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La Altísima

Felipe Trigo



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Primera parte

Adria



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- I -

     Una gaviota cruzó -y su vuelo bajo, mar adentro, á largas curvas indecisas, en que parecían tocar á las azules puntas de las olas las puntas negras de las alas, acabó de extraviarle en vaguedades... Víctor soltó la pluma; dejóse recostar en el sillón. No podía evocar, con la fuerza de convicción necesaria, la cálida y pasional, casi animal primavera andaluza, en este verano suave, en este casi espiritual verano del Norte.

     Sobrio todo, aquí, para su vista, compuesto en la paralela sumisión de tres trazos; el del alféizar del ventanal, corrido con sus anchos vidrios por la galería; el de la costa, besada por las rosas del jardín y no menos recta con sus helechos y sus tréboles que la hierbosa y alta ladera de un canal, y el del mar, con su recta inmensa contra el cielo... Todo sobrio: pálido el cielo; el mar, azul, azul, muy azul, la costa verde ceniza; las rosas rojas, blancas... Y ni una gaviota más después de aquella gaviota; ni un ruido en el silencio, ni un buque lejano, ni una vela en la faja azul, azul, tan azul... tan desierta.

     ¿Qué azul extraño era el del mar?... Rizado en uniformes conchas, sin rumores, sin espumas, bajo la calma del aire, simulábase más pleno en la marea, más nuevo y vivo... como una fértil tierra diáfana de alma azul recién labrada. Era un azul profundo, limpiamente opaco, que ostentábase, lujo del mar, cortando en intensa banda la pálida fluidez celeste.

     Volvió la vista á las cuartillas, y vio el título, repetido sobre la romana cifra del no escrito capítulo segundo: EL DOMADOR DE DEMONIOS.

     Sonrió.

     El domador, él.

     Creía que fuesen los demonios éstas de los retratos esparcidos por la mesa y los estantes..., y ya durante un mes lo estaban siendo, en la propia mente del domador, sus ideas. Salvajes potros bien sueltos y gallardos en su independencia esquiva; bien rebeldes á juntarse y á marchar juntos. Bello así el capítulo primero, pertenecía por derechos de belleza y realidad á alguna obra... mas ¿á ésta?... Había que meditarlo.

     Apoyó la sien en el puño y miró al mar.

     Iba á meditarlo definitivamente, en desprecio de su tiempo y su fatiga, sereno juzgador cuya calma hacia la obra estaba forjada al fin de iguales advertencias de absurdo y de hermosura -ancha y honda su alma como el mar azul, azul... tan azul... como el mar extenso tan azul, al que no importaba que dispersos se lanzasen galopando los rebeldes potros... las ideas...

     Los miraba galopar á largas curvas indecisas por las puntas azules de las olas, transformados después en gaviotas..., en mariposas blancas..., y los dejó hasta el confín, seguro de la sutil firmeza de los hilos invisibles con que volveríalos á su dominio. Y luego, ciertamente, mariposas, gaviotas ó caballos, sobre un fijo punto del tembloroso azul quedaron quietos, confundidos, amontonados en niebla, donde surgió Sevilla.

     Sobre el mar, visto en faja como un río, la Sevilla del Guadalquivir levantaba su Giralda... Escenario de la acción. Dábale lo mismo al domador tenerlo fuera que dentro, puesto que ya lo tenía, para poner sus demonios. Cerró los ojos, y Sevilla en las pupilas se extendió en campos de sol.

     Pero ante la mesa una sombra llegaba con rumor blando, trepidando porcelanas, y Víctor abrió los

ojos.

     -¡Ah, tu! -gimió con furia -¡Déjame!

     Marciana.

     La buena mujer se quedó descubierta en sacrilegio, recogida contra el pecho la bandeja del café.

     Suplicó, no obstante:

     -Anda, hijo, Víctor... A escape. Estás desde las seis trabajando. Son las once.

     -¡Las once! -sorprendióse el estéril tenaz que no quería relojes en su estancia, y que no había escrito más que aquel número ordinal en cinco horas.

     Y tomándole Marciana el callar de asombro por aquiescencia, empezó á instalar la servilleta y el mantequero y la taza sobre las cuartillas esparcidas mientras abstraíanle á él irritantes reflexiones de su torpe labor en estos días. Advertido de la maniobra, rechazó furioso:

     -¡Quita! ¡Quita esto! ¡Pronto!... Vete. ¡Qué estúpida, mujer!

     Obedeció Marciana bajo la tormenta de denuestos, que crecía á relámpagos en la faz de Víctor. Recogido todo con prisa, salió, replicando únicamente:

     -¡Calla, calla, hijo, Víctor!... ¡Por Dios!... ¡Calla!... ¡Pareces loco!

     Quedó apenas oscilante la portiére, y todo en la misma soledad; pero sin sierras, sin huertas, sin Sevilla..., aventadas con su inconsistencia de fantasmas.

¿Loco?

     Lo era. Rabias de su torpeza, que hacíale pagar al más fiel corazón hallado entre las gentes. Las gentilezas delicadamente amargas, para estas lindas de los retratos, aun ni de traición en su memoria muertas, á cuenta inolvidable de unas horas ó de unos meses deliciosos. Para la lealtad de la vieja sirviente que le había seguido la vida entera en sus fugitivas emigraciones de filántropo-misántropo hasta este extraño país..., el despotismo.

     Déspota insufrible, paradójico amante sutil del odio á todo y á él propio..., contradicción, problema de sí mismo, era él... ¡qué hacerle!

     Ahora odiaba ya francamente su obra -sin más meditación. Temblábanle las manos, y reconoció con frío sarcasmo en el temblor el impulso que habíale hecho tantas veces romper tantas cosas de papel, de corazón, para dejarle muchos días en un vasto sentimiento de impotencia.

     Mirando de nuevo los dos retratos preferidos, el certero instinto, que le brotaba burlón sobre los desastres del pensar, le advirtió de un golpe la dualidad irreductible inducida por ellos al plan de su novela. Entre ambas vidas de mujer, que no habían tenido en el corazón amante mutua conexión alguna, no podría tampoco el corazón artista establecerlas con ningún arte.

     Frío su sarcasmo y lleno de orgullo y odio aun contra el odio que le habría llevado á desgarrarse la carne con las uñas, rompió lentamente las cuartillas, su labor de un mes... Y llevó después un retrato á un estante..., otro retrato á otro estante...

     Dobló, lento también, ante más retratos, la galería, que corría en ángulo ante el enorme huerto dos fachadas de la casa.

     ¡El domador de demonios!

     Hoy sus fieras podían verle rendido.

     Tendióse en la poltrona, junto á la mesita de billar.

     Quedóse contemplando por las vidrieras la sucesión de colgantes y abullonadas cortinillas de tafetán rosa, recogidas unas, tendidas la mayor parte y revoladas por la brisa, que, viniendo del otro fondo de la galería, jugaba en ellas con el sol á traslucencias bizarras.

     Sabía que rompería también su obra total de «artista», sus libros, con igual desdén...y los de los demás, en una negación de todo arte á la palabra.

     Su atención cayó instintiva en un cuadrito colgado en la pared sobre dos alfanges. La ría de Tur. Daba la justa sensación de su húmeda profundidad espaciosa. Lo había hecho en una tarde un amigo suyo, el año antes. El fresco y fácil arte del pintor de la pintura, que le pareció trivial entonces, confirmaba ahora el pesimismo del pintor de la palabra. Contenía el boceto la artística fijeza intensa del color y de la forma, como contienen indudable el agrio emocional las cuatro artísticas notas de un piano. Recogía la nota exacta del paisaje mejor que toda la penosa atención de años con que creía el escritor haberle aspirado al país entero hasta los más íntimos misterios de su ambiente para trasladarlos á la última novela, Salvata..., que en este instante rompería si no estuviese en la imprenta de Madrid. ¡Pobre palabra abrumada con la enorme presunción de resumir la varia y móvil y plástica riqueza multicroma y sonora de las almas y las cosas!

     «¡Sí! ¡Sí!» -guturó en firme donación, que acentuó el doble ademán de la cabeza, mirando el cuadro. Mas como á la vez allá dentro la conciencia tachaba de injusta la generosidad, Víctor, al impulso de amargor de su farsa íntima, tornóse del otro lado en la poltrona, á los cristales.

     Con un gesto de rabioso tedio, alargó el brazo y hundió un timbre.

     Conocía de otras veces este mísero estado de su alma, y no tuvo que analizarlo. Se le volvían intolerables la mística paz luminosa de su estancia de trabajo y cuantos objetos la llenaban como un museo sentimental. Apagada la luz de los delirios, reducíanse á su propia y limitada realidad de lienzos y cartones y papeles aquellos cuadros, aquellos retratos de artistas y de amantes, aquellos diplomas y preseas de vanidoso.

     -Señor.

     La doncellita de cofia blanca y cintas rosa que alzó con una mano tímidamente el tapiz, traía en la otra cartas y periódicos.

     -El correo, sí, Carmen, dame. Y á la señora Marciana, que traiga el café.

     Ella le dejó el correo al alcance en el ángulo del billar, saliendo en seguida calladamente.

     De entre las cartas, Víctor abrió una cuya alta y angulosa letra de moda le era habitual; dos pliegos cruzados, de tinta verde vivísima, y un retrato.

     En el ángulo superior izquierdo de la cartulina decía: «A Júpiter -Bibly Diora.»

     Y Víctor murmuró:

     -¡Qué estúpida!

     Sin embargo, quedóse contemplándola.

     Era una dama de suave madurez de melocotón terso y jugoso en el semblante, de ojos muy claros, de piel blanquísima, de obscuro pelo laso, brillante, pesado. Por su gesto, un poco altivo, un poco frío y reservado en sí, puesto encima de toda femenil coquetería, creyérase una de esas glaciales princesas que suelen reproducir las ilustraciones como enigmas de realesco orgullo ó de inocencia augusta. Estaba no lejos en un viejo mareo de ébano y nácar otro gran retrato de esta Bibly, «cancillerescamente» firmado en Cádiz diez años antes por la joven cónsula: «La baronesa Georgesco». La fecha fijaba, no obstante, bajo la grave dedicatoria, la de una hora íntima y bruta de hotel, en que se le desveló la coqueta más testaruda que ardiente. Una tísica, entonces, esbelta y fina, la andaluza esposa del rumano.

     Tuvo Víctor el frío recuerdo del breve tiempo vivido en aquellos brazos aquella noche, y volvió los ojos á la carta que le llegaba ahora de Madrid; á la carta de cruzados renglones en las ocho caras, de letra firme en gruesos rasgos de pluma estilográfica, y que dejaban concretar á espacios la tinta verde en metálicos reflejos de anilina. Decía al final, y no diría más con paráfrasis toda ella: «Quiero decírtelo: TÚ ERES DIGNO DE MÍ.»

     -¡Qué estúpida!-volvió á pronunciar Víctor labialmente.

     Y sin curiosidad alguna para los periódicos ni las demás cartas, en la evidencia de que nada tenía el hoy de común con el Universo, reclinóse atrás, cerró los ojos, y añadió, contemplándose á sí mismo:

     -¡Qué estúpido!

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