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Ilustración, página 119




ArribaAbajoCanto VIII


Júntanse los caciques y señores principales a consejo general en el valle de Arauco. Mata Tucapel al cacique Puchecalco, y Caupolicán viene con poderoso ejército sobre la ciudad Imperial, fundada en el valle de Cautén


    Un limpio honor del ánimo ofendido
Jamás puede olvidar aquella afrenta,
Trayendo al hombre siempre así encogido
Que dello sin hablar da larga cuenta:
Y en el mayor contento, desabrido
Se le pone delante, y representa
La dura y grave afrenta, con un miedo
Que todos le señalan con el dedo.
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    Si bien esto los nuestros lo miraran
Y al temor con esfuerzo resistieran,
Sus haciendas y casas sustentaran,
Y en la justa demanda fenecieran:
De mil desabrimientos no gustaran,
Ni al terrero del vulgo se pusieran;
Del vulgo, que jamás dice lo bueno,
Ni en decir los defetos tiene freno.

    Pero de un bando y de otro contemplada
La diferencia en número de gentes,
La ciudad sin reparos, descercada,
Con otra infinidad de inconvenientes:
Y el ver puestas al filo de la espada
Las gargantas de tantos inocentes,
Niños, mujeres, vírgines sin culpa,
Será bastante y lícita disculpa.

    Si no es disculpa y causa lo que digo,
Se puede atribuir este suceso
A que fue del Señor justo castigo,
Visto de su soberbia el gran exceso:
Permitiendo que el bárbaro enemigo,
Aquel que fue su súbdito y opreso,
Los eche de su tierra y posesiones,
Y les ponga el honor en opiniones.

    Bien que en la Concepción copia de gente
Estaba a la sazón, pero gran parte
De barba blanca y arrugada frente,
Inútil en la dura y bélica arte,
Y poca de la edad más suficiente
A resistir el gran rigor de Marte
Y a la parcial fortuna, que se muestra
En todos los sucesos ya siniestra.

   ¿Quién podrá con el bando lautarino,
Viendo que su opinión tanto crecía,
Y la fortuna próspera el camino
En nuestro daño y su provecho abría?
No piensa reparar hasta el divino
Cielo y arruinar su monarquía,
Haciendo aquellos bárbaros bizarros,
Grandes fieros, bravezas y desgarros.
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    Pues al pueblo de Penco desolado
Y de la fiera llama consumido,
Dije como a gran priesa había llegado
Un indio mensajero, conocido,
Que por Caupolicán era enviado;
Y habiendo de su parte encarecido
La gran batalla, digna de memoria,
Las gracias les rindió de la vitoria.

    Dijo también, sin alargar razones,
Que el general mandaba que partiese
Lautaro con los prestos escuadrones,
Y en el valle de Arauco se metiese,
Donde el senado y junta de varones
Tratasen lo que más les conviniese;
Pues en el fértil valle hay aparejo
Para la junta y general consejo.

    En oyendo Lautaro aquel mandato,
Levanta el campo, sin parar camina,
Deja gran tierra atrás, y en poco rato
Al monte Andalicano se avecina:
Y por llegar de súbito rebato
El camino torció por la marina,
Ganoso de burlar al bando amigo,
Tomando el nombre y voz del enemigo.

    Tanto marchó, que al asomar del día
Dio sobre las escuadras de repente,
Con una baraúnda y vocería
Que puso en arma y alteró la gente:
Mas vuelto el alboroto en alegría,
Conocida la burla claramente,
Los unos y los otros sin firmarse,
Sueltas las armas, corren a abrazarse.

   Caupolicán alegre, humano y grave,
Los recibe, abrazando al buen Lautaro,
Y con regalo y plática süave
Le da prendas y honor de hermano caro:
La gente, que de gozo en sí no cabe,
Por la ribera de un arroyo claro,
En juntas y corrillos derramada,
Celebra de beber la fiesta usada.
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    Algún tiempo pasaron después desto
Antes que el gran senado fuese junto,
Tratando en su jornada y presupuesto
Desde el principio al fin sin faltar punto:
Pero al término justo y plazo puesto
Llegó la demás gente, y todo a punto,
Los principales hombres de la tierra
Entraron en consulta a uso de guerra.

   Llevaba el general aquel vestido
Con que Valdivia ante él fue presentado;
Era de verde y púrpura tejido,
Con rica plata y oro recamado,
Un peto fuerte, en buena guerra habido,
De fina pasta y temple relevado,
La celada de claro y limpio acero,
Y un mundo de esmeralda por cimero.

   Todos los capitanes señalados
A la española usanza se vestían,
La gente del común y los soldados
Se visten del despojo que traían;
Calzas, jubones, cueros desgarrados,
En gran estima y precio se tenían:
Por inútil y bajo se juzgaba
El que español despojo no llevaba.

   A manera de triunfos, ordenaron
El venir a la junta así vestidos
Y en el consejo, como digo, entraron
Ciento y treinta caciques escogidos:
Por su costumbre antigua se sentaron,
Según que por la espada eran tenidos:
Estando en gran silencio el pueblo ufano,
Así soltó la voz Caupolicano.

    «Bien entendido tengo yo, varones,
Para que nuestra fama se acreciente,
Que no es menester fuerza de razones,
Mas sólo el apuntarlo brevemente;
Que, según vuestros fuertes corazones,
Entrar la España pienso fácilmente,
Y al gran Emperador invicto Carlo
Al dominio araucano sujetarlo.
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    »Los españoles vemos que ya entienden
El peso de las mazas barreadas,
Pues ni en campo ni en muro nos atienden:
Sabemos cómo cortan sus espadas,
Y cuán poco las mallas los defienden
Del corte de las hachas aceradas;
Si sus picas son largas y fornidas,
Con las vuestras han sido ya medidas.

   »De vuestro intento asegurarme quiero,
Pues estoy del valor tan satisfecho,
Que gruesos muros de templado acero
Allanaréis poniéndoles el pecho:
Con esta confianza, el delantero
Seguiré vuestro bando y el derecho
Que tenéis de ganar la fuerte España
Y conquistar del mundo la campaña.

    »La deidad de esta gente entenderemos
Y si del alto cielo cristalino
Deciende, como dicen, abriremos
A puro hierro anchísimo camino;
Su género y linaje asolaremos:
Que no bastará ejército divino,
Ni divino poder, esfuerzo y arte,
Si todos nos hacemos a una parte.

    »En fin, fuertes guerreros, como digo,
No puede mi intención más declararse:
Aquel que me quisiere por amigo,
A tiempo está que puede señalarse:
Téngame desde aquí por enemigo
El que quisiere a paces arrimarse».
Aquí dio fin y su intención propuesta,
Esperaba sereno la respuesta.

    Ceja no se movió, y aún el aliento
Apenas al espíritu halló vía
Mientras duró el soberbio parlamento
Que el gran Caupolicano les hacía.
Hubo en el responder el cumplimiento
Y ceremonia usada en cortesía;
A Lautaro tocaba, y excusado,
Lincoya así responde levantado:
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    «Señor, yo no me he visto tan gozoso
Después que en este triste mundo vivo,
Como en ver manifiesto el valeroso
Ánimo dese invicto pecho altivo:
Y así, por pensamiento tan glorioso,
Me ofrezco por tu siervo y tu captivo:
Que no quiero ser rey del cielo y tierra
Si hubiese de acabarse aquí la guerra.

    »Y en testimonio desto, yo te juro
De te seguir y acompañar de hecho;
Ni por áspero caso, adverso y duro
A la patria volver jamás el pecho:
Desto puedes, señor, estar seguro;
Y todo faltará y será deshecho
Antes que la palabra acreditada
De un hombre como yo por prenda dada».

   Así dijo; y tras él, aunque rogado,
El buen Peteguelén, curaca anciano,
De condición muy áspera enojado,
Pero afable en la paz, fácil y humano;
Viejo, enjuto, dispuesto, bien trazado,
Señor de aquel hermoso y fértil llano,
Con espaciosa voz y grave gesto
Propuso en sus razones sabias esto.

    «Fuerte varón y capitán perfeto,
No dejaré de ser el delantero
A probar la fineza deste peto
Y si mi hacha rompe el fino acero;
Mas, como quien lo entiende, te prometo
Que falta por hacer mucho primero
Que salgan españoles desta tierra,
Cuanto más ir a España a mover guerra».

   »Bien será que, señor, nos contentemos
Con lo que nos dejaron los pasados,
Y a nuestros enemigos desterremos,
Que están en lo más dello apoderados:
Después, por el suceso entenderemos
Mejor el disponer de nuestros hados.
Esto a mí me parece; y quien quisiere
Proponga otra razón si mejor fuere».
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    Callando este cacique, se adelanta
Tucapelo, de cólera encendido,
Y sin respeto así la voz levanta
Con un tono soberbio y atrevido,
Diciendo: «A mí la España no me espanta,
Y no quiero por hombre ser tenido
Si solo no arrüino a los cristianos,
Ahora sean divinos; ahora humanos.

   »Pues lanzarlos de Chile y destruirlos
No será para mí bastante guerra;
Que pienso, si me esperan, confundirlos
En el profundo centro de la tierra;
Y si huyen, mi maza ha de seguirlos,
Que es la que deste mundo los destierra:
Por eso no nos ponga nadie miedo,
Que aún no haré en hacerlo lo que puedo.

   »Y por mi diestro brazo os aseguro,
Si la maza dos años me sustenta,
A despecho del cielo, a hierro puro
De dar desto descargo y buena cuenta,
Y no dejar de España enhiesto muro;
Y aún el ánimo a más se me acrecienta,
Que después que allanare el ancho suelo,
A guerra incitaré al supremo cielo.

    »Que no son hados, es pura flaqueza
La que nos pone estorbos y embarazos:
Pensar que haya fortuna, es gran simpleza:
La fortuna es la fuerza de los brazos;
La máquina del cielo y fortaleza
Vendrá primero abajo hecha pedazos
Que Tucapel en esta y otra empresa
Falte un mínimo punto en su promesa».

   Peteguelén, la vieja sangre fría
Se le encendió de rabia, y levantado
Le dice: «¡Oh arrogante! la osadía
Sin discreción jamás fue de esforzado...».
Pero Caupolicán, que conocía
Del viejo a tiempo el ánimo arrojado,
Con discreción le ataja las razones,
Haciendo proponer a otros varones.
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    Purén se ofrece allí, y Angol se ofrece
No con menor braveza y desatiento:
Ongolmo no quedó, según parece,
De mostrar su soberbio pensamiento:
Del uno en otro multiplica y crece
El número en el mismo ofrecimiento.
Colocolo, que atento estaba a todo,
Sacó la voz, diciendo deste modo:

    «La verde edad os lleva a ser furiosos,
¡Oh hijos! y nosotros los ancianos
No somos en el mundo provechosos
Mas de para decir consejos sanos,
Que no nos ciegan humos vaporosos
Del juvenil hervor y años lozanos:
Y así, como más libres, entendemos
Lo que siendo mancebos no podemos.

   »Vosotros, capitanes esforzados,
De sola una vitoria envanecidos,
Estáis de tal manera levantados,
Que os parecen ya pocos los nacidos:
Templad, templad los pechos alterados
Y esos vanos esfuerzos mal regidos;
No hagáis de españoles tal desprecio,
Que no venden sus vidas a mal precio.

    »Si dos veces, por dicha, los vencistes,
Mirad cuando primero aquí vinieron
Que resistir su fuerza no pudistes,
Pues más de cinco veces os vencieron:
En el licúreo campo ya lo vistes
Lo que solos catorce allí hicieron:
No será poco hecho y buen partido
Cobrar la tierra y crédito perdido.

    »Debemos procurar con seso y arte
Redemir nuestra patria y libertarnos,
Dando a vuestras bravezas menos parte,
Pues más pueden dañar que aprovecharnos.
¡Oh hijo de Leocán! quiero avisarte,
Si quieres como sabio gobernarnos,
Que temples esta furia y con maduro
Seso pongas remedio en lo futuro.
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    »El consejo más sano y conveniente
Es que el campo en tres bandas repartido,
A un tiempo, aunque por parte diferente,
Dé sobre el Cautén, pueblo aborrecido:
Bien que esté en su defensa buena gente,
Es poca; y este asiento destrüido,
Valdivia de allanar fácil sería,
Pues no alcanza arcabuz ni artillería.

   »Sólo a mí Santiago me da pena;
Pero modo a su tiempo buscaremos
Para poderla entrar, y la Serena
Fácilmente después la allanaremos.
Aunque sujeto a lo que el hado ordena,
Es el mejor camino que tenemos».
Acabando con esto el sabio viejo,
A muchos pareció bien su consejo.

   Tras este otro curaca, hechicero,
De la vejez decrépita impedido,
Puchecalco se llama el agorero,
Por sabio en los pronósticos tenido;
Con profundo sospiro, íntimo y fiero,
Comienza así a decir entristecido:
«Al negro Eponamón doy por testigo
De lo que siempre he dicho y ahora digo.

   »Por un término breve se os concede
La libertad, y habéis lo más gozado:
Mudarse esta sentencia ya no puede,
Que está por las estrellas ordenado,
Y que fortuna en vuestro daño ruede:
Mirad que os llana ya el preciso hado
A dura sujeción y trances fuertes:
Repárense a lo menos tantas muertes.

    »El aire de señales anda lleno,
Y las noturnas aves van turbando
Con sordo vuelo el claro día sereno,
Mil prodigios funestos anunciando:
Las plantas con sobrado humor terreno
Se van, sin producir fruto, secando:
Las estrellas, la luna, el sol lo afirman;
Cien mil agüeros tristes lo confirman.
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    »Mírolo todo, y todo contemplado,
No sé en qué pueda yo esperar consuelo,
Que de su espada el Orïon armado
Con gran rüina ya amenaza el suelo:
Júpiter se ha al Ocaso retirado;
Sólo Marte sangriento posee el cielo,
Que, denotando la futura guerra,
Enciende un fuego bélico en la tierra.

    »Ya la furiosa Muerte irreparable
Viene a nosotros con airada diestra;
Y la amiga Fortuna favorable
Con diferente rostro se nos muestra;
Y Eponamón horrendo y espantable,
Envuelto en la caliente sangre nuestra,
La corva garra tiende, el cetro yerto,
Llevándonos al no sabido puerto».

    Tucapel, que de rabia reventando
Estaba oyendo al viejo, más no atiende,
Que dice: «Yo veré si adivinando
De mi maza este necio se defiende».
Diciendo esto, y la maza levantando,
La derriba sobre él, y así lo tiende,
Que jamás midió curso de planeta
Ni fue más adivino ni profeta.

    Quedole desto el brazo tan sabroso,
Según la muestra, que movido estuvo
De dar tras el senado religioso,
Y no sé la razón que lo detuvo.
Caupolicán atónito y rabioso
Transportada la mente un rato estuvo;
Mas vuelto en sí, con voz horrible y fiera
Gritaba: «¡Capitanes, muera! ¡muera!».

    No le dio tanto gusto a aquella gente
Lo que Caupolicano le decía,
Cuanto al soberbio bárbaro impaciente
Viendo que ocasión tal se le ofrecía:
Era alto el tribunal, pero el valiente
Los hace saltar del tan a porfía,
Que ciento y treinta que eran, en un punto
Saltan los ciento y él tras ellos junto.
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    Los que en el alto tribunal quedaron
Son los en esta historia señalados,
Que jamás de su asiento se mudaron,
De donde lo miraban sosegados:
Que de ver uno solo no curaron
Mostrarse por tan poco alborotados,
Aunque los que saltaron de tan alto
En menos estimaron aquel salto.

    Cubierto Tucapel de fina malla
Saltó como un ligero y suelto pardo
En medio de la tímida canalla.
Haciendo plaza el bárbaro gallardo:
Con silbos, grita, en desigual batalla,
Con piedra, palo, flecha, lanza y dardo
Le persigue la gente de manera
Como si fuera toro o brava fiera.

    Según suele jugar por gran destreza
El liviano montante un buen maestro,
Hiriendo con extraña ligereza
Delante, atrás, a diestro y a siniestro;
Con más desenvoltura y más presteza,
Mostrándose en los golpes fuerte y diestro,
El fiero Tucapel en la pelea
Con la pesada maza se rodea.

    De tullir y mancar no se contenta,
Ni para contentarse esto le basta;
Sólo de aquellos tristes hace cuenta,
Que su maza los hace torta o pasta:
Rompe, magulla, muele y atormenta,
Desgobierna, destroza, estropia y gasta:
Tiros llueven sobre él arrojadizos
Cual tempestad furiosa de granizos.

   Pero sin miedo el bárbaro sangriento
Por las espesas armas discurría;
Brazos, cabezas y ánimos sin cuento
Soberbios quebrantó en sólo aquel día;
Y cual menuda lluvia por el viento
La sangre y frescos sesos esparcía:
No discierne al pariente del extraño,
Haciéndolos iguales en el daño.
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    Las armas eran sólo en defenderle
De la canalla bárbara araucana,
Que en montón trabajaba de ofenderle;
Mas el temor la ofensa hacía liviana.
Era, cierto, admirable cosa verle
Saltar y acometer con furia insana,
Desmembrando la gente, sin poderse
De su maza y presteza defenderse.

    Caupolicán, del caso no pensado
En tal furor y cólera se enciende,
Que estaba de bajar determinado
Aunque su gravedad se lo defiende:
Pero Lautaro, alegre y admirado,
Miraba cómo solo así contiende
Un hombre contra tanto barbarismo,
Incrédulo y dudoso de sí mismo.

    Y en esto al General, con el debido
Respeto y ojos bajos en el suelo
Le dice: «Una merced, señor, te pido,
Si algo merecen mi intención y celo,
Y es, que el gran desacato cometido
Perdones francamente a Tucapelo,
Pues ha mostrado en campo claramente
Valer él más que toda aquella gente».

    Perplejo el General estaba en duda;
Pero mirando al fin quien lo pedía,
Luego el ejecutivo intento muda,
Y con el rostro alegre respondía:
«Él ha tenido en vos bastante ayuda,
Por la cual le perdono», y más decía,
Que fuese a las escuadras y mandase
Que el combatirle más luego cesase.

    Baja Lautaro al campo, y prestamente
El rico cuerno a retirar tocaba,
Al son del cual se recogió la gente,
Que recogerse a nadie le pesaba:
Sólo lo siente el bárbaro valiente,
Que satisfecho a su sabor no estaba;
Y volviendo a Lautaro el fiero gesto,
En alta y libre voz le dijo aquesto:
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    «¿Cómo, buen capitán, has estorbado
El tomar desta vil canalla emienda,
Y verme destos rústicos vengado
Para que mi valor mejor se entiendá?».
Lautaro le responde: «Es excusado
Quien viniere contigo a la contienda
Que se pueda valer contra tu diestra,
Según que dello has dado aquí la muestra,

   «Conmigo puedes ir, que te aseguro
Que ningún daño y mal te sobrevenga».
Tucapel le responde: «Yo te juro
Que un paso ese temor no me detenga:
Mi maza es la que a mí me da el seguro;
Lo demás como quiera vaya y venga:
Que el miedo es de los niños y mujeres.
Sús, alto, vamos luego a do quisieres».

    Juntos los dos al tribunal llegando,
Tucapel de Lautaro adelantado
Subió por la escalera, no mostrando
Punto de alteración por lo pasado:
El sagaz General disimulando
Con graciosa aparencia le ha tratado;
Y de la rota plática el estilo
Lautaro así diciendo añudó el hilo:

   «Invicto capitán, yo he estado atento
A lo que estos varones han propuesto,
Y no sé figurarte el gran contento
Que me da ver su esfuerzo manifiesto:
Si de servirte tengo sano intento
Mis obras por las tuyas dirán esto;
Pues para ser del todo agradecidas
Será poco perder por ti mil vidas.

    »Estos fuertes guerreros ayudarte
Quieren a restaurar la propia tierra,
Porque en ello les va también su parte,
Y por el vicio grande de la guerra:
No puedo yo dejar de aconsejarte,
Aunque todo el consejo en ti se encierra,
Aquello que mejor me pareciere
Y más bien al bien público viniere.
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    »Es mi voto que debes atenerte
Al consejo, con término discreto,
Del sabio Colocolo, que por suerte
Le cupo ser en todo tan perfeto:
Así que, gran señor, sin detenerte,
Cumple que esto se ponga por efeto
Antes que los cristianos se aperciban,
Porque más flacamente nos reciban.

    »Y pues que Mapochó sólo es temido.
Después que lo demás esté allanado,
Por el potente Eponamón te pido
Que el cargo de asolarle me sea dado:
La tierra palmo a palmo la he medido,
Con españoles siempre he militado,
Entiendo sus astucias e invenciones,
El modo, el arte, el tiempo y ocasiones.

    »Quinientos araucanos solamente
Quiero para la empresa que yo digo,
Escogidos en toda nuestra gente:
Un soldado demás no ha de ir conmigo:
Aquí lo digo, estando tú presente
Y estos sabios caciques, que me obligo
De darte la ciudad puesta en las manos
Con cien cabezas nobles de cristianos».

    Aquí se cerró el bárbaro orgulloso,
Y gran rato sobre ello platicaron:
Pareciéndoles modo provechoso,
Todos en este acuerdo concordaron:
Después do estaba el pueblo deseoso
De saber novedades, se bajaron,
Donde lo difinido y decretado
Con general pregón fue declarado.

   Estuvieron allí catorce días
En grande regocijo y mucha fiesta,
Ocupados en juegos y alegrías,
Y en quien más veces bebe sobre apuesta:
Después contra los pueblos del Mesías
La alborozada gente en orden puesta,
Marcha Caupolicán con la vanguardia,
Quedando Lemolemo en retaguardia.
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    Cerca llegó el ejército furioso
De la Imperial, fundada en sitio fuerte,
Donde el fiero enemigo vitorioso
La pensaba entregar presto a la muerte:
Mas el Eterno Padre poderoso
Lo dispone y ordena de otra suerte,
Dilatando el azote merecido,
Como veréis, prestando atento oído.

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