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La Andriana


Publio Terencio Africano


Abril, Pedro Simón (trad.)


Fernández Llera, Víctor




ArribaAbajoPrólogo

Víctor Fernández Llera



I

Pocas noticias, y éstas incompletas, cuando no contradictorias, tenemos de la vida de Terencio. Que nació en Cartago al fin de la segunda guerra púnica, y fue en Roma siervo del senador Terencio Lucano, quien, prendado de su ingenio, le educó en las artes liberales y le manumitió por fin, dándole a par el nombre con que le conocemos; que le distinguieron con su amistad y trato familiar varones tan ilustres como Cayo Lelio y Escipión; que después de haber hecho representar en Roma algunas comedias, partiose a Grecia, con objeto de dominar más fácilmente las disciplinas y artes griegas, y al volver a Roma, antes de comenzada la tercera guerra púnica, fue víctima de un naufragio en que pereció juntamente con un centenar de comedias que había traducido de Menandro: tales son, en sustancia, los datos de más bulto que registran las biografías de Terencio, a partir de la que escribiera Suetonio, erróneamente atribuida a Elio Donato. Y sobre ser escasas las noticias, todavía son motivo de controversia. Así, el pretendido, cautiverio niégalo Fenestela1, y con buenas razones, pues si, como observa este escritor, Terencio nació terminada la segunda guerra púnica y murió antes de comenzarse la tercera, ¿quién pudo hacerle prisionero? Sólo cabe pensar en los Númidas o en los Getas. Y entonces, ¿cómo vino Terencio a poder de un general romano, si es sabido que entre Romanos y Africanos ningún trato existía antes de la destrucción de Cartago? No falta quien ha creído salvar esta dificultad imaginando que cayó en manos de los piratas y que éstos le vendieron a algún mercader de esclavos, de quien le recibió el senador Terencio. Pero los reparos de Fenestela tienen eco en la crítica, y un escritor moderno, Salvator Betti, en su disertación In C. Suetonii Tranquilli vitam Terentii sostiene que este poeta ni fue de África ni siervo. Afer, dice Betii, es un cognomen (sobrenombre), y no un derivativo de patria, y puede venir del color, como Albus, Rufus, Flavus, etc. Muchos se llamaron Afri en Roma, sin ser de África, como el cónsul Senecio Memmius Afer, que se menciona en una inscripción de Tívoli, el orador Domitius Afer, de quien nos habla Tácito, Elius Adrianus Afer y otros. Además, el praenomen Publius del poeta no pertenece al senador Terencio Lucano, pues no hay ningún senador que le llevara. Fuera de esto, ningún escritor antiguo llama esclavo a Terencio, antes del siglo IV. Que no era siervo infiérese también de su familiaridad con Lelio y Escipión, los cuales le trataban como a hombre ingenuo o libre. Y a ser cierto que el poeta tenía una hija y la desposó con un caballero romano, como afirma Suetonio, esta es la prueba concluyente de que Terencio fue ingenuo y no siervo de origen, porque el matrimonio entre ingenuos y libertos estaba a la sazón severamente prohibido. ¿Ni cómo se concibe que un africano llegase a dominar tan pronto (a los dieciocho años) la lengua griega y a escribir en latín con elegancia tal, que fue en su tiempo y después la admiración de los escritores de más nombre en Roma y fuera de ella? La amistad de Terencio con Cayo Lelio y Escipión también ha sido objeto de largas disputas en el campo de la crítica. Y, en fin (para dar de mano a puntos de menos importancia), las circunstancias que acompañaron a la muerte de Terencio y el lugar en que esta acaeció, refiérense de muy diverso modo. Ausonio le libra del naufragio, diciendo que sólo perecieron en él las traducciones de Menandro, y que Terencio murió a consecuencia del dolor que le produjera la pérdida de aquellos manuscritos.

Tenemos, pues, dos versiones. La que nos habla del naufragio apóyase en el testimonio de este verso de Ovidio:

«Comicus ut periit, liquidis dum natat in undis2»



Pero ¿quién era este poeta cómico? Ovidio no lo dice. Así, mientras Domicio ve en este verso una alusión a Menandro tanto como a Terencio, Bautista Egnacio la refiere a Eupolis, y Turnebo resueltamente a Menandro. Para colmo de confusión, aun los mismos que están de acuerdo en rechazar el naufragio como causa de la muerte, discrepan entre sí cuando señalan el lugar y la fecha del suceso. Ausonio pone la muerte de Terencio en la Arcadia; otros, testigo Escoto, en la Acaya; unos fijan el año del fallecimiento en el 595 de la fundación de Roma, siendo cónsules Cornelio Dolabela y Marco Fulvio Nobilior; otros, cuatro años después, en el segundo consulado de Publio Cornelio Escipión Nasica y Marco Claudio Marcelo.




II

Seis son las comedias de Terencio que van en este volumen, únicas que han llegado hasta nosotros.

1.ª Andria (La Andriana), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Marco Fulvio y Marco Glabrión, y cónsules Marco Marcelo y Cayo Sulpicio, por la compañía de Lucio Ambivio Turpión y Lucio Atilio Prenestino, con música de Flaco y flautas iguales, derechas e izquierdas3. El original es de Menandro.

2.ª Eunuchus (El Eunuco), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Lucio Postumio Albino y Lucio Cornelio Mérula, en el consulado de Marco Valerio Mesala y Cneo Fannio Estrabón, por la compañía antes citada, con dos flautas derechas. También es de Menandro. Gustó mucho y obtuvo los honores de la repetición.

3.ª Heautontimorumenos (El Atormentador de sí mismo). Representose en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Valerio Flaco. Las dos primeras veces no agradó; la tercera representación se efectuó en el consulado de Marco Juvencio y Tito Sempronio. Gustó poco.

4.ª Adelphi (Los Hermanos), representada en los funerales de Lucio Emilio Paulo, siendo ediles curules Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio Africano, por la compañía de Prenestino y Minucio Prótimo, y con flautas iguales, en el consulado de Lucio Anicio Galo y Marco Cornelio Cetego.

5.ª Hecyra (La Suegra), que se representó tres veces: la primera en las fiestas Megalenses, siendo ediles curules Sexto Julio César y Cneo Cornelio Dolabela; la segunda en el consulado de Cneo Octavio y Tito Manlio, con motivo de los funerales de L. Emilio Paulo; la tercera siendo ediles curules Quinto Fulvio y Lucio Marcio; hízola Ambivio Turpión, y fue aplaudida, no obstante haber sido antes rechazada.

6.ª Phormio (Formión), representada por Turpión y Prenestino, y con flautas desiguales (música de Flaco), en las fiestas Romanas, siendo ediles curules Lucio Postumio Albino y Lucio Cornelio Mérula, y cónsules Cayo Fannio Estrabón y Marco Valerio Mesala. El original es el Epidicazomenos de Apolodoro.

La cronología no está exenta de contradicciones: varía según las didascalias. Los consulados y las fechas de nacimiento y muerte del poeta vienen a aumentar la confusión. Teuffel presenta los siguientes datos:

Nacimiento del poeta, en 569 de Roma; su muerte, en 595.

Fecha en que se representaron las comedias:

En.588 de Roma (166 antes de Jesucristo), el Andria.

En 589 (165), la Hecyra (primera representación).

En 591 (163), el Heautontimorumenos.

En 593 (161), el Eunuchus y el Phormio.

En 594 (160), la Hecyra (segundo intento de representación) y los Adelphi; tercera representación (completa) de la Hecyra.




III

Imitó Terencio en las comedias tituladas Andria, Eunuchus y Heautontimorumenos a Menandro, príncipe de la llamada Comedia. Nueva (por oposición a la Comedia Antigua o Aristofánica) entre los Griegos; en los Adelphi, a Dífilo Sinopense, autor de cien comedias cuyas sentencias alabaron Clemente Alejandrino y Eusebio de Cesarea, y en el Phormio y la Hecyra, a Apolodoro, según Elio Donato.

Griegos son los títulos de las comedias; griegos los nombres de los personajes, y la acción de todas ellas pasa en Atenas.

¿Son, pues, traducciones del griego? ¿Son más bien refundiciones, en las que el poeta latino ha puesto algo, quizá mucho, de su propio ingenio? Punto es éste de la mayor importancia para la crítica; por eso voy a tratarle, siquiera sea brevemente. Cabe afirmar, desde luego, que Terencio hace algo más que traducir; Terencio imita con cierta originalidad a los poetas griegos. Si toma una comedia de Menandro, es para hacerla pasar por un trabajo de refundición que está vedado al mero traductor. Curioso por demás sería, y sobre curioso útil en extremo, un cotejo entre el poeta latino y Menandro. Por desgracia es punto menos que imposible, dado que del teatro de Menandro sólo quedan los títulos de las comedias y algunos fragmentos piadosamente recogidos por la diligencia de ilustres eruditos. Hay, sin embargo, algunas huellas por donde rastrear lo que tienen de personal y propio de Terencio estas comedias. El prólogo de los Adelphi (Los Hermanos) dice textualmente que una parte de la pieza estaba literalmente traducida de Dífilo:

Verbum de verbo expressum extulit4.



El escoliasta del Andria (La Andriana) nota también al verso décimo del prólogo que la primera escena de la Perinthia de Menandro está escrita casi con las mismas palabras que la de la Andriana de Terencio. Cuanto a la Hecyra (La Suegra), no debió de separarse mucho del original griego, si damos crédito a Sidonio Apolinar, quien para hacer más clara a su hijo la interpretación del texto latino, servíase, según él mismo nos dice, del Epitrepontes de Menandro, cotejándole con la Hecyra5. Si el procedimiento de Terencio era traducir literalmente en ocasiones, en otras, al contrario, consistía en un trabajo de verdadera composición. A esta segunda manera se refieren:

1) La llamada contaminación. En latín contaminare es propiamente enlodar, echar a perder. Esto le reprochaban sus émulos, de ellos un poeta cómico, por nombre Lavinio o Lanuvio, que de ambas maneras se le llama, y a quien Terencio en sus prólogos alude con las palabras vetus poeta (el poeta viejo). Era la contaminación (contaminatio) un procedimiento de composición que consistía en refundir dos piezas griegas en una sola latina. Procedimiento favorito de Terencio, servíale en gran manera para latinizar el teatro griego, adaptándole al gusto del público de Roma, el cual no comprendía aquella sencillez, o mejor, simplicidad, que en la disposición de sus fábulas observaba Menandro, antes bien buscaba el relieve, el contraste y el enredo de una acción más complicada. A esta labor deben su origen el Andria (la Andriana), compuesta del Andria y la Perinthia de Menandro; el Eunuchus (El Eunuco), en la cual Terencio aprovecha otras dos comedias de Menandro, una de ellas con el mismo título, la otra llamada Colax, de la cual tomó dos personajes, un truhán, así llamado, y un soldado fanfarrón.

2) La invención de personajes, tales como Carino y Birria en La Andriana, los cuales, según Elio Donato6, no se encuentran en Menandro, y Terencio no los había tomado de la Perinthia, pues como él mismo nos advierte, eran esas dos piezas semejantes en el argumento, y sólo discrepaban por el discurso y el estilo. Citemos aún la persona de Antifón, en El Eunuco, en cuya invención Donato hallaba mucho que alabar, ya que merced a ella resultaba abreviado el largo monólogo de Querea en la comedia de Menandro.

3) Los monólogos convertidos en diálogos, de que son ejemplos la escena de Antifón y Querea, y la de Gnatón y Parmenón en El Eunuco. Otras veces, al decir de Donato, Terencio, atento a conseguir la brevedad, había preferido la narración a la representación, medio que utilizaba el original griego

Tales son los procedimientos técnicos empleados por Terencio, los cuales dan a su teatro un carácter, como ya va dicho, distinto del que tuvo su modelo. Así pudo exclamar con gran verdad Quintiliano, al comparar el teatro griego, y sus imitaciones latinas:

«Vix levem consequimur umbram».






IV

Pedro Simón Abril, humanista del siglo XVI, contemporáneo del Brocense, y como él doctísimo filólogo, tradujo, para auxiliar a sus discípulos en el aprendizaje de la lengua latina, las seis comedias de Terencio, imprimiéndolas en Zaragoza, 1577, 8º, en la oficina de Juan Soler. En 1585 salió la segunda edición, impresa en Alcalá por Juan Gracián, corregida en presencia del texto de Gabriel Faerno, que publicó en Venecia el año 1565 Pedro Victorio, y que ofrecía la ventaja de estar cotejado con los mejores manuscritos. En esta edición Pedro Simón Abril hizo desaparecer no pocos lugares obscuros, e interpretó otros mejor con ayuda del maestro Francisco Sánchez de las Brozas. La edición de Alcalá mereció, por su elegancia, los elogios de los eruditos; en 1599, Jaime Cendrat la reprodujo en Barcelona, y, por fin, Benito Monfort en Valencia, 1762. El trabajo de Simón Abril es, sin duda alguna, de mérito muy subido; en general traslada la sencillez y la elegancia terencianas. Tiene, sin embargo, defectos de interpretación, los más de ellos nacidos, del texto que siguió nuestro humanista, hoy más depurado, merced a la labor de algunos eruditos. En ocasiones es obscuro por excesivo apego a la letra original; a veces por lo contrario, es decir, por introducir perífrasis que deslíen además la frase latina, quitándole la concisión que lían menester no pocas situaciones dramáticas. Fuera de esto, los arcaísmos (de palabra y de construcción) abundan, y no menos dañan a la claridad la mala división de las escenas, la pésima puntuación y otras tachas que fuera largo enumerar. A corregirlas va encaminada la presente edición. Manchas lleva, sin duda; pero en ella verá el lector que quiera cotejarla con la de Valencia no pocas variantes, las cuales servirán quizá de atenuación a los descuidos.

V. Fernández Llera.

Santander, septiembre 1890





PERSONAJES
 

 
SIMÓN,   viejo, padre de PÁNFILO.
PÁNFILO,   mancebo, hijo de SIMÓN.
DAVO,   esclavo de SIMÓN.
DROMÓN,   esclavo encargado de castigar a los otros.
SOSIA,   liberto de SIMÓN.
CARINO,   mancebo, amante de FILOMENA.
BIRRIA,   esclavo de CARINO.
CRITÓN,   vecino de ANDROS.
CREMES,   viejo, padre de FILOMENA.
GLICERA,   llamada también PASÍBULA, hija de CREMES
MISIS,   criada de GLICERA.
LESBIA,   partera.
PERSONAJES QUE NO HABLAN
 

 
ARQUILIS,   criada de GLICERA.
CRISIS,   cortesana, que pasa por hermana de GLICERA.



ArribaAbajoPrólogo

Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas censuras de un poeta rancio. Suplícoos, pues, que oigáis con atención de qué le reprenden.

Menandro compuso La Andriana y La Perintia. Quien la una de ellas conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante, aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula. Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto, acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por maestros, y cuya libertad más precia él imitar que no la obscura exactitud de esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de murmurar, si no quieren oír sus defectos.

Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser representadas.






ArribaAbajoActo I


Escena I

 

SIMÓN, SOSIA, esclavos cargados de provisiones.

 

SIMÓN.-  Llevad vosotros esas viandas allá dentro, caminad. Tú, Sosia, llégate acá; que te quiero decir dos palabras.

SOSIA.-  Dalas por dichas: que se aderece bien todo esto.

SIMÓN.-  Muy diferente cosa es.

SOSIA.-  ¿En qué más puedo yo serte útil con mi arte?

SIMÓN.-  No hay necesidad de ese arte para lo que yo pretendo, sino de aquellas virtudes que yo en ti siempre he conocido, que son fidelidad y silencio.

SOSIA.-  Suspenso estoy aguardando qué me quieres.

SIMÓN.-  Ya sabes cómo después que te compré has tenido en mi casa desde pequeño una moderada y benigna servidumbre. Hícete de esclavo mi liberto, porque me servías hidalgamente: te di la mayor recompensa que pude.

FOBIA.-  -No lo he olvidado yo.

SIMÓN.-  Ni yo tampoco estoy de ello arrepentido.

SOSIA.-  Huélgome, Simón, de haber hecho o hacer en tu servicio algo que te agrade: y en haberte dado gusto recibo gran merced. Pero ese recuerdo me da pena; porque traerlo a mi memoria, es como reprenderme de olvidado de las mercedes recibidas. Di, pues, en pocas palabras, qué me quieres.

SIMÓN.-  Así lo haré. En primer lugar, te advierto que estas que tú crees verdaderas bodas no son tales bodas.

SOSIA.-  ¿Por qué, pues, las finges?

SIMÓN.-  Yo te lo contaré todo desde su principio, y así conocerás la vida de mi hijo y mi intento, y también qué es lo que yo quiero en este caso que tú hagas. Porque después que mi hijo salió de la niñez, amigo Sosia, tuvo ocasión para vivir más libremente; que basta entonces ¿quién pudiera saber ni entender su condición, mientras la edad, el miedo y el maestro lo estorbaban?

SOSIA.-  Así es.

SIMÓN.-  Al revés de lo que hacen casi todos los mancebos, que es inclinar su voluntad a alguna manera de ejercicios, como a criar caballos o perros para caza, o darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por extremo, aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba de ello.

SOSIA.-  Y con razón, porque me parece muy útil en la vida no hacer cosa ninguna con exceso.

SIMÓN.-  Su manera de vivir era sufrir y comportar fácilmente a todos aquellos con quien comunicaba, hacerse a su condición, complacerles en sus deseos, no porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal suerte, que sin pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos.

SOSIA.-  Discretamente ordenó su vida; porque hoy día el complacer gana amigos, y el decir las verdades enemigos.

SIMÓN.-  En esto, habrá tres años que arribó aquí, a nuestro barrio una mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos; mujer de muy buen rostro y moza.

SOSIA.-  ¡Ay!, recelo tengo no nos traiga esta Andriana algún daño.

SIMÓN.-  Al principio vivía castamente, con regla y aspereza, ganando la vida con telas e hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro, galanes prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara tan fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el partido, y de allí adelante comenzó a granjear con su hermosura. Sus amantes entonces llevaron por casualidad, como suele acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa de la moza. Yo luego dije entre mí: «No hay duda que me le han cazado; herido está». Aguardaba por las mañanas a sus criados cuando iban o venían, y preguntábales: «Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer a Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana.

SOSIA.-  Entiendo.

SIMÓN.-  «Fedro, decían, o Clinia o Nicerato». Porque estos tres la tenían entonces a la vez. -«Y Pánfilo ¿qué hace?»- «¿Qué? Pagó su escote y cenó». Holgaba yo de ello. Preguntábales otro día lo mismo, y hallaba por verdad no tocarle nada a Pánfilo, y realmente me parecía ésta una grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad, sábete que puede ya tener manera y asiento de vivir. Alegrábame yo de esto, y todos por una boca me daban parabienes y alababan mi ventura, pues tenía un hijo de tan buena inclinación. ¿Qué es menester palabras? Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a ofrecerme para él la mano de su hija única, y muy bien dotada. Pareciome bien, acepté el partido y concerté las bodas para hoy.

SOSIA.-  ¿Qué impedimento, pues, hay para que de veras no se hagan?

SIMÓN.-  Yo te lo diré. Pocos días después, muere nuestra vecina Crisis.

SOSIA.-  ¡Oh, qué bien! ¡La vida me has dado! Llegué a temer que la tal Crisis...

SIMÓN.-  En aquel trance mi hijo no salía de la casa, y juntamente con los amantes de Crisis, se ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las veces triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta, pues pensaba para mí: «Sí este muchacho, por un poquillo de trato que con ella tuvo, siente con tan tierno corazón su muerte, ¿qué hiciera si él fuera su amante? ¿Qué no hará por mí que soy su padre?» Todos estos me parecían cumplimientos de condición afable y ánimo benigno, ¿Qué es menester razones? Yo mismo, por amor de Pánfilo, fui también al entierro, no sospechando mal ninguno.

SOSIA.-  ¿Qué mal hay, pues?

SIMÓN.-  Ya lo sabrás. Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las mujeres del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!...

SOSIA.-  ¿Buena, eh?

SIMÓN.-  Y de un aire, Sosia, tan modesto y gracioso, que no había más allá. Y porque me pareció que lloraba más que las otras, y también porque era, de rostro muy honesto y más ahidalgado que las otras, llégome a las criadas y pregúntoles quién era: dícenme que era una hermana de Crisis. Luego al punto me enclavó el alma. «¡Ta!, ¡ta! -dije- éste es el caso: de aquí nacen las lágrimas; ésta es aquella compasión!».

SOSIA.-  ¡Qué temeroso estoy en qué has de parar!

SIMÓN.-  Entre tanto, sigue avanzando el fúnebre cortejo, y andando, andando llegamos a la sepultura; pónenla en la hoguera, llóranla. En esto, aquella hermana, que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus amores bien disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a la mujer, diciéndole: «Glicera mía, ¿qué haces? ¿Por qué vas a perderte?» Y ella echósele llorando en los brazos con familiar abandono, de manera que quien quiso pudo fácilmente ver que sus amores eran viejos.

SOSIA.-  ¿Qué me dices?

SIMÓN.-  Vuelvo de allí enojado y muy picado, y con todo eso no había bastante razón para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo hecho? ¿O qué he merecido, padre? ¿O en qué he pecado? Detuve a la que se quiso echar en el fuego, librela»: palabras son honestas.

SOSIA.-  Cierto. Porque si al que dio socorro a la vida, reprendes, ¿qué dejarás para el que hiciere mal o daño?

SIMÓN.-  Viene Cremes el día siguiente a mi casa, diciendo a voces, que había sabido un caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es verdad. Finalmente se despide de mí, jurando que no daría su hija.

SOSIA.-  ¿Y tú entonces a tu hijo no le...?

SIMÓN.-  Ni aun esta me pareció bastante razón para reñir con él.

SOSIA.-  ¿Cómo no?

SIMÓN.-  Dijérame: Ya tú, padre, has puesto término a mi libertad; ya se acerca el tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame ahora, entretanto, vivir a mi gusto.

SOSIA.-  ¿Qué motivo, pues, te queda para reprenderle?

SIMÓN.-  Si por esa mujer rechazase el casamiento, este es el primer agravio que yo en él he de castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por medio de casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con él, si me dijere que no, y también para que el bellaco de Davo, si algún consejo tiene, lo gaste ahora que sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo que Davo de pies y de cabeza buscará todos los medios, más por hacerme a mí pesar, que por complacer a mi hijo.

SOSIA.-  ¿Por qué?

SIMÓN.-  ¿Eso me preguntas? Es bellaco de malas intenciones y de mala entraña. Mas, como yo le pille... y no digo más! Si, por el contrario, sucediere lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia, quédame el recabar el sí de Cremes; lo cual confío que se logrará. Ahora lo que tú has de hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo, ver qué determina mi hijo, y qué consultas hace con él.

SOSIA.-  Basta. Yo lo haré. Entrémonos ya.

SIMÓN.-  Anda delante, que ya voy.



Escena II

 

SIMÓN, solo.

 

SIMÓN.-  Averiguada cosa es que mi hijo no quiere casarse, según entendí que Davo se alteró cuando oyó decir que pasaba adelante el casamiento. Pero aquí viene Davo.



Escena III

 

DAVO, SIMÓN.

 

DAVO.-    (Aparte.)  Ya me maravillaba yo que esto se pasase así por alto; y aquella perpetua mansedumbre de mi amo temía en qué había de parar. Pues aunque entendió que no le habían de dar a su hijo la mujer, nunca a ninguno de nosotros nos dijo palabra ni se le dio nada por ello.

SIMÓN.-   (Aparte.) Ahora la dirá, y aun muy a tu costa, según pienso.

DAVO.-   (Aparte.) Él quiso realmente entretenernos con este falso gozo, y asegurarnos, quitándonos el miedo, para después saltearnos descuidados, de manera que no tuviésemos lugar de buscar traza con que estorbar el casamiento. ¡Astuto!

SIMÓN.-   (Aparte.)  ¿Qué dice el verdugo?

DAVO.-   (Aparte.)  Mi amo es: ¡y yo que no le había visto!...

SIMÓN.-   (Alto.)  Davo.

DAVO.-  ¿Qué mandas?

SIMÓN.-  Llégate acá.

DAVO.-   (Aparte.)  ¿Qué me querrá éste?

SIMÓN.-  ¿Qué dices tú?...

DAVO.-  ¿Sobre qué?

SIMÓN.-  ¿Eso me preguntas? Mira que se corre por ahí que mi hijo tiene amiga.

DAVO.-  ¡Esos cuidados, por cierto, tiene el pueblo!

SIMÓN.-  ¿Estás conmigo o no?

DAVO.-  Ya te entiendo.

SIMÓN.-  Pero de fuerte padre sería ponerme yo ahora a hacer en eso inquisición. Porque lo que hasta aquí él ha hecho no me toca nada. Mientras su edad para ello dio lugar, yo ya le he permitido que satisficiese sus caprichos; pero este tiempo ya trae otra vida, ya requiere otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo, te lo suplico, que hagas por que vuelva al buen camino.

DAVO.-  ¿Qué quieres decir?

SIMÓN.-  Todos los que tienen amiga sienten mucho que los casen.

DAVO.-  Así lo dicen.

SIMÓN.-  Y si alguno toma para esto un mal maestro, las más veces tuerce a la peor parte la flaca voluntad.

DAVO.-  En verdad que no te entiendo.

SIMÓN.-  Que no, ¿eh?

DAVO.-  No; que soy Davo y no Edipo.

SIMÓN.-  En ese caso holgarás que te diga rasamente lo que me queda por decir.

DAVO.-  Sí holgaré.

SIMÓN.-  Si yo entendiere hoy que tú me urdes algún enredo por donde no se hagan estas bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres, te juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo en la tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de allí te sacare, quede yo a moler en tu lugar. Y, pues, ¿haslo entendido ahora, o ni aun esto tampoco?...

DAVO.-  A maravilla, porque ahora me has dicho el negocio muy a la rasa, sin rodeos.

SIMÓN.-  En cualquier otro caso sentiré menos que me engañes que no en este.

DAVO.-   (Irónico.)  ¡Vaya, no hay que enojarse!

SIMÓN.-  ¿Búrlaste? Pues no me engañarás. Mira, te digo que no seas loco, ni me vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo!  (Vase.) 



Escena IV

 

DAVO, solo.

 

DAVO.-  A buena fe, Davo, que no cumple aquí emperezar ni descuidar, a lo que tengo entendido, del propósito del viejo acerca de este casamiento; el cual, si con maña no se lleva, dará al través conmigo o con mi amo. Ni sé qué me haga, si complazca a Pánfilo o si crea al viejo. Si a Pánfilo dejo, temo que se pierda; si le ayudo, las amenazas de éste, el cual es malo de burlar. Cuanto a lo primero, ya tiene él noticia de estos amores: a mí me tiene sobre ojos, no desbarate el casamiento con algún engaño; si lo siente, soy perdido, o si le parece tomará achaque para con razón o sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males allégaseme este otro también: que esta Andriana, ora sea su mujer, ora su amiga, esta de Pánfilo preñada. ¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más empresa de locos que de enamorados. Están determinados a criar lo que pariere, y allá entre ellos urden no sé qué maraña: que ésta es ciudadana de Atenas; que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis la recogió escapada, huérfana, pequeña... ¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me parece conforme a verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para verme con Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido en este caso.



Escena V

 

MISIS.

 

MISIS.-  Ya te he entendido, Arquilis, rato ha: mandas llamar a Lesbia. ¡Por mi vida, que es una mujer borracha y arriscada, y nada diestra para encomendarle primerizas! Pero, en fin, la traeré.  (A los espectadores.)  Notad bien la porfía de esta vejezuela, porque es su comadre de jarro. ¡Oh dioses, suplícoos le deis a ésta  (aludiendo a GLICERA esfuerzo en este parto, y a Lesbia ligar de que con otras parturientas desatine! Pero ¿qué ocurre, que veo venir a Pánfilo alterado? Temo no sea algo. Aguardaré por saber qué tristeza nos trae esta revuelta.



Escena VI

 

PÁNFILO, MISIS.

 

PÁNFILO.-  ¿Es ésta acción ni empresa de hombro? ¿Este es oficio de padre?

MISIS.-    (Aparte.)  ¿Qué es aquello?

PÁNFILO.-  ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y cuál es afrenta, si ésta no lo es? Si tenía determinado casarme hoy, ¿no fuera justo que lo supiera yo primero? ¿No fuera bien que lo tratara antes conmigo?

MISIS.-   (Aparte.)  ¡Desdichada de mí! ¿Qué escucho?

PÁNFILO  ¿Y Cremes, que había dicho que no me daría su hija por mujer, ha mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en el mío? ¿Con tanta porfía procura apartarme de Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto sucede, perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y que de ninguna manera, he de poder yo librarme del parentesco de Cremes? ¿De cuántos modos no fui yo despreciado, desechado, después de todo hecho y concertado? ¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a pedir? ¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos crían algún culebrón, y como no le pueden encajar a nadie acuden a mí?

MISIS.-    (Aparte.)  Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror.

PÁNFILO.-  Porque, ¿qué diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio tan grave había él de tratar con tanto descuido? Díceme ahora, al pasar por la plaza: «Mira, Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a casa». Pareciome que me había dicho: «Ve de presto y ahórcate». Pasmado quedé. ¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me heló. Porque si yo lo hubiera sabido antes... si me preguntase ahora alguno qué hiciera, algo hiciera por donde esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano me volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de Glicera, la congoja de este casamiento; además el empacho que tengo de desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con tanta mansedumbre me ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto. ¿Y que le contradiga yo?... ¡Ay de mí! ¡No sé qué me haga!

MISIS.-    (Aparte.)  ¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo que se incline a mala parte aquel no sé qué me haga!... Pero ahora conviene mucho que, o éste hable con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la voluntad vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado.

PÁNFILO.-  ¿Quién habla aquí?... ¡Salud, Misis!

MISIS.-  ¡Oh, Pánfilo, salud!

PÁNFILO.-  ¿Qué hace tu señora?

MISIS.-  ¿Eso me preguntas? Está fatigada de sus dolores, y afligida la cuitada de ver que para hoy está concertado días ha tu casamiento. Teme que la desampares.

PÁNFILO.-  ¡Cómo! ¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de consentir que la infeliz quede por mi engañada, habiendo ella confiado de mí su corazón y vida, y habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer propia? ¿He de permitir que su buena inclinación, enseñada y criada bien y castamente, se tuerza ahora constreñida de necesidad? No haré tal cosa.

MISIS.-  Bien cierta estoy, si estuviese en sola tu mano; pero temo que no podrás resistir.

PÁNFILO.-  ¿Por tan follón me tienes, o por tan desagradecido o cruel o brutal, que ni la conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni exhorte a que le guarde la fe?

MISIS.-  Esto, a lo menos, sé que ha merecido: que te acuerdes de ella.

PÁNFILO.-  ¿Que me acuerde? ¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el alma aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi muriéndose! Llamome, acerqueme; os salisteis vosotras, quedámonos solos; comiénzame a decir: «Amigo Pánfilo, bien ves el rostro y pocos años de ésta, y también entiendes cuán contrarias le son ambas cosas para conservar su honestidad y su hacienda. Suplícote, pues, por esta tu mano derecha y por tu noble condición; por tu fe y por la soledad de ésta te encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a ti solo siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha sido obediente. Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por padre; estos nuestros bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad los encomiendo». Dámela entonces por la mano y tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella; y pues me encargué, yo la conservaré.

MISIS.-  Así lo espero, ciertamente.

PÁNFILO.-  Pero ¿por qué la dejas sola?

MISIS-  Voy a llamar a la partera.

PÁNFILO.-  Corre; y, mira, del casamiento, ni palabra: no sea que su mal...

MISIS.-  Entiendo.




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