Pocas noticias, y
éstas incompletas, cuando no contradictorias, tenemos de la
vida de Terencio. Que nació en Cartago al fin de la segunda
guerra púnica, y fue en Roma siervo del senador Terencio
Lucano, quien, prendado de su ingenio, le educó en las artes
liberales y le manumitió por fin, dándole a par el
nombre con que le conocemos; que le distinguieron con su amistad y
trato familiar varones tan ilustres como Cayo Lelio y
Escipión; que después de haber hecho representar en
Roma algunas comedias, partiose a Grecia, con objeto de dominar
más fácilmente las disciplinas y artes griegas, y al
volver a Roma, antes de comenzada la tercera guerra púnica,
fue víctima de un naufragio en que pereció juntamente
con un centenar de comedias que había traducido de Menandro:
tales son, en sustancia, los datos de más bulto que
registran las biografías de Terencio, a partir de la que
escribiera Suetonio, erróneamente atribuida a Elio Donato. Y
sobre ser escasas las noticias, todavía son motivo de
controversia. Así, el pretendido, cautiverio niégalo
Fenestela1,
y con buenas razones, pues si, como observa este escritor, Terencio
nació terminada la segunda guerra púnica y
murió antes de comenzarse la tercera, ¿quién
pudo hacerle prisionero? Sólo cabe pensar en los
Númidas o en los Getas. Y entonces, ¿cómo vino
Terencio a poder de un general romano, si es sabido que entre
Romanos y Africanos ningún trato existía antes de la
destrucción de Cartago? No falta quien ha creído
salvar esta dificultad imaginando que cayó en manos de los
piratas y que éstos le vendieron a algún mercader de
esclavos, de quien le recibió el senador Terencio. Pero los
reparos de Fenestela tienen eco en la crítica, y un escritor
moderno, Salvator Betti, en su disertación In C. Suetonii Tranquilli vitam
Terentii sostiene que este poeta ni fue de África ni
siervo. Afer,
dice Betii, es un cognomen (sobrenombre), y no un derivativo de patria, y
puede venir del color, como Albus, Rufus, Flavus, etc. Muchos se
llamaron Afri
en Roma, sin ser de África, como el cónsul
Senecio Memmius
Afer, que se menciona en una inscripción de
Tívoli, el orador Domitius Afer, de quien nos habla Tácito,
Elius Adrianus
Afer y otros. Además, el praenomen Publius del poeta no
pertenece al senador Terencio Lucano, pues no hay ningún
senador que le llevara. Fuera de esto, ningún escritor
antiguo llama esclavo a Terencio, antes del siglo IV. Que no era
siervo infiérese también de su familiaridad con Lelio
y Escipión, los cuales le trataban como a hombre ingenuo o
libre. Y a ser cierto que el poeta tenía una hija y la
desposó con un caballero romano, como afirma Suetonio, esta
es la prueba concluyente de que Terencio fue ingenuo y no siervo de
origen, porque el matrimonio entre ingenuos y libertos estaba a la
sazón severamente prohibido. ¿Ni cómo se
concibe que un africano llegase a dominar tan pronto (a los
dieciocho años) la lengua griega y a escribir en
latín con elegancia tal, que fue en su tiempo y
después la admiración de los escritores de más
nombre en Roma y fuera de ella? La amistad de Terencio con Cayo
Lelio y Escipión también ha sido objeto de largas
disputas en el campo de la crítica. Y, en fin (para dar de
mano a puntos de menos importancia), las circunstancias que
acompañaron a la muerte de Terencio y el lugar en que esta
acaeció, refiérense de muy diverso modo. Ausonio le
libra del naufragio, diciendo que sólo perecieron en
él las traducciones de Menandro, y que Terencio murió
a consecuencia del dolor que le produjera la pérdida de
aquellos manuscritos.
Tenemos, pues, dos
versiones. La que nos habla del naufragio apóyase en el
testimonio de este verso de Ovidio:
Pero
¿quién era este poeta cómico? Ovidio
no lo dice. Así, mientras Domicio ve en este verso una
alusión a Menandro tanto como a Terencio, Bautista Egnacio
la refiere a Eupolis, y Turnebo resueltamente a Menandro. Para
colmo de confusión, aun los mismos que están de
acuerdo en rechazar el naufragio como causa de la muerte, discrepan
entre sí cuando señalan el lugar y la fecha del
suceso. Ausonio pone la muerte de Terencio en la Arcadia; otros,
testigo Escoto, en la Acaya; unos fijan el año del
fallecimiento en el 595 de la fundación de Roma, siendo
cónsules Cornelio Dolabela y Marco Fulvio Nobilior; otros,
cuatro años después, en el segundo consulado de
Publio Cornelio Escipión Nasica y Marco Claudio Marcelo.
II
Seis son las
comedias de Terencio que van en este volumen, únicas que han
llegado hasta nosotros.
1.ª
Andria (La
Andriana), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles
curules Marco
Fulvio y Marco Glabrión, y cónsules Marco Marcelo y
Cayo Sulpicio, por la compañía de Lucio Ambivio
Turpión y Lucio Atilio Prenestino, con música de
Flaco y flautas iguales, derechas e
izquierdas3.
El original es de Menandro.
2.ª
Eunuchus (El
Eunuco), representada en las fiestas Megalenses, siendo ediles
curules Lucio Postumio Albino y Lucio Cornelio Mérula, en el
consulado de Marco Valerio Mesala y Cneo Fannio Estrabón,
por la compañía antes citada, con dos flautas
derechas. También es de Menandro. Gustó
mucho y obtuvo los honores de la repetición.
3.ª
Heautontimorumenos (El Atormentador de sí
mismo). Representose en las fiestas Megalenses, siendo ediles
curules Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Valerio Flaco. Las
dos primeras veces no agradó; la tercera
representación se efectuó en el consulado de Marco
Juvencio y Tito Sempronio. Gustó poco.
4.ª
Adelphi (Los
Hermanos), representada en los funerales de Lucio Emilio Paulo,
siendo ediles curules Quinto Fabio Máximo y Publio Cornelio
Africano, por la compañía de Prenestino y Minucio
Prótimo, y con flautas iguales, en el consulado de
Lucio Anicio Galo y Marco Cornelio Cetego.
5.ª
Hecyra (La
Suegra), que se representó tres veces: la primera en las
fiestas Megalenses, siendo ediles curules Sexto Julio César
y Cneo Cornelio Dolabela; la segunda en el consulado de Cneo
Octavio y Tito Manlio, con motivo de los funerales de L. Emilio
Paulo; la tercera siendo ediles curules Quinto Fulvio y Lucio
Marcio; hízola Ambivio Turpión, y fue aplaudida, no
obstante haber sido antes rechazada.
6.ª
Phormio
(Formión), representada por Turpión y Prenestino, y
con flautas desiguales (música de Flaco), en las
fiestas Romanas, siendo ediles curules Lucio Postumio Albino y
Lucio Cornelio Mérula, y cónsules Cayo Fannio
Estrabón y Marco Valerio Mesala. El original es el
Epidicazomenos
de Apolodoro.
La
cronología no está exenta de contradicciones:
varía según las didascalias. Los consulados y las fechas de
nacimiento y muerte del poeta vienen a aumentar la
confusión. Teuffel presenta los siguientes datos:
Nacimiento del
poeta, en 569 de Roma; su muerte, en 595.
Fecha en que se
representaron las comedias:
En.588 de Roma
(166 antes de Jesucristo), el Andria.
En 589 (165), la
Hecyra
(primera representación).
En 591 (163), el
Heautontimorumenos.
En 593 (161), el
Eunuchus y el
Phormio.
En 594 (160), la
Hecyra
(segundo intento de representación) y los Adelphi; tercera
representación (completa) de la Hecyra.
III
Imitó
Terencio en las comedias tituladas Andria, Eunuchus y Heautontimorumenos a Menandro,
príncipe de la llamada Comedia. Nueva (por oposición
a la Comedia Antigua o Aristofánica) entre los Griegos; en
los Adelphi, a
Dífilo Sinopense, autor de cien comedias cuyas sentencias
alabaron Clemente Alejandrino y Eusebio de Cesarea, y en el
Phormio y la
Hecyra, a
Apolodoro, según Elio Donato.
Griegos son los
títulos de las comedias; griegos los nombres de los
personajes, y la acción de todas ellas pasa en Atenas.
¿Son, pues,
traducciones del griego? ¿Son más bien refundiciones,
en las que el poeta latino ha puesto algo, quizá mucho, de
su propio ingenio? Punto es éste de la mayor importancia
para la crítica; por eso voy a tratarle, siquiera sea
brevemente. Cabe afirmar, desde luego, que Terencio hace algo
más que traducir; Terencio imita con cierta originalidad a
los poetas griegos. Si toma una comedia de Menandro, es para
hacerla pasar por un trabajo de refundición que está
vedado al mero traductor. Curioso por demás sería, y
sobre curioso útil en extremo, un cotejo entre el poeta
latino y Menandro. Por desgracia es punto menos que imposible, dado
que del teatro de Menandro sólo quedan los títulos de
las comedias y algunos fragmentos piadosamente recogidos por la
diligencia de ilustres eruditos. Hay, sin embargo, algunas huellas
por donde rastrear lo que tienen de personal y propio de Terencio
estas comedias. El prólogo de los Adelphi (Los Hermanos) dice
textualmente que una parte de la pieza estaba literalmente
traducida de Dífilo:
El escoliasta del
Andria (La
Andriana) nota también al verso décimo del
prólogo que la primera escena de la Perinthia de Menandro está
escrita casi con las mismas palabras que la de la Andriana de Terencio. Cuanto a
la Hecyra (La
Suegra), no debió de separarse mucho del original griego, si
damos crédito a Sidonio Apolinar, quien para hacer
más clara a su hijo la interpretación del texto
latino, servíase, según él mismo nos dice, del
Epitrepontes
de Menandro, cotejándole con la Hecyra5.
Si el procedimiento de Terencio era traducir literalmente en
ocasiones, en otras, al contrario, consistía en un trabajo
de verdadera composición. A esta segunda manera se
refieren:
1) La llamada
contaminación. En latín contaminare es propiamente
enlodar, echar a perder. Esto le reprochaban sus
émulos, de ellos un poeta cómico, por nombre Lavinio
o Lanuvio, que de ambas maneras se le llama, y a quien Terencio en
sus prólogos alude con las palabras vetus poeta (el poeta viejo). Era la
contaminación (contaminatio) un procedimiento de
composición que consistía en refundir dos piezas
griegas en una sola latina. Procedimiento favorito de Terencio,
servíale en gran manera para latinizar el teatro
griego, adaptándole al gusto del público de Roma, el
cual no comprendía aquella sencillez, o mejor,
simplicidad, que en la disposición de sus
fábulas observaba Menandro, antes bien buscaba el relieve,
el contraste y el enredo de una acción más
complicada. A esta labor deben su origen el Andria (la Andriana), compuesta del
Andria y la
Perinthia de
Menandro; el Eunuchus (El Eunuco), en la cual Terencio aprovecha
otras dos comedias de Menandro, una de ellas con el mismo
título, la otra llamada Colax, de la cual tomó dos personajes,
un truhán, así llamado, y un soldado
fanfarrón.
2) La
invención de personajes, tales como Carino y Birria en La Andriana, los
cuales, según Elio Donato6,
no se encuentran en Menandro, y Terencio no los había tomado
de la Perinthia, pues como él mismo nos advierte, eran
esas dos piezas semejantes en el argumento, y sólo
discrepaban por el discurso y el estilo. Citemos aún la
persona de Antifón, en El Eunuco, en cuya
invención Donato hallaba mucho que alabar, ya que merced a
ella resultaba abreviado el largo monólogo de Querea en la comedia de Menandro.
3) Los
monólogos convertidos en diálogos,
de que son ejemplos la escena de Antifón y
Querea, y la
de Gnatón y Parmenón en El
Eunuco. Otras veces, al decir de Donato, Terencio, atento a
conseguir la brevedad, había preferido la
narración a la representación,
medio que utilizaba el original griego
Tales son los
procedimientos técnicos empleados por Terencio, los cuales
dan a su teatro un carácter, como ya va dicho, distinto del
que tuvo su modelo. Así pudo exclamar con gran verdad
Quintiliano, al comparar el teatro griego, y sus imitaciones
latinas:
«Vix
levem consequimur umbram».
IV
Pedro Simón
Abril, humanista del siglo XVI, contemporáneo del Brocense,
y como él doctísimo filólogo, tradujo, para
auxiliar a sus discípulos en el aprendizaje de la lengua
latina, las seis comedias de Terencio, imprimiéndolas en
Zaragoza, 1577, 8º, en la oficina de Juan Soler. En 1585
salió la segunda edición, impresa en Alcalá
por Juan Gracián, corregida en presencia del texto de
Gabriel Faerno, que publicó en Venecia el año 1565
Pedro Victorio, y que ofrecía la ventaja de estar cotejado
con los mejores manuscritos. En esta edición Pedro
Simón Abril hizo desaparecer no pocos lugares obscuros, e
interpretó otros mejor con ayuda del maestro Francisco
Sánchez de las Brozas. La edición de Alcalá
mereció, por su elegancia, los elogios de los eruditos; en
1599, Jaime Cendrat la reprodujo en Barcelona, y, por fin, Benito
Monfort en Valencia, 1762. El trabajo de Simón Abril es, sin
duda alguna, de mérito muy subido; en general traslada la
sencillez y la elegancia terencianas. Tiene, sin embargo, defectos
de interpretación, los más de ellos nacidos, del
texto que siguió nuestro humanista, hoy más depurado,
merced a la labor de algunos eruditos. En ocasiones es obscuro por
excesivo apego a la letra original; a veces por lo contrario, es
decir, por introducir perífrasis que deslíen
además la frase latina, quitándole la
concisión que lían menester no pocas situaciones
dramáticas. Fuera de esto, los arcaísmos (de palabra
y de construcción) abundan, y no menos dañan a la
claridad la mala división de las escenas, la pésima
puntuación y otras tachas que fuera largo enumerar. A
corregirlas va encaminada la presente edición. Manchas
lleva, sin duda; pero en ella verá el lector que quiera
cotejarla con la de Valencia no pocas variantes, las cuales
servirán quizá de atenuación a los
descuidos.
V. Fernández
Llera.
Santander,
septiembre 1890
PERSONAJES
SIMÓN, viejo, padre de
PÁNFILO.
PÁNFILO, mancebo, hijo de
SIMÓN.
DAVO, esclavo de SIMÓN.
DROMÓN, esclavo encargado
de castigar a los otros.
SOSIA, liberto de SIMÓN.
CARINO, mancebo, amante de
FILOMENA.
BIRRIA, esclavo de CARINO.
CRITÓN, vecino de
ANDROS.
CREMES, viejo, padre de
FILOMENA.
GLICERA, llamada también
PASÍBULA, hija de CREMES
MISIS, criada de GLICERA.
LESBIA, partera.
PERSONAJES QUE NO HABLAN
ARQUILIS, criada de GLICERA.
CRISIS, cortesana, que pasa por
hermana de GLICERA.
Prólogo
Cuando el poeta se
decidió a escribir comedias, sólo esta empresa
creyó echar sobre sí: la de componer sus
fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas ahora
advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado
a forjar prólogos, no para declarar el argumento, sino en
respuesta a las malévolas censuras de un poeta rancio.
Suplícoos, pues, que oigáis con atención de
qué le reprenden.
Menandro compuso
La Andriana y La Perintia. Quien la una de ellas
conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de
argumento semejante, aunque por el diálogo y el estilo
diferentes. Todo lo que de La Perintia cuadraba para
La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado,
sirviéndose de ello cual si fuese de su propia
invención. Y esto es lo que sus enemigos le censuran. Porque
dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula.
Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de
esto, acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes
nuestro poeta tiene por maestros, y cuya libertad más precia
él imitar que no la obscura exactitud de esos censores. Les
aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de
murmurar, si no quieren oír sus defectos.
Prestadle vuestro
favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para que
sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo
serán dignas o no de ser representadas.
Acto I
Escena
I
SIMÓN,
SOSIA, esclavos cargados
de provisiones.
SIMÓN.- Llevad vosotros esas viandas
allá dentro, caminad. Tú, Sosia, llégate
acá; que te quiero decir dos palabras.
SOSIA.- Dalas por dichas: que se aderece bien
todo esto.
SIMÓN.- Muy diferente cosa es.
SOSIA.- ¿En qué más puedo
yo serte útil con mi arte?
SIMÓN.- No hay necesidad de ese arte para
lo que yo pretendo, sino de aquellas virtudes que yo en ti siempre
he conocido, que son fidelidad y silencio.
SOSIA.- Suspenso estoy aguardando qué me
quieres.
SIMÓN.- Ya sabes cómo
después que te compré has tenido en mi casa desde
pequeño una moderada y benigna servidumbre. Hícete de
esclavo mi liberto, porque me servías hidalgamente: te di la
mayor recompensa que pude.
FOBIA.- -No lo he olvidado yo.
SIMÓN.- Ni yo tampoco estoy de ello
arrepentido.
SOSIA.- Huélgome, Simón, de haber
hecho o hacer en tu servicio algo que te agrade: y en haberte dado
gusto recibo gran merced. Pero ese recuerdo me da pena; porque
traerlo a mi memoria, es como reprenderme de olvidado de las
mercedes recibidas. Di, pues, en pocas palabras, qué me
quieres.
SIMÓN.- Así lo haré. En
primer lugar, te advierto que estas que tú crees verdaderas
bodas no son tales bodas.
SOSIA.- ¿Por qué, pues, las
finges?
SIMÓN.- Yo te lo contaré todo
desde su principio, y así conocerás la vida de mi
hijo y mi intento, y también qué es lo que yo quiero
en este caso que tú hagas. Porque después que mi hijo
salió de la niñez, amigo Sosia, tuvo ocasión
para vivir más libremente; que basta entonces
¿quién pudiera saber ni entender su condición,
mientras la edad, el miedo y el maestro lo estorbaban?
SOSIA.- Así es.
SIMÓN.- Al revés de lo que hacen
casi todos los mancebos, que es inclinar su voluntad a alguna
manera de ejercicios, como a criar caballos o perros para caza, o
darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por extremo,
aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba de
ello.
SOSIA.- Y con razón, porque me parece muy
útil en la vida no hacer cosa ninguna con exceso.
SIMÓN.- Su manera de vivir era sufrir y
comportar fácilmente a todos aquellos con quien comunicaba,
hacerse a su condición, complacerles en sus deseos, no
porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal suerte, que sin
pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos.
SOSIA.- Discretamente ordenó su vida;
porque hoy día el complacer gana amigos, y el decir las
verdades enemigos.
SIMÓN.- En esto, habrá tres
años que arribó aquí, a nuestro barrio una
mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos;
mujer de muy buen rostro y moza.
SOSIA.- ¡Ay!, recelo tengo no nos traiga
esta Andriana algún daño.
SIMÓN.- Al principio vivía
castamente, con regla y aspereza, ganando la vida con telas e
hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro, galanes
prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara
tan fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el
partido, y de allí adelante comenzó a granjear con su
hermosura. Sus amantes entonces llevaron por casualidad, como suele
acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa de la moza. Yo luego
dije entre mí: «No hay duda que me le han cazado;
herido está». Aguardaba por las mañanas a sus
criados cuando iban o venían, y preguntábales:
«Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer a
Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana.
SOSIA.- Entiendo.
SIMÓN.- «Fedro, decían, o
Clinia o Nicerato». Porque estos tres la tenían
entonces a la vez. -«Y Pánfilo ¿qué
hace?»- «¿Qué? Pagó su escote y
cenó». Holgaba yo de ello. Preguntábales otro
día lo mismo, y hallaba por verdad no tocarle nada a
Pánfilo, y realmente me parecía ésta una
grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con
semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad,
sábete que puede ya tener manera y asiento de vivir.
Alegrábame yo de esto, y todos por una boca me daban
parabienes y alababan mi ventura, pues tenía un hijo de tan
buena inclinación. ¿Qué es menester palabras?
Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a
ofrecerme para él la mano de su hija única, y muy
bien dotada. Pareciome bien, acepté el partido y
concerté las bodas para hoy.
SOSIA.- ¿Qué impedimento, pues,
hay para que de veras no se hagan?
SIMÓN.- Yo te lo diré. Pocos
días después, muere nuestra vecina Crisis.
SOSIA.- ¡Oh, qué bien! ¡La
vida me has dado! Llegué a temer que la tal Crisis...
SIMÓN.- En aquel trance mi hijo no
salía de la casa, y juntamente con los amantes de Crisis, se
ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las veces
triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta,
pues pensaba para mí: «Sí este muchacho, por un
poquillo de trato que con ella tuvo, siente con tan tierno
corazón su muerte, ¿qué hiciera si él
fuera su amante? ¿Qué no hará por mí
que soy su padre?» Todos estos me parecían
cumplimientos de condición afable y ánimo benigno,
¿Qué es menester razones? Yo mismo, por amor de
Pánfilo, fui también al entierro, no sospechando mal
ninguno.
SOSIA.- ¿Qué mal hay, pues?
SIMÓN.- Ya lo sabrás.
Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las mujeres
del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!...
SOSIA.- ¿Buena, eh?
SIMÓN.- Y de un aire, Sosia, tan modesto
y gracioso, que no había más allá. Y porque me
pareció que lloraba más que las otras, y
también porque era, de rostro muy honesto y más
ahidalgado que las otras, llégome a las criadas y
pregúntoles quién era: dícenme que era una
hermana de Crisis. Luego al punto me enclavó el alma.
«¡Ta!, ¡ta! -dije- éste es el caso: de
aquí nacen las lágrimas; ésta es aquella
compasión!».
SOSIA.- ¡Qué temeroso estoy en
qué has de parar!
SIMÓN.- Entre tanto, sigue avanzando el
fúnebre cortejo, y andando, andando llegamos a la sepultura;
pónenla en la hoguera, llóranla. En esto, aquella
hermana, que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente
con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus
amores bien disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a
la mujer, diciéndole: «Glicera mía,
¿qué haces? ¿Por qué vas a
perderte?» Y ella echósele llorando en los brazos con
familiar abandono, de manera que quien quiso pudo fácilmente
ver que sus amores eran viejos.
SOSIA.- ¿Qué me dices?
SIMÓN.- Vuelvo de allí enojado y
muy picado, y con todo eso no había bastante razón
para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo
hecho? ¿O qué he merecido, padre? ¿O en
qué he pecado? Detuve a la que se quiso echar en el fuego,
librela»: palabras son honestas.
SOSIA.- Cierto. Porque si al que dio socorro a
la vida, reprendes, ¿qué dejarás para el que
hiciere mal o daño?
SIMÓN.- Viene Cremes el día
siguiente a mi casa, diciendo a voces, que había sabido un
caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella
forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es
verdad. Finalmente se despide de mí, jurando que no
daría su hija.
SOSIA.- ¿Y tú entonces a tu hijo
no le...?
SIMÓN.- Ni aun esta me pareció
bastante razón para reñir con él.
SOSIA.- ¿Cómo no?
SIMÓN.- Dijérame: Ya tú,
padre, has puesto término a mi libertad; ya se acerca el
tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame
ahora, entretanto, vivir a mi gusto.
SOSIA.- ¿Qué motivo, pues, te
queda para reprenderle?
SIMÓN.- Si por esa mujer rechazase el
casamiento, este es el primer agravio que yo en él he de
castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por medio de
casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con
él, si me dijere que no, y también para que el
bellaco de Davo, si algún consejo tiene, lo gaste ahora que
sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo que Davo de pies y de
cabeza buscará todos los medios, más por hacerme a
mí pesar, que por complacer a mi hijo.
SOSIA.- ¿Por qué?
SIMÓN.- ¿Eso me preguntas? Es
bellaco de malas intenciones y de mala entraña. Mas, como yo
le pille... y no digo más! Si, por el contrario, sucediere
lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia,
quédame el recabar el sí de Cremes; lo cual
confío que se logrará. Ahora lo que tú has de
hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo, ver
qué determina mi hijo, y qué consultas hace con
él.
SOSIA.- Basta. Yo lo haré.
Entrémonos ya.
SIMÓN.- Anda delante, que ya voy.
Escena
II
SIMÓN,
solo.
SIMÓN.- Averiguada cosa es que mi hijo no
quiere casarse, según entendí que Davo se
alteró cuando oyó decir que pasaba adelante el
casamiento. Pero aquí viene Davo.
Escena
III
DAVO, SIMÓN.
DAVO.- (Aparte.)
Ya me maravillaba yo que esto se pasase así por alto; y
aquella perpetua mansedumbre de mi amo temía en qué
había de parar. Pues aunque entendió que no le
habían de dar a su hijo la mujer, nunca a ninguno de
nosotros nos dijo palabra ni se le dio nada por ello.
SIMÓN.- (Aparte.) Ahora la dirá, y aun
muy a tu costa, según pienso.
DAVO.- (Aparte.) Él quiso realmente
entretenernos con este falso gozo, y asegurarnos,
quitándonos el miedo, para después saltearnos
descuidados, de manera que no tuviésemos lugar de buscar
traza con que estorbar el casamiento. ¡Astuto!
SIMÓN.- (Aparte.) ¿Qué dice el
verdugo?
DAVO.- (Aparte.) Mi
amo es: ¡y yo que no le había visto!...
SIMÓN.- (Alto.) Davo.
DAVO.- ¿Qué mandas?
SIMÓN.- Llégate acá.
DAVO.- (Aparte.)
¿Qué me querrá éste?
SIMÓN.- ¿Qué dices
tú?...
DAVO.- ¿Sobre qué?
SIMÓN.- ¿Eso me preguntas? Mira
que se corre por ahí que mi hijo tiene amiga.
DAVO.- ¡Esos cuidados, por cierto, tiene
el pueblo!
SIMÓN.- ¿Estás conmigo o
no?
DAVO.- Ya te entiendo.
SIMÓN.- Pero de fuerte padre sería
ponerme yo ahora a hacer en eso inquisición. Porque lo que
hasta aquí él ha hecho no me toca nada. Mientras su
edad para ello dio lugar, yo ya le he permitido que satisficiese
sus caprichos; pero este tiempo ya trae otra vida, ya requiere
otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo,
te lo suplico, que hagas por que vuelva al buen camino.
DAVO.- ¿Qué quieres decir?
SIMÓN.- Todos los que tienen amiga
sienten mucho que los casen.
DAVO.- Así lo dicen.
SIMÓN.- Y si alguno toma para esto un mal
maestro, las más veces tuerce a la peor parte la flaca
voluntad.
DAVO.- En verdad que no te entiendo.
SIMÓN.- Que no, ¿eh?
DAVO.- No; que soy Davo y no Edipo.
SIMÓN.- En ese caso holgarás que
te diga rasamente lo que me queda por decir.
DAVO.- Sí holgaré.
SIMÓN.- Si yo entendiere hoy que
tú me urdes algún enredo por donde no se hagan estas
bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres, te
juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo
en la tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de
allí te sacare, quede yo a moler en tu lugar. Y, pues,
¿haslo entendido ahora, o ni aun esto tampoco?...
DAVO.- A maravilla, porque ahora me has dicho el
negocio muy a la rasa, sin rodeos.
SIMÓN.- En cualquier otro caso
sentiré menos que me engañes que no en este.
DAVO.- (Irónico.) ¡Vaya, no hay
que enojarse!
SIMÓN.- ¿Búrlaste? Pues no
me engañarás. Mira, te digo que no seas loco, ni me
vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo!
(Vase.)
Escena
IV
DAVO,
solo.
DAVO.- A buena fe, Davo, que no cumple
aquí emperezar ni descuidar, a lo que tengo entendido, del
propósito del viejo acerca de este casamiento; el cual, si
con maña no se lleva, dará al través conmigo o
con mi amo. Ni sé qué me haga, si complazca a
Pánfilo o si crea al viejo. Si a Pánfilo dejo, temo
que se pierda; si le ayudo, las amenazas de éste, el cual es
malo de burlar. Cuanto a lo primero, ya tiene él noticia de
estos amores: a mí me tiene sobre ojos, no desbarate el
casamiento con algún engaño; si lo siente, soy
perdido, o si le parece tomará achaque para con razón
o sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males
allégaseme este otro también: que esta Andriana, ora
sea su mujer, ora su amiga, esta de Pánfilo preñada.
¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más
empresa de locos que de enamorados. Están determinados a
criar lo que pariere, y allá entre ellos urden no sé
qué maraña: que ésta es ciudadana de Atenas;
que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto
a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis
la recogió escapada, huérfana, pequeña...
¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me parece conforme a
verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero
Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para
verme con Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido
en este caso.
Escena
V
MISIS.
MISIS.- Ya te he entendido, Arquilis, rato ha:
mandas llamar a Lesbia. ¡Por mi vida, que es una mujer
borracha y arriscada, y nada diestra para encomendarle primerizas!
Pero, en fin, la traeré. (A los
espectadores.) Notad bien la porfía de esta
vejezuela, porque es su comadre de jarro. ¡Oh dioses,
suplícoos le deis a ésta (aludiendo a
GLICERA)
esfuerzo en este parto, y a Lesbia ligar de que con otras
parturientas desatine! Pero ¿qué ocurre, que veo
venir a Pánfilo alterado? Temo no sea algo. Aguardaré
por saber qué tristeza nos trae esta revuelta.
Escena
VI
PÁNFILO,
MISIS.
PÁNFILO.- ¿Es ésta
acción ni empresa de hombro? ¿Este es oficio de
padre?
MISIS.- (Aparte.)
¿Qué es aquello?
PÁNFILO.- ¡Fe de dioses y de
hombres! ¿Y cuál es afrenta, si ésta no lo es?
Si tenía determinado casarme hoy, ¿no fuera justo que
lo supiera yo primero? ¿No fuera bien que lo tratara antes
conmigo?
MISIS.- (Aparte.)
¡Desdichada de mí! ¿Qué escucho?
PÁNFILO ¿Y Cremes, que
había dicho que no me daría su hija por mujer, ha
mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en
el mío? ¿Con tanta porfía procura apartarme de
Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto sucede,
perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan
desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de
hombres! ¿Y que de ninguna manera, he de poder yo librarme
del parentesco de Cremes? ¿De cuántos modos no fui yo
despreciado, desechado, después de todo hecho y concertado?
¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a pedir?
¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos
crían algún culebrón, y como no le pueden
encajar a nadie acuden a mí?
MISIS.- (Aparte.)
Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror.
PÁNFILO.- Porque, ¿qué
diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio
tan grave había él de tratar con tanto descuido?
Díceme ahora, al pasar por la plaza: «Mira,
Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a
casa». Pareciome que me había dicho: «Ve de
presto y ahórcate». Pasmado quedé.
¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna
excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me
heló. Porque si yo lo hubiera sabido antes... si me
preguntase ahora alguno qué hiciera, algo hiciera por donde
esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano me
volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la
voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de
Glicera, la congoja de este casamiento; además el empacho
que tengo de desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con
tanta mansedumbre me ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto.
¿Y que le contradiga yo?... ¡Ay de mí!
¡No sé qué me haga!
MISIS.- (Aparte.)
¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo
que se incline a mala parte aquel no sé qué me
haga!... Pero ahora conviene mucho que, o éste hable
con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la voluntad
vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado.
PÁNFILO.- ¿Quién habla
aquí?... ¡Salud, Misis!
MISIS.- ¡Oh, Pánfilo, salud!
PÁNFILO.- ¿Qué hace tu
señora?
MISIS.- ¿Eso me preguntas? Está
fatigada de sus dolores, y afligida la cuitada de ver que para hoy
está concertado días ha tu casamiento. Teme que la
desampares.
PÁNFILO.- ¡Cómo!
¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de
consentir que la infeliz quede por mi engañada, habiendo
ella confiado de mí su corazón y vida, y
habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer
propia? ¿He de permitir que su buena inclinación,
enseñada y criada bien y castamente, se tuerza ahora
constreñida de necesidad? No haré tal cosa.
MISIS.- Bien cierta estoy, si estuviese en sola
tu mano; pero temo que no podrás resistir.
PÁNFILO.- ¿Por tan follón
me tienes, o por tan desagradecido o cruel o brutal, que ni la
conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni
exhorte a que le guarde la fe?
MISIS.- Esto, a lo menos, sé que ha
merecido: que te acuerdes de ella.
PÁNFILO.- ¿Que me acuerde?
¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el alma
aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi
muriéndose! Llamome, acerqueme; os salisteis vosotras,
quedámonos solos; comiénzame a decir: «Amigo
Pánfilo, bien ves el rostro y pocos años de
ésta, y también entiendes cuán contrarias le
son ambas cosas para conservar su honestidad y su hacienda.
Suplícote, pues, por esta tu mano derecha y por tu noble
condición; por tu fe y por la soledad de ésta te
encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que
siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a
ti solo siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha
sido obediente. Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por
padre; estos nuestros bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad
los encomiendo». Dámela entonces por la mano y
tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella; y
pues me encargué, yo la conservaré.
MISIS.- Así lo espero, ciertamente.
PÁNFILO.- Pero ¿por qué la
dejas sola?
MISIS- Voy a llamar a la partera.
PÁNFILO.- Corre; y, mira, del casamiento,
ni palabra: no sea que su mal...