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1331

Es indudable que Ercilla, versificador premioso en muchos casos, medía y acentuaba bien sus versos, aunque extremaba ciertas licencias. Así, siempre que no están en final de verso, las terminaciones en hiato ea, ee, eo, ía, ío, cuentan por una sílaba:

(12-5:)


Tenía el pueblo araucano por la espada...



(27-1:)


Podría de alguno ser aquí una cosa...



(36-4:)


Contra los que tan fuerte habían salido...



(40-1:)


Ni el deseo y ambición de ser mayores...



(41-5:)


Y veo un fuego diabólico encendido...



(42-5:)


Que sea en ti una flaqueza conocida...



(56-2:)


Mejor pelean aquí los araucanos...



(67-4:)


Y el río de la corriente sangre crece...



(128-1:)


Sólo Marte potente posee el cielo...



Estas sinéresis son durísimas.

No escasean tampoco las diéresis mal sonantes:

(38-2:)


hallaba en pie el castillo arrüinado...



(51-4:)


Del número infïel al baptizado...



(57-5:)


Cuando los fuegos más continüaron...



En el poema de Ercilla, la h inicial frecuentemente tenía sonido: de donde proceden, para el lector moderno, los disonantes hiatos que tanto repugnan al oído:

(16-3:)


Y la / hambienta y mísera codicia...



(20-5:)


La frente nuestra ingrata se / hallaba...



(22-3:)


De gran cuerpo, robusto en la / hechura...



A menudo, sin embargo, la h es muda y la sinalefa se hace corrientemente:

(22-1:)


De hacer a todo el mundo él solo guerra...



(30-3:)


Con el húmido humor reverdecía...



(30-5:)


Se derribó en el ártico hemisfero...



 

1332

Menéndez y Pelayo, obra y lugar citados.

 

1333

Daremos la prueba de este aserto. El maestro Ximénez Patón en su libro, hoy rarísimo, intitulado Eloquencia española, edición de Toledo, Tomás de Guzmán 1604, 8.º, cita La Araucana como modelo para las siguientes figuras de retórica:

«METONIMIA... Este tropo está muy exemplificado en nuestros escriptores, y en particular en los poetas heroicos, como son, don Alonso de Erlla (sic)... Fol. 22».



«EPIZEUXIS o PALILOGIA. Cuando la misma palabra se repite en la misma significación, se dice epizeuxis o palilogia, como don Alonso de Arcilla en su Araucana, canto XXIX:


Guarte, Rengo, que baja, guarda, guarda...»





ICON o IMAGEN es cuando pintamos la cosa retratada con mucha propiedad, mas no en sí, en una simile, de lo cual hay muchos ejemplos. Don Alonso de Arcilla, canto XIII:


Cual suelen escapar de los monteros...



Y trascribe la estrofa entera que así comienza (fol. 84).

«DIGRESIÓN... Más bien se usa de esta figura en poesías y es muy frecuente en ellas don Luis Zapata; no le faltan a Soto Barahona, ni a Lope de Vega. Hay una de un sueño en las Victorias del Árbol Sacro, y es galana la de don Alonso de Arcila cuando finge haberse perdido». ( fol. 85).

«AVERSIÓN o apóstrofe, hay muchos ejemplos, dice, pero habremos de contentarnos con este de don Alonso de Arcilla, canto III:


¡Oh Valdivia, varón acreditado... »





y trascribe la estrofa entera (fol. 85 vlto.)

«EXCLAMACIÓN... Viene las más veces mezclada con apóstrofe y muchas en ocasiones de dolor y compasión, como se vio en el exemplo de la apóstrofe, y en el mismo canto dice don Alonso de Arcila:


¡Oh ciega gente del temor guiada...»





y copia cuatro de los versos de la estrofa que así comienza (fol. 88).

«PERÍFRASIS... aunque entre los sonetos de las Ridmas de Vicente Espinel hay muy galanos exemplos, y en otros poetas, sólo pondré uno de don Alonso de Arcila, canto II:


Ya la rosada aurora comenzaba..., »





y como en los anteriores ejemplos transcribe toda la estrofa (fol. 99).

«METÁFORA... o por desemejanza, como decir, montes de guerra, campos de paz, y de esto pecó aquello de Virgilio, llamar hambre a la del dinero, debiendo decir sed, porque la hambre se mata comiendo y la sequía hidrópica se aumenta bebiendo; y tal es la avaricia, como dixo Horacio, y Cicerón; así lo traduxo en castellano el doctor Gregorio Hernández Velasco, y le imitó el que muchos han llamado Homero castellano, don Alonso de Arcila...»



Y a este tenor, sabido es que los textos de literatura abundan en ejemplos ercillanos, siendo de recordar entre ellos el Arte poética fácil de don Juan Francisco de Masdeu (ed. de Gerona, 1826, 8.º), que en las páginas 183-191 trae en forma de diálogo entre Sofronia y Metrofilo uno de alocución y otro de narración para ponderarlos, al primero:


Caciques del Estado defensores...



como admirable por la propiedad y energía de sus razones y pruebas, y al segundo, copiando 22 estrofas desde aquella que comienza:


Ningún hombre dejó de estar atento...



como digno de «repararse en cuantas maneras se describe, no sólo la fuerza de sostener el tronco, pero aún la vuelta del sol y de la luna».

 

1334

Poesías selectas castellanas, Madrid, 1833, t. I, p. 475:


Las hileras abiertas se cerraron,
y dentro a los cristianos sepultaron.
   Como el caimán...



«Esta comparación del caimán no tiene en sí ponderación ni aparato, son pocos los adjetivos que lleva, ni presenta fuerza particular de expresión; pero, por su oportunidad local, por su verdad y por precisión, adquiere un mérito sobresaliente».

Andan ya tan llevados y traídos por preceptistas y críticos los ejemplos de tales características literarias de La Araucana, que no hemos de caer en la tentación de repetirlas, mucho menos cuando cosa no se avendría con el plan a que responden los estudios que le consagramos; pero sí, tenemos comprobar que por muchos que aquéllos hayan sido, no resultan sino mínima parte de los que el poema encierra.

Comencemos por las comparaciones, de cuya enumeración se verá, no sólo la abundancia, sino también de cómo, según advertíamos, están tomadas en casi su totalidad del orden de la naturaleza.

Las fieras, 36-1:


No tan presto las fieras acudieron;

los cíclopes, 36-5:


Cual los cíclopes suelen martillando;



el caimán, 45-1:


Como el caimán hambriento cuando siente;



el que huye y vuelve, 49-5:


Cual suele acontecer a los de honrosos;



el jabalí, 52-4:


Cual suelen escapar de los monteros
dos grandes jabalís...



que se repite en 363-2:


Cual el cerdoso jabalí herido;



el toro, que trae a cuenta en no menos de siete lugares: 53-3; 68-1; 104-2; 185-2; 313-1; 364-3; 422-5:


Como el furioso toro, que apremiado...




Como el aliento y fuerza van faltando
a dos valientes toros animosos...




Como el que sueña que en el ancho coso
siente al furioso toro avecinarse...




Como toros que van a ser lidiados...




No agarrochado toro embravecido...




Como el celoso toro madrigado...




Como el toro feroz desjarretado;



el león, 69-3:


Como cuando de lejos el hambriento
león, viendo la presa, placer toma...



el cazador y la liebre, 62-2:


En cazador no entró tanta alegría...



las espigas, 64-4:


De la suerte que suelen las espigas
derribarse al furor del recio viento...



el toque del tambor, 72-2:


Como el diestro atambor, que apercibiendo...



el caballo, por dos veces, 82-5; 186-1:


Como el feroz caballo, que impaciente...




Como corre el caballo cuando ha olido...



el lobo y la oveja, en tres pasajes, 94-3; 326-1; 561-2:


...como lobos carniceros
sobre la mansa oveja desmandada...




Como el hambriento lobo encarnizado...
cual medrosas ovejas derramadas...



las cabras, 96-2:


Cual de cabras montesas la manada...



las cornejas, 98-5:


Cual banda de cornejas esparcidas...



  —461→  

el estornino, 114-4


Cuando cual negra banda de estorninos...



las abejas, 115-4:


No en colmenas de abejas la frecuencia...



las hormigas, 116-2:


Como para el invierno se previenen
las guardosas hormigas avisadas...



las corrientes, 147-5:


Cuales contrarias aguas a toparse
van con rauda corriente sonorosa...



el segador, 150-4:


Como suele segar la paja seca
el presto segador con mano diestra...



el tigre y el leopardo, 168-2:


De la suerte que el tigre cauteloso
viendo venir lozano al suelto pardo...



el pino herido, 170-3:


Cual cae de la segur herido el pino...



el rebotar de la pelota, 170-4:


No la pelota con tan presto salto
resurte arriba del macizo suelo...



el arrancar del caballo, 175-3:


...como cuando
el fogoso caballo en la carrera...



y el halcón, en la misma estrofa:


Y cual halcón que en la húmida ribera
vee la garza de lejos blanqueando...



el lebrel y el alano, 175-5:


Como cuando el lebrel y fiero alano
mostrándose con ronco son los dientes...



el caminar de las olas, 186-3:


Como por sesgo mar del manso viento
siguen las graves olas el camino



el desbordarse de los ríos, 186-5:


Mas como un caudaloso río de fama
la presa y palizada desatando...



la tempestad, en dos pasajes, 190-3; 465-2:


Y como tempestad que jamás cesa,
antes que va en furioso crecimiento...




Como cuando se vee el airado cielo
de espesas nubes lóbregas cerrado...



la inseguridad de los malhechores, 229-4:


Como los malhechores que en su oficio
jamás pueden hallar parte segura...



el avaro, 230-3:


Mas no salta con tanta ligereza
el minero avariento enriquecido...



los gamos, 231-5:


Como timidos gamos, que el ruido
sienten del cazador, y atentamente...



la osa, 237-3:


Como la osa valiente perseguida,
cuando le van monteros dando caza...



los pescadores, 248-5:


De la suerte que vemos los pescados
cuando se va algún lago desaguando...



la ballena, 254-3:


...de la suerte como
la gran ballena, el cuerpo sacudiendo...



los pajarillos, 271-2:


Del modo que se veen los pajarillos
de la necesidad misma instruidos
por techos y apartados rinconcillos
tejer y fabricar los pobres nidos...



las avenidas, 297-5:


Como el furor indómito y violencia
de una corriente y súbita avenida...



el incendio, 299-3:


Como el furioso fuego de repente
cuando en un barrio o vecindad se enciende...



el perro rabioso, 313-4:


Cual perro espumajoso que, rabiando,
adonde más le hieren arremete...



  —462→  

el halcón y el milano, por dos veces, 326-2; 414-2:


Y como el levantado halcón lozano,
que, yendo alta la garza, se atraviesa...




Que, como halcón a pollo o palomino,
sin poderle valer los más cercanos...



el rayo, 326-5:


Con el furor que el fiero rayo apriesa...



las grullas, 327-1:


Con el concierto y orden procediendo
que vemos ir las grullas el verano...



los osos y leones heridos, 358-1:


Cual los heridos osos y leones,
cuando de los lebreles aquejados...



el viento, 358-2:


Como el airado viento repentino...



la nube de pedriscos, 424-3:


Como ventosa y negra nube, cuando...



la caza, 428-5:


Jamás de los monteros en ojeo
fue caza tan buscada y perseguida...



el asalto, 434-1:


No tan prestos los pláticos guerreros...



las palomas, 466-1:


Cual banda de palomas al verano...



el marinero, 508-2:


Marinero jamás tan diligente...

el cazador, 509-1:


Como el cursado cazador que tiene
la caza y el lugar reconocido...



el reventar de la mima, 513-3:


Como la estrecha bien cebada mina...



el lobo y las ovejas, 561-2:


Cual medrosas ovejas derramadas...



el rayo y la guerra, 561-3:


Ni presto rayo que rasgando el cielo...



las langostas, 574-4:


Cual banda de langostas enviadas...



las gallinas, 575-1:


Como el montón de las gallinas, cuando
salen al campo del corral cerrado...



 

1335

A B C de Madrid, 23 de Agosto de 1912. «Las frases afortunadas», artículo firmado por Azorín (Martínez Ruiz).

 

1336

Lecciones sobre la retórica y bellas letras, traducción de don José Luis Munarriz, tercera edición, Madrid, 1817, t. III, p. 337.

 

1337

Antología de poetas hispano-americanos, t. IV, lugar citado.

Innumerables son los juicios críticos que se han emitido acerca de La Araucana, a contar desde el de Voltaire, que hallaba la arenga de Colocolo superior en elocuencia a la de Néstor, y en todo lo restante del poema nada que valiera algo, juicio arbitrario y falso1337.1 que deja la impresión de que el autor de La Henriada no lo había siquiera leído. En la imposibilidad de apreciarlos todos, tarea que, por lo demás, resultaría inútil, como que, de ordinario se han ido copiando unos a los otros, hemos de contentarnos con dar cuenta de aquellos de alguna más extensión, mérito o falsedad.

Lampillas (Ensayo, etc., t. V, pp. 94-98), al paso que reconoce que el poema «carece de aquella invención y ficción poética que muchos estiman necesaria a la epopeya», reconoce con Francisco María Zanotti, haber cantado un hecho verdadero «que tiene todas las circunstancias apetecidas para excitar la admiración y mover las afectos», y que está escrito «con singular pureza de estilo, elegancia de versificación, variedad de episodios y abundancia de máximas morales y políticas».

El abate don Carlos Andrés (Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, traducción castellana, Madrid, 1785, t. III, pp. 275-278) aplaude «el valeroso ardimiento de Lautaro, la prisión de Valdivia, la esforzada y singular defensa de los catorce españoles, el dolor del pueblo, descripto en varias partes, que manifiestan fecundidad de imaginación (!) y hacen ver el numen poético del escritor»: pero declara que «está todo el poema tan falto de invención, de caracteres y de interés, el estilo, por lo general, es tan sencillo y humilde, y en casi todo se ve tan poca poesía, que los buenos pasajes con dificultad podrán compensar los defectos y colocar La Araucana en la clase de los poemas épicos que son dignos de que los estudien los poetas».

  —471→  

Mucho más extenso y consciente es el que se halla en los Principios filosóficos de la literatura del Abate Batteux (traducción castellana de don Agustín García de Arrieta, Madrid; 1797-1805, 8.º, t. IV, pp. 462-495), reconociendo la dificultad con que a cada paso tenía que tropezar el poeta al caminar siempre por el rigor de una verdad, como él lo había dicho, para dar variedad a unos sucesos tan parecidos entre sí, cuales eran los que contaba; desecha como inaceptable la doctrina de los que sostienen que los moldes de todo poema deben ajustarse a los de la Ilíada o la Eneida, que implicaría poner ridículas trabas al ingenio y de los cuales se había apartado ya Lucano, que estima como su verdadero modelo. «Por lo que hace al estilo, dice, tiene toda la valentía, magnificencia y majestad propia del numen de la epopeya, la grandeza de la elocución, lo sentencioso de ella, y una hermosa y robusta versificación; si bien es verdad no siempre es igual, pues a veces se notan en varios pasajes bastantes descuidos: efecto de la priesa, poca tranquilidad y menos comodidad con que escribía su autor».

Bouterwek (Histoire de la Litérature Espagnole, traducción de Jean Muller, París, 1812, t. II, pp. 76-81), afirma que La Araucana no merece, bajo de ningún concepto, el nombre de poema, y se limita a señalar el talento de Ercilla para pintar e interesar y al elogio de algunos de los episodios y arengas: alabanzas que Bello calificó de mezquinas.

Del juicio de Sismondi (De la Littérature du Midi de L'Europe, París, 1812, t. III, pp. 436-460) no debemos hablar, pues ya Ducamin reconocía que era de «¿d'une partialité révoltante». Bástenos con decir que afirma que probablemente el poema ercillano habría sido completamente olvidado, si Voltaire no le hubiese celebrado!

Hugo Blair (Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras, traducción de don José Luis Munarriz, Madrid, 1817, t. IV, pp. 166-178), reconoce que el argumento de La Araucana es verdaderamente épico, sin que importe que sea histórico, apartándose en esto de la doctrina de Luzán, ni de data reciente, que resulta salvada con lo remoto de los lugares en que se desarrolla la acción; pero, si el argumento es épico, no lo es el plan del autor, ni su desempeño; niégale la unidad de acción y la del héroe; le culpa de prolijo, diciendo a este respecto que «treinta y siete cantos llenos de batallas pintadas con demasiada uniformidad, dispuestos con un plan siempre histórico, poco o nada variado por la oportunidad de los episodios, y que comienzan siempre con cuatro o seis octavas de un discurso moral y concluyen con un convite al lector para el siguiente, son para cansar y aburrir al más flemático y que menos distinga entre la poesía y la historia». En otro orden, dice: «No manifestó menos Ercilla su poco talento para sacar partido de su asunto, no poniendo en contraste las maneras, las costumbres, la vida de los araucanos, y su suelo y producciones, con las maneras y modo de vivir y guerrear de los nuestros»; critícale duramente la intervención de Fitón, tanto más, cuanto que lo hace para que pueda verse en un gran globo de cristal lo que sabían muy bien Ercilla y sus lectores sin necesidad del hechicero: en una palabra, se hace solidario de lo que había expresado el editor de La Conquista de la Bética, de Juan de la Cueva: «que, mirada sin preocupación La Araucana, está distante de merecer la estimación en que se la tiene».

¡Cuán de diverso modo juzgaba la obra de Ercilla M. Raynouard (Journal des Savants, Septiembre de 1824, pp. 526-538), llegando en defensa de su mérito a descubrir en ella cierta especie de unidad! «Que los jefes españoles cambien según los accidentes de la guerra o las circunstancias políticas, que el teatro de los combates de una parte a otra del país, sea sucesivamente o a la vez, queda siempre un punto, un centro de unidad al cual vienen a converger los diversos relatos del poeta, salvo las digresiones que se le reprochan con justicia, considerando que no ha tenido el talento ni el arte de ligarlos a su epopeya y fundirlos con los acontecimientos capitales que constituyen el objetivo primordial de sus cantos; y este centro de unidad, este interés sostenido, es la curiosidad excitada, los votos formulados respecto al desenlace que tendrá esta larga guerra, variada, encarnizada, entre los conquistadores extranjeros y los habitantes de un país que defienden sus leyes y su libertad con tenaz constancia y un valor indomable digno del éxito».

Henry Hallam (Introduction to the Literature of Europe. París, 1839, t. II, p. 176), se manifiesta más instruido que ningún otro de sus predecesores en las fuentes de información para la apreciación del poema ercillano: recuerda el juicio de Nicolás Antonio, que elogiaba en alto grado a Ercilla, si bien advirtiendo que «algunos no gustan de la simple agudeza de ingenio»: los aplausos que le tributaba Espinel; cómo Bouterwek rebajaba La Araucana en términos que no se compadecen con las bellezas que a renglón seguido le reconoce; cómo un escritor inglés de buen gusto había colocado a Ercilla en un triunvirato con Homero y el Ariosto por sus dotes narrativas; criticándole por su parte que el poeta no hubiese tenido el gusto de saber enlazar los episodios con el asunto principal del poema, que resulta así fatigoso de leer.

Llegamos con esto al juicio de Luis Viardot (Estudios sobre la historia de las instituciones, literatura, teatro y bellas artes en España, pp. 125-130, traducción de D. Manuel del Cristo Varela, Logroño, 1840, del cual, descontado el error perfectamente justificado y en que el propio Ercilla hizo caer a cuantos hasta ahora habían estudiado su vida, de haber pasado sus últimos años en la miseria, estimamos tan acertado y justiciero y con tal elevación escrito, que nos induce a reproducirlo casi por entero.

  —472→  

Comienza por hacer presente cómo la acción del poema se desenvuelve «en esa singular y gloriosa época, en la que increíbles acontecimientos, señalando la conquista y el descubrimiento de un nuevo mundo, parecían resuscitar los tiempos heroicos»; las palabras del poeta que daban testimonio de que


Pisada en esta tierra no han pisado
que no haya por mis pies sido medida,


por lo que pudo apropiarse con verdad el Quorum magna pars Jui de Eneas, y continúa así:

«Una circunstancia tan rara y tan preciosa debía embellecer de un modo grandioso su composición; debía naturalmente facilitar abundantes pensamientos para la descripción de los lugares, para la relación de los acontecimientos y sugerir ideas para diversidad e interés de todos los pormenores. Pero también debía perjudicar al conjunto, al plan, a la marcha, en donde en efecto existen las principales imperfecciones de esa hermosa obra. El autor, más historiador que poeta, más afecto a la verdad que a la invención, y disponiendo la ejecución de su trabajo después de la acción, no ha podido diseñar anticipadamente el bosquejo del cuadro, ni trazar un plan épico. El ataque, la defensa y victoria con todas sus peripecias, he aquí la materia, sin más coordinación que el orden de los hechos; hablando, pues, con propiedad, se puede decir que La Araucana no es tanto una epopeya, como una relación en verso, como un boletín poético. De ahí un defecto sensible, cual es, el carecer de un Aquiles, de un Raneaud, de un Vasco de Gama, quiero decir, que no hay en ella personificación alguna de un partido y de un interés nacional. Dos pueblos enteros son los que se hallan en escena; de ese modo se divide la atención entre demasiados objetos; y el interés, que no se fija particularmente en algún personaje, se debilita con la división. En fin, se puede decir que la verdad, por lo común tan preciosa y bella, es la única causa de los defectos de Ercilla, y en el conjunto de su obra produce un efecto raro, una especie de mentira, que igualmente conviene notar. Los españoles vencedores son necesariamente los héroes del poema, en cuyo honor se compuso, y, sin embargo, toda la gloria y todo el interés es para los vencidos indianos, quienes se atraen la simpatía del lector del mismo modo que la piedad y la admiración del poeta. Los españoles no tienen más cualidad que la valentía en los combates v la perseverancia en los trabajos; también están manchados con todos los excesos de una sórdida avaricia y de una crueldad sanguinaria. Los indianos, al contrario, no menos valientes, no menos constantes, aunque desprovistos de instrumentos y careciendo de los conocimientos de la ciencia de la guerra, resplandece en ellos la defensa de una causa justa, y todas las virtudes de un pueblo libre, que defiende sus campos, sus hogares, sus dioses, los huesos de sus padres y la cuna de sus hijos. También se hallan exclusivamente revestidos de todo cuanto el poema tiene de grande, de noble, de generoso y de patético. Caupolicán, el jefe valiente de los guerreros; Colocolo, el más discreto de los ancianos: Lautaro y su joven esposa Guacolda: Rengo, Tucapel y Orompello son mil veces superiores a todos los aventureros europeos; por quienes son despojados y asesinados. No parece sino que los españoles, lo mismo que la sombra de un cuadro, no sirven sino para dar mayor realce a las bellas figuras de sus enemigos. Ese contraste es seguramente más conforme a la naturaleza de las cosas; se ve que el poeta, cediendo a las impresiones que le imponen los acontecimientos en su marcha sucesiva, se separa bastante del objeto que se había propuesto al principio. Anuncia que cantará el feliz éxito de una noble empresa y concluye haciendo aborrecer la victoria. Esto es caer en una especie de contradicción consigo mismo, es olvidar el carácter distintivo de la epopeya, para presentar en su obra el más especial atributo de la tragedia.

«Acerca de la ejecución, también se pueden notar algunos defectos de gravedad cometidos por Ercilla. Ocupándose de un objeto contemporáneo, ¿qué necesidad tenía de la máquina poética, de esas evocaciones de sombras, de la aparición de esos espíritus, de esa invención del cielo y del infierno, y de toda esa fantasmagoría, que sólo es adaptable a las historias tradicionales y propia de las naciones en el estado de la infancia? ¿Merece, acaso, aprobación el que mezcle en los acontecimientos de América la relación de la batalla de Lepanto y la del asalto de San Quintín? No se puede disculpar su autor ni con el medio mágico de que se vale para usar de esas digresiones, ni con las bellezas que las adornan, ni con el deseo de adular a Felipe II y a su nación. Tampoco se le pueden perdonar otra multitud de ellas ajenas al objeto y que no están enlazadas con bastante destreza, tal como la historia de Dido, referida con demasiada prolijidad a sus compañeros en una marcha militar. Su abundancia degenera generalmente en demasiada extensión, y su estilo, frecuentemente hinchado, se convierte tal cual pez en flojo y trivial. Pero, ¿quién se admirará de que no sea perfecto el primer trabajo emprendido por un joven que escribía en octavas un poema de 34 (sic) cantos, sólo en los cortos momentos de reposo que le dejaba el intervalo de los combates, y que, perseguido por la desgracia y abrumado de miseria (suma miseria, según lo decía él mismo), no ha podido dar la última mano a esas inspiraciones de los campos, ni aún ultimar su obra, que estuvo algún tiempo sin concluir? Un tal D. Diego Santisteban y Osorio fue el que se encargó de ensartar atolondradamente en ella una conclusión que no corresponde al resto de la obra.

Las imperfecciones que acabo de mencionar están indemnizadas con tantas y tan diversas bellezas, que La Araucana no es sólo acreedora a la alta reputación de que goza en todas las naciones, sino que en mi concepto merece ocupar un lugar más elevado en la opinión de los literatos, y entre las grandes   —473→   producciones del entendimiento humano. El autor de La Henriada ya manifestó (no me atrevo a verter esta proposición sino después de haberlo hecho él) que en ciertos pasajes había excedido a Homero, y que, por ejemplo, el anciano Colocolo apaciguando la contienda de los caciques, era superior a Néstor entre los jefes griegos. También hubiera podido conocer que ese mismo anciano se ha visto precisado a calmar rivales irritaciones, y que sin volver a repetir lo que ya había dicho, ostenta igual elocuencia en tres ocasiones. Hubiera podido conocer que en su modo de expresarse y en sus acciones, el cacique de los caciques, Caupolicán, es más grande que Agamenón, el Rey de los Reyes, que siempre aconseja el partido más tímido, y jamás se arriesga en las peleas. Hubiera, en fin, podido conocer, que Ercilla puede reivindicar la misma gloria para todos los discursos que abraza su poema, y que en ciertos trozos dramáticos no hay quien le haya aventajado, ni aún el mismo Homero. Véase la energía salvaje que pone en boca de un jefe indiano, prisionero de los españoles y condenado por los mismos a que se le corten sus manos, para enviarlo después en aquel estado entre los suyos:


Y con desdén y menosprecio dello
alargó la cabeza y tendió el cuello...


Canto XXII.                


«Podría citar una multitud de pasajes y de arengas enteras del mismo estilo nervioso y del mismo efecto. Con numerosos ejemplos podría demostrar la riqueza de las descripciones, ya risueñas, como el palacio de Armida y la isla encantada de Camoens, ya sublimes como los incendios y las tempestades; también podría citar la exactitud o la originalidad de las comparaciones, la vigorosa pintura de los caracteres, también desenvueltos como sostenidos; la delicadeza de tiernos o afectuosos sentimientos; el fuego del combate y la infinita variedad de las batallas; pero me lo impiden los estrechos límites del plan de esta obra. Contentémosnos, pues, con rendir un justo homenaje al nombre de Ercilla, y con deplorar que las desgracias de una miserable y agitada vida, y que un fallecimiento demasiado prematuro imposibilitasen a un ingenio tan sublime de valerse del auxilio de la reflexión y de las luces de un entendimiento juicioso para ofrecer a su patria y al mundo entero el extraordinario presente de un poema acabado».


Y después que así se había analizado y juzgado la obra de Ercilla en el extranjero (haciendo caso omiso de otras apreciaciones, menos extensas pero harto elogiosas), en España aparecía la de Gil y Zárate (Manual de Literatura, Madrid, 1844, t. I, pp. 274-289), tan vulgarizada, que nos bastará con referirnos a las líneas generales con que la encabeza:

«No fue la intención de Ercilla el escribir un poema a la manera de Homero y Virgilio, sino una historia de los hechos que presenciaba, amenizada con las galas de la poesía. Así, pues, no hay que pedirle lo que no entraba en su objeto, que desde luego excluye toda regularidad en el plan y toda trabazón entre sus diferentes partes. Escribiendo los sucesos conforme se presentaban, sin más conexión que las que les daba el acaso, resulta ser su poema una especie de crónica, en octavas más o menos numerosas. Este método tenía la desventaja de perjudicar al poema en su conjunto y general extructura: no ha podido salir de él un edificio regular y bello; pero tal vez ha servido al poeta en los detalles, que por esta razón han adquirido un grado mayor de verdad, animación y energía. Así, pues, el mérito de La Araucana no consiste más que en estos pormenores, y este mérito es a veces tan grande, que ha bastado él solo para darle la justa reputación de que goza. Pocos son los que le leen con interés y gusto en su totalidad; pero siempre al abrir por cualquier parte sus páginas se encuentran largos trozos que entretienen y embelesan».


Viene en seguida el que Martínez de la Rosa le dedicó en su Apéndice sobre la poesía épica española (Obras completas, París, 1845, t. I, pp. 21-35), sobre el cual decía Bello que fue el primero en que se había juzgado a La Araucana con discernimiento, aunque si en lo general era justiciero, por lo que toca a las prendas sobresalientes que la adornan, la rigidez de los principios literarios del crítico extraviaron alguna vez sus fallos.

El preceptista español niega que el asunto tratado por Ercilla ostente la grandeza digna de la epopeya; repróchale al poeta la triste pintura que hacía de sus compatriotas, a quienes se les ve figurar como sombras para que resulten de más relieve las personas de sus enemigos; la falta de un héroe o caudillo que atraiga la admiración, pues aun el mismo Caupolicán, acabando su vida en un suplicio atroz y afrentoso, resulta más propio de la tragedia que de la epopeya; la ausencia de un plan general, que debió seguir sin engolfarse en detalles, que, en ciertas ocasiones, le lleva hasta precisar fechas; el que se hubiese distraído en reflexiones morales y en inoportunas disquisiciones, citando como peculiar ejemplo de esto último el que discuta, al tratar de la conquista de Portugal, sobre si la guerra es de derecho natural: cargo en esta parte del todo destituido de fundamento por lo que ya antes observamos de que los cantos en que la tal digresión se halla jamás en verdad los incorporó el poeta a su Araucana; y declara, finalmente, que los episodios están mal enlazados con la acción principal.

Esto por lo que toca a la invención y plan de la obra, que en cuanto a su ejecución, censura la prolijidad en que a veces incurre el poeta; la falta de nobleza de que con frecuencia adolece el estilo, y el desaliño de la versificación.

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Graves y no pocas resultan, así, las faltas en que sostiene haber caído Ercilla, contrabalanceadas, eso sí, por muchas y singulares bellezas: las arengas de los caudillos araucanos, siempre propias de aquellos en cuya boca se ponen, y en las que aventaja a Homero; la pintura de los caracteres, hasta el punto de que resulta sorprendente la variedad que supo dar a las figuras de unos bárbaros de que tan poco partido parecía poder sacarse, y que analiza una por una; su maestría en las descripciones; en las que, salvo lo recargado de los detalles con que a veces las presenta, se aproxima más que ninguno a la verdad y sencillez de las de Homero; el elogio que merece al pintar hechos de armas, aparentemente siempre iguales, y que resultan, sin embargo, siempre variados por el inagotable caudal de su imaginación; y, finalmente, considera acertada la especie de máquina que introdujo en el poema; procurando comprobar en toda ocasión con ejemplos las aseveraciones que formula.

No tan prolija, pero sin duda de más alto vuelo, es la crítica de Quintana (reproducida en las páginas 161-163 del tomo XIX de la Colección de Autores Españoles, de Rivadeneyra). Comienza por censurar a Cervantes el que equiparase a La Austriada y El Monserrate con La Araucana, en la que el arte de contar «está llevado a un punto de perfección a que ningún libro de entonces, en verso o prosa, pudo llegar ni aún de lejos», realzada, además, por un lenguaje «que en propiedad, corrección y fluidez se antepone también a casi todos los escritos de su tiempo, y es tan clásico en esta parte como los versos mismos de Garcilaso». Nota cómo el argumento del poema, que resultaba desde el primer momento estéril, la oposición de caracteres y de costumbres, le daban por sí mismos un realce casi maravilloso; la natural expresión y graduación conveniente de los caracteres, entre sí tan semejantes al parecen, y en realidad tan diversos; el calor, movimiento y expresión con que están descritas las batallas y aquella tempestad, no pintada de fantasía, sino por quien de verdad la ha visto en el mar: «vense allí las cosas, no se sienten», dice juzgando en general las pinturas que hace el poeta de los sucesos de la guerra; justifica, como imposible de realizar, el que la de los caudillos españoles, por demasiado conocidos, se hallase a la altura de la de los araucanos en los poéticos caracteres con que los adorna; juzga inaceptable toda censura que afecte a los episodios y a su enlace con la acción principal, por cuanto no se trata de una epopeya propiamente tal, sino de una narración verídica amenizada con los halagos de la versificación. Acepta, en cambio, que los versos decaen frecuentemente «por falta de tono en el número y en los sonidos y de esmero y elegancia en las rimas», al paso que la dicción, si bien pura y natural, se muestra «llena de frases triviales, familiares y prosaicas, que desdicen del asunto y de la poesía»; para concluir con la observación, hecha en hermosísimas frases y con dictados del todo verdaderos, sacados del poema mismo, que lo más recomendable que hay en La Araucana es el personaje del autor. Es lástima que tan elevados y justos conceptos se vean deslustrados con la afirmación de que el poema está muy distante de ser una historia.

Ticknor, el primer analista de verdad de la literatura española, califica la Primera Parte de La Araucana como «diario poético en octavas de la expedición a que Ercilla asistió».-cosa en este punto del todo inexacta- y que conocedor Ercilla de la uniformidad que afectaba hasta allí a su obra, con la inserción de los episodios que hizo en la Segunda, si adelantó menos en la historia, ganó, en cambio, mucho en poesía; y continúa en rasgos generales con el argumento, para caer también en el error de suponer que los cantos en que se celebra la conquista de Portugal forman parte del poema; reconoce que una obra de esta especie, no pudo ser, estrictamente hablando, una epopeya sino un poema histórico, «parte a la manera de Silio Itálico, en que se trata, con todo, de pintar las rápidas transiciones y el estilo fácil de los maestros italianos y se lucha desventajosamente por acomodar a las diferentes partes de su estructura algo de la maquinaria sobrenatural de Homero y de Virgilio, que es donde debe verse la parte flaca de la obra»; para reconocer en seguida que Ercilla sobresale por su talento descriptivo, excepción hecha de las pinturas de la naturaleza, excediendo también a sus compatriotas en la parte narrativa, ya se trate de batallas, ya de las costumbres de los indígenas, y, sobre todo, en las arengas y en el trazado de los caracteres, hechos con vigor y claridad. Nota, por último, que, tanto Ercilla como su continuador Santisteban Osorio, dejaron completamente olvidado al caudillo español don García Hurtado de Mendoza, suponiendo, erradamente, que tal olvido pudiera atribuirse «al severo castigo que después del desgraciado torneo se le quiso imponer, no dejándole otro modo de expresar su disgusto».

El juicio de Bello, del cual hemos tenido ocasión de recordar algunos conceptos, es por demás sobrio y conciso: disiente de la opinión de Martínez de la Rosa en cuanto a que el asunto del poema esté mal elegido, sentando el principio de que «toda acción que sea capaz de excitar emociones vivas y de mantener agradablemente suspensa la atención; es digna de la epopeya»; advierte que Ercilla no se propuso, como Virgilio, halagar el orgullo nacional de sus compatriotas, y que el sentimiento dominante de La Araucana es de una especie más noble: «el amor a la humanidad, el culto de la justicia, una admiración generosa al patriotismo y denuedo de los vencidos». Sin escasear la alabanza a la intrepidez y constancia de los españoles, censura su codicia y crueldad; y que entre todos los poemas épicos, ofrece La Araucana «la particularidad de ser en ella actor el poeta; pero un actor que no hace alarde de sí mismo, y que revelándonos como sin designio lo que pasa en su alma en medio de los hechos de que es testigo, nos pone a la vista, junto con el pundonor militar y caballeresco de su nación, sentimientos rectos y puros, que no eran ni de la milicia, ni de la España, ni de su siglo»; para concluir con la observación   —475→   de que «aunque Ercilla tuvo menos motivo para quejarse de sus compatriotas como poeta que como soldado, es innegable que los españoles no han hecho hasta ahora de su obra todo el aprecio que merece, pero que la posteridad empieza ya a ser justa con ella».

Como digno de recordarse, más que por su doctrina crítica, que es simple reproducción de algunas de las observaciones de Martínez de la Rosa, a quien sin embargo, no se nombra, por el hermoso lenguaje en que está escrito y el entusiasmo que demuestra hacia Ercilla y su obra, a la cual, leída de joven se vuelve en la edad madura, «como se torna a la conversación gustosa de viejo amigo, compañero perenne que fue en sus horas de afán», es el Discurso que don José Joaquín Ortiz leyó en la sesión inaugural de la Academia Colombiana el día 6 de Agosto de 1878, que se registra en las páginas 202-212 del tomo I de El repertorio colombiano, Bogotá, 1878. 8.º

En ese mismo año, también nosotros publicamos en el tomo I de nuestra Historia de la literatura colonial de Chile un estudio crítico de La Araucana, escrito con los arranques propios de la juventud admiradora de nuestro poema nacional y de su autor, pero cuando aun no conocíamos en muchos de sus detalles, ni la vida de éste, ni la historia completa de su obra, que permiten hoy apreciarla bajo puntos de vista interesantes, desvaneciendo errores consagrados a fuerza de repetidos, con más exactitud en el desarrollo de su germinación y mejor conocimiento de las influencias literarias sufridas por el poeta y de los sucesos todos de su vida.

Ninguno más preparado que Menéndez y Pelayo por su erudición y acertado criterio para juzgar a Ercilla, que lo hizo, como era de esperarlo y con tan levantado espíritu, -cosa que no sabremos agradecerle lo bastante los chilenos-, que, antes que todo, comienza por afirmar que «no hay literatura del Nuevo Mundo que tenga tan noble principio como la de Chile, la cual empieza nada menos que con La Araucana, obra de ingenio español, ciertamente, pero tan ligada con el suelo que su autor pisó como conquistador, y con las gentes que allí venció, admiró y compadeció a un tiempo, que sería grave omisión dejar de saludar de paso la noble figura de Ercilla, mucho más cuando su poema sirvió de tipo a todos los de la materia histórica, compuestos en América o sobre América, durante la época colonial».

Insinúa luego y considera ociosa toda discusión acerca de si la obra de nuestro poeta cabe o no dentro de la antigua categoría épica, cosa hoy día imposible de producir a sabiendas «y tan ridículo intentarlo como sería crear una mitología nueva o inventar una nueva lengua». Reconoce que a Ercilla correspondió iniciar, llevándola a su más alta expresión, «esa serie de obras vivas y llenas del espíritu de la patria que se propusieron celebrar los descubrimientos y conquistas ultramarinas, abriendo al arte nuevos horizontes, contando empresa grande, extraordinaria y magnífica, a pesar de que en el grandioso cuadro que ofrecía la historia del Nuevo Mundo, no escogió para sus cantos ni la épica ruina de la Ilión de los lagos, ni el ocaso del sol de los Incas, sino la conquista, en realidad frustrada, de "veinte leguas de término, sin pueblo formado, ni muro ni casa fuerte para su reparo", habitada por bárbaros sin nombre ni historia, hasta que él vino a darles la inmortalidad en sus versos». Resultaba, pues, así, exigua la materia histórica que le brindaba el argumento elegido, viéndose, por tal causa, obligado en ocasiones a dar cabida en su poema a hechos de más trascendencia con las descripciones de las batallas de Lepanto y San Quintín, que aunque débilmente enlazadas con el argumento, se estiman en tanto precio consideradas en sí mismas; y de ahí también la forzosa monotonía de las escenas que describe, siempre del género bélico, ya que las figuras de Guacolda, Tegualda, Fresia y Glaura, pasan como rapidísimas sombras y siempre mezcladas al fragor del combate y envueltas en el cálido vapor de la sangre. Estima que faltan en el poema las descripciones de la naturaleza, casi nunca sentida, y que abundan, en cambio, las indicaciones topográficas; que la narración es lenta, si bien rica de pormenores expresivos, trivial a veces, pero grandiosa por su misma sencillez: que la impresión poética que deja, gana en intensidad lo que pierde en variedad y en extensión; y, por fin, que no hay poema moderno que contenga tantos elementos genuinamente homéricos como La Araucana, ni en que mejor brillen la creación de caracteres, las descripciones de batallas y encuentros personales, y las comparaciones tan expresivas, varias y ricas.

Forma contraste con estas apreciaciones del gran humanista español, el juicio crítico desmayado y flojo, sin una observación nueva, que se halla en los Principios generales de literatura e historia de la literatura española por don Manuel de la Revilla y don Pedro de Alcántara García (Madrid, 1898, cuarta edición, pp. 455-458) cuyos autores han incurrido a la vez, al hacer de prisa la biografía del poeta, en errores tan graves como suponer que el pleito de Ercilla con Pineda se verificó en un torneo celebrado en honor de la victoria de San Quintín, y que Ercilla se vino de España para pelear contra Lope de Aguirre.

En la obra que en este orden literario alcanza hoy más reputación, -nos referimos a la de Fitzmaurice-Kelly-, se califica a Ercilla de «vasco de segundo orden», cosa que no se puede perdonar; ni en más justiciero respecto a su obra, pues si bien reconoce que es la «primera literaria de verdadero mérito escrita en el continente americano», se le niega el que sea con toda propiedad un poema épico, «bien se considere su espíritu o finalidad bien su forma o resultado»; que si es justo alabar el noble discurso que pone en boca de Colocolo, ha sido escrito probablemente de segunda mano; que sobresale en la elocuencia   —476→   declamatoria; et sic de coeteris, en frases que, al par de aplausos, más forzados, que sentidos, apenas si se reconoce a Ercilla su espíritu observador, su magnanimidad con los enemigos, su «maestría técnica grandilocuente», su pensamiento admirable, su «dicción sin reproche o poco menos»; y, en cuanto a su obra, cuya Primera Parte «sigue siendo la mejor», que «interesa por su marcial elocuencia y tiene mérito como pintura de una heróica barbarie, puesta en ottava rima»: conceptos todos tan insidiosos como mezquinos, en los que de nuevo se ve aparecer a quien, sin identificarse de modo alguno, por su calidad de extranjero, con el alma y costumbres del pueblo cuyo patrimonio intelectual analiza, ha hecho un ser casi despreciable de Cervantes, que espera todavía alguna pluma española que enderece y ponga en su lugar insinuaciones malévolas e hipócritas alabanzas.

Y en este desfile de opiniones, de aplausos y censuras, llegamos por fin a la muy entusiasta, si un tanto difusa, que don Antonio Bórquez Solar formuló de «la Epopeya de Chile» (Anales de la Universidad, 1911, t. 128, pp. 309-338). «Chile, comienza por decir, tiene su Araucana que, aparte sutilezas críticas, más apasionadas que serenas, es un real y verdadero poema épico, fruto espontáneo y natural de una época nueva, de una nueva raza y de una nueva manera»; pinta en magníficas pinceladas la visión de la realidad que producen las descripciones de Ercilla; defiéndelo de que no haya cantado la naturaleza, que no pudo dejar de sentir, porque sus tiempos fueron de continuo guerrear y su propósito único celebrar el valor heróico de los combatientes; advierte que no falta en el poema sobrada admiración para las bizarrías de los castellanos, que la intercalación que se le censura de los episodios han servido al poeta para recordar las glorias de la patria lejana o el caballeresco espíritu español; estudia uno por uno el carácter de los caudillos araucanos, para llegar a la conclusión de que el verdadero héroe del poema es la muchedumbre india, la tribu valerosa e indomable; reconoce el culto que Ercilla tenía por la mujer, analizando, con este motivo, las figuras de casi todas las que aparecen en la obra, doña Mencía de los Nidos entre las españolas, y las de Guacolda, Tegualda y Fresia de las araucanas; para concluir con una exhortación de circunstancias al consorcio y vinculación, ya inalterables, entre españoles y chilenos.

 

1337.1

«Quant au jugement de Voltaire, il n'est pas moins injuste que son imitation est faible» Así se expresa Achille Juvinal en un artículo en que hacía el análisis de La Araucana, inserto en las pp. 32-62 de La Révue Independante, t. IV, 1846.

 

1338

Juan Pablo Forner, Exequias de la Lengua Castellana, Sátira Menipea, Colec. de Autor. Esp., t. LXIII, p. 415.

 

1339

Milá y Fontanals, Obras, t. V.

 

1340

Menéndez y Pelayo, Antología de poetas hispano-americanos, t. V, p. V.