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La América Latina en el umbral del siglo XXI

Arturo Uslar Pietri





Hace poco en Caracas, con ocasión de la transmisión del mando presidencial, se celebraron unas jornadas de reflexión sobre el amplio tema de «La América Latina en el umbral del siglo XXI». Políticos, economistas, historiadores, sociólogos y escritores se reunieron para discutir sobre la democracia y el desafío de la gobernabilidad, la deuda externa y el porvenir de la América Latina y, como introducción y planteamiento básico, «El hombre latinoamericano 500 años después».

Fue estimulante y esclarecedor el debate y, más que debate, la amplia y reveladora coincidencia de los conceptos. Para mí, particularmente, me sirvió para confirmar la convicción que vengo sosteniendo desde hace mucho tiempo de que la primera necesidad para enfrentar el futuro del continente es revisar a fondo los prejuicios y las posesiones ideológicas que han oscurecido la comprensión de nuestros orígenes y de tomar conciencia de que sin una reconciliación previa con nosotros mismos y una asimilación desprejuiciada del pasado no podremos cumplir las grandes tareas de integración que nos exige el futuro inmediato.

Es como si no lográramos aceptar y asimilar nuestra historia. Es todavía, anacrónicamente, tema de debate vivo la disputa que ocupó a los juristas y teólogos de Carlos V sobre los justos títulos de la Conquista.

Sean cuales fueren los errores y los crímenes que se cometieron en ese inmenso y complejo proceso, el hecho cierto y fundamental es que la América Latina de hoy es el resultado necesario e irrevocable de todo lo que allí pasó. Lo que ocurrió durante el siglo de fundación y posteriormente constituye un caso único en la historia del mundo contemporáneo, que no tiene otro antecedente comparable sino en la creación de Occidente durante los largos siglos que van desde la expansión del Imperio Romano hasta la completa cristianización de Europa. Las terribles luchas y los crueles episodios que marcan esa trayectoria se han perdido ya en la leyenda y el mito. La imposición de la ley romana, el sometimiento de pueblos distintos a un patrón común de conducta y civilización, las invasiones bárbaras y el sometimiento violento del mundo pagano a una nueva religión extraña, son los únicos antecedentes de lo que ocurrió en la América Latina, con la muy importante diferencia de que lo que en Europa tomó alrededor de un milenio, en la América Latina se hizo en no más de tres siglos y, en lo fundamental, en menos de uno. En ese corto tiempo, las poblaciones indígenas fueron sometidas a una nueva ley, a una nueva religión, a una nueva lengua, a un nuevo juego de valores, que logró crear una nueva y completa homogeneización cultural. Españoles, indios y negros a todo lo largo y ancho de la masa continental pasaron violentamente a integrar un nuevo hecho cultural, se hicieron cristianos y hermanos espirituales de los conquistadores, hablaron español y portugués, y adquirieron las bases de una espiritualidad y de una concepción del ser humano que tuvo inmensas consecuencias en las luchas por la Independencia y en la organización posterior de los Estados. Somos todos los herederos de la lucha de Cortés y Cuauhtémoc, de Pizarro y Atahualpa, de la imposición violenta y brutal del cristianismo por misioneros y conquistadores. De ese cataclísmico hecho surgió, con todos sus defectos y peculiaridades, una integración cultural continental que es, a la vez, la base de nuestra identidad y la causa de nuestro desasosiego ante la historia y ante la propia identidad.

Mientras no tomemos la decisión de reconciliarnos con nuestro pasado, del que somos la consecuencia directa en nuestras fallas y en nuestras ventajas, no podremos ni definirnos, ni menos resolver el viejo conflicto de identidad que nos ha atormentado y paralizado por siglos, ni mucho menos reconocernos en nuestro verdadero ser para enfrentar el futuro tan exigente que está ante nosotros.

Estas fechas cabalísticas que van a cumplirse en serie en muy corto plazo, el Bicentenario de la Revolución Francesa, el Quinto Centenario del Descubrimiento, el comienzo del siglo XXI y el inicio del Tercer Milenio de la Era Cristiana, no los podremos enfrentar, en sus posibilidades y sus desafíos, si previamente no hemos logrado asimilar nuestro pasado y reconciliarnos con nuestro propio ser, tan negado y oscurecido por tantos prejuicios y apreciaciones contradictorias. Somos el producto y los herederos de un inmenso proceso de mestizaje cultural, el más grande y completo que ha presenciado la humanidad desde la Alta Edad Media. Como lo dijo Bolívar, «no somos españoles, no somos indios» sino «una especie de pequeño género humano». Ese reconocimiento debe llevarnos a aceptarnos nosotros mismos en nuestra verdadera condición, que es la de la formación y existencia de una sociedad sui generis, muy rica en su variedad y muy integrada en sus valores y en su cultura mestiza, que es la que nos da una presencia peculiar y llena de posibilidades ante el mundo de hoy.

Europa misma, que realiza inmensos esfuerzos por unirse, es un difícil mosaico de lenguas, tradiciones, odios de religión y barreras de historia. Nada de eso existe en los quinientos millones de habitantes de la América Latina, que constituye la más grande suma de humanidad con unidad cultural verdadera.

Sería criminal que viejos prejuicios y puntos de vista estrechos nos impidieran reconocer en toda su significación ese gran hecho auspicioso y promisor, que nos abre el camino para la integración.

Somos los herederos de los conquistadores y de los conquistados, de una manera indisoluble, somos los descendientes de los esclavizados y los esclavizadores, confundidos en nuestro ser cultural; somos el producto de un inmenso proceso de mestizaje cultural que se inició hace medio milenio y que continúa con un inmenso poder de creación del que ha salido nuestra historia y nuestra expresión literaria y artística.

Es eso y no la transitoria novedad de un azar de descubrimiento lo que vamos a conmemorar dentro de muy poco tiempo. Lo que se inició el 12 de octubre de 1492 fue un inmenso hecho humano al que no cabe otro nombre que el que originalmente le dieron sus primeros testigos: la Creación del Nuevo Mundo.





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