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La amada, el amante y los modelos amorosos en la poesía de Quevedo

Ignacio Arellano


Universidad de Navarra



Una definición de la poesía amorosa de Quevedo (se incluya o exceptúe el Canta sola a Lisi) podría basarse seguramente en la observación de los tres elementos básicos que la estructuran: la amada, el amante y el modelo de relación amorosa entre ambos. Dejando a un lado el cancionero a Lisi, examinaré, con la rapidez que impone el tiempo disponible, estos tres elementos, en un repaso de síntesis en el que eludiré también las abundantes referencias bibliográficas que podrían hacerse en un estudio más demorado.

Avanzo que el conjunto de la poesía amorosa de Quevedo me parece definido por el rasgo de la multiplicidad, eclecticismo, o variedad, como se quiera. Las distintas interpretaciones globales de la crítica han subrayado el amor cortés (Green)1, o el petrarquismo (Pozuelo Yvancos y otros)2, o han señalado en ocasiones la presencia de tradiciones varias, como son las dos citadas y la de la poesía erótica latina (elegía romana de Tibulo, Propercio u Ovidio)3, generalmente poniendo de relieve alguna de ellas como dominante (el petrarquismo sobre todo). En tal perspectiva se abren importantes contradicciones en el corpus quevediano, y se advierten poemas inclasificables en ese marco. La existencia de un cancionero como el Canta sola a Lisi, de innegable filiación petrarquista, decide a menudo, por otra parte, la balanza en favor de considerar esta tradición la básica en el poemario quevediano.

Pero, según creo, Quevedo no escribe poemas de amor sobre un modelo determinado, sino que explora las diversas vías que se le ofrecen, ejercitándose en todos los códigos expresivos a su disposición. Su poesía amorosa continúa la misma técnica dominante en el resto: la del conceptismo agudo basado en reescrituras múltiples de modelos poéticos, que adapta, imita, o niega a menudo en forma paródica. Si concebimos su poesía amorosa desde esta perspectiva, no habrá contradicción alguna entre diversas posturas que aparecen en sus versos, incluyendo en ellos también el corpus satírico dedicado a la burla del amor. Es, en suma, un corpus amoroso mixto, síntesis de modelos, de gran intensidad intertextual, y esta calidad mixta es, a mi juicio, lo verdaderamente característico del Quevedo amoroso4.

Vayamos al primero de los elementos a que me he referido, la amada.

Es sabido que en la poesía amorosa aurisecular no se presenta la hermosura corporal de la dama, sino desde el punto de vista más «respetuoso y platónico»5, y también es obvia la importancia del retrato o topos de la descriptio femenina en la configuración sobre todo de los sonetos centrados en la amada. Este modelo de retrato es muy tópico (cabello de oro, rostro de nieve, rosa y jazmín labios de coral y clavel, etc.) y no me demoraré en él.

Lo que me interesa señalar es cómo en Quevedo el retrato se ciñe a muy pocos elementos (cabello, ojos y labios, con algún relámpago de dientes). Cuando aparecen estos rasgos físicos como componentes de la descriptio suelen quedar integrados en alguna circunstancia concreta que da pie a establecer agudas ingeniosidades, en conceptos de proporción o improporción (en términos de Gracián) con la circunstancia en la que se sitúa a la dama: mordiendo un clavel (PO, 303), con un fénix de diamante al cuello (PO, 305), cubriéndose los ojos con la mano (PO, 306), objeto de imposible retrato pictórico (PO, 307), con la frente manchada de ceniza (PO, 308), quemándose un rizo con una bujía (PO, 313), comiendo barro (PO, 320), coronada de claveles (PO, 339), etc. El retrato que se extrae de estos poemas es el habitual: los dientes son blancas perlas (303, v. 6), los labios rojos como claveles (303, vv. 7-8), coral, grana, o rubí (320, vv. 3-6), la mano blanca como la nieve (306, vv. 1, 13), la tez de nieve y rosas («En nieve y rosas quise floreceros», 307, v. 5), el cuello nieve (313, v. 8), el cabello sol y oro (313, vv. 9-11)... ¿para qué seguir? Pero si revisamos algunos casos se percibe bien el funcionamiento de la conceptuosa agudeza que toma el dato descriptivo como mero punto de partida, no como objetivo central del cuidado amoroso del locutor. Así, por ejemplo, en el 305 Aminta trae al cuello una fénix de diamantes: el locutor establece una agudeza de proporción con la circunstancia y con el rasgo del fénix de quemarse para resucitar de sus cenizas, planteando una hipérbole según la cual el ave fénix de la joya mejora de incendio viniéndose a quemar en el fuego de la cabellera de Aminta. Además, elaborando ahora una agudeza de improporción y una ingeniosa variatio, ofrece la posibilidad al fénix de cambiar de muerte, pereciendo en la nieve y no en el fuego, nieve, claro, de las manos de Aminta:


Si viene a mejorar, sin merecello,
de incendio (que dichosamente estrene)
hoguera de oro crespo la previene
el piélago de luz de tu cabello.
Si varïar de muerte y de elemento
quiere, y morir en nieve, la blancura
de tus manos la ofrece monumento


(vv. 5-11)                


El comienzo del 306 «A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano» es igualmente significativo en su estructura paradójica:


Lo que me quita en fuego me da en nieve
la mano que tus ojos me recata,
y no es menos rigor con el que mata
ni menos llamas su blancura mueve.


En el 308 Aminta lleva en la frente ceniza, el miércoles de ella. Aquí la ingeniosidad arranca de una circunstancia relacionada con la religión, que se profaniza, «divinizando» así a la amada. El motivo de la ceniza pasa de ser recuerdo del «memento mori» a constituirse en resultado del fuego del amor emanado de los ojos de la dama:


Aminta, para mí cualquiera día
es de ceniza si merezco verte,
que la luz de tus ojos es de suerte
que aun encender podrá la nieve fría.


En todos estos casos y otros que se pudieran aducir, el dato físico, plástico, de la descriptio, es cosa de muy segunda fila. Lo que importa es el juego agudo del ingenio. El diseño retórico de estos topoi equivale, en términos de Gracián, a la materia sobre la que opera la forma del artificio conceptuoso6.

Incluso un poema que se basa en la estructura del retrato tópico y cuyo epígrafe es significativamente «Pintura no vulgar de una hermosura» (PO, 431) se construye sobre el eje de las sucesivas ingeniosidades, juegos de palabras, alusiones o conceptos de proporción e improporción: los dos primeros versos, por ejemplo,


Tus niñas, Marica,
con su luz me asombran


contienen agudezas de improporción y ponderación misteriosa, porque ¿cómo es posible que con la luz asombren? (nótese la antítesis luz/sombra). La solución viene a través de la dilogía de asombrar, que significa 'dar sombra' y 'causar admiración o susto'.

Los dos versos siguientes:


y mirando apenas
dan a mirar glorias


contienen nuevos juegos: miran apenas porque esta Marica mira con ojos dormidos, como se decía de los ojos entrecerrados, alusión a un rasgo tópico, signo de coquetería7. Pero hay otra antítesis ingeniosa que exige previamente la disociación de «apenas» en «a / penas», donde «penas» se contrapone a «glorias». Las perlas de la boca, las rosas de la tez, el oro del cabello, la nieve de las manos, se repasan en los siguientes versos, sometiendo siempre los motivos a estas mismas elaboraciones conceptistas.

Semejante exploración ingeniosa, característicamente barroca, conoce alguna curiosa extensión en la serie de sonetos a hermosuras bizcas, tuertas, o ciegas: «A una dama bizca y hermosa» (315), «A una dama tuerta y muy hermosa» (316), «A otra dama de igual hermosura y del todo ciega» (317), donde se abandona ya el esquema de la descriptio tópica, para entrar de lleno en el retrato extraño y la metáfora audaz, a veces con tonos jocosos, como el v. 5 del 315: «El mirar zambo y zurdo es delincuente» o con hipérboles extremas, por otro lado muy bien justificadas, como en la ciclopédica dama tuerta del 316 cuyo único ojo se compara con el sol, que ilustra un cielo.

La hermosura física es rasgo, como se ha dicho, tópico. Interesa ahora subrayar que el emisor poético quevediano la contempla a menudo (este es un rasgo muy característico) desde una mirada vengativa, en ocasiones, quizá, moralizante: el carpe diem se convierte sobre todo en admonición moral, que adoctrina, en el recuerdo de la brevedad de la vida, contra la soberbia humana: la rosa, la flor del almendro


reprehensiones son, ¡oh Flora!, mudas
de la hermosura y la soberbia humana
que a las leyes de flor está sujeta


(295, 9-11)                


y no falta la visión de la belleza destruida en el soneto «Venganza en figura de consejo a la hermosura pasada», donde el locutor insiste en el proceso destructivo del tiempo:


pues cerca de la noche, a la mañana
de tu niñez sucede tarde yerta,
mustia la primavera, la luz muerta,
despoblada la voz, la frente cana


(304, vv. 5-8)                


y otra venganza es la que hace la edad en hermosura presumida que muere «doncella, y no de virtuosa, / sino de presumida y despreciada: / esto eres vieja, esotro fuiste hermosa» (338), visión de la vejez, que vuelve en la imitación de Anacreonte del 384 (aunque por el influjo de la fuente en este último poema hay una presencia más activa del carpe diem clásico):


En tu rostro divino
ya se ven las pisadas y señales
que del largo camino
dejan los pies del Tiempo desiguales,
y ya tu flor hermosa y tu verano
padece injurias del invierno cano


(vv. 13-18)                


En la definición de la hermosura de la amada, hay algunos elementos que no son propiamente físicos, y en los que se hace radicar la belleza superior: por ejemplo el movimiento, una forma inaprehensible que va más allá de la armonía, según el 321 inspirado en Bernardino Telesio8: «No es artífice, no, la simetría». No estará de más recordar una versión burlesca en la que «Significa cómo la mayor hermosura consta del alma en el movimiento y en las acciones» (PO, 690), donde elogia el buen aire de Elvirilla cuyo movimiento hace relinchar a los apetitos (v. 55) y provoca nuevas transformaciones de Júpiter «o por verla menear / o por menearla el cofre» (vv. 63-64).

En cualquier caso, la caracterización de la hermosura física o de las acciones exteriores es secundaria frente a la etopeya de la dama cruel y desdeñosa bien reflejada en sonetos como el 354 que «Culpa lo cruel de su dama» o el 355 «Quéjase de lo esquivo de su dama», en los que la dama se compara con la dureza de la piedra o con una fiera embravecida. En realidad lo que esta caracterización señala es el dominio de la perspectiva del emisor: el desdén y crueldad marcan la percepción que de la dama tiene el amante.

Este locutor es el protagonista más acusado de la poesía quevediana: voz quejosa y dolorida sometida a los embates de la cruel enfermedad amorosa. Es una caracterización tópica del amante y de la pasión presente en todas las tradiciones literarias, desde la poesía latina al petrarquismo9.

Hallamos ahora de nuevo una mixtura de actitudes unificadas por el sentimiento doloroso. El amante se atiene a veces al modelo platónico y petrarquista en su mantenimiento del secreto, la constancia, etc.: veánse poemas que no tengo espacio para comentar como los 379 «Piedra soy en sufrir pena y cuidado» (exaltación de la constancia amorosa y el amor de lo imposible sin otras aspiraciones), 360 donde a pesar de la violencia de la frustración el amante prefiere morir a mudar su amor; 292, nueva profesión de constancia en la que se aquilata el amor puro y divino con la distancia y separación...

Ese amor puro y divino es el amor platónico, espiritual, de las almas, y por tanto eterno, libre de la corrupción del amor mixto con elementos de pasión física; es el afecto intelectual definido en el 331, donde se distingue el amar ('amor platónico, puro y divino') del querer ('amor con mezcla de deseo físico'):



Mandome, ¡ay Fabio! que la amase Flora
y que no la quisiese, y mi cuidado,
obediente y confuso y mancillado
sin desearla, su belleza adora.

[...]

Amar es conocer virtud ardiente;
querer es voluntad interesada,
grosera y descortés, caducamente.
El cuerpo es tierra y lo será y fue nada;
de Dios procede a eternidad la mente:
eterno amante soy de eterna amada.


El modelo platónico del amor, con la importancia de los ojos, y de su luz (PO, 333), el amor como alma del mundo (332), etc., que remite al conjunto de doctrinas expuestas en tratados amorosos usuales como Gli asolani, de Bembo, los Dialoghi d'amore de L. Hebreo, o Il Trattato dell'Amore Humano de Flaminio Nobili... bien estudiados por la crítica, es, pues, obvio. En ese contexto platónico la posesión degrada el amor: «Quien no teme alcanzar lo que desea / da priesa a su tristeza y a su hartura» (335, vv. 1-2).

Pero hay otros contextos en los que el amante persigue la posesión de la amada, y lamenta la frustración del sueño erótico. Es ilustrativo que a pesar de la escasez que indica García Berrio10 de «atrevimientos carnales» en la poesía áurea, en Quevedo se documente con cierta frecuencia: véanse el 358 «A fugitivas sombras doy abrazos», y sobre todo el 337 «¡Ay, Floralba! Soñé que te... ¿direlo? / Sí, pues sueño fue: que te gozaba» y el 365 donde comenta un sueño burlón que lo ha entretenido toda la noche: «llegué luego a soñar que te gozaba» (v. 10), o la versión inclinada a lo jocoso del 440 «Sueño»11:


Soñé (gracias a la noche)
no sé, Floris, si lo diga,
[...]
que estabas entre mis brazos
[mis manos]
Hechas demonios andaban
tentando abajo y arriba,
y al escondite jugaban
mis obras con tu basquiña.
Andúvete con la boca
rosa a rosa las mejillas,
y aun dentro de tus dos ojos
te quise forzar las niñas
[...]
El apetito travieso
con sola mi fantasía
más entretenido andaba
que fraile con bacinica


(vv. 9 y ss.)                


A lado del platonismo se percibe también otro modelo, el del amor cortés, que a mi juicio hay que relacionarlo directamente con la poesía del XV, todavía viva en algunos aspectos, sin necesidad de apuntar sistemáticamente la mediatización de Boscán o Garcilaso12. Hay otras pervivencias notables que deberían compararse con el tratamiento quevediano, por ejemplo, los poemas del Cancionero de Mendes Britto del conde de Villamediana o todo el tipo de discurso discreto de la comedia nueva. Este modelo se advierte en composiciones de arte menor y en sonetos como el 334, con su serie de polípotes característicos:


   si supe conoceros y estimaros,
y al cielo merecí dicha de veros,
no os ofenda, señora, ya el miraros.
   Yo ni os puedo olvidar ni mereceros;
pero si he de ofenderos con amaros,
no os pretendo obligar con no ofenderos.


Otros casos son el 301, y, con mezclas de modelos varios, el madrigal 407 o las redondillas del 417.

En cualquier modelo me interesa subrayar que el motivo dominante es el dolor, rasgo que define sobre cualquier otro al amante y al modelo amoroso quevediano en su conjunto. La violencia, la frustración, la destrucción, la hipérbole del sentimiento negativo.

La imaginería corresponde a este universo13; símbolos de violencia abundan: volcanes (293, 296), prisiones y cárceles (296), infierno (299), pesadillas (366). Los personajes mitológicos que reflejan la experiencia del amante o sirven de términos de comparación son igualmente significativos: Encélado, titán sepultado bajo el monte Etna cuya respiración es la erupción volcánica (293, v. 13: «Soy Encélado vivo y Etna amante»), Orfeo, pero un Orfeo limitado, sin capacidad de enfrentar la armonía a las furias y penas del infierno amoroso (297), Tántalo, símbolo de frustración (294), o Leandro, anegado en el mar, «cuna de Venus», no se olvide (311)...

Este universo violento impregna algunos rasgos de los modelos tópicos de base. Solo haré notar ahora uno: el llanto, inevitable en la poesía petrarquista, y que en Garcilaso funciona como consuelo del dolor, en dulces lamentares de pastores, se hace inundación destructiva en el amante quevediano, llena de connotaciones negativas (PO, 314, 318, 319), hasta dejar ciego al amante, como en otro soneto del ciclo a Lisi «Los que ciego me ven de haber llorado».

Estos y otros elementos definitorios se pueden acopiar fácilmente en la serie de poemas estructurados como definiciones de amor, organizados como enumeración de sus efectos contradictorios:


Osar, temer, amar y aborrecerse,
alegre con la gloria atormentarse,
de olvidar los trabajos olvidarse,
entre llamas arder sin encenderse


(367, vv. 1-4)                


o bien


Tras arder siempre nunca consumirme,
y tras siempre llorar, nunca acabarme,
tras tanto caminar nunca cansarme
y tras siempre vivir, jamás morirme


(371, vv. 1-4)                


y sobre todo el 375 «Soneto amoroso difiniendo el amor»


Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado,
   es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado,
   es una libertad encarcelada
que dura hasta el postrero parasismo,
enfermedad que crece si es curada.
   Este es el niño Amor, éste es su abismo:
¡mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!


La tiranía del Amor (PO, 300) provoca a la impugnación de su divinidad, motivo conocido ya en la poesía latina, y que desarrolla Quevedo en los sonetos 310 y 327, donde vuelve adoptar un tono satírico y caricaturesco, llamando al dios Amor hijo de «aquella adúltera profana», «peste sabrosa de la vida humana» o «pajarito de plumas de tintero» (PO, 327).

En esta vía desmitificadora podemos colocar ciertos poemas que niegan ingeniosamente otros aspectos tópicos: así se defiende cierta libertad frente al secreto debido (322), se argumenta sobre la legitimidad de amar a dos sujetos a la vez (329, 330), o se diserta sobre una «Nueva filosofía de amor contraria a la que se lee en las escuelas» (387).

Todos estos variados modelos, y las mixturas de los mismos elaborados por Quevedo no agotan sus tratamientos. Por completar las perspectivas se documenta también un raro caso de poema en el que el sentimiento amoroso se proyecta sosegadamente en el ámbito idílico de un locus amenus: es el 389 «Llama a Aminta al campo en amoroso desafío», y otros, menos raros éstos, de tono jocoso, que ya he señalado antes y a los que se podrían añadir más ejemplos, como el 426 que vuelve a lo burlesco la metáfora de la enfermedad: «Alegórica enfermedad y medicina de amante», y que empieza


Muérome yo de Francisca,
buen doctor, y tus recetas
el tabardillo me curan
y la Francisca me dejan


Pista importante, en fin, para el juicio crítico que puede hacerse de esta poesía es la que da González de Salas en las Prevenciones al lector del Parnaso Español, cuando escribe de Quevedo: «hasta hoy yo no conozco poeta alguno español versado más, en los que viven, de hebreos, griegos, latinos, italianos y franceses, de cuyas lenguas tuvo buena noticia y de donde a sus versos trujo excelentes imitaciones».

Esa extensa cultura y esa tarea de reelaboración ingeniosa, enmarcada en la estética del conceptismo, son, a mi juicio, los rasgos determinantes de la variedad considerada a veces contradictoria de la poesía amorosa de don Francisco de Quevedo.





 
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