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La arquitectura del aire

(Un libro de aforismos en marcha)

Carlos Marzal





Desde hace años garabateo, en distintos cuadernos, aforismos y textos breves, que, algún día, por sedimentación, constituyan tal vez un libro. Si ese poso cobra cuerpo en el futuro, se llamará La arquitectura del aire, y en su frontispicio llevará la siguiente cita de George Santayana: El aire libre es también una forma de arquitectura. (Creo que las buenas citas tienen sobre nosotros un enorme poder de contagio, y nos fuerzan a desear escribir libros).

La muestra que viene a continuación es tan sólo un testimonio de fidelidad lectora al género moral.

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En casi todos los asuntos de la existencia -y en el arte esto se hace dolorosamente diáfano-, la obtención de nuestros objetivos está en relación directa con los sacrificios que queramos hacer para lograrlos. Las preguntas son: ¿Qué estás dispuesto a hacer? ¿Qué vas a dejarte en el camino? ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?

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Por no tener, no sólo no tenía quien llorara su muerte, sino que tampoco le quedaba quien se alegrase de su desaparición.

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Una manera universal de ser de cualquier país que consiste en pretender no parecer ser de ninguno.

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Dos gotas de cínico amargo de angostura, sobre medio vaso de bondad profunda, son el cóctel más sabroso con el que se elabora el temperamento de un buen camarada de armas.

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El lector y escritor de aforismos procede como un soldado que mina un territorio: siembra cientos, para que sea uno solo el que nos estalle al paso.

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Los temperamentos demasiado artísticos son a la vida diaria lo que el picante a la comida: una manera de estropearnos poco a poco el estómago.

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Esa condición monstruosa de todo lo demasiado precoz.

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De los ingeniosos se recela como de los caricaturistas: nadie quiere ser su próxima víctima.

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La levedad y la profundidad literarias no son obra del oficio ni de la madurez, sino un producto del temperamento. El estilo, en contra de lo que predican los manuales de retórica, representa una fatalidad del carácter, modificada por el talento, igual que el talento es una virtud modificada fatalmente por el carácter.

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Envidiaba en su mujer ese sencillo apoderamiento de lo real.

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Huir de quienes convocan a su alrededor el caos. Soy demasiado consciente del caos externo como para que los sujetos demasiado temperamentales lo aumenten. Prefiero los caracteres angélicos, los individuos flemáticos y los granujas epicúreos.

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La recompensa mayor que un premio literario nos otorga estriba en que nos inviste de cierta autoridad, para poder decir que los premios literarios no tienen la menor importancia.

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La única razón para que no nos ocurra lo peor ahora mismo es de índole estadística: en este mismo instante le está ocurriendo a alguien en otro continente. La calamidad todopoderosa tiene la bendita tara de no resultar absolutamente ubicua.

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Lo que asombra no es que el tiempo lo cure todo, sino nuestra bienaventurada incapacidad para perseverar en el dolor, la desdicha y el abatimiento.

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Los libros de máximas obran su milagro, cuando lo consiguen, por la creación de un ámbito, igual que un perfume. No están en ningún lugar concreto, sino en el aire, construyendo su arquitectura.

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La madurez como virtud -supongo- consiste en pertrecharse de víveres para el invierno: buenos amigos, buenos libros, buenos amores, buenos proyectos.

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Esa voracidad, casi irreconciliable, que lleva a ambicionar el prestigio, cuando se tiene el éxito, y el éxito, cuando se goza del prestigio.

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Esa variedad del eremita que se indigna cada mañana con la prensa nacional.

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Inconquistables: conviene tener a mano, para protegernos de las galernas del espíritu, nuestros propios elixires épicos.

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Una careta no es una máscara, igual que una ocurrencia no es un adagio.

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Es preciso suministrarse vacunas de opósitos contra los tiempos que corren en todo tiempo. Contra la moda del contar -pongamos por caso-, la inmovilidad psicológica. Contra cierto plúmbeo psicologismo, el aire fresco del cuento de nunca acabar. Y así hasta la extenuación.

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Si a los treinta y cinco no hemos vuelto nuestra máscara indiscernible de nuestro rostro, lo mejor es que nos quitemos la careta.

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No somos conscientes de la frágil geometría de nuestra propia vida hasta que somos desplazados. Un palmo más allá de los límites conocidos, la turbamulta nos ignora, somos unos inútiles, comienza el horror. Un palmo más allá de nuestra geografía cotidiana, hay dragones.

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Borrón y cuenta nueva, tábula rasa, partir de cero. El consuelo verbal pretende ocultarnos que no somos lo que somos, sino las sucesivas encarnaciones de lo que queda de aquello que fuimos.

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La clarividencia consiste en vislumbrar que no existe nada radicalmente anómalo en la Creación, salvo la Creación misma. Un aeroplano, una montaña, una mujer, un libro, forman parte del mismo mosaico de belleza. La clarividencia es una perspectiva desde donde enfocar el catalejo.

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Que quien se asome a tus habitaciones, cuando tú te hayas ido, lo encuentre todo como si hubieses tenido que abandonarlas por la amenaza de una radiación nuclear. La luz encendida, el cuaderno abierto, el ordenador en marcha, la comida en el fuego. Que quien se asome a tu vida pueda pensar: Aquí vivía un individuo alerta.

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Una cara arrugada como el papel de aluminio usado.

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La elegancia clochard del cultivado desinterés sincero por lo propio. En cualquier ámbito.

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Querer ser profeta es triste, pero pretender serlo, además, en la propia tierra, es sencillamente ordinario.

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Amaba esa manera de parecer de pasado mañana -es decir, de siempre-, que consiste en no ser apenas del día de hoy.

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Un afantasmado es un individuo que tiende a la desaparición, desde la presencia. Un fantasma es un ser que tiende a la presencia, desde la desaparición. Un fantasmón es un tipo que se inclina hacia la apariencia, desde la inexistencia misma.

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Existe un equilibrio en la desgracia, una fatalidad compensatoria que hace que nadie pueda cantar su fracaso durante demasiado tiempo.

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La idea de vivir en una ciudad que no sea la mía me produce una insoportable melancolía hipotética. No me resigno, por anticipado, a la titánica tarea de verme obligado a hacer mía otra ciudad.

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El azar, ese felino que nos observa, elástico y hambriento, en la espesura.

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La importancia de ciertos escritores también se mide por la cantidad de estupideces que se permiten decir sin dejar de mantenerse incólumes. Y por la cantidad de estupideces que permiten decir sobre ellos, sin dejar de aparecer indemnes.

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La vejez acarrea una suerte de presbicia moral; por eso hay tantos ancianos que, cuando quieren dar muestra de sabiduría, suelen dar señales de extrema impertinencia.

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Cada ciudad tiene su cretino de cretinos, su campeón, como su catedral, su río y su plaza porticada.

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Cultivar la vocación como se erguiría una orquídea carnívora en mitad de una torre metálica; es decir, como una casualidad absoluta, como un milagro, como algo que no sirve para nada, como una rareza que tendrá que alimentarse de sí misma más tarde o más temprano.

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Quien cultiva en exceso la superstición de lo exclusivo, el sacerdocio de la rareza, termina enamorado de lo malo.

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Un vanguardista de diez y seis años es tan sólo un analfabeto, pero uno de sesenta y seis es simplemente un imbécil.





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