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La asimetría vanguardista en España

Román Gubern





Aunque esta ponencia no se plantea la tarea de definir el concepto de vanguardia artística, no me parece ocioso decir dos palabras sobre el tema, para delimitar el territorio objetivo de nuestra reflexión. Vanguardia fue una expresión tomada del léxico militar y extrapolada al campo del arte en la Francia del siglo XIX. Aunque aparentemente su irrupción en el léxico artístico propuso una nueva versión de la vieja querella entre «antiguos» y «modernos», en realidad su caracterización resultó mucho más compleja y poliédrica. Las vanguardias artísticas pueden entenderse como el repudio militante de una tradición artística, como subversión antiacadémica, como transgresión violenta de los códigos estéticos dominantes, como revolución semántica de las formas, como fractura epistemológica o como insurrección ideológica a través de las prácticas estéticas. Jaime Brihuega, en su extenso estudio de las vanguardias artísticas en España, las resume en la fórmula «actividad artística crítica». Por otra parte, desde metologias afines a la semiótica, es posible postular hoy que los dos polos de focalización de las prácticas vanguardistas radican en el plano del significante, plasmado en la exploración técnica y lingüística, o en el plano del significado, como propuesta de subversión ideológica.

En este trabajo contemplamos únicamente el territorio de las llamadas vanguardistas históricas, es decir, las que se extienden entre 1907, fecha fundacional de la pintura cubista por el español Picasso, y 1930, fecha en que se citan los estragos económicos de la Depresión que tanto afectaron a las prácticas culturales, la crisis del movimiento surrealista como grupo homogéneo y la institucionalización definitiva del cine sonoro en la industria occidental. Fue en su tramo final, de 1920 a 1930, cuando el proyecto vanguardista, extrapolado de las artes plásticas y literarias, se instaló en la producción cinematográfica europea, a pesar de que el cine, por su juventud, difícilmente tenía tradición académica a la que combatir.

En España, y a pesar de su alejamiento de muchas corrientes de la vida intelectual europea, las vanguardias occidentales tuvieron su eco o equivalencia. Si el dadaísmo fue una réplica airada y desgarrada a la razón burguesa que condujo a las carnicerías de la Primera Guerra Mundial, en la España neutral la catastrófica guerra de Marruecos actuó como una provocación política bastante similar para la protesta de ciertos núcleos intelectuales. A este factor sociopolítico hay que añadir otros de índole más propiamente cultural, como el magisterio del omnivanguardista Ramón Gómez de la Serna desde su revista Prometeo y su tertulia en el Café Pompo, así como las conexiones del cubista Picasso, instalado en París, con sus compatriotas en la Península. En 1925, el tema de las vanguardistas artísticas fue ya objeto de estudio en dos libros fundamentales: La deshumanización del arte, de José Ortega y Gasset, y Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo de Torre, el fundador del movimiento ultraísta.

Pero antes de desglosar la aventura vanguardista en nuestro país, conviene examinar brevemente cuál era su contexto general. En las primeras décadas de este siglo España era un país premoderno, caracterizado por una Revolución Industrial tardía y muy incompleta (ceñida al nor-este de la Península), con estructuras agrarias latifundistas en el centro y sur, con una clase media muy endeble y una altísima tasa de analfabetismo. En 1920, concretamente, el 45,44 % de la población adulta era analfabeta, con una tasa sobre el total de la población del 52,53 %. Entre 1923 y 1927 el número total de escuelas permaneció estacionario, pero el número de universitarios creció casi un 30 % consolidando un divorcio agudo entre élites cultivadas y pueblo subculturizado.

La patología sociopolítica del país había sido expresada poéticamente en 1913 por Antonio Machado con la metáfora de las «dos Españas», la España que bosteza y la España que despierta, símbolos respectivos del tradicionalismo-absolutismo y de la modernidad liberal-progresista. Machado había acuñado la famosa dicotomía poética en una época agitada, enmarcada por la Semana Trágica en Barcelona (julio de 1909), en que confluyeron el descontento por la guerra de Marruecos y estallidos de lucha de clases, y por la organización del movimiento obrero en el anarcosindicalismo de la CNT (1910) y en la fundación del Partido Comunista (1920), como escisión izquierdista el Partido Socialista. Al año siguiente, el desastre de Annual confirmó la gravedad de la crónica guerra colonial, en un episodio traumático para la sociedad española que ha sido evocado significativamente en los libros autobiográficos de Rafael Alberti (pp. 146-147) y de Luis Buñuel (p. 65).

En las tres primeras décadas del siglo, la inmensa mayoría de los intelectuales españoles estaban en contra de la España tradicional absolutista, responsable de la sangría norteafricana, pero vivían también desvinculados de la España popular, salvo acaso Antonio Machado. Constituían, por así decirlo, élites sociológicamente puras. La Primera Guerra Mundial sirvió para reforzar la simpatía de la mayor parte de intelectuales hacia Francia e Inglaterra, cuya influencia fue notoria a través de la Institución libre de Enseñanza. La cultura germánica estaba representada por el neokantismo de Manuel García Morente y, sobre todo, por Ortega y Gasset, quien en 1915 inició la publicación de sus ensayos bajo el epígrafe El espectador. Desde 1923 editaría la fundamental Revista de Occidente, canal de penetración de la modernidad filosófica y europea. En su n.º 18, de 1924, Fernando Vela ya publicó un artículo titulado «El suprarrealismo», explicando sin tardanza lo esencial del pensamiento de André Breton. Mientras esto sucedía entre las élites culturales, en 1918 se había creado el Instituto-Escuela, institución que educaría a la burguesía liberal y laica que años más tarde apoyaría el advenimiento de la Segunda República.

Cronológicamente, el primer mojón de la cultura vanguardista española está representado por la figura universal de Pablo Picasso. Aunque su primera formación artística tuvo lugar en la Península, la expansión de su madurez tuvo su sede en París, ciudad a la que viajó por vez primera en 1900 y cuyo periplo de 1902, en compañía de Sebastià Sunyer, relató con dibujos en un cómic conservado en el Museo Picasso, de Barcelona, que revela, al igual que los que produjo el pintor germanoamericano Lyonel Feininger desde 1906, la tangencia o convergencia de la cultura de la vanguardia de principios de siglo con algunas manifestaciones de la cultura de masas, entre las que pronto adquiriría preponderancia el cine. Al malagueño Pablo Picasso se le unió en el exilio de París el madrileño Juan Gris, en 1906, ciudad en la que estos fundadores del cubismo triunfarían, tal como luego triunfarían los surrealistas Luis Buñuel como cineasta y Joan Miró y Salvador Dalí como pintores. No es cosa de pormenorizar la influencia inmensa de Picasso en los movimientos de vanguardia europeos del primer tercio de siglo, pero si vale la pena recordar que en La arboleda perdida, Alberti recuerda que descubrió a Picasso en 1919 por los decorados de El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla, en su estreno en Madrid (p. 125). Otro compañero de generación, Salvador Dalí, le conoció personalmente en París en abril de 1926 y su pintura subsiguiente estuvo hondamente influenciada por el malagueño. Y un poco más tarde, según recuerda Buñuel en Mi último suspiro (p. 128), Picasso figuraría entre los primeros espectadores de Un Chien andalou, en 1929.

Si Picasso ejerció un enorme magisterio e influencia desde la prestigiosa tribuna externa de París, Ramón Gómez de la Serna, siete años más joven que Picasso, la ejerció desde Madrid. Sus plataformas fueron la revista Prometeo (1908-1912), que en abril de 1909 ya publicó el Manifiesto Futurista de su amigo Marinetti, y las influyentes tertulias del Café Pombo que se sucedieron tras la desaparición de la revista. Gómez de la Serna enlazó la generación de Ortega, la del 15 y la del 27. Y si la primera fue poco receptiva al nuevo espectáculo cinematográfico, Ramón en cambio lo incorporó con entusiasmo a su paisaje cultural, incluso más allá de sus referencias explícitas. La estructura de muchas de sus greguerías sugieren ejercicios brillantes de montaje cinematográfico, pero efectuados con palabras, y con razón las definirá Agustín Sánchez Vidal, en un artículo de Surrealismo. El ojo soluble, «como puente entre la metáfora, el primer plano y el gag» (p. 95). Como fruto de su atención al cine norteamericano nació su novela satírica Cinelandia, editada en 1923. Y ya sabemos que Ramón iba a ser el primer guionista del debutante Buñuel, contertulio de las reuniones del Café Pombo. Pero este proyecto se frustró, aunque dejó su testimonio impreso en las páginas de la prestigiosa La Revue du Cinéma, n.º 9 (abril de 1930). Y en vanguardista militante defendió con entusiasmo al nuevo y denostado cine sonoro cuando los portavoces de la alta cultura lo maldecían. En favor del cine sonoro se había pronunciado Ramón en su artículo «La nueva épica», publicado en el n.º 44 de La Gaceta Literaria, en 1928, cuando en España el fonofilm aún no había comparecido en público, y mantuvo esta postura contra viento y marea. Así, el 26 de enero de 1929 llegó a presentar con la cara embadurnada de negro, en el Cine-Club Español, El cantante de jazz (The Jazz Singer), aunque la carencia tecnológica hizo que fuese acompañada asincrónicamente por discos con canciones hebreas y de jazz, ocasionando una sesión bastante tumultuosa. Unos meses después, ante un Juan Piqueras bastante escandalizado, defendió a contracorriente el valor del cine sonoro en una tertulia del Café Pombo, que Piqueras reseñó en Popular Film, n.º 168 (17 de octubre de 1929).

Mientras en Madrid Ramón Gómez de la Serna se convirtió en introductor entusiasta de las vanguardias europeas, que no tardarían en cristalizar en el ultraísmo como versión autóctona de la ebullición foránea, en Barcelona se estaban produciendo acontecimientos culturales de la máxima importancia. Cuando en Europa se dirimían las hegemonías político-económicas a cañonazos, la burguesía ilustrada catalana vivía fascinada por París, una ciudad que llevaba años marcando el norte de su vida cultural. A la moda cultural francesa contribuyeron muchos factores, desde los geográficos a los comerciales. Pero aquí nos interesa reseñar algún factor muy específico para nuestros propósitos. Así, el galerista y anticuario Josep Dalmay, tras vivir cinco años en París (regresó en 1906), inauguró el 20 de abril de 1912 las Galeries Dalmay en Barcelona (calle de la Portaferrissa, 12), que aglutinó inmediatamente a toda la vanguardia plástica francófila. Su irrupción pública se produjo nada menos que con la primera exposición cubista celebrada en España (y la segunda fuera de París, pues le precedió la de Bruselas). Para estudiar la influencia de la pintura francesa en los cenáculos catalanes resulta indispensable rastrear la trayectoria de esta galería, que en octubre-noviembre de 1920 presentó la más importante exposición de pintura francesa de vanguardia hecha jamás en España, aunque en ella figuraban nombres no franceses residentes en París como Picasso, Miró, Gris, Van Dogen, Ortiz de Zárate, Diego Rivera, Joaquim Suyer, etc. Otra figura clave en la penetración de la cultura francesa de vanguardia en Cataluña fue el poeta Josep Maria Junoy, antiguo director de la Galeria Paul Guillaume en París. Este admirador de Apollinaire, cultivador de caligramas y defensor del cubismo lanzó en 1917 en Barcelona la revista Troços, la primera revista catalana de vanguardia importante, que publicó textos de Apollinaire, J. V. Foix (qui en fue su director desde el quinto número), Soupault, Reverdy, Tristan Tzara, etc.

No puede pasar inadvertido que Troços comenzase a publicarse en plena Primera Guerra Mundial. Esta contienda, en efecto, empujó a Barcelona a un significativo número de artistas emigrados, que se aglutinarían obviamente en torno a las Galeries Dalmau. Aunque las cronologías de llegada de estos refugios discrepan según las diferentes fuentes consultadas, podemos proponer indicativamente que el pintoresco poeta y boxeador Arthur Cravan (Fabian Lloyd) llegó a Barcelona en el invierno de 1915, junto con Otto Lloyd y sus respectivas compañeras. En 1916 parece que llegó el grueso de la emigración fugitiva, encabezada por el ruso Serge Charchoune y su compañera Hélène Grunhoff. Y María Lluïsa Borràs (pp. 172-173) ofrece las fechas de marzo de 1916 para la pintora Marie Lurencin, mayo de 1916 para Ricciotto Canudo, poeta y primerísimo teórico del cine residente en París, acompañado de Valentine de Saint-Pont, una poetisa y autora del Manifiesto de la Mujer Futurista y del Manifiesto Futurista de la Lujuria. También en el verano de 1916 llegarían los pintores Sonia y Robert Delaunay, que según Brihuega (p. 186) ya estaban en Barcelona en 1914; en 1918 marcharían a Lisboa, luego a Madrid y en 1920 regresarían a París. La nómina de exiliados podría incrementarse con otros nombres significativos, como el pintor y poeta Max Goth (Maximilian Goth) y, sobre todo, Francis Picabia, quien en julio de 1916 se embarcó en Nueva York con destino a Barcelona, para efectuar ciertas operaciones comerciales relacionadas con la guerra. La lista de emigrados podría ampliarse, pero creemos que los nombres citados dan cuenta cabalmente de la turbulenta penetración de la vanguardia parisina en la Ciudad Condal.

Acaso el vestigio más reputado y conocido de esta vanguardia trasplantada violentamente por la guerra a Barcelona fue la revista 391, publicada por Picabia y cuyos primeros cuatro números, en lengua francesa, aparecieron entre enero y marzo de 1917, antes de su expulsión de España por la policía. Fue, cómo no, Josep Dalmay quien incitó a Picabia a publicar una revista similar a la neoyorquina 291, de Alfred Stieglitz, y editada por el propio galerista. En una carta de Picabia a Stieglitz en enero de 1917 le escribía: «No está bien hecha, pero es mejor que nada, porque, realmente, aquí no hay nada, nada, nada». Al despierto barcelonés aportó en 1917 la revista de Picabia, junto a su aroma vanguardista y en francés, la reflexión cinematográfica que escribió en el tercer número la también emigrante y compañera de Picabia, Gabrielle Buffet, titulada «Cinématographe», artículo que definía al cine como «elemento esencial de la vida moderna», que refleja el estado psíquico de cada pueblo: el italiano, el escandinavo, el español, el francés y el americano, «el único -este último- que gracias a la amplitud de sus medios mecánicos puede dar libre curso a la fantasía y a la imaginación prodigiosamente activas que caracterizan al genio americano». Para ilustración del lector moderno resulta interesante reproducir el párrafo que dedicaba Gabrielle Buffet para caracterizar al cine español de esta época:

«El film español -escribió-, muy inferior todavía al film italiano, ni siquiera tiene el atractivo del virtuosismo. Se desarrolla lentamente, más oscuro y trágico, y ni siquiera ofrece el interés secundario de la fotografía hermosa. Intrigas sombrías, frondosas, en la que personajes sometidos a destinos lamentables, no se sabe por qué fatalidad, mueren por amores inconfesables, o por envenenamientos lentos, se expresan débilmente en poses de terror, de angustia, en muecas de desesperación, en las que se hallan algunos vestigios de lo que debía ser el estado de espíritu en tiempo de la Inquisición. El aburrimiento es su característica».



De todos los acogidos a la neutralidad en Barcelona nos interesa examinar especialmente la contribución del pintor y poeta ruso Serge Charchoune (1888-1975), quien abandonó su país para eludir el servicio militar y estudiar pintura y en 1912 se estableció en París. Expulsado de Francia a raíz de las hostilidades, se instaló en Barcelona con Hélène Grunhoff y no tardó en sentir gran interés por el arte hispanoárabe, cuyas formas alimentaron su cubismo ornamental, según relata Michel Sanouillet (p. 189). Charchoune y la Grunhoff figuraron entre los primeros invitados extranjeros a exponer en las Galeries Dalmau, concretamente del 29 de abril al 14 de mayo de 1916. Su obra interesó mucho y lo prueba la amplia reseña crítica publicada en la primera página del diario El Poble Català, del 25 de mayo de 1916, en la que Vicenç Solé de Sojo concluye su elogioso texto escribiendo (traducimos del catalán): «Sergi Charchoune ha hecho presente a la curiosidad artística de Barcelona una nueva visión pictórica de las artes plásticas: la línea por la línea y el color por el color, sin que ni uno ni otro quieran reproducir la naturaleza ni expresar nada más que su propia y sustantiva belleza». Maria Lluïsa Borràs, en una nota de su imponente monografía sobre Picabia (p. 180, n.º 17), escribe erróneamente que en esta exposición presentó Charchoune dos films pintados a mano, confundiéndose con la siguiente exhibición que comentamos a continuación.

Un año más tarde, en efecto, del 6 al 20 de abril de 1917 volvió Charchoune a exponer en las Galeries Dalmau, esta vez en solitario y en una exhibición titulada Films, que provocó notable revuelo. Esta sonada exposición fue preparada por Dalmau para coincidir con el lanzamiento de la revista 391, según puntualiza Maria Lluïsa Borràs (p. 176). A pesar de la gran atención publicitaria suscitada por la gran exposición de pintura moderna francesa, que organizó aquel mes el Ayuntamiento de Barcelona, este evento no consiguió eclipsar el impacto de la presentación de Charchoune. Lo prueba que El Poble Català de 21 de abril de 1917 volviera a dedicarle un destacado artículo en primera página debido de nuevo a Vicenç Solé de Sojo, esta vez con caricatura del pintor incluida. El artículo se titulaba «Films. Al margen de la Exposición Charchoune» y, a falta de poder ver las obras tal vez perdidas, nos ha parecido interesante reproducirlo en su integridad, traducido del catalán:

Del colorismo al cubismo, del cubismo a la pura decoración, de la pura decoración a un nuevo arte plástico en el tiempo, he aquí la curva total de este místico de la pintura, venido de tierras que bordean Asia y que se llama Serge Charchoune.

Ensayos de color, telas cubistas, decoraciones de estilizadas geometrías expuso el año pasado en las Galeries Dalmau. Ahora, en las mismas Galeries, ha comparecido con una nueva, ingeniosísima modalidad de su arte: los films.

Temperamento sintetizador el de Charchoune, ve en todo objeto la línea y la mancha de color, pero como algo aislado, expresivo en sí mismo y no como una cosa de puro valor figurativo. La expresión es en Charchoune absolutamente inversa a la de otros pintores: otros pintores llegan por la combinación de líneas y de colores a la expresión de la naturaleza. En Charchoune la naturaleza le da los motivos que él arbitra y depura sabiamente.

La línea, el color, como cosa sustantiva y la comprensión y expresión sintética de las ideas ultrapictóricas son las características de la obra de Charchoune. La línea es para él algo con vida propia, dotada en cada uno de sus momentos de una vida diversa, de una gracia diferente. La línea burlando el mundo de la previsión -hablamos bergsonianamente- es para un temperamento sutil un horizonte vastísimo. Y la mancha de color también.

Esta vida de la línea, este crecer y decrecer de las superficies coloreadas no podían encontrar en la pintura una resolución total y adecuada, mientras la pintura se limitase a ser un arte del espacio.

El placer constante de la graciosa adivinación de los movimientos lineales, requiere en cada uno de sus momentos de este movimiento una ignorancia del momento propio. O sea, por la concepción artística de Charchoune las líneas deben morir, nacer, crecer, desaparecer en el espacio y en el tiempo. El film resolvió de manera definitiva esta finalidad.

Pero Charchoune no se limitó a estudiar esta vida de la línea y de la mancha de color... Con ellas llegó a expresiones sintéticas, incluso a la plasmación de elementos musicales, de valores rítmicos. Un sentimiento puede ser expresado por la vida material del color; una armonía musical puede ser traducida por la línea dotada de movilidad.

Veamos su film Guitarre, el más interesante sin duda de los actualmente expuestos. Las líneas de la guitarra, las cuerdas, su vibrar, las evocaciones que la guitarra despierta, el dolor de una raza sentimental y quejumbrosa, la concepción trágica del amor, todo está dicho por Charchoune. Hay momentos en que no sabemos si estamos ante una composición de arte plástico o una composición musical. Las líneas cantan y las armonías se concretan y cromatizan.

¿Hay que juzgar este arte con las normas que usamos ante otra producción de arte plástica? De ninguna manera. El efecto de belleza, la sensación que Charchoune se propone dar son totalmente insólitos. Para nosotros aquellas Larmes y aquel Amour tienen más valor que un ciclo de pintura pintoresca.

Ahora bien, ¿es admisible esta confusión en el campo de las Bellas Artes, esta transformación de las artes consideradas clásicamente como artes del espacio del tiempo? Que discuta esta cuestión quien quiera... Sólo diremos que han pasado los tiempos en que Laocoonte era considerado como algo extraescultórico por su audaz expresión del movimiento...»



Tras leer este interesante artículo, nos asaltan gran cantidad de preguntas acerca de estos films, de los que las hemerotecas han conservado sus títulos: Guitarre, Fleur russe, Larmes, Amour. La primera es si se trató de verdaderos films cinematográficos y no de secuencias de imágenes fijas discontinuas acaso proyectadas por Linterna Mágica. El título de la exposición y el texto de Solé de Sojo son bastante concluyentes, sobre todo cuando habla de «una nueva modalidad de arte», y de que «esta vida de la línea, este crecer y decrecer de las superficies coloreadas no podían encontrar en la pintura una resolución total y adecuada, mientras la pintura se limitara a ser un arte del espacio», que Charchoune supera con «los movimientos lineales», pues las «líneas deben morir, nacer, crecer, decrecer, en el espacio y en el tiempo. El film resolvió de manera definitiva esta finalidad».

En relación con este excepcional evento se conserva el poema visual o caligrama que Junoy compuso para la ocasión, así como la partitura de música del futurista italiano Balilla Pratella escrita para acompañar el espectáculo Films, publicada en el número cero de la revista Troços, de Junoy, en 1917 y que aquí se reproduce. Quedan pues huellas suficientes de los primeros films de vanguardia basados en el ritmo de las formas anteriores a los de Eggeling, Ruttmann y Richter, pero que no figuran en ninguna historia del cine, ni general, ni específica del cine de vanguardia. Varias son las razones que explican este silencio: la primera, que estos films se anunciaron y presentaron, no en la rúbrica y ámbito usual de los espectáculos cinematográficos, sino en los de las artes tradicionales, escapando a la atención de cineastas y críticos de cine (el propio Solé de Sojo se refiere en su crítica a los films «expuestos» y no «proyectados»); la segunda es el lugar periférico y marginal que ha ocupado la actividad cinematográfica peninsular en la atención internacional, en este caso con un aislamiento agravado por la Gran Guerra.

Pero aún quedan más preguntas: ¿Quién las financió y cuándo y dónde se produjeron? Es casi inevitable pensar que las financió el galerista y mecenas Josep Dalmay, para ofrecer un espectáculo de campanillas en conexión con su lanzamiento de la revista 391. Y Charchoune sólo pudo realizarlas en Barcelona, ciudad que no abandonó al tener vedado el acceso a Francia y en dónde existía una tecnología cinematográfica modesta pero suficiente para el films de trucajes, como había demostrado Segundo de Chomón. Y su manufactura debió efectuarse a lo largo de los doce meses que separan su exposición de abril de 1916, a poco de llegar a Barcelona, de la de abril de 1917. En cualquier caso, con pocas esperanzas de ver algún día estas cintas pioneras e inclasificadas, constatamos que si un ruso hizo nacer el cine abstracto de vanguardia en Barcelona, su culminación figurativa la llevaría a cabo un aragonés en París. Génesis exógenas y exóticas simétricas o asimétricas, como se prefiera, pero que constituyen un llamativo contrapunto a la carencia de un cine autóctono de vanguardia realizado en nuestro país en la época prerrepublicana. Para acabar con Charchoune, recordemos que, tras el anuncio de la Revolución bolchevique en su país, se alistó con entusiasmo en el cuerpo expedicionario ruso en Francia, pero en 1920 regresó a París, en donde publicó una edición de la revista Dada en ruso y fundó Transbordeur Dada. Los films barceloneses de Charchoune, si tales fueron, merecen ulterior investigación en los archivos de la Ciudad Condal, que algún día se deberá completar.

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Y para rematar el tema de la penetración de la vanguardia francesa en la sociedad barcelonesa, es obligado recordar la clamorosa exposición de pintura francesa moderna inaugurada el 23 de abril de 1917 en el Palacio de Bellas Artes de Barcelona, con financiación municipal, tras ser cancelada su inauguración en París a causa de la guerra. Y, poco después, en el verano de 1917 se presentaban en Madrid y Barcelona los ballets rusos de Serge Diaghiliev. Ante este cúmulo de eventos puede afirmarse, como hace Brihuega (p. 199), que a partir de 1918 el arte de vanguardia dejó de ser una rareza ocasional entre nosotros y se constituyó en Barcelona y Madrid como un cuasigénero estético reconocido, con sus territorios propios, sus portavoces, sus protagonistas y sus seguidores más o menos estables e identificables (galerías, revistas, comentaristas, etc.) En este marco, en mayo de 1918, Dalí celebró su primera exposición en Figueres todavía con ortodoxia académica y al año siguiente Joan Salvat i Papasseit publicó su primer libro, Poemes en ondes hertzianes. La modernidad vanguardista se había aclimatado bien en Cataluña.

Después del fundamental interludio sobre la cultura de la vanguardia en Barcelona, de fuerte impregnación francesa, es menester retornar a Madrid. Hacia 1919, Madrid empezó a homologarse a Barcelona en el aspecto de la modernidad cultural. Por una parte, una pequeña parte del exilio europeo fue a recalar también en Madrid, con los citados Sonia y Robert Delaunay, además de un grupo importante de pintores polacos (Marjan Pazkiewicz, Ladislw Jahl, Waclaw Zwadowski), que en abril de 1918 presentaron una sonada exposición colectiva. En La arboleda perdida (p. 130) Alberti recuerda también su impacto e influencia en los ambientes artísticos de Madrid. Como también recuerda en el mismo libro (p. 131) la revelación de Daniel Vázquez Díaz, regresado de su estancia en París y portador de nuevas propuestas plásticas, que estallaron en su controvertida exposición madrileña de 1921. También de París procedía en 1918 el importante poeta chileno Vicente Huidobro, que publicó varios influyentes libros y colaboraría en las páginas de cine de La Gaceta Literaria. El peso cultural de Madrid se acrecentó gracias a la atracción ejercida por la Residencia de Estudiantes (creada en 1910) sobre la juventud intelectual de la periferia peninsular. El centralismo universitario español la convirtió en un crisol de inquietudes de procedencia diversa. En octubre de 1917 ingresó en ella el aragonés Luis Buñuel; en la primavera de 1919 se incorporó el granadino Federico García Lorca y en setiembre de 1922 el catalán Salvador Dalí. El clima cultural de las élites de Madrid, con la tertulia del Café Pombo como uno de sus ejes centrales, permitió una pronta puesta al día con la hora europea. En 1919 Buñuel leyó ya a Apollinaire (L'Enchanteur pourrisant) y tenía noticia del dadaísmo, según recuerda en sus memorias (pp. 70 y 71); en 1924, La Revista de Occidente informaba ya sobre el surrealismo en un artículo de Fernando Vela y el 18 de abril de 1925 el propio Louis Aragon dio una conferencia sobre el surrealismo en la Resistencia de Estudiantes.

Existía en el Madrid de los años veinte una vida cultural interesante, aunque sus industrias culturales fueran todavía raquíticas o anticuadas, salvando una notabilísima excepción, la representada por el empresario de estirpe vasca Nicolás María de Urgoiti. Urgoiti impulsó el primer proyecto de industria cultural moderna, basada en el modelo que hoy denominamos multimedia. Formado en la gerencia de la Papelera de Cadagua, en 1901 fundó la Papelera Española en Bilbao, sobre cuya base levantó un complejo editorial y periodístico. Suyos fueron los periódicos La Voz (1920) y, sobre todo, El Sol (1917), un diario tutelado intelectualmente por Ortega y Gasset, portavoz de la burguesía ilustrada, en el que colaboraron Unamuno, Azorín, Madariaga, Américo Castro, Negrín, Pérez de Ayala, Eugenio d'Ors, Francisco Ayala, Giménez Caballero, etc. Fundó también en 1918 la Editorial Calpe, que en 1925 se convirtió en Bilbao en Espasa-Calpe. Tras su brillante despegue en la cultura gutenbergiana, su hijo Ricardo María de Urgoiti, ingeniero de profesión, se introdujo en los medios electrónicos como director de Unión Radio de Madrid, constituida en diciembre de 1924. Esta sociedad, ligada a las multinacionales del sector eléctrico, creó o compró estaciones en otras ciudades (como EAJ-1, la emisora barcelonesa decano en la península), en el primer intento serio de crear una red privada de cobertura estatal y en la cual se emitieron los primeros «diarios hablados» de la Península. A finales de 1929, Ricardo María de Urgoiti creó en Madrid el estudio de grabación sonora de películas Filmófono, mediante discos gramofónicos sincrónicos. En agosto de 1931 fundó una empresa, también llamada Filmófono, para importar y distribuir films cinematográficos en el mercado español, entre los que figuraron los primeros soviéticos (La línea general, Tempestad sobre Asia, El expreso azul, etc.), seleccionados desde París por Juan Piqueras. Para potenciar su promoción fundó el Cine-Club Proa-Filmófono, cuya dirección confió a Luis Buñuel. Tras adquirir una cadena de cine en Madrid, en 1953, para extender el ciclo de su negocio cinematográfico, fundó la productora Filmófono, atendiendo a una sugerencia de Buñuel, quien aportó además el proyecto 150.000 pesetas prestadas por su madre, es decir, la mitad del coste de un film de la época. Volveremos más tarde sobre la significación de las industrias culturales de Urgoiti, que fueron decapitadas por la Guerra Civil.

Hemos dicho que la familia Urgoiti era vasca y es hora de añadir que también en Bilbao estaban ocurriendo eventos significativos en el campo del arte moderno. En 1911 se creó en esa ciudad la Asociación de Artistas Vascos, con vocación de contacto con las corrientes europeas. En una carta del pintor Darío de Regoyos a su animador, Manuel Losada, citada por Brihuega (p. 166), le escribía: «Sé que organizan ustedes una exposición sin madrileños, sin sevillanos ni valencianos. ¡Qué delicia! En fin que en dicha exposición habrá extranjeros y algún vascongado solamente. De modo que habrá arte gracias a tan buena medida». En enero de 1917 empezó a publicarse en la misma ciudad la revista Hermes (hasta 1922), un elegante portavoz cultural de la burguesía ilustrada vasca. Y cuando Giménez Caballero, entrevistado por Manuel Rubio para Contracampo, n.º 31 (noviembre-diciembre de 1982), evocó la creación del Cine-Club Español, declaró: «Hubo aportaciones personales de 1.000 pesetas, que dieron Urgoiti, Marañón, el duque de Maura, Sangróniz, Lequerica... casi todos vascos». Le faltó únicamente añadir: vascos, pero residentes en Madrid. Por añadidura, cuando se mencionan los entornos o contaminaciones de la vanguardia cinematográfica española surgen siempre dos nombres: Nemesio Sobrevila, autor de El sexto sentido, y Sabino Micón, responsable de La historia de un duro. Ambos eran bilbaínos y el primero, arquitecto de profesión, miembro de la Asociación de Artistas Vascos. Pero ambos desarrollaron también su carrera cinematográfica en la etapa muda fuera de Euskadi.

En Madrid nació también, como es sabido, la publicación quincenal La Gaceta Literaria (1927-1932) y su Cine-Club Español, fundado en octubre de 1928 y confiada su dirección a Luis Buñuel (responsable de su Sección de Cine desde diciembre de 1927), entidad que crearía ramificaciones en otras ciudades españolas. No hará falta volver a subrayar el papel fundamental de La Gaceta Literaria -portavoz plural, curioso y antidogmático- y de su Cine-Club, entidades en las que se fundieron tres generaciones intelectuales -la del 98, la del 15 y la del 27-, como muy bien testimonian las páginas de la revista y las imágenes del documental Noticiario del Cine-Club (1930). El cine había aparecido vinculado yo a los intereses de los pensionistas de la Residencia de Estudiantes, en la que Buñuel organizó desde mayo de 1927 varias sesiones de cine de vanguardia francés, en una de las cuales exhibió La Coquille et le Clergyman (1927), descalificado como denostadísima herejía del movimiento surrealista, pero que Buñuel confiesa que le gustó en su estreno (p. 128). Antes de convertirse en realizador cinematográfico en 1930, el propio Giménez Caballero había demostrado su interés por la teorización cinematográfica, en el segundo capítulo de su libro Julepe de menta (1929), titulado «Ecuación». En este texto (en el que introdujo los neologismos cineasta, filmófilo y peliculizante) establece la genealogía del cine a partir de la aleluya dibujada, a la que califica como «la abuela de la Linterna Mágica», a la vez que esta última ha sido la «madre del cinema» (p. 26). No se trató de una actitud aislada, pues toda la Generación del 27 fue cinéfila, en diversos grados. El tema ha sido muy bien analizado por Cyril Brian Morris en This Loving Darkness, libro en el que se estudian las influencias técnicas y temáticas del cine sobre tres poetas mayores -Alberti, Cernuda y Lorca-, así como sobre una serie de novelistas: Franco Ayala, Rosa Chacel, Antonio Espina, Benjamín Jarnés y Andrés Carranque de los Ríos. Y espigando en textos poéticos producidos a partir de 1919, Morris destaca (pp. 52 y 64) poemas titulados «Cinemática» de Vicente Aleixandre, «Poema cinemático» de J. Rivas Panedas, «Cinematógrafo», de Pedro Salinas, «Cinematógrafo» de Pedro Garfios y «Fotogenia» de Guillermo de Torre y dedicado a Jean Epstein. Pero este entusiasmo por el cine, símbolo de modernidad cultural, excluyó drásticamente al cine español, desdeñando por estos escritores fascinados por el cine norteamericano, italiano, alemán o soviético.

Alberti constituye un caso ejemplar de esta devoción cinéfila. Por esta época escribe con orgullo Yo nací ¡respetadme! con el cine. Y cuando en la madurez de La arboleda perdida (p. 235) se pregunte si aquel respeto demandado por el joven poeta era justo, añade que en el cine «yo centraba esquemáticamente el punto de partida de lo nuevo». Unas páginas después confesará: «Al teatro iba poco. El cine era lo que apasionaba» (p. 279), añadiendo que El gabinete del doctor Caligari constituyó su revelación cinéfila (p. 278), como le ocurrió también en Francia a André Malroux. Y el 4 de mayo de 1929, en la sexta sesión del Cine-Club Español, recitó sus poemas en honor de los cómicos americanos, de Chaplin, Harold Lloyd y Buster Keaton. Su «Buster Keaton busca por el bosque a su novia que es una verdadera vaca» estuvo inspirado en una escena de El rey de los vaqueros (Go west, 1927). Bastante antes que él, Federico García Lorca había escrito en julio de 1925 su poema «El paseo de Buster Keaton». De modo que los escritores jóvenes y los consagrados (Alberti había recibido el Premio Nacional de literatura en 1924) presentaron sesiones en el Cine-Club, desde Ramón Gómez de la Serna a Pío Baroja, aunque todo un Gregorio Marañón, al presentar una sesión de documentales biológicos de Jean Painlevè en 1930, manifestará paladinamente su desconfianza hacia el concepto de vanguardia.

Curiosamente, si el cine extranjero exhibido en el Cine-Club Español influyó poderosamente en los escritores, apenas afectó a las profesionales de la industria audiovisual. Y decimos apenas porque está por dilucidar la influencia que pudo tener el nuevo cine soviético exhibido en el Cine-Club en un caso concreto. La producción soviética se inauguró en Madrid en la sesión del 20 de enero de 1930 con la proyección en el Hotel Ritz, y con una presentación de Julio Álvarez del Vayo, de La aldea del pecado (Baby ryazanskiye, 1927), de Olga Preobrazhenskaya, que Juan Piqueras envió desde París. En ese mismo año se proyectaron Iván el Terrible (1926), de Yuri Torisch, y Tempestad sobre Asia (1928), de Pudovkin, mientras El acorazado Potemkin y El fin de San Petersburgo fueron prohibidos por la autoridad gubernativa. El pueblo del pecado (también conocido por Las mujeres de Ryazan) fue un exitoso melodrama campesino en torno a una maternidad indeseada y el repudio colectivo hacia la protagonista, que al final se suicida. Al presentarse en el Cine-Club Español levantó oleadas de entusiasmo en la crítica y resulta difícil no preguntarse en qué medida influyó en La aldea maldita, de Florián Rey, en el drama de la despreciada Acacia (Carmen Viance), que se estrenó en el Cine San Miguel de Madrid el 8 de diciembre de 1930, es decir, once meses después del pase de El pueblo del pecado en el Hotel Ritz. El tratamiento de las escenas colectivas y el tema central del honor femenino mancillado, con muerte final de la protagonista, autorizan a pensar que La aldea maldita fue acaso uno de los escasísimos ecos que despertó el cine soviético en nuestra industria. Porque de la eventual influencia de Dziga Vertov en El sexto sentido, sólo podemos certificar que en 1929 ningún film del maestro soviético se había exhibido en aquel foro (y tal vez ni en los foros de París, a tenor del silencio sobre él detectado en las reseñas parisinas del crítico comunista Juan Piqueras). Por otra parte, la obra paradigmática del vanguardismo vertoviano (El hombre de la cámara) es del mismo año que El sexto sentido.

Podría extenderse este estudio hacia las influencias cinematográficas sobre el joven Buñuel en los inicios de su carrera. Cuando Buñuel evoca en Mi último suspiro su visión infantil de Viaje a la Luna, de Méliès (p. 41), uno puede pensar que el cohete que se incrusta en el ojo de la luna antropomorfa está, junto con la mujer que recibe un balazo en el ojo de las escalinatas de Odessa de El acorazado Potemkin que vio con fervor en París (p. 106), en el origen (acaso inconsciente) del famoso ojo partido de Un Chien andalou. Vale la pena recordar aquí que el título del popular film de Méliès (que erróneamente Morris atribuye a Lumière en p. 131) sería retomado por García Lorca para su guión cinematográfico escrito en Nueva York y que parece ser una réplica al film de Buñuel. Y cuando vemos al ministro suicidado en el techo de L'Âge d'Or, podemos evocar los personajes en techos obtenidos por Méliès con la cámara cenital, en títulos como El hombre mosca (L'homme mouche, 1902), que se exhibió también en España.

Menos se han estudiado las eventuales influencias de la literatura poética del 27 sobre estos films. La asociación de la Luna partida por la nube al ojo seccionado por la navaja constituye una figuración icónica vinculada a los juegos analógicos y metafóricos de la poesía del 27. Y algo parecido podría decirse de las analogías sinestésicas del hormigueo de la mano atrapada por la puerta (juego puramente lingüístico e incomprensible en inglés, que en lugar de hormigueo utiliza la expresión pins and needles), o el sonido del timbre asociado al batir de una coctelera, también en Un Chien andalou.

Dicho esto, y retrocediendo desde el cine a las artes tradicionales, es menester reconocer que los movimientos vanguardistas en la España prerrepublicana no fueron homogéneos ni monolíticos. No hubo una vanguardia canónica, sino una variedad de experiencias vanguardistas no sólo diferenciadas, sino incluso a veces antagónicas. El primer movimiento de vanguardia autóctona en España lo constituyó el ultraísmo, una especie de eco local del futurismo y del dadaísmo. En 1918 apareció ya un texto colectivo titulado Ultra. Un manifiesto de la juventud literaria, firmado por Guillermo de Torre, Pedro Garfias y J. Rivas Panedas, entre otros. Al año siguiente apareció el «Manifiesto ultraísta», de Isaac Vando-Villar, publicado en la revista Grecia, n.º 20 (junio de 1919). Este movimiento, al que Jorge Luis Borges aportó su inspiración, fue importante. En 1920, en el reposo obligado por una enfermedad pulmonar, junto a las lecturas de Apollinaire y Max Jacob, Alberti descubrió el movimiento ultraísta, que le impresionó (p. 143), aunque en La arboleda perdida proclama luego que los desviantes del ultraísmo (Alberti, Lorca, Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego) se revelarían como la «nueva y verdadera vanguardia» (p. 164). También Buñuel publicó su primer texto literario conocido, titulado «Una traición incalificable», en la revista Ultra, n.º 23 (1 de febrero de 1922). Pero hacia finales de 1923 el sarampión ultraísta estaba prácticamente liquidado. Confirmando la no homogeneidad de las vanguardias. El viaje de Buñuel a París en enero de 1925 aceleraría su aproximación a los postulados radicales del surrealismo.

Simplificando muchísimo las cosas, podemos proponer que existieron dos grandes frentes, el de los formalistas del lenguaje, que desembocarían en el homenaje a Góngora de 1927 que calificaría a toda una generación, y los transgresores radicales atraídos por el surrealismo. Entre estos últimos figurarían Buñuel, Dalí, Juan Larrea, Miró y J. V. Foix, aunque Dalí y Larrea colaboraron en el homenaje a Góngora. Y en el otro bando no faltarían, por otra parte, las contaminaciones, adherencias o efluvios surrealistas, sobre todo de tipo técnico y/o estilístico, pero con una clara atenuación en su iconoclastia. Que Estela Harretche pudiera titular en 1987 su artículo para Surrealismo. El ojo soluble, «Una cuestión debatida: el surrealismo de Lorca», constituye toda una declaración. Los surrealistas veían con reticencia a sus poetas amigos/enemigos, unos poetas fascinados por Góngora y tocados muchas veces por la musicalidad andalucista y su imaginería pintoresca. A Buñuel, por ejemplo, no le gustaron los poemas de Alberti sobre los cómicos norteamericanos y mucho menos el Romancero Gitano de Lorca. Se ha dicho ya muchas veces que Un Chien andalou era un exabrupto contra esos poetas andaluces y sabemos que García Lorca se dio por aludido. Y a los improperios de Buñuel y Dalí contra la blandenguería de Platero y yo se añadieron encima los burros putrefactos sobre pianos de su primera obra.

Para calificar esos falsos vanguardistas, a esos amigos a quienes se combatía, Pepín Bello aportó en la Residencia el maravilloso calificativo putrefacto, que designaba lo caduco, decadente, tradicional y antivanguardista, a putrefacto se oponía como elogio lo antiartístico, sinónimo de vanguardista o antidecadente, como fue palmario en el título del Manifiesto Antiartístico Catalán (Manifest Groc, de marzo de 1928, firmado por Salvador Dalí, Lluís Montanyà y Sebastià Gasch. Y el texto «Guía sinóptica: el cine», que firmaron los tres en L'Amic de les Arts, n.º 23 (31 de marzo de 1928), se refieren a la putrefacción de los Murnau, Gance y Fritz Lang (Gasch, p. 149). Mientras que su elogio muy poco convencional a Harry Langdon en L'Amic de les Arts, n.º 31 (31 de marzo de 1929), Dalí escribirá que «Keaton a su lado es un místico y Charlot un putrefacto». Los surrealistas españoles se enfrentaron así frontalmente al tópico en sus radicales evaluaciones estéticas. Por ejemplo, si fue en lugar común de ciertos escritores de la época (César Arconada, Josep Palau, Rafael Marquina) asociar la fascinación ejercida por el cine a la poesía o a la música, en virtud de sus cualidades rítmicas, como eco de aquel «Ryhtme ou Mort» que Moussinac había proclamado en 1924 en «Naissance du cinéma» (p. 75), Buñuel entrevistado por Dalí en el n.º 31 de L'Amic de les Arts acerca de la importancia del ritmo en el cine, replica con insolencia al entrevistador que no sabe lo que es el ritmo. Frente a la putrefacción del formalismo artístico oponían el vanguardismo antiartístico y antigongórico. Y esta dicotomía se arrastraría más allá del ámbito español. Pues si Dalí escribía en La Gaceta Literaria, n.º 29, de 1928, que «el cinema es la manera más irreal de expresar la realidad», Cocteau calificará dos años después Le Sang d'un poète como «un documental realista de acontecimientos irreales». Eran dos visiones antipódicas de un mismo fenómeno cultural.

Pero a pesar de la pasión intelectual levantada por el cine y a pesar de la existencia indiscutible de una cultura de vanguardia en la literatura y en las artes plásticas, España no produjo en aquellos años films de vanguardia autóctonos, como ya postulé hace diez años en un artículo publicado en el n.º 30-31 de Les Cahiers de la Cinémathèque, a contrapié del fervor vanguardista del libro pionero de J. F. Aranda, publicado en 1953. Como ya escribí entonces, existieron algunas obras atípicas o extravagantes, pero que no podían ser homologadas a las obras de Man Ray, Ruttmann, Richter o Vertoy de allende nuestras fronteras. La afacialidad de La historia de un duro (1927), de Sabino Antonio Micón, acaso fuera deudora de la devaluación expresiva del rostro humano y del arte del retrato tras las convulsiones pictóricas posteriores al cubismo y a Kandinsky. Parecería avalar tal hipótesis el rótulo inicial del film, en el que se lee: «Siempre se consideró la fisonomía como medio único de expresión, pero hoy podemos asegurar que también son expresivos, y por tanto fisonómicos, los pies y las manos». Ya en aquel artículo indiqué la escasa originalidad de la propuesta de Micón, a la luz de un antecedente literario (Aventuras de una peseta, de Julio Camba) y de otro cinematográfico (Die Abeneteuer eines Zehnmarkscheines, de Berthold Viertel y con argumento y guión de Béla Balázs). Ahora debo añadir nuevos antecedentes cinematográficos. El más aplastante es Amore pedestre, film cómico de 1914 del turinés Arturo Ambrosio, que utilizó sólo los pies de los personajes para narrar una seducción amorosa en el decenio anterior a La historia de un duro, sin que ningún historiador italiano haya reivindicado carácter vanguardista alguno para este gracioso experimento sinecdóquico. A esta cinta bien conocida en Italia habría que añadir las piernas femeninas tan caras a Man Ray (Emak-Bakia, L'Étoile de mer y el inacabado París-Express) y otros títulos más raros o exóticos, como Des pieds, des mains, de Michel du Lac.

De El sexto sentido hemos de congratularnos de que Julio Pérez Perucha haya establecido su fecha de realización auténtica, en 1929, lo que reubica la cinta en un panorama vanguardista europeo y en un contexto de influencias eventuales más complejo. Es una pena que su actor Ricardo Baroja no se haya ocupado de sus dos actuaciones profesionales con Sobrevila en sus interesantes recuerdos autobiográficos titulados Arte, Cine y Ametralladora, que publicó en el diario Ahora y han sido reeditados en 1989. En su libro nos narra sólo sus andanzas cinematográficas en los estudios Paramount de Joinville, corroborando una vez más el desdén supremo de los intelectuales españoles hacia el cine nacional. De Sobrevila conocemos ahora, gracias a José María Unsain (p. 16), su interés por la tecnología y sus patentes de máquinas varias, que hacen más entendible el asunto de El sexto sentido. Recordemos que en esta cinta, el científico protagonista postula que la cámara es un sexto sentido mecánico que permite conocer la verdad (tesis futuristas y vertoviana), y para ello exhibe en un documental vanguardista sus atributos «sobrenaturales», al modo como los concebía Epstein: según las palabras del protagonista, la cámara puede mostrar la realidad «más grande, más pequeñas, más deprisa y más despacio», «sin deformación literaria», pues «me trae lo que ve con precisión matemática». Pero este aparato teóricamente tan prodigioso se revela en la práctica un instrumento de confusión que provoca un equívoco sentimental en la pedestre intriga amorosa del film. Es decir, El sexto sentido, en vez de ser una exaltación entusiasta de la tecnología cinematográfica de aliento futurista, acaba siendo una sátira de las vanguardias cinematográficas y de las teorías basadas en el fetichismo maquinista-milagrista de la cámara (de Epstein y Vertov, principalmente).

En cuanto a Esencia de verbena (1930), del inquieto Ernesto Giménez Caballero, resulta ser un documental periférico a las vanguardias, aunque con alguna leve contaminación al estar situada en sus aledaños. Como en gran parte de la obra ensayística de Giménez Caballero, Esencia de verbena intenta la imposible síntesis entre el localismo castizo de la verbena del Carmen madrileña y la retórica del universalismo imperial: véase como ejemplo su homenaje al mantón de Manila, recuerdo del añorado gran imperio español.

Y así hemos de concluir con la asimetría enunciada en el título de esta ponencia, asimetría entre una cultura de vanguardia muy vital en la literatura y las artes plásticas, en contraste con el desierto cinematográfico español. Es cierto que los ecos de la vanguardia foránea llegaron hasta el gran público. De otro modo no podría explicarse la caricatura de Picatostes publicada en la popular revista Siluetas, n.º 5 (1 de febrero de 1930, p. 15), titulado «Y la vanguardia le volvió loco», satirizando a un director de cine que ha acabado un film de este corte. Aunque fuera con connotaciones burlescas, como en este caso, vanguardia era en 1930 un concepto aceptado e introducido en el léxico de la cultura de masas y que se sabía que abarcaba desde la pintura al cine. Sólo que en España no existió cine de vanguardia, si exceptuamos las cintas del ruso-francés Serge Charchoune en fecha tan temprana como 1917. Vamos a examinar las varias razones que explican tal carencia.

1. El discurso teórico y la reflexión estética acerca del cine fue extraordinariamente endeble en la España de los años veinte, si se tiene en cuenta que para entonces ya se habían publicado textos capitales de Canudo (quien residió esporádicamente en Barcelona, como vimos), Münsterberg, Delluc, Moussinac, Epstein, Béla Balázs y, menos asequibles por estar en ruso, de Vertov, Pudovkin y Eisenstein. Compárense los anémicos textos críticos de Piqueras con el texto antes citado de Solé de Sojo sobre los films de Charchoune y se medirá cuán grande era el desfase de la reflexión teórica y crítica sobre el cine en España.

2. Un examen del cine de vanguardia europeo de la época revela que se desarrolló en los dos países -Francia y Alemania- que poseían industrias cinematográficas más potentes. Por una parte, las propuestas de la vanguardia nacieron allí como réplica radical y negación del cine mercancía estereotipado y alienante generado por tales industrias (Pathé y Gaumont en Francia, la UFA en Alemania). Pero por otra parte, la prosperidad industrial suministraba en esos países sus competentes técnicos e infraestructuras (estudios, equipos, laboratorios) a la aventura vanguardista. Por citar a nuestro compatriota Buñuel, no se olvide que trabajó en París con un operador tan competente como Albert Duverger y en los estudios Billancourt-Epinay.

3. Las producciones de vanguardia más características fueron fruto de un mecenazgo culto, aristocrático o familiar (el conde de Etienne de Beaumont como mecenas de Henri Chomette; el vizconde Charles de Noailles de Man Ray, Buñuel y Cocteau; la madre de Buñuel para Un Chien andalou). Esta actitud de mecenazgo, que se produjo en España para actividades artísticas más tradicionales, no existió ante el muy desprestigiado panorama del cine español. Recordemos que Nemesio M. Sobrevila tuvo que autofinanciarse ruinosamente su El sexto sentido y Lo más español y ninguna de las dos llegó a estrenarse (Baroja, p. 267).

4. En la segunda mitad de los años veinte, el lustro de explosión de las vanguardias cinematográficas figurativas, la capitalidad cinematográfica peninsular se había desplazado rotundamente a Madrid, cuando Barcelona era en cambio la sede principal de la burguesía ilustrada de la Península, con mayor tradición de mecenazgo en los campos de la música, de las editoriales, de la arquitectura, etc. Pero también para ella el cine autóctono carecía de todo prestigio y potencialidades artísticas. No es raro que el galerista catalán Dalmay debutase en el cine experimental financiando los films de un pintor ruso.

5. Toda vanguardia implica un proyecto de público, de unos canales de difusión y de un mercado muy selectivo. Esta burguesía ilustrada, que podía movilizar a unos cientos de espectadores para presenciar en los cine-clubs a lo más escogido del cine extranjero, no podía suministrar un mercado suficiente para amortizar un hipotético cine de vanguardia de producción nacional. Tampoco existían en España los Estudios o Salas de Arte que existieron en París desde 1926, fecha de inauguración del Studio des Ursulines. Cuando se piensa que la burguesía ilustrada de París suministró público para nueve meses de exhibición de Un Chien andalou en el Studio 28, se constata su asimetría en relación con nuestro mercado burgués. Es por ello por lo que Urgoiti, en su ambicioso diseño de Filmófono, organizó un cine-club que difundió films para un mercado elitista (cine soviético, Pabst, Ruttmann, Renoir, Dreyer), mientras que su productora se dedicó a confeccionar comedias y melodramas populacheros de muy bajo coste. No se trató de una esquizofrenia cultural, sino de una estrategia comercial razonada y razonable, diseñada por el vanguardista Buñuel.

6. La era de la vanguardia cinematográfica europea, en su modalidad figurativa o no abstracta y por ello más ofensiva para ciertas tradiciones morales, se correspondió en España con la dictadura del general Primo de Rivera, cuyas censuras en diversos niveles administrativos no podían hacer viable un cine deshinibido, iconoclasta y transgresor, como el que era propio de tal vanguardia.

7. Cuando se instauró desde abril de 1931 un régimen de libertades públicas que pudo haber propiciado una eclosión vanguardista en España era ya demasiado tarde, pues el impulso cinematográfico vanguardista en Europa se había cancelado. Las nuevas consignas artísticas en boga venían del admirado modelo soviético, realista, pedagógico y utilitario.

Ya el 6 de octubre de 1929, el prestigioso crítico comunista León Moussinac, en las páginas de L'Humanité, había expuesto sus serias reservas entre Un Chien andalou y Les Mystères du Château des Des. Los tiempos estaban cambiando y mientras el surrealismo se debatía en Francia ante el dilema de la militancia comunista, en España, Rafael Alberti, César Arconada y Juan Piqueras ingresaban en el Partido Comunista. Es conocido el peso de los dos últimos en nuestra cultura cinematográfica republicana. Y en ese contexto Buñuel debutaba en el cine español con su documental de denuncia social Tierra sin pan (1932).

Ante el panorama sociocultural descrito a lo largo de los años veinte, no es raro que el único vanguardista que se enfrentó al cine con vocación de auténtica profesionalidad, y que fue Luis Buñuel (asistente de Epstein desde 1926 y participante en octubre de 1928 en el Primer Congreso Nacional de Cinematografía celebrado en Madrid), se exiliase para iniciar su carrera cinematográfica en esa barricada subversiva, pues aunque Un Chien andalou resultó financieramente española, fue rodada en París, en estudios y con profesionales franceses, y con título y rótulos originales en francés. Como dijimos, Buñuel no se incorporaría al cine español hasta después de la caída de la dictadura y la llegada de la Segunda República. Pero el paisaje cultural europeo era entonces muy otro y tuvo su puntual reflejo en su producción de Tierra sin pan.






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