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ArribaAbajo- XIV -

La joya de Magallanes


-¿Qué es aquello? ¿La casa... la cruz negra... el pontón?...

-La Congeladora.

-¿Y el pontón que se ve tan cerca entre las casas y la cruz?

-Pertenece a la fábrica. También tiene una parte de la maquinaria.

-¿Es muy importante el establecimiento?

-Mucho. Pertenece a Woods y Compañía. Ahora va a ocuparse de la exportación de ganado en pie. Ya ha hecho un ensayo con buen éxito.

-¿Estamos en la primera angostura? ¿No se llaman angosturas estos pasos más estrechos?

-En la primera; según se cuente... Ya sabe usted lo del cesante que vivía en el primer piso, a partir desde el cielo...

Un poco más tarde:

-¿Qué son esos puntos blancos que se mueven en la costa?

-¿Cuáles?

-Aquellos... Parecen terneros...

-¡Ah! sí; son ovejas...

-Y muchas... Probablemente malvineras como más al norte, del tamaño de animales vacunos... ¡Cuántas!

-¡Y las que no se ven!... Son de Menéndez. Aquí, sobre la costa, tiene más de 100.000.

-¿Sin exageración?

-Más de 100.000, seguro.

Poco rato después:

-Más ovejas, ¿no?

-En efecto.

-¿De quién?

-De Reynard.

-¿Cuántas?

-Más de 100.000 también.

-¡Pero, hombre! ¡Pero, hombre!

Y se me abrían los ojos, y me decaían las mandíbulas, con aquella sorpresa. ¡Cómo! ¿Había en el extremo de América establecimientos así? ¿planteles semejantes de fortuna? ¿capitales   —131→   tan grandes en juego? ¿fuerza tal de expansión y crecimiento?

-¿Con que Reynard? ¿Con que Menéndez? ¡Cien mil y más ovejas cada uno!

-¡Oh! Menéndez tiene y tiene... Ahora puebla en Santa Cruz y se establece en Tierra del Fuego. Los planos locales están llenos de la repetición de su nombre, y tiene en Punta Arenas una casa de comercio que no estaría mal en Buenos Aires, y una línea de vapores, y... ¡qué sé yo!

-¿Algún capitalista europeo?...

-Un hombre de su trabajo, y un hijo de sus obras. Vino pobre, hace muchos años. Se cuentan sobre él las historias más raras. Sus orígenes humildes han dado lugar a una porción de leyendas, interesantes como todas las leyendas; rapsodias por lo común, en que se le cuelgan milagros que no ha hecho, y se le atribuyen parecidos con otros triunfadores de los países nuevos...

-¿Por ejemplo?

-Con Barnatto... sin las minas.

-¡Cuente usted eso!...

-Y usted, indiscreto, lo contará a su vez en La Nación... ¿Verdad?

-Para eso estamos.

-Pero no garantizo la autenticidad de la narración...

-Ni yo diré que usted me la ha hecho. Verdad o mentira, también la biografía tiene su interés, cuando sale de la órbita de lo vulgar. E imagine, amigo mío, qué bien parecerá algo de ameno, por ejemplo, después de la historia del Magallanes, y de un sinnúmero de datos estadísticos... Lo de Barnatto me ha intrigado... Decía usted que Menéndez...

-El señor Menéndez, hoy millonario, gran hacendado, progresista, hombre de negocios de mucho olfato, y muy correcta persona en el trato social -ya lo conocerá usted-, vino hace muchos años a Punta Arenas, en una situación precaria, según se dice. Acompañaba -agrega la leyenda- a un pobre saltimbanqui que traía un teatrito de títeres. La población, deseosa de diversiones, acogió aquélla como un verdadero regalo, y aunque el espectáculo no fuera muy atrayente ni muy subyugante, lo frecuentó, permitiendo a sus introductores hacer algunas economías. Menéndez, muy cuerdo y muy práctico, se sirvió de ellas para establecerse con una pequeña casa de comercio, que prosperó gracias a su espíritu de empresa, a su sagacidad para los negocios, a su tesón y... al medio en que actuaba.

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-Sí, el medio... El medio es uno de los pocos semi-vírgenes que van quedando en el mundo: no ha aprendido a ser ingrato todavía. Me gustaría compararlo con la Australia de los primeros tiempos... tanto más, cuanto que ésta es la tierra más austral del continente americano... Pero el personaje vale lo que el medio, es un gran producto de estos países, una síntesis determinada de sus pobladores... aunque sólo sea cierta una parte de su leyenda.

-Poco más o menos... Otra lo presenta como elemento de una compañía de circo, que -más inteligente que sus compañeros- se quedó en Punta Arenas, con la visión del porvenir, perseverando hasta el extremo de trabajar él solo, como un Proteo, en todos los papeles, o como dicen los acróbatas y artistas, en «todos los números», bajo una carpita que se llenaba de mineros, de piratas, de todos los ecumeurs de estos mares y estas costas, pródigos como cuantos ganan fácilmente el dinero. En fin, Menéndez está rodeado del prestigio que le presta su éxito y del enorme que lo añade la envidia, yendo a buscar sus principios, para denigrarlo, y que sólo consigue hacerlo un personaje de novela.

-¡Interesantísimo!

-¡No! no tome usted notas... o prométame no decir quién lo ha contado eso.

-¿Para qué decirlo?... ¿Y está usted seguro de que podré conocer a Menéndez?

-Y de que se encontrará usted con un hombre muy agradable y de ideas muy claras, que extiende hoy su radio de acción a nuestro país, como ya le he dicho. Sí, lo conocerá, como podrá conocer gran parte de la población de Punta Arenas, la más extraordinaria que haya usted visto hasta ahora, por sus componentes y por... su fermento. Porque aquello fermenta que es un gusto, y está produciendo algo muy raro: un pueblo con caracteres propios.

Seguíamos navegando sobre las aguas apresuradas del Estrecho, en medio de una atmósfera tibia, clara y tranquila; del uno y del otro lado veíamos la costa chilena de Patagonia y de Tierra del Fuego, con montículos y entalladuras cubiertas de yerba, más amena ya que la Patagonia propiamente dicha, como si tras larga navegación por tierras áridas y frías fuéramos entrando en la zona templada.

Y nuevas preguntas:

-¿Qué es aquello? ¿Un canal? ¿Una bahía? ¿La entrada esa?...

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-Bahía Peckett. La Isla que se vislumbra allá, a proa, es la Isabel. Ya estamos cerca de Punta Arenas.

-En efecto, comienza a animarse el paisaje. Hay más ovejas...

-Pocas. Son de Hamilton y Saunders, pero no se recuestan mucho a la costa.

-¿Cuántas tienen?

-Treinta mil... Si usted dejara la profesión... Pero no quiero hacer epigramas.

-Gracias. Me vengaría... Ahora comienzan a verse algunas casas aisladas; supongo que irán aumentando un poco hasta las cercanías de Punta Arenas...

-Y un mucho también. Punta Arenas va a ser una sorpresa para usted, que ya tiene el ojo acostumbrado a Madryn, Santa Cruz, Gallegos...

...Cuando, con gallarda maniobra el Villarino trazó una curva sobre la ola rizada, ya la voz del comandante redobló la cadena del ancla en el escobén, saltó el agua pulverizada hasta la borda, sonó el telégrafo con el campanillazo de «máquina atrás» y luego con el «Stop» final, y quedamos fondeados, sólo entonces me di cuenta de lo que era y de lo que valía la joya del Magallanes, Punta Arenas, tendida sobre colinas verdes, casi casi como una risueña Montevideo del sur.

Aquella tarde no desembarcamos.

Tuvimos que aguardar, primero, a que la capitanía del puerto nos diera entrada, como lo hizo sin gran pérdida de tiempo; luego se trasladó a bordo el cónsul interino de nuestro país, mister Jacobs, que se quedó a comer con nosotros, y que nos dio noticias relativamente frescas de Buenos Aires.

Es que, mientras los transportes invierten semanas en el viaje de la capital de la República Argentina a Magallanes (verdadero nombre de Punta Arenas), los vapores de la P. S. N. C. que salen de Montevideo, llegan en 120 horas de navegación, poco más menos, y adelantan, naturalmente, la correspondencia una porción de días.

¡Oh! Punta Arenas es la población del sur más socorrida en cuanto a comunicaciones, y su movimiento tendrá que hacerse más intenso cada vez, gracias a ellas. Véase sus líneas de vapores:

Pacific Steam Navigation Company, con dos buques cada mes, que tocan a la ida y al regreso en Magallanes.

Lloyd. Norte Alemán con un vapor por semana. Tocan, pues, ocho veces al mes en dicho puerto.

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Messageries Maritimes, un vapor quincenal.

Kosmos (de Hamburgo) quincenal; cada mes toca una vez en las islas Malvinas.

Chargeurs Réunis, en combinación con las M. M., quincenal.

Hay además una compañía italiana que hace servicio regular cada veinte días o un mes, y una norte americana, que sirve de vez en cuando a aquel puerto. Pero esto no es todo.

Para el cabotaje, salvamentos, etc., existen también en Punta Arenas cuatro compañías locales de vapores: la de Braun y Blanchard, con cuatro buques, Lovart, Torino, Vichuquen y Antonio Díaz; la de Kurtz y Wahlen, con dos; la de Menéndez con dos también, y la sociedad anónima que arma el Albatros.

Cuters, goletas, pailebotes de dos y tres palos, de veinticinco a doscientos toneladas y más, abundan en el puerto, y llevan casi sin excepción la bandera chilena; estos barcos hacen toda especie de trabajo, desde el flete sencillo, hasta las expediciones a caza de lobos o en busca de oro en la Tierra del Fuego; y sea lo que hagan, contribuyen a impulsar y fomentar la colonia, que de pocos años a esta parte progresa de una manera no sólo visible, sino también sorprendente.

Podíamos, desde la cubierta del Villarino, examinar a nuestro sabor el panorama de la risueña villa, que iba poco a poco esfumándose con la lenta caída de la tarde: las calles accidentadas, los largos muelles que se internaban en el agua, las casillas de madera del puerto, las más vistosas del centro, y aquí y allá, dominadores, uno que otro edificio de material, con aspecto de palacio, la esbelta torre de la iglesia, todavía con su andamiaje, todo ello destacándose sobre el doble telón de las colinas en cuya falda se tiende Magallanes. ¡Qué sorpresa para los que esperábamos hallarnos frente a un pueblito mal trazado, de casas diseminadas y tristes, como los otros de la Patagonia! Las calles centrales, bien delineadas, corrían compactas, y sus edificios, de forma graciosa, tenían tonalidades alegres en medio de la atmósfera clara; animaban el puerto carros y carretas ocupados en operaciones de carga; resonaban martillazos en la costa, en los pequeños astilleros donde se construyen buquecitos de cabotaje; lanchas a vela y a vapor surcaban las aguas tranquilas, ya dando largas bordadas... ya marchando en inflexible línea recta. Y Magallanes tenía un aspecto de actividad jubilosa; parecía más grande, ya ciudad hecha, con sus cinco mil habitantes escasos, después de la visión melancólica de los cuasi abandonados pueblos de la costa argentina...

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Ya tiene, en efecto, vida propia, y en la faja de tierra que pertenece a Chile y corre sobre el Estrecho, existen numerosos e importantes establecimientos ganaderos, algunos de los cuales he señalado ya, y cuya ubicación puede verse en el plano adjunto. Los principales son los siguientes:

Menéndez, ya nombrado, con 100.000 ovejas; Reynard, que tiene también una grasería, 100.000; Hamilton y Saunders, 30.000; Bous, hacienda vacuna, ignoro en que cantidad; Wagner, 5000 ovejas; Shuitembourg, estancia con vacas pertenecientes al señor Adet; Hivera y Blanchard, 15.000 ovejas; Bonvalot, 10.000. Cuéntanse, además, numerosos establecimientos de menor cuantía, estanzuelas y puestos que pueblan casi todo el territorio.

Hacia el norte están los toldos del cacique tehuelche Mulato, que posee unas trescientas vacas, otras tantas yeguas y ha formado una especie de pueblito indígena.

Todo esto asegura a Magallanes los medios de existencia, la seguridad de atender a las primeras necesidades de la vida, sin tener que esperarlos de fuera; contribuye también a su enriquecimiento, cuya fuente principal no es, sin embargo, la ganadería, sino el comercio, la explotación de minas... de mineros sobre todo, la caza de anfibios, los salvamentos y ¿por qué no decirlo?, hasta la piratería misma, plaga que en muchos años no se desterrará de los mares del sur.

...Después de comer nos preparamos a bajar a tierra, acompañados por el señor Jacobs, que nos invitó a pasar un momento en su casa.

-Lástima que no hayan llegado ustedes anoche -nos dijo- hubieran conocido de una sola vez a la sociedad de Punta Arenas, porque, festejando el entierro de carnaval, hemos tenido un gran baile en el club. ¡Oh! Ha estado muy bueno, muy animado, y se hubieran sorprendido ustedes agradablemente.

Cuando trepamos al muelle de pasajeros, cómodo y bien construido, era completamente de noche, y reinaba en el pueblo una obscuridad sólo interrumpida aquí y allá por las luces de una que otra casa de comercio. Las calles de acceso al puerto se hallan en bastante buen estado, pero poco más lejos comienzan los pantanos y los rompecabezas, que la falta de alumbrado hace más temibles. Punta Arenas no ha tenido gobierno municipal, lo que explica el abandono de los servicios públicos.

-Pero dentro de poco tiempo vamos a tener luz eléctrica -nos dijo mister Jacobs-. Está contratada la maquinaria.

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No era ya hora de visitar las casas de comercio, que cierran temprano, pues el movimiento nocturno es naturalmente escaso con la ciudad a obscuras; de otro modo, nos hubieran sorprendido algunas por su importancia y la multiplicidad de sus artículos.

Es curiosa la historia de algunos de esos establecimientos, como lo es la de las fortunas que en ellos y fuera de ellos se han formado. Repetiré una parte de lo que me han contado y de lo que he podido averiguar, como contribución al estudio de aquel pueblo extraño.

El fundador de una de las casas más fuertes de Punta Arenas, hoy fallecido, era desertor de una goleta lobera norteamericana. Quedose allí, con intención de hacer por su cuenta la pesca del lobo, y asociándose con algunos presos de la entonces colonia penitenciaria, construyó un barquichuelo, en que se embarcó junto con veintitrés compañeros más, con destino a las roquerías de la Tierra del Fuego. Los expedicionarios permanecieron allí cuatro meses, en la mayor escasez, alimentándose casi exclusivamente de carne de lobo. Pero, en cambio de este sacrificio, volvieron a Punta Arenas con 22.000 cueros, ¡una verdadera fortuna!

El feliz iniciador de la expedición lobera, o más hábil o más cauto que sus compañeros, invirtió su capital a tanta costa adquirido, en la fundación de una casa de comercio que prosperó a pesar de su ignorancia -o gracias a ella; ¡quién sabe! -pues no conocía ni la o por redonda. Sus compañeros quedaron en la pobreza, y los que viven aún son simples trabajadores, mientras la fortuna que ha dejado aquél, suma muchos mitos de pesos.

El actual vicecónsul de su majestad británica, sucesor de mister E. S. Younge -señor Stubenrauch, llegó a Punta Arenas el 1883, como dependiente de los señores Wehrhahn y Compañía de Hamburgo y Valparaíso, que acababan de comprar la pequeña casa de comercio de Schröder, la mejor de la localidad en aquel entonces. Más tarde dirigió dicha sucursal, que hoy la ha comprado, dándole gran impulso. Ha sido el primer poblador de la Tierra del Fuego chilena, fundando un establecimiento ganadero en Gente Grande, allá por 1886.

Otro de los fuertes comerciantes de Magallanes, tuvo un punto de partida aún más humilde, pues llegó en 1882 como inmigrante y sin un centavo. Era un judío polaco, empeñoso y hábil, para quien todos los oficios eran medios de llegar a la realización de sus aspiraciones: fue panadero, fondista, carnicero,   —138→   estanciero, y en pocos años alcanzó efectivamente a la fortuna.

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LOS ESTABLECIMIENTOS DE MAGALLANES

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Otro judío austríaco, desembarcado en 1884 en Punta Arenas, con unas cuantas monedas de plata por único capital, puso un pequeño despacho de bebidas que atendía su mujer, mientras él trabajaba como blanqueador, vidriero, carpintero y otros menudos oficios. Hoy tiene una casa de importación y exportación, cuyo capital no bajará de $ 150.000.

Harry Gray, que había sido mayordomo de un vapor del Pacífico, quedose en Punta Arenas, según él mismo cuenta, poseyendo solamente dos libras esterlinas, con las cuales emprendió el comercio de objetos curiosos de los indios, quillangos, artículos de bazar, libros, etc.; trabajó con tan buena suerte, que cuando la revolución chilena, pudo presentarse al gobernador general Valdivieso, ofreciéndole cinco mil libras esterlinas en moneda contante.

Los que se han establecido ya con algún capital, como Aimé, Jounge, Blanchard, Meidell, Kurtz, Dobrée, etc., no han sido menos felices. Pero no faltan fracasos, sin embargo.

El más sonado es el de mister Saunders, víctima más de su confianza que de otra cosa. Saunders había sido herrero de la gobernación, y con sus economías estableció el Unión Hotel, a cuyo frente puso a su esposa, para dedicarse él a otros trabajos. El descubrimiento de yacimientos auríferos en Porvenir, puerto de la Tierra del Fuego chilena, situado al este de Magallanes, le incitó a probar fortuna como número. En un principio marchó bastante bien, tanto que se embriagó con la facilidad del triunfo, y desechando medios más lentos pero más seguros, invirtió todo su capital en una mina, la Martha.

Las perspectivas de los primeros tiempos fueron muy halagüeñas, los rendimientos de la Martha, asombrosos: con cuatro o cinco peones, a quienes pagaba $ 25 y la comida, extrajo de 400 a 500 gramos de oro por mes. Sus ilusiones subieron de punto, juzgaba aquello un tesoro inagotable, y para explotarlo con mayor amplitud, dedicó todas las ganancias a adquirir instrumentos de trabajo, vías férreas, etc...

Desgraciadamente, en un viaje que hizo en busca de nuevos materiales para su mina, dejola en manos de un empleado infiel que lo defraudó y huyó. Cuando regresó Saunders, habían desaparecido las arenas auríferas recogidas en su ausencia, los peones estaban impagos, las herramientas destruidas... Era la miseria.

Saunders ha vuelto, después de estar a un paso de la fortuna, a ser herrero de la gobernación de Punta Arenas.

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De modo que aquella vida se ha formado, especialmente, con hombres de esfuerzo propio, de modestos cuando no culpables antecedentes, llevados allí, ya por la indigencia, ya por el odio al castigo o a la sujeción. Porque la primera población de Punta Arenas ha sido -como debe saberse- de presidarios y de desertores. Curiosa amalgama de que tenemos algún ejemplar en el país, como varios que están dando la mano a los territorios del sur, y cuya historia no es del caso recordar.

La rápida formación de esas fortunas justificaba la afirmación del compañero de viaje: pocas comarcas quedan en la semi-virginidad de esos parajes, pocos pioneers pueden ir todavía a trabajar donde no los haya precedido la especulación; el ruin artificio de valorizar terrenos que aún no han producido cosa alguna, justificaba esa afirmación y hacía nacer este pensamiento:

-¿Cómo gente tan patriota, abnegada, hábil, imbuida en los secretos de la economía política, vidente del porvenir, pronta al esfuerzo eficaz, puede ignorar aún que existe Punta Arenas, y que Punta Arenas es una lección? ¿No está aquí la prueba palpable de que hemos errado el camino? Magallanes ¿no demuestra de un modo práctico y concluyente que era necesario dejar hacer? ¿Ha creado Chile esta colonia? ¿Se ha preocupado de formarla?

Lejos de eso. El vecino, hoy mismo, no vende tierras: las arrienda. Pero ha tenido el verdadero concepto del desierto.

-¿Quiere usted ir... tan lejos?

-Sí, señor.

-Pues, vaya usted.

-Pero... ¿garantías?

-Las que usted se procure.

-¿Inmunidades?

-Las que usted mantenga.

-Sí. Pero ¿y la autoridad?

-La enviaré tarde, y entonces lo incomodará a usted lo menos posible.

-Mas, los derechos de aduana, para quien se arriesga a tanto...

-No los habrá.

-Y la policía, tan vejatoria en la campaña...

-Usted será su propia policía...

Y este concepto que vimos practicado por vez primera, en este siglo, allá en el Far West Americano, es el que ha formado   —140→   a Punta Arenas, la más importante población del sur; como que con tales franquicias nadie temió ir a ubicarse, y a invertir capitales, aunque no tuviese el terreno en propiedad.

(Porque Chile no ha vendido ni vende esas tierras, y queda como propietario enfitéutico de ellas; política práctica que hoy, sin embargo, parecería darle resultados adversos, pues sus hacendados compran campos en la Argentina... Pero él se queda con los suyos, que no se desarriendan, y que valen más cada vez.)

Australia, California, el África del Sur, todo viene al recuerdo cuando se visitan estas regiones recién abiertas al trabajo y la ambición.

Punta Arenas, ayer no más presidio, ha comenzado a crecer, a hacer humus -si se me permite decirlo- con verdaderos sedimentos sociales; y como se repitió a propósito de una colonia análoga, «tiene un clima moralizador», corrige y perfecciona. Es decir: los que van allí, después de una falta cometida porque el medio los obligó a ello en cierto modo, no la repiten, porque no la necesitan. Sublata causa... Buen argumento para los que solemos ver en el delito la obra de una fatalidad completamente humana.

Aquel pueblo, en parte, se compone de piratas, desertores, mineros, loberos, comerciantes sin escrúpulos, prostitutas, militares sin cabida en otros centros, marinos semi-piratas, presidarios, jugadores... y sin embargo es un pueblo que -aparte de ciertas exterioridades, al fin y al cabo perdonables- puede ser comparado con cualquier otro, y de los más correctos...

¡Otro tema de estudio!

Cuando salimos de casa de mister Jacobs, que nos había invitado con una copa de champaña, y cuya señora había sido extremadamente amable con nosotros, visto que sólo estaban abiertas las confiterías, nos preguntamos unos a otros:

-¿Adónde podemos ir?

Y el problema parecía sin solución, cuando una voz exclamó, determinada:

-¡A casa de Piña! ¡A buscar a Piña!

¿Quién es Piña? El amigo de los argentinos. ¿Qué hace? Comercio. ¿De qué especie? De todas. Es farmacéutico, fotógrafo, cigarrero...

-¡Vamos!

Y fuimos.

Y nos encontramos con Piña, un hombre grueso y jovial,   —141→   ya entrado en años, que hace hoy por afición lo que antes hiciera para formar fortuna; vale decir, que ha comanditado a sus antiguos dependientes que tienen la botica, la fotografía, la cigarrería... y lo demás.

Presentaciones hechas:

-¿Qué piensan hacer ustedes? -pregunta el señor Piña.

-Lo que usted quiera -le contestamos.

-¿Ir al club?

-¿A qué club?

-Al de Bomberos.

-¿No hay, otro?

-No, señores, salvo el del Pito, sociedad recién formada y que todavía no tiene local. Ella es, justamente, la que dio el baile de anoche.

Desde Santiago de Chile conté a los lectores de La Nación lo que eran las sociedades de bomberos. Una de ellas existe en Magallanes, tan igual a sus iguales que no tengo por qué describirla.

Es el club de Bomberos un vasto edificio de madera, con varios salones, uno de ellos suficientemente grande para que se celebren en él funciones teatrales y bailes a que concurre toda la haute de Punta Arenas; en este salón están bombas de incendio, los carros y demás elementos que posee la compañía de voluntarios; en otro salón más pequeño hay billares, mesas de juego, etc. El club es muy frecuentado, como que, fuera de los cafés y confiterías, es el único sitio de reunión.

Los viajeros fuimos muy galantemente recibidos por los socios, que nos agasajaron cuanto les fue posible, como por regla general sucede a los argentinos que van a Chile, y pasamos en el club horas muy agradables en amena plática. A veces no faltan, sin embargo, descomedidos, pero en aquella ocasión el recibimiento no pudo ser más agradable y satisfactorio.

Cuando salimos del club era ya tarde, y sólo quedaba abierta en la villa una que otra taberna o fonda, y reinaba en ella un silencio profundo. ¡Muchos de los que habíamos bajado a tierra, optamos por quedarnos a dormir en el hotel, vista la distancia relativamente larga a que había fondeado el Villarino.

En el hotel, bastante limpio y muy confortable en relación a los otros que habíamos visitado en Patagonia, encontramos enfermo en cama al teniente Guttero, comandante del Golondrina; tenía una afección bastante dolorosa a la garganta, pero felizmente no de gravedad, pues merced a los cuidados del doctor Luque, pocos días más tarde pudo volver al servicio.

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Estaban también allí el ingeniero Krause y otros miembros de la subcomisión de límites, que pensaban reanudar sus tareas un momento interrumpidas. Allí iba a quedar, también, el ingeniero Pastor Tapia, acompañado por sus ayudantes Vernet Lavalle y Ambone, para trasladarse luego a San Sebastián, punto de partida de sus trabajos de mensura, amojonamiento y entrega de los lotes de campo en Tierra del Fuego, que acababa de vender el Gobierno nacional. La base de la operación era la línea de límites con Chile.

He olvidado decir que Tapia debió haber desembarcado antes en San Sebastián.

En efecto, cuando salimos de Gallegos hicimos rumbo a ese puerto para dejarlo allí antes de ir a Punta Arenas. Tarde y en una noche obscura como boca de lobo, avistamos las luces del Páramo, el establecimiento minero que fundara Popper; pero el mar estaba agitado, la costa es brava, la noche negra mostrábase lo menos propicia para un desembarco, así es que, apenas dejamos atrás las luces del Páramo, viró de bordo el Villarino, y navegó hacia el Estrecho, renunciando a su primera intención con gran pesar del ingeniero Tapia.

Este pudo afortunadamente encontrar en Punta Arenas los elementos necesarios para trasladarse con su comitiva y pertrechos a San Sebastián, donde le aguardaban nuevas y más penosas dificultades.

También en Punta Arenas quedaba otra serie de estimables compañeros de viaje: Sabatier, Nesler, y alguno más que habían contribuido a amenizar las largas horas de navegación.

Pero no había lugar para la tristeza.

La mañana siguiente amaneció radiosa, dorando las casitas de madera, haciendo brotar chispas de los cristales en las anchas ventanas, abiertas casi de extremo a extremo de las fachadas para aprovechar la escasa luz del invierno. Risueño era el aspecto de Punta Arenas, fresca y suave la temperatura; las vías públicas animadas presentaban un aspecto de fiesta consolador después de tantos días de soledad en los monótonos pueblos patagónicos.

Recorrimos, pues, las calles, a la espera del almuerzo, admirando algún edificio, como la casa de la señora viuda de Noguera, que no había mala figura en la Avenida Alvear, los numerosos establecimientos comerciales, atestados de mercaderías, los pequeños jardines como el del Banco de Londres y Tarapaca, o los improvisados en las ventanas, tras de cuyos vidrios brillaban las flores. Las calles son accidentadas, como   —143→   las de Montevideo, y presentan pintorescas perspectivas; sólo que están -como ya he dicho- en un abandono tal, que no hay quien se anime a internarse en algunas de ellas.

Abundan los restaurantes, los despachos de bebidas, los billares; no encontré en mi camino una sola librería, ya que no merece el nombre de tal una taberna donde se vende papel y algún libro escolar; pero no hay que extrañarlo, primero porque aquella población no es ni tiene por qué ser muy lectora, y porque artículos de escritorio y obras de batalla los hay en todos los bazares.

Pronto conocimos la villa entera, que -lo repito- nos agradó y sorprendió, más aún en aquella hermosísima mañana, y dirigimos nuestros pasos hacia el puerto, nos detuvimos ante el gran depósito de carbón del Gobierno chileno, y paseando por la calle Körner, tuvimos ocasión de visitar algunos astilleros, en que se construyen chatas y hasta vaporcitos destinados al servicio del Magallanes.

En las aguas del puerto había, aparte de nuestro Villarino y el Gaviota, dos o tres buques mercantes, un sinnúmero de embarcaciones menores, y un buque de guerra chileno.

Allí tuvimos las primeras noticias del Bélgica, cuyas huellas íbamos a seguir hasta San Juan del Salvamento, para no tener luego más noticias de él.

El buque explorador que se dirigía a la Tierra de Graham, había estado pocas semanas antes en Punta Arenas, a refrescar sus víveres y sin novedad a bordo. Sus jefes y oficiales fueron muy agasajados durante su estadía en el puerto, y un vecino que posee una cría de palomas mensajeras les regaló varias, para ser el primero en conocer el resultado de su viaje... Un mes más tarde supe que de esas palomas sólo una había regresado, pero sin mensaje alguno...

Como se verá después, el Bélgica había sufrido algunos contratiempos bastante serios antes de llegar a la isla de los Estados.

Del puerto pasamos a las colinas que limitan la villa formándole como un telón de foro, y desde allí pudimos abarcar el panorama de la ciudad, sentados al pie de una cruz conmemorativa de una misión.

-¡Quisiera que alguno de nuestros gobernantes viera esto! -exclamó uno de nuestros compañeros- ¡Le daría vergüenza el abandono de los pueblos que nos pertenecen en el extremo sur!...

Y así es la verdad.

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Un argentino que pise el suelo de Punta Arenas, no puede reprimir un movimiento de disgusto, de desconsuelo, y hasta cierto punto de envidia; no de envidia destructora y estrecha, sino de la que crea la emulación o incita a hacer, a esforzarse, a aprovechar elementos prácticamente utilizables, como lo demuestra aquel pueblo que seis años hace era apenas un villorrio...

Chile no descuida sus más alejados territorios. No hace mucho ha enviado un nuevo contingente de población a Punta Arenas, unos mil chilenos, cuya incorporación artificial a la villa no deja de presentar serias dificultades, porque todavía no hay trabajo suficiente para todos, y la vida se les hace ardua en esas condiciones.

Pero obviará eso realizando obras públicas de importancia, ya proyectadas, con cuyo sacrificio logrará probablemente su propósito de nacionalizar aquel pueblo que hasta ayer era compuesto en inmensa parte de extranjeros.




ArribaAbajo- XV -

Los pobladores del Magallanes


No había aún sonado la hora del almuerzo, y no sabíamos en qué ocupar el resto de la mañana.

-¿Vamos al Diluvio? -propuso uno de nosotros, ya conocedor de Punta Arenas.

-¿Qué es el Diluvio?

-Un café.

-¿Y por qué iríamos a un café y no al hotel, donde estaremos mejor?

-Por dos razones: porque en el Diluvio veremos a una parte no poca curiosa de la población, y porque allí podremos oír un poco de música. El dueño, que es un catalán bajito, colorado y cabezón, toca el piano con bastante habilidad, y luego, allá van a tomar el vermouth muchos loberos, mineros y merodeadores de las costas...

-Vamos, entonces.

El Diluvio es un pequeño establecimiento cuyo mueblaje se compone de un mostradorcito atestado de botellas, dos billares,   —145→   un piano, algunas mesas y las sillas necesarias. Cuando entramos, presentaba un aspecto animado, pues casi todas las mesas estaban ocupadas, y el propietario tocaba con brío una tanda de valses.

Este café y sus habituales frecuentadores han sido ya descriptos amena y fielmente por José S. Álvarez, en su trabajo «En el mar austral», aparecido hace poco, y no me detendré más sobre él. Pero como es, efectivamente, un punto de reunión característico, él también tiene que servirme como medio de conocer a los habitantes de aquellas extrañas regiones.

Había allí, como me lo indicaba mi compañero, curiosas individualidades, hombres enérgicos de rostro curtido por el aire del mar, seres innobles de mirada de ave de rapiña, jóvenes marcados con el estigma del vicio, y trabajadores agobiados por las fatigas de una existencia de lucha. Y de las mesas se elevaba una confusa y extraordinaria algarabía, mezcla de todos los idiomas, en que resaltaba de vez en cuando un modismo del país pronunciado con acento extranjero, o un juramento que dominaba de pronto las sonoras y marcadas cadencias del piano.

En Panta Arenas se hace mucho la vida de café, lo que ha contribuido a dar a sus habitantes una fama no envidiable, sobre la que han recalcado muchos viajeros, desde Popper, que hizo la más cruel diatriba de aquel pueblo, hasta los que han escrito más recientemente.

Como, fuera de las expediciones a caza de lobos o en busca de oro, la actividad es muy restringida, el café atrae a la gente, que en él hace vida social y en él se encuentra para hacer sus negocios.

En aquellos días el tema principal de las conversaciones era la reapertura de la caza de lobos, que después de cuatro años de prohibición, porque comenzaban a escasear dichos animales, tendría lugar el cercano 1.º de Marzo.

Muchos se preparaban a emprender el lucrativo negocio, ya por su cuenta, ya por la de algún capitalista. Los que forman una expedición por su cuenta, no tienen generalmente grandes recursos, así es que se reúnen varios, hacen sociedad, fletan un barquichuelo, invierten los fondos que les restan en provisiones de boca y ropas de abrigo, y se lanzan al mar, muchas veces para no volver, pues ora los destruye un naufragio, ora los arrebata el oleaje de sobre alguna roca desnuda en que han desembarcado para sorprender a los lobos... Cuando   —146→   vuelven y la caza ha sido productiva, malgastan el dinero ganado a costa de tantos esfuerzos y peligros, en las tabernas, con mujerzuelas, o en el juego devorador del pocker, que en Chile baja desde los clubs hasta los figones de última especie.

Los capitalistas que emprenden la caza del lobo son cada vez menos; el comercio da mejores rendimientos, con exigencias no tan grandes. Igual cosa ocurre con las minas, que ya no parecen ser sino recurso de desesperados. Más fácilmente se enriquece el que provee a los mineros y les compra oro, que el que lo saca de la negra arena en que está envuelto.

Las expediciones de mineros se hacen poco más o menos lo mismo que las de los loberos. Se asocian cuatro o cinco con cuarenta o cincuenta pesos cada uno, compran víveres, compuestos de porotos, carne salada, charqui, harina, té y azúcar, adquieren lona para hacer carpas, fletan una pequeña ballenera, a veces un simple bote, y se van al sitio elegido, sobre el que alguno de ellos posee datos, o sencillamente a buscar terreno propicio en las cercanías de yacimientos conocidos ya.

Entonces comienzan los trabajos y padecimientos. Generalmente, para obtener un puñado de oro, tienen que lavar arena meses enteros, de la mañana a la noche, sin tregua ni descanso, sufriendo los rigores de la intemperie, con hambre, aglomerados por la noche como indios en sus miserables carpas. Muchos no vuelven, porque se mueren de frío o de enfermedad, generalmente producida por el guachacay, aguardiente anisado de que llevan consigo abundante provisión.

Pero a veces la cosecha suele ser fructífera, y el minero regresa rico a Punta Arenas, de donde salió pocos meses antes empujado por la miseria.

Seis que volvían no hace mucho de una de esas expediciones felices, y que habían recogido diez y ocho kilogramos de oro, fueron sorprendidos en medio del Estrecho por una formidable racha que les tumbó la ligera embarcación en que iban, arrebatándoles el fruto de sus fatigas y la vida misma de casi todos ellos.

Este año, y en el canal del Beagle, sucumbió otra expedición de mineros. Volvían también a Punta Arenas, cuando su pequeña ballenera fue tumbada del mismo modo. Los que en ese instante estaban sobre la cubierta, menos dos que desaparecieron, lograron asirse de la quilla, quizá sólo para prolongar su agonía... De pronto sintieron golpes en el casco... dentro habían quedado, como en una campana de buzo, los compañeros que se hallaban abajo cuando el siniestro. ¿Cómo socorrerlos?   —147→   ¿Cómo darles aire, para que pudieran vivir hasta la problemática y providencial llegada de auxilio? Si abrían un agujero, el nivel interior de las aguas subiría inmediatamente, precipitando su muerte; si no lo abrían, la asfixia no podía tardar en producirse... Y los golpes de aquel ataúd flotante se repetían cada vez más desesperados, aumentando la angustia de los tristes que, a cielo abierto, también veían acercarse a grandes pasos el momento postrero...

De pronto el agua hirvió y se agitó junto al casco volcado, surgió una cabeza, luego un cuerpo, y no sin trabajo izose un hombre hasta la quilla, donde hacían equilibrio sobre el abismo sus compañeros de desgracia.

Era uno de los que quedaron encerrados, un marinero correntino, gran nadador, que, buceando, había encontrado la escotilla y salido por ella, con rara fortuna... Los otros no sabían nadar... Descansó el hombre, y luego volvió a sumergirse en el agua, con su navaja abierta en la mano. Iba a tratar de desprender uno de los botes, trincado casualmente con cabo y no con cadena sobre cubierta; era la única esperanza de salvación, pues imposible sería mantenerse mucho tiempo en aquella postura sobre el resbaladizo casco. Dos y tres, y cuatro veces sumergiose así, y por fin sus esfuerzos se vieron coronados, y el bote subió a la superficie... Entretanto, los golpes continuaban en el interior de la ballenera... Allí adentro, en la horrible obscuridad de la cámara, debía desarrollarse un drama que desgraciadamente sólo podía tener un desenlace: el abandono y la muerte...

Así fue, en efecto, el correntino y sus compañeros enderezaron y desagotaron el bote, y dando el último adiós a los enterrados vivos, se alejaron de su embarcación arrastrados por la corriente... Después de mil padecimientos, medio muertos de sed, de hambre y de frío, llegaron a Punta Arenas, más pobres y desamparados que nunca... Allí estaban, en el Diluvio, contando su lamentable historia mientras bebían una copa de pisco, prontos quizás a emprender de nuevo análogas aventuras...

Y allí me contaron otras no menos desastrosas, algunas de las cuales acabo de encontrar de nuevo en una conferencia de Julio Popper, a quien prefiero ceder la palabra.

«Reproduzco -dice el conferenciante- la siguiente relación, hecha por un marino que hoy reside en Punta Arenas, el capitán Harry Michelsen. La doy a título de curiosidad, porque el espíritu humano se resiste a concebir todo lo aterrador que resume en algunas palabras.

  —148→  

»En uno de los viajes loberos que efectuó hace años a la Isla de los Estados, halló en sus playas un barril que contenía carne salada, que examinada detenidamente resultó proceder de restos humanos... ¡Horroroso producto de la desesperación!... ¡Carne de hombre en conserva!

»¿Habrá sido resultado de algún sorteo caníbal? ¿El último recurso de náufragos que por largo tiempo esperaron la salvación llevada por algún buque de paso? Nadie sabrá decirlo...

»Pero lo que puede afirmarse con seguridad, lo que está fuera de toda duda, es que un drama que tomó origen en la corte de Austria, en el que coincidía la alta nobleza del protagonista con los novelescos antecedentes de un casamiento morganático, que llamó la atención de todos los hombres ilustrados del mundo, tuvo su trágico desenlace en las abruptas costas de la Isla Desolación, donde, según todos los indicios, fue a estrellarse la Santa Margarita, templo flotante de una pasión amorosa. El archiduque Juan de Austria o más bien Juan Orth, y su adorada Milli Stubel, con todos los tripulantes que los acompañaban, encontraron su trágico fin destrozados quizás por la innumerable fauna que pulula a lo largo de las costas fueguinas, o sepultados en la playa, bajo las cenagosas arenas eternamente azotadas por las rompientes.

»El capitán Goyet, comandante de la fragata francesa Almendral, de 1670 toneladas, perteneciente a la casa Bordes de Burdeos, refiere que el 24 de Agosto del año próximo pasado fue empujado por un temporal deshecho hacia los escollos del cabo Pilar, extremo oeste del Estrecho de Magallanes. La fragata se hallaba ya en el recinto de las enormes rompientes que se estrellan contra las rocas circundantes; el viento soplaba furioso; colosales olas iban a estrellarse contra el puente del buque, arrancando todo lo que se oponía a su paso. De un momento a otro podía chocar despedazándose contra los escollos que por todas partes le rodeaban, cuando por una circunstancia que el mismo capitán no se explica, encontrose arrastrado por una fuerte corriente hacía el interior del Estrecho, considerable mente averiado el buque, pero fuera ya de peligro. Detrás de él, en la misma desesperada situación, pero algo más al sur, frente a la Isla Desolación, quedaban luchando contra los desencadenados elementos cuatro buques más, que seguramente perecieron, uno de los cuales respondía a la inscripción del Santa Margarita.»

La frecuencia de los naufragios, de que ya me he ocupado antes, da margen a una especie de oficio bastante lucrativo, a   —149→   que se dedican muchos de los habitantes de Punta Arenas: el salvamento.

Por esta clase de operaciones, en que se ocupan algunos vaporcitos de las compañías ya citadas, y las embarcaciones pequeñas, se cobran enormes sumas. Sé de un capitán que recibió en pago el 75% del cargamento que salvó.

Esas mercaderías van, por cuenta de las compañías de seguros, al comercio de Punta Arenas, que las expende baratas, dando mayores facilidades de vida a la población, aunque no al viajero de paso, a quien no se tiene consideración alguna.

-Aquel que usted ve allí -me dijo la persona que me servía de cicerone, señalándome a un hombre alto y fuerte, de aspecto decidido-, es minero, y si usted quiere, puede darle informes interesantes sobre el oro de estas costas.

-Si quiero... ¡puj hombre! -¡como dicen por aquí!...

Lo llamó, y previas las presentaciones y la invitación al vermouth, el minero se puso en situación de ser interrogado.

-¿Abunda el oro por estos parajes? -pregunté.

-Aunque se haya perdido mucho el ánimo por los fracasos sufridos, hoy se trabaja todavía, y no con mal resultado.

-¿En dónde?

-Especialmente en Sloggett, en la isla Lenox, en la Nueva, en la Navarino, en todo el archipiélago que se extiende al sudoeste de esta última isla, hasta el paso del Breacknock, en la península Brunswick, y en la Tierra del Rey Guillermo donde Chile está colonizando...

-¿Y se saca mucho oro?

-Un tal Orestes Grandi, que trabajaba con algunos indios en la isla Lenox, sacó más de seis kilos en tres meses, lo que es bastante regular. Pero hay yacimientos mejores, que la casualidad puede hacer descubrir un día.

-Pero si usted afirma que los hay, será porque ya han sido descubiertos...

-Lo han sido, pero diré a usted... El minero que encuentra un buen paraje, trata de guardar su hallazgo secreto, para explotarlo él solo. Así ha ocurrido con Ceferino Mora, que en poco más de un mes, y ayudado por una mujer india, con elementos escasos y sin herramientas apropiadas, saco más de dos kilos de oro, no se sabe de dónde. Lo sorprendió una helada, y a duras penas logró venirse a morir aquí; la india había muerto antes. Conociendo algunos el buen resultado material de su expedición y el gran rendimiento obtenido, quisieron comprarle el secreto, pero él no cedió y se lo llevó consigo,   —150→   aunque le ofrecieran dos mil pesos y la mitad de lo que se sacara con mayores elementos, peones, etcétera. Era la fortuna, si se trataba de un sitio tan bueno como parecía... Ahora bien, usted comprenderá que ese yacimiento no está perdido, y que alguien ha de encontrarlo, tarde o temprano.

-¿Y sólo hay oro en los puntos que usted me ha citado, o también en otros?

-También se encuentra en las barrancas de Carmen Sylva, al este de Tierra del Fuego, en el Páramo, donde se estableció Popper; y se busca en varios parajes. Algunos mineros han ido hasta la Isla de los Estados, pero parece que sin éxito, aunque Pablo Hansen, vecino de este pueblo, diga que lo ha encontrado. Probablemente será en cantidad tan pequeña, que no compense el trabajo. En Zanja Pike, que usted habrá visto antes de doblar el Cabo de las Vírgenes, se encuentra oro hasta a doscientos metros sobre el nivel del mar... En cuanto a mí, creo que el oro de aluvión concluye en la línea que corre del cabo Peña a la bahía de Sloggett, y es fuera de duda que no lo hay lejos de la costa.

-Le agradezco mucho estos informes, señor, y aunque abuse de su paciencia, le pediré otro. ¿Qué tales relaciones median entre loberos y mineros?

El buscador de oro se sonrió, puso el codo sobre la mesa, apoyó la cara en el puño, y me miró un instante.

-Son lobos de la misma camada -dijo por fin-. El minero de hoy es el lobero de mañana, y viceversa. Unos y otros se prestan auxilio en caso de desgracia. Pero los loberos no frecuentan los mismos parajes, pues podrían ser perseguidos. Digo podrían, porque no se les persigue mucho que digamos. Figúrese usted que vienen desde Europa, como lo prueba el hecho de que en una de mis excursiones encontré en Puerto Cook una flecha clavada con la punta para abajo, con una tabla en que se leía este letrero, en inglés: «Un lobero a vapor Jason, capitán Larsen, 27 de Octubre de 1893». Enterrados al pie de la fecha había un tarro de carne conservada y una botella de whisky. La goleta lobera Sarah W. Hunt, norteamericana, cazó durante nueve años consecutivos, hasta que en 1895 le echaron el guante dos vapores chilenos. De aquí salen todos los años en Julio, Agosto y Septiembre, goletas y pailebotes que van a cazar al sur, en las cercanías del Cabo de Hornos. Nosotros no vamos tan lejos, pero alguna vez los buques loberos que pasan de vuelta nos socorren.

  —151→  

-¿Y es muy importante el comercio de pieles?

-Mucho, sí señor.

-¿A pesar de la prohibición de la caza?

-Sí; para cerciorarse no tiene usted sino que ver las publicaciones comerciales inglesas. Los noruegos y los belgas son los que más se ocupan de esto, y con resultado, de tal manera que las precauciones que se toman para que no se extingan tan útiles animales, son completamente inútiles, y los gobiernos pierden con ellas entradas importantes para el erario. ¿Cómo perseguir a los loberos, cuando los lobos de dos pelos se han refugiado al sur, en las inmediaciones de Cabo de Hornos, donde no pasan buques de guerra, sino muy rara vez?...

Llegados a este punto, ya era pasada la hora del almuerzo, así es que nos despedimos del amable interlocutor, y salimos de El Diluvio para encaminarnos al hotel, donde ya nos aguardaban varios compañeros de viaje, echando pestes por nuestra tardanza. Se almorzó bien y alegremente aquel día, después de tantos de mala comida a bordo, y por la tarde se reanudó el paseo, menos interesante ya, pues habíamos visto casi todo lo que hay que ver en Punta Arenas. Por la noche debíamos embarcarnos para zarpar a la madrugada siguiente.

En las fondas y bodegones había algunos marineros, escasos compradores en las grandes tiendas, en las cuales el movimiento era pequeño; uno que otro carro dirigiéndose al puerto o regresando de él cargado de mercaderías, pocos transeúntes ocupados en sus negocios, sin prisa, con mucho tiempo por delante. El sol alumbraba como con cariño aquella escena; parecía que quisiera despedirse de nosotros, y en efecto, después estuvo muchos días ausente de nuestra vista, haciéndonos recordar y echar algo de menos aquel día hermosísimo. Sólo por momentos, allá en los canales, nos dio inolvidables espectáculos, y en la prolongada residencia de la Isla de los Estados, asomó curioso para vernos y escapar en seguida, haciendo que lo deseáramos más...

-Mucho se ha hablado hoy de naufragios -me dijo el compañero con quien recorría nuevamente las calles de Punta Arenas-, y de loberos, y de mineros, y de comerciantes. Todo eso es de gran interés, porque tiene cierto gusto a nuevo para nosotros. Si tratáramos de saber algo más al respecto, ya que no hay cosa mejor que hacer...

-Era mi idea -contesté-. Vamos.

-Pero, ¿adónde?

-¿Adónde ha de ser sino al Diluvio? Probablemente allí   —152→   nos aguardará el minero de esta mañana, que podrá darnos más noticias.

Debo advertir una vez por todas, y como demostración de agradecimiento, que la mayor parte de mis compañeros de viaje se han constituido por propia voluntad y con la mayor galantería -tanto los que fueron, como los que regresaron conmigo-, en otros tantos decididos y utilísimos colaboradores de este trabajo que, sin tal ayuda, hubiera sido más incompleto de lo que es. Y continúo:

Fuimos, en efecto, al Diluvio, que estaba -cosa extraña- completamente solo. Pero no tardaron en llegar clientes que ocuparon los billares, acompañando con el chis-chas de las bolas, el trozo de ópera que el dueño de casa tocaba en el piano a pedido nuestro. También fue el minero, que se acercó inmediatamente a nuestra mesa. Entonces pude examinarle a mi sabor.

Era, como ya he dicho, un hombre alto y fuerte. Sus anchas espaldas estaban, sin embargo, algo agobiadas, y su rostro enérgico, poblado de barbas bermejas y coronado por espesa y dura cabellera, tostado aquí, rojizo allá, presentaba hondas y terrosas arrugas, sobre todo en la frente y junto a la nariz ruda y arqueada. Adivinábase que había padecido y gozado mucho en los treinta y cinco o cuarenta años de su vida, y que su mano callosa y seca había manejado tanto el plato del lavador de oro como el cubilete de los dados. Quizá sea presunción, y este descubrimiento del carácter por los rasgos fisonómicos haya venido ex post facto, después de conocerlo por los indirectos informes recibidos y por la relativa saturación del medio... Sea como sea, el hombre era interesante.

Nos relató diversas aventuras, nos describió los múltiples padecimientos del aventurero de esas regiones, contonos de hombres enriquecidos y empobrecidos en un abrir y cerrar de ojos, nos hizo historia de otros, llegados de repente al bienestar...

-Pocos -terminó- han podido triunfar por falta de elementos, por no tener suficientes capitales, o por no tenerlos en absoluto. Para dar gran rendimiento, la arena aurífera tiene que ser trabajada con procedimientos modernos, con buena maquinaria... Popper tenía razón.

-A propósito de Popper -interrumpí-, ¿qué se piensa de él por acá?

-¡Psché! No se le quiere mucho que digamos, ni aun después   —153→   de muerto. También es verdad que antes habían querido matarlo, y que el obispo Fagniano y otros lo salvaron de una pueblada y lo hicieron embarcar. Sin embargo, era un hombre fuerte e inteligente, cuya influencia se ha sentido para bien de estos parajes, aunque sobre todo se ejercitara en beneficio suyo. Al fin, él fundó el establecimiento minero de San Sebastián -el Páramo- y él más que otros hizo conocer lo que era la Tierra del Fuego. Aquí, despreciativamente, le llaman aventurero, y yo digo «¿y qué somos nosotros? ¿qué es la mayoría de los habitantes de estas tierras y estos mares? Sólo que Popper era un aventurero de talento y un hombre de hierro». Y es verdad: su carácter dominador lo hizo extralimitarse algunas veces. Luchó con gobernadores, con policías, con mineros que iban en hordas a su concesión, con los indios, con todo el mundo... y por fin, acuñó moneda que daba en cambio de oro en polvo, e imprimió estampillas de correo, que hasta en Chile circulaban... ¡Oh!, nunca fue blando. Me he tenido que sonreír, al leer una de sus conferencias en que se lamentaba de la amarga suerte de los indios, como si él no los hubiera cazado también cuando su primera expedición, con detalles que no son para repetidos. Pero era un hombre de una actividad pasmosa, de una energía indomable, cuyo papel estaba limitado a lo que hizo: conquistar en cierto modo estas regiones y darlas a conocer al mundo. Y eso lo hizo bien, aunque muriese joven, con tanto impulso se lanzó a realizarlo...

-Mas, ¿por qué quisieron hacerle daño aquí, en Punta Arenas?

-¿No lo adivina usted? Pues es muy sencillo. Él, con un piquete de policía, rechazaba a los mineros que iban de aquí a lavar en el Páramo y sus alrededores. Hasta una vez corrió a un grupo con muñecos atados a caballo... Luego después, los que habían trabajado con él, no estaban contentos con la paga recibida... Natural era que no se le quisiese, y hasta que se tratase de jugarle una mala pasada... -¿Boycotearlo lynchándolo?

-Justamente.

-El procedimiento es expeditivo. Pero Popper se ha vengado de él, diciendo lo indecible de Punta Arenas.

-Y lo han vengado otros, que hoy hacen lo mismo, o peor que él, aprovechándose del trabajador, pagándole con vales que sólo tienen curso en su establecimiento -un boliche con bebidas y un poco de ropa, en que se quedan todos los salarios,   —154→   por crecidos que sean. También es cierto que el trabajador europeo tiene que soportar la tremenda competencia que lo hacen los chilotes, los de Chiloé y Chonos, que se conchaban por diez, doce y quince pesos mensuales para trabajar en las minas, y que vienen a ser como una especie de esclavos, pues siempre deben más a sus patrones, por guachacay y alguna camiseta, que lo que han de ganar en muchos meses. Pero ellos soportan bien esas estrecheces, acostumbrados como están a vivir de choros y luche.

-¿Qué es eso?

-Choros son mariscos, los que ustedes llaman mejillones; y luche es una preparación que hacen con la fruta del cachiyuyo, de esas algas que verá usted después en gran abundancia. Los chilotes, cuando han juntado algunos fondos, suelen decir: «Vámonos a Chile a comer comida», con lo que expresan que van a Valparaíso o Santiago, donde comerán carne. ¡Oh!, esos hombres son muy curiosos, y si fuera a Chiloé no perdería usted su viaje. Hasta vería -como yo lo vi hace algunos años, y si no han cambiado las cosas- remates de mujeres, que el marido o el amante vende para siempre, por unos cuantos gramos de oro o alguna otra fruslería. Usted no lo creerá, pero es así.

-En efecto, permítame usted que lo dude hasta que lo vea... y no se ofenda por ello.

-¡Ofenderme!... Ya sé que es una verdad inverosímil...

En el curso de la conversación habíame sorprendido la facilidad y la corrección relativa con que se expresaba, y se lo dije en una perífrasis más o menos acertada.

-No lo extrañe -repuso-. He sido muchos años marinero, me he acostumbrado a ver y a comprender las cosas en mis largos viajes por todos los países del mundo, y algunas lecturas me han enseñado cómo se dice lo que se sabe. Hay muchos que todavía visten la blusa del marinero, que ustedes juzgan toscos e ignorantes y con quienes conversarían horas enteras. Así se sorprenderá usted cuando le diga, que aparte del español, que he aprendido en España, en la Argentina y aquí, hablo bien el alemán -lo soy-, más que regular el francés, el inglés, el italiano, el portugués... y comprendo el ona y el yagán...

El minero nos contó, luego, en pocas palabras, su vida desde que desertó de Buenos Aires hasta que fue a dar a Punta Arenas, en la última miseria. Allí había podido trabajar por su cuenta gracias a lo que le produjo su participación en un raque...

  —155→  

-¿Raque? No entiendo.

-Así decimos nosotros, y tenemos también un verbo especial: raquear.

-¿Qué significa?...

-Ir a un salvamento. «Vamos al raque» o «vamos a raquear» quiere decir: «hay un buque náufrago, y en el salvamento puede ganarse dinero; vamos.»

-¿Y de dónde sale ese modismo?

-Es una corrupción de la palabra inglesa wreck, que se pronuncia rek y que significa naufragio. Tantos ha habido, y tantos han vivido de ellos, que, ya ve usted, hasta verbo hay para la operación...

Iba avanzando la tarde, queríamos comer en tierra, y era preciso embarcarse aquella noche. El minero no aceptó nuestra invitación, le agradecimos sus curiosos informes, y nos despedimos de él, quizá para no volver jamás a verlo.




ArribaAbajo- XVI -

Antes de zarpar


Punta Arenas tiene dos periódicos: El Magallanes y El Porvenir. El Magallanes, que es el más antiguo, sale dos veces por semana, presenta buenos materiales, y está empeñado en una campaña contra los padres salesianos, que lleva con cultura, y que tiene verdadero interés.

«No nos guía -ha dicho- el espíritu de abrir una campaña religiosa contra la institución salesiana establecida en Punta Arenas. Únicamente queremos defender los intereses de industriales de Magallanes, y, a la vez, los de mil quinientas o más personas que viven en esta región del trabajo de los aserraderos de madera... Defendemos los derechos de esos centenares de personas que quizás antes de un año van a quedar sin el pan de cada día...»

Cuenta el citado diario que llegados los padres salesianos a Magallanes, comenzaron por establecer una hacienda de ovejas en la isla Dawson, estancia que va adquiriendo notable desarrollo.

«Más tarde -añade- se hicieron armadores, proveyendo hasta ahora la goleta María Auxiliadora, cuyo mantenimiento   —156→   les cuesta bien poco, puesto que la tripulan con indígenas fueguinos que no perciben sueldo alguno, teniendo sólo un capitán pagado. Posteriormente han establecido en Dawson un aserradero a vapor, en cuya instalación han invertido algo como treinta mil pesos. Tienen ahí también una curtiduría que principia a funcionar. Por último, quisieron establecer en Punta Arenas el alumbrado eléctrico de la población, pero este nuevo negocio puede considerarse como fracasado.

»Como se ve por la ligera enumeración anterior -termina El Magallanes-, los salesianos no sólo se dedican al culto divino, sino también al cultivo de industrias diversas, mereciendo de sobra el calificativo de sacerdotes-industriales.»

He tenido ocasión de pedir opiniones e informes sobre el asunto a personas serias y penetradas de él, cuyas opiniones han coincidido con las de que efectivamente los establecimientos mercantiles de los salesianos dañan más que benefician, pues ni siquiera tratan de civilizar a los indios, sino de valerse de los que a ello se prestan como instrumentos gratuitos de trabajo. El mismo proceder observan en la Tierra del Fuego argentina, por lo cual es más interesante aún la campaña del diario chileno, que se alarma con razón del abaratamiento artificial de la madera en un aserradero que no paga la mano de obra, arruinando a los que pagan a sus obreros. Tomemos nota de los datos que ofrece.

«En los alrededores de Punta Arenas, desde Tres Brazos por el sur, hasta Río Seco por el norte, hay nueve aserraderos establecidos, algunos de ellos desde muchos años, y son:

Tres Brazos, a vapor, de D. M. Braun.

Leñadora, hidráulico, de la sucesión de D. José Baereswyll.

Río de la Mano, a vapor, de D. F. Mateo Bermúdez.

Montaña, a vapor, de D. H. Booten.

Río de las Minas, a vapor, de D. R. Hamann.

Comisiones suizas, a vapor, de los hermanos Davet.

Tres Puentes, a vapor, de D. Juan Bitsch.

Río Seco, a vapor, de D. A. W. Scott.

Puede calcularse el valor de estos nueve aserraderos entre terrenos, edificios, maquinarias, muelles, ferrocarriles, etc., en trescientos mil pesos.

En los contornos de algunos de ellos, como en Tres Brazos, Tres Puentes y Río Seco, se han formado verdaderos núcleos de población. Los del Río de la Mano han hecho llegar hasta allá la población de Punta Arenas, de modo que se les puede considerar como incluídos en la parte urbana de la capital.

  —157→  

Los nueve aserraderos nombrados ocupan, más o menos, de 700 a 800 hombres, entre cortadores de palos, aserradores, carreteros, mecánicos, empleados en las maquinarias, etc.

Ese número de hombres representa quizás quinientas familias, lo que significa de 1500 a 2000 personas (hombres, mujeres y niños). Puede, pues, calcularse que de una cuarta a quinta parte de la población total del territorio, vive de los establecimientos de aserrar maderas. Y se comprende que sea así, puesto que toda la ciudad de Punta Arenas, ya bastante extensa, está construida en madera, como también las instalaciones y casas de todas las estancias de la Patagonia, tanto chilena como argentina, las de la Tierra del Fuego, y aun las poblaciones de Gallegos y Santa Cruz, que se surten de esta plaza.»

Nótese que el dato último es perfectamente exacto, aunque tengamos un aserradero oficial en Usuhaia y uno particular en Lapataia... Pero, ¿qué hacer si los transportes casi no conducen carga, en relación con las necesidades de nuestras poblaciones patagónicas?...

Otro mercado importante para las maderas de Punta Arenas, son las Islas Malvinas, en donde no tocan nunca nuestros buques de guerra -los transportes lo son- por las razones que comprenderá a primera vista el lector.

La cantidad diaria que los nueve establecimientos citados pagan a la población obrera, puede estimarse en $1000, porque el jornal medio de cada operario varía entre $2.50 y $5. Unos tienen sueldo fijo y los más trabajan por su cuenta, vendiendo los palos a los aserraderos. Todas las familias que viven de los aserraderos han construido sus casas más o menos grandes, cultivan su huerto, poseen algunos animales, etc., lo que en el conjunto significa una riqueza para Punta Arenas.

«Pues bien -exclama el diario-, esa valiosa industria, esos hombres y sus familias, se hallan ahora con la gravísima amenaza de no tener en qué ocuparse, lo que significa el hambre para dos mil personas.»

La baja constante del precio de la madera, provocada por los salesianos de la isla Dawson, ha sembrado, en efecto, el pánico entre todos los aserradores que, si continúa, tendrán que clausurar sus establecimientos, que ya hoy mismo no les dan beneficio alguno. Ése sería un rudo golpe asestado a Punta Arenas, y que retardaría indudablemente su progreso, dando a una sola sociedad comercial el monopolio de la industria más favorable al aumento de su población.

  —158→  

El precio a que los salesianos venden su madera, es el de cuatro centavos papel el pie, y a los demás propietarios de aserradero les será imposible competir, mientras no hallen el medio de hacer trabajar gratuitamente a sus hombres.

Tal es el grave problema planteado hoy en Magallanes, y del cual pende en cierto modo su porvenir, pues la ganadería reclama pocos brazos, y no es la industria más indicada para formar pueblos.

Lástima sería que ese tropiezo se convirtiera en obstáculo invencible, agrandado como está por la resolución de no vender las tierras fiscales, que en el momento actual, y como ya he dicho, retrae un tanto la afluencia de nuevos pobladores, y la radicación definitiva de los antiguos.

Pero Chile tiene el derecho de gobernarse en su casa completamente a su gusto; y decidir -por otra parte- si hace bien o mal en no desprenderse de esos campos, sería partir de ligero; no hay que olvidar, en efecto, los perjuicios que al país ha causado la venta inconsiderada de nuestra tierra pública, ni tampoco el escasísimo adelanto de las zonas que han sido reservadas. Un poco de ambos sistemas, prácticamente combinados, sería lo mejor, y el eclecticismo se impone, para que la inmigración encuentre donde ubicarse y trabajar, y para que la nación no se despoje por completo de lo que mañana puede serle eficacísimo recurso.

Entretanto, y aun en su situación actual, si no se agrava, Punta Arenas seguirá atrayendo gente de todas partes, como centro comercial de primer orden en el sur, como puerto de movimiento y como villa proveedora de una zona inmensa, que va desde el golfo de San Jorge hasta el Cabo de Hornos.

Hasta hoy sólo Gallegos podría hacerle competencia, pero... Gallegos es uno de sus clientes principales, y lo será ostensiblemente, o por medio del contrabando, mientras no se lo coloque -y al par de él a los demás puntos patagónicos- en situación de hacer comercio con Europa, sin necesidad de ayuda de vecinos.

La importación y exportación libres de derechos, es una condición imprescindible de progreso para la Patagonia, tanto más, cuanto que lo contrario es perfectamente inútil. Para impedir el contrabando, el fisco tendría que gastar en un año diez veces más que el producto de todas las aduanas del sur, y todavía se vería burlado y defraudado. En cambio, con la libertad aduanera, ganaría la formación rápida de pueblos como el que me ocupa, toda vez que los gobiernos de territorio no se opusieran inconscientemente a ello.

  —159→  

Pero no es sólo la libertad de aduana lo que crea el predominio comercial de Chile al sur de América; la vecina república tiene algo que ofrecer a los navegantes europeos: carbón. Este carbón es de mala calidad, mejor dicho, es lignito; pero les permite dejar en sus bodegas mayor espacio para sus mercaderías, sirviéndose de él -mezclado con hulla- hasta llegar a Montevideo.

Nosotros también tenemos carbón análogo, pero no se explota todavía por falta de hombres de empresa, y de fomento inteligente por parte del Gobierno. Si hubiera carbón de buena calidad en la Tierra del Fuego argentina, a la entrada del Estrecho -y puede obtenerse con el mismo lignito, valiéndose de procedimientos industriales poco costosos-, no hay duda de que los transatlánticos aprovecharían esa circunstancia, no para abandonar completamente el mercado carbonero chileno, sino para no cargar tanto combustible, y adquirir lo consumido en el trayecto, realizando así una nueva economía.

Mas todo esto será también inútil, mientras no se haga un plan completo de gobierno para esas comarcas, y mientras vayan a dirigirla hombres sin preparación, sólo preocupados de los detalles visibles del momento; o convencidos de que esas gobernaciones son medios de medrar, y no otra cosa; o enfermos de autoritarismos que no hallan campo más amplio en que dar pábulo a su pasión. En esto se ha mejorado bastante, a decir verdad. Pero, siendo los Gobernadores sólo prefectos del Ejecutivo Nacional, ¿obedecen a un criterio único y bien determinado, como debiera ser?...

Y ¿qué añadiremos, en esta ligera recapitulación, a lo ya dicho, sobre los transportes nacionales, que tan mal sirven a todo ese sur, abandonado a su suerte, más alejado de nuestros grandes centros comerciales de lo que éstos se hallan de Europa?...

La comunicación es la incorporación. Si se quiere que Patagonia y Tierra del Fuego sean argentinas, hay que ligarlas estrechamente a los núcleos argentinos. ¿Los medios? Cualquier hombre, por poco versado que esté en lo que se llama ciencia político-económica, podrá arbitrar teóricamente unos cuantos. En la práctica, teniendo en cuenta las costumbres oficiales sudamericanas y especialmente las de nuestro país, sólo hay uno: entregar la navegación del sur a empresas particulares.

De cuatro transportes nacionales con que se cuenta hoy para ese servicio, uno está en Europa, el Santa Cruz; otro en comisión, el Villarino; el tercero, en compostura desde hace larguísimos   —160→   meses, con trabajo para muchos meses más, eterno y achacoso como su nombre: El Tiempo. Sólo el 1.º de Mayo anda en funciones, y en su último viaje el 1.º de Mayo tardó, como el arca de Noé, ¡cuarenta días y cuarenta noches en llegar de San Juan del Salvamento a la dársena sur!...

No hay que contar el transporte Usuhaia, al servicio exclusivo de la Gobernación de Tierra del Fuego, y cuyo itinerario se limita al extremo austral.

¡Dígase, después de esta rápida enumeración, que aquellas regiones son protegidas y ayudadas!...

Comprenderán los lectores que, entretanto, había sobrevenido la noche, habíamos comido, y después de despedirnos estábamos ya a bordo del Villarino, que se preparaba a zarpar. Izábanse los botes, probábase la máquina, y en la driza dirigida al sur flotaba la bandera de salida.

Quedábamos a bordo un puñado de pasajeros: el comandante Funes, el capitán Demartini, de la Serna, jefe del faro de Punta Laserre y su señora, el doctor Pinchetti...

Parecía que nos despidiéramos del mundo civilizado...




ArribaAbajo- XVII -

El triunfo del paisaje


Al partir de Punta Arenas, nuestro itinerario era el siguiente: canal de la Magdalena, canal Cockburn, paso del Breacknock, canal Darwin, canal del Beagle, bahía de Usuhaia...

Quien examine con algún cuidado el plano que acompaña a este capítulo, comprenderá que en ese trayecto iban a presentarse ante nuestra vista espectáculos por lo menos curiosos de la Naturaleza; los tuvimos sorprendentes, grandiosos, inesperados. Los accidentados y tortuosos canales que iba a recorrer el Villarino, después de salir del Magallanes, navegando primero hacia el sur, luego al sudoeste, para dirigirse después al este, casi en línea recta, son una verdadera maravilla, insospechada por cuantos imaginan el sur como un páramo helado, sin vegetación, sin vida, como un desierto casi polar, que sólo fuera sugestivo por su misma inmensidad.

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El pequeño plano, tomado con bastante exactitud de la carta Fitz-Roy, corregida y aumentada por los hidrógrafos de la Romanche, bastará para dar una idea clara de la extraña topografía de aquellos parajes, no bien delineados en los mapas de uso común. Se verá en él, sinnúmero de islas, escollos, peñascos, islotes, caletas, bahías, que forman como un caprichoso encaje, en la costa de Tierra del Fuego, tan extraordinariamente recortada. La extraña forma del cabo Valentín, en la isla Dawson, que termina hacia el norte, en el Magallanes, como una punta de lanza. La curva relativamente suave de la península Brunswick, sembrada de cerrillos. El canal San Gabriel, que separa la isla Dawson de la Tierra del Fuego y acaba con la aguda y atrevida punta Ansiosa. El de la Magdalena, limitado al oeste por los entallados bordes de la isla Clarence. El Cockburn, curvo, lleno de islotes, con ampliaciones dadas por las bahías y los puertos. La península Breacknock, encorvada como garra de ave de rapiña, con la concavidad interna de la bahía Courtenay. El paso del Breacknock, cuyos bajíos, escollos y piedras, no ha podido aún demarcar por completo carta alguna. La isla Basket, la isla Quemada, que dejan entre una y otra un claro, un vacío, desde donde se ve la inmensidad del Pacífico, detrás de la bahía Desolada, en que altas peñas surgiendo de las aguas justifican su nombre, y aun más, pues llegan a producir temor hasta cuando la superficie del canal y del mismo océano se riza apenas con la brisa. La isla Stewart, la Londonderry, la O'Brien, que situada entre la anterior y la Tierra del Fuego, forma dos canales que, unidos luego, dan nacimiento al canal Darwin, continuado después por el del Beagle12.

«El canal del Beagle -dice Darwin-, descubierto por el capitán Fitz-Roy en su primer viaje, constituye uno de los notables caracteres de la geografía de este país, y, podría decirse, de todos los países. Puede comparársele al valle de Lochness, en Escocia, con su cadena de lagos y de bahías. Ese canal tiene, más o menos, 120 millas de largo, con un ancho medio -ancho que varía muy poco- de dos millas aproximadamente. Es casi en todas partes tan perfectamente recto, que la vista, limitada a un lado y otro por una línea de montañas, se pierde en la distancia. Atraviesa el Beagle la parte meridional de Tierra del Fuego, en dirección este-oeste; hacia   —163→   la mitad, un canal irregular llamado el Estrecho de Ponsonby, viene a unírsele formando ángulo recto con él.»

Sobre ese canal están las bahías Yandagaia, Lapataia y Usuhaia, dominada esta última por el agudo pico del monte Olivia.

-¡Ahora sí que va usted a ver panoramas espléndidos!

Era el segundo Méndez, que se acercaba a mí, sonriente, satisfecho de navegar, como marino de raza.

-Pero -añadió- para verlo todo es necesario no distraerse, no quedarse en la cámara...

Íbamos aún por el Estrecho, con tiempo excelente, algo frío, pero agradable. El cielo comenzaba a cubrirse de brumas, de nebulosidades que en el sur lo ocultan casi continuamente. El Villarino, marchando a todo vapor, se mecía apenas sobre el agua tranquila, y parecía deslizarse con elegancias de patinador, coquetamente, reflejando la blancura de su casco en las ondas verdosas...

Allá, a la derecha, doblaba el Estrecho hacia el noroeste entre la península Brunswick y la isla Clarence; enfrente, alzábase un monte rodeado de alturas, y el canal de la Magdalena semejaba cerrada bahía, solitaria y triste. Las rocas peladas, el agua mansa, la recortada costa, el cielo turbio, todo se fundía en una coloración melancólica de tonalidad tan armoniosa, que se sentía no ser pintor para trasladarla al papel con los ligeros toques y las blandas tintas de la acuarela. Era aquello un país de ensueño triste y sentimental, una tierra y un mar, escenario de pasiones insaciadas, de desalientos mortales, de amarguras sin término; allí cabía una novela de descreimiento y desengaño; allí el pincel encontraría el cuadro sugestivo de la aridez de la existencia.

-¡Qué hermoso es esto, a la verdad!

-¡Oh, ya verá, ya verá! -contestó Méndez-. Espere a que entremos en los canales.

Ningún signo de vida presentaba allí la Naturaleza; un silencio profundo reinaba en torno. «Oíase aquel silencio», como dijo el fantástico escritor, y la soledad, sin una vela en lontananza, sin un humo en las costas, tenía no sé qué de vagamente terrorífico. Sólo el agua vivía, ondulada hasta perderla de vista, móvil pero también taciturna. Y el Villarino continuaba su marcha, casi abandonado, él, que salió de Buenos Aires llevando a su bordo a un pueblo entero, él, en cuya cámara se oían voces, risas, alegres notas del piano, y en cuya cubierta había siempre un pululamiento, un ir y venir inacabable.   —164→   Murúa y el timonel en el puente. Méndez y cuatro o cinco pasajeros a popa... Y así, no distraídos por influencia externa alguna, veíamos pasar ante nuestros ojos, lentamente, como en fantástica procesión, montes y bahías, cerros y costas a pico, islas y escollos, dotados para nosotros de extraño movimiento.

La luz tamizada por nebulosidades, iluminaba sin embargo con vigor el cambiante panorama.

Aquí y allá sobre las costas erguíanse montículos abruptos, y de vez en cuando una mancha verde, tendida en la orilla, anunciaba la cercanía de la vegetación triunfal de los canales.

La nieve, en las alturas, señalábase apenas como una sombra blanca, preparando, en pleno verano, el helado sudario invernal que envuelve las rocas y cuelga de los árboles en pintorescos jirones.

El Villarino avanzaba deslizándose por el agua rizada en la calle que forman las costas más escuetas cada vez del canal de la Magdalena, ya cerca del paso del Breaknock.

-¿Vamos al puente?

El segundo Méndez comenzaba su cuarto; Murúa iba a descansar.

-Vamos.

Desde arriba se abarcaba más amplio el paisaje, el lago aparente formado por la curva del canal, las rocas plomizas, los islotes verdes, el cielo al mismo tiempo claro y ceniciento, sin la victoria del sol.

Seguimos navegando varias horas, que sin embargo, transcurrieron rápidas, y entramos al paso temible del Breacknock, semillero de escollos y bajíos, que en tiempo de niebla es barrera casi infranqueable, siempre amenazadora para el marino.

Fue benigno. La luz intensa, el viento en calma, la mar bonancible, dejaron pasar al Villarino como un gran pájaro austral que apenas humedeciera sus plumas en la onda.

Las cartas marítimas, tan minuciosas sin embargo, no señalan todas las piedras de aquel sitio, piedras que acechan al navegante, descubiertas sólo por el hervor del agua y por las ya lívidas ya rosadas matas de cachiyuyo, esa alga colosal que tiende desde el fondo sus brazos mucilaginosos y llega a veces a 100 metros o más, a lo lejos.

-¿Ve el cachiyuyo? -preguntó Méndez.

-¿Aquellas manchas verdosas?

  —165→  

-Sí.

-Parece brotar de la superficie del agua, tendiéndose sobre ella.

-En efecto. Y el cachiyuyo es el amigo del marinero. En el sur no hay escollo que no esté aboyado por él...

-¿Aboyado? ¿Qué quiere decir eso?

-Viene de boya, porque, efectivamente, las matas de cachiyuyo hacen el mismo servicio que ellas, indicando los sitios peligrosos. A veces tal peligro no existe, porque la mata, adherida a la roca, sube desde una gran profundidad.

Más tarde, leyendo a Darwin, he hallado detalles sobre esta planta extraordinaria.

«Encuéntrase en la Tierra del Fuego -dice- un producto marino que por su importancia merece especial mención. Es una alga, la Macrocystis pyrifera. Esta planta crece sobre todas las rocas, hasta una gran profundidad, sobre la costa exterior y en los canales interiores. Creo que durante los viajes de la Adventure y del Beagle, no se ha descubierto roca alguna cercana a la superficie que no estuviera indicada por esa planta flotante. Compréndese en seguida los servicios que presta a los barcos que navegan en aquellos mares tempestuosos; a muchos sin duda ha salvado del naufragio. Nada más sorprendente que ver a aquella planta creciendo y desarrollándose en medio de esos inmensos escollos del océano occidental, en sitios donde aglomeración alguna de rocas, por duras que fueran, podría resistir largo tiempo a la acción de las olas. El tallo es redondo, viscoso, liso, y rara vez llega a una pulgada de diámetro. Varias de esas plantas reunidas son suficientemente fuertes para soportar el peso de las gruesas piedras de que brotan en los canales interiores, y sin embargo, ciertas piedras de esas son tan pesadas que un hombre no podría sacarlas del agua para ponerlas en el bote.

»El capitán Cook dice, en su segundo viaje, que en la tierra de Kerguelén esa planta se eleva de una profundidad de veinticuatro brazas. Ahora bien, como no crece en dirección perpendicular, que forma un ángulo bastante agudo con el fondo y luego se extiende a considerable distancia en la superficie del mar, créome autorizado a decir que algunas de esas plantas se extienden a sesenta brazas y más. No creo que haya otra planta cuyo tallo llegue al largo de 350 pies de que habla el capitán Cook. Además, el capitán Fitz-Roy las ha encontrado a 45 brazas de profundidad.

»Las capas de esta planta marina, aun cuando no tengan   —166→   una gran extensión, son excelentes rompeolas flotantes. Es curioso ver en los puertos expuestos a la acción de las olas, con cuánta rapidez grandes olas que vienen de fuera disminuyen su altura y se transforman en agua tranquila, apenas atraviesan esos tallos flotantes.»

En una nota observa Darwin que esta planta se extiende por una región inmensa. Se la encuentra desde los islotes cercanos al Cabo de Hornos, hasta los 43 grados latitud norte, por el lado oriental. En el occidental se la encuentra hasta río San Francisco, en California, y quizás también en Kamstchatka.

Más curioso es todavía el hecho siguiente que he podido observar, y que describe Darwin con gran exactitud, diciendo:

«El número de criaturas vivientes de todos los órdenes cuya existencia está íntimamente ligada a la de estas algas, es verdaderamente asombroso. Podría llenarse un extensísimo volumen con la sola descripción de los habitantes de esos bancos de plantas marinas. Casi todas sus hojas, salvo aquellas que flotan en la superficie, están cubiertas por un número tan grande de zoófitos, que se ponen blancas. Encuéntranse allí formaciones extremadamente delicadas, habitadas las unas por simples pólipos semejantes a la hidra, otras por especies mejor organizadas o por magníficas ascidias compuestas. Vense también, adheridos a las hojas, diversos moluscos. Innumerables crustáceos frecuentan la planta. Si se sacuden las largas raíces enredadas en las algas, se ve caer una cantidad de pececillos, caracoles, cangrejos de todo género, estrellas de mar, magníficas holoturias, plantarias y animales que afectan mil formas diversas. Cada vez que he examinado una rama de esa planta, no he dejado de descubrir nuevos animales de las formas más curiosas.

...»Sólo puedo comparar esas grandes selvas acuáticas, del hemisferio meridional, con las selvas terrestres de las regiones intertropicales. Sin embargo, no creo que la destrucción de un bosque, en un país cualquiera, ocasionara ni mucho menos, la muerte de tantas especies de animales como la destrucción del Macrocystis. En medio de las hojas de esta planta viven numerosas especies de pescados que en ninguna otra parte podrían hallar abrigo y alimento; si esos pescados llegaran a desaparecer, los cormoranes y los demás pájaros pescadores, las nutrias, las focas y los marsupios, perecerían bien pronto también; y, por fin, el salvaje fueguino, el miserable   —167→   amo de aquel país miserable, redoblaría sus festines de caníbal13, decrecería en número y cesaría quizás de existir.»

En algunos puertos tranquilos, de agua transparente, como Usuhaia, Haberton, etcétera, he visto el curioso desarrollo de esas plantas extraordinarias, cuyas hojas, ya salpicadas de puntos blancos por los caracolillos a ellas adheridos, ya sonrosadas y amplias, ya verdes con una tonalidad obscura y barnizada, se extendían, inmóviles o apenas mecidas por el vaivén de las olas.

El agua, cuando quedaba un instante inmóvil, parecía un cristal que cubriese el extraordinario bosque, haciéndolo sólo accesible a la mirada. Por entre las hojas corren y se enroscan como víboras las guías de la planta, resistentes y elásticas, tanto que hay que hacer un gran esfuerzo para romper las más delgadas, que se estiran como un grueso pedazo de caucho por su relativa elasticidad.

Una abertura, en el paso del Breacknock nos dejó vislumbrar por un momento el mar Pacífico, cuya línea horizontal estaba cortada aquí y allá por peladas y cenicientas rocas.

Y los paisajes iban desarrollándose cada vez más interesantes a nuestra vista, con un lujo de color que nadie esperaría encontrar en aquellas regiones. Por momentos aparecía el sol, dorando las alturas crecientes, y dando caprichosos matices a los gruesos montones de nubes, que al propio tiempo señalaban y ocultaban los montes elevados, casi eternamente envueltos en una capa de densos vapores. Comenzaba la vegetación, desarrollándose paulatinamente, formando una línea que se extendía hasta perderse de vista, sobre la que se destacaba con tonos más obscuros y enérgicos, la roca pelada, salpicada aquí y allá por alguna mancha de nieve.

Parecíame estar en plena cordillera de los Andes y recorrer una vez más aquellos parajes, pero después de un desastre colosal, de un diluvio que hubiera cubierto valles y hondonadas, dejando sólo descubiertas las cumbres de la montaña. Aquí, la Isla Quemada, por cuyas grietas parece aún correr el humo, y cuyo desolado aspecto tiene algo de fantástico y teatral; allí un rincón de verdura en que crece el musgo amarillento junto a las gramíneas de un verde más intenso y vivo; allá una ensenadita de aguas especulares en que se retrataba   —168→   la costa rígida, de líneas violentas; acullá la ligera ondulación de la corriente, en el canal... Y todo esto móvil, envuelto en las gasas ligerísimas de una neblina apenas perceptible, esfumado en las lejanías como un sueño vago, con masas de nubes y claros de azul purísimo, algo semejante a las extrañas y efectistas creaciones de Gustavo Doré... ¿Por qué no van allí los pintores argentinos? ¿Por qué no se inspiran en aquella naturaleza salvaje, tan rica de color, tan variada y tan nueva? Allí encontrarían tema para tantos paisajes, para tantas manchas admirables, como puede darlos la Suiza. Ya un lago tranquilo cubierto de hojas de cachiyuyo, rodeado de altas rocas, por las que trepa el ejército del fagus, ese árbol austral por excelencia, que resiste las nieves y los huracanes, con su copa verde tendida a favor de los vientos más frecuentes y terribles; ya un panorama polar, con los irisamientos del hielo transparente y la blancura mate y fría de la nieve; ya un pedazo de selva virgen, con las yerbas altas, y en que se entrecruzan los troncos del fagus y el canelo, y donde crecen grandes flores, blancas o rojas como sangre, selva que parece tropical, tanta es su vitalidad; ya -cuando el otoño comienza- el cariñoso matiz sonrosado que toman las hojas perennes de la haya, contrastando sobre los diferentes verdes del resto de la vegetación.

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TÉMPANOS EN EL BEAGLE

Cuando aquello se conozca más, es indudable que la fotografía   —169→   comercialmente, y la pintura por la parte artística, se apoderarán de aquel tesoro para no abandonarlo ya, como es fuera de duda que no tardarán en fundarse en los canales, aprovechando los sitios más pintorescos, establecimientos de hospedaje a que, en nuestro ardiente verano, acudirán a solazarse las personas que pueden huir de las ciudades, y que amen la naturaleza.

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GRAN VENTISQUERO EN EL BEAGLE

Algunas de las pequeñas bahías a cuyo frente pasábamos, eran encantadoras. Pero cuando no se navegaba muy cerca, sólo se veían sus grandes líneas, el verdor del cielo, y los árboles tan diminutos, que parecían juncos, aunque a veces tengan un tronco respetable. Esas bahías, muchas de ellas escondidas, suelen ser puerto de refugio de los loberos, su escondite mejor dicho, o estación y campamento de buscadores de oro, ocultos allí a toda mirada indiscreta. Puntos de esos hay sólo conocidos por unos pocos, donde cualquier pirata, cualquier malhechor puede desaparecer de la vista de sus perseguidores, aun con embarcaciones de cierto porte, sin que éstos logren hallarlo.

Una abertura entre dos rocas, sólo visible desde un sitio dado, un paso ancho y sin peligro, y luego una bahía cuyas puertas se cierran tras el buque, y cuyas costas ofrecen el más seguro abrigo. Cierto comerciante de uno de los puntos visitados   —170→   en este viaje, y cuya goleta vimos de pronto a corta distancia del transporte, navegando con su mismo rumbo, y sin que hubiéramos sospechado su presencia, que nos sorprendió, cuenta que él sabe un sitio de ésos, en el que ha solido dejar su embarcación, completamente sola, sin más precaución que la de amarrarla en arganeo, y seguro de que nadie la vería... Y como él habrá tantos... casi todos los navegantes de los canales.

De vez en cuando veíase flotar en la superficie como blanco buque, algún pequeño témpano de hielo, desprendido de los ventisqueros cercanos. Nunca son de gran tamaño, aun cuando abunden mucho en la estación avanzada. No es raro que sobre ellos se pose algún shag, como una mancha de tinta en una superficie blanca, ni verlos repentinamente darse vuelta, carcomida su base por las aguas del canal, cuya temperatura es más elevada. Marchan uno tras otro, arrastrados por la corriente en la misma dirección, o se arremolinan y detienen en los remansos para derretirse lentamente junto a las peñas. Estos témpanos, al desprenderse de los ventisqueros, y caer al agua, suelen producir grandes olas que van a estrellarse contra las rocas de la costa y que pondrían en serio peligro a las embarcaciones que se hallaran en las cercanías. Pero pocas veces se ve por allí otra embarcación que alguna piragua fueguina, o las goletas de Punta Arenas, que toman siempre el medio del canal, para evitar que una racha las lance contra la costa.

Al regreso, ya en otoño, vi centenares de témpanos que navegaban por el canal y siendo -aparte de las aves- lo único animado de aquel paisaje ideal, al que sólo falta el movimiento de la vida humana, para que su pintoresco deje de ser tan selvático y melancólico como es hoy en ciertos parajes. Alguna vez, cerca de nosotros, a tiro de fusil, pasaba un vuelo de avutardas, él, blanco, brillante, a la cabeza de las dos hembras, parduscas, formando triángulo, o junto a la costa observábamos el hervidero del agua, producido por la marcha del pato a vapor, esa ave que nada con la rapidez que le ha valido su nombre, levantando con las alas rudimentarias gotas, y espuma, como si fueran ruedas de paletas puestas en movimiento por una máquina poderosa. El pato a vapor no puede volar, pero no he visto ave alguna que nade con tanta celeridad, pues la suya es comparable sólo con la de un pez. O en el cielo tranquilo, alguna palomita del Cabo, de alas pintadas como una falena; o la mancha negra primero, y el abierto abanico más cerca, del Darup, el carancho fueguino, siempre a caza de   —171→   cadáveres, vecino del pingüino, cuyos pichones devora si logra burlar la paternal solicitud. O en la costa cercana, y sobre las aguas mansas, el blanco plumaje de la avutarda, pescando entre las peñas, o de los gaviotines diseminados aquí y allá, y devorando los langostinos o los pececillos que se ponen al alcance de su pico agudo, con gallardos movimientos del cuello, y elegantes revuelos rápidos en que moja las patas en el agua, para levantarse en seguida un metro o dos, y tornar a descender. O la golondrina de mar, de patas palmeadas, pequeña y de intenso color pardo obscuro, a la que la superstición del marinero atribuye el don de pronosticar desastres, y que le anuncia temporal si llega a posarse en su barco.

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OTRO DE LOS GRANDES VENTISQUEROS

Pero toda esa vida animal, toda la que bulle en las aguas del canal del Beagle, no logra desvanecer la profunda impresión de soledad que producen aquellos sities, impresión que ha comenzado en el Atlántico sur, donde raras veces se ve una vela, y que se hace más intensa allí. El canal tiene todo el aspecto del desierto, o una extraña autosugestión lo hace creer. El hecho es que aquellas peñas, aquella nieve, parecen no holladas nunca por el pie humano, y los árboles corpulentos en la costa, más pequeños a medida que trepan a las alturas, hasta hacerse achaparrados y muy diseminados cerca del límite de la nieve, muestran sus hojas siempre verdes con la languidez triste de lo que no alberga a ser viviente alguno.

Ni aun pasaba por nuestra imaginación que sobre aquellos   —172→   acantilados, o en aquellas playas, detrás de un tronco o de una piedra, pudiera ocultarse alguno de esos indios fueguinos en cuyo detrimento se han forjado tantas leyendas, haciéndolos antropófagos, ladrones y asesinos por tendencia, leyendas que no se desvanecerán muy pronto, aunque ya se haya trabajado en ello.

De pronto nos sorprendió el espectáculo de uno de los ventisqueros, el primero que veíamos en los canales, y también uno de los más pequeños, cuya nieve llegaba hasta el mar, con tonos azulados suaves y tenues, muy finos, que hacían resaltar más la blancura casi absoluta de la nieve en la cima, destacada a su vez sobre el fondo plomizo del cielo. Hermoso espectáculo, que nos produjo profunda impresión, aunque entre nosotros fuéramos varios los que habíamos visto glaciares en los Andes. No es lo mismo encontrarlos en una grande altura, que verlos allí, al nivel del mar, rodeados de vegetación, en medio de una temperatura agradable, como de un día plácido de nuestra primavera, y donde parecería que la nieve no pudiera conservarse sino breves instantes. Sorprende el espectáculo, cuya visión se conserva en la retina, y ha de conservarse largos años sin duda.

El contraste de aquel blanco celeste de superficie muda y tersa que baja en rápido declive hasta el agua verde del canal, con las peñas obscuras y las morenas negruzcas, con los mismos cerros que se elevan a su lado, sin nieve los unos, los otros hasta cierta altura cubiertos de árboles, rectos en los puntos abrigados, retorcidos como en ademán de desesperada defensa en aquellos en que el viento no encuentra obstáculo, tiene algo de impresionismo a todo trance, que hace recordar las descripciones del fjord noruego, pero que indudablemente tiene carácter propio.

-¡Qué admirable! -exclamó a nuestro lado uno de los pasajeros, que, como yo, veía aquello por primera vez.

-Sin embargo, ya verá usted más lejos otros glaciares mayores -replicó Méndez-. Éste es uno de los más insignificantes. Y si el monte Sarmiento tuviera la bondad de sacarse el capote, lo sorprendería también, sin duda. Pero rara vez se deja ver, pues siempre está cubierto de nubes.

En efecto, no lo vimos, ni a la ida ni a la vuelta, y era de todo punto imposible aguardar a que tuviera la galantería de descubrirse, ni aun considerando que ese era uno de nuestros mayores deseos.

Pero llegamos a uno de los ventisqueros mayores, que nos   —173→   ofreció relativa compensación. Sus proporciones eran colosales, pues medía algunos kilómetros de ancho, y bajaba desde una blanca montaña que se elevaba allá en el fondo. Visto desde lejos, pues íbamos a distancia de la costa, daba sin embargo idea de su tamaño, y su resplandeciente blancura atraía todas las miradas.

Darwin, que se ha detenido bastante en el estudio de este curioso fenómeno, en zona tan alta todavía, dice de ellos, entre otras cosas de mucho interés, lo siguiente:

«La extensión de los ventisqueros hasta el mar debe depender principalmente (admitiéndose, entiéndase bien, que existe una cantidad de nieve en la región superior) de la poca elevación de las nieves eternas en montañas escarpadas situadas cerca de la costa. Como el límite de las nieves es muy poco elevado en Tierra del Fuego, podía esperarse que muchos ventisqueros se extendieran hasta el mar. No por eso dejé de experimentar profundo asombro cuando -bajo una latitud correspondiente a la de Cumberland- vi todos los valles de una cadena de montañas cuya cima no se eleva a más de 900 o 1200 pies, llenos de ríos de hielo que bajaban hasta la costa. Casi todos los brazos de mar que penetran hasta el pie de la cadena más elevada, no sólo en Tierra del Fuego, sino también durante 650 millas (1040 kilómetros) sobre la costa, dirigiéndose hacia el norte, terminan en «inmensos, en asombrosos ventisqueros», para emplear las palabras de uno de los oficiales encargados de relevar las costas.»

Y otros y otros se presentaron a nuestra vista, con las cercanías cubiertas de témpanos boyando en el agua clara, después de pasar delante de altas montañas cubiertas de fagus, a veces inclinados todos paralelamente hacia un lado, como por un solo golpe de viento.

-¡Éste debe ser hielo de verano! -exclamó uno.

En efecto, con aquella temperatura, en ese ambiente nebuloso y húmedo tiene que sorprender la presencia de tanta nieve, puesto que el ventisquero europeo14 cuya nieve baje hasta el mar, que se halla más al sur, ¡está casi dos mil kilómetros más cerca del polo que los del canal del Beagle!...

El más curioso por los contrastes que ofrece, es uno que llegando en otro tiempo hasta el agua, ha formado una gran morena con el arrastre continuo de materiales sobre la línea negra   —174→   de esta formación reciente; se ve bajar enorme río de nieve, como una cascada, mientras en el fondo se alza la montaña blanca que le da nacimiento junto a otra pardusca y sin nieve, y a los costados aparece la costa accidentada, desnuda a la izquierda, cubierta a la derecha de árboles que desde lejos parecen mondadientes...

En esa costa abrupta, aquí y allá, caen cubiertos de espuma, como hilaza de algodón, los chorrillos, pequeños torrentes que se precipitan casi perpendiculares, formando hondas grietas semejantes a cicatrices en medio de los verdores que los rodean. Estos chorrillos suelen asumir el aspecto de verdaderas cascadas, y se multiplican hasta lo infinito a lo largo de los canales, pagándoles continua, aunque en cada caso pequeña contribución.

A veces -y desgraciadamente no lo he presenciado-, el espectáculo cambia, y en un rincón desolado, árido y triste, se ve bajar hacia el mar un río de piedras, visión cuasi diabólica que causa asombro mezclado a cierto terror. Enormes piedras siembran un plano inclinado, como olas de un mar inmovilizado, hechizado de pronto. Se espera verlas derrumbarse de repente retumbando con sordo fragor al caer en el agua, y al mirarlas desde el barco en movimiento, parecen moverse ellas también. Ideas de cataclismo sugiere el paisaje, y la mente se abisma buscándole causa. Los sabios afirman que la Tierra del Fuego ha sido sacudida por grandes terremotos, y al contemplar su aspecto, no se duda de que las fuerzas de la Naturaleza hayan trabajado allí con extraño vigor, hasta con rabia; las quebrajas, las grietas, las hendiduras, las caprichosas cortaduras de las rocas, las colinas y los montes, el sello de violencia que se nota en cien partes, lo demuestran de una manera visible. Sólo por un terremoto de inusitada intensidad puede explicarse este fenómeno, que se ve con más frecuencia en la isla de los Estados y en las Malvinas...

El paisaje es triunfal doquiera se tienda la vista, ya sea que produzca impresiones de terror, como una tierra estéril y maldita, de ásperas y amenazadoras rocas, ya se suavice, y hallando, sin embargo, contrastes rudos de color, aglomere la gran mancha blanca de la nieve con la sombra de las peñas y los verdores de los árboles, ya se haga suave, blando, casi idílico en alguna playita de cantos rodados en que va a morir mansamente la ola espumosa, coronada de árboles, alfombrada de yerbas y de flores, en que brillan los puntitos rojos de las frutillas silvestres, las perlas moradas, casi negras del calafate,   —175→   y la nota vibrante de las aljabas, de las violetas amarillas, esa extraña flor sin perfume de la Tierra del Fuego... A veces el panorama tiene una grandeza admirable, se hace majestuoso y sereno, con tal armonía, tal fusión de tintas, que trasladado al lienzo con toda ingenuidad, parecería una creación genial, uno de esos cuadros en que los artistas enormes suelen sorprender y revelar el secreto de la Naturaleza.

Cuando brilla el sol, todo es allí soberbio; la luz se quiebra y centellea en la nieve, dora los riscos, da frescura o intensidad a los árboles, claridades cristalinas al agua; se atenúa en las hondonadas, donde los ligeros vapores que no logra desvanecer, toman reflejos opalinos, esfumando las lontananzas; proyecta sombras violentas tras de los picos, y no satisfecho aún, aprovecha las gotas de agua que han quedado en la atmósfera para describir su semicírculo cabalístico, el brillante arco iris, fenómeno casi diario en aquellos parajes, donde llueve tan a menudo.

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PUNTA "DIVIDE" EN LOS CANALES

Los he visto que iban de una playa a otra, frente a mí, casi al alcance de la mano, dejando en medio, como coronada por un nimbo, una colina o una roca; los he visto en el mar formando casi un círculo perfecto; y siempre con una nitidez, con una precisión admirables, definiendo sus colores y su dibujo como con un compás... Y, mientras el sol resplandece en medio de una extensión de puro azul del cielo, se ve avanzar por la parte opuesta una nube negra y pesada de granizo, en otro lado la lluvia cae como una cortina sobre el paisaje, y más cerca el arco iris despliega sus galas...

  —176→  

De pronto se desvanece todo; de aquí, de allí, de la montaña, de las playas, de las rocas, de los árboles, acuden las legiones de la niebla, envuelven al barco en un denso tul, que cuelgan de los mástiles y hacen bajar por los flechastes como una tienda de campaña. La popa desaparece para los que están a proa, la proa para los que están a popa, y los trajes de lana se cubren de brillantes gotitas de rocío, redondas como perlas transparentes. Se fondea, y el buque parece entonces alejado, arrancado del mundo para trasladarlo a un país de encanto, de ensueño y... de resfríos.

Estas nieblas suelen ser tenaces, sobre todo cuando se acerca el invierno; entonces pierden su belleza para el viajero melancólico, splenetic, anhelante por reanudar la marcha. Pero si el fenómeno se presenta en otras condiciones y no se hace majadero, sorprende y admira, sobre todo por la noche, cuando las luces blancas y rojas de a bordo se ven rodeadas de un núcleo ya lechoso, ya rosado, y todo en torno se funde en un caos fantástico, donde sólo viven ellas como astros de luz implacablemente fija...

Las puestas de sol, cuando se digna asomar entre las nubes, son grandiosas también; no las he visto más bellas, y me han sugerido la idea de haber contemplado el amanecer desde el Righi, porque si los canales tienen algo del fjord noruego, tienen mucho de Suiza, sólo que sus montañas no parecen tan altas como realmente son, quizá porque se las ve desde la base a la cumbre, sin otras elevaciones intermedias. Ya que hablo de montañas, y puesto que no me ha sido posible ver el Sarmiento, así llamado por el ilustre navegante que el siglo XVI exploró el estrecho y las costas de Tierra del Fuego, permítaseme incluir aquí la descripción que Darwin hizo de ese elevado monte:

«Asistimos -dice- a un espectáculo espléndido: el velo de nieblas que nos oculta al Sarmiento se disipa gradualmente y descubre la montaña a nuestra vista. Esta montaña, una de las más elevadas de la Tierra del Fuego, alcanza una elevación de 6800 pies. Bosques muy sombríos visten su base hasta un octavo más o menos de su altura total; sobre ellos y hasta la cima, extiéndese un campo de nieve. Esa inmensa aglomeración de nieve que no se funde nunca, y que parece destinada a durar tanto como el mundo, presenta un grande, ¡qué digo!, un sublime espectáculo. La silueta de la montaña se destaca clara y definida y gracias a la cantidad de luz reflejada en la superficie blanca y tersa, no se ven sombras en la montaña;   —177→   no pueden distinguirse, pues, sino las líneas que se destacan sobre el cielo; así es que la masa entera presenta un admirable relieve. Varios ventisqueros descienden serpenteando desde esos campos de nieve hasta la costa; pueden compararse a inmensos Niágaras congelados, y esas cataratas de hielo azul son quizá tan bellas como las cataratas de agua corriente.»

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MONTE SARMIENTO

Pero basta. La palabra no puede dar ni pálido reflejo de la impresión producida por el múltiple espectáculo que ofrecen al viajero esos indescriptibles, esos maravillosos canales donde se unen las bellezas del trópico a los helados cuadros polares, pasándose de unos a otros sin transición casi, como en un mágico diorama. Hay que ceder el puesto a los pintores, invitarlos, incitarlos a que vayan a refrescar sus pinceles en aquel baño de hermosura y de grandeza, para dotar luego a nuestro país de lienzos que sugieran al alma altos pensamientos, y rindan culto a los tesoros naturales que nos han cabido en suerte. De los pintores argentinos, sólo Malharro, en época lejana, cuando iniciaba apenas su carrera, visitó aquellas regiones, que esperan desde entonces al artista revelador de su belleza.



  —178→  

ArribaAbajo- XVIII -

Los fueguinos


Las tres razas

La maravillosa costa que he tratado de describir, es la Onayusha, o costa de los Onas. Las tierras que se extienden al norte forman la Onaisin o tierra de los Onas, nombre primitivo o indígena de la del Fuego.

Permítaseme que antes de continuar el relato de mi viaje, agrupe aquí las observaciones que en todo ese trayecto he podido hacer acerca de los antiguos señores de aquel suelo, sin seguir como hasta aquí el orden en que han sido hechas u obtenidas de los viejos pobladores de la región, para dar mayor unidad a este trabajo.

En él he cuidado de no partir de ligero, consultando a las mejores autoridades en la materia, haciendo inacabables preguntas a cuantos hallaba a mi paso, que hubieran vivido largo tiempo entre los indios, y observando por mi propia cuenta cuando la ocasión se me presentaba. Éstas son escasas ya, las familias fueguinas se extinguen rápidamente, los indios pierden su carácter en las misiones y en los centros poblados; los que mantienen aún su carácter y tradiciones, andan perdidos u ocultos en las selvas, los fjords y las montañas más ásperas y fragosas de la isla. Para conocerlos en su «estado natural» sería menester internarse en aquellos desiertos, hacer una verdadera expedición con grandes elementos, pues la misma policía suele no poder dar con sus aldehuelas... No era el caso. Una excursión no es ni una expedición ni una exploración, y aunque la tarea es interesante, no entra del todo en el resorte periodístico. Sin embargo, los lectores tendrán aquí datos completamente nuevos y exactos a propósito de los fueguinos, junto a otros ya presentados en publicaciones científicas, que son necesarios para la mayor claridad de los primeros, y para la unidad de este capítulo.

La Onaisin no es sólo patrimonio de los onas. En ella habitan otras dos razas con caracteres propios y bien definidos -yagán y alacaluf- todas tres conocidas con el nombre general   —179→   de fueguinos. El norte y el este y sudeste están ocupados por los onas; el sur por los yaganes, el oeste por los alacaluf, y, como los antiguos navegantes desembarcaron en diversos puntos de la isla y conocieron, sin especificarlas, estas distintas razas, fácil es comprender el cúmulo de contradicciones en que incurrieron, dejando perplejos hasta a los más avisados.

Hoy han cambiado las cosas, y la confusión tiende a cesar, gracias a los viajeros que como Bove, Lista, Popper y otros, se han ocupado de la cuestión. Bove se cuidó más especialmente de los yaganes, Lista de los onas, pero ambos parecen haber bebido en una fuente común, y hecho muy escasas investigaciones y observaciones directas. La dificultad del idioma es, en efecto, casi insuperable, y conocerlo para poderse entender bien con los indios, es tarea de años. Esta clase de trabajo ha podido ser realizada con éxito por los misioneros anglicanos, conocedores de la isla desde 1850, y especialmente por uno de ellos, mister Thomas Bridges, hoy fallecido, que ha hecho un estudio prolijo del idioma y costumbres de los yaganes. Probablemente a él se deben muchos de los informes publicados luego por otras personas que, en cortos viajes, no estaban en condiciones de recoger muchos elementos. De ahí el parecido que existe entre unos y otros trabajos, aunque sea lógico que la observación de una sola cosa por varios observadores, dé resultados sólo diferentes en los detalles, si todos van de buena fe y con espíritu de verdad.

Darwin se ha ocupado, también, de los fueguinos, como antes lo hicieran Bougainville y otros, pero no ha dividido las razas, ha incurrido en un error como el de creerlos caníbales, y ha hecho afirmaciones por lo menos aventuradas, aunque su trabajo fuera el más completo y exacto publicado hasta entonces (1845).

Sin embargo, esa división está perfectamente deslindada no sólo por el idioma -son completamente distintos el de los yaganes, onas y alacaluf- sino también por las costumbres y la estructura física de cada uno de esos indios.

El ona, por ejemplo, descendiente indudable de los tehuelches del sur de Patagonia, es cazador, pescador y no navega nunca; el yagán es puramente pescador y marinero; el alacaluf, quizá descendiente de los araucanos del sur de Chile, navega, pesca y caza. Ni unos ni otros se entienden entre sí, aunque la vecindad y el continuo trato, ya en la guerra, ya en la caza en sitios no deslindados y por lo tanto comunes, hayan creado algunas, aunque pocas, palabras que figuran en los tres idiomas.

  —180→  

No poco habrá contribuido a estas diferencias la topografía de la Tierra del Fuego, tan variada como su clima, cubierta de bosques en el centro y sur, de pastos como la Patagonia al norte, de rocas casi estériles al sur, riquísima para pastoreo al este, lluviosa y nebulosa sobre el canal del Beagle, seca y fría sobre el océano Atlántico. La influencia del medio se nota efectivamente, pues las costumbres de familia de una misma tribu y tribus de la misma raza, son diversas, como se verá después.

Pero señalemos, en lo posible, los caracteres de estas tres clases de fueguinos, de las cuales la yagán es hasta ahora la más conocida, mientras los alacaluf permanecen envueltos en una especie de misterio y sólo se tienen algunos datos incompletos sobre su modo de ser.

Onas.- Comenzando por los más interesantes, son los onas, como ya he dicho, una rama de los tehuelches15 fuertes, inteligentes y de buena índole como ellos. Son altos, muy bien formados, de color aceituna pálido, y sus facciones no tienen nada de desagradable. Pelo negro, laso y recio, ojos negros también, algo sesgados, nariz generalmente ancha, pómulos un tanto salientes, boca de labios gruesos, dientes iguales y blanquísimos. Notable es en las mujeres la pequeñez y belleza de los pies y las manos; tanto más, cuanto que la ona es una caminadora infatigable, y anda casi siempre descalza y con ojotas rara vez.

Su carácter es generalmente manso y sociable; son risueños, y al reír muestran su hermosa dentadura. Andan desnudos, cubiertos solamente con un quillango de guanaco o de zorro, sin taparrabo ni cosa que lo valga, y arrojan aquél cuando pelean o cazan.

Se dividen en onas del norte y onas del sur, y esta división podría situarse imaginariamente en la cadena de Carmen Sylva. Hay entre unos y otros ciertas diferencias de costumbres, y suelen no entenderse entre sí, aunque su idioma tenga muchas voces de raíz común, como por ejemplo:

  • Sur Norte
  • Agua Shim Shem
  • Brujo Wo-tel Wutel
  • Carne Yeper Yaper
  • Amigo Yeyogua Yeyogua
  —181→  

Como he de ocuparme con bastante extensión de los onas, dejo para entonces otras muchas observaciones.

Añadiré sólo, que los onas comen preferentemente carne, aves, tucu-tucus y pescado a medias cocidos, nunca crudos, y algunos mariscos. La foca les sirve de alimento solamente en casos de necesidad, y nunca prueban el zorro, por una razón especialísima.

Yaganes.- El yagán es bajo de estatura pero de torso fuerte. Las piernas alcanzan poco desarrollo, porque viven continuamente en la canoa, puestos en cuclillas. Se les niega inteligencia, pero es indiscutible que la tienen en cierto grado, y más de lo que parece, como lo prueba el hecho de que se les utilice en diversos trabajos con buen resultado.

Casi se han extinguido por completo, y se me afirma que ya a lo largo del canal del Beagle no existirán más de cincuenta.

Antiguamente ocupaban las dos costas, desde la Bahía Aguirre al Paso de Breacknock.

Los he visto en Usuhaia, en sus canoas hechas de tablas; las de corteza, que describiré después, escasean hoy, porque les es más cómodo hacerlas por un procedimiento semejante al que usan los hombres civilizados.

Sus facciones son abultadas, pero sus ojos vivos y pequeños están siempre avizores, y denotan cierta picardía. Vestidos -éstos- con ropas que les habían dado los misioneros, tenían un aspecto grotesco. Los pocos que aún quedan libres, andan desnudos y sólo cubiertos por una capa de pieles o quillango, como los onas.

Son especialmente pescadores, y a esto debe atribuirse la deformación y debilidad de sus piernas.

Alacaluf.- Robusto, aunque no tanto como el ona, es el más guerrero de los fueguinos.

«La fisonomía del alacaluf -me dice quien los ha visto de cerca- es más desagradable que la del mismo yagán, pero su cuerpo es más desarrollado, porque anda frecuentemente en tierra. Tiene la frente más achatada y ancha, los pómulos menos salientes, la nariz más afinada; es cobrizo.»

El alacaluf habita en Tierra del Fuego y sus islas, desde el canal de la Magdalena al norte, en los alrededores del monte Sarmiento, y al sur de Magallanes, en el archipiélago, hasta el Cabo de Hornos.

Su número es difícil de calcular por su carácter hosco y traicionero, que dificulta en gran manera sus relaciones con los civilizados -se limitan en esto a lo estrictamente necesario   —182→   para comerciar-, pero tiene que haber disminuido mucho, pues el gobierno de Chile, en cuyo territorio están exclusivamente, los hace transportar a centros poblados y los entrega a particulares que -dicho sea de paso- no siempre los tratan con humanidad.

Pero, de cualquier manera, los alacaluf, que no han sido objeto de tantas persecuciones, son más numerosos que los onas y yaganes juntos.

Son cazadores, pero su especialidad es la navegación, en que muestran mucha habilidad, y la pesca de anfibios.

Los salesianos de la parte chilena han hecho alguna tentativa para reducirlos, pero su carácter indómito y malévolo se presta poco para las dulzuras de la civilización, aparte de que ya saben negociar y procurarse con los productos de la caza y la pesca aquello que constituye sus únicas necesidades: galleta, guachacay (anisado) y tabaco. Ama el alacaluf su libertad ante todo, y no hay discursos que valgan con él; testigo el caso del padre Stopani, herido de un hachazo en la misma misión por un alacaluf que huyó con cuatro compañeros robándose un bote. De los indios no se supo más; el bote fue encontrado un año después en la costa norte de Magallanes, donde estaba escondido.

Son sanguinarios.

En 1893, asaltaron en Puerto Hope una goletita tripulada por cuatro loberos. Mataron a tres de ellos, y el cuarto, hábil tirador, se salvó haciéndoles certeros disparos a través del tambucho de la embarcación, con los que puso a varios fuera de combate y logró ahuyentar a los demás. Tratábase de una venganza, porque los asesinados no les habían dado suficiente ración de galleta, guachacay y tabaco.

Como están muy en contacto (en el contacto relativo que ya he dicho) con los blancos, por su activo comercio de pieles, se explica el conocimiento que tienen del valor de las cosas, como también sus vicios, importados en su mayor parte.

Son también ladrones, y se citan robos hechos con sorprendente audacia, como varios de ganado cometido al norte de Magallanes. Carnean en el campo mismo, y luego transportan las reses en sus canoas al otro lado del Estrecho. Hace pocos años matrerearon en grande una noche, cerca de Punta Arenas; notado el hecho a la madrugada siguiente, se los persiguió sin descanso, pero sin hallar huella de ellos. Desaparecen con una destreza verdaderamente maravillosa, perdiéndose en los fjords, sin que llegue a sorprenderse ni siquiera la canoa en que han huido.

  —183→  

Tiene un carácter mucho más taciturno que el del yagán, vengativo en extremo, y no da hospitalidad al extranjero, ni deja conocer otro toldo que el que tiene en la costa para pescar.

Es polígamo, más acentuadamente aún que los onas y yaganes, y en extremo celoso de su honra, cuyos ultrajes castiga con la muerte. Así, cuando una canoa alacaluf aborda a un barco cualquiera para comerciar, muy raro es que vayan mujeres en ella, temerosos sus maridos de que se les ultraje.

Sobre su religión no poseo dato alguno, y los padres salesianos que están en contacto con ellos, o no los han procurado o se los reservan. Los loberos que los visitan de vez en cuando, no se interesan en tales investigaciones.

La religión de los fueguinos

Puede ponerse en duda que los indios de Tierra del Fuego tengan un culto externo, pero no una religión.

Sin embargo, ha habido quien lo niegue casi rotundamente, quizá sólo por el hecho de que los onas y los yaganes son muy reservados en ese punto. A decir verdad, lo son en todo con el extranjero, y contestan a sus preguntas de una manera desesperante, por lo incierta y vaga, cuando no tienen completa confianza en él.

No faltan, sin embargo, pruebas de que esa religión existe; lo que habrá faltado será sin duda paciencia o interés para buscarlas. Sin embargo, el conocimiento de las creencias de un pueblo importa tanto como el de su propio idioma para darle filiación. No se trata de lo último en estas páginas, sino sencilla y modestamente de exponer los datos obtenidos con tanta insistencia como buenos resultados.

El mismo mister Bridges, tan conocedor de aquellos indios y sus costumbres, ha dicho: «No reconocen un Creador, ni tienen idea del futuro, ni esperan nada después de la muerte.»

Pero luego añade, contradiciéndose: «Tienen una palabra para expresar la muerte, Cagagulo, cuyo significado es subir y volar», para completar esto diciendo que creen en aparecidos, en seres sobrenaturales, en criaturas salvajes que vagan por la selva, y en que las exhalaciones son espíritus errantes de sus muertos.

Tributan, además honras fúnebres a sus deudos y amigos, tienen supersticioso temor a las tumbas, a las que no se acercan, y consideran maldito el lugar en que se ha cometido un crimen. Purifican a sus hijos apenas nacidos, cantan y bailan   —184→   en los alumbramientos, en las noches sin luna, en la fiesta de la primavera, cuando las niñas llegan a la pubertad...

Tienen médicos que hacen ensalmos, se atribuyen poder sobrenatural bajado de arriba, poseen amuletos mágicos y maravillosos que llevan misteriosamente ocultos en un zurrón de cuero de lobo, colgado al pecho, y se atan a la cabeza como huincha, una cabalística tira de guanaco nonato.

Éstos son los hechos más o menos divulgados, que demuestran por sí solos cuán equivocadas son las afirmaciones de que carecen de religión, indios que se someten a esas prácticas y aun a otras de mayor importancia que veremos después.

Pasemos ahora a otro orden de observaciones, menos conocidas o desconocidas del todo, advirtiendo antes que yaganes y onas se han tomado parte de sus creencias, hasta el punto de que hoy están casi del todo confundidas.

Poco se sabe a ciencia cierta sobre la religión de los yaganes, pero es fuera de duda que la han tenido, y hasta que han sido iconólatras.

Muy insignificantes datos pueden obtenerse de los sobrevivientes escasos de, esa raza, que sólo recuerdan pequeños fragmentos de la mitología de sus antepasados. La extinción de las tribus por una parte y los esfuerzos de los misioneros por otra, han sido causa de la pérdida de tan interesantes leyendas.

Pero se sabe por algunos ancianos yaganes que sus antecesores creían en genios del bien y del mal, y los personificaban con ídolos toscamente hechos, muy raros y de que no he podido hallar ejemplar ninguno. Sólo con datos de memoria, he logrado hacer un facsímile, naturalmente fantástico, de dos de ellos. Pero es muy probable que el ensayo de esculturas que Bove publicó, sea uno de los ídolos en cuestión.

Cuéntanme de un yagán viejo de la misión de Usuhaia, testigo o cómplice de la matanza de misioneros en la isla de Navarino, que sólo practicaba el rito católico por conveniencia, y seguía con su antigua religión.

Tenía en su poder un ídolo de madera, apenas labrado, con dos agujeros por ojos, una hendidura por boca y un pedacito de hueso incrustado en forma de nariz, con joroba y las piernas apenas señaladas, al que llamaba Hanush-aica, genio de la mar bravía. Por más que se insistiera con él, nunca quiso cederlo.

Cuando se le preguntaba algo respecto de la vieja religión de los yaganes, contestaba invariablemente:

  —185→  

-Baf aiola; mister Bridges culalán. (No sé; mister Bridges enojado).

Con esto quería significar sin duda que hablando de sus antiguas creencias disgustaría al misionero bajo cuya dependencia estaba. Sin embargo, eso no le impedía cuidar de su fetiche como si fuese un tesoro y... zabullirlo en el mar cuando no andaban bien las cosas, como los marineros de Nápoles con San Genaro.

Cónstame, también, que los yaganes ponían en sus canoas pequeñas y toscas figurillas de madera, y que les hacían toda clase de manifestaciones de respeto, aunque ellos mismos las hubieran fabricado... precisamente como en plena civilización. Eran, pues, idólatras, y si no se sabe más a ese respecto, ha sido, o por su extraordinaria reserva, o por desidia de los viajeros que los han visitado.

Pero la falta de datos exactos ha dado rienda suelta a la imaginación, y así he oído muchas veces con extrañeza por lo menos, afirmar que los fueguinos tenían en medio de la isla y entre las selvas, un templo consagrado al Sol, que era digno de visitarse.

No quiero incurrir en el achaque general de los viajeros que niegan rotundamente lo que no han visto; pero debo afirmar que ni los exploradores, ni las autoridades, ni los mineros y marineros desertores que han recorrido la isla del uno al otro extremo, pueden dar noticia de semejante cosa. Al contrario, todos están contestes en decir que no existe tal templo, y que se trata puramente de una invención.

Contribuyen a dar fuerza a esta aseveración el carácter nómada de los fueguinos, sus rudimentarias construcciones, de menos invención que las esquimales, y su intelectualidad, poco meditativa, como en la mayoría de los pueblos vagabundos, y nada amiga de normas y reglamentos.

Justamente esa falta de monumentos religiosos, como su ignorancia del arte de escribir, son las causas que más dificultan -hasta imposibilitan- la reconstitución de su historia y la conservación de su leyenda.

No es dudoso, pues, que el templo de los fueguinos tendrá que ir a reunirse con la ciudad de los Césares que a tantos sorbió el seso en épocas anteriores.

En lo que respecta a la religión de los onas, se ve ya mucho más claro que en la de los yaganes.

Tienen toda una mitología, la historia lamentable de la perdición de su raza, con reminiscencias del cristianismo y   —186→   del paganismo griego, lo que hará sospechar que su leyenda ha sido forjada después del descubrimiento, con fragmentos de las prédicas de los misioneros, y de narraciones de los tripulantes de las naves descubridoras que abordaron a la isla y a la Patagonia austral. Sea como sea, el mito tiene verdadero interés.

Han hecho también su olimpo y rinden culto a todas las fuerzas que animan la Naturaleza, principalmente al Sol, divinidad benéfica y al mismo tiempo la más poderosa de todas, que preside los nacimientos, la primavera, la pubertad de las jóvenes.

La Luna es, en cambio, la deidad maligna, la señora de los mares, la que provoca las enfermedades, la escasez, el hambre. Cuando está roja o tiene halo, el ona no se atreve a salir de su wigwam, la conjuran con cantos quejumbrosos, se tiznan la cara, se rasguñan las piernas, recuerdan a sus muertos, sin nombrarlos, y pasan a veces toda la noche velando con lúgubre temor.

La leyenda a que antes me he referido explica estos conjuros y este pánico. Veámosla:

El castigo de los onas

En época remota, los habitantes de Tierra del Fuego eran hombres blancos y tenían barbas.

Esa tierra era entonces grande, muy grande, y se extendía hacia el norte.

Vivían en ella y con ellos el Sol y la Luna, marido y mujer16, que eran sus tutores o monarcas.

Pero los habitantes de la Onaisin comenzaron a pervertirse, y llegaron a ser muy malos.

No existía el matrimonio, las mujeres eran de la comunidad, y no tenían hijos.

La Luna y el Sol les aconsejaban, les amonestaban, y trataban en vano de corregirlos.

Entonces, viendo que no lograrían nada de aquellos perversos seres, un día, justamente airados, los abandonaron y se subieron al cielo, donde están.

Poco tiempo después, se les apareció Chaskelshen, el gigante tan alto como los árboles, cuya barba blanca le llegaba hasta el suelo, que les dijo:

  —187→  

«Vengo mandado por los antiguos bienhechores de los onas, Carpe y Creen, a avisar a aquéllos, por última vez, que si no se corrigen y abandonan sus costumbres perversas, serán terriblemente castigados.»

Después de esta amenaza, Chaskelshen desapareció.

Pero los onas no hicieron caso, y seguían su vida depravada, cuando de pronto comienza a llover, mientras el suelo temblaba y se estremecía con espantables sacudidas.

Y llovió tanto, que la tierra fue cubriéndose poco a poco, el cielo se obscureció hasta el extremo de convertirse en noche espesa, y las aguas subieron tanto que sepultaron a aquella tierra maldita y sus pervertidos habitantes.

Así fue castigado el vicio y la maldad de la primera raza ona.

Cuando se retiraron las aguas, la Onaisín, que hasta entonces había sido llana, apareció sembrada de numerosas y altas montañas que periódicamente se cubrían con una capa blanca y fría.

Luego que se hubo hecho este cambio, Carpe y Creen enviaron a esa tierra a Cohan Yeperr17 para que volviera a poblarla.

Cohan Yeperr llevó consigo dos pedazos de tierra, el uno colorado, negro el otro, que depositó en las llanuras del norte.

Y de la tierra colorada nació una mujer, y de la negra un hombre, que son los padres de los onas de hoy, que esperan que un día la Luna y el Sol se apiadarán de ellos, y bajarán a darles consejo y gobernarlos otra vez.

Otra versión del mismo mito, que he recogido de una fuente muy distinta:

La Luna y el hombre

Woltel, un grande y poderoso cacique, incurrió en la cólera de la Luna, madre de la primera mujer, cometiendo un delito imperdonable para ella, como era el tener contacto carnal en cierto período del mes.

La Luna se puso roja de ira y juró exterminar la raza de los hombres.

Éstos, que conocieron su furor, pero no sabían la causa, imploraron a la deidad, que se mostró inflexible.

Lanzó torrentes de agua e innumerables rayos sobre la tierra   —188→   y todos hubieran perecido, a no ser por el nacimiento de Crentancol, fruto de la culpa de Woltel.

Woltel, agobiado por el peso de su falta, confesó a su hijo la causa de la cólera de la Luna.

Y Crentancol indignado mató a su padre...

Con esto se aplacó el enojo de la deidad, que perdonó a los que aún vivían, pero jurando que destruiría a todos los hombres si llegaba a repetirse el delito de Woltel.

El fondo de ambas versiones viene a ser análogo, si no semejante, y en las dos vemos el pecado original, mientras que en la segunda llega a establecerse cuál es. No me detendré a señalar aquí el parecido de esta fábula con otras de la antigüedad, pues está demasiado visible, los lectores lo hallarán fácilmente.

Pero debe recordarse que casi todas las tribus de indios de esta parte de América, y muy especialmente los araucanos y quizá los apaches, tienen la tradición del diluvio. Ahora bien, según lo que Lista ha publicado respecto de las creencias de los tehuelches, ésta no figura entre ellas, y los onas no la han recibido entonces de sus labios. Pero, ¿no pueden los alacaluf haberla llevado de Chile, explicándose así fácilmente su procedencia?

En cuanto a la diferencia de forma y detalles de una y otra, debe tenerse presente que han tenido que conservarse puramente por tradición oral, en un pueblo que no ha dado ni aun los primeros pasos hacia la escritura, como que lo único que marca -sus flechas- lo hace valiéndose del modo de atar la punta. Natural es, entonces, que pasando la leyenda de boca en boca, haya sufrido transformaciones capitales, sobre todo cuando los onas del sur variaron hasta el idioma de los del norte, que adulteraron a su vez el de los tehuelches.

Pero ese mismo mito, la idea de castigo y de regeneración, tienen que convencernos, una vez por todas, de que no es la fueguina una raza abyecta y cretinizada, el eslabón entre el mono y el hombre. Pruebas más acabadas de la inteligencia del ona pueden aducirse, sin embargo; pero ésta basta por ahora, para concederle más alto nivel intelectual que el que se le atribuye.

Pero doloroso es tener que confesar que esa bella y simpática raza de indios tiene también sus manifestaciones bárbaras, no dictadas por la defensa propia según ellos la entienden, sino pura y simplemente por la superstición. Pero apresurémonos a añadir que esas manifestaciones son poco frecuentes,   —189→   y que hubieran desaparecido ya, si los encargados de propagar la civilización no la hubiesen propagado a tiros...

Además del Sol y de la Luna, de los espíritus y los salvajes, creen los onas en una deidad terrible: Schalgpe.

De pronto, dicen, y durante la noche, levántase del suelo un vapor blanco, una nube que tocando en tierra queda suspendida a cierta altura. En medio de esa nube aparece Schalgpe. Es una mujer extremadamente hermosa, alta, de cuerpo esbelto y formas bien modeladas, cuyos ojos negros resplandecen bajo su larga cabellera rubia. Está envuelta en un manto blanco y suelto, y la orla flotante se confunde con la nube misma.

Schalgpe se ofrece pocos instantes a la vista a un tiempo encantada y espantada del ona, encantada por la belleza de la visión, espantada porque Schalgpe va en busca de niños, y si no se los ofrece, ella los tomará... ¡y cuántos!18

Para evitar su furor, se prepara un sacrificio de que serán víctimas las criaturas más contrahechas y débiles de la tribu...

Se alza un toldo formado con palos y ramas, cubriendo una gran piedra, que será al mismo tiempo tajo y altar, a él se conducen los infelices niños, y sobre la piedra se les decapita...

No insisto en tales horrores. Pero debo repetir que estos sacrificios se hacen muy de tarde en tarde, y agregar que tienen su explicación, si no convincente para nosotros, muy aceptable para ellos.

Mister Bridges, hablando de los fueguinos, ha dicho:

«Los niños defectuosos son destruídos al nacer; pero sólo cuando el defecto es enorme». La visión que nadie ve, ¿no será acaso pretexto y consuelo para las tristes madres cuyos hijos están destinados a perecer por sus defectos físicos? En ese caso sería única, barbarie tal con tal delicadeza... Por otra parte, ¿no insinúa algún biólogo moderno la conveniencia que habría en hacer lo que los onas?...

  —190→  

Además, hay que tener en cuenta, dada la clase de vida de los onas, que un niño defectuoso está entre ellos fatalmente condenado a muerte por la Naturaleza, en las inacabables marchas, en las violentas partidas de caza, en las luchas con las otras tribus, en los largos inviernos de hambre; hoy no se celebran casi esos sacrificios; y sin embargo, no se ve ona que no sea robusto y ágil, no tanto porque la raza sea superior, sino más bien porque los inferiores han sucumbido, sobreviviendo los más aptos. Para bregar a brazo partido, sin tregua ni descanso con la naturaleza fueguina, menester es estar magníficamente dotado...

Pero, dejando de lado esas crueldades, vese en Schalgpe la poética personificación y deificación de la niebla cruel y hermosa, mortal para los niños enfermizos, y ese símbolo no es de los que menos hablan de la inteligencia y la imaginación de los onas.

Si, con la base que tenemos acerca de su mitología, quisiéramos reconstruirla toda, claro está que arribaríamos directamente a la conclusión de que la religión de los onas es un paganismo no poli, sino panteísta, con ninguno o con muy escaso culto externo, que, sin embargo, pudo existir en la antigüedad, y haberse perdido luego por indiferentismo.

Tendrían probablemente ceremonias análogas a una de los yaganes que describe Mister Bridges, como si se tratara de una simple diversión, y que sin embargo tiene marcadísimos rasgos de las fiestas y danzas religiosas de los salvajes en general.

«Entre sus diversiones usuales -dice el ex-misionero- figuraban representaciones teatrales, en que los hombres personificaban las entidades imaginarias o demonios.

»Al efecto, los actores se encerraban en la kina o choza que servía de bastidores, y se pintaban la cara y el cuerpo, untándose el pecho con sangre, que obtenían apretándose las narices.

»Adornados con grandes sombreros de corteza, los hombres salían de súbito en tropel, y armados de palos, arpones o arcos, bailaban y saltaban frenéticamente delante de las mujeres del auditorio, amenazándolas con sus armas y usando expresiones y ademanes obscenos y violentos. Después de rendirse de fatiga, precipitábanse de nuevo en la kina, donde los hombres se reían y discutían los méritos de la representación.

»Estas fiestas duraban a veces muchos días, y eran ocasión de desórdenes y escenas licenciosas.»

He hablado antes de los hechiceros, que van perdiendo mucho en el concepto de los indios, cuando los que practican la   —191→   magia y la medicina no son al propio tiempo sus jefes. Antiguamente era todo lo contrario, y se les tenía gran confianza y fe. Algún Molière del drama de la kina los habrá desmonetizado sin duda, o el contacto con los blancos les habrá hecho pensar en cosas más positivas. Pero el siglo pasado gozaban de gran crédito según nos cuenta Bougainville, en lo que voy a transcribir por curioso; aunque no se refiera precisamente a los fueguinos sino a los indios que habitaban en la península Brunswick, sobre el Estrecho de Magallanes; por las señas parece tratarse de los alacaluf.

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INDIOS ONAS

«En una de las ocasiones que saltaron a tierra, se juntaron todos los salvajes con mucha alegría; pero separaron a sus mujeres, a las cuales no querían se llegase; uno de los muchachos, de casi doce años, y el único cuya presencia fuese interesante, fue sobrecogido de un flujo de sangre acompañado de fuertes convulsiones. El infeliz había estado a bordo de L'Etoile,   —192→   donde le habían dado pedazos de vidrio y espejos, no previendo el funesto uso que haría de este regalo.

»Tienen el hábito de introducir en la garganta y narices, pedacitos de talco, porque acaso la superstición presta alguna virtud a esta especie de talismán, o acaso le miran como preservativo de alguna incomodidad que padecen, y el muchacho hizo verosímilmente el mismo uso con el vidrio, pues tenía las encías y el paladar cortados en muchas partes y casi sin cesar se desangraba.

»Este accidente extendió la consternación y la desconfianza; sospecharon sin duda algún maleficio, porque el primer acto del hechicero o brujo que se apoderó del muchacho, fue despojarle precipitadamente de una casaca de lienzo que se le había dado; quiso restituirla a los franceses, pero como éstos no quisieran tomarla, la arrojó a sus pies. Verdad es que otro salvaje, que sin duda gustaba más de los vestidos, la recogió al instante.

»El hechicero tendió al muchacho de espaldas en una de las chozas y se puso de rodillas entre sus piernas; se doblaba sobre él y con la cabeza y las dos manos le apretaba el vientre con toda su fuerza, gritando continuamente sin que se pudiera distinguir nada articulado. De vez en cuando se levantaba y parecía coger la enfermedad con las manos juntas, y las abría luego en el aire, soplando como si quisiese arrojar un mal espíritu; y mientras, una vieja llorosa chillaba al oído del enfermo hasta ensordecerle, y él parece que sufría tanto con el mal como con el remedio. El curandero le dio alguna tregua para ir a tomar su vestidura de ceremonia y después, empolvados los cabellos y adornada la cabeza con dos alas blancas, bastante parecidas al bonete de Mercurio, empezó otra vez sus funciones con más confianza, y con el mismo efecto. Nuestro capellán administró furtivamente el bautismo al muchacho que empeoraba; sabiendo yo lo que ocurría, fui con Mister de La Porte, nuestro cirujano mayor, que hizo llevar un poco de leche y tisana emoliente; cuando llegamos, el paciente estaba fuera de la choza; su médico, a quien se había unido otro del mismo jaez, empezó de nuevo su operación sobre el vientre, los muslos y los hombros de la pobre criatura, y daba lástima verla martirizar de aquel modo, sin quejarse; su cuerpo estaba ya todo acardenalado, y los médicos seguían aún su bárbaro remedio, con un tropel de conjuraciones. El sentimiento del padre y de la madre, sus lágrimas, el vivo interés de toda la tribu, interés que se manifestaba por señales inequívocas, y la   —193→   tolerancia del muchacho, causaban la más viva impresión. Los salvajes comprendieron sin duda que les acompañábamos en su pena, pues comenzó a disminuir su desconfianza, dejándonos acercar al enfermo, y el cirujano examinó su boca ensangrentada, que el padre y otro chupaban alternativamente. Gran trabajo costó hacerlos admitir la leche; fue necesario probarla muchas veces, y a pesar de la invencible oposición de los hechiceros, el padre se determinó a hacerla beber a su hijo, y aun aceptó el regalo de la cafetera llena de tisana emoliente. Sus curanderos manifestaron celos de nuestro cirujano, a quien, no obstante, parece que reconocían por hábil encantador; y aun abrieron un saco de cuero que llevan siempre colgado al pescuezo y que contiene el bonete de pluma, polvos blancos, talcos y otros instrumentos de su arte; pero apenas miró, cuando lo cerraron al punto. Notose que en tanto que uno trabajaba para conjurar el mal del doliente, el otro no parecía ocupado sino en prevenir por sus encantamientos el efecto del daño que sospechaba habíamos echado sobre ellos.

»Al anochecer volvimos a bordo, dejando al muchacho mejor; no obstante, un vómito continuo que lo atormentaba nos hizo sospechar que había tragado el vidrio, y más tarde hubo motivo de creer que nuestra conjetura tenía mucho fundamento. Como a las dos de la madrugada se oyeron alaridos repetidos, y al amanecer, aunque hacía un viento horroroso, dieron a la vela los salvajes19. Huían sin duda de un lugar manchado con la muerte y con funestos extranjeros que creían idos sólo para destruirlos. No pudieron montar la punta oeste de la bahía; en un instante de calma volvieron a intentarlo, pero una fugada violenta les hizo enmararse y dispersó sus débiles buques. ¡Qué ansiosos estaban de alejarse de nosotros! Abandonaron una de sus piraguas que necesitaba carena. Satis est gentem effugisse nefandum. Lleváronse la idea de que éramos seres malignos, ¿pero quién no les perdonara su resentimiento en aquella coyuntura? ¡Qué pérdida, en efecto, para una sociedad tan poco numerosa, la de un adolescente, ya libre de todos los peligros de la infancia!»

No es necesario hacer un resumen de lo que queda dicho, para que quede demostrado que los fueguinos, como la mayoría de los indios americanos, por otra parte, tienen una religión   —194→   bastante compleja, cuyos ritos se han olvidado y perdido hasta cierto punto, o ellos cuidan de ocultar, por su natural desconfianza con los extranjeros, y el temor al enojo de misioneros y catequistas.

En cuanto a su moral, fácil es comprender que no llega a nivel muy alto. Apenas si tienen una que otra idea vaga, inculcada quizá por los misioneros.

Así, no es extraño que vendieran sus hijas púberes sin grande escrúpulo de conciencia; que aun hoy desconozcan absolutamente el pudor; que no crean delito el robo al cristiano de sus «guanacos blancos» (ovejas); que vivan en la más completa promiscuidad, sean polígamos en algunos parajes, y rindan consagrado culto a la vendetta.

Sin embargo, no dejan de tener buenas cualidades, como la bondad para con sus mujeres, la generosidad con sus compañeros, la sociabilidad, que les hace reunirse por las noches en la choza, ocqrr, y mantener largas conversaciones, entrecortadas por estentóreas risas.

Hombres y mujeres son muy lujuriosos, pero el sexo fuerte respeta al débil, y no abusa jamás de él. El hombre que tal hiciera se granjearía el desprecio de toda la tribu, y daría lugar a que se vengaran terriblemente de él. Cuestiones de esta especie son, en efecto, las que provocan las luchas a mano armada de familia a familia que han contribuido a diezmar a los fueguinos.

Mas, aunque las relaciones de familia entran en la moral, dejaremos por ahora ese punto.




ArribaAbajo- XIX -

Los fueguinos «at home»


Los fueguinos en su hogar... Su hogar es grande, como que se compone de toda la isla, menos la parte habitada por los blancos que han ido a civilizarlos con rémington, y que hoy continuarán su tarea con mauser. Signos inequívocos del progreso: el rémington es ya un arma atrasada hasta como instrumento educativo...

Vaya esto como prólogo, y lo que sigue como continuación del capítulo anterior.

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La familia fueguina

Cuando nace un ona, una de las vecinas de su madre, que en el trance asisten a ésta, le corta con los dientes el cordón, que le ata con un hilo de tripa de guanaco, hecho lo cual, todas menos una salen del estrecho wigwam20 y se ponen a bailar en torno, acompañadas por un canto de circunstancia.

La que ha quedado dentro unta al chico de pies a cabeza con un ungüento compuesto de greda y saliva, y le practica un masaje completo de los músculos y articulaciones, animada por los cantos de las otras.

Quizás atribuyan a la pomada aquella alguna virtud mágica, pero lo cierto es que el masaje, practicado con bastante delicadeza, no deja de presentar sus ventajas para la criatura.

La madre no se cuida más de sí misma que en los días ordinarios, y pocas horas después suele vérsela tan campante atendiendo a sus tareas, como si nada hubiera pasado.

Los hombres, entretanto, han huido de sus chozas, porque creen que si oyen las quejas de la madre, todo andará mal; en compensación, cuanta vieja hay en los toldos se ha metido en el wigwam, a riesgo de sofocar a la paciente y a su prole. El alumbramiento es, también, muy fácil, y no suele haber tropiezo alguno.

Vive el niño rodeado del cariño materno y del de todas las mujeres de la tribu, y poco tiempo después de nacido (en el sur, y muy especialmente los yaganes), se le sumerge en el mar, ya como una consagración o purificación, ya simplemente para fortalecerlo.

La madre lo amamanta sin ayudarse con nada hasta que ha cumplido los siete meses, época en que comienza a darle otra clase de alimentos, pero sin despecharlo, cosa que suele hacer cuando ya el niño tiene más de tres años. Las criaturas son colocadas en una especie de bolsa de cuero, sostenida por un bastidor tosco de madera, construido en esta forma:

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Se la ata de la cintura para arriba, de modo que queda como en pie; las patas largas del bastidor se clavan en tierra, y el niño sólo es sacado de allí una vez cada veinticuatro horas.

El bebé ona pasa gorda la vida, y come cuando quiere, con   —196→   sólo gritar pidiendo, porque la madre es muy liberal, y cuando está ausente nunca falta una vecina caritativa que corra a darle alimento y bebida a un tiempo mismo. Lección ésta que podría ser útil también en otras partes que no son la Tierra del Fuego.

Suele la madre temer que se le pierda su niño; entonces -pero raras veces- toma una espina y un poco de madera carbonizada, y le hace ligeras incisiones en los brazos, en que introduce el polvo negro. Éste es todo el tatuaje que usan los onas, y no como adorno, sino como marca y distintivo. Tengo referencias de una india señalada así, con nueve incisiones de medio centímetro de largo, a medio centímetro de distancia una de otra en el brazo izquierdo, y once en el derecho. Y decía, hablando de ellas:

-En un brazo dos manos y una; en el otro una mano y...

Y enseñaba cuatro dedos. Esto demuestra que los onas no cuentan solamente hasta tres, como se ha dicho. Llegan, en efecto, hasta dos veces dos manos; es decir, veinte. De allí para arriba son muchos.

En ese intervalo, el niño ha recibido nombre. Se le han puesto lindos collares de concha, se le ha pintado el rostro de rojo y blanco, que queda hecho una monada, una ricura, y crece mimado por la ternura materna, sin cuidarse del padre, que tampoco se cuida de él. Cuando ya da pasitos y balbucea algunas palabras, comienza su primera educación21, que consiste en el aprendizaje de su lengua, tan difícil -el yagán y el ona son también semejantes en esto- que un adulto extranjero pasará años si se dedica, antes de saberla. En esta tarea la madre es eficazmente ayudada por sus amigas, que sonríen al niño mostrándole sus dientes blancos y esmaltados, mientras le repiten las palabras con notable paciencia.

Entretanto, puede diablejear a sus anchas, pues no recibirá castigo corporal alguno, sino reprimendas y consejos morales que, como dice mister Bridges de los yaganes, seguirán después, más por necesidad que por afición.

Bien, ya el hombrecillo tiene cinco años, y es hora de pensar en cosas serias. Ya tiene toda clase de preeminencias, se   —197→   le considera superior a su propia madre -a quien respeta mucho, sin embargo, pero a quien poco después podrá censurar en ausencia del padre si encuentra reprensible su conducta-, y debe prepararse a la alta misión que le ha sido deparada. Si el niño es niña, nadie, si no es la madre, hace caso de ella; su papel en la vida se reduce a casarse y tener hijos, justamente como en la civilización. Pero si el niño es niño...

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ONA ADULTO

Primero, el padre o el abuelo -más generalmente el abuelo-, pone en sus manos el primer arco y las primeras flechas, cuyo manejo le enseña ayudado por varios siglos de atavismo y de selección natural y artificial. Cuando el chico ha hecho algunos buenos blancos en el stand lujoso de la selva o de la playa, y cuando ya sabe matar un shag o una avutarda, pasa al segundo año de estudios y acompaña a los hombres que van a alguna corta excursión por las veredas del bosque o por los senderos de la costa, para avezarse a las largas marchas que habrá de hacer después en procura del preciso sustento.

Sólo entonces comienza a cesar o disminuir la indiferencia del padre, que ha llegado a extremos inconcebibles22, puede que porque ya lo ve casi en condiciones de bastarse a sí mismo.

  —198→  

Algo más tarde -tercero y cuarto años de estudios- le llevan a las grandes correrías, a cazar guanacos, a ejercitar al mismo tiempo la agilidad, la resistencia, la astucia, el oído, la vista, el olfato y la fuerza. Y si el alumno resulta bueno, pocos meses más tarde se deslizará por la maraña del bosque como una culebra, saltará zanjas y precipicios, correrá sin fatiga días enteros, burlará a los recelosos centinelas de los guanacos, verá a millas de distancia el animal o la persona que busca, reconocerá las huellas de los que han pasado semanas antes por donde pasa él, husmeará el más ligero olorcillo de los alrededores, y volverá a su wigwam, desde leguas, con un guanaco de cien kilos al hombro, y a paso acelerado.

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YACAMUSH (MÉDICO)

Como ustedes lo oyen. Fitz-Roy tuvo que prohibir a sus marineros que lucharan con los indios, porque perdían su prestigio y hasta los más formidables ganaban una costalada.

Ha llegado el héroe a la adolescencia; en este punto se le somete a un período de disciplina, durante el cual tiene que ayunar, rigurosamente a veces, e instruirse en la filosofía rudimentaria y egoísta que le enseñan su padre y abuelos.

«Siendo muy buenos los preceptos que les inculcan -dice Bridges-, sus prácticas son desgraciadamente muy malas y basadas en el más completo egoísmo. Uno de los principales consejos que se dan a los jóvenes, es tomar por primera mujer a una vieja, porque son las que dan menos trabajo y más ayuda

  —199→  

Ya el ona está hecho, y su padre lo ama y se preocupa de él. A un mismo tiempo, va a casarlo y a completar su educación para que entre a la vida armado de todas armas. Tiene el jovencito, entonces, catorce o quince años, y su desarrollo es completo.

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FUEGUINO ADULTO

No vaya a creerse que el padre, poco práctico, elegirá alguna linda rapazuela que le distraiga a su hijo; no, tiempo tendrá para eso, cuando se halle en estado de comprender las satisfacciones y los deberes conyugales. Pone los ojos en una jamona de las familias vecinas, o viuda o divorciada, que sea capaz de hacer abundante cosecha de mejillones, tejer sólidas canastas de mimbres, tender lazos a las aves y otras análogas virtudes domésticas; le propone el casamiento-iniciación, y como el hijo es un robusto y gallardo mozo de anchos hombros y saliente pecho, rara vez se ve desairado. Y la dama de cierta edad, y el dichoso jovencito se casan sin mayores ceremonias y se van a vivir en su wigwam23.

  —200→  

El wigwam no es un palacio ni mucho menos; unos cuantos troncos enzarzados entre sí, y cubiertos con pieles de guanaco, lienzos, trapos, cuanto se encuentra a mano. Generalmente es de forma cónica con un agujero en el vértice, para que salga el humo del fogón, que está en el centro de la base. Los indios se acuestan en él con la cabeza junto a la pared y los pies al lado del fuego.

Establecido en su hogar el nuevo matrimonio, comienzan las tareas domésticas, civiles y políticas de ambos cónyuges, y la última educación del marido, tan sabiamente inventada por los onas.

Él se ocupa en cazar, en hacer sus arcos, en labrar sus flechas, en explorar los alrededores de su caú; ella teje mimbre, recoge mariscos, lleva agua para beber, enciende el fuego, arregla los cueros de la choza, soba pieles de nutria y de guanaco, caza aves con trampa o con red, cose quillangos, pesca a la orilla del mar o de los ríos. Es tratada con bastante consideración, y su marido no le levanta la mano, pues perdería en el concepto de los demás y tendría que temer la venganza de los padres y parientes de su esposa. Ella, en cambio, es dócil y trabajadora, por lo general, y guarda fidelidad a su marido, como éste a ella.

Pero, ya que en eso estamos, entremos al wigwam, en este instante abandonado, y hagamos el inventario de lo que contiene. Primero, un mal olor bastante pronunciado, porque agua la habrá para beber cuando mucho. Luego, dos pedazos de carne de guanaco, pendientes del techo, uno junto a la puerta, el otro en el fondo. En seguida, el fogón lleno de ceniza y de valvas de moluscos.

El arco y las flechas, estas últimas en una aljaba de piel de lobo, cosida con tientos de guanaco, y con el pelo para el exterior.

El quillango de cueros de guanaco o de zorro, que usan como único traje, y con el pelo para afuera.

La corona de piel de la axila del guanaco, en forma de mitra,   —201→   que ciñen a la frente cuando andan en campaña, y que, desatada, es más o menos así:

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DIADEMA ONA

El taparrabo que usan las mujeres, cuando no tienen un vestido o un pedazo de tela que atarse a la cintura.

Las ojotas o abarcas con que suelen calzarse cuando hacen alguna correría.

Las piedras areniscas para afilar sus flechas y cuchillos. Piedras para hacer fuego.

Cuchillos hechos con zunchos de barril y cabo de madera.

Cajas vacías de conservas para tomar agua.

Vejigas de guanaco para conservar la grasa y la sangre de los animales que cazan.

Canastas de junco, de forma casi esférica, semejantes a las de la mayor parte de las que hacen nuestros indios. Estas canastas suelen estar calafateadas con greda, y entonces les sirven para tener agua.

Paletas de lobo marino, que sirven de cuchara para recoger grasa, etc.

Zurrones de piel de guanaco, para recoger mariscos, aves y pescados.

Huesos pulidos para fabricar las puntas de las flechas; un cuero grueso para el mismo objeto.

Cintajos que se ponen las mujeres en la garganta del pie.

Collares de caracoles y conchillas pequeñas, a que las indias son muy aficionadas.

Correas de guanaco.

No sé si olvido algo, pero no ha de ser de importancia.

Como se ve, pocos de estos artículos se deben a la industria de los indios, que han ido aprovechando cuanto la casualidad llevaba a sus playas. Antes, sus flechas eran de piedra, tenían cuchillos y hachas del mismo material, y hasta jarros que fabricaban con corteza de haya. Hoy aprovechan las botellas de vidrio para hacer las puntas de sus armas; sus cuchillos   —202→   son de arcos de barril, y cualquier tarrito les sirve para beber, de modo que la civilización ha ido -sólo en esto- a hacerles más fácil y cómoda la vida; en cambio les ha ahuyentado sus guanacos y sus lobos, sin resarcirlos con nada...

-¿Cómo deja esta pobre gente todos sus tesoros así abandonados?

-Es muy sencillo: el ona no roba, y el cristiano no codicia esos que usted llama tesoros...

La vida pasa tranquila y feliz si no falta qué comer. Por la noche se reúnen los vecinos en el wigwam, a conversar y contarse cuentos, que ellos llaman «mentiras de chicos» -yans-cayuela-, y sus grandes y francas risotadas se oyen a lo lejos dominando los rumores de la selva, o interrumpiendo el silencio de la llanura.

Esas charlas en que los onas se ejercitan en su difícil lenguaje, suelen prolongarse largas horas; a veces comienzan por el día, pues apenas el indio se ha ganado el sustento, ya no tiene qué hacer. Mientras ellos hablan y ríen, las mujeres cantan con voz monótona:

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y guardan silencio en cuanto llega un extraño; o la canción del matrimonio, que sólo se entona en las noches sin luna, porque la Deidad es adversa a él, melopea muy semejante a la anterior:

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Entonces es cuando se transmiten las ya adulteradas leyendas de sus antepasados, comentan los sucesos del día, preparan sus excursiones próximas, en manera alguna incomodados por la atmósfera densa, el humo del fogón, el vaho de las respiraciones. Cuando el sueño llega, los vecinos se retiran. Si hay algún huésped, se tiende en el suelo, en el quillango que es traje y cama a un mismo tiempo, sin preocuparse de quién   —203→   está a su lado ni qué nace. El matrimonio joven, las viejas, las niñas, el huésped, todos duermen juntos, como los radios de un círculo, con los pies junto al fuego, y el perro bien estrechado a ellos, para dar y recibir calor, a la llama oscilante de los troncos de haya, o de ese canelón cuyo humo enceguece e inflama los ojos de cualquier cristiano, pero que para los indios no presenta inconveniente alguno.

Viene la mañana, y con ella la actividad, a veces relativa, a veces casi inverosímil del ona. Si es en verano, va a bañarse, pues cuando ha recibido alguna noción de higiene es muy cuidadoso de su cuerpo, aunque no lo sea de su choza. En el estado natural se enjuga el cuerpo bañado en sudor durante sus atléticas correrías, con un liquen blando, suave y húmedo que abunda en la isla. Si es en invierno, sale a estirar los músculos y a entrar en calor a la luz de las estrellas, esperando que amanezca... a las tres de la tarde. Luego regresa al wigwam, a labrar pacientemente sus puntas de flechas, esmerándose en darles un corte elegante y en hacerlas agudas y resistentes. La mujer, entretanto, va y viene en sus ordinarias tareas, o se sienta en cuclillas junto al fuego, a conversar y coser sus pieles.

Come el ona cuando siente apetito, si tiene qué comer, pero es frugal, y no bebe alcohol. Lo he visto rechazando con una mueca desdeñosa, como de repugnancia, un vaso de vino que se le ofrecía. Los que han estado en contacto con los blancos y los tehuelches, fuman, pero no en exceso, y si algo piden al viajero, es ropa y galleta con preferencia al tabaco. No así los yaganes y los alacaluf, que son apasionados del guachacay, y se dan soberbias panzadas cuando pueden, que no es muy a menudo...

Su manjar predilecto es el guanaco, sobre todo cuando está gordo, quizá por necesidad fisiológica; se observa, en efecto, que todos lo pueblos que no tienen pan, comen mucha grasa, especialmente en los países fríos. Luego vienen las aves -no contemos el guanaco blanco, la oveja, intangible para él si no la roba-, el tucu-tucu y la foca, que sólo come en caso de necesidad.

Nunca se alimenta con carne cruda, ni con aves ni pescado que no hayan estado al fuego; pero no aguarda tampoco a que la cocción de la carne sea completa. No prueba jamás la carne de zorro, porque, según dice, este animal devora cadáveres de hombres y mata a los que encuentra en el campo enfermos o rendidos, para saciarse con ellos. Comer zorro sería para él   —204→   como ser antropófago de segunda mano. ¿Dónde va a parar con esto el pretendido canibalismo de los indígenas de Tierra del Fuego?

Estos platos de resistencia se alternan con mejillones, con huevos -en primavera-, que asan al rescoldo, con pescado, apio silvestre, setas y hongos de muy buen sabor, que abundan en la isla, frutillas silvestres, frambuesas negras, uvas del bosque, diversas bayas azucaradas, y el pan de indio, un parásito fungiglobular que crece en los troncos de los árboles, y que contiene un jugo dulce y sabroso. Es el Cyttaria Darwinii de los naturalistas, y como su nombre lo indica, los indios lo usan en vez de pan, cuando carecen de este artículo24.

Hecha su comida, el ona sale de caza con uno o dos compañeros, sea el día que sea, pues no tiene fiestas ni solemniza fecha alguna, salvo la vuelta de la primavera, en que entona cánticos al Sol, su deidad benéfica. No volverá con las manos vacías, pues si no encuentra caza recoge hongos, pan y alguna otra cosilla con que aplacar las iras del estómago.

A veces, a su regreso, lo aguarda una grave cuestión que él y sus compañeros de tribu están llamados a resolver. Se ha cometido un delito: una mujer ha faltado a sus deberes conyugales, y el marido irritado, sediento de venganza, pide que se la castigue con la muerte.

El gorrge ha convocado a todos los hombres de la tribu para que resuelvan acerca de la suerte de la mujer, el cómplice ya sabe la pena que le aguarda: ser desterrado de la tribu. Como el ona que hemos visto nacer es ya casado, es decir, ha llegado a ser mayor de edad, tiene que escucharse su opinión y computarse su voto; es toda una persona.

El gorrge, más que un cacique es un caudillo, designado por elección entre los más fuertes, valerosos, hábiles e inteligentes de la tribu. La grandeza de ésta depende de sus cualidades, pues según sean ellas, aumentará o disminuirá el número de sus miembros. Un gorrge que se haga famoso por sus hechos y conducta, verá crecer los caús alrededor del suyo, con gran descontento de las otras tribus, que a veces tomarán las armas para vengarse y atajar con sangre su engrandecimiento.

Sin embargo, es un pobre monarca constitucional, de restringidísimos   —205→   poderes, apenas un caudillo adornado con un nombre respetable. Cierto que su gente le debe obediencia; pero ésta, cuando no se hallan en estado de guerra, es relativa y... constitucional.

Le quedan las funciones de juez, poder que tampoco es discrecional, sino en determinados casos. Resuelve y falla en las diferencias de menor cuantía que se suscitan entre miembros de su tribu, interviene en asuntos de familia, pero sólo a requisición de los interesados, y somete al voto general los casos de aplicación de la última pena. La vida humana es sagrada.

Como caudillo, su deber es velar por la suerte de los suyos, dirigirlos en la caza y la guerra, defenderlos contra sus enemigos personales de otras tribus, y ampararlos cuando lo han menester. Para eso es, también, el médico, aunque haya curanderos que no son caciques.

Entre los onas no hay propiedad; de manera que, si tuviesen códigos, sus abogados no tendrían que perder muchas semanas en aprenderlos. Por eso también sus jefes no pesan sobre ellos, ni ellos dan mucho trabajo a sus jefes. Su propiedad es un derecho de prioridad sobre los productos de la caza y de la pesca, que reparten con sus compañeros. Cuando uno ha cazado, ya no hay hambre en la tribu, aunque el cazador ignore qué ha de comer al siguiente día. Lo que uno tiene es de todos, y todos se ponen al servicio de uno sólo cuando se trata de vengar su honor o de defenderlo contra algún ataque.

Son tan generosos y hospitalarios, que el mismo enemigo es sagrado en su choza, de la que lo dejan salir sin perseguirlo hasta pasado largo tiempo, como es sagrado cuando está indefenso o enfermo.

Sé cuánto difieren estas aseveraciones de las que hasta ahora se han hecho acerca del ona y del yagán; se ha juzgado por circunstancias y hechos excepcionales, se les ha atribuido la culpa que sólo pesa sobre los blancos, se califica de crimen lo mismo que se les ha enseñado con el ejemplo. «Este perverso animal, si lo atacan, se defiende...» Sólo a un fueguino cazado con armas perfeccionadas, que ve que le arrebatan su mujer y sus hijos para concubina y esclavos civilizados, se le puede ocurrir semejante atrocidad. ¡Defenderse!...

El gorrge, pues, ha llamado a su pueblo para que juzgue a la mujer adúltera. El pueblo, como un solo hombre, dice que se aplique la ley de la costumbre. ¿Matar a la mujer? No, señor. ¿Encogerse de hombros ante la indignación y la rabia del marido? Tampoco.

  —206→  

La ley de la costumbre es explícita y clara: dice que el juicio no podrá tener lugar sino unas cuantas lunas después de descubierto el delito, y que no se aplicará la pena si el marido no insiste en solicitarla, y si los hombres de la tribu no están conformes con ella, no sé si por simple mayoría o por totalidad de votos, pero me inclino a creer lo último, porque raro es el caso de una ejecución capital.

Ley benigna con apariencias terribles, pues pasado el primer escozor de la afrenta, y recuperada la sangre fría, difícil es que el ultrajado insista en pedir la muerte de la culpable, y aunque la pidiera, sus compañeros han tenido tiempo de reflexionar y no darán su sanción al tremendo castigo. Ya el susto, el temor de la sentencia posible, constituyen suficiente pena.

En ese intervalo, la adúltera queda recluida, y su reclusión dura aún algunas lunas, cuando no se ha pronunciado sentencia de muerte.

¡Dígase después que los onas no tienen talento!

Sin embargo, casos de otra especie hay para los cuales no se muestran tan benignos. Por ejemplo, ciertos asesinatos.

Tengo informes de un hecho últimamente sucedido.

Un marido celoso, que creyó ultrajado su honor, asesinó a su mujer y a su hijo. Los parientes de la víctima pidieron para él la última pena. La tribu, indignada y horrorizada por crimen tan atroz, dio su consentimiento sin vacilar. El asesinato se había cometido en Monte Chico, Tres Hermanas, y allí fue llevado el asesino por los próximos deudos de su mujer, que lo ejecutaron en el mismo sitio en que había corrido la sangre de la esposa, culpable o no, mezclada con la del niño tierno e inocente...25

Nuestro ona, que respetó a sus padres y abuelos, a los hombres de edad madura y a los ancianos de su tribu, tiene a su vez derecho al respeto de los jóvenes. Es ya un cazador y un guerrero en toda la extensión de la palabra, y cree llegado el momento de pensar en casarse...

No, no es error, ni olvido. Antes lo casaron; ahora va a casarse él.

Hay en la tribu alguna muchachita de diez años no parienta suya, ni próxima ni lejana, que promete ser, con el tiempo, una real moza. A ella dirige sus miradas, consulta el caso con su primera mujer, que es de consejo, según se recordará, y   —207→   por fin pide la niña a sus padres, da los cueros de la boda, y se casa con ella.

La antigua no mira casi nunca con malos ojos esta invasión de su hogar; por el contrario, se dedicará a enseñar a su colega, a instruirla en las costumbres, gustos y caprichos del esposo, a servirla de madre, en fin, como el hombre le servirá de padre hasta la pubertad. Muy a menudo una y otra son hermanas y están habituadas a la unión, dificultándose así las diferencias.

Éste es, por otra parte, el único parentesco que el ona tolera en punto al matrimonio. La simple mención del incesto lo horroriza, y se quedaría sin casarse antes de hacerlo con una consanguínea, por más lejana que fuese. Tan alta idea tienen, también, los yaganes de la familia, que en su vocabulario existe una palabra para designar cada grado de parentesco, y la rama de donde proviene.

Pero si la primera mujer no está conforme con las nuevas nupcias de su marido, puede dar por desatado el lazo, y retirarse a casa de sus padres o parientes, a esperar mejor coyuntura y menos pesada coyunda. En ese caso se lleva a sus hijas, que el padre reconoce, sin embargo, y éste se queda con los hijos, para educarlos en su única industria de cazador forzudo.

Cuando la esposa impúber se convierte en mujer, hay gran fiesta en la tribu. Esto ocurre de los trece a los catorce años. Se baila y se canta, a veces durante varios días, como celebrando las verdaderas bodas de los esposos.

Seis meses después de aquella fecha, poco más o menos, la recién casada deja de comer carne, y su alimento consiste principalmente en pescado, mariscos, raíces de achicoria y otras yerbas y el guassing, pequeña frutilla muy refrescante que abunda al norte de la isla. Vive entonces separada del marido, pero no cambia en nada sus costumbres, camina largas distancias, sin precaución, caza con sus redes o trampas, y pesca en la costa, metiéndose en el agua, sin que esto le ocasione malestar alguno.

Poco más tarde la familia aumenta, llega otro hijo, y se repite la cadena de pequeños acontecimientos domésticos que venimos siguiendo desde el nacimiento del padre, sólo interrumpida por alguna mudanza, ya porque se ha encontrado mejor emplazamiento para los toldos, ya porque la caza escasea en los alrededores, ya porque la seguridad de la tribu está comprometida, etc.

Entonces es de ver la fuerza y la destreza de las mujeres   —208→   onas, que cargan con sus hijos, con los miserables enseres del caú, con los cueros que lo cubrían y que servirán para el nuevo hogar. Su resistencia es pasmosa, su conformidad increíble. Después de marchas forzadas, todavía tienen valor para reír, mostrando sus blancos dientes...

Personas fidedignas cuéntanme de una de esas caravanas de mujeres, caminando sobre la nieve, en la mudanza de un campamento. Algunas iban cargadas hasta con ciento veinte kilos, y marchaban por un camino de cabras, un despeñadero que la nieve hacía más peligroso aún. Avanzaban lentamente, previniendo los obstáculos que pudiera ofrecer la malhadada senda, poniendo el pequeño pie con precaución sobre la tierra helada. Los hombres, armados, andaban en descubierta por los alrededores, hasta largas distancias, explorando las peñas y el bosque... Y a despecho de la enorme carga, a despecho de lo áspero del terreno, las mujeres acamparon aquella tarde a diez millas -de quebradas- de su campamento anterior...

Esto es muy frecuente, casi diario. Indios e indias presos en Usuhaia, burlaron la vigilancia de sus guardianes, y cargados con cuanto pudieron encontrar, como acémilas, en menos de media hora desaparecieron tras los altos montes que rodean la capital fueguina, sin que nadie soñara en alcanzarlos...

Pero estas heroicas expediciones no son siempre felices: el 11 de Mayo de 1892, en Policarpo, un terrible derrumbe de tierra destruyó una caravana compuesta de 11 mujeres y 19 niños...

Volviendo al ona-tipo, natural es que con tantas andanzas, la enfermedad lo postre un día, sobre todo después de que la civilización le ha regado la tuberculosis, que se encuentra a sus anchas en la isla, aunque ya le quede poco en qué elegir.

Cuando cae, las mujeres de la ranchería se encargan de cuidarlo, y de procurarle lo que necesita; el gorrge le suministra remedio o exorcismos, generalmente tan eficaces los unos como los otros, y que lo dejan morir o contribuyen a matarlo, si la naturaleza no lo salva. Cuando el caudillo no ejerce, va a examinarlo y a recetarle el yacamush, médico de la tribu, que naturalmente hace lo que el gorrge, con tan buena voluntad como mal resultado. Total, el enfermo se muere, o entra en larga y cruel agonía.

En este último caso, y cuando no hay esperanza de que el enfermo mejore y se salve, los parientes cumplen con el piadoso deber de... despenarlo, estrangulándolo; ésta es, por lo menos, la costumbre de los yaganes, que llaman a la operación abacana.

  —209→  

Deudos y amigos se reúnen en torno del lecho mortuorio, y se lamentan lastimosamente; los parientes se rapan el cráneo con conchas afiladas de mariscos, y se dejan una corona de cabellos como la de los dominicos, pero más larga, presentando con aquellas crines que les caen sobre la cara, el aspecto más extraordinario. Para completarlo, embadúrnanse el rostro con hollín y aceite; los amigos píntanse también, con diversos colores, según el grado de amistad que los ligaba al difunto.

Luego éste es envuelto en su propio quillango, como en una mortaja, y se procede a cumplir con él los deberes póstumos. El entierro de los cadáveres se ha hecho antiguamente de diversos modos. Los depositaban envueltos y cosidos en el quillango, sobre alguna peña casi inaccesible, donde no pudieran alcanzar los zorros. O los sepultaban en su mismo caú, al que daban fuego en seguida, procedimiento que les fue prohibido por el gobernador Paz.

Ahora cavan una honda fosa en un sitio apartado de todo sendero, en medio del bosque, en que -solamente los deudos del muerto- depositan sus despojos. La tumba y sus alrededores son sagrados, y nadie puede pasar sobre o cerca de ella, sin cometer un sacrilegio.

Los indios creen que el espíritu del muerto tiene influencia sobre su vida, y lo recuerdan -quizá como intercesor- siempre que la luna roja los amenaza con sus iras...

La viuda no tarda en casarse. Mujeres hay que han tenido hasta diez esposos consecutivamente. Pero la poliandria es desconocida. No así la poligamia, de uso común, sobre todo en ciertos lugares de la Osnaisin, de la tierra yagana, y más particularmente entre los alacaluf. Sin embargo, únicamente algunos caciques tienen cuatro o cinco mujeres, contentándose el vulgo con dos o tres.

Lo anterior sería susceptible de grandes ampliaciones, pero se preferirá sin duda dejarlas para pasar a otros asuntos, tan interesantes por lo menos. La novela del ona está por escribir, el cañamazo real queda hecho, sin una desviación de la verdad; no faltará probablemente quien lo aproveche para bordar sobre él alguna amena e instructiva narración, que no es del caso aquí.

La guerra, la caza, la pesca

Ya he dicho que el ona es puramente cazador, y que sólo pescan sus mujeres, desde tierra, o internándose a pie en las   —210→   aguas bajas; el yagán es exclusivamente pescador, aunque sus mujeres se ocupen en cazar algunas veces; el alacaluf es ecléctico: caza y pesca con igual habilidad. En seguida veremos a los dos primeros en la tarea; ahora vamos a asistir a una lucha entre dos tribus onas, empeñadas en destruirse entre sí, como si no bastaran los factores extraños de extinción de la raza, que tan activamente trabajan en la isla desde hace tiempo.

La guerra ha estallado por causa del rapto de una mujer, y va a durar meses, quizá años enteros, aunque con sus largos períodos de tregua. No se ha trabajado mucho por la vía diplomática antes del rompimiento de las hostilidades. Bastó con que dos hombres de las tribus se encontraran y cambiaran un par de flechas, para dar comienzo a una guerra de recursos que ha de ser mortífera. En efecto, tras la venganza de la primera afrenta, tiene que venir la venganza de las venganzas sucesivas, una lucha exterminadora semejante a las que diezmaron la Córcega, una serie de sangrientas escaramuzas, de sorpresas, de emboscadas y de matanzas.

El gorrge asume la autoridad suprema.

Lo que él mande en este caso, ha de ser obedecido sin réplica ni examen. El indio que desoiga sus órdenes, será considerado traidor, y pasado por las armas sin forma de juicio. Se suspenden, pues, «las garantías constitucionales», el país se halla en estado de sitio, y el gorrge tiene un poder discrecional e ilimitado, que no va, sin embargo, hasta imponer contribuciones extraordinarias, fuera de la de sangre.

La guerra, lo repito, es de recursos.

El ona, que es un incomparable rastreador, espía los movimientos del enemigo; sigue sus huellas; lo aguarda entre los árboles de la selva. Por el color y la disposición de los humos que se ven en el horizonte, conoce -aunque parezca increíble- quiénes son los que los han encendido; como por las ligeras huellas que deja en el bosque el enemigo cauteloso, sabe cuándo ha pasado, para dónde y en qué número.

En tiempo de guerra se pinta la cara de rojo, con rayas negras de ceniza, dos partiendo de las sienes, dos de los pómulos y dos de los lados de la nariz. Éste es al propio tiempo su distintivo y su uniforme.

No combate sino en orden disperso, a flecha, sin avanzar sobre el enemigo, sino cuando está herido, o considera inevitable su captura. Los prisioneros son muertos sin piedad.

El ona se desliza por el bosque, sobre los troncos podridos que siembran el suelo, entre las ramas secas y crujientes, en   —211→   medio de las más lujuriantes frondosidades, sin hacer un ruido, sin que el quillango toque una hoja, sin que nada indique su presencia. Después de largas marchas hechas con estas fatigosas precauciones, suele sorprender al enemigo, aunque éste no se descuide jamás. Entonces dispara su arco, y su flecha es siempre certera. El combate comienza, sin embargo, pues como la muerte aguarda al prisionero, nadie se entrega sino cuando ya le es humanamente imposible defenderse.

El guerrero no se despoja de su quillango, que le sirve de arma defensiva. Para ello se lo pone sobre las espaldas, y tomando los dos bordes que van hacia adelante con la mano que sostiene el arco, forma un ángulo por cuyos lados resbalan las flechas que llegan con poco impulso, sin tocarle el cuerpo. Él, agazapado, presenta el menor blanco posible.

Así se matan unas cuantas decenas, hasta que el peor parado abandona el campo a su enemigo. Pero no por eso termina la guerra: hasta que se encuentren dos para renovar las hostilidades, pues las treguas no equivalen a un tratado definitivo de paz, que nunca se pacta. Sin embargo, el statu quo puede durar indefinidamente, y su duración traer consigo el olvido de las disensiones.

Pero si el ona sorprende a un enemigo enfermo o indefenso, no lo mata, ni le hace daño alguno, aun en lo más encarnizado de la lucha, y cuando le es necesario vender cara su propia vida. Que a tanto llega el buen instinto de esos salvajes, en cuya caja craneana hay más materia gris que en la de muchos civilizados, y en cuyo pecho late muchas veces su corazón a impulsos de sentimientos generosos.

Las mujeres, acostumbradas desde la niñez a asistir a estos cruentos combates, no se conmueven mucho que digamos ante el peligro de sus padres, sus hermanos y sus esposos. La guerra forma parte de las costumbres, y dado su modo de ser, hay que convencerse de que el ona no teme a la muerte, y no halla suficientes halagos en la vida para esforzarse por conservarla.

Sin embargo, desarrollan en sus luchas una previsión y una destreza tales, que más que en valor parece que emularan en habilidad. Cuando está en acecho en el bosque, un blanco pasaría mil veces al lado suyo sin notar su presencia, ya se esquive tras de los troncos, ya se tienda en el suelo entre los musgos, ya se adapte a cualquier insignificante grieta del terreno.

Un hombre que ha vivido mucho tiempo entre ellos, me   —212→   hace conocer un caso verdaderamente curioso, aunque la estratagema en él usada lo haya sido y lo sea también hoy mismo por indios del Chaco y de la América Septentrional. Vaya el relato por cuenta de su testigo:

«En 1885, los onas del norte robaron al señor Stubenrauch, cónsul de Inglaterra en Punta Arenas, una importante cantidad de ovejas, como novecientas.

»El delito era grave y había que castigar a toda costa a sus autores, que de otro modo se ensoberbecerían demasiado. Así es que el escampavías chileno Toro salió en su persecución, recorriendo cuidadosamente la costa del Estrecho, pero sin dar con los indios.

»Quiso la buena suerte de los perseguidores que una comisión que desembarcó, y cuando ya creía inútiles las pesquisas, tropezara precisamente con la huella de los atrevidos ladrones. Siguieron el rastro, encontraron huesos de ovejas, y después de pasar frente a un matorral bajo, con algunos arbustos, muy claros y esparcidos, perdieron la huella. Continuaron, sin embargo su camino, seguros de dar más adelante con ellos, pero fue en vano que escudriñaran una gran zona de territorio.

»Ni indicio de indios se veía por allí. Volvieron a registrar, más atentamente si cabe, los alrededores, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Entonces pensaron en el regreso. Cuando iban en camino de vuelta, observaron con sorpresa que la mancha de arbustos y matorral había desaparecido. Se acercaron al sitio donde debía estar, y en vez de árboles destrozados hallaron cenizas de fogones recientes, y huesos de carnero... Los onas, sintiéndose perseguidos de cerca, habían tomado ramas y hojas, y se habían convertido en bosque viviente, engañando al destacamento gracias a la distancia; para que los marineros no pensaran en registrar los árboles, se habían diseminado, de tal modo que parecía imposible ocultarse allí...»

De éstos y análogos recursos se valen en la guerra, ruda y difícil, pues los dos beligerantes usan más o menos de las mismas tretas, y ni para unos ni para otros hay dificultades en el terreno, ni secretos en la selva inextricable para un blanco.

Hoy son los alacaluf los más guerreros entre los fueguinos, y conservan su antiguo carácter de ferocidad, su espíritu intensamente vengativo y sus métodos poco nobles de pelear. Sus procedimientos son, sin embargo, muy semejantes a los de los onas.

  —213→  

Los yaganes, que no usan flecha, eran en otro tiempo muy aficionados a los combates singulares, y rara vez se encontraba uno que no presentara grandes y numerosas cicatrices de heridas recibidas en esos duelos, que el uso inmoderado del alcohol que le daban los blancos, hacía más frecuentes aún.

La misma habilidad, igual astucia, resistencia análoga a la que desarrollan para la guerra, demuestran los onas para la caza. No se les escapa guanaco, nutria o zorro, y son admirables arqueros.

Sírvense de un arco de metro y medio de largo, poco encorvado y muy duro, cuya cuerda fabrican con tripa de guanaco, unas veces trenzada, otras torcida como cabo. Mucha fuerza muscular se necesita para tender ese arco, que ellos arman sin esfuerzo aparente.

Con él disparan tres clases de flechas, que se distinguen por su tamaño: las pequeñas son para aves y zorros, las medianas para caza mayor y las más grandes para la guerra. El asta de estas flechas es de las ligeras ramas del calafate, perfectamente rectas; en uno de sus extremos lleva una punta muy aguda de hueso o de vidrio, pues los onas han abandonado la piedra por difícil de labrar; en el otro extremo le sujetan dos barbas de plumas, atadas con fibras de guanaco, lo mismo que la punta.

Estas flechas miden desde 45 hasta 75 centímetros de largo, y tienen una marca especial, conocida por toda la tribu, que consiste en el modo de atar las plumas o sujetar la punta.

Su destreza para manejar esta arma primitiva es tal, que a cien metros de distancia perforan cajas de fósforos, una tras otra, sin errar disparo.

Para la caza del guanaco reúnense dos o tres onas, y salen acompañados de sus perros que merecen -y tendrán- especial mención. Llegan al sitio escogido de antemano, tomando el sotavento para que los desconfiados animales, y sobre todo su centinela, no los olfateen. Venlos desde muy lejos, gracias a su extraordinario poder visual, e inmediatamente envuelve cada uno su perro en el quillango, que se quita de los hombros, quedando en el más duradero y sencillo de los trajes. Arrastrándose, deslizándose, aprovechando para ocultarse todos los accidentes del terreno, con la cautela de un salvaje -es el caso de decirlo-, llegan a ponerse a tiro sin que lo sospeche el más avizor de los guanacos. Arman su arco y cada cual dispara sobre la pieza que ha elegido, y que hiere siempre. Rara vez cae al guanaco al primer flechazo; aun heridos de mauser, escapan vertiginosamente, de modo que los cazadores blancos prefieren   —214→   el rémington que los destroza e imposibilita más. Pero cuando han disparado, sueltan los onas a los perros, que se encargan del resto, alcanzan al animal, se le cuelgan del pescuezo, y se dejan arrastrar hasta extenuarlo del todo. Entonces llegan sus amos, que ultiman la víctima y se la llevan triunfantes.

No deja de tener interés el siguiente relato de cacería que me ha hecho Jorge Morgan, contramaestre de la subprefectura de San Juan del Salvamento, muy versado en las costumbres de los indios, con quienes ha vivido largo tiempo, y que me ha proporcionado muchos y muy curiosos informes.

«Estábamos en la subprefectura de Buen Suceso, donde generalmente carecíamos de carne, lo que hacía muy ruda nuestra vida. Un día, el encargado de la repartición me mandó a la Bahía Valentín, situada al sudoeste de la otra, para que con la ayuda de los indios que vivían allí, procurara matar uno o dos guanacos.

»Un indio tísico me servía de vaqueano.

»La distancia que media entre la bahía Buen Suceso y la de Valentín es, sobre el mapa, de cuatro o cinco millas, que lo accidentado del terreno triplica en la realidad. Sólo después de seis largas horas de marcha me encontré en el campamento de los onas, a quienes expuse el objeto de mi visita. No tuvieron inconveniente en ayudarme.

»A la mañana siguiente, en efecto, salí acompañado por cinco indios a caza de guanacos; cada cual llevaba su perro.

»En un principio caminamos hacia el interior de la bahía, pero después de dos horas de marcha a un paso que yo apenas podía seguir, cambiamos de rumbo, siguiendo hacia el oeste, en dirección a la bahía Aguirre. Tres horas más tarde llegamos a la hondonada por donde corre el río Aguirre, y que, como éste, va a desembocar al mar. Esa hondonada está cubierta de hermosa yerba; un arroyito de aguas amarillentas corre casi en el medio, y a ambos lados la limitan tupidos bosques de hayas.

»El indio Capelo, que era uno de los que me acompañaban, se detuvo de pronto.

»Había visto tres guanacos, 'un hombre y dos mujeres' decía.

»Los otros indios observaron un segundo, después de la rápida indicación de Capelo, vieron también la situación de los guanacos y se dividieron en dos partidas para atacarlos. En cuanto a mí, hubiera jurado que no había tales guanacos en toda la extensión de la hondonada.

  —215→  

»Me dejaron en el punto en que estaba, diciéndome que no sabía caminar en el monte y que iba a asustar y hacer huir a los animales. Me quedé, pues, observando a los cazadores y tratando de atisbar a los guanacos.

»Los onas se alejaron faldeando la colina, sin hacer crujir una rama, sin agitar una hoja.

»Sólo media hora más tarde vi uno de los guanacos que pastaba tranquilamente, a una distancia de milla y media más o menos de donde yo me encontraba. Al poco rato distinguí los otros dos. El macho levantaba de vez en cuando la cabeza, y olfateaba el viento, en cuya dirección pastaban los tres. Seguí atentamente sus movimientos, muy tranquilos, que los alejaban poco a poco de mí...

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NIÑOS ONAS

»De pronto, y casi al mismo tiempo, vi que el macho y una de las hembras daban un salto enorme y emprendían velocísima carrera hacia donde yo estaba. La otra hembra escapaba en dirección opuesta. Pero en ese instante salían del bosque con violenta arremetida los cinco perros de los onas, que se abalanzaron a los animales heridos.

»Los indios, completamente desnudos, aparecieron tras de   —216→   los perros, disparando flechas y corriendo casi a la par de los guanacos.

»El macho no alcanzó a correr quinientos metros. Un perro colgado del pescuezo y otro del hocico, lo habían postrado, y el pobre animal estaba en tierra a la merced de sus cazadores.

»La hembra, entretanto, seguía corriendo, hostigada por los otros tres perros que la habían alcanzado; sin duda estaba levemente herida, y hubiera conseguido escapar si uno de los perros no se le colgara también de la garganta.

»Los indios la seguían de cerca, menos uno que se había quedado a ultimar el macho. La hembra se hallaba ya a unos ochocientos metros de mi puesto, pero aunque tenía conmigo mi fusil, no pude hacer fuego por temor de matar algún indio o alguno de sus valientes perros.

»Emilio -uno de los onas- más veloz que sus compañeros, estaba a menor distancia del animal; sin dejar de correr armó el arco, disparó la flecha, y aquél cayó para no levantarse más.

»Todo esto había durado cinco minutos a lo sumo.

»Terminada así la partida, creí poder infringir la consigna de quedarme inmóvil en mi puesto, y acercarme a la hembra que yacía muerta a unos centenares de metros.

»Cuando estuve a su lado, vi que había recibido siete flechazos, dos atravesándole la garganta, dos en el vientre, dos en otras partes del cuerpo, y uno -probablemente el último, disparado por Emilio- en mitad del corazón.

»También el perro que se colgó del pescuezo había trabajado bien, cortándole la arteria yugular, por cuya herida se escapaban torrentes de sangre que uno de los indios recogió cuidadosamente en una vejiga.

»Acto continuo fui a ver el otro guanaco, que sólo tenía dos heridas de flecha: una detrás de la paleta derecha, la otra en el costillar, atravesándole el pulmón izquierdo. La punta de esta flecha se había roto después de atravesar al animal, chocando contra una costilla. El indio Ventura había hecho ambos blancos a cincuenta metros, tocando el pulmón al primer flechazo. Los perros habían destrozado completamente el pescuezo y el hocico del guanaco, y Ventura se quejaba de la poca sangre que podría recoger, pues la mayor parte había escapado por el cuello.

»En un abrir y cerrar de ojos los guanacos fueron desollados y cortados en trozos para poder transportarlos más fácilmente. Los cueros, atados y envueltos en ramas, se depositaron en la horqueta de un árbol, para recogerlos al día siguiente,   —217→   pues la distancia era larga, hacíase tarde, y no era necesario volver con tanta carga.

»Pero los indios llevaban suficiente, pues no desperdiciaron nada, alzando, además de la carne, con las patas, las cabezas y las tripas de los guanacos. Sin embargo, marcharon como si tal cosa...

»Yo, en cambio, que sólo llevaba el rémington, apenas podía seguirlos y a cada paso me enterraba en los pantanos de turba. Una vez más mis compañeros tuvieron que ir en mi auxilio, y sacarme a fuerza de brazos, porque me había hundido casi hasta la cintura...

»Llegamos a los ranchos ya entrada la noche -yo naturalmente medio muerto de fatiga-, y los indios que se habían quedado y las mujeres del campamento, nos recibieron con grandes demostraciones de alegría.

»Entonces comenzaron los preparativos del festín.

»Reservose guanaco y medio para llevar a Buen Suceso; el resto quedaría para los indios.

»Púsose a asar un gran pedazo de carne, y Emilio y Ventura, después de limpiar unas tripas, las llenaron con la sangre que habían recogido, haciendo una especie de morcilla, sin condimento alguno, que pusieron a cocer lentamente al rescoldo.

»Asada la carne y la morcilla, todos participamos del banquete, tanto los que se habían quedado en el campamento como yo, simple espectador, y como los infatigables cazadores. Todo era júbilo en aquellas pobres chozas: cantaban las mujeres, contaban cuentos los hombres, relamíanse los perros, y yo era objeto de burlas por parte de los viejos, que me decían:

»-Cristiano no good26. No sabe caminar.

»Probé la morcilla. No sé si sería el hambre, aunque más me inclino a creerlo, porque en todo el día no habíamos comido nada; pero el hecho es que me pareció deliciosa y comí cuanto pude, que no fue ni con mucho tanto como lo que tragaron los cazadores...

»A media noche los indios fueron retirándose uno tras otro para irse a descansar a sus caús, y yo, que me caía de sueño y de cansancio, juzgué conveniente imitarlos. Tuve que hacer de tripas corazón y acostarme cerca del fuego, entre la vieja ciega Wabulaya, y el viejo Filote, envolviéndome en un quillango   —218→   que me prestó Coustén. A la mañana siguiente emprendí viaje de vuelta a Buen Suceso con el vaqueano y otro indio que nos ayudó a llevar la carne.»

Bien podría la imaginación haber forjado más emocionante aventura de caza; pero ésta, en su sencillez, da mejor el tono de lo que son esas expediciones, casi diarias para el indio y su perro.

Todos o casi todos los fueguinos tienen perro, un perro extraño que se parece al mismo tiempo al lobo y al zorro, delgado y ágil, de hocico puntiagudo y ojos vivos, cuyas orejas tiesas lo muestran en continua vigilancia.

Pueden verse ejemplares de estos curiosos y útiles animales, en nuestro Jardín Zoológico, donde no dejan nunca de llamar la atención de los concurrentes. Este perro es, según los naturalistas, el canis dingo de Australia, y según los indios la joya más preciada de su pequeño tesoro. De esto último no cabe duda.

El can fueguino acompaña a su amo a todas partes y en todas las circunstancias: cuando viaja, cuando caza, cuando come, cuando duerme. Es su auxiliar, su compañero, su otro yo. Comparte sus amores y sus odios, y le ha tomado, en cierta medida, su carácter y sus costumbres.

El indio llora la muerte de su perro como lloraría la de su mujer.

Un viajero ha dicho que el perro era «la estufa ambulante del fueguino», a quien suministra calórico en los crudos días del invierno. Exacto; pero el observador no es justo cuando añade que el inteligente animal sólo sirve para eso.

En efecto, el perro de Tierra del Fuego caza, según acabamos de ver, y si pertenece a los yaganes también pesca, si pescar es recoger mejillones, destrozarlos con los dientes y comérselos. Es carnívoro e ictiófago, como sus amos. Naturalmente, sólo el hambre y la falta de otros recursos han venido educándolos de padres a hijos para esa última clase de alimentación.

Es habilísimo en la persecución de guanacos, nutrias, zorros, pingüinos y aves en general, y no es raro verlos cazando por su propia cuenta, aunque su honradez llegue al extremo de entregar a su amo el fruto de su trabajo.

Los hay en estado de servidumbre, y en libertad. Los últimos vagan por la isla, casi convertidos en lobos, a que se parecen tanto.

Los primeros son criados en el wigwam desde cachorritos,   —219→   con mimo extraordinario; en las mudanzas, y cuando son aún pequeños, suelen las mujeres aumentar con ellos su enorme carga, para que no se fatiguen y enfermen con el viaje. Desde temprano son adiestrados para la caza. A largas distancias descubren la presencia de las nutrias, que van a buscar a sus cuevas a orillas del agua, y que destrozan si caen al alcance de sus mandíbulas. En vano la Lutra felina apela a sus defensas -los dientes y las zarpas- contra el mortal enemigo; éste sabe cómo esquivar los golpes y las dentelladas, y cómo clavar los colmillos en el cuello de la nutria, hasta darle muerte o permitir la llegada del cazador, que se apresura a acudir para que la valiosa piel no desmerezca con los mordiscos del perro, que la rasgan y agujerean.

Para adiestrarlos, el indio les hace tragar por fuerza la hiel de la primera nutria que cazan, o chamusca las patas del animal, y calientes aún, casi abrasando, las restriega en el hocico del perro, no muy satisfecho de la operación; pero dice -y parece ser cierto- que de ese modo no olvidan jamás el olor de la nutria, que le toman un odio imperecedero, y que la descubren por lejos que esté. Corren entonces hasta alcanzarla, y si se ha metido en su cueva, comienzan a agrandar el agujero con las uñas, llorando y aullando desesperadamente hasta que los amos acuden a su llamamiento.

Es hermoso verlos en la tarea.

Un día que salimos en bote a recorrer la doble bahía de San Juan del Salvamento, en la Isla de los Estados, llevábamos entre los remeros al indio Sosa, que naturalmente se hacía acompañar por su Tontín, un perro cuyo aspecto prometía bien poco, a decir verdad. Era, sin embargo, un animal de valía.

Apenas dejamos el muelle y doblamos la punta que allí llaman el Cabito de Hornos, por sus remolinos y las violentas rachas que bajan de las altas rocas. Tontín puso las patas delanteras sobre la borda, y comenzó a olfatear el aire, con grandes y ruidosas aspiraciones; pero esta primera y preventiva inspección no debió darle resultados satisfactorios, porque en seguida se echó en el fondo del bote, a los pies de su amo, y allí permaneció sin moverse.

Cuando desembarcamos, saltó el perro a la playa de cantos rodados, y volviendo la cabeza a un lado y otro, olfateó de nuevo, para lanzarse en seguida como una flecha sobre un pingüín que a unos ochenta metros estaba oculto en la maleza. La dentellada al pescuezo, y la captura del ave, fue cuestión de un minuto. Sosa se apoderó de la pieza, viva aún, y Tontín   —220→   continuó sus pesquisas con tal éxito que momentos después se apoderaba de otro avechucho, y hubiera continuado devastando la bahía, si, tornándose amenazador, el tiempo no nos obligara a regresar.

A la vuelta, en efecto, sorprendionos un fuerte chubasco de lluvia, acompañado por violentas rachas de viento helado. Sosa, en su banco, remaba con brío, cubierto con un capote de paño. Tontín, parado en medio del bote, recibía las salpicaduras del mar y el polvillo de la lluvia arrastrado por el viento. El amo lo llamó:

-«Vení, vení Tontín, acostate.»

Y tendiendo su capote, hizo echarse al perro sobre un extremo, lo tapó con el otro, y él siguió a cuerpo gentil, empapándose estoicamente.

Se ve en esto el cariño que tienen a sus animales, de los que no se separan sino contra su voluntad. Y este amor es natural, porque sin su perro el fueguino tendría muchas veces que sufrir hambre, o estar en continua vigilancia en tiempo de guerra.

Así, cuando un viajero, a bordo de un buque, desea poseer uno de esos extraordinarios perros ya adiestrado, no falta quien le enseñe a valerse de un medio injusto y cruel: momentos antes de zarpar, se llama a bordo a los tripulantes de alguna piragua, se les hace subir a la cubierta, se les entretiene, se acaricia al perro, que suele mostrar los dientes pero que se limita a esa manifestación de antipatía en presencia de su amo. Luego el can desaparece, encerrado en algún camarote, los indios son bruscamente arrojados del barco, en marcha ya, y quejas, protestas, lamentaciones y lágrimas, todo es en vano. El despojo se ha consumado, el hombre de la civilización tiene un título más al cariño y al respeto del indio, y la piragua va quedando atrás, más atrás, aunque sus palas batan desesperadamente las aguas mansas del canal... ¿Y qué mucho que se roben los perros del indio, cuando se les quitan sus hijos y sus mujeres?...

Pero no es raro que al dar los despojadores libertad al perro algunas millas más lejos, el noble animal salte la borda, gane la costa a nado, y corra por la orilla hasta perder el aliento, en busca de la canoa de su amo, que siempre encuentra, al fin, guiado por su instinto.

Esta particularidad, esta fidelidad a toda prueba mejor dicho, da lugar a veces a una lucrativa especulación realizada por ciertos fueguinos poco escrupulosos. Donde las dan las toman, ¡qué diablos!

  —221→  

Uno de esos indios ladinos sube a bordo con su magnífico perro cuando el barco está por zarpar. Nunca falta algún aficionado que quiera comprárselo, y él lo vende gustoso, sin grande exigencia; recoge la galleta, el guachacay o el tabaco que le dan en cambio, vuelve a su canoa; y boga tranquilamente hacia la costa. El can, entretanto, hace fiestas a su nuevo dueño y lo sigue a todas partes, como si de pronto se hubiera encariñado con él. No hay que fiarse de apariencias... Cuando el barco echa a andar, y aprovechando el menor descuido, el perro se precipita al agua y va a reunirse con el indio, que lo espera, feliz con la ganancia tan fácilmente adquirida. Pero, ¿qué es esto sino una represalia provocada por los civilizados que lo privaban de su único amigo, de su activo ayudante, del inteligente instrumento de todas sus empresas?...

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CHOZA FUEGUINA

El perro fueguino es, también, admirable por la flexibilidad de sus músculos; uno he visto que andaba como gato por la borda de un buque; todos trepan por las rocas con asombrosa agilidad, nadan rápidamente y sin fatiga, recorren largas distancias a la carrera, saltan como gimnastas, vigilan como cerberos   —222→   y son feroces perseguidores de cuanto bicho vive en agua y tierra.

Indio, uno de los habitantes más simpáticos del presidio de San Juan del Salvamento, tenía la maldita costumbre de irse al faro de Punta Laserre, a perseguir los conejos a dentellada limpia; para entrar al recinto, saltaba un vallado bastante alto, y se precipitaba sobre los indefensos roedores, provocando una dispersión general y dejando el campo sembrado de cadáveres. Al «sálvese quien pueda», los conejos sobrevivientes ganaban el monte; pronto iban a quedar deshabitadas las madrigueras del peñón, y sin posible ewel los empleados del faro. Para impedir el acontecimiento de semejante desgracia, uno de los marineros engatusó al perro a fuerza de caricias, y cuando fue dueño de él, le ató a la cola una cacerola de hierro, y dándole un latigazo, lo hizo echar a correr en dirección al presidio. Indio huía con creciente velocidad, dejando atrás todos los obstáculos, y más incomodado al parecer por el ruido que por el peso de la cacerola. Cuando llegó al vallado, lo saltó limpio y todavía le sobró una vara... Ese perro es de una fuerza muscular inverosímil, y en cualquier circo tendría gran éxito como acróbata y hércules canino.

Son conocidas las hazañas de otro perro de esta raza que tenía en Buenos Aires uno de nuestros marinos. Desesperábase por perseguir a cuanto can civilizado veía. Cuando no podía precipitarse escalera abajo, se tiraba desde el balcón saltando la reja; aunque el piso fuera de respetable altura, caía sobre sus cuatro elásticas patas y corría a su congénere, a quien saludaba con los mejores tarascones de su repertorio. Una vez se rompió una pata, pero la lección no le aprovechó, y en cuanto estuvo sano volvió a las andadas.

Para no perder los perros fueguinos que se traen ya grandes, muchas veces es necesario tenerlos enjaulados como fieras.

En fin, y para concluir: es seguro que los fueguinos, desde que los blancos invadieron su isla, dicen o piensan como el escritor francés:

-¡Cuánto más conozco a los hombres, más amo a los perros!

El ona tiene, pues, como medios de ganarse la vida, sus flechas y su perro. El yagán y el alacaluf poseen también, como pescadores que son, otros instrumentos de trabajo.

El último usa como el ona arco y flechas, y como el yagán lanza y arpón para pescar. Sus flechas son más cortas que las del ona, y no tan bien hechas; sólo se sirve de ellas para cazar aves a corta distancia.

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Los arpones del yagán y el alacaluf son de hueso de foca, y los trabajan con cuidado, aguzándoles bien la punta, y alisando la superficie. Los atan a un palo recto, de regulares dimensiones, por medio de delgadas tirillas de cuero fresco, que al secarse adhieren perfectamente el asta a la punta. Esos arpones suelen ser lisos, con una sola entalladura como en el primer dibujo, o recortados en forma de sierra, como en el siguiente:

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Los primeros les sirven generalmente para pescar centollas, grandes y suculentos cangrejos que, gracias a la transparencia del agua, cuando está tranquila, pueden verse paseándose por el fondo. El indio las pincha en medio de la cáscara, con su arpón, y las sube a su canoa, donde suele asarlas y comerlas sin pérdida de tiempo. Los dentellados son más a propósito para la caza de la foca, y de peces de gran tamaño, que toma también con el doble arpón:

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Para la fabricación de estos instrumentos, como también para otros usos -entre los cuales es notable el de afeitarse el vello, que tienen fueguinos y fueguinas-, se valen de un cuchillo especial, hecho con una valva afilada de marisco, a la que por lo común no ponen mango, pero que a veces lo tiene.

Estos cuchillos primitivos tienden a desaparecer por completo, sustituidos por los de arco de barril, de que ya hablé, más fáciles de hacer, más cortantes y más durables también.

Los yaganes pescan con línea y con red, además del arpón. Y al decir los yaganes, les atribuyo indebidamente funciones exclusivas de sus mujeres. A ellas, en efecto, incumbe esa tarea, como todas las más pesadas, pues el yagán no las trata con la delicadeza del ona, lo mismo que el alacaluf.

Las redes que usan son de mallas regulares como las europeas, y hechas de tiras delgadas de cuero. Los alacaluf las tienen semejantes.

En cuanto a la pesca con línea, la particularidad consiste en que no usan anzuelo. En el extremo de un «tiento» largo, o   —224→   de una guía muy fina de cachiyuyo, hacen un nudo en que colocan la carnada, un pedazo de mejillón la primera vez. Echan la línea casi a flor de agua y luego silban de un modo peculiar, atrayendo a los peces que, en efecto, no tardan en acudir. Cuando alguno ha mordido el cebo, dan un rápido tirón circular, y el incauto pez, arrancado a su elemento, va a caer en la canoa o en la playa, según donde se haga la pesca.

Sin embargo, tengo noticia de que han solido usar una especie de anzuelo bastante ingenioso. Hacían una pequeña varilla de hueso, que ataban a la línea. En el centro de la varilla colocaban otra sobre un eje, que la permitía moverse hacia abajo, hasta igualar la punta de la primera, y hacia arriba hasta formar dos ángulos rectos con ella. Colocaban la carnada en las dos varillas cerradas y formando una sola; el pez las tragaba; al tirar, abríase la movible, que se enganchaba en sus fauces, y el pez se convertía en pescado.

Apenas obtenían algunas piezas, abandonaban la carnada de lapa o mejillón, para adoptar la de pescado, que cortaban con los dientes, y que da resultados mejores.

Y ya que observo esto, haré también notar que los fueguinos se valen de sus dientes como de un verdadero estuche de herramientas apropiadas para toda clase de usos... Hasta vidrio rompen con ellos, para preparar sus flechas...

Los yaganes hacen su canoa de corteza, que desprenden en primavera, cuando sube la savia, del tronco de grandes fagus, por medio de cuñas. Sacada y seca la corteza, a la que desde un principio han dado la forma conveniente, en parte parecida a la de los cascos de un globo, cosen los diversos trozos entre sí, con barbas de ballena, armando definitivamente la piragua con tablas flexibles que encorvan de una borda a la otra, a modo de cuadernas, y que sirven al mismo tiempo de piso. Con troncos delgados, forman la regala, que corre de un extremo al otro de la canoa, y que cosen también a la corteza con barbas de ballena. Ahora bien, como la madera encorvada tendería naturalmente a tomar de nuevo la recta, abriendo la piragua, solidifican ésta con palos que la atraviesan de borda a borda, fuertemente sujetos a la regala, y cuyos extremos sobresalen de ella. Estos extremos, toscamente redondeados, se esculpían antiguamente y representaban las deidades más veneradas por los dueños de la canoa, que los llamaban hamush. La piragua de los yaganes tiene dos proas y es poco estable fuera de las aguas tranquilas de los canales. Así, no es verdad que se aventuren a pasar el Estrecho de Lemaire para ir a la   —225→   Isla de los Estados que, por otra parte, no presenta indicio alguno de que los salvajes la hayan visitado hasta ahora.

En la actualidad prefieren hacer sus canoas con tablas que obtienen fácilmente. Entonces afectan la forma de una batea, bastante tosca, y sin originalidad alguna. Más pintoresca y curiosa es la antigua, que he ensayado describir.

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FUEGUINOS EN SU CANOA

Las mujeres yaganas dirigen esta primitiva embarcación, sentadas en el fondo, de manera que la borda está casi a la altura de la axila, y bogando con unas palas cortas. El marido, entretanto, se calienta al lado del fogón colocado en medio de la canoa, sobre un gran trozo de tierra cortado con yerba, una especie de adobe, que impide la propagación del fuego. En él asa mariscos y pescado que come cuando tiene gana.

Todo lo relativo al manejo de la embarcación está a cargo de las mujeres, que, cuando no la necesitan, la amarran generalmente a las matas de cachiyuyo cercanas a la costa, ganando ésta luego a nado. Los hombres no saben nadar; y en 1885 se ahogaron seis de ellos en Usuhaia, salvándose tres mujeres y un niño, que iban también en la canoa, el niño gracias al   —226→   arrojo de la madre. Es muy extraño esto, pues el yagán pasa la mayor parte de su vida navegando por los canales.

Las canoas del alacaluf son mucho más marineras que las del yagán, y casi siempre están aparejadas con un velacho redondo. No son de corteza ni de tablas, como las del yagán, sino de grandes troncos ahuecados de haya.

Usa pala larga, a guisa de remo, es muy diestro para dirigir su barquichuelo, que no carece de cierta estabilidad y anda grandes distancias con él. Pero tampoco se anima a atravesar el Lemaire, generalmente proceloso.

Tiene cerca de la costa chozas en que sólo habita durante la estación de la pesca y de la caza de la nutria, y que son en un todo semejantes a las de los otros fueguinos. Las que posee en el interior y que constituyen su verdadero domicilio, son difíciles de encontrar. Serán, seguramente, análogas.

Las mujeres onas, que no navegan, pescan desde la costa, o internándose en las aguas bajas, en que se sumergen hasta la cintura. Cuando en las peñas de la orilla no hay mejillones grandes -este molusco tarda años en crecer, y los indios hacen de él un gran consumo- van a buscarlos en las restingas que avanzan en el mar, y no tienen inconveniente en bucear para arrancarlos del fondo.

Hay que observar que los onas, más previsores que los yaganes, sufren menos penurias por escasez de víveres. Han inventado, en efecto, un método para la conservación de la carne de guanaco.

Cuando la caza de este rumiante ha producido más de lo que se puede consumir sin que sobrevenga la descomposición, buscan un charco que se haya formado en un terreno de turba, y con agua abundante. En el fondo de ese charco cavan un hoyo suficientemente grande para que quepa en él toda la carne que se quiere conservar. Ésta se deposita en él y se cubre cuidadosamente con la turba extraída, que se aprieta para que quede sólida. Poco a poco el agua vuelve a adquirir su limpidez primera y nadie, al pasar junto al charco, adivinaría que es un depósito de víveres.

La carne dura así enterrada, y en relativamente buenas condiciones, hasta unos tres meses. Pero toma un sabor acre, ácido y terroso, que no disgusta a los indios, y que los civilizados soportarían muy bien en caso de hambre. La parte interior de la carne no tiene tantos defectos.