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La alimentación de los jesuitas expulsos durante su viaje marítimo

José A. Ferrer Benimeli


Universidad de Zaragoza



Hoy día parece ser que existe una especial curiosidad -a modo de contraste- por conocer la vida cotidiana de nuestros antepasados, y en especial los del siglo XVIII. Son muchos los trabajos y obras dedicados a analizar que hacían y comían, como viajaban, vestían y morían. Estos estudios, en especial en lo referente a la alimentación, se han extendido hasta algunos conventos de clausura femeninos: clarisas, bernardas, etc.1

En España hay un hecho en el siglo XVIII, al que se refieren los historiadores, y que en su día tuvo especial importancia político-social y religiosa. Me refiero a la expulsión de los jesuitas por Carlos III. De esta expulsión, cuyas connotaciones políticas han centrado el interés casi exclusivo de unos y otros2, hay múltiples facetas humanas que han pasado poco menos que inadvertidas, y que, en su día, afectaron profundamente a no menos de 4.000 jesuitas que fueron embarcados en distintos puntos de España y América, destino a los Estados Pontificios, de donde serían rechazados, para luego de una no fácil ni agradable navegación por el Mediterráneo acabar siendo desembarcados en Córcega3.

De este viaje, que en el mejor de los casos duró varios meses -y en pleno verano- uno de los aspectos no demasiado conocido es precisamente el de la alimentación. Pensemos que fueron necesarios fletar, acondicionar4 y disponer de víveres y utensilios no menos de cincuenta y seis barcos entre mercantes y navíos de guerra, y me refiero en este caso sólo a los que zarparon desde la península. Barcos en los que iban, a veces, hasta doscientos y más jesuitas, además de la tropa de protección, marinería y toda clase de animales vivos destinados para el consumo.

Las provisiones de rancho y ganado, siguiendo las instrucciones de Madrid, se hicieron calculando un máximo de dos meses de navegación.

En algún caso, como en Salou -donde embarcaron los jesuitas de la provincia jesuítica de Aragón-, el propio capitán de navío y jefe de expedición, el mallorquín D. Antonio Barceló, supervisó personalmente los víveres embarcados y se hizo eco de la situación haciendo observaciones, entre otras cosas, sobre la mala calidad del vino y de las pasas e higos destinados para postre. Barceló, que adjudicó a cada mercante un guardiamarina y cuatro marineros para que asistieran a los jesuitas en el viaje, hizo constar que la asistencia a los jesuitas era pésima en los buques, aparte de que los marineros que hacían de cocineros no sabían guisar bien, «ni había criados que les sirvieran la mesa y cuidasen del mareo».

A modo de ejemplo de cómo se distribuían los «pasajeros» puede servir el caso de Mallorca. Para albergar a los cuarenta y uno jesuitas procedentes de los tres colegios mallorquines y de la residencia de Ibiza, fue acondicionado el jabeque La Purísima Concepción, de 130 toneladas, y en él se colocaron los colchones transportados desde los respectivos colegios. Hubo que realizar algunas obras de adaptación, construyendo cuatro gallineros en el alcázar y seis comederos para ganado en el combés, además de la instalación de un fogón forrado de hojalata. Los catres se instalaron quince en la cámara y antecámara, catorce en la bodega y el resto en el sollado, donde también quedó ubicada la despensa.

Según relata Nonell5, lo que más incomodaba era la falta de sitio para colocar mesas en que comer. Muy pocos cabían en ellas; y los demás, o aquellos a quienes faltaba silla u otro asiento, tenían que comer y cenar echados sobre cubierta, como mejor podían, expuestos al sol y al viento.

Estas dificultades se agravaban en los buques de guerra salidos de Ferrol, donde embarcaron setecientos jesuitas. Precisamente para dar acomodo a doscientos jesuitas en cada uno de los dos navíos de guerra: el Nemopuceno y el San Genaro, se redujo en un tercio la dotación de las tripulaciones respectivas para así ganar más espacio. A pesar de todo, el San Juan Nepomuceno partió finalmente con una tripulación de 249 hombres y 147 soldados, más 202 jesuitas. El San Genaro lo hizo con 289 hombres de tripulación, 131 de guarnición, y 200 jesuitas.

El P. Luengo, que viajaba en uno de estos barcos, en su Diario manuscrito6, refiriéndose a los problemas de estrechez que tuvieron ya desde el embarque, escribe cómo se vieron obligados a meterse en bodegas, oprimidos, en verdaderas sepulturas por su estrechez. La distribución del barco, en la parte que les correspondió, la describe así: A popa había tres piezas o salas, una sobre otra. La cámara del capitán, la más alta, así como el comedor de la oficialidad. La del medio era la sala de los oficiales, a cuyo alrededor tenían sus camarotes; y la inferior o santa bárbara donde iban las municiones y vivían algunos artilleros. Desde las dos salas inferiores partían hasta la proa dos tránsitos cubiertos donde fueron colocados los expulsados. El espacio estaba dividido con tablas y en cada lado estaban formadas dos filas de catres o «sepulturas» de tablas, unas encima de otras a modo de literas; sin más espacio que el indispensable para entrar y salir. De modo que los que estaban en la fila inferior no se podían sentar sobre la cama, porque tropezaban con la litera de encima; ni los de la superior porque daban con el techo del navío. De esta forma iban acomodados ciento diez. En el espacio que iba desde el palo mayor hasta la santa bárbara se metieron unos treinta y dos, con menos estrechez, aunque tenían que compartir cañones y bultos; veinte en literas superpuestas y 12 en colchones colgados del techo con cordeles. Los restantes fueron ubicados en el tránsito que iba desde la cámara de oficiales a proa. En resumen -dice Luengo- todos estaban malísimamente instalados, sumamente oprimidos y sin espacio mínimo para desahogo.

Pero para la alimentación de estos doscientos jesuitas, a los que hay que añadir otros cuatrocientos hombres, entre soldados, oficiales y marineros, fue necesario embarcar -según afirma Luengo- docenas de bueyes, rebaños de carneros, una piara de cerdos, centenares de gallinas, cuarenta cántaros de agua y vino y muchos otros géneros y provisiones.

El conde de Aranda había previsto, para la ocasión, todo, hasta el menú que debía darse a los jesuitas embarcados, según consta en el «Método que ha de observarse en la subministración de la subsistencia diaria en la navegación, desde Puerto Salou a Civitavecchia, a los Religiosos de la Compañía de Jesús». En él se divide el menú entre el de los días de carne y los días de vigilia, sin olvidar el de los enfermos. Menú que abarca desde el desayuno de todos los días hasta el postre y vino:

Para el desayuno, una xicara de chocolate a cada individuo, con un bizcocho de Mallorca, o una tostada de pan, mientras dure el fresco que se embarque; u otro equivalente a elección de los Padres. Para postres de comida y cena: pasas, higos, almendras, nueces, avellanas, queso bueno, dulces secos, sin escasear la porción, porque hay prudencia en los interesados, que elegirán en cada comida uno o dos géneros.

Del mismo modo se les dará a su voluntad o sin peso el pan fresco que necesitaren, mientras dure el que se embarque; y lo mismo del bizcocho fino, llamado de dieta, de cuya calidad va toda la provisión; y sin medida el vino tinto de pasto de la mejor calidad; y también se suministrará a cada individuo, en las dos comidas, un vasito de Malvasia, o de uno de los generosos de Andalucía; y en fin se llevará a bordo de cada buque una porción prudente de café y de thé, con azúcar blanco que sirva de medicamento, a voluntad del Padre a cuya orden vayan los demás religiosos de la embarcación.



Los días de carne estaba programado, a la comida:

Sopa, o fideos finos, o arroz, o sémola compuesta de la sustancia de la olla, en que entrarán cinco onzas castellanas de carnero de Tarragona, una de tocino seco en oja, media de chorizo o longaniza, y una de garbanzos para cada individuo; y una gallina para cada ocho, con la especería y sal conveniente, y yerbas y hortalizas mientras puedan conservarse.

Cinco onzas de carnero para cada individuo, en guisado o asado, según se pida y adecué la calidad y el tiempo.



Y a la cena:

Una ensalada cruda o cocida mientras duren las verduras y haya ocasión de reponerlas.

Un guisado de seis onzas de carnero para cada individuo. Con los despojos de los carneros que se maten para la diaria, y con los menudillos de las gallinas se harán los guisados o fritadas a que alcancen, para suministrarlos al medio día o a la noche, según guste a los interesados; y estos, además de los principios diarios.



Para los días de vigilia estaba previsto; al mediodía:

Para cada individuo tres onzas de garbanzos, o de habichuelas, o de fideos fijos, compuestos según corresponda a la especie. Un par de huevos en tortilla, o estrellados o cocidos. Cinco onzas de abadejo o seis de atún guisado.



Y a la noche:

Ensalada cruda o cocida como se previene en los días de carne. Bacalao o atún como al medio día, o un par de huevos a quien los prefiriese; y para no duplicar el equivalente, y excusar los riesgos y perjuicios que motivan en las navegaciones, la falta de economía, se dirá al cocinero con anticipación el alimento que se elije.



Finalmente para los religiosos que enfermaren:

se hará un puchero separado, en el cual se pondrá un cuarto de gallina y once onzas de carnero, para cada individuo, con el tocino y garbanzos correspondientes; y se distribuirá proporcionalmente el caldo y las carnes entre el día y la noche, para que tengan el alimento y dieta conveniente. Y para los que por achacosos estén exentos de la vigilia, se les suministrará en los días de ella, la comida señalada en los de carne.



A continuación sigue un largo capítulo de «Prevenciones» relativas a la cocina y cocineros, aguada, leña y carbón, especias, aceite, vinagre y sal, y utensilios, etc., etc. En este capítulo se dice expresamente -entre otras cosas- que en cada embarcación debía ir un marmitón que aderezara la comida «al cual ayudarán los dos muchachos de la tripulación».

A fin de establecer un control sobre la comida, el conde de Aranda había establecido que cada mañana se entregaran al cocinero los géneros correspondientes «con peso», para la comida y cena del día, «a cuyo acto ha de concurrir el hermano coadjutor que destine el Padre más condecorado que vaya en el buque, y se le entregará para su verificación un peso castellano».

Por otra parte era de cuenta del patrón la aguada necesaria al regular consumo de las personas que transportara. También la leña, y carbón de guisar; el vinagre, sal, especias, el aceite para la comida, y para los faroles precisos alumbrar durante la noche, en la cámara, entrepuentes, y bajo el alcázar, e igualmente las luces de sebo en los parajes, y horas necesarias.

El repuesto de los víveres a bordo de las embarcaciones también corría a cargo del Patrón correspondiente o del comisionado, debiendo tener atención «a la buena calidad de los géneros, que deben repostarse con proporción al número de religiosos que conduzca, y el supuesto de veinticinco días de ración; los diez y nueve de carne, y los seis de vigilia».

Y todavía se puede leer en este capítulo de «Prevenciones» lo siguiente:

De cuenta de la Real Hacienda se pondrá a bordo de cada buque, una competente porción de carne de vaca y tocino de salmuera para seis días, al respecto de ocho onzas de carne y cinco de tocino, por individuo y día, a fin de que, si por algún incidente escasease o faltase la carne fresca, se provea alternativamente de estos géneros, de que deberá el patrón firmar conocimiento, con obligación de restituirlos si no se consumiesen, o de pagarlos en el caso del consumo, al coste y costas de su compra.



El resto está dedicado a la forma de pago del patrón, al que, a cargo de todas las obligaciones contraídas de repuesto y distribución de víveres, servidumbre y responsabilidad de utensilios, se debían pagar de cuenta de la Real Hacienda, «siete reales de vellón líquidos, por la subsistencia de cada individuo al día, abonándosele la correspondiente a veinte días, aunque provea menos, según la buena fortuna del viaje; y si tardare más de los citados veinte días, se le abonarán al mismo respecto de los siete reales y medio de vellón líquidos, los que hiciere constar hasta el desembarco».

Finalmente cabe destacar una especial recomendación hecha al patrón y marineros de las embarcaciones, en el sentido de que deberían servir a los religiosos en cuanto se les ofreciere, «tratándolos con el cariño, y respeto que corresponde al sacerdocio».

En cualquier caso da la impresión de que todas estas previsiones, meticulosamente detalladas, quedaron cortas, debido a la duración inesperada del viaje, y al excesivo número de jesuitas que finalmente tuvieron que viajar en cada embarcación.

Luengo describe, con su característico humor cáustico, como la mayoría de los jesuitas era la primera vez que subían a un barco, y debido al viento y mal estado de la mar, los mareados -que eran muchos- pasaron «ansias y agonías de muerte, tirados por los rincones del barco o arrojados encima de las colchonetas, sin oírse más que suspiros y lamentos, arcadas y golpes de vómitos con unas convulsiones que parece iban a dejar allí hasta el cuarto apellido».

La falta de espacio en los barcos era tanto mayor y molesta cuanto que había que compartirlo no sólo con las dotaciones de soldados, oficiales y marineros, sino, sobre todo, con los víveres consistentes en gran parte en animales vivos: bueyes, carneros, cerdos, gallinas, etc.

Sobre este aspecto, aparte las siempre sugerentes notas de Luengo disponemos con todo detalle de las provisiones y menaje de los once jesuitas de Canarias que el día 14 de mayo se embarcaron -una vez que un barbero les afeitó y arregló el cabello- con su colchón y cofres de objetos personales, en el paquebote de bandera inglesa La Unión, al mando del capitán Lorenzo Oliver, natural de Mahón. A los once jesuitas se les unió como cocinero, el mozo que tenían en el colegio de Las Palmas, Antonio Hernández, que quiso acompañarlos.

El capitán -como señala Julián Escribano Garrido en su obra Los jesuitas y Canarias7- se comprometía a llevarlos directamente al Puerto de Santa María y les ofrecía leña, agua y sal. Cobraba por estos servicios 270 pesos escudos de a 8 reales de plata. Debía entregar a los jesuitas al Gobernador del Puerto de Santa María.

Como la alimentación no se incluía en el precio convenido, corría, por lo tanto, a cargo de los pasajeros. Por ello el Corregidor abasteció suficiente y sobradamente la «despensa», compuesta de esta manera:

25 libras de arroz; 2 arrobas de azúcar; 32 1/2 libras de pipas de almendra; 4 botijas de aceite; una cesta de fideos con 32 libras; un barril con 600 huevos; 3 almudes de sal; un barril de manteca con 25 libras; 20 libras de bizcochuelos; un barril de vinagre con 40 cuartillos; 50 libras de chocolate; una perulera de aceitunas; 80 gallinas, 20 carneros; una vaca viva; media libra de azafrán; una libra de pimienta negra; 4 onzas de canela; 2 onzas de manteca de cerdo; una fanega de garbanzos; media fanega de habichuelas; 3 1/2 almudes de lentejas; 4 lenguas de vaca; 3 fanegas de papas; ocho libras de orejones; una arroba de pasas; 2 arrobas de higos; media arroba de ciruelas; dos ristras de ajos; una carga de machos de cebollas; calabazas, coles y lechugas; una pipa de vino; dos limetones de aguardiente; 4 quintales de bizcocho blanco; una fanega de pan fresco; 12 fanegas de cebada para las gallinas y carneros; 8 cargas de hierba, para lo mismo; 12 libras de velas de sebo; 18 libras de queso; 6 limetones de agua para el gasto de los Padres; una fresquera de alfajores; 4 acanastas de bizcochuelos; 2 sacas de carbón.



Como utensilios se les entregó:

2 ollas de cobre; 3 chocolateras; 2 sartenes de cobre; 2 docenas de platos de Pisa; 10 platos de feltre; 4 fuentes de loza de feltre; 4 fuentes de loza de Pisa; 12 escudillas; 11 vasos de cristal, para agua; 11 vasos para vino; 11 cuchillos; 11 tenedores; 11 cucharas de feltre; 4 fuentes de feltre; un cajoncito con medicinas, hierbas, aguas, espíritus y ungüentos; 11 orinales; 12 ollas de barro; 3 cazuelas de barro.



Como servicios de mesa:

2 tablas de manteles; 3 toallas, 10 docenas de servilletas con sus respectivas cajas para telas y cubiertos8.



Desde luego este menaje, y, sobre todo, la despensa nos resulta desproporcionada para once personas, y para un viaje que normalmente no debía durar mucho más de diez días, a no ser que entre Tenerife y Cádiz se encontraran con las famosas calmas que detenían a los barcos, por falta de viento, durante días y días. Tanto más que el destino final del paquebote inglés no era Italia, sino el Puerto de Santa María donde debían entregar los jesuitas al Gobernador, y se supone que durante los días o semanas que estuvieran en Puerto sería el Gobernador o el Comisionado regio el que tenía que cuidar de su manutención y alojamiento. Sin embargo, en todos los demás casos la orden recibida era de que las provisiones de rancho de cada barco se calcularan para 50 ó 60 días de navegación, que -como veremos- resultaron muy cortas pues hubo jesuitas que permanecieron embarcados sin poder saltar a tierra durante 163 días, es decir, hasta cinco meses, tres meses más de los previstos.

Como contraste, las referencias y experiencias vividas en el Nepomuceno, navío de guerra que protegía a los jesuitas de Castilla, salido desde Ferrol, tienen un color más negro. Luengo llega a escribir que «una choza de pastor en tierra con un rebojo de pan hubiéramos escogido especialmente los del navío Nepomuceno, y la escogeríamos en el día como un regalo antes que vivir en esta embarcación del modo que vamos y de la manera con que se nos trata»9.

Se decía misa en un altar-oratorio junto a la escalera en la cámara de en medio, en un pasadizo tan pequeño que sólo cabían en el cuatro de rodillas. Rodeado de camastros y colchonetas, mientras los otros dormían o roncaban se podían decir diariamente cuatro o seis misas. El chocolate servía de desayuno para todos. Los doscientos jesuitas tenían que desayunar de pie al mismo tiempo con media docena de jícaras y otros tantos vasos. El resto de la mañana lo pasaban esparcidos por los rincones y escondrijos leyendo o escribiendo. A las diez y media empezaba la comida en cuatro turnos en la cámara de en medio. Unas mesas y cajones al efecto servían de mesas. Cada vez comían de cuarenta a cincuenta en condiciones no precisamente higiénicas. «Los manteles y servilletas que sirven cada día ocho veces, cuatro para comer y otras cuatro para cenar, en poco tiempo se ponen puerquísimas -nos dirá Luengo- y más que mantelería de gente aseada parecen estropajos»10. Los cubiertos correspondían a tan gloriosa mantelería. Los más eran de madera. Había un plato por persona, pero sólo un vaso para cuatro o cinco, con lo que su uso resultaba incómodo y sucio teniendo en cuenta que había que ablandar en el agua cada uno el bizcocho o galleta «de dureza granítica».

Por otra parte, como señala el diarista, los cocineros y pinches eran sucísimos. Y para completar el cuadro, gran parte de los víveres se echaron a perder, haciéndose incomibles por descuido de los subalternos, con lo que los menús previstos desde Madrid quedaron reducidos a una sopa o en su lugar una menestra de fideos o de arroz cocido, una olla de vaca fresca en Ferrol y carne salada con trozos de vaca en alta mar. Y para postres que al principio fueron variados, pero escasos, luego se restringieron a una sola clase y apenas llegaba para todos, consistente en una rebanada delgadísima de queso, servido a mano por un galopín de la cocina. Algunos días extra, se ponía gallina en vez de vaca, o jamón.

Más miserable aún era la cena, consistente en un estofado o guiso caldoso de un color indefinible y de gusto asqueroso, con lo que pocos tenían la osadía de catarlo. Otras veces compartían la cena de los marineros consistente en alubias, y cortezas de tocino, y alguna que otra vez -y a petición propia- sopas de ajo. Como postre una docena de pasas, y nunca ensalada ni fruta. Del arroz, dice Luengo que estaba lleno de chinas, inmasticable, sucio y de malísima calidad. Tenían que pagar extra el pan si lo querían fresco, pues el panadero de navío cocía cada día pan. Si no lo compraban era siempre duro. Peor aún era la galleta o bizcocho, tan negro, que algún oficial decía que había hecho su viaje de ida y vuelta a América. La galleta era tan dura -repite en varias ocasiones Luengo- como un morrillo de granito, por lo que había que remojarla so pena de que saltara alguna esquirla de los dientes.

Al vino de Jerez se le cobró asco por usarlo como medicina los primeros días de mareos y bascas. De vino tinto se bebían de 7 a 8 cántaros al día. El agua se fue mareando adquiriendo sabor de jabón o azufre o de pólvora. Sin embargo, no fue renovada, como lo hicieron otras embarcaciones.

No menos expresivo e irónico resulta el P. Isla en su Memoria a S. M. el Rey D. Carlos III, escrito y fechado en Calvi el 15 de febrero de 1768. Empieza hablando de la estrechez en que tuvieron que viajar los jesuitas embarcados en los navíos de guerra San Jenaro 11 y San Juan Nepomuceno, que es en el que hizo el viaje el P. Isla. Como hemos visto en cada uno de estos navíos se acomodaron doscientos jesuitas que añadidos a la numerosa tripulación y a la guarnición de tropa marina «apenas cabían de pie en los buques... de manera que para maniobrar, especialmente en las faenas más prontas y de mayor cuidado, era menester que los pasajeros se bajasen a sus camas de entre puentes». Y tras recordar el estrechísimo espacio que allí correspondía a cada uno, la congojosa apretura, el aire impuro y abrasado que tenían que respirar en el rigor de los calores de junio y julio, así como «los tediosos y mal sanos efluvios que exhalarían tantos cuerpos hacinados en un espacio tan ceñido», pasa a ocuparse de la comida:

Se hicieron en el Ferrol prodigiosas provisiones de todo género de carnes, aves, escabeches, vinos, chocolate, dulces, bizcochos, licores y demás especies, que no sólo eran conducentes para la necesidad, sino que podían servir para el regalo: y efectivamente sirvieron para el de la mesa del Capitán en la cámara del Nepomuceno12; pero de la mesa de los jesuitas estuvo tan distante la delicadeza y la abundancia, como sobrada la escasez, y la incivilidad y el desaseo.



Y a continuación detalla lo siguiente:

El desayuno fue siempre chocolate, pero servido y tomado con modo tan asqueroso, y con tanta sofocación y tropelía, que sólo el hambre y la necesidad podían comunicar gusto al paladar para admitirle, y fuerzas al estómago para retenerle. Traíase en dos grandes escalfadores, semejantes a los que usan las comunidades numerosas en sus barberías; y trasladándose aquel bodrio a las chocolateras, en ellas se batía para pasarlo después a las jícaras. Estas estaban tendidas sobre las mesas, de las cuales tomaba cada cual la que podía. Era la pieza destinada para esta función la cámara baja, donde apenas cabían 20 ó 30 hombres; y como concurrían 200, entrando unos, y saliendo otros, sin orden, sin método y sin distinción, más parecía behetría y confusión que desayuno: el cual ni aún así se podía tomar con quietud y sosiego... El que no se acomodaba con el chocolate, o porque no encontraba en su estómago condescendencia para tomarlo de aquella manera, o porque de cualquier modo le asentaba mal, no tenía que pensar en otro desayuno, cerrándose el repostero, hombre durísimo de genio, basto y muy ofensivo de modales, en que tenía orden de no dárselo a nadie...



Y todavía añade:

Ni un sólo día hubo siguiera una rebanada de pan para el chocolate; con que dicho se está que mucho menos le habría para la comida. A solos diez o doce Jesuitas entre Rectores y viejos, se les daba por gracia muy especial una escasa libra de pan fresco para la comida y cena, sin haber dispensado este rigor ni aún los tres días que estuvimos anclados en el puerto de Santo Stefano, ni los 17 que nos mantuvimos en el puerto de San Fiorenzo; siendo así que en uno y otro puerto concurrieron barcos cargados de pan, que lo ofrecían a un precio muy moderado...



Si del desayuno pasamos a la comida la descripción del P. Isla se hace todavía más expresiva:

A la mezquindad y asquerosa disposición del desayuno correspondía perfectamente la limitación y poca limpieza de la comida. Los días que estuvimos a bordo en el Ferrol, y algunos en la navegación, se daba en el Nepomuceno o una sopa de fideos, o la sopa ordinaria con una olla de vaca fresca en el puerto, y salada, con una cuarta parte de la otra, en el mar, pero así la sopa como la olla bien escasamente con algunos postrecillos, más éstos tan limitados, que, si eran de aceitunas y pasas, tocaría a cada sujeto una de las primeras y 4 ó 6 de las segundas; si de queso, el mismo repostero iba repartiendo a cada uno, pero con tanta escasez, que más parece que daba una reliquia o un poco de pan bendito, que otra cosa.



Hasta el octavo día de navegación no se vio en la olla ni gallina ni jamón, siendo así que fue verdaderamente portentosa la provisión que se había hecho de estos dos géneros. La gallina después se dejó ver en el plato por pocos días, y siempre con mezquindad; el jamón con alguna menor economía apareció todo el resto de la navegación.

La merienda o «refresco de la tarde» consistía en

dos cántaros de agua con dos o tres vasos para 200 sujetos; y no se hable de otra cosa: ni aún a los enfermos se les servía siquiera un bizcocho, a no ser que alguna vez ellos lo pidiesen o se lo agenciase el cirujano. A ninguno se le brindó jamás con un poco de dulce, sino a uno solo a quien profesaba en Capitán particular inclinación13; por lo que nunca se pudo comprender a que fin se había hecho tan abundante abasto de este último artículo.



Y finalmente la cena:

Las cenas no podían ser más inocentes. Redujéronse por lo común a una fastidiosísima chanfaina de chofes, carne salada y un poco de vaca con unos postrecillos, tan coitos y económicos como los del mediodía. Algunas veces se ponía en la mesa un puñado de pasas para 6 o para 8, antes del guisote; pero entonces no se trataba de postres. Varióse tal vez de cena, dando bacalao en lugar de carne; seis u ocho noches sopas de ajo; tres o cuatro un plato de lentejas con un poco de tocino, que era la mazamorra de los marineros...



Y para concluir este capítulo, añade el P. Isla:

A la poquedad y desaliño de la comida correspondía igualmente el repugnante servicio de la mesa. Solas dos veces se mudaron los manteles en los dos meses largos que estuvimos a bordo y duró la navegación. ¡Qué aseados estarían, sirviendo todos los días a ocho mesas diferentes entre comida y cena! En las mesas donde cabían 16, se ponían solo dos vasos, por donde habían de beber todos, esperando su vez, y aguardándose los unos a los otros; en las mesas de 5 ó 6, un sólo vaso, sin embargo de que en el Ferrol se hizo provisión, a costa de la Real Hacienda, de algunos centenares de ellos14.



Según el Diario de navegación de los jesuitas de la provincia de Andalucía, desde Puerto de Santa María y Málaga hasta Civitavecchia, escrito por el P. Tienda15, al llegar a Málaga no se les permitió traer de la ciudad algunas cosas que necesitaban «para algún alivio de varios enfermos endebles, ancianos, que las querían comprar con su dinero». Sólo se trajeron por cuenta del Comisario «algunas hogazas de pan, y alguna porción de lechugas y cebollas para refresco, porque ya iba consumido lo que sacamos de Cádiz». En realidad sólo llevaban cinco días de viaje. Dos días después, el 9 de mayo de 1767, recoge el diarista: «Habiéndose acabado el pan duro comenzamos a comer bizcocho o galleta». El P. Tienda que pone casi toda su atención en los vientos y meteorología, así como en la descripción de la costa, sí vuelve a ocuparse del pan el día 13 de mayo: «Este día, por especial favor, trajo el Comisario algunos panecillos para los ancianos y enfermos, pues la galleta, aun los buenos no podían pasarla por insulsa, sin sal, y aunque blanca, tan dura, que era necesario partirla contra las tablas».

Este Diario concluye con unas expresivas notas finales, entre las que se puede leer lo siguiente, a modo de síntesis:

Aunque las provisiones hechas por el Comisario Don Francisco Saravia han sido abundantes en todo por orden del Sr. Arriaga, Secretario de Marina, en carta al Intendente de Cádiz, ordenándole que en todo dispusiese el viaje en la inteligencia de que en cada jesuita iba su persona propia, señalando por el Rey 7 1/2 reales por día para el plato de cada individuo, con todo, no ha dejado de haber mucho que tolerar y ofrecer a Dios, en la estrechez, estando, por ejemplo, los 154 jesuitas que venían de Sevilla en el General Van Kaulgang en 35 pasos de largo, 15 de ancho y dos varas de alto, puestos los sitios de las camas como andén de gusanos de seda. En la calidad y hora de la comida; en el desaseo indispensable en tan poco sitio para tantos, causa de plaga de animalillos, que a poco se extendió por todos; finalmente en otras mil cosas que se omiten y solo se dejan a Dios para que las sepa para premiarlas16.



Parece ser que no fueron mejores las condiciones de los jesuitas embarcados en Buenos Aires. Un jesuita originario de Silesia, el P. Florián Paucke, en su diario de aquel viaje señala cómo padecieron bastante de hambre y enfermedad, cómo estuvieron en el puerto esperando el embarque debajo de una lona calados hasta los huesos y durmiendo en el suelo.

Por su parte el P. José Manuel Peramás, procedente de Córdoba, donde los jesuitas tenían la única universidad existente entonces en todo el Río de la Plata, escribió en su diario:

La galleta era la peor y siempre era menester limpiarla antes de comer porque mucha, principalmente la partida, venía llena de chinches. Las menestras del mismo modo llenas por lo regular de excrementos de ratas y de cucarachas. Las viandas venían siempre de un mismo modo y tan escasas que todos los días había pleito por no alcanzar. Tal vez nos quejábamos de esto y no faltó quien nos dio por respuesta el que agradeciésemos a Dios que no nos tratasen peor que a grumetes. Callábamos, pues, y sufríamos por no exponernos a oír mayores desvergüenzas. Basta lo dicho, lector, para que veas de algún modo cómo vendríamos y pasaríamos 85 días en la navegación con semejante trato17.



Pero si dura fue la travesía hasta Córcega, no lo iba a ser menos, unos meses después, cuando expulsados de nuevo -esta vez de Córcega que había pasado a la corona de Francia- fueron embarcados en navíos franceses para ser llevados a Italia.

Como testimonio de este último viaje marítimo existe una carta del P. Reig18 en la que entre otras cosas se dice:

Por orden del rey de Francia Luis XV salimos repentinamente de Córcega; porque habiendo pasado la ciudad de San Bonifacio del poder de los de Génova al de los franceses, fuimos obligados a marcharnos en las mismas naves en que habían venido los soldados a la isla. Los capitanes de ellas se portaron muy duros y muy crueles con nosotros, hasta el extremo de negarnos en el camino lo necesario para la vida. Pues muchas veces nos obligaron a alimentarnos con trigo podrido, agua corrompida y un vino que se iba poniendo agrio. De muy diferente manera, es decir, con mucha más benignidad y decencia se portó nuestro rey Carlos, el cual procuró con el mayor cuidado y diligencia que no nos faltase nada en las embarcaciones.







 
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