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En cuanto al Virrey, según era de esperarlo, no le hizo buena acogida, y ante las gestiones de Ercilla para que se le socorriese de alguna manera en medio de la pobreza en que se veía, después de haberlo gastado todo en su viaje a Chile en servicio del Rey, se manifestó siempre inexorable233. Ocurrió entonces al único temperamento que le quedaba a los conquistadores para ser remunerados; levantar una información de sus servicios y enviarla al monarca en solicitud de socorro, acompañándola de una carta fechada en Lima el 31 de octubre de dicho año, en la que, sin hablarle del verdadero motivo de su partida de Chile, le decía, después de enunciarle brevemente sus campañas, que, no siendo ya necesarios sus servicios, -según generalmente lo pensaban, o al menos lo decían de sí todos234, -había ido a continuarlos en el Perú, donde por el momento se hallaba «pasando gran necesidad y vergüenza, por haber quedado muy gastado y empeñado en la jornada de Chile»; hacíale recuerdo de lo que su padre Fortún García le había servido y del tiempo que él pasó a su lado, siendo niño; y concluía por pedirle que se le mandase dar allí en el Perú un repartimiento de los muchos que estaban vacantes por esos días, cuyas rentas pasasen de seis mil pesos, sin los cuales no podría vivir, por la carestía del país, conforme al lustre que debieran gastar los que eran tan inmediatos servidores suyos como él235. Así, pues, el propósito de Ercilla era el de quedarse en el Perú, y tal es también lo que afirma Garibay, que debía saberlo de su boca236, y su situación allí, durante largos meses, tuvo que ser por extremo precaria y angustiosa. Él mismo confesaba, que lo fue de vergüenza. En ese tiempo (1558- 1560) sirvió de testigo en las probanzas de servicios, de tres de sus compañeros de Chile, -Bastida, Irarrázabal y Velasco,- seguramente de los mismos de quienes a su turno hubiera de valerse para su expediente,   —98→   y en alguna de ellas se le llama simplemente «estante en la corte», calificativo que revela, probablemente, que se hallaba aún sin cargo alguno237. Por suerte, Felipe II acogió benignamente las instancias de su antiguo paje y dirigió al Virrey una real cédula, ordenándole que en los repartimientos de indios que allí estuviesen vacos o en adelante vacaren le «diese de comer conforme a la calidad de su persona y servicios»238. Lleva esa real cédula la fecha de 23 de diciembre de 1560, que, por una circunstancia digna de notarse, coincidía con la en que don García de Mendoza recibía la noticia de haber sido exonerado del gobierno su padre y le llamaba éste para que partiese de Chile239.

Empero, antes de que la real recomendación llegase a su destino, tendría forzosamente que transcurrir cerca de un año o más, y aun, para que se le diese cumplimiento había que contar con que estuviese vaco algún repartimiento, y, antes que todo, con la voluntad del Virrey; y, en tales condiciones, la situación de Ercilla habría continuado siendo estrechísima y precaria durante mucho tiempo todavía, si aquel alto funcionario, ya sea que mejor informado de lo que motivó el destierro del joven soldado, o bien que tuviera necesidad de sus servicios para completar el cuerpo de gentiles-hombres lanzas que había creado luego de su llegada al Perú (9 de marzo de 1557), es lo cierto que le extendió nombramiento para ser uno de ellos, en fecha que no consta, piso que fue, sin duda, anterior al recibo de la real cédula de recomendación de Felipe II240.

Ese cuerpo militar estaba formado por los hombres que más se hubiesen distinguido en el ejercicio de las armas y cuya conducta anterior diese completas garantías de fidelidad al Real servicio; se quería tener en él, en una palabra, como en el de arcabuceros,   —99→   que asistía también cerca de la persona del representante del monarca en aquel país, -sacudido hasta entonces por tantas y tan violentas convulsiones intestinas, -dos compañías que le permitiesen vivir tranquilo y respetado; tal es lo que resulta de lo que sobre esa materia sabemos y tal lo que Ercilla repetía años más tarde al ser consultado sobre un punto capitalísimo de la administración colonial, al decir que, sin otras causas, «consumidas las plazas de los lanzas y arcabuceros que asisten cerca de sus personas [los Virreyes] quedan desautorizados, solos, tenidos en poco y poco temidos para lo que puede suceder»241. Conforme a aquel puesto de confianza era también el sueldo de que disfrutaban, siendo sus funciones, en general, más de aparato y de respeto, podríamos decir, que de servicio militar activo. Desde su creación, los privilegios de que se les había investido no eran tampoco insignificantes, y con el tiempo se les confirmaron por los Reyes y se les renovaron y acrecentaron, hasta llegar a codificarse en un cuerpo en 1632242. Léase cómo describe esas compañías y la manera de vida que llevaban los que las formaban, quien residía en Lima por aquellos años: «El Marqués... instituyó cient gentiles hombres, que llamó lanzas, con mil pesos ensayados cada uno, con su capitán general y alférez...: estos pesos se pagaban por sus tercios, de cuatro en cuatro meses infaliblemente; los lanzas eran obligados a tener caballo y armas y cuartago, coracinas o cotas, y lanzas o adargas. Dos días antes de la paga salían a la plaza en reseña con sus dobladuras, ellos en sus caballos, los criados en sus cuartagos. Poníase el Marqués en los corredores de las casas de la Audiencia y pasaban delante dél la carrera, y al tercero día les pagaban el tercio de los 1 000 pesos, que son 333 pesos, 2 tomines y 8 granos. Con esta paga vivían de dos en dos; tenían sus casas muy concertadas, sus caballos muy gordos, ellos bien vestidos y contentos»243.

A poco de estar Ercilla desempeñando tan honroso cargo y, en verdad, bien descansado, llegó a Lima el virrey Conde de Nieva, acompañado del licenciado Bribiesca de Muñatones, de Diego de Vargas Carvajal y de Ortega de Melgosa, nombrados comisarios para tratar del debatido asunto de la perpetuidad de las encomiendas de indígenas   —100→   y de otros negocios, para cuya resolución, según se infiere, dispensaron a Ercilla el honor de oír su parecer244.

Mas, aquella vida inactiva y ese cargo puramente decorativo no se avenían con el carácter inquieto de Ercilla, efecto de su constitución nerviosa y sanguínea. Por otra parte, el largo tiempo de ausencia que llevaba de España y, acaso, las noticias que recibiera de la grave enfermedad que aquejaba a su madre, si es que no de su muerte, sus recuerdos mismos de la vida de la corte, quizás, le decidieron a solicitar una licencia de dos años para ausentarse del Perú, que el Conde de Nieva le concedió, librándole, a la vez, en la Caja Real de Lima un año entero de su sueldo para ayuda a los gastos de su viaje245.

Por esos días también debió de llegar a Lima la noticia del desastroso desarrollo que en su curso había tenido la expedición enviada por el Marqués de Cañete hacia las regiones del Amazonas y de los atroces desmanes que Lope de Aguirre, que había pasado a mandarla; llevaba cometidos; y deseoso Ercilla, según dice, de tomar parte en la jornada que debía emprenderse para su castigo, apresuró su partida de Lima, embarcándose para Panamá, probablemente a fines de septiembre de 1561246.

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A Panamá arribó después de haber tocado probablemente en alguno de los puertos intermedios del Perú, en Trujillo o Paita, para renovar la provisión de leña y bastimentos, como solía acostumbrarse, y tal vez, en un mes de navegación, allá en   —102→   los primeros días de noviembre247, sin contratiempo alguno, pero tan a mala hora para el propósito inmediato que le llevaba allí, que al mismo punto en que puso pie en tierra, se supo que Lope de Aguirre había sido muerto. En tal evento, sólo pudo pensar en continuar su viaje a España y esperar para ello la partida de la flota.

Habían desembarcado en Panamá junto con él248 no pocas personas, que por diferentes causas llevaban el mismo rumbo, entre ellas, Juan Núñez de Vargas, tesorero de la provincia de Chile, a quien el gobernador Francisco de Villagra, nombrado para suceder a don García, despachaba en comisión a la Corte, y que, como el poeta, se había visto en ocasión anterior condenado a muerte por aquel su juez; y no pocos letrados, como ser, don Melchor Bravo de Saravia, oidor de Lima, más tarde presidente de Chile, y los licenciados Cristóbal Ramírez de Cartagena y Fernando de Santillán, teniente que fue del mismo don García y a quien Ercilla debió de haber tratado en más de una ocasión, con cuyo motivo, sin duda, fue a hacerle visita al convento de San Francisco, donde se hospedaba. En el curso de la conversación, Santillán se le quejó diciéndole que estaba, informado de haberse expresado de él en términos que implicaban una ofensa; replicole Ercilla que no había tal, y como entonces Santillán le repusiera que lo sabía de boca de Ramírez de Cartagena, le contestó que él haría que éste fuese a su presencia a manifestarle cómo él jamás había pronunciado palabras semejantes en perjuicio y desdoro suyo.

Bien pronto hubo de presentarse el momento en que Ercilla pudiera hacer buena su palabra. Enojado de lo que Santillán le contara de su colega Ramírez, uno de los días inmediatos siguientes pidió a Bartolomé de Pineda que le acompañara para que   —103→   fuese testigo de lo que iba a hacer. Se situaron, en efecto, ambos en la plaza, en espera de que saliera la misa de la iglesia mayor, y a tiempo que, concluida ésta, ya había entrado en la plaza Ramírez de Cartagena, que marchaba en unión del capitán Francisco de Bolonia, Francisco de Cáceres y Diego de Bustamante, Ercilla se adelantó al grupo que formaban los cuatro, y dirigiéndose al licenciado le dijo que tenía dos palabras que hablar con él, y encaminándose ambos juntos hacia la playa, llamó Ercilla a Pineda para que se les juntase y fuese testigo de lo que quería decir, y ya los tres reunidos, continuaron su camino. Una vez en la marina, Ercilla, hablando con calor, le dijo a Ramírez que se espantaba de que hubiese contado a Santillán lo que ni por pensamiento le había pasado, «y otras cosas»; a lo que le contestó, «espantado» de lo que se le decía, que era todo falsedad y mentira; accediendo en el acto a las instancias de Ercilla para que juntos se trasladasen a la posada de Santillán y le repitiese lo que acababa de asegurarle. Así lo hicieron, seguidos siempre de los que desde lejos habían estado presenciando aquella escena, y que pudieron dar fe luego cómo, en presencia de Ercilla, Ramírez y Santillán estuvieron en la tribuna del convento de San Francisco «hablando y dando voces muy enojadamente a manera de haber pasión»; hasta que, al cabo de un rato, bajó de allí Ramírez de Cartagena, dejando a Ercilla tan satisfecho de su inocencia, que éste mismo refería después que «muchas veces estuvo determinado de ir a pedirle que le perdonase la mala opinión en que le había tenido». En el expediente que sobre este suceso se levantó en España, luego de haber llegado todos, quedó también en claro que la determinación de Ercilla al apartar al licenciado hacia la marina, fue de que había sido inducido por Santillán a matarle, o, por lo menos, a matarse con él, como aseguraron otros. De ese modo dejó el poeta levantada toda sombra que pudiera empañar su conducta de caballero en cualquier momento, a costa sólo del miedo de Ramírez de Cartagena, que creyó, en efecto, que le había de matar en el desafío249.

Carecemos de los datos que nos permitieran señalar la fecha precisa en que este lance ocurriera y del tiempo que Ercilla permaneciera en Panamá. Sólo podría asegurarse que desde allí debió de dirigirse a Nombre de Dios, punto obligado entonces de salida para las naves que llevaban su derrotero a la Península, y que, de paso, tuvo que tocar en Cartagena250. Posiblemente allí sería donde estuvo «detenido» por aquella   —104→   enfermedad larga y extraña de que habla en La Araucana251; y, ya fuese principalmente por esta causa, o porque la espera de la flota se hubiese demorado mucho tiempo, es de afirmar que desde su salida de Lima hasta que pudo hacerse definitivamente a la vela para España se pasaron, tal vez, no menos de 18 meses; el hecho es que, apenas convalecido y habiendo tocado de paso en las Terceras252, llegó a Sevilla253 a mediados de 1563254. De allí siguió su camino a Madrid.

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