorados por la excitación tenían algo de animal. Entre todas ellas vio a su madre, casi no la reconoció.

La música del establecimiento estaba programada de tal forma que cuando en alguna planta las peleas por la compra, alcanzaban su punto álgido, comenzaban a sonar suaves melodías que calmaban milagrosamente los ánimos. En poco tiempo todo volvía a la normalidad.

Este tipo de actividades apasionaba a Susi. Luego cuando al anochecer volvían a casa cargados de cosas, ella solía sentarse feliz en la sala abriendo los paquetes y extendiendo la ropa sobre la alfombra.

A veces, sólo a veces, Susi dejaba todo aquello tendido durante horas sobre el suelo, mirándolo ausente y llorando suavemente. A la mañana siguiente Robert, su marido, lo recogía y lo metía de cualquier forma en el primer armario que encontraba.

Philip se había llegado a acostumbrar a esta clase de cosas. Cuando Robert, su padre, dijo un buen día que se iba a vivir por razones de trabajo a otro país, también se tuvo que acostumbrar a ver crecer los montones de ropa por toda la casa abandonados a su suerte sin que nadie los recogiera.

Fue en mayo, cuando la montaña de ropa acumulada durante días, meses y años los enterró definitivamente. El suceso no parecía relevante, cosas así ocurrían a menudo. Eran, en todo caso, como había declarado tajantemente el señor ministro del interior, consecuencias lógicas del libre mercado. Consecuencias, que había que asimilar sin mayores aspavientos sociales, con naturalidad, como lo venían haciendo otros países que llevaban años de progreso.




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Agradecimiento

Hortensia Salazar recogió de la tintorería el abrigo rojo que días atrás había dejado para limpiar. El abrigo traía en su bolsillo izquierdo una pequeña carta dirigida a ella. Se le invitaba a acudir a una misteriosa cita en la playa, el martes doce a las tres de la tarde.

La dama, picada por la curiosidad, acudió a la cita y esperó por espacio de tres largas horas. Cuando cansada e indignada se disponía a marcharse, un niño le entregó otra carta de color verde. En ella, el misterioso personaje, que firmaba con las iniciales A. Z. se excusaba por no haberse presentado y le volvía a convocar para dentro de siete días en los jardines de la catedral.

Hortensia Salazar guardó fidelidad ininterrumpida durante más de veinte años a los sucesivos requerimientos, a pesar de que a ellos jamás acudió nadie.

Gracias a la diversidad geográfica de las citas, la paciente dama llegó a conocer perfectamente todos los rincones de su ciudad. Y cuando murió, siendo ya muy anciana, lo hizo quedando profundamente agradecida a aquel desconocido, que durante tantos años había llenado su vida, manteniendo viva en ella la llama de la pasión por lo ignoto e inasequible.








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