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La amargura del humor

Francisca Noguerol Jiménez





Si el escepticismo no cree en lo que dice, el humorismo
hasta se ríe de lo que cree, no dejando creer nada de lo que dice.


Ramón de Campoamor                


Hablar del humor en la literatura significa lo mismo que hacerlo del amor o la muerte. Este componente esencial del espíritu humano siempre se ha manifestado en las producciones culturales de los seres humanos, de modo que, junto al primer aedo de verbo encendido, probablemente ya se encontraba alguien que parodiaba su obra en tono zumbón.

Aunque los primeros humoristas tal y como interpretamos actualmente el concepto arrancan del último tercio del siglo XIX y conforman una tradición más británica que otra cosa, la risa siempre ha existido en la literatura. En el ámbito hispánico encontramos el elemento cómico en lo más granado de nuestras letras: desde El conde Lucanor a El Libro de Buen Amor, El Lazarillo de Tormes, El Quijote, El diablo Cojuelo, El Buscón y muchos poemas quevedescos, las comedias de Lope, la Vida de Torres Villarroel, las sátiras de Caviedes y El Carnero de Rodríguez Freyle, buena parte de los artículos satíricos de Larra, las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma y las astracanadas de Pedro Muñoz Seca, más Jardiel, Mihura, Fernández Flórez, Gómez de la Serna, Cunqueiro, Pombo, Cortázar, Bryce Echenique, Cabrera Infante, Eduardo Mendoza, Fernando Iwasaki y las Luisas (Futoransky y Valenzuela)... Esto por citar sólo unos pocos ejemplos de la extensa nómina de autores que nos hacen reír en español.

En estas páginas pretendo desmentir la frase lanzada por el genial humorista que fue Mark Twain a su amigo Max Eastman, según la cual el primer indicio de locura en una persona se manifiesta cuando desea explicar el humor. Como se habrá podido observar, he titulado esta reflexión «La amargura del humor». La paradoja que encierra la expresión me permitirá centrarme en el humor negro, el más rechazado en la historia del arte por la supervivencia hasta hace bien poco de un prejuicio romántico, según el cual lo cómico debe excitar los buenos sentimientos y no recrearse en lo contrario a la belleza, la razón o la moral.

Por este hecho, durante mucho tiempo no fueron destacados en las historias de la literatura autores de la talla de Rabelais o Quevedo, considerados de mal gusto porque ahondaban en las facetas escatológicas, absurdas y grotescas del ser humano. Para poner las cosas más difíciles, trataré el humor negro en la poesía, un género alérgico tradicionalmente a lo cómico por su presunto carácter elevado, pero que ha contado entre sus cultores con humoristas de excepción. Así lo demuestra el colombiano José Asunción Silva en su poemario Gotas amargas, al que dedicaré el presente análisis.

En el ámbito lírico, la risa se redujo desde la Antigüedad -con honrosas excepciones- a los versos satíricos, considerados bajos por la mayoría de los lectores. Ya Verlaine lo ordenaba en relación a la poesía con mayúsculas en su «Art poétique»: «Fuis du plus loin la Pointe Assassine,/ L'Esprit cruel et le Rire impur/ Qui font pleurer les yeux de l'Azur,/ Et tout cet ail de basse cuisine!» (Verlaine: 24). Con una actitud totalmente opuesta en la valoración del texto humorístico, pero concidiendo totalmente con el espíritu del comentario verlainiano, André Breton escribirá en su prólogo a la Anthologie de l'humour noir: «[L'humour noir] est par excellence l'ennemi mortel de la sentimentalité à l'air perpétuellement aux abois -la sentimentalité toujours sur fond bleu- et d'une certaine fantaisie à court terme, qui se donne trop souvent pour la poésie, persiste bien vainement à vouloir soumettre l'esprit à ses artifices caducs, et n'en a sans doute plus pour longtemps à dresser sur le soleil, parmi les autres graines de pavot, sa tête de grue couronnée» (Breton: 873).

De ahí que la carcajada haya sido considerada durante demasiado tiempo diabólica y que Jesús, encarnación de la sabiduría y la bondad, fuera representado en los evangelios sufriendo accesos de cólera y dolor, pero nunca de risa. Este hecho nos remite a El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco cuya intriga gira en torno al libro perdido de La Poética de Aristóteles consagrado a lo cómico. La lectura de este texto es vedada al mundo por Jorge de Burgos, fanático bibliotecario capaz de múltiples asesinatos para evitar que la risa se convierta en «objeto de filosofía y de pérfida teología»: «Pero el día en que la palabra del filósofo justificara los juegos marginales de la imaginación sin reglas, ¡oh!, entonces verdaderamente lo que se encontraba en el margen saltaría al centro, y se perdería toda huella del centro. El pueblo se transformaría en una asamblea de monstruos eructados de los abismos de la tierra desconocida, y la periferia de la tierra conocida se constituiría en el corazón del imperio cristiano» (Eco: 449).

Este pensamiento se aprecia con todo su rigor en los jansenistas o el abad de Rancé, fundador de la Trapa, quien hizo famoso en el siglo XVII el anatema «Malheur à vous qui riez». De ahí la fuerza subversiva del cuadro surrealista de Clovis Trouille «Le Grand Poème d'Amiens», que presenta a Jesús en el interior de la catedral francesa, de pie y en medio de la nave; con la corona de espinas aún colocada, golpeándose el estómago con los brazos por los espasmos que le provocan las carcajadas.

El carácter maldito de la risa resulta pues esencial en las formas de lo cómico propias de nuestra época. Como comenta Mijail Bajtin en su ensayo sobre Rabelais y su mundo: «En el siglo XVIII el proceso de descomposición de la risa de la fiesta popular [...] toca a su fin, al mismo tiempo que termina el proceso de formación de los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y recreativa que dominará el siglo XIX. Se constituyen las formas restringidas de la risa: humor, ironía, sarcasmo, etc., que evolucionarán como componentes estilísticos de los géneros serios, y mantendrán su naturaleza transgresora» (Bajtin: 111).

En la Modernidad el humor funcionará sin empacho como ingrediente de un género tan serio como la poesía. Así, la comicidad, «la actitud más cierta ante la efimeridad de la vida, el deber racional más indispensable» (Gómez de la Serna: 350), se constituye en mecanismo de defensa para no sucumbir ante un mundo irracional y deshumanizado, en el que la noción de verdad ha perdido su valor.

Y, en español, ¿cuándo comenzó la poesía a perder seriedad? Buceando en la tradición literaria, descubrimos en la segunda mitad del siglo XIX un periodo fundamental para la renovación de nuestra lírica, en el que los excesos sentimentales empalagaron tanto a los autores que algunos de ellos supieron contrarrestarlos con el humor amargo. Así se aprecia, por ejemplo, en el caso de Gustavo Adolfo Bécquer, Joaquín María Bartrina o Ramón de Campoamor en la Península Ibérica. ¿Quién no recuerda, en este sentido, la rima XXVI, donde la mujer decimonónica es definida como «material y prosaica», y que comienza con los versos «Voy contra mi interés al confesarlo;/ pero yo, amada mía,/ pienso, cual tú, que una oda sólo es buena/ de un billete de Banco al dorso escrita»… (Bécquer: 274). En esta misma línea, Bartrina se permitía publicar en 1874 poemas tan demoledores como «De omnire scibili», que transcribo entero por su cercanía con las Gotas amargas y que subraya las contradicciones entre las que se debatían los creadores de su tiempo:


Todo lo sé! Del Mundo los arcanos
ya no son para mí,
lo que llama misterios sobrehumanos
el vulgo baladí.
Sólo la ciencia a mi ansiedad responde
y por la ciencia sé
que no existe ese Dios que siempre esconde
el último porqué.
Sé que soy un mamífero bimano
(que no es poco saber),
y sé lo que es el átomo, ese arcano,
del ser y del no ser.
Sé que el rubor que enciende las facciones
es sangre arterial;
que las lágrimas son las secreciones
de la glándula lacrimal;
que la virtud que al bien al hombre inclina
y el vicio, sólo son
partículas de albúmina y fibrina
en corta proporción.
Que el genio no es de Dios sagrado emblema,
no señores, no tal:
el genio es un producto del sistema
nervioso cerebral.
Y sus creaciones de simpar belleza
sólo están en razón
del fósforo que encierra la cabeza
¡no de la inspiración!
Amor, misterio, bien indefinido,
sentimiento, placer...
¡palabrotas vacías del sentido
y sin razón de ser!...
Gozar es tener siempre electrizada
la médula espinal,
y en sí el placer es nada o casi nada:
un óxido, una sal.
¡Y aún dirán de la ciencia que es prosaica!
¡Hay nada, vive Dios,
bello como la fórmula algebraica
C= p r2!
¡Todo lo sé! Del mundo los arcanos
ya no son para mí
lo que llama misterios sobrehumanos
el vulgo baladí...
Mas... ¡ay! que cuando exclamo satisfecho:
¡todo, todo lo sé!...
siento aquí, en mi interior, dentro del pecho
un algo... ¡un no sé qué...


(Bartrina: 103-105)1                


En la misma línea se sitúa Ramón de Campoamor, elegido para abrir el presente ensayo como encarnación perfecta de la ironía romántica, y cuya estrategia compositiva queda delineada por Russell Sebold en un párrafo que podría aplicarse con total propiedad a Silva: «El instrumento de la didáctica de Campoamor es la ironía que se descubre, ora entre la realidad y las aspiraciones del protagonista, ora entre la realidad y las falsas interpretaciones [...], ora entre estos elementos y el remedio que la víctima aplica a la situación» (Sebold: 32)2.

Expuestas las poéticas de estos tres autores, que podrían verse ampliadas sin empacho con la de algunos autores transatlánticos de finales del XIX y principios del XX como Amado Nervo, Leopoldo Lugones o el propio Rubén Darío, llega el momento de abordar Gotas amargas en mayor profundidad.

Este conjunto de poemas presenta, en principio, claros problemas de fijación porque nunca fue publicado en vida del autor, circulando sólo entre sus amigos y en copias manuscritas. Camacho Guizado destaca el desinterés de Silva por editarlo, quizás debido a su tono pesimista -frente al optimismo que permea El libro de versos- o por la maliciosa picardía inherente a muchos de sus versos: «De estas poesías quiso hacer un cuerpo aparte. No consintió que vieran la luz pública. Rehusó siempre considerar el proyecto de sacarlas en libro, como se lo pidieron muchos amigos durante su vida. Las miraba con cierto desdén altivo» (Camacho: XXXI)3

En estos textos el autor asume la tradición jocosa hispana y colombiana, que tan buenos resultados obtuvo en las coplas populares, para desarticular su propia poética, expuesta en versos como los que leemos en «Ars», de El libro de versos: «El verso es vaso santo; poned en él tan solo,/ un pensamiento puro [...]» (Silva: 38)4.

Escritas según Baldomero Sanín Cano, su buen amigo, «en una época acerba» de la vida de Silva, estas Gotas amargas constituyen un grupo poético marcado por su visión desencantada de la vida (las aspiraciones de los individuos se oponen a la cruda realidad), su nihilismo y pesimismo -que las acerca en más de una ocasión al pensamiento de Nietzsche y Schopenhauer- y su distancia de la poesía tradicional; así, asumen un lenguaje técnico-científico de visos claramente positivistas, unos ritmos -frecuentemente eneasílabos- impropios de la lírica canónica romántica y un prosaísmo que las convierte en claros antecedentes de la antipoesía, como supo ver tempranamente Betty Osiek (1978).

Así, discrepamos de la interpretación de Camacho Guizado sobre este conjunto de textos, a los que alude reiteradamente para subrayar su poca calidad5, y preferimos entender su clara narratividad como elemento necesario para alcanzar lo que ya comentara Augusto Monterroso en uno de sus impagables aforismos: «El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico» (Monterroso: 113).

En efecto, desde su «Avant-Propos», Silva presenta sus textos como depurativos contra los excesos del romanticismo, abriendo un nuevo espacio semántico a la poesía a través del uso de términos eminentemente «materiales»:



Prescriben los facultativos
cuando el estómago se estraga,
al paciente, pobre dispéptico,
dieta sin grasas.

Le prohíben las cosas dulces,
le aconsejan la carne asada
y le hacen tonar como tónico
gotas amargas.

Pobre estómago literario
que lo trivial fatiga y cansa,
no sigas leyendo poemas
llenos de lágrimas.

Deja las comidas que llenan,
historias, leyendas y dramas
y todas las sensiblerías
semi-románticas.

Y para completar el régimen
que tonifica y que levanta,
ensaya una dosis de estas
gotas amargas.


(Silva: 73)                


Tras esta rotunda introducción, y demostrando en los poemas siguientes que, por mucho que el poeta se pregunte, nunca obtendrá respuestas «espirituales» a sus cuestionamientos -«El mal del siglo», «La respuesta de la tierra»-, conocemos a Juan de Dios, un individuo que fracasa constantemente en sus amores por su incurable idealismo. Así ocurre en «Lentes ajenas», donde queda definido por la estrofa: «Al través de los libros amó siempre/ mi amigo Juan de Dios,/ y tengo presunciones de que nunca/ supo lo que es amor» (Silva: 77). Del mismo modo, en «Cápsulas» asistimos a la meiosis progresiva de este personaje gracias a la técnica del snow ball effect, que provoca la desinflación de la trama:


El pobre Juan de Dios, tras de los éxtasis
del amor de Aniceta, fue infeliz.
Pasó tres meses de amarguras graves,
y, tras lento sufrir,
se curó con copaiba y con las cápsulas
de Sándalo Midy.
Enamorado luego de la histérica Luisa,
rubia sentimental,
se enflaqueció, se fue poniendo tísico
y al año y medio o más
se curó con bromuro, y con las cápsulas
de éter de Clertán.
Luego, desencantado de la vida,
filósofo sutil,
a Leopardi leyó, y a Schopenhauer
y en un rato de spleen,
se curó para siempre con las cápsulas
de plomo de un fusil.


(Silva: 78)                


En la misma línea el amor ideal, tema romántico por excelencia, queda desbancado por la impostergable necesidad sexual en poemas como «Madrigal», de final tan expeditivo como sorprendente:


Tu tez rosada y pura; tus formas gráciles
de estatua de Tanagra; tu olor de lilas;
el carmín de tu boca de labios tersos;
las miradas ardientes de tus pupilas;
el ritmo de tu paso; tu voz velada;
tus cabellos que suelen, si los despeina
tu mano blanca y fina, toda hoyuelada,
cubrirte con un rico manto de reina;
tu voz, tus ademanes, tu... no te asombre
todo eso está, ya a gritos, pidiendo un hombre.


(Silva: 79)                


Esta línea es continuada en textos como «Enfermedades de la niñez» -donde el protagonista conoce él la esencia del «amor» con una prostituta de la que obtiene una blenorragia-, o «Psicoterapeútica», en la que leemos el sujeto poético se permite aconsejar a su potencial lector: «Aplícate buenos cauterios/ en el chancro sentimental» (Silva: 81).

Los amores eternos quedan, asimismo, desvirtuados en «Idilio», magníficamente paródico desde su título:


Ella lo idolatró, y Él la adoraba...
-¿Se casaron al fin?
-No, señor, Ella se casó con otro.
-¿Y murió de sufrir?
-No, señor, de un aborto.
-¿Y Él, el pobre, puso a su vida fin?
-No, señor, se casó seis meses antes
del matrimonio de Ella, y es feliz.


(Silva: 92)6                


En esta situación, no queda sino reconocer la esencial condición animal de los seres humanos. Así se explica el contundente estribillo de «Égalité...» -«Juan Lanas, el mozo de esquina,/ es absolutamente igual/ al Emperador de la China:/ los dos son el mismo animal» (Silva: 93)- y, por ello, en «Zoospermos» se definen las posibles vidas de diferentes individuos -ínfimas y fracasadas- a través de una gota de esperma.

En definitiva, Gotas amargas descubre la pertenencia de José Asunción Silva, su autor, a una tradición de creadores tan contradictorios como fascinantes. Marcados por su insatisfacción con el mundo que les rodeaba, desafiaron las reglas imperantes del «buen gusto» para refrescar el pesado ambiente impuesto por los cánones de su época. Y, ¿qué mejor que aliñar la literatura con unas gotitas de humor amargo para aligerar los procesos digestivos?






Bibliografía

  • Bajtin, Mijail: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Madrid, Alianza, 1987 [1941].
  • Bartrina, Joaquín María: Obras poéticas. Edición digital a partir de Obras poéticas. Barcelona, Bosch, 1939. Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, 1999.
  • Bécquer, Gustavo Adolfo: Obras. Tomo II. Edición digital a partir de Obras. Tomo II. Madrid, Imprenta Fortanet, 1871.
  • Breton, André: Oeuvres complètes, II, Marguerite Bonnet et al. eds. París, Gallimard, 1992 [1939].
  • Camacho Guizado, Eduardo: «Prólogo» a José Asunción Silva: Obra completa. Caracas, Ayacucho, 1977, pp. IX-LII.
  • Campoamor, Ramón de: Doloras y humoradas. Obras completas. Tomo II. Barcelona, Maucci, 1905.
  • Eco, Umberto: El nombre de la rosa. Barcelona; RBA, 1992 [1980].
  • Gómez de la Serna, Ramón: «Gravedad e importancia del humorismo», Revista de Occidente, (XXVIII), 1930, pp. 348-368.
  • Monterroso, Augusto: Movimiento perpetuo. México, Joaquín Mortiz, 1972.
  • Osiek, Betty Tyree: «Las Gotas amargas de José Asunción Silva: Antecedentes de la antipoesía», en XVII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana: El barroco en América. Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1978, pp. 745-57.
  • Sebold, Russell P.: «Sobre Campoamor y sus lecciones de realidad», Ínsula, (575), 1994, pp. 31-32.
  • Silva, José Asunción: Obra completa. Héctor H. Orjuela ed. Madrid, Archivos, 1997.
  • Verlaine, Paul: «Art poétique», en Jadis et naguère. Paris, Léon Vanier, 1884.


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