Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Está ya éste atrincherado en su fuerte de Talcaguano, que los araucanos se preparan para atacar. Allí se le ve en plática con su hermano don Felipe de Mendoza, cuando sale don Alonso de Ercilla, quien le habla así:

ALONSO
Prevén, invicto príncipe, las armas,
y defiende tu vida en este fuerte
y la de aquestos pocos españoles,
que los rebeldes indios araucanos,
fiados en la muerte de Valdivia
y en que también a Villagrán vencieron,
vienen como desciende en el verano,
granizo en árboles de medrosos pájaros
a no dejarte piedra sobre piedra:
que, a ver la variedad de armas extrañas
de pellejos de lobos y leones,
de conchas de pescados y de fieras,
las mazas, las espadas y alabardas
ganadas en batallas de españoles,
los instrumentos varios que ensordecen
el aire, las alegres y altas voces,
y que es de ver delante aquel membrudo
gigante fiero y general que traen,
que desde el hombro arriba excede a todos:
¡ea! señor, ¿no escuchas ya los gritos
con que niegan a Carlos la obediencia?
GARCÍA
Hermano don Filipe de Mendoza,
hoy es el día de mostrar los pechos;
¡ea! españoles fuertes!
FELIPE
Don Alonso
¿qué gente viene?
ALONSO
Un infinito número
FELIPE
¿Y no se sabe el que es?
ALONSO
Veinte mil indios.


Se acercan, en efecto, los indios cantando al son de sus «tamborilillos»; trábase la pelea, disparando los españoles sus arcabuces y los indios sus flechas; combaten   —383→   en lucha singular don Felipe y Rengo; don García y Caupolicán, al encontrarse, sostienen un breve diálogo, y aparece a su vez Ercilla, diciendo:

Oh! espada, en fieras teñida,
Ánimo, mirad quién soy;


y responde Biedma:

Ya van, Ercilla famoso,
saltando el fuerte; ¡teneos!
ERCILLA
Llevaránme los deseos
del ánimo generoso
que estos bárbaros saltasen
el fuerte.


Y luego, al oír voces dentro:

¡Si van el fuerte ganando!


A que le replica Biedma:

Si los veinte arcabuceros
que ha ordenado don García
que tiren a puntería
a los bárbaros más fieros,
no son muertos, no creáis
que pueda ganarse el fuerte.


El miedo, como se notará, es lo que predomina en cuanto dice Ercilla, a tal punto que no habría podido hacerlo mejor una mujercilla sin ánimo. Y para completar el cuadro, cuando encuentra a don García, después que acaba de recorrer los puestos de los centinelas, es para adularle, diciéndole:

Descansa, que ya encendida
el alba sale a mirarte.


Al cabo de varias escenas que pasan entre los indios, sale Hurtado de Mendoza acompañado de su hermano don Felipe y de Ercilla, a quienes encarga los preparativos para la fiesta de San Andrés, que se propone celebrar en homenaje al nombre de su padre el Virrey del Perú. Se refieren luego varias incidencias de los indios y se libra una gran batalla entre ellos y los españoles, hasta verse de nuevo en escena a Ercilla en conversación con don García en el momento en que acababan de cortarle las manos a Galbarino:

ALONSO
Ya las manos le han cortado
al indio.
GARCÍA
¿Y cómo ha quedado?
ALONSO
Una piedra en él contemplo,
porque apenas en la mano
siniestra del inhumano
cuchillo al golpe cayó,
cuando la diestra asentó
sobre el tronco el araucano.
GARCÍA
¡Caso, por Dios, peregrino!
ALONSO
Partiose al fin Galbarino
a ver los amigos pechos,
dejando dos rastros hechos
de sangre en todo el camino.
Pero advierte que ha llegado
un yanacona de paz,
que por muy cierto ha contado
que el indio más pertinaz
—384→
de todo Arauco ha trazado
una fiesta y borrachera
de las que suelen hacer,
en Cayocupil.
GARCÍA
Espera:
¿cuándo dicen que ha de ser?
ALONSO
Esta noche, es la primera:
hay instrumentos chilenos,
y españoles para asarse
soldados, y aun de los buenos;
tienen para emborracharse
de chicha cántaros llenos:
estorba este desatino.


Y de nuevo se le vuelve a ver, presentándose en escena «en tocando una caja», después que don García anuncia haber recibido de España la noticia del advenimiento de Felipe II al trono, para sostener con él el siguiente diálogo:

ALONSO
En medio deste placer
de nueva tan deseada
más cuidado es menester.
GARCÍA
No pienso envainar la espada
hasta morir o vencer.
ALONSO
Caupolicán ha juntado
en Purén todo el senado
de sus caciques, que quiere,
según de aquesto se infiere,
salir en campo formado.
Están agora en la fiesta,
donde el casco de Valdivia
sirve de copa, en que, puesta
sangre humana fresca y tibia,
quieren beber sobre apuesta.
Allí tienen instrumentos
para celebrar mejor
estos bárbaros intentos;
no les des lugar, señor,
a sus locos juramentos,
que es gente que, si lo jura
con esta solemnidad,
por la muerte más segura
entrará con libertad,
o verá el fin que procura.


Concluye la pieza con la prisión de Caupolicán, a quien se presenta al final por un momento atado a un palo, para hacer manifestación de haberse tornado cristiano, y en seguida a Felipe II, muy mozo, en forma de estatua, para recibir el homenaje de todos los actores1218.

  —385→  

Ni fue esta la única pieza en que Lope llevó a la escena los personajes celebrados por Ercilla. Para la composición de su Arauco domado se había guiado, además, lo hemos dicho ya, por las obras de Pedro de Oña y de Suárez de Figueroa, prometiendo realizar un trabajo histórico, a que aquél corresponde en la generalidad de sus pasajes culminantes, eso sí, que con la sistemática depresión del carácter de Ercilla, que era injusta y mentirosa y hecha sólo al propósito de halagar los orgullosos sentimientos del hijo de don García presentándole al poeta, que decía haber preterido la memoria de su padre, bajo el aspecto de un soldado cobarde; en la otra a que nos referimos y que intituló, con evidente falta de tino, La Araucana, quiso hacer un auto sacramental, que encierra alguna reminiscencia del poema, pero en el cual ya esta vez da rienda suelta a su fantasía, con tal extravío, que raya en «el más absurdo delirio», según lo calificó Menéndez Pelayo. En ella aparecen Rengo en representación del demonio, Colocolo simboliza a San Juan Bautista y Caupolicán... ¡nada menos que al Divino Redentor! No se crea que exageramos. Anuncíalo así en su canto la india Fidelfa:


Este al fin que resplandece
como el sol, Arauco ofrece
el capitán de quien fío
su divina redención.



Colocolo se presenta, a su vez, diciendo:


Voz de la palabra soy,
que era Dios en el principio
y estaba cerca de Dios,
y esta palabra que vimos
Dios y cerca de Dios fue
en el principio
...........Yo he venido
a ser solo el testimonio
del sol que ha de redimirnos;
estrella soy de su aurora...
—386→
...................... La luz
que ilumina los distritos
de Arauco, es Caupolicán,
y yo soy quien la publico;
decir quiere «el poderoso»
en nuestra lengua, y se ha visto
esta verdad en el Santo
Caupolicán con prodigios
y señales milagrosas.



Pronto se traba entre Tucapel (cambiado su nombre en Teucapel), Rengo y Polipolo una contienda de palabras sobre los méritos que les asisten para ser elegidos jefe del ejército araucano, que procura aplacar Colocolo con sus razones, anunciando cual será el vencedor, que, «mientras cantan, baja de lo alto del carro Cristo en figura de Caupolicán, de indio, vestido famosamente»; pero no se arredran por eso los contendores, disputándole sus títulos; hasta que, a un signo suyo, caen todos en tierra, porfiando aún Rengo en que vayan a la prueba del madero, que en efecto ensayan aquél, Polipolo y Tucapel. Tómalo, a su turno, Caupolicán, que concluye la prueba diciendo:


Hoy, Arauco, hacer quiero
la eterna redención por el madero;



y continuando la alusión a Cristo y la Cruz, añade, al dirigirse a Rengo, el único que todavía le contradice:


   Porque más
hoy las grandezas mías
y en él, Rengo infernal, vencido seas,
yo haré que eternamente
sustentándole a él, él me sustente.
En él clavarme quiero,
porque los dos unidos de esta suerte
yo triunfe en el madero, y
él triunfe en mí, quedando vida y muerte
reparada y vencida,
y Arauco en mí triunfe redimida.



Prosigue aún la alusión entre Caupolicán como redentor y Rengo personificando al demonio, que aparecen, respectivamente, en sendas nubes, una blanca y otra negra, el primero con el cáliz en la mano y el segundo con el plato de culebras, en medio de los cantos de los indios, a la vez que ambos les predican a su modo en largas tiradas de versos. «Muy robusta, observa Menéndez y Pelayo, debió de ser la fe del pueblo que toleró farsa tan irreverente y brutal»1219.

Según quedó de manifiesto en el estudio bibliográfico del poema de Ercilla, pasó un siglo cabal, contado año por año, desde que se reimprimió en 1682, hasta que González de Barcia lo dio de nuevo al público, seguido de la llamada continuación de Santisteban Osorio, en 1733-1735; pero, a pesar de esa evidente prueba de cuanto había decaído la afición a su lectura, todavía las figuras de La Araucana fueron presentadas en el teatro, una, vez por don Francisco González de Bustos en 1652, en Los españoles en Chile, y diez años más tarde por Gaspar de Ávila en El Gobernador prudente1220.

  —387→  

Se nos presentan en la comedia del primero, cinco españoles, entre ellos una mujer, doña Juana de Bustos, un galán y un gracioso, de nombres también inventados, y don Diego de Almagro, igualmente de galán, y el Marqués de Cañete; hallándose mucho mejor representados los indios, pues aparecen Caupolicán y su mujer Fresia, Gualeva, Rengo, Tucapel y Colocolo.

Levántase el telón para presentarnos a los indios, que gritan ¡Viva Arauco! ¡viva Chile! y con ellos a Caupolicán y Fresia en requiebros amorosos, mentidos de parte de esta última, que en un aparte deja ya traslucir su pasión por Almagro, a tiempo que se presenta Colocolo para increpar al general araucano, después de recordarle sus victorias y a Valdivia, «despojo y escarmiento de sus manos», que así olvide su cargo. En ese momento llegan Tucapel y Rengo, que traen prisioneros a Mosquete, el gracioso de la pieza, y a doña Juana, vestida de hombre, quien, como Fresia, deja también insinuada su pasión por don Diego. Ármase una violenta disputa entre Tucapel y Rengo, que provoca las iras de Caupolicán, y apacigua al fin Colocolo con sus consejos. Aquél se marcha a inspeccionar su campo, y Fresia despacha a Mosquete con una carta para don Diego; Gualeva, prima de Fresia, engañada por la hermosa apariencia de doña Juana, cuyo sexo no descubre, da indicios de haberse enamorado de ella y la retiene, dando ocasión a que refiera cómo ha dejado a sus padres en el Perú por venirse en busca de don Diego.

Salen en seguida el Marqués de Cañete con Almagro, Rojas, el hermano de doña Juana, y otros soldados, a quienes se queja de verse sitiado en el fuerte Santa Fe y les propone verificar una salida para trabar combate con los indígenas, momento en que se anuncia la presencia de uno de ellos, que resulta ser Caupolicán disfrazado, que pretende hablar con don García. Trábase la pelea, y en ella cae prisionera Fresia, a cuya vista don Diego se manifiesta hechizado; pero, continuando la batalla, Tucapel y Rengo acometen al español, que logra ser libertado por doña Juana, la cual se niega a descubrir su nombre al que ha salvado la vida.

Tal es el argumento de la jornada primera, que viene, en realidad, a constituir el de toda la pieza, cuyo nudo continúa en la segunda con la presencia de Tucapel en el fuerte, que contando sus hazañas, llega a desafiar a don Diego, quien se ve impedido por don García de aceptar el reto, que en secreto se propone tomar de su cuenta. Reconócense ambos en el sitio señalado, donde son sorprendidos por don García, que se aleja proponiéndose castigarle por haber contravenido a sus órdenes: pero a ese tiempo suenan clarines que anuncian la batalla, la cual ganan los españoles, merced al socorro que les llega del Perú, bosquejado así en una escena anterior:

MARQUÉS
En fin, el Perú ha servido
fino al Rey.
—388→
DIEGO
Tales vasallos
nunca pueden obrar menos.
MARQUÉS
Saben muy bien obligarlo
y al valle de Tucapel
entran las tropas marchando
con don Alonso de Hercilla.
DIEGO
Es muy valeroso cabo
para la caballería,
y con Reinoso a su lado
pueden ceder a sus glorias
los Césares y Alejandros.


A pesar del triunfo español, don Diego se ve sorprendido por los indígenas en su retirada y queda prisionero.

En la tercera jornada se supone a los araucanos reunidos en Purén, adonde han debido acogerse después de su derrota; allí, entre ellos, a tiempo que razonan los caciques y Colocolo anuncia su próxima sujeción, se presenta Galbarino (al cual no se nombra) con las manos cortadas, y otros con los ojos arrancados, ante cuyo espectáculo, Caupolicán enfurecido ordena matar a todos los prisioneros españoles y entre ellos a don Diego, a quien Tucapel anuncia la suerte que le aguarda. Al recorrer su memoria para prepararse al paso de aquel trance, se manifiesta arrepentido de su conducta para con doña Juana, a tiempo que esta llega vestida de india con una embajada de Fresia, prometiéndole salvar la vida si se casa con ella, proposición que rechaza por seguir fiel a la española, antes de que allí ambos se reconozcan.

Continúan, mientras tanto, en el campo español los preparativos para un nuevo ataque a los indios. Pregunta, con tal motivo, el Marqués a un sargento:

¿Qué tanta gente tiene el enemigo
SARGENTO
Es cosa que da asombro!
MARQUÉS
Así el castigo
será mayor, si dar batalla intenta.
SARGENTO
Por momentos tanta se aumenta
que parece que el campo en vez de flores,
hombres produce armados de rigores.
MARQUÉS
¡Habrá más que vencer!
SARGENTO
Arauco unido
todo junto se ve.
MARQUÉS
Gran cosa ha sido,
que, si junto se halla,
todo lo he de vencer de una batalla.
SARGENTO
Don Alonso de Hercilla, valeroso,
puesto que mejoró Reinoso,
la colina ha ocupado,
y el estrecho que ganó el adelantado
Villagrán con Aguirre...


Doña Juana, a todo esto, ha logrado penetrar a la prisión en que estaba su amante y le libra a tiempo que Tucapel llegaba también a salvarle, para pelear después con él, que en su lugar encuentra sólo a Mosquete; siguen algunas incidencias de la batalla, entre ellas una en que se ve a Caupolicán acosado por tres soldados, herido y ensangrentado, y a Rengo luchando con don García. Concluye la pieza con la presentación ante él de los indios que solicitan el bautismo y someterse a la obediencia del monarca español, con los casamientos de Tucapel con Fresia y de don Diego de Almagro con doña Juana de Bustos, y con la propuesta de don García de ir todos al templo a tributar a Dios las gracias.

  —389→  

Escrita al mismo propósito que la de los nueve ingenios, y aun, muy probablemente, con anterioridad a ella, y con colores más subidos en el realce de la figura del protagonista, fue El Gobernador prudente, de Gaspar de Ávila. Su título está indicando ya que su autor iba a pintarnos a don García Hurtado de Mendoza bajo un aspecto muy diverso de aquel con que lo caracterizó Ercilla, no siendo otra cosa, en el fondo, que la réplica al calificativo de «mozo capitán acelerado» con que se le ve tildado en La Araucana. Lo que no es posible decir es si Ávila quiso vindicar la memoria del que fue Gobernador de Chile por inspiración propia, o si para ello medió todavía alguna influencia, manifestada en recompensa pecuniaria o en otra forma, de la familia de aquél. Ciertamente que no era un literato desconocido cuando tal empresa acometió, pues, a contar por lo menos desde hacía catorce años antes que escribiera, o mejor dicho, diera a luz su pieza, su nombre se registraba entre los autores de comedias famosas1221 y la manera cómo se desempeñó en la de que vamos a dar cuenta demuestra que la reputación de que gozaba no era inmerecida. Inspirándose en todo momento en el poema de Arauco, muéstranos en ella muchos de sus personajes, eso sí, que trocando sucesos, fechas y nombres, para que todo concurra a realzar la figura de Hurtado de Mendoza.

En el primer acto salen Caupolicán, Tucapel, Rengo y Lautaro, con los propios caracteres que Ercilla les había atribuido: ante la arrogancia de Tucapel, que pretende para sí el mando, Caupolicán le recuerda cómo le había vencido en la prueba de la viga; a que le replica, que pudo ser más fuerte pero no más esforzado ni de corazón más entero: disputa que apacigua la intervención de Colocolo y que concluye por el juramento que todos hacen, después de beber en un mismo vaso de la sangre de Caupolicán, de destruirá los españoles. Sigue luego otro altercado entre el mismo Tucapel y Lautaro, que se disputan la posesión de Guacolda y en la que ésta se manifiesta indecisa en sus preferencias, porque el mágico Fitón le ha pronosticado que la vida de Lautaro ha de ser muy breve; de lo que, indignado Caupolicán, después de preguntarle al hechicero el tiempo que ha de vivir, lo desmiente dándole muerte en el acto, para decidir que Guacolda se case con Tucapel: decisión que motiva el que Lautaro se pase al bando español.

Salen entonces a la escena Valdivia, Villagrán y Aguirre, insistiendo éstos en la conveniencia y oportunidad de pelear con los indios, que aquél acepta al fin mal de su grado, diciendo:

Bien sé que voy a morir,
pero más quiero animoso
perderme por valeroso,
que con razón persuadir:
que, aunque excusarlo podía,
si en vuestra opinión os dejo,
lo que es prudencia y consejo
pasará por cobardía,


Y en este momento se le presenta Lautaro, cuando ya se ven venir al combate los indios, a quienes acompañan Guacolda y Fresia, la mujer de Caupolicán, para presenciar la batalla, en la cual salen derrotados los españoles por la traición de Lautaro, viéndose a Caupolicán salir al escenario con la cabeza de Valdivia en la mano.

Este preámbulo, que abarca toda la primera jornada, está destinado a poner en   —390→   seguida en más encomio el triunfo del héroe de la pieza, cuya venida les anuncia a los indios su dios, el demonio Eponamón, a quien consultan y que les incita a proseguir la guerra, pronosticándoles el triunfo final.

Está ya para llegar a Chile don García, como don Luis de Toledo, su teniente, se lo anuncia a Villagrán, que se admira al saber que el nuevo gobernador cuenta sólo 22 años de edad; de donde toma pie su interlocutor para hacerle una larga relación de la genealogía de Hurtado de Mendoza, trayéndola desde Lope Manso, a cuya espada, junto con la de don Pelayo, se debía la restauración de España, y que dura hasta el punto mismo en que sale a la escena para recibir de Villagrán la expresión de su más sumiso acatamiento y la entrega del bastón de mando, diciéndole:

Cuando Valdivia murió
este bastón me dio a mí
y el gobierno me encargó,
y así le pongo a estos pies,
y por mayor interés
del hago aquí dejación,
cumpliendo como es razón
los mandatos del marqués,
y sirvo a vuesa señoría
con este corto presente...


Aquel «corto presente» eran doce barras de oro, que don García rechaza para sí, atribuyendo su procedencia a los tributos desmedidos impuestos a los indios, causados de la revuelta producida, y los destina a la fundación de un hospital para curarlos; y acto continuo don Luis de Toledo le pide su espada a Villagrán en los momentos en que se ve a don García postrado en el suelo para que el sacerdote que lleva el Santísimo Sacramento pase por sobre él, lo que le hace exclamar a Villagrán:

      De parte mía
doy por justa mi prisión,
que el que tanto en Dios se ajusta
con humilde corazón,
no puede hacer cosa injusta...


Nos hallamos de nuevo entre los araucanos, que, sabedores ya de la llegada del nuevo gobernador, de su juventud y de que ha entrado ganando amigos, resuelven enviar a Colocolo con fingida embajada a fin de despistarle y vencerle después fácilmente. Don García le recibe con deferencia, hasta el extremo de sentarlo a su lado, con gran escándalo de sus soldados; presta atento oído a los razonamientos del indio y le habla de los proyectos que abriga para el futuro bienestar de todos ellos. Cree el indio haberle engañado, y don Felipe de Mendoza le advierte que semejante conducta parece demostración de miedo; pero don García, que ha penetrado los proyectos del enemigo, procede en el acto a dictar sus disposiciones militares: ordena que tome el mando de la vanguardia don Luis de Toledo y

      la retaguardia
se dará al valor prudente
de don Alonso de Arcila.
DON LUIS
Hoy en su diestra apercibe
el cielo un segundo Atila,
que él pelea corrió escribe.
DON FELIPE
A un tiempo corta y afila
espada y pluma.
DON GARCÍA
En su honor
—391→
dudar nada fuera error,
que aunque se muestra ofendido,
porque preso le he tenido,
no he de negarle el valor.


Y tal es la única figuración que cabe a nuestro poeta en la comedia, falsa, por de contado, en todo sentido, pero al menos sin desdoro de su pluma ni de su valor.

La jornada tercera comienza por la cuenta que Colocolo da de su embajada, manifestando haber quedado prendado de la figura y maneras de don García, tanto, que sólo pide a sus compatriotas que, si lo cogen vivo, no le sacrifiquen. Hacen sus aprestos para el combate, y aquí se introduce el sueño de Guacolda, que ve a su Lautaro mortalmente herido de una flecha, y a Fresia, mujer de Caupolicán, que trae para él una corona de oro, que haciendo oración a Eponamón, le diera en señal de la victoria que se les espera. Trábase la batalla, aparece Tucapel herido, en amoroso coloquio con Guacolda, hasta que parte a combatir de nuevo; don García en lucha singular con Caupolicán, a quien hace huir, sin haberle querido matar, según asegura, por estimar más conveniente tenerlo temeroso entre su gente, que vencido en su poder, y en esa conformidad dispone también que se suspenda la persecución. A ese tiempo llegan don Felipe de Mendoza y don Luis de Toledo trayendo cautiva a Guacolda y cada uno disputándosela, a cuya vista ordena don García que la dejen en libertad, y a su instancia le refiere el motivo porque le es aborrecible la vida; persuádela a que deje su religión, obra del demonio, y le obsequia una reliquia de la Cruz, a cuya vista se abre una peña y entre llamas de fuego y el humo, se oye una voz que dice «reniego de su poder»; con cuyo espectáculo, Guacolda pide a don García ser bautizada, ceremonia que los indios tratan de aprovechar para acometer otra vez a los españoles. Derrotados de nuevo, se ve llegar a Reinoso, para anunciar la muerte de Caupolicán, que se presenta en segundo término empalado: suplicio que condena don García, si bien su enojo se mitiga al saber que ha muerto cristiano. Termina la pieza con la declaración que hace Guacolda de abrazar el estado religioso, con gran desencanto de Bocafría, el gracioso de la comedia, que la quería por mujer.

De otras piezas dramáticas en las que figuraban héroes indígenas o españoles de La Araucana, y, quizás el mismo Ercilla, de fecha posterior a las que venimos extractando, también se citan Las conquistas del Valle de Arauco, de Rodríguez de Vela, Sevilla, 1696; Valdivia en Tucapel, de Nebreda y Acosta, Madrid, 1759; una en portugués, de Peres de Cunha, Os Araucanos, Lisboa, 1741, ninguna de las cuales hemos logrado ver1222; y sólo la noticia de otras dos, que si bien fueron representadas (al menos una de ellas), no las conservaron los moldes de la imprenta. William Bennet Stevenson refiere que «poco tiempo después de la llegada de su excelencia el Conde Ruiz de Castilla a Quito, capital de su gobierno, los estudiantes del Colegio de San Fernando le ofrecieron cuatro representaciones, a las cuales asistieron como expectadores todos los miembros de la nobleza. Esas piezas fueron Catón, Andrómaca, Zoraida y La Araucana, todas las cuales tenían por objeto inspirar el amor a la libertad y los principios del republicanismo»1223.

A don Luis Ambrosio Morante, uruguayo, poeta, y, a la vez, actor dramático,   —392→   que estrenó en Chile en 1825 su drama Tupac-Amaru, se atribuye otro intitulado Los Araucanos1224.

Hemos visto hasta ahora salir a Ercilla en las tablas en papeles del todo secundarios y aun depresivos de su persona en alguna vez: la idea de presentarle como protagonista, cual él lo merecía, corresponde a un dramaturgo español llamado don Juan de Ariza, que a mediados del siglo pasado escribió un drama en cuatro actos y en verso que intituló del nombre de nuestro poeta1225. Esta vez será también la primera en la que no se le vea figurar entre los indígenas araucanos y el estrépito de la guerra, pues, con acuerdo muy de aplaudir, se le va a presentar ahora de regreso de Chile en España y el nudo del drama se fundará en las peripecias forjadas al rededor de su casamiento con aquella que él había celebrado en su Araucana. Pasa, por consiguiente, la escena en 1570, en Madrid, en casa de Gil Sánchez de Bazán y su mujer doña Marquesa de Ugarte y se nos ofrece como personajes culminantes, además de Ercilla, de doña María de Bazán y de sus padres, al Conde la Somaro, italiano, y a don Juan de Austria, el futuro vencedor de Lepanto.

Los criados de la casa están ocupados en aderezarla para recibir la anunciada visita del hermano de Felipe II; a doña María acaba de llegarle carta de Ercilla, en la que recuerda que cuando partió a lejanas tierras, ella contaba nueve años, y que desde entonces han pasado ya seis, que evoca el poeta así:

¡Cuántos años pasados como un día!
De diez años no más, de diez, señora,
a mis ojos está doña María,
niña siempre, traviesa y seductora...


Ercilla, que ha entrado sin ser notado, llega en este punto hasta ella, para referirle en respuesta a una interrogación suya los sueños de amor que tuviera cuando estuvo en Italia, que vio realizados a su vuelta a Madrid, donde, dice,

encontró la hermosura encantadora
que en sueños admirara.
DOÑA MARÍA
¿En dónde, Ercilla?
ERCILLA
En dónde...:


suspensión discretísima, pero reveladora de que ambos se correspondían. Refiere luego ante los padres de doña María, que le acogen cariñosos, su determinación de pasar a Indias y lo que allá hizo:

Soldado durante el día
como bueno combatía;
vate, de noche canté,
y en vez de cerrar los ojos,
bajo la tupida malla,
en el campo de batalla
entre sangrientos despojos
y a los lúgubres conciertos
de ayes y cantos festivos,
—393→
ya retrataba a los vivos,
y ya cantaba a los muertos.
.......................... para mí
la América su oro en cobre
trocó; la saludé pobre,
y pobre a España volví.
Mas no fue mi empresa vana:
mis esperanzas cumplidas
vi, ganando mis heridas,
y trayendo mi Araucana.


Llega entonces Gil Sánchez en compañía de don Juan, que desde ese instante simpatiza con el poeta y le ofrece su amistad; pero también desde ese punto se siente enamorado de doña María, a quien su madre cree que es de razón casarla ya, aprovechando de la presencia de tanto noble extranjero como en esos días se hallarían en la corte con ocasión de las bodas Reales: proyecto a que se opone Gil Sánchez, y en cuya conformidad, cuando el Conde llega a pedirle la mano de su hija, se la niega.

En el segundo acto, Ercilla, noticioso por lo que se susurraba, en la corte acerca del casamiento de su amada, se presenta en casa de ésta, para tener lugar entre ambos un diálogo en que el poeta le pinta con vívidos acentos su pasión, concluyendo por besarle la mano en señal de su futura unión, a tiempo que entra Gil Sánchez, que, irritado en un principio, oye las explicaciones del rendido amante y acepta el que se case con su hija, aunque no así doña Marquesa, que pide se aplace la boda, poniéndose decididamente a favor del Conde. Este, por su parte, se ha dado tales trazas, que ha conseguido del monarca que llame a Palacio a Gil Sánchez para ordenarle que otorgue al italiano la mano de doña María; desafíale cuando se presenta en su casa, y concluye por reducir a su hija a que se preste al casamiento.

A desbaratar la boda se reducen los dos actos restantes. Ercilla encuentra al Conde, riñe con él y le hiere malamente, en presencia de don Juan, que ha logrado introducirse a la huerta de la casa: el hechor es encerrado en una cárcel, de la cual logra escaparle el hermano del monarca, que, fiel a su palabra de amistad empeñada, renuncia a sus pretensiones a doña María y obtiene del Rey la orden de que Ercilla se case con ella, haciéndole, a la vez, obsequio de su espada para que parta en su compañía a lidiar con el otomano. Dícele su novia, con tal motivo:

   Partid: el santo ardimiento
que a nuestros pechos inflama,
ahora, aunque tímida dama,
también en mi pecho siento.
Corre, Ercilla, a la victoria,
soldado noble y leal;
y mi corona nupcial
será el laurel de tu gloria.


De la verdad histórica que encierra el drama no hay que hablar, limitada como se halla a la fecha en que se verifica la acción, al lugar y a los nombres de los personajes, excepción hecha del del Conde, que es de pura invención; el interés está bien sostenido y los caracteres no carecen de relieve propio. Ercilla, enamorado, noble y caballeresco, responde a la idea que nos hemos formado de su persona; doña María de Bazán, pintada cual el poeta la dibujó, de tierna edad, aunque de discreción madura; Gil Sánchez, un tanto realzado, y podríamos decir, casi tomada del natural la persona de doña Marquesa. Lástima es que, en lugar de buscar el desenlace en el desarrollo de los mismos caracteres y en algún suceso ocurrido en la corte, -en lo que   —394→   ciertamente no habría andado errado-, el autor ocurriera en dos ocasiones a ese deus ex machina de Felipe II, que ha exigido la presentación en escena de don Juan de Austria, sin proporción alguna a lo mucho que podía esperarse de su gran figura.

No han faltado tampoco en Chile autores que hayan tomado como tema de sus lucubraciones literarias a Ercilla y a los indígenas celebrados por él. Preciso es reconocer que la empresa resultaba para ellos más difícil que para los extraños a este suelo, donde la persona del poeta era, puede decirse, familiar; que en cuanto a los indios, apenas sí era posible pensar a ese intento en ellos.., de puro conocidos y manoseados.

Acometió el primero semejante empresa don Enrique del Solar (1841-1893) con la publicación que hizo, en 1875, de sus Leyendas y tradiciones, entre las cuales dio cabida a «Una aventura de Ercilla»1226. Para juzgarla, conviene tener presente que el autor comienza por advertir que no la presenta como una obra histórica, aunque tomando para su desarrollo como base un hecho capital y dando en lo demás libre rienda a la fantasía.

El hecho en que estriba es la pendencia que en la Imperial tuvieron Ercilla y don Juan de Pineda y la sentencia de muerte que, con tal motivo, dictó contra ellos don García Hurtado de Mendoza; y la fantasía empieza desde el punto que se supone al poeta enamorado de la hija de su rival, que ha logrado cautivar también a don García, para quien los celos no habrían sido extraños en el dictar de su sentencia.

El primer disgusto de los contendores se produce en un momento en que ambos discuten la legitimidad del suplicio que Reinoso mandó dar a Caupolicán, que Ercilla vitupera y que Pineda defiende en homenaje a aquel su amigo. Ercilla rehuye en cuanto puede todo encuentro con Pineda, por consideraciones a su hija, pero se produce fatalmente el juego de sortijas y el tumulto que se siguió; ambos buscan refugio en el templo, donde, por intercesión de un fraile, se reconcilian y se acuerda la celebración del matrimonio de Ercilla con Inés, la hija de Pineda, y estaban ya los novios ante el altar, cuando el templo es invadido por los soldados, que van de orden del Gobernador, instigado de su secretario Ortigosa, a sacar de su refugio a los asilados para que se ejecutase en ellos la sentencia de muerte. Don García se encierra en sus habitaciones, negándose a oír las representaciones de los religiosos y de sus compañeros de armas que acuden en demanda del indulto de los presos, el que al fin obtiene Inés penetrando por una ventana a la estancia de don García; pormenores en los que el autor ha seguido bastante de cerca lo que cuenta la historia.

Pero el perdón lo ha obtenido Inés, según se imagina, a costa del voto que hiciera de renunciar al mundo, resolución en la que se manifiesta inquebrantable y en cuyo cumplimiento parte con su padre a Lima, donde éste toma el hábito de San Agustín y ella prosigue viaje a España para encerrarse para siempre en un convento de monjas en Valladolid.

La narración resulta muy animada, el diálogo bien sostenido y los sentimientos   —395→   de hidalguía y pundonor caballeresco harto levantados y dignos de los personajes que están en escena. La figura de Ercilla, sobre todo, se nos muestra nobilísima. Véanse algunas de las pinceladas con que se la esboza, después de haber hecho el retrato de su físico:

«Hijo de la guerra, amaba el peligro; hombre y cristiano, compadecía noblemente el heroísmo desventurado del vencido y jamás su mano se manchó con la sangre del rendido, ni echó a su cuello la pesada cadena de la esclavitud.

«Guerrero español, ansiaba dilatar con la espada el imperio de la Cruz y los dominios de su soberano, pero admiraba y quería a los hijos de Arauco, que contra toda esperanza lidiaban como leones en defensa de su libertad.

«Durante el día peleaba como un héroe, por la noche escribía en magníficos versos la historia de la jornada, erigiendo en un poema inmortal un monumento de gloria a sus propios enemigos, cuyo denuedo y arrojo sabía, como ninguno, comprender».



Todavía otro rasgo, que se halla en el diálogo que el fraile sostiene con Pineda para convencerle de que debe reconciliarse con su adversario:

-«No puedo ceder», dice Pineda, y le replica su interlocutor:

-«Él entonces os buscará, que, aunque arrogante y mancebo, tiene un corazón más generoso que el vuestro. ¡Ah! si conocierais a Ercilla! No hay alma más noble en todas las Indias. Ninguno de los que han pisado estas tierras tendrán en la posteridad un nombre más glorioso; y si los siglos venideros recuerdan el de alguno de los que hoy lidian por la Cruz en estas apartadas regiones, lo deberán a Ercilla, que en sus cantos les da una eterna fama».



Tal es el único ensayo novelesco hecho en Chile en que se vea figurar a Ercilla. Digamos ahora cómo ha sido tratado en los dos dramas en que, aquí también, se le ha presentado.

Intitúlase el primero Don Alonso de Ercilla o el sello del Virrey1227, y fue su autor un joven abogado que solía gastar sus ocios de bufete en pasatiempos literarios, muerto trágicamente en edad temprana. Su obra, más que juventud, revela la profesión de quien la hizo, que trasciende a cada paso en las escenas del drama, y la asemeja, por tanto, a una pieza jurídica destinada a servir de alegato, con grave desmedro de los sentimientos con que puede moverse a un auditorio en el teatro.

Ercilla ha salvado la vida a doña Mencía, salida recién de la curaduría de su pariente don Carlos, hombre ya de cierta edad, que la pretende sin ser correspondido, y que, al ver en casa de su ex-pupila al poeta, de quien se sabe está escribiendo La Araucana, le provoca con alusiones violentas. Conciértase allí un duelo a muerte entre los dos rivales. Doña Mencía, que ama a Ercilla, se dirige a don García para que lo impida, y ambos llegan, en efecto, acompañados de varios soldados, al sitio en que sospechan que se ha de verificar el lance, pero cuando ya éste ha tenido lugar y don Carlos yace cadáver. A la vista de tal suceso, y mostrando don Alonso alterarse y desconocer la autoridad del Gobernador, es tomado preso y condenado a muerte. Don García se manifiesta inexorable en el cumplimiento de la sentencia, que cree ajustada a la ley, y sólo cede en vista de que el padre Vásquez le muestra un decreto del Virrey del Perú, por el que manda que todo el mundo, incluso el Gobernador, le obedezcan. El desenlace deja en suspenso si los amantes se casan al fin o no.

  —396→  

A Ercilla se le presenta obrando siempre con demasiada exaltación, aunque con rasgos de clemencia que le honran, como el haber salvado la vida en la batalla de Millarapue al indio Orompello, convertido después en rufián y matón de don Carlos, quien le lleva al intento al sitio del desafío para que mate a traición a su contendor, a lo que impulsivamente se niega, por haber reconocido en él a su salvador.

La pieza de Urzúa no se representó, como no se ha representado tampoco la de un joven español, Ángel Poves Chabarri, que acaba de dar a luz Castilla y Arauco, drama en cuatro actos y en verso, que sale con pretensiones de histórico1228.

El primer acto se reduce a una reunión de los indígenas, (cuyos nombres son en su totalidad de La Araucana y cuyos caracteres se conforman con los que en ella se les atribuye), en la que se preparan para asaltar en el siguiente día el fuerte de Talcaguano que saben están construyendo a toda prisa los españoles. Por incidencia se rememora el combate de Mataquito, en el que murió Lautaro, y se da cuenta de cómo dos de los que le acompañaban en esa ocasión, Rengo y Gracolano, lograron escapar la vida, supliendo en esta parte con bastante acierto la omisión de Ercilla.

Sigue una escena entre las indias Tinigra y Yanaya (nombres de la invención del autor), que recuerdan algunas de las incidencias de la excursión de Lautaro; cómo al padre de la última le fue salvada la vida y la honra, por Hernando Martín de Elvira, a quien ama, de las asechanzas de Lauso, a tiempo que se presenta el español acompañado de Olmos de Aguilera, para caer luego prisionero de los indios, que los desarman y los atan a un poste para matarlos, pero que son puestos en libertad por Caupolicán, cuando incidentalmente le descubren que Lauso fue el traidor que guió a Villagra en su ataque a Lautaro.

Ya en el segundo acto se ve a Ercilla departiendo con Martín de Elvira y en seguida con don García, que les consulta si se deberá salir o no del fuerte para pelear. Pronto llegan los enemigos al asalto y el combate se traba al grito de ¡Santiago y España!, que lanza Ercilla.

Se inicia el acto tercero con la presencia de éste en la escena en actitud reflexiva, mirando el campo de batalla, y habla así:

   ¡No exageraban, no!; jamás mis ojos
tan pertinaz obstinación miraron
cual la de que ahora son despojos
de la muerte gloriosa que buscaron!
¡Son ufanos laureles los abrojos
entre los cuales su hálito exhalaron
y espléndido dosel el firmamento
del túmulo que alzara su ardimiento!
   Cobra nuevo vigor el entusiasmo
que sentí al escuchar hazañas tales
por narrar lo que sé que ha ser pasmo
y ejemplo de valor a los mortales.
¡Fuera! ¡Fuera, letárgico marasmo!
Tales hechos merecen sus anales.
Pues por mí los tendrán: sólo la muerte
bastaría a dejar mi pluma inerte.
—397→
   A golpes de martillo he fabricado
del plomo de una bala aqueste estilo
para formar el borrador preciado
en que la laboriosa rima enfilo;
y en el tiempo apacible y sosegado
de las calladas horas que vigilo
han de auxiliarme las amigas musas,
que en la quietud demuéstranse profusas.
   Iluminad mi mente, ninfas bellas,
que revoláis en vagarosa tropa,
circundando mi sien con las centellas
que se desprenden de vuestra áurea ropa.
Brindad al que persigue vuestras huellas
de la sagrada inspiración la copa
y de mi numen surgirá lozana
con estro sonoroso La Araucana.


E iba a proseguir en su escritura cuando, al oír ciertos lamentos, sale y se encuentra con Tegualda, que busca entre los muertos el cuerpo de su marido: de ahí un diálogo de ambos, que termina con la presencia de otros españoles (todos con nombres inventados), a quienes ruega el poeta que le ayuden a cargar el cadáver de Crepino.

Dos soldados recuerdan en seguida la incidencias del combate: el arrojo de Tucapel, la valentía de Gracolano y la pérdida y recuperación de su lanza por Martín de Elvira, para continuar luego con el final de la escena del entierro de Crepino, cuyo cuerpo continúa acompañando Tegualda. Y de lance en lance, ya entre araucanos, ya entre españoles, comienza a desarrollarse cada vez más activa la intervención de Ercilla, hasta llegar a suponer que don García, herido de una pedrada en el combate, le ha delegado el mando.

Volvemos en el cuarto acto al campamento de los indígenas, donde de nuevo discuten los jefes que ya conocemos, Colocolo, Rengo, Lincoya. Llega a él Ercilla con otros soldados cuando acaban de abandonarlo, y se les ve atravesar el Biobío; aréngales para marchar en su seguimiento, cruzando el río en balsas y sin los caballos, que aun no habían llegado de Santiago, sacando a ese intento algunas compañías del fuerte; a tiempo que Caupolicán y su gente vienen a dar en ellos, siguiendo a Lauco, a quien dan muerte allí. El jefe indígena se prepara a combatir a los españoles con los pocos que le acompañan; uno de aquéllos va a dispararle, a tiempo que se interpone Ercilla para impedirlo, diciendo:

Hoy, Ercilla, capitán
de los soldados hispanos,
devuelve a los araucanos
al grande Caupolicán.


Se adelanta entonces éste, y exclama:

Noble prócer: el jefe araucano,
que altanero jamás se humilló,
os demanda estrechéis esta mano
que la gloria a su gesto mandó.
 

(Se dan la mano).

 
De la patria en el nombre bendito
reconozco tan noble actitud.
¡Prez a vos en el tiempo infinito!
Generoso guerrero, ¡salud!
—398→

 (Con entusiasmo y mirando al fondo). 

Yo vislumbro a mi patria querida
 

(Alegoría).

 
libre y grande del tiempo a través,
del trabajo y las artes asida
sosteniendo la ciencia a sus pies.
 

(Ercilla mirando al fondo).

 
   Y ese pueblo que están generando
dos naciones de esfuerzo tenaz,
su deber cumplirá venerando
el Trabajo, la Ciencia y la Paz.


Sin duda que hay que agradecer al joven español autor de la pieza tales palabras; pero convengamos también en que semejante desenlace lo repugna la más elemental verosimilitud.

Concebido y desarrollado bajo un plan mucho más reducido, pero de entonación más alta y con una versificación digna del asunto elegido, es el Ensayo trágico de la muerte de Lautaro1229, escrito por don Julio Vicuña Cifuentes en los días de su mocedad. La pieza comprende un acto y está basada en el hecho histórico del asalto que Francisco de Villagra dio a Lautaro en Mataquito, siempre tomándolo de lo que cuenta Ercilla. Además del caudillo español, figuran como personajes principales tres de su capitanes, uno de ellos don Alonso, que trasciende a ser el propio Ercilla, -por más que su presencia en aquel combate importaría un anacronismo, puesto que aun no había llegado a Chile-; el indio Huilchero (nombre de la invención del autor), que, enamorado de Guacolda, despreciado por ella y afrentado por Lautaro, abandonad campo indígena para ofrecerse a los españoles a servirles de guía y conducirlos al paraje en que aquél está acampado: servicio que los capitanes de Villagra aceptan, con protesta de don Alonso, que considera indigno de un soldado aprovecharse de semejante traición; y el mismo Lautaro y su amante Guacolda. Mientras tanto, el jefe indígena perora en su campo a los caciques que le siguen, invitándoles a que reposen para desplegar todas sus energías cuando llegue el momento del combate que está próximo, arenga que comienza con uno de los versos de La Araucana; y luego se produce la escena culminante de la pieza con el diálogo de los dos amantes, basado en el poema ercillano, en aquel sueño en que la india cree haber visto perecerá Lautaro y que éste procura desvanecer, diciéndole:

   Cese, Guacolda, ese temor mezquino
impropio asaz de tu valiente pecho:
senda más vasta me trazó el destino
y será el mundo a mi poder estrecho.
Mira cuál huye el invasor tirano
al acercarse mi esforzada hueste,
y pronto a Chile regirá mi mano
desde la mar a la campiña agreste.
Sosiega esa inquietud que te anonada;
más alto, amiga, el pensamiento eleva;
y entrégate al reposo descuidada,
que el miedo lejos al contrario lleva.


  —399→  

Llegan por fin los españoles al campo de los indios por la senda que Huilchero les muestra, sorpréndenlos y hieren de muerte a Lautaro, que cae en brazos de Guacolda, a la que, comprimiéndose la herida con las manos, alcanza a hablarle así:

      Por piedad, escucha,
y esas lágrimas seca, que desdoran:
por el esposo que cayó en la lucha
las esposas de Arauco nunca lloran.
Muero... ¡No importa! A mis hermanos llama,
y, mi postrera voluntad cumpliendo,
diles, si el mismo fuego les inflama,
que muero... sus victorias presintiendo.
Que si les falto yo... les sobran otros...
que mi muerte... sus bríos... no aniquile...

 (Concentrando todas sus fuerzas). 

¡Firmes lidiando continuad vosotros!
No me venguéis a mí...

 (Con un último esfuerzo). 

¡Vengad a Chile!


Abrazada Guacolda al cadáver de Lautaro la encuentra Huilchero y tratando de asirla por la cintura, llega don Alonso, que le mata de una estocada.

Tal es el desenlace, que nos parece habría resultado más dramático y también más conforme a la verdad histórica, ya que el caudillo araucano murió de un flechazo, si su matador hubiese sido el propio Huilchero1230.

Para dar remate a esta ya larga ilustración, réstanos consignar una brevísima noticia de las óperas en que se ha representado a los héroes de La Araucana, género en el que, sin duda, puede admitirlos y celebrarlos el teatro de estos tiempos, cosa que, a nuestro modo de entender, se hace intolerable en el drama, al menos en Chile. La imaginación admite sin esfuerzo el que se les oiga cantar, pero discurrir en forma culta, vestidos a su usanza, puede pasar sólo en la epopeya histórica con el mágico encanto de la poesía genial de Ercilla y con el conocimiento de que se manifiestan héroes al defender a su patria. Pero lleguemos a esas óperas.

Se intitula la primera Caupolicán1231, con música del maestro chileno don R. Acevedo G., autor también, según parece, del libreto. Figuran en ella Fresia, Caupolicán, Colocolo y Palla; la escena se desarrolla en 1552 en Arauco y comienza por la elección del jefe araucano, que éste anuncia al pueblo en una romanza, seguida luego de otra de Colocolo, sobre la letra de la estrofa de Ercilla que comienza:


Esto verse podrá por esta historia...



Concluye el acto con un dúo de amor entre Fresia y Caupolicán, basada la letra   —400→   en los versos, ligeramente modificados, del poeta chileno don Luis Rodríguez Velasco.

Este acto fue representado en Santiago en 1902. El argumento de los dos restantes, que no ha salido a luz, lo resume así su autor, debiendo prevenir nosotros que el segundo pasa en el campamento de los españoles. «Se trama la pérdida de Caupolicán, quien es denunciado por un indio traidor y derrotado completamente. Sigue sus pasos, como protegiéndole, Tegualda, india enamorada de él. En el tercer acto aparece Caupolicán prisionero, lamentando el infortunio de su patria y su propia desgracia. Aparece Fresia, que ya ha sido su esposa, quien, indignada de la derrota del toqui, le apostrofa y le arroja a sus pies el hijo de sus amores, porque no quiere, dice, tener hijos de un padre que no ha sabido defender la patria. Tegualda alcanza a arrebatar a Fresia el hijo que, en su cólera, quería sacrificar. Caupolicán es condenado al suplicio. Tegualda llora su muerte, que es la muerte de su amor ignorado y no comprendido».

El argumento está, ciertamente, muy bien elegido, salvo el papel de Tegualda, que habría podido ser reemplazado con ventaja por Ercilla, siguiendo más de cerca la verdad histórica, al contradecir y oponerse al suplicio del jefe araucano.

Obra de un maestro chileno también, es Lautaro1232,primera parte de una trilogía que con el título de La Araucana ideó y compuso don E. Ortiz de Zárate y que fue estrenada en Santiago, igualmente en 1902. La segunda y tercera partes debieron ser La Quintrala y Manuel Rodríguez, simbolizando con las tres la conquista, el coloniaje y la independencia de Chile.

Alternando con la figura de Lautaro se nos muestran el cacique Ayamanque, Guacolda y Colocolo de entre los indígenas, y de los españoles, al gobernador Pedro de Valdivia, a Catiray, jefe indígena de su devoción, y al primer obispo de Santiago don Rodrigo González. En el primer acto, que pasa en Santiago en la sala de armas de Valdivia, recibe éste la embajada de un indio, quien increpa a Lautaro que se halle al servicio de los españoles, servicio que no se decide a abandonar hasta que su amo entrega a Catiray, como premio de victoria, a Guacolda, amada que había sido del paje del Gobernador en sus primeros años. El segundo se supone radicado en Penco, donde el obispo y algunos frailes llevan a la hoguera a ciertos indios, entre ellos, a Guacolda, los que son libertados por la repentina irrupción de Lautaro con sus huestes vencedoras. El desenlace se verifica en las riberas del Mataquito, hasta donde llegan los soldados españoles, guiados por Catiray, en los momentos en que los indios celebran sus fiestas al pie de un canelo, su árbol sagrado; perece en la refriega Lautaro, y Catiray a manos de una india, cuyo amor ha fingido en el último momento aceptar.

El primer acto de la última de las piezas de ese orden de que tenemos que dar alguna cuenta, intitulada Araucana1233, cuya letra es de Pedro Bertozzi y la música del maestro Claudio Carlini, está por entero consagrado al matrimonio de Fresia con Caupolicán y de Lautaro con Guacolda, los que, haciendo Galbarino de sacerdote,   —401→   se verifican conforme aun supuesto rito araucano. Tienen sus escenas, como todas las de la pieza, un marcado tinte local, y los sentimientos expresados, en aplauso del amor, son delicados y bellísimos. Si la música respondiera a ellos, -cosa que no podemos decir-, debe ser realmente hermosa.

En el acto segundo, los sacerdotes indígenas consultan los agüeros, que pronostican guerra; hablan los principales caciques, excitándose mutuamente para ir a atacar a los españoles hasta en Santiago, menos Andresillo, que mira con malos ojos a Caupolicán por haberle arrebatado el amor de Fresia, y que formula dudas a cerca del éxito de la jornada. Vejado por su rival y empujado hacia el grupo de mujeres que asiste a la ceremonia, promete vengarse. Concluye la fiesta con la elección de Galbarino para caudillo general, el que ofrece compartir el mando con Lautaro y Caupolicán.

En el interior de una choza araucana, adornado con trofeos españoles y, entre ellos, la armadura de Valdivia, se ve a Fresia tejiendo un poncho para Caupolicán y, al par que trabaja, contempla a su pequeño hijo y le besa y arrulla; óyese el rumor de la gente que se dirige al cementerio a depositar ofrendas en recuerdo de Lautaro, muerto en Mataquito, cuyo aniversario cae en ese día, y luego llega un grupo de mujeres que comentan las noticias que se tienen de la guerra, y, a poco, se presenta Galbarino, que chorrea sangre de sus manos destroncadas, y le anuncia que Caupolicán ha caído prisionero; mira ya con desapego a su hijuelo y sólo piensa en ir a ver al marido, en vista del imperioso mandato de aquel su padre; pero antes de alejarse, vuelve sus pasos a la choza que fue su «antiguo nido de amor» y la prende fuego.

Pasamos ahora al campo español, que se agita; Caupolicán, cubierto su rostro de sangre, está amarrado al palo del último suplicio; un negro dispone los aprestos finales para la ejecución, y un grupo de soldados hace escarnio del infeliz jefe araucano. En tales momentos llega Fresia con su hijo en brazos; un temblor nervioso de rabia y menosprecio la estremece y ante el amago del padre de acariciar al niño, lo echa hacia atrás; trábase entre ambos un diálogo en el que la india le increpa el que se haya dejado aprisionar, concluyendo por arrojarle a sus pies el fruto de sus amores. Bastante se prolonga todavía tan trágica escena, entre las protestas del que va a morir, dirigidas a su mujer y a su hijo; cae pesadamente del palo, aún con vida, se reanima un tanto con cierto brebaje que le dan a beber, atrae hacia sí a su hijo, le besa y señala con su sangre; algunos araucanos le mojan la frente y le ofrecen agua fría para que beba; lentamente y animándose en un postrero esfuerzo de vida, termina su arenga, como en visión profética, con estas palabras:

¡Miradla!... del Pacífico
la solitaria estrella
brilla... al viento ondea
una bandera:... ¡es ella
de la patria futura
la gloria!,... el,... el corazón!


Quien hace una escena como ésta, tan intensamente dramática desde el primer momento y que no decae y aun se ya acentuando más y más, manifiesta tener, indudablemente, conocimiento de la escena y dominarla en todos sus detalles. Es, todavía, el reflejo muy cercano a la verdad histórica cantada por Ercilla y que pone de manifiesto hasta donde ha alcanzado la influencia de su genio1234.

  —402→  

Finalmente, en 1915 veía la luz pública, en edición desgraciadamente plagada de yerros tipográficos, El Capitán Trovador, poema dramático en cuatro actos que trata sobre la vida del gran capitán don Alonso de Ercilla y Zúñiga, del joven poeta don Antonio Orrego Barros, que dedicó su canto, como él le llama, a la memoria «del gran capitán trovador don Alonso de Ercilla y Zúñiga, que con alma generosa y estro potente supo elevar un pedestal de gloria a nuestra raza indómita».

Diríase, en vista de lo que anuncia el título, que la vida del poeta se hallaba contada en esas páginas; pero no hay tal, pues el argumento de la pieza se reduce, en esa parte, a su estancia en Chile y a su figuración en algunos episodios de la guerra araucana con el grado de capitán, que nunca tuvo. Preferible hubiera sido que aquel título, menos ampuloso y rebuscado y más ajustado también a la verdad, fuese el de soldado-poeta. Por lo demás, los nombres todos de los personajes que intervienen en la pieza son tomados de la realidad, excepción hecha de las damas, que, por extraño anacronismo, se les ve aparecer ya en lo interior del fuerte de Penco, hecho que no cabe de modo alguno dentro de la verdad histórica y que el autor no cuida de explicar o paliar siquiera. La principal de ellas es Carmen, cortejada de don García, el gobernador, y desde los primeros momentos en abierta correspondencia amorosa con Ercilla, cosa que no se oculta a su poderoso rival. Al fuerte logra también penetrar Tegualda, la heroína celebrada en el poema, que llega allí, como se la presenta en él, en busca del cadáver de su marido; de donde otro anacronismo más, no sólo en pugna con la verdad histórica, sino también con la verosimilitud, haciendo que en el desenvolvimiento de la trama ocurra un combate que ya antes había tenido lugar y que no se repitió después de la derrota de los indígenas en su único asalto al fuerte.

En ese primer acto se nos presenta, asimismo, al centinela Rebolledo, -como en las piezas españolas del siglo XVII-, dormido, sorprendido por el Gobernador, condenado a muerte por él y luego perdonado por las influencias de Carmen; y al futuro contendor de Ercilla, don Juan de Pineda, dando muestras de su carácter insolente y burlón.

Procurando ajustarse a los moldes históricos, traslada el autor la escena a la Imperial, donde ha de celebrarse el advenimiento de Felipe II al trono con fiestas y juegos de caña y de sortija: allí don García procede al reparto de las encomiendas, olvidándose de Pineda, que, irritado por ello, imagina provocar una revuelta, que podría encabezar Ercilla, y cuando éste se niega y reprueba a Pineda su proceder, se traban de palabras y echan mano a sus espadas, momento en que los sorprende don García, para condenarlos por tal desacato a la última pena.

Apártase así el autor de manera muy poco feliz de la tradición histórica, que deriva tal pendencia, ya de un incidente del juego de sortija en que ambos toman parte, ya del atropello que Pineda pretendió ejecutar con el poeta arrebatándole el lugar que le correspondía en el séquito del Gobernador cuando se dirigía a la fiesta; para volver a ella en cuanto al temperamento adoptado por aquél de encerrarse en sus habitaciones sin permitir la entrada a ellas de los intercesores de los reos, que logran, sin embargo, vencer Reinoso y otros capitanes, Tegualda y, por fin, Carmen, que logra introducirse por una ventana hasta don García y obtener para Ercilla, a quien   —403→   ama, que se le conmute en destierro la pena de muerte, al precio de su cariño. En esta virtud, Ercilla se apresta a partir: Tegualda llega hasta él para ofrecerle una vez más ser suya y seguro asilo en las selvas de Arauco que pueblan los vasallos que le obedecen; y, por último, Carmen, a quien Rebolledo ha ido a buscar a la Imperial, y que arriba a tiempo aún de verle, para confiarse ambos, en frases, más o menos veladas, su amor y el sufrimiento que la separación les causa; se ve, todavía, a Ercilla a lo lejos que llora y agita su pañuelo, y a Carmen caer desfallecida1235.