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ArribaAbajo- IV -

Subida a la Contraviesa.- Historia de una uva


Estábamos al pie de la Contraviesa... es decir: había llegado el momento solemne de trepar a la gran montaña interior del amurallado recinto alpujarreño, -de la cual el cerrajoncillo que salvamos aquella mañana, nieto suyo e hijo de Sierra de Lújar, no había sido más que un prólogo, o, por mejor decir, un destacamento de caballería ligera, comandado por el impetuoso Jubiley.

Desde lo alto del Puerto de este nombre habíamos contemplado la línea del Norte de la Alpujarra... esto es, una octava parte de los misterios que anhelábamos descifrar...- ¡Desde lo alto de la Contraviesa, o sea desde el eminente Cerro Chaparro,   —226→   contemplaríamos, como a vista de pájaro, toda la Alpujarra, absolutamente toda, de la frontera del Norte a la del Sur, de la del Este a la del Oeste!

Así nos lo prometía, por lo menos, en elocuentísimas arengas el joven Cura de Albondón complacido hasta lo sumo al ver el entusiasmo que nos inspiraba aquella poderosa naturaleza de él tan querida.- Hubiérase dicho que era Pedro el Ermitaño, describiendo a los cruzados la hermosura de Jerusalén, a fin de animarlos a sufrir con paciencia las penalidades del camino.

Emprendimos, pues, la subida.

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-Ésta fue asunto de dos horas de reloj, repartidas en mil cuatrocientos metros de desnivel37(un verdadero asalto); pero, así y todo, no nos pareció tan ruda como la ascensión al Puerto de Jubiley. -O ya nos íbamos haciendo, como suele decirse en aquella provincia, o la expectativa de las grandes revelaciones topográficas que nos aguardaban en la cumbre aumentó nuestras fuerzas en aquel otro sendero de palomas.

Confieso, sin embargo, que más de una vez nos causó horror considerar el aspecto que ofrecía nuestra larga caravana, trepando, arañando, gateando ladera arriba, en redoblado zigzag o receñidas eses, como una culebra de desmesuradas proporciones.

  —227→  

Imaginaos, si no, la cosa en su prosaica realidad.

Si (pongo por caso) ibais de los últimos, sólo veíais sobre vuestra cabeza, a muchos metros de elevación, lucientes herraduras y cinchadas barrigas de mulos o caballos; suelas de colgadas botas, apoyadas en estirados estribos, y tal vez las ventanas de las narices de algún amigo del alma, o la parte inferior de las alas de su sombrero...

-¡Espeluznante escorzo, vive Dios! -os decíais llenos de espanto-. ¿En dónde se apoyan las bestias para ir subiendo de ese modo por una pared casi vertical? ¿Qué nos pasaría a todos los que marchamos aquí abajo, en esta retorcida deshilada, si por evento cayera uno de los que cabalgan allá arriba?

-¡Todos, -os respondíais-, todos iríamos rodando a los profundos infiernos, empujado cada cual por su vecino!

Y, en prueba de ello, de vez en cuando, sentíais caer sobre vosotros menudas chinas (afortunadamente eran menudas), desprendidas por los apurados cuadrúpedos que hacían equilibrios en lo alto.

Ahora: si, en virtud de haber tomado individualmente por algún breve atajo, creyéndolo menos peligroso, caminabais por ventura entre los más delanteros, y os ocurría mirar por encima del hombro hacia aquella reata de jinetes escalonados a vuestros pies, -todos de perfil, el uno vuelto a la izquierda, el otro a la derecha, y así alternadamente hasta el remate de la procesión, -no podíais menos de reíros en medio de vuestro saludable miedo; pues os parecía que cada uno de los de atrás iba colgado de la   —228→   cola o de las patas del caballo del de adelante, formando en suma una de aquellas escalas vivas por medio de las cuales bajan los monos a beber agua a los pozos de los desiertos de África.

Y en los dos casos, fueseis a la zaga o la cabeza, no comprendíais cómo habíais subido por donde la retaguardia estaba subiendo, o cómo habríais de subir adonde ya se encontraba la vanguardia.

Todo lo cual declaro asimismo (y también lo hubierais declarado vosotros) era todavía preferible al llanísimo arenal de Torbiscon...

¡Siquiera allí, en la Cuesta de Barriales, en los escalones de la Contraviesa, hacía algún fresco a ratos, corrían ráfagas de aire al embocar con éste o aquel gollizo remoto, y encontraba uno tal o cual árbol o desgajada peña a cuya sombra encender un cigarrillo!

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«Tal o cual árbol» he dicho; y no era así seguramente como me cumplía expresarme con relación a la Contraviesa, sino de modo y forma que se entendiese que aquella cordillera está casi toda cubierta de árboles... y de árboles muy productivos por cierto.

Rectifico, pues, y digo (aunque limitándose todavía a la falda que íbamos subiendo, -la cual es la menos rica, por ser la que mira al Septentrión) que sus lomas y barrancos ostentaban por doquier, entre otros vegetales menos preciados, dilatadas viñas, extensos bosques de almendros e infinidad de blanquecinas marañas de seculares higueras.

  —229→  

Uvas, almendras, higos... He aquí las principales cosechas de aquella zona, al parecer salvaje.- Pero ¡qué higos, qué almendras y qué uvas! -«¡De la Alpujarra!» -se dice en toda Andalucía, como suprema recomendación, al ofreceros esos tres frutos.- Y, para los inteligentes, no hay más que decir.

Cuando vayamos a Turón, discurriremos especialmente acerca de los higos.- En Murtas tendremos ocasión de juzgar las almendras.- Aquí me toca hablar de las uvas.

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La uva peculiar de la Alpujarra, cuyo prototipo lleva el nombre de la villa de Ohanes, es grande, oblonga, dura..., y pálida y transparente como la cera.

Esta uva no es nunca hollada por el pie brutal del hombre, ni se ve compelida, por consiguiente, a reventar para dar de sí la gran maravilla del mosto...- Tampoco va desde la cepa a los mercados de la provincia, en fresco y apretado grumo que penda luego de la mano de un cualquiera, para que este cualquiera lo desgrane poco a poco, por vía de postre, hasta dejarlo reducido a un esqueleto o escobajo...- Menos aún se transforma en arrugada pasa... como acontece con las uvas de la vecina costa...- Ni tan siquiera es su destino figurar en eso que se llama un kilo (como si se dijese un kilo de perlas), para pudrirse de impaciencia, colgada meses y meses del techo del harem de un metódico sibarita, empapelada o sin empapelar, y dando origen a este   —230→   decir de mi pueblo: «¡Anda... que eres más tonto que un hilo de uvas!»

No, señor, no; la legítima uva alpujarreña no llega nunca a ser madre... (del vino); -ni viene a parar en fácil bacante que sólo dure lo que los festines de otoño; -ni acaba en solterona que se pase y acartone, como la Eugenia Grandet de Balzac, y sólo sirva a la vejez para sazonar, vestida de oscuro, tal o cual especie de pouding; -ni es, en fin, jamás emparedada odalisca que espere vez entre otras frutas en la despensa de un goloso, del modo y manera que refiere Lord Byron en el Canto VI de su Don Juan...

La uva de la Alpujarra cumple una misión más noble.- La uva de la Alpujarra se mete monja, vive cenobíticamente, y muere virgen.

¿Cómo así?

Vais a saberlo.

El vendimiador de la Alpujarra principia por construir muchas cajas de madera.- Sube luego a lo alto de su montaña, donde se crían unos magníficos alcornoques, y les arranca la piel... quiero decir, el corcho.- Muele este corcho hasta pulverizarlo, y con aquella materia, que es el mejor preservativo que se conoce contra la corrupción... de las uvas, llena las cajas susodichas. En seguida coge unas tijeras, y va cortando de cada racimo, una por una, las bayas más perfectas, limpias y sanas, separándolas para siempre de las otras. Consumado esto, procede a esconder entre el corcho pulverizado, también una por una, y en rigoroso orden, las uvas elegidas, procurando que estén incomunicadas entre sí   —231→   y con el aire atmosférico. Y, por último, cierra y clava las cajas con el mayor esmero posible, y échase a dormir completamente descuidado, como quien sabe que aquellas reclusas pueden pasar allí años y años sin ninguna clase de detrimento.

Lo que sucede después no es culpa mía, ni tampoco de las uvas alpujarreñas.

Es culpa del vendimiador y del grado de locura a que ha llegado nuestra pobre Europa.

Yo, como liberal y como católico, estoy por que haya conventos. Para mí, la mayor de las tiranías es privar a los mortales del derecho de escoger sus compañeros de peregrinación por este valle de lágrimas y de encerrarse con ellos, lejos del vano tumulto de una sociedad atea, a conferenciar con Dios sobre el quia de la vida y sobre el quare de la muerte, sobre el quid de todo lo criado y sobre el esse, fuisse, fore, que dice uno de los Santos Libros.

Pero, amigo: el vendimiador, después de haberse esmerado tanto en la construcción y disposición de sus conventos de uvas, los saca luego a pública subasta...; y como aquellos ingleses, rusos y alemanes de que hablamos en Béznar son todos herejes; como además de herejes, son muy ricos, y como, a pesar de ser tan ricos, no se crían uvas en su país... ¡ni respetan clausura, ni respetan votos, ni respetan nada!

Vese, pues, a estas vestales españolas (pálidas y transparentes como la cera, que dije más atrás) morir mártires en las más abominables metrópolis del Norte, devoradas por una especie de osos protestantes, o cuando menos cismáticos, cuyos dientes, ennegrecidos   —232→   y desportillados por el escorbuto... ¡Ah! ¡Qué horror! -No puedo continuar...38

Resumiendo: las uvas de la Contraviesa se exportan por Almería, Adra o Motril con destino a las naciones septentrionales de Europa..., y yo he aprovechado gustosísimo esta nueva ocasión de hacer la causa de la raza latina contra sus rivales del Continente, a fin de que mi libro tenga su lado transcendental.- No quiero que se me tache de autor frívolo y sin sustancia en unos tiempos en que tanto abundan los filósofos.

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Por lo que respecta a nuestro viaje o escalamiento, dicho se está que proseguía sin interrupción... posible, -mientras que yo me esforzaba de aquel modo por encerrar el universo en una uva.

Tocábamos ya, pues, casi a la cima de la Contraviesa, y veíamos debajo de nosotros muchas de sus fértiles cañadas, llenas de cortijos y casas de labor; bien que no extensos y remotos horizontes...- En cuestas como aquélla, no se va descubriendo terreno a medida que se asciende; sino que hay que llegar a lo alto para descubrirlo todo de un golpe.

Nuestra ansiedad era, por consiguiente, extraordinaria cuando, a eso de las dos de la tarde, comprendimos que nos faltaba muy poco para salir a la plataforma de Cerro Chaparro.

  —233→  

-¡Prepárense ustedes a la gran emoción! -nos decía desde lejos el buen cura con su voz de misionero y su gran instinto dramático-. ¡Desenvainen lápices y carteras! ¡Estamos llegando a la cumbre!

Y nosotros sacábamos fuerzas de flaqueza, y se las hacíamos sacar a los caballos, para ganar los últimos escalones de la montaña...

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¡Llegamos al fin!...

El cielo avanzó por encima de nuestras cabezas, como un mar que rompiera sus diques, e invadió un inmenso espacio circular, anegando y sepultando bajo sus olas todos los montes que hasta allí nos habían parecido insuperables...

Sólo nosotros quedamos flotando en el general diluvio... Sólo nosotros dominamos entonces, en muchas leguas a la redonda, la vacía soledad del aire.

La Alpujarra entera estaba a nuestros pies.




ArribaAbajo- V -

Mapa de piedra y agua


Realizábase, pues, en aquel momento mi deseo de toda la vida. La revelación era completa. ¡Todo el ámbito de la inexplorada región se hallaba descifrado ante nuestros ojos!

  —234→  

Sí: desde allí descubríamos todo el suelo alpujarreño...orográficamente considerado; esto es, la misma Sierra Nevada, toda la Sierra de Gádor, toda la Sierra de Lújar, y toda la costa, toda la orilla del mar...- ¡Las cuatro fronteras, en fin, de la comarca de mis sueños!

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¡El mar! -¡Calle todo ante su grandeza!

¡Salud al mar, siempre nuevo, siempre joven, siempre el mismo!

¡Salud al mar eterno, indiferente a los estragos que los siglos y los hombres hacen en esta caduca tierra, patria de los calendarios y de los mortales!

¡Salud al mar, que no entiende de razas ni de civilizaciones, y que así acaricia con sus olas el litoral de África como el litoral granadino, y del propio modo se encoge hoy de hombros ante nuestra República ateísta, que ayer se encogía de hombros ante... ABEN-HUMEYA!

¡Salud al mar!...

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Pero he exagerado un poco al decir que se veía toda la costa, cuando precisamente lo que había allí de más notable era: -que se divisaba una gran extensión del líquido elemento, sin descubrirse por eso sus playas.

Más claro: los oteros australes de la Contraviesa se destacaban sobre la bóveda del mar, -en vez de destacarse, como los otros montes, sobre la bóveda del cielo.

  —235→  

Y digo la bóveda del mar-, porque desde aquella suma eminencia (¡oh maravilla!) veíamos el Mediterráneo..., no debajo de nosotros como una llanura, sino colgado del firmamento como un telón; no tendido en semicírculo horizontal, como resulta cuando se le mira desde sus riberas, sino levantando un enorme arco, o más bien un enorme disco, sobre la línea del horizonte, cual si fuese una inconmensurable sierra de agua.

Nunca había reparado yo hasta entonces en aquel sorprendente efecto de óptica, -que, si no me engaño, se debe, entre otras causas, a la redondez (tantos siglos desconocida) del planeta en que escribo estos renglones...

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Por cierto que detrás de aquel arco o mitad de disco, o sea por encima de él, se percibían vagamente, a pesar de esa redondez de la tierra, algunas cumbres del gigantesco Atlas, rey de los montes africanos...- ¡Tan elevadas se hallan sobre el nivel del mar!...

Pero, como nos constaba que en la prosecución del viaje habíamos de distinguir varias veces, y mucho más claramente que aquella tarde, la que ya hemos llamado Sierra Nevada del Imperio de Marruecos (pues de algo habría de servirnos trepar, como treparíamos el Miércoles Santo, a la Sierra Nevada de la Península Española), aplazamos para entonces todas las consideraciones a que se prestaba aquella exótica lontananza... aún a los ojos de los   —236→   que no teníamos parientes moros, judíos, renegados, presidiarios, ni de guarnición en Melilla.

Reduzcámonos, pues, también ahora a la contemplación de la Alpujarra, dejando en paz el vecino continente.- Miremos, sí (ya que, gracias a Dios, la tenemos ante la vista), la célebre tierra por que tanto hemos suspirado, y no seamos como los ambiciosos o los amantes, que matan, al mismo tiempo que el deseo, la cosa deseada, y en seguida se ponen a llorar por lo que queda.

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Y bien: desde lo alto de Cerro Chaparro se veía lo siguiente...

Pero digamos antes lo que no se veía.

No se veían ni los pueblos, ni las vegas, ni las playas, ni las puntas, ni las torres (¡unas de carabineros y otras de faros!) que bordan, según descubrimos más adelante, las solanas y el zócalo de aquellos colosales cerrajones.

No se veían tampoco (sino vagamente indicados por las curvas y vueltas de un redundante laberinto de cerros y gargantas) los valles interiores de aquella entrecortada tierra, -todos los cuales quedaban ocultos (como en una especie de subsuelo, que dicen las leyes de minas) bajo el recio oleaje formado por tantas sucesivas eminencias.

Menos aún se veían (aunque se adivinara su trayecto) los prolongados ríos de Cádiar, de Yátor y de Adra, -cuyos hondos lechos seguía la imaginación leguas y leguas, sin más ayuda que el continuo   —237→   paralelismo con que serpenteaban ciertas y ciertas lomas.

No se veían, en fin, ni tan siquiera los mismos pueblos de la Contraviesa, a pesar de encontrarnos encima de casi todos ellos.

¡Tanto influye la más leve oblicuidad del punto de vista en la perspectiva del dédalo de escarpaduras y derrumbaderos que constituye la Alpujarra!...- como, en el orden moral, influye también mucho en nuestras ideas y sentimientos el punto de partida del rayo visual de nuestras apreciaciones, o sea el aspecto más o menos escorzado que nos ofrecen el mundo y la vida.

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Pero, aún así, ¡cuán revelador y cuan interesante era aquel desmesurado mapa de piedra y agua que nos exhibía, en escala natural, el efímero Reino de ABEN-HUMEYA! ¡Cuán imponente resultaba aquel panorama de ochenta leguas cuadradas de tierra firme y de no sé cuántos centenares de leguas cuadradas de flotantes olas, del cual nuestras pupilas sacaban una descompasada fotografía, iluminada y colorida por el pincel de la Naturaleza! ¡Cuán grandioso era, en una palabra, todo lo que se veía!

Digo más: considerando bien las cosas, veíamos con los ojos del espíritu aún aquello mismo que no se veía; -como se contemplan imaginativamente todas las calles, casas y personas de una vasta población cuando, desde su más empinado campanario, se pone uno a tirar líneas y echar cálculos sobre un piélago de tejados y azoteas...

  —238→  

Ni ¿qué otra cosa era el revuelto océano de montes que dominábamos desde allí, sino los tejados y azoteas de la Alpujarra, debajo de los cuales estaban sus valles, alias sus plazas; sus ramblas, alias sus calles; sus barrancos, alias sus callejones, y sus pueblos, alias sus gentes?

Ochenta leguas cuadradas, vuelvo a decir, ocupaban aquellas cordilleras sucesivas, aquellas encrespadas olas inmóviles (semejantes a las que el hielo petrifica en los mares del polo), aquellos ejércitos de cerros, aquellas cumbres amotinadas; verdes unas; pardas otras; blancas éstas; rojas aquéllas; cuáles erizadas de cenicientas rocas; cuáles dentadas de negros riscos; dónde vestidas de aterciopeladas siembras; dónde coronadas de oscuras encinas; aquí dibujándose en el azul del cielo, que resultaba de color de esmeralda comparado con el azul de Prusia del mar; allí destacándose sobre las limpias nieves de Sierra de Gádor, o sobre los amarillos arenales del Campo de Dalias...

Verdaderamente, tal espectáculo tenía mucho de extraordinario y maravilloso.- ¡Qué soledad tan engañadora! -Aquel suelo, que no era suelo, sino la techumbre de la Alpujarra, (escondida allí debajo, como una nación de trogloditas), podía compararse a la espesa capa de ceniza y tierra vegetal que disimuló durante diez y siete siglos la supervivencia de Pompeya.

Así es que nuestra curiosidad. de conocer los pueblos y valles alpujarreños subió más y más de punto al ver la tenacidad con que se ocultaban, y sobre todo al oír a nuestros compañeros de viaje hacernos   —239→   su enumeración y señalándonos con el dedo el lugar en que caía cada uno.

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Sólo en la Cordillera cuya cima coronábamos hacía una hora -siempre a caballo, a fin de ganar otro metro de altura y de ir buscando los miradores más eminentes-, escondíanse catorce pueblos, ora colgados de sus cumbres, ora guarecidos en lo profundo de sus barrancos, ora asomados al mar por las ramblas y laderas de la costa.- Dichos pueblos se llaman Mecina-Tedel, Murtas, Turón, Albondon, Albuñol, Sorvilan, Polópos, Rubite, Oliar, Bárgis, Alfornon, Fregenite, Jalcázar y Torbiscon.

Por éste último ya habíamos pasado aquella mañana.- A Alfornon y Albuñol los veríamos aquella misma tarde.- Murtas, Mecina-Tedel y Turón formarían parte de nuestra inmediata excursión al cerrajón de Murtas y a la costa.- Albondon sería objeto de un viaje especial, e inolvidable por todo extremo.- A los demás lugares de la Contraviesa no habíamos de llegar a ir, si bien pasaríamos por la jurisdicción de casi todos ellos al abandonar la Alpujarra.

En cambio, nuestra ansía investigadora no perdonó (como veréis en su día), ni siquiera uno de los pueblos de Sierra Nevada correspondientes al Distrito de Ugíjar...

Y es que estos otros pueblos y la Taha de Andarax (enclavada ya en la provincia de Almería; pero de la cual veíamos claramente la descubierta   —240→   entrada), tenían para nosotros el encanto de haber sido el teatro de las más célebres hazañas y aventuras de ABEN-HUMEYA y ABEN-ABOO, -de quienes seguíamos acordándonos a todas horas.

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Pero concluyamos ya, diciendo algo de la Contraviesa en sí, o sea de su propia configuración.

La Contraviesa, es una cordillera secundaria, paralela a Sierra Nevada, y al mar; lo que quiere decir que, mientras los demás hijos del Mulhacén corren de Norte a Sur, ella corre de Poniente a levante.- De aquí su particularidad y el llamarse como se llama.

La Contraviesa es, por consiguiente, el gran contrafuerte o antemural del Mulhacén por la parte del Sur, como Sierra Arana, en el partido de Iznalloz, lo es por la parte del Norte.- El río de Fárdes responde al río de Cádiar.

Para los principales geógrafos españoles (y también en mi humilde opinión), el Cerrajon de Murtas y la Sierra de Lújar, forman parte integrante del sistema de la Contraviesa.- La Contraviesa, tiene, pues, once leguas de longitud.

El corresponsal del Sr. Miñano en la Alpujarra (corresponsal que debió de ser un hombre muy ilustrado), le dijo que «las puntas de Carchuna y de Guardias Viejas parecen dos áncoras arrojadas al mar por la Contraviesa para afianzar su estabilidad en el punto que ocupa en la península».- Yo, por decir también algo gráfico, añado: que la Contraviesa   —241→   parece una pantera enorme, de remendada piel, cuya cabeza es la Sierra de Lújar; cuyas manos se llaman la Punta de Carchuna, y la Sierra de Jubiley; cuyas patas forman los Montes de Adra y los Cerros de Cojáyar, y cuya cola se extiende tanto como el Cerrajon de Murtas.

Finalmente: la cadena de la Contraviesa es la espina dorsal de la Alpujarra; el eje de su esqueleto; lo que la quilla en un barco, vuelto lo de abajo arriba; lo contrario de lo que sería la misma Contraviesa, vuelto lo de arriba abajo (!!!).




ArribaAbajo- VI -

Singularidad de las montañas alpujarreñas


No bien nos convencimos de la gran verdad con que termina el capítulo anterior, echamos pie a tierra y nos sentamos al pie de unas robustas encinas que, en unión de los susodichos desollados alcornoques, sirven allí de penacho a la Contraviesa.

Serían las tres de la tarde. Para bajar a Albuñol, término de nuestra jornada, nos bastarían dos horas.- Podíamos, por consiguiente, descansar en aquella altura, donde hacía fresco, pero en la que, sin embargo, no venía mal la sombra de los árboles...

Salieron entonces a relucir las naranjas, el vino y las sabrosas pláticas propias de las amistades recientes,   —242→   todo lo cual revestía una poesía inmensa en aquella región, más frecuentada por las nubes que por los hombres...

Entre tanto; sumando ya en nuestra imaginación todo lo que acabábamos de ver en globo desde allí y todo lo que llevábamos visto más al por menor desde que salimos de Órgiva, principiamos a caer en la cuenta de la verdadera singularidad de la Alpujarra, -singularidad que la hace diferenciarse esencialísimamente de los demás países montuosos de Europa...

Entonces uno de nosotros pidió la palabra; y, bien que no tomando un puño de bellotas en la mano como D. Quijote (pues las encinas no daban más que sombra en aquella estación); pero sí tendiéndose a la larga sobre un lecho natural de seco musgo, y fijando los ojos en aquellos árboles seculares que tantas bellotas habrían criado, -enderezó a la reunión (tendida también boca arriba en aquella azotea del globo terrestre) el siguiente elocuentísimo discurso... que os aconsejo leáis, puesto que os servirá de clave para entender todas mis pasadas y futuras descripciones de la comarca alpujarreña:

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«Pues, señor, está visto; y se equivoca el que se figure lo contrario: -no basta, ni por asomos, haber recorrido la cadena de los Alpes o la de los Pirineos (entre las cuales ocupa el término medio, como elevación, la cadena de Sierra Nevada); digo más: no basta tampoco haber contemplado la faz septentrional de esta misma Sierra, para poder figurarse   —243→   de manera alguna la fisonomía general de los montes y valles que van apareciendo a nuestros ojos.

»Los Alpes y los Pirineos, y todas las montañas de nuestra zona, ofrecen a la vista un mismo carácter... más o menos pronunciado, según su altura barométrica y su latitud geográfica... pero siempre idéntico en sus rasgos, en su entonación pictórica, en su género poético, en su influjo sobre la imaginación.- Nebulosas cimas, húmedas laderas, espumantes cascadas, brumosos lagos; un ambiente empapado de frescura; un cielo lleno de fantasmas; arroyos por todas partes; misteriosas quebradas, asilo de eternos crepúsculos; esponjadas hierbas, cabañas grises, valles melancólicos, muchas vacas, mucho humo, muchos puentecillos de madera... y algo, en fin, de yerto, de rugoso, de aterido, de huraño, de atormentado, en la austera vegetación que allí lucha a brazo partido con el inclemente Boreas... Tales son comúnmente los obligados distintivos de las montañas europeas, así en Santander como en la Toscana, así en Segovia como en el Tirol, así enfrente de Pau como en Suiza, así en la Auvernia como en las provincias vascongadas... Tales al menos os las representaréis, como yo, en este instante, recordándolas amorosamente, y poblándolas (con la propia inspiración bebida en ellas) de mil creaciones suaves, lánguidas, indecisas, vaporosas, impalpables...

»La Alpujarra, como veis, es absolutamente distinta.- Verdad que aquí hay también nieves (en lo alto de aquella Sierra...), y valles, y ríos, y peñascos, y derrumbaderos, y hasta alguna vez nubes...   —244→   pero ¡cuán diferentes todas estas cosas! -El tono, el color, la luz, el ambiente, todo varía aquí por completo.- Un cielo, casi siempre despejado, y de un azul puro, intenso, rutilante, empieza por servir de fondo a todas las decoraciones, disipando con su viva refulgencia vaguedades, misterios, nebulosos contornos, indeterminadas fantasmagorías. Una tierra cálida y enjuta nutre con la sangre de sus entrañas, y no con el lloro de sus peñas, esos manantiales de luz y fuego que se llaman el olivo y la vid, o los elíseos frutos que roban sus más vistosos colores al iris. Aquestos valles no contrastan con lo petrificado por el frío, sino con lo calcinado por el sol. Aquestas rocas, lejos de sudar agua, funden y acrisolan metales. Las flores son fragantes y valientes, a pesar de la vecindad de los viejos ventisqueros, y el arroyo que baja de las regiones muertas se asombra de encontrarse con las adelfas silvestres o con las ferozmente grandiosas higueras chumbas, orladas de arrumacos verdes y pajizos, como las princesas etiopes. ¡Ah! La influencia de la Sierra es casi siempre vencida por la de los vientos de África. El sol puede aquí más que la nieve.

»Pero, en medio de todo, hago mal en acalorarme tanto; pues ni estoy defendiendo a la Alpujarra contra ningún injusto agresor; ni tengo deseo de malquistarme con otros montes, que también amo mucho; ni se trata de probar que el reverso de Sierra Nevada sea el más bello país montuoso de Europa; sino pura y simplemente de discernir una diferencia y de explicar en qué consiste.

»Pues bien: concluirá haciéndoos notar que, así   —245→   como todas las montañas de nuestra zona parecen hijas del invierno, la Alpujarra parece hija del verano.- En lo hondo de los valles de los Alpes y de los Pirineos, se ven, por ejemplo, a la puerta de las chozas, témpanos de hielo rodados de la altura, o algunas pobres piñas desprendidas de la ladera... A la puerta de los cortijos alpujarreños veis montones de almendras nacidas cerca de las nubes, o naranjas sin dueño que se han escapado del terromontero vecino.- Allí se sueña a la luz de la lámpara... Aquí se duerme a la luz de la luna.- Allí se esculpen, en setiembre, al fulgor de una tea, baratijas de palo... Aquí, en octubre, se pasan uvas e higos al calor del sol.- Los bardos de aquellas montañas las personifican siempre en deidades de ojos azules... La Alpujarra es una montaña de ojos negros.- "Montaña" suele implicar la idea de maga, de sílfide, de oréada, de ser quimérico, errante, vaporoso como la niebla... La Alpujarra es una saludable odalisca, o, cuando más, una peri, una hurí, una divinidad, en suma, de carne y hueso, prometida por El Corán a los méritos de los musulmanes»...

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* *

Terminó el orador, y quedose asombrado al ver que nadie aplaudía ni le contestaba...

Entonces reparó en que todos sus compañeros se habían dormido.

Y, por cierto, que (según le contaron después) cada cual estaba soñando una cosa diferente...

El uno soñaba que lo habían hecho rey, pero   —246→   que no sabía serlo; -por lo que se alegró mucho cuando despertó y se vio libre de aquel cuidado y de aquella esclavitud...

Otro soñaba que se había encontrado, en el mes de julio, un tesoro de innumerables miles de millones, a pesar de lo cual seguía viviendo como cuando era pobre, pues no se le ocurría en qué gastar el dinero; pero que, llegado que hubo el invierno, sintió frío, y encargó que le hiciesen, para su exclusivo uso, trescientas sesenta y cinco capas.

Otro soñaba que se había muerto y estaba ya camino de la gloria; de cuyas resultas se apesaró luego extraordinariamente cuando despertó y vido que se hallaba todavía en este mundo...

Soñaba otro que estaba leyendo un libro titulado LA ALPUJARRA, muy parecido al presente, y que al llegar al punto por donde vamos, se había hartado ya de Orografía, Hidrografía, Topografía y demás ramos de la Geografía; -por lo que suplicó al autor no volviese a hablarle de montes y breñas con tanto detenimiento y procurase que la cuarta parte de su obra resultara más variada y entretenida que la tercera...- Y el autor se lo prometió solemnemente.

Otro soñaba que ABEN-HUMEYA, el MARQUÉS DE MONDÉJAR, el de los VÉLEZ, ABEN-ABOO, D. JUAN DE AUSTRIA y el DUQUE DE SESA lo llamaban desde lejos con grandes voces, para que fuese a presenciar los dramáticos lances, recias batallas y amorosas escenas en que estaban interviniendo; -y que él les ofreció correr en su busca tan luego como descansase en Albuñol.

  —247→  

Otro soñaba que todos los respetables curas párrocos de los pueblos de Sierra Nevada, correspondientes al partido de Ugíjar, nos habían enviado a decir con sus sacristanes que la Semana Santa iba a empezar, y que si no nos dábamos prisa en recorrer los pueblos del Gran Cehel, se frustraría nuestro propósito de conmemorar los Misterios del Jueves y Viernes Santo en las iglesias de la región de las nieves...; -a lo cual habíamos contestado nosotros que descuidasen; que llegaríamos a tiempo.

Soñaba, en fin, no sé cuál de los durmientes, que un pobre soldado, tenido por medio loco, se estaba examinando de ética ante un tribunal compuesto de El Valle de Lecrin, La Contraviesa, La Costa, y Sierra Nevada, y que, habiéndole preguntado esta última:

-¿Quién le parece a usted más grande y quién preferiría usted ser: Alejandro Magno, o D. Quijote de la Mancha?

-¡D. Quijote de la Mancha! -contestó sin vacilar el soldado.

Miráronse los examinadores, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, y dieron al soldado la nota de nemine discrepante; pero el público que presenciaba los exámenes se reía entre tanto a mandíbulas batientes.

Irritose con esto Sierra Nevada, hasta ponerse más roja que cuando reverberan en su faz los últimos resplandores del ocaso, y, levantándose tan alta como es, prorrumpió en este brillante apóstrofe:

-¡Reíd, almas frías! ¡Reíd! ¿Qué entendéis vosotras de moral? ¡Reíd, mientras que los Quijotes os   —248→   compadecen de tal manera que, por listos y aprovechados buzos que seáis, nunca lograréis medir las profundidades del mar de su desprecio, ni menos robarles las riquísimas perlas, tamañas como nueces, con que Dios se sirve hermosear y consolar el alma de los deshacedores de agravios!

[...]

Con que terminemos.

Visto que todos dormían, el orador, lejos de enfadarse, se durmió también...

Y poco después se durmieron los criados...

Y así se realizó lo que estaba escrito, de que fuese en lo alto de aquella montaña donde,


sin más testigos que el vecino cielo,
y a la sombra de encinas y alcornoques

(estos dos versos los hice yo al tiempo de dormirme), descabezáramos todos aquel sueño que habíamos sacado íntegro de la inolvidable Posada del Francés.

Quedaron, pues, únicamente de pie, aunque también inmóviles, en la solitaria cumbre de la Contraviesa nuestras silenciosas cabalgaduras..., que, vistas desde abajo, harían el efecto de aquellos grupos de caballos de bronce que en la antigüedad romana coronaban algunos Arcos de Triunfo.

Lámina

Lámina VII

...descubrimos a nuestros pies las casas..., unas debajo de otras, como los peldaños de una escalinata...




 
 
FIN DE LA TERCERA PARTE