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Los fueguinos en la actualidad


Un trabajo del reverendo mister Thomas Bridges

La muerte acaba de sorprender en Buenos Aires, adonde lo habían traído asuntos particulares, a un hombre vinculado estrechamente a la historia de Tierra del Fuego, desde la primera tentativa fructuosa de incorporarla a la civilización.

Era un misionero anglicano, que desembarcó en la península de Usín en 1879, para no salir ya del suelo fueguino. Su labor, si no ha conseguido el principal objeto a que iba encaminado -reducir y civilizar a los indios-, dio, sin embargo, resultados muy apreciables de progreso, creando en aquellos parajes centros de recursos de que antes carecían, como la misión de Usín, frente a Usuhaia, el importante establecimiento de Haberton, etc.

Pero, además de esto, el reverendo mister Thomas Bridges se ha distinguido en el estudio de las lenguas fueguinas, especialmente la de los yaganes, determinando su estructura, y compilando con extraordinaria paciencia un vocabulario yagán que contiene más de treinta mil voces con su correspondiente traducción inglesa.

Durante una visita que le hice en Haberton, tuve oportunidad de hablar con él sobre tan interesante asunto, y le manifesté mi extrañeza de que indios de costumbres completamente primitivas, con escasísimos instrumentos y rudimentarias ideas, poseyeran riqueza tal de palabras, que casi iguala a la del castellano.

-Imposible parece -dije- que encuentren suficientes objetos e ideas abstractas como indicarían sus treinta mil y tantos vocablos, si es que no tienen numerosos sinónimos para designar una misma cosa...

-No, amigo mío -contestó mister Bridges-. Eso depende de que han especializado cada verbo y cada sustantivo hasta la minuciosidad. Sus verbos son singulares, duales y plurales, con tres conjugaciones distintas. En los nombres, no sólo señalan   —228→   un objeto o una persona, sino también el sitio que ocupa con respecto al que habla. Naturalmente, entonces, el número de sus palabras tiene que ser casi ilimitado.

-¿Y piensa usted publicar su vocabulario?

-Pienso en ello, pero no lo he resuelto aún. He hecho imprimir, sí, en Londres, varios evangelios en idioma yagán, que está reducido a la escritura por el sistema fonético de Ellis. Sí, amigo mío; es muy bueno para la predicación de las palabras de Dios.

-¿Ha hecho usted otros trabajos relativos al yagán, Reverendo?

-He redactado, amigo mío, la gramática, y hace algunos años di en la English Literary Society de Buenos Aires, una conferencia en que me ocupaba del idioma. Sí, amigo mío.

Tengo en mi poder la conferencia en cuestión, cuya parte lingüística es muy interesante. Será sin duda el documento más completo publicado hasta ahora sobre el idioma yagán. Me permitiré, pues, valerme de él en lo que sigue.

El yagán tiene, según mister Bridges, cuarenta y cinco sonidos o letras diferentes, de las que diez y seis son vocales.

Las palabras son tan numerosas como ya se ha dicho, y se multiplican aún por la composición.

Los nombres, pronombres y verbos tienen tres números: singular, dual y plural, cada uno de ellos completo en sus varios cambios de caso y tiempo, y en las formas interrogativa, afirmativa y negativa. Es muy rico en pronombres y verbos, y su pronunciación es suave; pero la gran variedad de sus sonidos hace imposible un método silábico de escritura.

Los yaganes, muy aficionados a la conversación, por su raro espíritu de sociabilidad, y que dedican a ella la mayor parte de su tiempo, dominan perfectamente su idioma, pero son incapaces de separar las palabras que forman una sentencia. Así, el único medio de aprenderlo, mientras no se conozca la gramática y el vocabulario de mister Bridges, será oírlo de boca de los indios, lo que reclamará años de paciencia y contracción.

Análogas dificultades presenta la lengua de los onas, que pocos blancos conocen, siquiera sea superficialmente.

Pero necesario es explicar algo más el espíritu particular del idioma yagán, y mister Bridges lo hace en la siguiente forma:

«Una de las grandes peculiaridades del yagán -dice- es que tiene un sistema o serie regular de verbos singulares y   —229→   plurales, totalmente originales y distintos. Cada serie es perfecta y tiene sus tres números -singular, dual y plural- y sus modos y tiempos propios.

Así, ata significa tomar o traer una cosa; atapay, tomar dos cosas; tumina, tomar varias cosas. Ejemplos:

Él lo tomó - Catud.

Él los tomó (dos objetos) - Catakipinda.

Él los tomó (varios) - Cataminude.

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INDIOS ALACALUF

Lo mismo sucede con una extensa serie de verbos transitivos que, con sus innumerables compuestos, forman una parte muy importante, y única de la lengua.

Mas también hay otra serie de verbos igualmente importantes en su forma primera, pero que entran por mucho en   —230→   gran número de verbos transitivos. Daré sólo dos o tres ejemplos. El verbo «ir a pie».

  • Singular Cataca
  • Dual Catacapai
  • Plural Utushu

Ejemplos de conjugación:

¿Dónde ha ido a pie? (una persona) - ¿Cutupai catacara?

¿Dónde han ido a pie? (dos) - ¿Cutupai catacarapai?

¿Dónde han ido a pie? (varias) - ¿Cutupai utushara?

Para el uso de estos verbos no hay necesidad de pronombres. Hay varios participios que, como los pronombres, tienen las inflexiones de número y de caso, y reemplazan a menudo a los pronombres.

En yagán no existe diferencia de género en ninguna clase de palabras.

La estructura de la lengua requiere palabras largas; pero, es muy sencilla y regular. Estas palabras largas tienen, por lo demás, un amplio significado. Ejemplos:

Cataguamush - Dice que lo hará.

Cawashtakgaiadagagupikinamashundeaca - Dicen (dos) que lo hicieron en tal tiempo.27

En estas palabras el prefijo pronominal empieza el verbo, y la terminación de tiempo lo completa, formando así un solo verbo toda la frase.

El número de afijos y prefijos de los verbos es muy grande, y los cambios que el verbo sufre en el proceso de la inflexión son tan completos, que la palabra original acaba por perder su estructura y su sonido.

Así, ata, tomar, se convierte en ukrdu; y ura, llorar, en aune cusk, «él ha llorado».

Otros datos de la misma fuente: Tienen palabras para designar las estaciones. La correspondiente al otoño, hanitush, significa «hojas coloradas», porque en esa época enrojecen las del fagus.

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Su nomenclatura geográfica es muy lógica, y tiene siempre una referencia al sitio. Por ejemplo:

Wulla, es el nombre que dan a la isla Navarino.

Wullaia (ata-bahia), es la bahía mayor de Navarino.

Wullaiashea es una isla importante de una ensenada de Navarino.

Wullaiyusha, a la costa de Navarino.

Wullalanuk o fin de Wulla, a la isla de Gable, situada al este de Navarino.

Otro ejemplo:

Onaisín o tierra de los onas, es la Tierra del Fuego.

Onashaga o canal de Ona, es el del Beagle.

Onagusha o costa de Ona, es la costa norte del canal.

Las islas de Wollaston se llaman Yashousín, o tierra de islas, y sus naturales yashcaiamalím, o sea isleños.

Otros nombres geográficos califican el lugar, como, por ejemplo, Roca Parada, Cerco Redondo, Raíz Colgada, Bahía Caliente, Aguas Amargas, etc.

Tienen también términos para designar todos los grados de parentesco, indicando la rama, y hasta para padrastro, madrastra, cuñado, cuñada, suegro, etc.

Sorprendía notablemente a mister Bridges, que la palabra yagán yamana signifique al mismo tiempo hombre, y vivo, vida, vivir. Esto, sin embargo, no es tan sorprendente. La idea, y justamente la más rudimentaria, de vida está tan ligada a la del ser humano, que esta manera de expresar ambas con un vocablo solo, parece muy natural en el ignorante salvaje, incapaz de atribuir mayor amplitud al concepto superior de la existencia.

Un informe curioso, y generalmente desconocido: Queda dicho que los onas del norte entienden el idioma de los tehuelches; los del sur tienen muchas palabras comunes con los del norte y se comprenden fácilmente; los yaganes pueden hablar de las cosas más comunes con los del sur; los alacaluf se hacen entender por los yaganes, y quizá también con los naturales de Chonos, formando así una cadena del nordeste al sur y al noroeste, creada evidentemente por las relaciones, y quizá también por orígenes comunes.

Un ona del sur, llamado Tataminick, aprendió en pocas semanas el yagán, y casi en seguida el alacaluf.

Los onas, según me comunica el contramaestre Morgan, manifiestan su espíritu poético no sólo en sus leyendas y en sus cuentos, sino también en el significado de muchas palabras,   —232→   verbigracia: la estrella matutina tiene por nombre Gsaselp, que significa «el cantor de la mañana»; la vespertina Jartum «el adormidor», y Sirio, Gsasiulp, que quiere decir «la luz de los ojos»...

El fin de una raza

El fueguino se extingue con pasmosa rapidez. Asistimos a los últimos estertores de su agonía, comenzada desde que los primeros hombres blancos pusieron el pie en su isla.

Sin embargo, esos indios, y especialmente los onas, no merecen suerte tan cruel. Por su inteligencia, por sus condiciones de carácter, por su mansedumbre, eran acreedores a los beneficios de la civilización, y debió tratarse de conquistarlos poco a poco para ella. No ha sido así. ¡Qué! Se ha hecho todo lo contrario, y se les ha cazado como a fieras, en nombre de los más altos principios de la humanidad.

Dentro de pocos años, las dos razas que pueblan la Tierra del Fuego propiamente dicha, habrán desparecido casi sin dejar rastro de su paso por el mundo. ¿Por qué?

Las causas -ya que no las razones- de esta rápida extinción, son bastante complejas. Presentemos primero una general, para detenernos en seguida sobre las particulares.

Darwin, Quatrefages, de Rochas, Blaine, Garnier, y muchos otros antropólogos, han hecho notar que donde quiera que pasa el europeo, muere y desaparece el indígena, atacado por enemigos naturales y artificiales que tienden a desalojarlo, para que lo suplante otro más apto.

Fontpertuis, hablando de la extinción de los indios australianos, hace estas atinadas consideraciones:

«Sabido es, desde el punto de vista moral, lo que debe entenderse por la sustitución de razas superiores. La caza de los australianos, y el exterminio gradual de los pieles rojas, ha dado a esta expresión un sentido tan preciso como terrible...»

Tanto en Tierra del Fuego, como en la Pampa, como en las demás comarcas pobladas por salvajes, en efecto, las razas superiores han ocupado el puesto de las inferiores, destruyendo primero a éstas, como medio más expeditivo que la educación paulatina, para apartar obstáculos y no verse incomodadas en su desarrollo ulterior. Los indios del extremo austral de América no podían quedar exceptuados de esta ley general, y no lo han sido.

Los indios y los blancos son naturalmente enemigos. Los últimos, más fuertes, tienden a despojarlos de sus territorios,   —233→   y subyugarlos para que trabajen en provecho suyo; los primeros se esfuerzan por mantener el dominio de su país, y por conservar su libertad absoluta. Para que los odios no estallen de una y de otra parte, sería necesario desplegar una habilidad blanda y suave, que es ridículo esperar de parte de los conquistadores, pioneers y aventureros que invaden las tierras nuevas, buscando facilidades de vida y enriquecimiento agotadas en los países civilizados, y decididos a conseguirlas por todos los medios. En teoría, los misioneros protestantes o católicos serían los indicados para desarrollar esa mansa e ideal clase de política, pero en la práctica ocurre otra cosa muy distinta, pues los catecúmenos tienen que someterse a una especie de sujeción, que se torna más dura cuando los misioneros se dedican -como lo hacen siempre- a las industrias y al comercio a que se presta el país. El Chaco misionero dio antiguamente un ejemplo de esto, como lo dan hoy las misiones de Río Grande, de la península de Usuhaia y de Dawson en el extremo austral de América, donde el indio cree hallar más bien una cárcel disfrazada y una vida penosa de trabajo, que las dulzuras del hogar en plena civilización.

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FACSÍMILE DE UN DIBUJO YAGÁN

La lucha que forzosamente se traba entre el salvaje y el   —234→   blanco, tiene que ser, forzosamente también, mortal para el primero, como está comprobado por los hechos en todas partes del mundo.

En cuanto a las causas particulares de la extinción de los fueguinos, son de diversos órdenes y pueden enumerarse así:

La persecución -que ya hemos indicado en tesis general- de que han sido objeto desde tiempo inmemorial por parte de los nuevos pobladores de su territorio.

Las enfermedades importadas, como, por ejemplo, la tuberculosis, que han hecho estragos entre ellos y que continúan su obra destructora.

La exportación de adultos y de niños, hecha antiguamente por los misioneros, y hoy día por los gobiernos, en la forma que se dirá más adelante.

La escasez cada vez mayor de elementos de vida, que antes abundaban, y que el blanco ha hecho disminuir enormemente, persiguiendo sin tregua los animales silvestres.

El uso de alcoholes nocivos que le procuran la avidez de comerciantes sin escrúpulo.

El cambio de costumbres y método de alimentación, que no han podido evitar, pues deriva fatalmente de la influencia directa o indirecta de los extranjeros.

Y por último, su mismo espíritu batallador, que los arrastra a guerras en que se diezman entre sí.

Pueden examinarse rápidamente estas diversas causas parciales de desaparición, que trabajan de consuno en su obra destructora con éxito tal, que dentro de poco no quedará un fueguino en la isla.

En la primera colaboran desde un principio los exploradores, las autoridades, los hacendados. Estos últimos, sobre todo, se llevan la palma hoy, y son los que con más eficacia persiguen a los indios28. Los exploradores han llegado en su celo científico, hasta fusilar a los fueguinos, para enriquecer los museos de Europa con sus esqueletos!... Así, como suena...   —235→   El mismo Popper, que no era muy blando de carácter, y que muchas veces disparó su rifle para alojar una bala en la órbita de un indio -especialmente en su primer viaje-, denunció el hecho en una conferencia pública, acusando también a un excursionista argentino. Oigámoslo:

«Hace cinco años (1886) desembarcó un explorador en la bahía de San Sebastián, y comenzó su noble tarea atropellando mujeres y criaturas que condujo en seguida a Buenos Aires, heridos y sangrientos.

»Hace tres años (1888) un vapor embarca en la primera angostura del Estrecho de Magallanes a un grupo de seres humanos remachados a pesadas cadenas, como tigres de Bengala. Era toda una familia ona, que después fue exhibida en Europa, en los jardines zoológicos o de aclimatación.

»Hace pocos meses (1891) un grupo de hombres del que formaban parte los señores Willems y Russon, individuos que necesitaban vaqueano para recorrer las playas ya conocidas de Tierra del Fuego, asesinan ancianos indefensos, arrancan a las mujeres del lado de sus maridos, y satisfacen sus bestiales instintos ¡oh, sarcasmo! a nombre de la ciencia, mancillando vergonzosamente la misión que les confió el Ministro de bellas artes de una culta y elevada nación!!...»

¡Qué entrañable amor deben profesar los indios al blanco, después de estas calurosas manifestaciones! Sí, tanto que hoy apenas se ve un fueguino fuera de la misión, de Usuhaia y Haberton. El resto, el pobre resto, huye, se esconde, se sepulta en lo más espeso del bosque, en lo más inaccesible de las serranías del interior de la isla, sin atreverse a asomar, expuesto a las penurias del hambre, quizás a la muerte, que prefiere a la inevitable exterminación a que lo condena el civilizado; siquiera libre, tiene alguna probabilidad de escapar.

Las autoridades hacen, por otras razones especiosas, lo mismo que los exploradores. Tienen que hacerse respetar y obedecer. Olvidan que no han instruido previamente a sus súbditos, como olvidan que estamos en un país republicano, para seguir innatos instintos de autocracia. ¿No cumplen los indios un decreto, una disposición, una orden que quizá no conocen? ¡Pues fuego en ellos! que así aprenderán... desapareciendo... Esto es inicuo, pero ha sido y es así.

En cuanto a los hacendados, quedan citadas las palabras de Eliseo Reclus. Básteme añadir que también en Punta Arenas hay estancieros que no pagan por la piel de la cabeza de los indios. ¡No, eso nunca! Se contentan simplemente con la   —236→   oreja derecha, demostrando así que no son sordos a los dictados de la caridad cristiana. El precio también varía: pagan dos libras por pieza.

¿Qué puede resultar de esto sino un odio mortal, implacable? ¿No estaría dentro de la lógica de las represalias, que los fueguinos cazaran a su vez a los blancos? Pues, sin embargo, las manifestaciones de ese odio son relativamente pocas, y la venganza no se ejerce muy a menudo. Y si suceden, hay que repetir las palabras de Darwin hablando de los australianos que cometían «una terrible serie de robos, incendios y asesinatos», y decir con él, francamente: «Confieso que todos estos males y sus consecuencias han sido probablemente causados por la infame conducta de algunos de nuestros, compatriotas.»

En efecto, antes no eran hostiles a los blancos, y son innumerables los náufragos recogidos en sus playas, sobre todo por los onas29. Nada tuvieron que temer de ellos los primeros que bajaron en la isla; sólo más tarde comenzaron a ser hostiles, y la historia no muy bien averiguada de la desastrosa expedición Gardiner inicia el período de sus inacabables luchas con el blanco, en que siempre llevó la peor parte. Pero los que intervinieron en aquellos luctuosos sucesos no fueron los onas, sino probablemente los yaganes, cuyo carácter es menos franco, abierto y generoso. Así parece demostrarlo el sitio en que ocurrió la catástrofe, que tendré oportunidad de relatar.

Los onas se han mostrado y se muestran todavía benévolos con los blancos, cuando no se los hostiga más de lo soportable. Pero es curioso que no distribuyan por igual sus amistosas intenciones. Demuestran, en efecto, marcada preferencia hacia los rubios, no hacen buenas migas con los morenos y se burlan estrepitosamente de los negros. Nuestros vecinos, que desde hace muchos años recorren aquellas tierras, no gozan de sus simpatías, sin duda porque, llegados antes a la caza del lobo, también antes los han hecho objeto de persecuciones y crueldades. Para los onas, todo hombre que lleva gorro de piel obscura es chileno...

Entretanto, llega tan lejos el desprecio de los blancos por   —237→   ellos, que los consideran al igual de los animales silvestres de la isla.

Un lobero de Punta Arenas cuenta como gracia, a quien quiere oírlo, que cuando vuelve de sus excursiones no deja nunca de acercarse a la costa, para ver si hay indios. Si descubre algunos, se entretiene en hacerles fuego con su fusil, cargado de gruesas municiones para focas.

-¡Viera usted -exclama riendo- los gestos y los saltos que hacen cuando la munición les pica en alguna parte carnosa del cuerpo!...

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Semejante cosa no se hace ni con las fieras.

Y, sin embargo, no me cansaré de repetirlo, no hay razón para perseguirlos de ese modo, y es cometer una verdadera iniquidad.30

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Sin embargo, y para que no se crea en un propósito preconcebido de ocultación, voy a referirme a los datos que me suministraran el jefe y otros funcionarios de la policía de Usuhaia, respecto a la acción actual de los fueguinos.

Los onas -me dicen- destrozan los alambrados, roban las haciendas e incendian las poblaciones, asesinando siempre que les es posible a los que habitan en ellas. Matan también a los viajeros que transitan por el territorio.

Sus últimos crímenes -añaden- son los siguientes:

Asesinato alevoso de dos mayordomos de la comisión de límites y de dos peones, cuyos cadáveres fueron descuartizados y quemados después. El móvil de este asesinato ha sido el robo de víveres.

Poco tiempo más tarde la misma tribu que cometió ese crimen asesinó al marinero Gallardo, de la subprefectura de Bahía Thetis.

Un mes después, dos marineros náufragos de la tripulación del Duchess of Albany, que estaban postrados por el hambre y el cansancio, viéronse asaltados por los indios, sin poder defenderse a causa de su debilidad, y fueron asesinados.

Dos marineros austríacos que atravesaban el territorio fueron asesinados también, al norte de Río Grande. Las armas que llevaban habían despertado la codicia de los indios.

Después de haber cometido un robo de hacienda, los onas mataron a los peones Williams y Traslaviña, que los perseguían, también al norte de Río grande31.

En Febrero del corriente año, un oficial y un marinero del buque chileno Magallanes cayeron en manos de los indios, que los torturaron horriblemente durante dos días, al cabo de los cuales les cortaron las orejas, los ojos y la lengua, y no contentos con esto, los amputaron...

Las tribus conocidas -dicen por último los citados funcionarios- que cometen estos actos, son las que capitanean Caushel, Caien John, Canchecol, Sajiolpi, Felipe y Zacarías. Éstos, en su mayor parte, habitan al sur de Río Grande y tienen sus caús o chozas en lo más intrincado del bosque o en quebradas de difícil acceso. Es, pues, muy difícil perseguirlos. Además, la policía carece de elementos, especialmente para poder moverse con rapidez.

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-Mejor -dirá alguno-. Si los tuviera ya hace tiempo que no habría onas, lo que sería doloroso, aunque no fuera más que por la etnología.

Pero hay que observar, sin pretender por eso atenuaciones, que los crímenes en cuestión no se han cometido en un breve espacio de tiempo, y que la instrucción de los sumarios tiene que ser deficiente por dificultades idiomáticas y aun de otros órdenes. En efecto, más adelante narraré un hecho de que fue víctima el mismo jefe de policía, y se verá en qué circunstancias operan los indios. En el fondo de todo esto, no hay sino una represalia, una vendetta, provocada por los desmanes de los blancos. Y no hay medio aparente de terminar de una vez. Si los indios vengan en los cristianos el ultraje o la matanza hechos entre los suyos, la autoridad los persigue, ellos se resisten y defienden, pero sus arcos no pueden competir con el mauser, y caen otros más. Nueva vendetta, y nuevo castigo... En tal forma esto no puede cesar sino con la completa extinción de los naturales, y en ese camino se va, con harta prisa...

Proclamando una amnistía general y procurándoles alimentos, de que hoy carecen, los indios se reducirían sin dificultad. Son bastante inteligentes para eso.

Y no se crea que proveyéndolos se haría un acto de excesiva generosidad. Sería sencillamente hacerles justicia y mostrarse equitativos. Esto casi no necesita demostración, pues es evidente que se les ha quitado la tierra de sus padres, y lo que es peor, que los nuevos pobladores les han ahuyentado las focas y diezmado los guanacos, dejándolos en la indigencia, y que luego los matan si se atreven a robar una oveja para comer.

Mucho fía el Gobierno en las misiones, pero éstas son simples factorías útiles sólo a los misioneros o sus sociedades. La misión salesiana de Río Grande, por ejemplo, no asila sino a unos cincuenta niños, que viven con sus familias en torno de las casas, en wigwams miserables, siguiendo sus usos y costumbres salvajes, y según me informa la policía de Usuhaia, los adultos de estas familias hacen incursiones por su cuenta o sirven de guía a sus tribus cuando van a dar algún malón, refugiándose luego en la misión, donde hoy mismo hay malhechores. Hace cuatro años que los salesianos están establecidos allí, y en todo ese tiempo no hay ejemplo de que hayan salido a parte alguna con el objeto de catequizar indios, como es su compromiso material y su deber moral... Si se cifra alguna esperanza en ese medio de civilizar a los salvajes fueguinos, ya se ve que ésta tiene que resultar fallida.

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¿Cuántos indios caen al cabo del año, muertos en nombre de la civilización? Difícil es saberlo, pues se hace la vista gorda respecto de los particulares que se entretienen en ello, y la tribu de las víctimas huye generalmente a ocultarse en lo más áspero de la isla. Pero deben ser muchos, a juzgar por los pocos que quedan32.

Sin embargo, este elemento de destrucción tiene un formidable auxiliar en las enfermedades importadas por los blancos, la tuberculosis, la sífilis, la viruela, el sarampión, la coqueluche...

La primera epidemia se presentó en 1860, haciendo tales estragos, que muchos lugares quedaron reducidos a la mitad de su población. Desde entonces, aquellos males no han descansado en su obra de exterminación. La tuberculosis, sobre todo, ataca a la mayor parte de los pocos que quedan, y concluirá con el resto.

Es curiosa esta importación de enfermedades, que ha ocupado la atención de los sabios.

Darwin, hablando del rápido decrecimiento de los indígenas australianos, dice que durante sus viajes, y con raras excepciones, sólo vio algunos chicuelos criados por ingleses, atribuyendo esta desaparición al uso de licores espirituosos, a las enfermedades europeas, que -hasta las más benignas, como el sarampión- hacen espantosos estragos entre los salvajes, y a la extinción gradual de los animales silvestres. Añade a esto consideraciones y observaciones que me parece conveniente transcribir.

«Dícese -agrega- que la vida errante del salvaje hace perecer una cantidad de niños en los primeros meses de existencia; y a medida que se hace más difícil procurarse alimentos, se hace también más necesario vagar mucho. Por consiguiente y sin que pueda atribuirse la mortalidad al hambre, la población decrece de una manera extremadamente repentina, comparada con lo que pasa en los países civilizados. En estos últimos, en efecto, el padre puede arruinarse la salud realizando trabajos superiores a sus fuerzas; pero al hacerlo, no perjudica en nada la salud de sus hijos.

»Además de estas causas evidentes de destrucción, ordinariamente   —241→   parece hallarse en juego algún agente misterioso. Donde quiera que pise el europeo, la muerte acecha a los indígenas. Observemos por ejemplo ambas Américas, la Polinesia, el Cabo de Buena Esperanza y Australia: en todas partes se ve el mismo resultado. Pero no es el hombre blanco sólo quien desempeña este papel de destructor; los polinesios de extracción malaya, han llevado por delante, en ciertas partes del archipiélago de las Indias orientales, a los indígenas de piel más negra. Las variedades humanas parecen reaccionar unas sobre otras, como las diferentes especies de animales: el más fuerte destruye al más débil. No sin tristeza escuché a los magníficos indígenas de Nueva Zelanda, cuando me decían que estaban seguros de que sus hijos desaparecerían muy pronto de la superficie de la tierra. Todo el mundo ha oído hablar de la inexplicable diminución comenzada desde la época del viaje de Cook, de la población indígena, tan hermosa y tan sana de la isla de Taití; sin embargo, habría podido esperarse allá un aumento de población, porque el infanticidio, que en otro tiempo reinaba con tan extraordinaria intensidad, ha cesado casi por completo, las costumbres no son tan malas, y las guerras son mucho menos frecuentes.

»El reverendo J. Williams sostiene en su interesante obra titulada Narrative of Missionary Enterprise, que allí donde se encuentran indígenas y europeos 'prodúcense invariablemente fiebres, disenterías, o algunas otras enfermedades que arrebatan gran cantidad de personas.' Y agrega: 'Hay un hecho cierto, que no se puede controvertir, y es que la mayor parte de las enfermedades que reinaron en las islas durante mi permanencia, fueron llevadas por los buques; lo que hace a este hecho más notable aún, es que no podía señalarse ninguna enfermedad entre la tripulación del barco que causaba esas terribles epidemias.' Esta afirmación no es tan extraordinaria como parecerá a primera vista; en efecto, podrían citarse varios casos de fiebres terribles que se han declarado sin que fueran atacadas las personas mismas que fueron su causa primera. A principios del reinado de Jorge III, cuatro agentes de policía fueron en busca de un preso que había estado mucho tiempo encerrado en un calabozo, para conducirlo ante un juez; aunque aquel hombre no estuviese enfermo, los cuatro agentes murieron en pocos días de una terrible fiebre pútrida; sin embargo, el contagio no se extendió a nadie más. Estos hechos parecerían indicar que los efluvios de cierta cantidad de hombres encerrados algún tiempo juntos se convierten en   —242→   verdadero veneno para quienes los respiran, y que ese veneno es más virulento aún, si esos hombres pertenecen a diferentes razas. Por misteriosos que parezcan estos hechos, ¿son, al fin y al cabo, más sorprendentes que el muy conocido de que el cadáver de un hombre, momentos después de su muerte y cuando ha comenzado la putrefacción, engendre a veces principios tan deletéreos que un simple pinchazo con el instrumento que ha servido para disecarlo, sea causa segura de muerte?»...

Estas consideraciones pueden -sin ningún inconveniente- ser aplicadas a la extinción de las razas fueguinas, que obedece a idénticos motivos.

Abundando en la materia, el ilustre sabio añade en una nota:

«El capitán Beechey hace observar que los habitantes de la isla Pitcairn están firmemente convencidos de que después de la llegada de un buque serán atacados por afecciones cutáneas y otras enfermedades. El capitán Beechey las atribuye al cambio de alimentación durante la estadía del barco. El doctor Mac Culloch dice:

»'Afírmase que a la llegada de un extranjero (a San Kilda), todos los habitantes pescan un resfrío, para emplear la expresión vulgar.'»

El doctor Mac Culloch parece considerar esto como muy risible, aunque se lo hayan asegurado muchas veces. Sin embargo, añade que se ha informado entre los habitantes, quienes le han contestado la misma cosa. En el Viaje de Vancouver, se encuentra una afirmación semejante relativa a Otaití. El doctor Dieffenbach, en una nota que puso a su traducción de ese libro, dice que los habitantes de la isla Chatham, y los de varios puntos de Nueva Zelandia, tienen la misma convicción.

«Sería imposible que esa creencia se hubiera hecho casi universal en el hemisferio septentrional, en los antípodas y en el Pacífico, si no descansara sobre observaciones ciertas.

»Humboldt dice que las grandes epidemias de Panamá y el Callao, estallan siempre a la llegada de barcos que van de Chile, porque los habitantes de aquella región templada experimentan por primera vez los efectos de la zona tórrida.

»Puedo agregar que yo mismo he oído en el Shropshire, decir que los carneros importados por barcos, aunque se encontraran en perfecto estado de salud, son a menudo, si se les mezcla a algún rebaño, causa de enfermedades en éste.»

Fontpertuis añade a estas causas de decrecimiento, otra que por lo menos es ingeniosa, y que no deja tampoco de tener su base seria. Es ésta la impresión de desaliento y tristeza   —243→   que producen en razas naturalmente altivas, las empresas de los blancos, su número, su inteligencia, sus pasiones, etc. Recuerdo que Quatrefages la ha mencionado, pero sin detenerse a examinarla atentamente, como lo hizo Gratiolet. Cita luego ciertos hechos observados y referidos por un funcionario inglés. «Mister Malcolm Sproat -dice- tomaba posesión en 1860, en nombre de la Gran Bretaña, de la parte de las islas de Vancouver que ocupa el fondo del estrecho del Juca. En aquel rincón de tierra vivían algunas tribus salvajes pertenecientes a diversas familias que no hablaban la misma lengua, colocadas sin duda alguna en el último escalón de la humanidad, y a quienes mister Sproat designó con el nombre de Aths, porque el nombre de todas sus tribus contenía la sílaba ath. Los salvajes, por instinto no recibieron bien la llegada de los ingleses, y éstos los obligaron a refugiarse en el interior, lo cual aumentó su disgusto; pero como se reconocían más débiles, no dieron señal alguna de desagrado, y durante el primer invierno se llevaron bien con los europeos. Trabajaban para éstos a jornal, y con el dinero de sus salarios compraban vestidos, harina, arroz, papas, que se les vendían a bajo precio, por lo que se manifestaban contentos. Pero cuando llegó el segundo invierno, con sorpresa de mister Sproat, los salvajes demostraron disposiciones muy diferentes. Los jóvenes se habían entregado a la ginebra y al ron, los adultos y los ancianos huían de la presencia de los ingleses, se ocultaban en el fondo de sus grutas, parecía que alimentaran siniestros designios, y sus fisonomías expresaban la amenaza. Esta metamorfosis inquietó en un principio al representante inglés; pero no tardó en conocer su verdadera causa. La vista de los ingleses, de sus barcos, de sus máquinas, el sentimiento de su inferioridad, habían como embrutecido a aquella pobre gente, quitándole toda confianza en sí misma, todo respeto a su tradición y costumbres, aumentado todo esto con una epidemia que causó grandes estragos entre ellos. En vano mister Sproat había prohibido con el mayor rigor la venta de licores fuertes. Los aths morían por docenas, víctima del desaliento y de la estupidez que se apoderó de ellos desde su primer contacto con una raza mejor dotada que la suya.»

Estas causas de decrecimiento son comunes a todos los indios, pero se manifiestan en la Tierra del Fuego con mayor fuerza destructiva que en otras partes, aunque allí no se ha llegado -según tengo entendido- a cooperar a la obra de las enfermedades, como en la Australia, donde se envenenaba a   —244→   los maoríes por medio de carne de carnero previamente rociada con estricnina...

No han contribuido poco a la casi completa extinción de los fueguinos, la acción quizá bien intencionada de los misioneros anglicanos que, arrancándolos de su vida y sus costumbres nómadas, los sometían sin transición a un régimen inadecuado, a una alimentación diametralmente opuesta a la suya, y a trabajos para los cuales no estaban hechos. También los pioneers del comercio han seguido esas huellas, proporcionándoles ropas ridículas en aquel clima, a cambio de sus abrigadas capas o quillangos de guanaco y de zorro. Con esto gana la civilización, comenzando por el civilizador...

Antiguamente, y antes de que la Argentina tomase definitiva posesión de Tierra del Fuego, se practicaba ya la exportación de indígenas. Los misioneros ingleses, so pretexto de educarlos, enviábanlos en gran número a su establecimiento de Keppel Island en las Malvinas.

Ahora el Gobierno comienza a hacerlo por su cuenta, y en el último viaje del transporte 1.º de Mayo, varias familias fueron llevadas al Chubut, donde sin duda perecerán sin sucesión, pues el indio se agosta, esteriliza y muere fuera del medio ambiente en que nació, como lo demuestra la mortalidad que en Buenos Aires ha extinguido casi a los que se trajeron y regalaron cuando la conquista del desierto. En cuanto a su esterilidad, está comprobada también, y el conde Strzelecki, hace constar que más de doscientos indios de Van Diemen, transportados a la isla Flinders, ¡sólo tuvieron catorce hijos en ocho años!, mientras que los que quedaban en libertad en su tierra, se multiplicaban de un modo notable...

De los alcoholes, factor poderosísimo de destrucción, no hay para qué hablar. Ellos solos -y sobre todo los que se expenden a los indios, por su pésima calidad- bastarían y sobrarían para extinguir la raza. Afortunadamente para su conservación, los onas no beben; en cambio, los yaganes y los alacaluf se mueren por el guachacay y del guachacay...

Lejos están los fueguinos de merecer esa suerte, pues si carecen de iniciativa, no les falta inteligencia.

El ona hace gala de aprender rápidamente el castellano, mientras que su lengua queda casi inaccesible para el blanco. Además, se muestra apto para todas las tareas, como algunos yaganes, que cortan madera, asierran tablones, hacen trabajos de carpintería, aran y siembran, etc., etc.

El maestro de música de Usuhaia, que antes lo fue de la   —245→   misión de Río Grande, y cuyo nombre siento no recordar, me ha asegurado que los indios aprenden fácilmente a tocar, y que especialmente las mujeres tienen notable embocadura para los instrumentos de cobre y madera. Tanto, que en pocos meses formará una banda muy aceptable, según él, que ha vivido largo tiempo entre los indios, lejos de poblado, entre ellos que tienen sus cantos, en que imitan los gorjeos de los pájaros, los rumores del viento, con cierto espíritu musical.

La música, aun rudimentaria, es una manifestación de cualidades intelectuales.

Pero esto no es todo. Hay entre ellos cabezas verdaderamente privilegiadas, como demuestra la siguiente anécdota que hace poco relató mister Bridges al señor José S. Álvarez, y que éste me ha comunicado galantemente, con algunos otros útiles informes. Habla el misionero:

-Tenía yo en Haberton un winchester que, aunque bueno, erraba fuego algunas veces. Mis hijos y yo lo desarmamos varias veces, hasta donde creíamos poder hacerlo sin peligro de no armarlo otra vez, pero no dimos nunca con el defecto. Solíamos prestar el arma a un indio ona, que salía a cazar con ella por los alrededores, la cuidaba mucho, y la devolvía a su regreso. Naturalmente, observó que la carabina no andaba como debiera, y fue a verme con la proposición de componerla. Yo estaba convencido de que no lograría su propósito, pero como un arma que puede no dar fuego, es más un peligro que una defensa, permití al indio que lo desarmara, simplemente por curiosidad, y para darme cuenta de sus alcances. Hice bien. El ona desarmó y examinó pieza por pieza completamente todo el mecanismo, sacó los resortes, con paciencia y delicadeza suma, y luego volvió a colocarlo todo en su sitio preciso, sin titubear ni confundirse. Pero no había descubierto el defecto, y descorazonado iba a renunciar a la compostura, cuando advirtió que uno de los dientes del disparador estaba gastado, causa, en efecto, de las fallas de la carabina. Tomó un pedazo de hierro y una lima... e hizo un disparador nuevo, que funcionaba perfectamente...

Y mister Bridges terminaba su relato diciendo:

-Yo creo que un hombre que hace eso, amigo mío, sin tener noción alguna de mecánica, es uno de los genios más grandes del mundo.



  —246→  

ArribaAbajo- XXI -

La capital fueguina


El Villarino lanzó un silbido prolongado.

Sin embargo, en los alrededores no se veía población alguna, y el eco sólo, contestaba al llamamiento.

¡El eco de los canales! Músico excéntrico y ruidoso que se apodera de cualquier sonido, juega con él, lo desarrolla, lo refuerza, le hace variaciones, lo atenúa por fin, y va apagándolo poco a poco hasta que se confunde con el murmullo de las aguas, y muere. Hace pensar en Suiza, en los ventisqueros, en las avalanchas... Pero parece inofensivo. Aunque se hizo fuego sobre un glaciar con la ametralladora de proa, no se produjo desprendimiento alguno de nieve. Retumbaron los cañonazos largo rato, con ruido de batalla, pero la conmoción de la atmósfera no repercutió en la blanca vestidura de la montaña, provocando el alud. Todo quedó en su estado normal, después del estampido del cañón, y la salva interminable del eco.

La imaginación, pues, hacía que nos pudiéramos creer rodeados de barcos que silbaban saludándose.

-¿A quién saludamos? -pregunté.

-Es un anuncio de que llega el transporte.

-Anuncio... pero ¿a quién?

-A los de Lapataia, que están a la vuelta de esa punta. La entrada del puerto no se ve todavía, porque se inclina mucho, formando ángulo agudo con la costa.

-¿Pero vamos a fondear allí?

-No. Se avisa, para que preparen la madera que vendremos a cargar mañana: postes para el telégrafo patagónico.

-¡Ah! Entonces marchamos directamente a Usuhaia...

También los silbidos podrían haberse considerado como un saludo al territorio argentino, que volvíamos a ver después de muchos días. La línea divisoria pasa efectivamente casi al lado de la bahía de Lapataia.

-Directamente. Llegamos esta tarde, saldremos mañana a la madrugada y volveremos a buscar la correspondencia cuando hayamos terminado de cargar los postes. Luego... a la   —247→   Isla de los Estados, y de allí, por el este de Tierra del Fuego, a Patagonia otra vez...

-¿De modo que dentro de dos o tres semanas podremos estar de vuelta en Buenos Aires?...

-Será... lo que tase un sastre.

-¿Sabe usted que en ese caso voy a verme en apuros para describir estos parajes?... Ni siquiera me he saturado en el ambiente, y me parece como que todo lo hubiera visto en sueños. La visión ha sido demasiado rápida para fijarse bien, y lo que conservo es como una fotografía movida... Si me quedara...

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VISTA DE USHUAIA

-¿Dónde?

-En Usuhaia, en cualquier parte donde me procure el famoso «color local», haya gente que me informe, y cosas pintorescas al alcance de la vista. Para describir exactamente un medio, es necesario haber vivido en él; y hasta aquí casi no he vivido sino en el barco, asistiendo a lo demás como a un espectáculo rápido e incompleto. Sí, me quedaré...

-Pero, ¿dónde?- preguntó mi interlocutor.

-Quédese usted en la Isla de los Estados -interrumpió el capitán Demartini-; está autorizado para desembarcar allí, y   —248→   en San Juan tiene todos los elementos que necesita: cosas que ver, gente conocedora de estas tierras, tranquilidad para trabajar, un medio original y extraño, aunque muy semejante a este... y un amigo que tratará de hacerle soportable el destierro...

-Muchas gracias... No estoy lejos de aceptar, pero lo pensaré... La disyuntiva está entre Usuhaia o San Juan del Salvamento, ya que después sólo queda regresar.

En el largo viaje se habían estrechado las relaciones, y se hablaba en común de los proyectos y las miras de cada uno: Funes preocupado con los palos del telégrafo; Demartini organizando en teoría la isla en que iba a mandar; De la Serna ocupándose de su faro; el doctor Pinchetti de sus futuros enfermos del presidio y la subprefectura, y yo de los cientos de líneas que ya era necesario comenzar a formar en orden de batalla.

Estábamos sobre cubierta admirando el paisaje, la luz suave, las cumbres doradas por el sol, el agua tranquila y de color de acero, el ambiente tibio, los hilos de plata de los chorrillos que caían de las alturas, el verde claro de los árboles reflejándose en las ensenadas como espejos.

De pronto un chorro que brotaba de en medio del canal nos llamó la atención.

-¡Una ballena a proa!

-¡Otra a babor!

-¡Dos a estribor!

En efecto, estábamos rodeados de ballenas, desgraciadamente muy alejadas de nosotros para poderlas ver de un modo distinto. El polvo de agua que lanzaban por los espiráculos, parecía tenues vapores blancos que brotaran del mar en ebullición. Apenas se diseñaba una parte de su obscuro lomo en la superficie del canal. Dos de ellas se levantaron de repente, sacando gran parte del cuerpo enorme sobre el agua.

-Juegan -dijo uno.

-Debe ser la época del celo -corrigió otro.

Había muchas en aquella parte del canal. Como no se las persigue -su caza está prohibida-, abundan allí, pues los canales constituyen para ellas un seguro refugio. Los yaganes, que tan aficionados son a su carne, no las cazan; cuando la mala suerte de alguna la hace varar en la costa, o cuando la marea echa a tierra algún cadáver, los indios se apresuran a descuartizarla y se llevan grandes pedazos, que comen con delicia aun cuando la carne esté más que faisandée.

  —249→  

Poco después nos hallábamos frente a Usuhaia, el antiguo asiento de la misión anglicana, hoy Capital de la Tierra del Fuego argentina.

De las altas montañas que la rodean, dominadas por el agudo pico del monte Olivia33, descienden a la playa gruesos y copudos árboles. La bahía, tersa como un espejo, se extiende en forma semicircular, avanzando sobre ella los dos muelles, uno de pasajeros y otro para la aguada, cuya armazón se refleja en el agua; como cerrándola, se extiende al sudoeste la península de Usín, en que se agrupan pintorescamente las casas de madera de la misión, el pequeño templo, los cercados de la huerta y para los rebaños. Enfrente Usuhaia rodea la casa de gobierno, con su puñado de establecimientos comerciales, su presidio, su aserradero, su fábrica de conservas, su iglesita, el chalet del gobernador, la escuela, ganando poco a poco las alturas, a medida que el bosque de hayas cae a los golpes del hacha. Los troncos cortados y muertos a pocos pies sobre el suelo, parecen amarillos basamentos de alguna inmensa columnata.

La tierra, en torno, está cubierta de verdor, y entre la yerba corren arroyos de agua cristalina, pura y sabrosa, uno de los cuales se ha aprovechado para el abastecimiento de los buques, llevando su curso hasta el extremo de un muelle, donde los botes pueden llenarse con toda facilidad. Algunos caminos, partiendo del pueblo, suben serpenteando por entre la selva hasta ganar las primeras alturas, y en sus márgenes crecen las gruesas hayas; el canelón o magnolia, o bark, que da florecitas blancas, transparentes como la tez de una mujer pálida y que no tienen perfume; los cipreses de hermoso ramaje; las elegantes fusquias de pródiga florescencia, mientras que la tierra se ve cubierta de una alfombra de violetas amarillas, sin perfume también, de musgos pajizos, de líquenes de todos los colores, de setas carnosas, de apio jugoso y perfumado, de fresas silvestres, de frambuesas negras, de calafate, de gramíneas de todas clases, que multiplican las tonalidades del verde, con variedad y armonía extraordinaria.

El aspecto de Usuhaia es triste, contribuyendo a ello los pedazos de troncos aún en pie que causan la impresión de las ruinas. Pero se ve que el pueblo adelanta, que el progreso se   —250→   extiende hasta él, y que no tardará en desarrollarse, si nuevos factores se incorporan a su vida.

Gruesas y pesadas nubes negras bajaban lentamente de las sierras cuando fondeamos a algunos cables del muelle; no tardó en caer un chubasco, pero una racha limpió de pronto el cielo, mientras que sobre la península, casi junto a nosotros, un arco iris trazaba sus semicírculos de colores, y reflejándose en las aguas tranquilas, semejaba una circunferencia completa.

No bien habíamos fondeado, cuando se acercó al Villarino una canoa fueguina, manejada por dos mujeres y en cuya proa descansaban tranquilamente sus maridos. Llevaban mejillones y lapas que nos ofrecieron. Yo acepté, e iba a darles en cambio algunas moneditas de níquel, cuando un oficial de a bordo me detuvo.

-No les dé dinero -dijo-; unas cuantas galletas será mejor.

-¡Pero, bien pueden comprarlas con esto!

-Sí... alguna copa de veneno... O si quieren galletas, les darán una o dos esos tigres de tierra...

Y volviéndose a los yaganes:

-¿Galeta? -preguntó.

-Galeta yes -contestaron los indios mostrando los dientes en una sonrisa que les distendió la enorme boca.

-¿Por qué no los hace subir? -dije al oficial-. Quisiera hablar con ellos.

Subieron los hombres; las mujeres, bastante adiposas, pero no repelentes, se quedaron en la canoa, cerca de la escala, manteniéndola con suaves y lentos golpes de la pala corta, que manejaban con habilidad.

Uno de los indios era ya viejo, y en el rostro arrugado, de color mate y terroso, aparecíanle algunos gruesos y diseminados pelos de barba gris. Brillábanle los ojillos bajo las cejas canosas, y sobre la frente y las sienes le caía la crinuda cabellera lacia. El otro, mucho más joven, se parecía a él. A bien que todos los yaganes se parecen, o nuestros ojos no ven las diferencias, como pasa con los japoneses, que a nuestra vista no tienen más que un solo modelo...

-¿Cuántos años tiene usted? -pregunté al viejo.

-¿What?

No hablan sino inglés; claro, la misión... Demartini les repitió la pregunta en esa lengua.

-Yes... -dijo el indio.

Sí, no era una respuesta. Se insistió, pero con igual resultado.   —251→   El viejo sonreía, brillábanle más los ojos, pero su única respuesta era el mismo yes.

No quieren contestar. Recelan de todo extranjero, y dudan cómo serían recibidas sus palabras. Para escapar por la tangente tienen el pretexto del idioma y lo aprovechan.

Se les dio galleta, volvieron contentos a su canoa, alejáronse del Villarino, y poco después desembarcaban en la costa de la península.

Entretanto había llegado el bote de la gobernación, llevando a su bordo varios vecinos de Usuhaia, el juez de paz Salvadores, el comerciante Luis Fique y otros, que nos invitaron a desembarcar.

Una visión inesperada en aquellas latitudes nos sorprendió a todos agradablemente: era un ligero bote, a cuyo timón iba una dama; otra se hallaba a su lado; manejaban los remos niñas vestidas de colores primaverales, y jovencitos que bogaban con vigor. El sol caprichoso brillaba en las aguas y animaba el cuadro, que parecía arrancado del Tigre para trasladarlo por encantamiento a aquellos solitarios parajes, animados y alegrados por su nota vibrante.

-¿Quiénes son esas damas?

-La señora de Godoy y la de Abdón Aróstegui, con sus hijos.

-¡Ah!

El misterio quedaba explicado, y de veras que la iniciativa de aquellas damas, en villegiatura en Tierra del Fuego, no ha de contribuir poco a los futuros veraneos en el canal del Beagle, en esa maravilla americana y argentina, que una vez puesta en moda tiene que hacer furor, como suele decirse en las crónicas sociales.

Pero era necesario desembarcar para conocer la capital fueguina, aprovechando las pocas horas que pasaríamos en sus aguas, tanto más, cuanto que, al regreso, el Villarino sólo se detendría para recoger la correspondencia. Bajamos a tierra, y al echar a andar por el muelle, lo primero que nos llamó la atención fue un poste rojo del correo. Más tarde íbamos a ver otro ejemplar en San Juan del Salvamento, y creo -aunque no estoy seguro- que hay otro en el mismo Cabo de Hornos, para uso de los náufragos... sólo que sus cartas no se recogen... Naturalmente que ni en Usuhaia ni en San Juan se utilizan; pero producen tan buen efecto...

En Casa de Gobierno estaba el comandante Godoy, que nos recibió con mucho agasajo, y después de un rato de conversación   —252→   nos invitó a recorrer la capital, lo que no era muy difícil, pues ocupa un espacio todavía reducido, y no hay que detenerse mucho en la contemplación de sus bellezas arquitectónicas.

Apenas echamos a andar, prodújonos desagradable impresión la humedad del suelo, afortunadamente permeable, pero saturado de agua. En Usuhaia llueve casi todos los días, y a menudo varias veces, de modo que el piso no se seca nunca. Pero el barro no se adhiere a los pies, y si el calzado no se empapara, la incomodidad sería llevadera. Sin embargo, el hábito se hace, y la salud general de los blancos es tan buena allí, que Popper soñaba en el establecimiento de un sanatorium, sin duda teniendo en cuenta la presión atmosférica, cuya media es de 740.94, casi la misma que en la Côte-d'Or, un poco más baja que la de Santiago del Estero, mientras que su temperatura, en verano, no baja de 9 a 10 grados centígrados.

Nos encaminamos hacia el bosque, por senderos abiertos entre la yerba menuda y firme, pasando cerca de las casas de comercio, que a estilo de las que abundaban en otro tiempo en la provincia de Buenos Aires, tienen de todo, y especialmente bebidas. Un billar reunía en torno un grupo de personas. Las casas de madera, con techos de hierro de canaleta, parecían deshabitadas, y un silencio profundo reinaba en el pueblo, sólo interrumpido por las risas que partían de la sala de billar. Se experimentaba un sentimiento de soledad, aunque fuéramos seis o siete en animada conversación. Después de pasar el limpio arroyo, cuyas aguas llegan hasta la punta del muelle, y caen desde allí con salto continuo y rumoroso, comenzamos a subir una cuesta suave, un camino carretero que se interna en el bosque, bajo la sombra de las corpulentas hayas. A su lado, a la derecha, corre sobre pequeños cantos rodados el hilo de agua que baja rápido de las alturas, entre el marco de oro de los musgos y de esmeralda de las yerbas acuáticas, salpicado aquí y allá con magníficas flores blancas, aljabas rojo y violeta, espinos de fruta negra y redonda, tristes y agrios como malhumorados habitantes del bosque, proveedores, muy a pesar suyo, del azucarado postre de los indios.

A medida que subíamos, la selva se hacía más espesa y obscura; secos hachazos resonaban a lo lejos con golpe rudo, y los árboles parecían estremecerse al oírlos. Muchos con la apariencia de la vida estaban muertos en pie, corroído, carcomido, podrido el corazón por la humedad. Un pájaro trepador, especie de carpintero, les horada el tronco, cerca de la cepa,   —253→   por donde penetra el agua que los mata34. Otros, lozanos y orgullosos, llevaban sus ramas vigorosas, cubiertas de hojitas verdes, a mezclarlas con las rugosas y secas de los árboles muertos, prestándoles una apariencia de vida.

Ni una hoja se movía en la tranquilidad apacible de la atmósfera, y el sol, que se había despojado de su capa de nubes, sembraba el suelo de onzas de oro. De vez en cuando el grito de un pájaro vibraba en el aire, y a lo largo del camino, curioso y alegre, acompañábanos saltando el reyezuelo de plumaje obscuro, que nos miraba torciendo coquetamente el cuello. Un poco más lejos, oímos de pronto una confusa algarabía: eran loritos verde claro, que se habían posado en la copa de una haya, y discutían acaloradamente no sé qué proposición controvertible. Algún papamoscas de pico negro y copete escarlata, uno que otro gorrión alejado casualmente de la llanura, tordos, estorninos... Los pájaros moscas, las mariposas, volaban en torno de los árboles, cortando en sus giros la línea recta de las escasas abejas que andaban en busca de flores. Pero no se crea por esto que el bosque era un enjambre de seres vivientes y alados. Por el contrario, parecía a primera vista despoblado, mudo como el bosque durmiente, y los mismos golpes del hacha, parecían su respiración jadeante, como si tuviera pesadilla.

Todavía podíamos contar con algunas horas de día, y continuamos internándonos en la selva, subiendo el declive bastante rápido del camino carretero, sobre una masa compacta de hojas en lenta descomposición. No andábamos sin trabajo, a causa de la presión barométrica y de la blandura del suelo, que cedía bajo nuestros pies, ya pisáramos en la capa de detritus vegetales, ya en los musgos amarillos y esponjosos enormes, redondeados como inmensos crisantemos. Algunos troncos, derribados por su propio peso, estaban cubiertos de parásitos, hongos y musgos, variadísimos, sobre todo éstos, que la industria aprovecha para formar selvas minúsculas, extraña vegetación, adorno en mesas y floreros de gusto más o menos discutible. Ni un reptil, ni un sapo, ni una rana se deslizaban o saltaban entre aquel vigoroso enzarzamiento de   —254→   árboles, plantas y yerbas, de un aspecto verdaderamente tropical...

Nos sentamos los más cansados en un grueso tronco, mientras el Gobernador, el comandante Funes y el señor Fique, comerciante de Usuhaia, seguían adelante, examinando los árboles más desarrollados, que se encuentran en el corazón mismo del bosque. Por entre las ramas, y desde aquella altura veíamos las aguas tersas de la bahía, que el sol doraba a trechos con reflejos enceguecedores. De pronto palideció, para tomar en seguida el color del acero, mientras en las altas hojas comenzaban a redoblar las gotas de una lluvia tan repentina como importuna.

-¡Oh! Hay que acostumbrarse -dijo por vía de consuelo un empleado del presidio, que nos acompañaba-. Si hiciéramos caso de la lluvia, nunca podríamos salir.

-Lo que no significa que tengamos que soportar ésta -dijo uno de nosotros.

Emprendimos el viaje de regreso, dejando que los infatigables caminadores hicieran lo que más les acomodara, mientras nosotros buscábamos el reposo agradable de las casas. Por fortuna, el chubasco no era fuerte e iba a ser pasajero. En efecto, cuando salimos de la sombra de los árboles, el cielo se despejaba nuevamente y el sol aparecía otra vez. Decidimos entonces aguardar a nuestros compañeros, que no tardaron mucho.

-¿Y, amigo, usted también se marcha mañana? -preguntó Godoy acercándose a mí.

-Sí, comandante; no puedo quedarme sin visitar Lapataia, de que me han hablado como de algo muy hermoso, y de darme cuenta de la importancia del aserradero.

-Pero entonces no va a ver a Usuhaia...

-¡Eh!, no tiene mucho que ver que digamos, y esta misma tarde puedo escudriñarla de extremo a extremo. Además, a la vuelta...

-No cuente con la vuelta. El Villarino no se detendrá sino momentos...

Pero no quería dejar de ir a Lapataia, y toda argumentación sería inútil. Por suerte, la galantería del gobernador iba a encontrar la manera de obviar dificultades, y de facilitarme una permanencia más larga en la capital fueguina...

-Bueno, usted se va. Pero, si yo le mando mañana la lancha a vapor, ¿se vendrá para ver esto más despacio?

-¿Por la tarde?

  —255→  

-Sí.

-De mil amores. Ésa sí que es una excelente proposición, pues de ese modo mataré dos pájaros de una pedrada: conoceré Lapataia, y esta ciudad que, según parece, tiene sus complicaciones... Pero -bromas aparte- vendré con gusto, para que usted me dé algunos informes sobre estos territorios.

Visitamos la pequeña iglesia en construcción, cuyas paredes exteriores son de hierro galvanizado, revestidas interiormente con otras de madera del país, como el piso, cuyas tablas proceden del aserradero que funciona en la cárcel de reincidentes. La iglesita tiene su campanario, pueden caber en ella unas doscientas personas, y no presenta mal aspecto. Al contrario... como que es el único monumento arquitectónico de la población. Pasamos, también, por el interior de la fábrica de conservas, de que me ocuparé después (o no), bebimos un vaso de cerveza con que nos obsequió don Luis Fique en El primer argentino, casa de comercio que fundó en 1884, cuando el hoy comodoro Laserre enarboló por primera vez el pabellón argentino en Usuhaia, y luego nos fuimos a la Casa Gobierno, a continuar allí las amenas pláticas del día.

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IGLESIA DE USHUAIA

Roncaba la estufa atestada de carbón, en el despacho de Su Excelencia, porque desde que comenzó a caer la tarde, bajaba rápidamente el termómetro, y dos o tres, sentándonos en su derredor, nos pusimos a asar cuidadosamente los botines que chorreaban agua y cuyas suelas se habían esponjado como carbón húmedo.

-Lignito de Tierra del Fuego -dijo Godoy.

  —256→  

-¿De veras?

-Sí. Aquí tienen ustedes la muestra. Quema tan bien como el carbón de piedra... o casi. He mandado a la capital, para que los conocedores opinen sobre él.

-¿Y hay mucho?

-Mucho, sí. Se han encontrado varios yacimientos importantes, y cerca de las costas, lo que facilitará su explotación, si la calidad hace que valga la pena, como creo. ¿Quieren tomar un mate?...

Buenos Aires no quiere ya mate. Pero apenas se sale de su arrabal, apenas desaparecen las aceras de piedra y los faroles de gas, el mate recobra su imperio, vuelve a sus antiguos esplendores, reúne en amable intimidad a grandes y pequeños, nacionaliza y vincula a todos, y su sabor ligeramente amargo, su suave estimulación, anima las conversaciones, abre el apetito de pensar y de comer, aclara las ideas, dulcifica asperezas y antipatías, inclina a lo ingenuo y a lo bondadoso, y es el amable boute-entrain en las tertulias, y el amenísimo compañero en la soledad, que puebla como su hermano el cigarro. He encontrado en viaje muchos excursionistas extranjeros que, después de algunos visajes de repugnancia para con la bebida nacional, han ido modificando su primera impresión hasta convertirse en incansables materos. En viaje, el mate no es sólo un entretenimiento, es un verdadero ayudante -si se me permite-, tan poderoso como la coca para algunos organismos. Pues... queda dicho que empezó a circular el mate amargo, acogido con gusto por todos, y que la conversación se animó, acompañada por el ronquido de la estufa, y los silbidos de una que otra racha violenta que sacudía las paredes de tabla del palacio gubernativo. Y salieron a danzar... ¡los transportes!...

¡Pero, señor! O se han pasado la palabra todos los sudistas argentinos, o existe una razón vital de protesta. En Madryn... ¡los transportes! En Santa Cruz... ¡los transportes! En Gallegos... ¡los transportes! En Usuhaia... ¿Se oirá el mismo estribillo en San Juan del Salvamento?... ¿La gritería se convertirá en plebiscito?

Mercaderías tiradas... visitas de médico... cargas que nunca se embarcan... averías y perjuicios... comida imposible... prensas de gente en vez de camarotes... tardanza desesperante o prisa vertiginosa, nunca el término medio... Las mismas quejas, casi con las mismas palabras...

-Pues si ustedes taladraran los oídos ejecutivo-nacionales como taladran los míos, seguro estoy de que no pasarían tres   —257→   meses sin que tuvieran las mejores comunicaciones del universo e islas adyacentes... ¡Vaya! Yo también trataré de aburrir a Gobierno y pueblo con la repetición interminable de la misma cantilena. Pero, descuiden ustedes. Será completamente inútil.

Ya era de noche cuando nos despedimos del comandante Godoy, para volver al Villarino.

-Quédense ustedes a comer conmigo.

-Gracias. Estamos empapados.

-Ésa no es una razón... fueguina.

Pero nosotros no estábamos aclimatados todavía, y la humedad, que se nos infiltraba hasta las carnes, no era para ser soportada mucho tiempo más.

-¡A bordo, a bordo! Gracias de todos modos, gobernador.

-Le mando la lancha, ¿eh?

-Por la tarde, sí. Por eso he dejado hoy de ver algunas cosas que me interesan.

-Buen viaje, entonces.

Entramos en el chinchorro que nos aguardaba al extremo del muelle, y los marineros bogaron con brío hacia nuestra casa flotante.

A la madrugada siguiente, apenas el crepúsculo comenzó a dejar ver los objetos, cobrose el ancla, rodó la hélice, y el Villarino fue poco a poco desandando parte de lo andado, para fondear hora y media después en Lapataia, o sea Bahía de los Ladrones.




ArribaAbajo- XXII -

Dos días en Lapataia


Aquella mañana nos levantamos tarde casi todos los pasajeros, pues la tertulia de la noche anterior se había prolongado más que de costumbre, de modo que no vimos de nuevo el hermoso paisaje que presenta esa parte del Beagle. Pero cuando subimos a cubierta, no nos fue posible dejar de admirar la belleza de la bahía en que estábamos fondeados, una de las más seguras y más pintorescas que tenga la Tierra del Fuego, tan rica en panoramas. Ciérranla por todos lados altas y escarpadas montañas, dejando sólo una puerta de entrada, en   —258→   cuyo umbral se ve la espuma de las olas que no lo transponen cuando el mar se agita y convulsiona fuera. Las aguas verde esmeralda de un ancho arroyo, casi un río, serpean rápidas entre rocas escuetas, y van a confundirse con las más obscuras de la bahía, en cuya superficie juguetean y pescan los patos a vapor, las avutardas, los gansos, los cormoranes, ofreciéndose a la escopeta del cazador, espiados por los buitres y los halcones, o por algún cóndor vagabundo que se ha dejado llevar hasta allí al capricho de sus infatigables alas, pronto a hacer presa de ellos si la ocasión se ofrece.

¡Qué acuarela! ¡Qué suavidad de tintas! ¡Qué armonía! La roca desnuda, rojiza, o parda, o blanquecina; la arena menuda y blanda de las playitas, el canto rodado de otras festoneadas por el cachiyuyo verdinegro, medio corrompido, que depositaron como una orla las mareas; la selva trepando hasta la altura; árboles con las raíces al aire, como garras, prendidas a la peña estéril, nudosas y fuertes, chupando por todos sus poros un alimento invisible; más allá un islote de piedra, sin vegetación, descubierto sólo en las aguas bajas, cubierto por la negra alfombra de los mejillones; otros escollos blanqueados por el guano de los shags; allá a la izquierda, sobre una playa teñida de verde, rodeada de montes casi a pico, la Primera Carbonera Argentina con su techo azulado, sobre altos pilotes de madera, sin paredes y... sin carbón. En nuestro país una carbonera nacional que tuviera carbón, sería una anomalía tan grande por lo menos como un ministerio de Hacienda con dinero en la caja... Y sobre todo esto, un cielo azul celeste pálido, surcado por una que otra nube blanca como un copo de algodón.

Eran las diez y media de la mañana. Habíamos llegado antes de las ocho, y aún no se mostraban los hombres del aserradero, invisible desde a bordo, pues se halla algunas cuadras río arriba, disimulado por islotes y peñascos altos o cubiertos de árboles. No sé qué había sucedido, el hecho es que hasta entonces no habían podido acudir, y que se les esperaba con impaciencia.

Por fin, de detrás de una peña salió un bote, conduciendo a varias personas que pronto estuvieron a bordo. Entre ellas estaba el señor Brusotti, administrador del aserradero, que pertenece a los señores A. Zavalla y Compañía, que lo adquirieron de su fundador don Jacinto Ravié, actualmente cónsul argentino en Punta Arenas, y propietario de un nuevo aserradero frente a la península Gable.

  —259→  

El señor Brusotti, que se quedó a almorzar con nosotros a bordo, en la cámara del comandante Murúa, donde lo hacíamos éste, Méndez, Funes, Demartini, el doctor Luque y yo, nos invitó a visitar el establecimiento, que es, sin duda, de bastante importancia, y que está llamado a grandes desarrollos. Nos trasladamos a tierra, una hora más tarde, en la lancha a vapor del Villarino, por los estrechos pasos que se abre el río de ondas verde blanquecino en medio de las rocas. Presentose a nuestra vista un grupo de casas, galpones y depósitos, construídos con madera del obraje y hierro galvanizado. Era la habitación de la familia, la de los obreros y peones, los cobertizos para guardar y estacionar madera, y el departamento de las máquinas, de cuya chimenea salía un grueso penacho de humo negro. Sierras circulares, sierras sin fin, sierras de carro, hacían a un tiempo, casi automáticamente y con pocos obreros, tablones, tablas, postes, varillas... Aquella actividad, aquel trabajo, en sitios al parecer desiertos, y a tantas leguas de distancia de los centros poblados, causaban una agradable sorpresa.

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ISLA REDONDA (LA PATAIA)

La playa turbosa estaba sembrada de gruesos troncos de árbol, algunos de más de un metro de diámetro, que una yunta de bueyes arrastraba pesadamente uno por uno, subiendo la cuesta, para dejarlos junto al depósito. Los pacíficos animales obedecían a la palabra del peón que los manejaba látigo en   —260→   mano, como un director de picadero, y sus gritos dominaban el fragor de las sierras al morder la madera haciendo volar amarillentas nubes de aserrín.

El corte de árboles se hace en varios puntos, río arriba, donde los obrajeros tienen también sus casas. La mayor parte de los troncos son conducidos al aserradero por el río, por el «camino que anda», atados unos a otros como balsas. Una esclusa, que cierra un gran remanso en el sitio en que dos rocas avanzadas forman una angostura, impide que los trenes de madera, o la mayor parte de ellos, salga al mar y se pierda en los canales. El obraje principal se halla en el centro del istmo que separa a Lapataia de la bahía Argentina. Hay allí un gran galpón para el personal, depósito de víveres, cocina, etcétera. Cuenta con doce obrajeros, cuatro carros especiales para el transporte de troncos gruesos, cuatro yuntas de bueyes, cuatro sierras de vuelo, etc., etc. Está unido al aserradero por un excelente camino de tres kilómetros de largo, hecho con troncos, piedra y ripio, que se cuida de mantener en buen estado para la facilidad del transporte, cuando se hace en carros.

La madera que se utiliza es, naturalmente, la del fagus, que allí llaman coigüe como en Chile. Interesarán los siguientes informes, recogidos de los propietarios del obraje, a propósito de esa madera, cuyo uso se hará más general cuando sea más conocida35.

Su buena calidad y duración depende de que los árboles sean cortados en invierno, cuando se ha retirado la mayor parte de la savia. De otro modo, quedando muy húmeda, se pudre o se raja. El muelle de Punta Arenas, que se halla aún en buen estado, fue construido en 1860 con madera cortada en las condiciones antedichas.

Pero hay una dificultad para el corte de árboles en invierno, y es la gran diferencia de duración del día en las dos estaciones extremas. En el verano hay cerca de catorce horas de sol, sin contar los crepúsculos, y en ese tiempo se trabaja mucho y fácilmente, los caminos son mejores, los bueyes están gordos y el frío no acobarda a los obrajeros. En el invierno   —261→   el día dura como unas siete horas, y las nevadas que obstruyen los caminos, el inevitable enflaquecimiento de los bueyes, y otras penurias inherentes a la estación, hacen que el rendimiento sea escaso y la madera tenga que venderse a más alto precio.

Mientras visitábamos el aserradero, el comandante Funes no estaba ocioso. Había ido a hacer un minucioso examen de los postes preparados para cargar el Villarino y destinados a la construcción del telégrafo patagónico. De este examen resultó un beneficio, pues logró troncos más gruesos que los contratados, y por consiguiente, de mayor duración, considerando las violencias de los vientos más fuertes en Patagonia.

Luego pasamos a la huerta, junto al río verde, sobre un terreno alto y plano, de pequeña extensión, en que crecen los nabos, las coles y otras plantas comestibles, al lado de las fragantes frutillas bermellón claro, que los visitantes devastamos en un abrir y cerrar de ojos, con anuencia del dueño y gran sentimiento de sus hijitos, al mismo tiempo hortelanos y consumidores.

Más lejos se alzan las colinas que van creciendo hasta convertirse en montañas boscosas, barrera limitadora del horizonte. Allá arriba hay un magnífico lago, visitado y poblado por patos y cisnes, y por bueyes y carneros vueltos al estado salvaje. Estos carneros, tienen tal abundancia de lana, que, siendo difíciles de atrapar en los sitios descubiertos, se enredan y traban en el bosque, presentando magnífico blanco al cazador. Pero, aunque algunos hubieran bajado con escopeta, como el doctor Pinchetti, que de ella no se separaba jamás, y aunque no faltara quien se internase en busca de caza, nadie llegó al lago, de lo que se felicitarían mucho las aves, ni nadie descubrió ganado alzado, con lo que se perdonó la vida a los carneros.

A la tarde, mucho antes de que el sol se ocultara tras de las montañas, regresé a bordo, a esperar el vaporcito de la gobernación que debía ir a buscarme. Pero el mar estaba muy agitado afuera, comenzaban a caer frecuentes chubascos de lluvia pulverizada por el viento, y lo más probable sería que el patrón no se hubiera atrevido a salir con la frágil lancha. Así fue, en efecto, y mi prisa resultó inútil, no sirviendo sino para hacerme parecer más largas las horas, en medio del paisaje borrado por la lluvia y la neblina, que apenas dejaban ver el techo plomizo del depósito de carbón, cuya armazón desolada se alzaba a pocos metros del Villarino.

  —262→  

-Aquí ha estado el Bélgica -oí que decía una voz cerca de donde yo estaba.

Era uno de los empleados del aserradero, que hablaba con otro del transporte. Me acerqué a ellos, preguntando:

-¿El de la expedición al polo sur?

-Sí, señor, el mismo.

-¿Y con qué objeto vino?

-A hacer aguada. Parece que su viaje hasta aquí no ha sido muy próspero, y que la mala suerte persigue al barco. Apenas salió se le descompuso la máquina y tuvo que ir a Ostende. Desde allí hasta las aguas sudamericanas ha navegado muy lentamente. Luego la tripulación comenzó a comportarse tan mal, que el comandante tuvo que dejar en tierra algunos marineros en Magallanes. ¡Quién sabe cómo le irá después!... Ahora debe estar por las tierras de Graham por lo menos, y aun así, no ha hecho el trayecto con la rapidez necesaria. El invierno se viene encima.

-¿Qué tal barco es el Bélgica?

-Bastante sólido para ballenero. Soportará bien los témpanos aislados, pero no me parece muy propio para una invernada en los hielos.

Recordé entonces los terribles crujidos del Fram, que describe Nansen, cuando lo estrechaba con abrazo mortífero para cualquier otro buque, la nieve helada en torno suyo.

-¿Los oficiales hicieron observaciones? -pregunté.

-Sí, creo que sí... Sobre todo, tomaron muchas vistas fotográficas, con aparatos muy hermosos que habían traído. Todos gozaban de muy buena salud, declaraban que estas comarcas eran lindísimas, y se mostraron muy amables y corteses. Cuando llenaron sus aljibes, se fueron. ¡Quién sabe si los volveremos a ver!...

Mientras conversábamos en cubierta, soportando la llovizna helada, por no meternos en la cámara, triste y obscura, mis ojos se volvían instintiva e insistentemente hacia el galpón, en uno de cuyos rincones había un montoncito de hulla.

-Poco carbón tiene el depósito -dije.

-Sí -contestó uno de mis interlocutores-. Y así es desde hace mucho tiempo, de modo que la carbonera es un simple adorno.

Sin embargo, este abandono debe cesar cuanto antes. No tenemos sino dos depósitos de carbón en los mares del sur, el de Santa Cruz y el de la Lapataia, ambos desprovistos, y que no pueden prestar, por consiguiente, ayuda alguna a nuestra   —263→   marina de guerra, ni a los barcos que por cualquier contingencia necesiten combustible para continuar su navegación. Tener carboneras en esa forma es irrisorio, y mucho más pagándose, como paga el Gobierno, mensualidades por la custodia de la hulla ausente.

Por otra parte, la situación de Lapataia en mitad del canal del Beagle, no la hace muy a propósito para ese servicio; mejor sería cualquier punto austral de Patagonia, o la misma Isla de los Estados, más cercanos a los caminos seguidos generalmente. Se dirá que pueden improvisarse carboneras en un momento dado y sin gran pérdida de tiempo. Conforme. Pero siempre habría alguna pérdida, innecesaria, y causada sólo por la imprevisión.

Los últimos rezagados volvían de tierra.

Todo el día, y a pesar de la lluvia de la tarde, se había estado cargando postes para el telégrafo, bajo la vigilancia del comandante Funes, que los examinaba uno por uno en el embarcadero. Fue el último en regresar acompañado por el señor Brusotti, que iba con la buena intención de invitarnos a almorzar al día siguiente a su casa. Muy hospitalaria y obsequiosa con los viajeros la gente del sur, y muy prontos a aceptar invitaciones los viajeros australes, víctimas indefensas de la cocina de a bordo.

Demás está decir que al día siguiente todos los invitados acudíamos al lugar de la cita, provistos de un apetito que hizo honor a unos tallarines de mano maestra, y otros platos no menos respetables, acompañados de rabanitos, manteca de cabra, blanca como campo de nieve, champignons frescos y encurtidos de un sabor delicioso, y frutillas fragantes y qué sé yo... La señora de la casa se preocupaba de todos menos de ella misma, haciéndose acreedora a nuestro agradecimiento y aplauso. Hacía tiempo que no comíamos tan bien, ni rodeados de tantas atenciones.

No se había interrumpido, entretanto, la carga de los postes, ni se tenía noticias de la aproximación de la lanchita a vapor de Usuhaia, cuya ausencia me había permitido asistir a aquel almuerzo famoso en los anales del viaje. Demartini y yo nos fuimos, pues, a vagar por el bosque, cuyo silencio admiraba y sobrecogía, y allí hubiéramos quedado el día entero, si la humedad que nos empapaba los pies no se hubiera entretenido, también, en helarnos las piernas hasta las rodillas.

Regresamos a bordo, y pasamos melancólicamente el resto de la tarde mirándonos las caras y preguntándonos hasta   —264→   cuándo iba a durar nuestra inacción. Estábamos sin duda invadidos por la manía de la movilidad. Sólo nos distrajo la llegada de un bote que iba en busca del doctor Luque, con la noticia de que acababa de ocurrir un accidente en el aserradero. Una viga, al caer, había roto la pierna a un obrero que no tuvo tiempo de escapar al golpe. Sus dolores eran terribles, y urgía auxiliarle.

El médico, siempre pronto, siempre solicitado en todos los puertos a que arribaba, se embarcó inmediatamente para ir a la cabecera del herido, a quien hizo la primera cura, dejándolo algo calmado.

El Villarino tenía que permanecer día y medio o dos días más en Lapataia para completar su cargamento de postes. Habría tiempo, pues, para aburrirse, y eso consideraba yo entre mí, cuando un grito lanzado desde la popa vino a desvanecer mis temores:

-¡La lancha, la lancha!

En efecto, por el estrecho portillo que da acceso a la bahía, avanzaba con su penacho de humo hacia babor la lanchita esperada, pequeña a la vista como una cáscara de nuez.

La tarde caía entretanto, y poco tiempo después iba a ser noche cerrada. Cuando atracó la lanchita al Villarino, que parecía un gigante a su lado, el crepúsculo comenzaba, y el paisaje aparecía en una media luz tenue y difusa, que le comunicaba cierta dulce y triste poesía, un encanto misterioso, vago, opresor...

El patrón preguntó por mí.

-¡Presente!

-Me manda el señor gobernador, para que me ponga a sus órdenes.

-Muchas gracias. Pero supongo que no será prudente ni necesario salir hoy...

-Cuando usted guste.

-Mañana temprano...

-Muy bien. ¿Quiere usted visitar la lancha?

No tenía gran cosa que ver: la máquina la ocupaba casi toda, no dejando a los lados sino un paso de veinticinco centímetros de ancho. A popa le habían hecho una camareta en que cabrían cuando mucho, y como sardinas en banasta, siete personas de mediano volumen.

-¿En cuánto tiempo llegaremos a Usuhaia?

-Si el tiempo es favorable, en menos de tres horas.

-Bueno. Mañana a las ocho, entonces.

  —265→  

-Perfectamente.

El patrón Romero era un hombre de unos cuarenta años, fuerte y bien repartido, de mirada resuelta y modales francos y algo bruscos. El resto de la tripulación se componía de un negro maquinista, un timonel, y un chiquillo -el Payaso- que hacía de foguista y era de los menores que Godoy llevó a Usuhaia.

Al día siguiente, muy de mañana, fueron a despertarme a mi camarote; salté de la cucheta, me vestí con rapidez realmente periodística, y diez minutos más tarde estaba en la lancha, después de haber tomado mi taza de café. ¡En marcha!

La atmósfera estaba clarísima, tibia y como perfumada. Todo parecía alegre, el mar, el cielo, las costas cubiertas de vegetación, las rocas sonrosadas por los reflejos de algunas nubes teñidas por el sol. A medida que avanzábamos, el panorama se decidía, se acentuaba, con más color, con líneas más enérgicas.

En la primera isla de la derecha, saliendo de Lapataia, y en la cumbre de un cerro bastante alto, veíase un palo colocado como una baliza.

Cuando nos acercamos salió a nuestro encuentro en un bote, el viejo Revello, guardián de las ovejas que allí tiene el patrón de la lancha a vapor; iba en busca de una bolsa de galleta, y al mismo tiempo a dar cuenta de lo que aquel palo significaba.

-¡Buen día, Revello! Aquí está la galleta; exclamó el patrón cuando atracó el bote. Y... ¿qué había en el palo?

-Un frasco en el suelo, al ladito, con unos papeles -contestó el viejo.

-¿Lo ha traído?

-Sí, aquí está.

Y le dio un frasco de vidrio blanco que en efecto contenía papeles, bastante deteriorados por la humedad. Eran dos tarjetas, la una escrita con lápiz, la otra con un nombre solo. La primera algo borrosa en partes, ilegible en otras, decía lo siguiente:

«Ile Ronde, 25 février 1896. -Mardi. -Fernand Lahille, doctor en medicina y ciencias naturales, encargado de la sección zoológica del Museo de La Plata, accompagné de son préparateur M. E. Beaufils, ont passé ici trois jours pour étudier la faune et la flore. Que ceux qui passeront ici reçoivent un cordial salut de leur devancier. Ils... de la grande baie (Lapataia)... au nord (Usuhaia) est le siège d'une mission anglaise,   —266→   en même temps que le siège du gouvernement de la Terre de Féu. -F. Lahille.»

Los puntos suspensivos ocupan el lugar de palabras borradas por completo; pero no por su falta se pierde el sentido de lo escrito: la estadía del doctor Lahille, estudiando la flora y la fauna, y su amistoso saludo, que yo retribuyo como el primero que lo ha recibido. La segunda tarjeta era del señor Beaufils.

Volvimos a ponerla en el frasco, tapándolo bien, y se lo entregamos a Revello.

-Póngalo en el mismo sitio, pero a cubierto de la humedad -le recomendamos.

-Está bien. Adiós.

-Adiós.

Y la lanchita a vapor echó a andar, viró, y tomó nuevamente el camino de Usuhaia, dejando detrás el saludo del doctor Lahille, que ha de ser sin duda grato a otros que lo encuentren en aquel desierto.

En todas las ensenadas, en todas las playitas se veían gruesos troncos cortados, llevados hasta allí por la marea. Eran los que se desprendían de las balsas, y siguiendo el curso del río desembocaban en el mar. Los había en cantidad bastante grande, y parecían suficientes para cargar un buque regular; pero en su mayor parte debían hallarse ya en mal estado, y ser inservibles por su larga permanencia en el agua.

Cerca de nosotros y con gran ruido, pasó un pato a vapor, levantando espuma y dejando tras de sí una estela, como si fuese realmente una embarcación. Aunque la lanchita caminara bastante, el pato la dejó muy pronto atrás, y minutos más tarde se perdió en las sinuosidades de una costa lejana.

Ya he dicho que sus alas atrofiadas son demasiado cortas para permitirle el vuelo; en cambio, nada con increíble rapidez. Casi siempre nada en parejas, y no se separa nunca a más de tres millas de la costa, de modo que su presencia es siempre indicio de tierra próxima. Anida entre la yerba de la ribera, y pone cada año de cuatro a seis grandes huevos blancos. Su alimentación consiste en los pequeños caracoles y mejillones que viven en el cachiyuyo.

Es hermoso verlo navegar por las aguas tranquilas, envuelto en espuma, rápido y azorado como si huyera de un peligro, y su vista sorprende a cuantos se presenta por primera vez.

En el resto del viaje no encontramos cosa digna de mencionarse, si no es, en un fondo bajo de arena, visible por la   —267→   transparencia del agua, que parecía de moiré verdoso por los reflejos del bosque cercano, un pululamiento de centollas, que vagaban sobre las negras e inmensas conchas de los mejillones, que habitan aquel refugio desde tiempo inmemorial, y pescados, y langostinos, toda una vida animal hormigueante que contrasta con la escasez de seres vivientes que se nota en tierra.

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CASCADA DE RÍO GRANDE (USHUAIA)

A veces teníamos que acortar la marcha de la lanchita, y detener la hélice, dejándonos llevar por el impulso recibido y la marea bajante, al pasar por entre inmensas matas de cachiyuyo, cuyas hojas más altas erguidas sobre la superficie del mar se movían lentas a un lado y otro, acariciadas por la brisa. Tomábamos el camino más corto para llegar a Usuhaia, aprovechando los pasos inaccesibles para los buques de algún calado, pero fáciles y seguros para nuestra embarcación.

-¡Oh! Todavía tenemos que dar muchos rodeos para llegar a Usuhaia -me dijo Romero-. Sin embargo, antes debió poderse ganar mucho terreno.

  —268→  

-¿Cómo? -pregunté.

-¿No ve usted entre aquellas dos colinas un espacio llano, poco ancho y muy bajo, que apenas está cubierto por el pasto y se levanta tan poco sobre el nivel del agua, que también se ve detrás?

-Sí.

-Pues esa especie de istmo ha debido ser hasta no hace mucho un canal que nos hubiera ahorrado una tercera parte del camino. Está compuesto de arena, y la capa de turba y humus es insignificante.

Este fenómeno se ve muy a menudo en Tierra del Fuego y en la Isla de los Estados. Los desprendimientos de la roca, y las arenas que arrastra la marea, van colmando poco a poco muchas bahías y hasta canales de escasa profundidad, de modo que tiempo más tarde -léase siglos- no será ya exacta la pintoresca definición que de estas tierras hacía Darwin, diciendo que eran un país montañoso cuyos valles estaban suplantados por canales y bahías.

Pasamos cerca de una costa arenosa, tras de la cual se levantaban suavemente algunas colinas.

-Allí hay manantiales de agua mineral -dijo Romero, señalándola.

-¿De qué clase?

-No sé. No se ha analizado todavía.

-Vamos a verla.

-Ahora no es posible. La lancha no llega hasta donde es fácil desembarcar, y la chalanita no soportaría su peso, ni el mío.

En efecto, la chalana era una batea ascendida por favoritismo al rango de bote, que iba amarrada a la popa de la lancha. Embarcarse en ella era condenarse a un baño seguro, pues apenas soportaría al Payaso, que no levantaba vara y media del suelo. Cífranse grandes esperanzas en estas fuentes, aunque no se conozca aún la naturaleza de sus aguas, algunas de ellas fuertemente purgantes, como se ha experimentado por casualidad, y otras de efectos menos visibles, pero apreciables sin embargo, en molestias gástricas. Creo que ya se han enviado muestras a químicos de Buenos Aires, encargados de analizarlas.

La baja marea había dejado en seco parte de las rocas en los angostos canales que cruzábamos; estaban materialmente cubiertas de mejillones de todos tamaños, adheridos a la piedra y como ofreciéndose a nuestro apetito, aguzado por el aire vivo de la mañana, hermosa y serena como un día de otoño en   —269→   los alrededores de nuestra ciudad. El sol había aparecido ya sobre las empinadas crestas de las montañas del este, y las nubes se amontonaban alrededor de los picos, dejando libre el resto del cielo, de un azul purísimo.

Nos acercábamos a Usuhaia.

De pronto apareció el conjunto de casas de la misión, envuelto en una atmósfera dorada, leve bruma que el sol teñía con sus rayos más cariñosos, y que se reflejaban con cambiantes opalinos en el agua de la bahía, azul también, y tersa como inmenso espejo de acero. Usuhaia se presentó en seguida, retratada como la misión -con la torrecita de su iglesia, los muelles y las embarcaciones, los chalets y las casas, de cuyas chimeneas se escapaban ligeros humos, pronto desvanecidos-, en el lago inmóvil, duplicación del cielo.

Lentamente avanzamos hacia el muelle, al que comenzaron a acudir personas que me aguardaban extrañadas por la tardanza de la lancha que había salido en mi busca veinticuatro horas antes.




ArribaAbajo- XXIII -

Nuestras avanzadas del sur


El primer cuidado de mis huéspedes fue conducirme a la habitación que se me había preparado en la Casa de Gobierno, y en que, además de una excelente cama, tenía cuanto era necesario para reparar el desorden que en traje y persona había producido el viaje en la minúscula embarcación, que la chimenea se encargaba de llenar de hollín pulverizado, impagable para convertirnos en máscaras. No tardó en reunírseme el comandante Godoy, que me expuso alegremente el programa del día.

-Primero, y esto es importante, a almorzar; usted debe traer apetito con el madrugón y el fresco de la mañana. Después, tomaremos la lancha y nos iremos a ver la cascada del Olivia, que es muy hermosa. Hoy es domingo, y hay ejercicios religiosos en la misión. Llegaremos a tiempo, y usted verá un espectáculo interesante. Luego, a la vuelta, visitaremos un poco más detenidamente la capital, esperando que   —270→   llegue la hora de comer, y por la noche... haremos lo que usted quiera.

-¿Qué le parecería un reportaje sobre sus dominios, Gobernador?

-¡Hombre! Le daré cuanto informe desee, y más también. Si quiere que empecemos...

-Un momento. Acabo de arreglarme, tomo el lápiz y la cartera y comienzo a preguntar.

Pero en ese instante nos anunciaron que el almuerzo estaba en la mesa, y pasamos sin más tramitación al chalet contiguo a la Casa de Gobierno, una casa de madera llena de luz, cómoda y bastante amplia, en cuyo recinto las infaltables chimeneas conservaban la atmósfera a una temperatura casi estival.

Las señoras de Godoy y de Aróstegui, las niñas que días antes viera paseando en bote y manejando el remo, rodeaban la mesa, en el comedor, cuyas inmensas ventanas lo hacían parecer una habitación de cristal adornada con los brillantes paisajes de la Naturaleza misma: la bahía, las colinas de la misión, las costas pintorescas, los árboles del bosque... Estaba también allí el señor Ravié, que acababa de ser nombrado cónsul argentino en Punta Arenas, adonde iba a trasladarse poco después. Él y el juez de paz, señor Salvadores, debían acompañarnos en nuestra excursión de aquel día.

Almorzamos con apetito, en forma a que ya me iba desacostumbrando a bordo, y que me hizo recordar la vida bonaerense, y emprendimos viaje al muelle, donde ya nos aguardaba la lancha. Debíamos reunirnos más tarde a las damas, en la península de la misión.

El trayecto hasta el sitio en que se halla la cascada es corto, pero mientras lo recorríamos, descargaron dos chubascos, que nos hicieron temer que se aguara del todo el paseo. Afortunadamente, el cielo se despejó en seguida, mostrándose aún más radioso que antes.

Desembarcamos en una playa de cantos rodados, a cuyo borde comienza la selva en que se han hecho algunos desmontes; aquí y allá veíanse grandes pilas de troncos cortados, prontos para embarcar. Seguimos un buen trecho por la costa, internándonos más tarde por un camino cubierto de árboles, que sube con rápido declive, trazando anchas curvas; luego lo abandonamos para seguir una vereda tortuosa que la yerba iba borrando, y que serpenteaba por colinas cada vez más altas. Por fin, un rumor confuso, como el fragor de las   —271→   hojas fuertemente agitadas por el viento, nos anunció la proximidad de la cascada de ese río Grande, que no hay que confundir con el otro que, corriendo hacia el centro de la Tierra del Fuego, va a desembocar en el Atlántico entre el cabo Domingo y el cabo Peñas.

El río, de agua clara y rápida, cae allí desde una altura bastante grande, corre vertiginosamente por un espacio llano y curvo sembrado de rocas, y salta otra vez entre espumarajos. El doble salto, aunque pequeño, es interesante por lo pintoresco, rodeado como está de árboles corpulentos y de ancha copa, y de rocas desnudas, que avanzan sobre él. Las aguas, después de su primer caída, corren tumultuosas, extraviadas por los surcos que en ellas abrieron las piedras y que no se han cerrado a causa de la velocidad que llevan; infinitas burbujas suben y revientan en su superficie, sembrándolas en puntos que parecen luminosos, y no es raro ver que arranquen y arrebaten pedazos de turba cubierta de vegetación, que desmenuzan y hacen desaparecer inmediatamente revueltos en sus ondas, para depositarlos luego en la barra cada vez más ancha del río.

Sentados en un peñasco, pasamos largo rato contemplando el agreste y hermoso paisaje. Estábamos fatigados, más por la rarefacción de la atmósfera que por lo penoso del camino, y el mismo Godoy, que ya debería estar aclimatado, sin embargo, respiraba fuerte, como yo, para llenar de aire los pulmones. Bebimos de aquella agua, tan pura y cristalina en la copa, como turbulenta y opaca en su carrera vertiginosa; era riquísima, helada, y casi juraría que flores invisibles la habían perfumado y dado sabor. No debía ser esto una ilusión simplemente, porque recuerdo que Godoy me dijo:

-¿Qué le parecería tener este salto en Buenos Aires, para vender el agua por botellas? En un verano se haría una fortuna...

Las corrientes de agua de Tierra del Fuego son en general amarillentas, saturadas de turba y de otras materias en suspensión, que si no las hacen desagradables del todo, no incitan a beberlas tampoco. No son dañosas, sin duda a causa del clima, que no permite su rápida descomposición, pero sé que todas las muestras que se han enviado a Buenos Aires para su análisis, han llegado completamente descompuestas, pues no han podido soportar temperaturas más altas que la de la isla.

Pero pasaban las horas, y a las tres y media debía comenzar el oficio divino en la misión.

  —272→  

-¿Vamos andando?

-Vamos.

Por fortuna, el regreso era más fácil, pues sólo teníamos que bajar todo lo que habíamos subido, y pronto nos encontramos a bordo de la lancha, que comenzó inmediatamente a redoblar con los émbolos, navegando con rumbo a la península.

-¿Sabe usted en lo que voy pensando? En que todavía no he visto un solo caballo en Usuhaia.

-¿Caballos aquí? ¿Para qué? ¿Para andar por el bosque o trepar por las montañas de piedra? Serían inútiles. ¿Para recorrer la costa? Mejor es el bote, que puede ir en línea más recta de un punto a otro. Los caballos sólo sirven en la parte este y en la norte. Además, con la humedad de este suelo sufrirían mucho de los cascos, hasta que pasadas algunas generaciones, los productos nacidos aquí estuvieran naturalmente aclimatados.

-¿Según eso, también el ganado vacuno sufrirá en estos parajes?

-También, pero no tanto. Fíjese en los bueyes de la Gobernación, que no están mal. Sin embargo, tienen el engorde de verano; en invierno enflaquecen mucho. Y además, hay que considerar que ésos están cuidados con esmero que no podría tenerse con un número crecido de animales. Pero hay otros puntos mucho más apropiados para la cría de ganado vacuno, sobre el mismo canal de Beagle, por ejemplo Haberton, donde mister Bridges tiene hacienda flor, de que nosotros mismos nos aprovisionamos, y que adquieren casi todos los barcos que pasan por aquí.

-¿Mister Bridges, el antiguo misionero de Usuhaia?

-Sí. Ahora está instalado en la península de Gable, donde el Gobierno le ha concedido una vasta extensión de tierra.

-¿Y la misión, a cargo de quién está?

-Del antiguo catequista, el reverendo mister Lawrence, que dentro de un rato podrá conocer.

Arribamos a la península, cuyas costas bajan rápidamente hacia el mar, terminando en una playa suave, que cubren las grandes mareas. Un camino ancho y muy bien conservado sube a la colina, en que se alzan el templo y los edificios de la misión, el pequeño chalet rodeado de flores y plantas de adorno de mister Lawrence y su familia, las casas de los indios, las dependencias, etc.

Fuimos directamente al templo, donde ya estaba reunida   —273→   una concurrencia por lo menos curiosa por lo abigarrada. Las señoras de Godoy, de Aróstegui, de Lawrence, otras damas de la misión, algunos ingleses, el primer maquinista del Villarino, casado con una de las hijas del pastor y que estaba allí con licencia, nosotros, y detrás indios, indias e indiecillos, vestidos a la europea con un desaliño y una extravagancia verdaderamente fueguinos.

El reverendo Lawrence ocupó la cátedra, y comenzó la lectura, en inglés, del evangelio del día. Por las enormes ventanas entraba una luz tranquila y amable; en las paredes brillaban grandes carteles con paisajes de colores vivos e inscripciones morales y religiosas, en inglés. Los fieles estaban sentados en bancos de madera, frente a los cuales había un reclinatorio.

Concluido el evangelio, comenzaron los cánticos, en coro, tomando también parte en ellos algunos indios e indias, con bastante ajuste y siguiendo sin dificultad los acordes del armónium que los acompañaba.

Entre esos cánticos hízose notar uno en lengua yagana, cuyas dos primeras estrofas decían así:



Jesus jai a cush-gai-at-a
nnu jai ai-aw-la
Baible, endaige a va wun
Le cuyah-ge-gay-at-a.

Ye-ca-ci-yu-al-am-iim
ci chin-ah-cin-aamush
Ci-yu-al-a mai-aw-ana
Cunyin mush a-bi-la.

Luego un sermón, una oración en yagán y en castellano por la prosperidad de las autoridades de nuestro país, etc., etc., y los oficios divinos concluyeron.

En la puerta se reunió con nosotros el reverendo Lawrence, que nos invitó con mucha galantería a tomar una taza de té.

La salita, llena de libros, paisajes, fotografías, publicaciones ilustradas, muebles confortables, daba la ilusión de que nos halláramos en las proximidades de Buenos Aires, en una de las mansiones inglesas de Lomas o Temperley, y no en plena Tierra del Fuego y rodeados por todas partes de desierto. Mientras mistress Lawrence y sus hijas se ocupaban de preparar el té y las excelentes tostadas con manteca del día, el reverendo me dio a conocer brevemente la historia de la misión, en que no falta la nota dramática.

Un ex-oficial de la marina real inglesa, el capitán Allen Gardiner, salió de Liverpool el 7 de Septiembre de 1850, a bordo de la Ocean Queen.

  —274→  

Iba enviado por la South American Missionary Society, con el objeto de que fundara una misión en las costas más australes de la América del Sur, para catequizar a los indígenas, y lo acompañaban un misionero, un médico y cuatro ayudantes.

Después de una larga navegación en que se sufrieron serios contratiempos, Gardiner y sus compañeros desembarcaron dos meses más tarde en Banner Cove, puerto de la isla Picton.

El Ocean Queen les dejó provisiones para seis meses, dos balleneras y dos botes pequeños para su movilidad, armas y municiones, etc., etc.

Los intrépidos misioneros quedaron solos en aquel país desconocido y entonces inhospitalario, pero llenos de la noble resolución de llevar a cabo la tarea emprendida.

La isla Picton, que se encuentra en el extremo este del Beagle, entre Haberton y Sloggett, no ofrecía recursos para la subsistencia. Los yaganes, por otra parte, hostilizaban a los misioneros que habían ido a establecerse en su territorio. Las provisiones comenzaban a escasear, las esperanzas de recibir ayuda de Inglaterra se hacían más problemáticas, y la situación iba presentándose insostenible.

En este trance, Allen Gardiner resolvió abandonar la isla, para ir a establecerse con sus compañeros en lugares más hospitalarios.

Tomó sus barquichuelos, embarcó en ellos los pocos víveres que le quedaban, y pocos meses después de su arribo a Banner Cove, salía de allí para ir a buscar la muerte en Bahía Aguirre.

Dirigiose Allen Gardiner, en efecto, a dicha bahía, que se halla a unas treinta millas al este de Picton, en la angosta punta que Tierra del Fuego avanza sobre el Atlántico. Desembarcó allí, en un sitio que le pareció conveniente, pero luego resolvió dirigirse al Puerto de los Españoles, situado en la misma bahía.

Por si llegaba algún buque de Inglaterra en su socorro y llevándole provisiones -desgraciadamente se habían agotado ya cuantas tenían-, dejó sobre una piedra la siguiente inscripción:


Dig below
Go to Spaniard
Harbour.
March, 1851.

«Cave usted abajo. Voy al Puerto de los Españoles. Marzo de 1851.»

  —275→  

Al pie de la piedra enterró con las precauciones del caso, para que se conservara, un papel conteniendo este angustioso llamado:

«Si usted marcha por la playa, milla y media, nos encontrará en el otro bote amarrado en la boca del río, en el extremo de la bahía, lado sur. No tarde, porque nos estamos muriendo de hambre.»

Desgraciadamente este pedido desgarrador de auxilio iba a escucharse demasiado tarde.

La muerte más horrible aguardaba a los infortunados y valerosos misioneros...

El buque Dido, de la escuadra inglesa, que iba a llevarles provisiones, llegó al escenario de aquel drama el 6 de enero de 1852, muchos meses después de la catástrofe...

Guiados por la inscripción y por el rumbo que señalaba el papel enterrado, los tripulantes de la Dido fueron en busca de los cadáveres, pues no otra cosa esperaban encontrar.

Lo primero que encontraron en el Puerto de los Españoles fue los cuerpos insepultos del capitán Allen Gardiner y del misionero Maidment. Más lejos, en la boca del río, estaban los cuerpos del médico Williams y del pescador John Pearce...

El hambre había dado trágico fin a la primera tentativa de civilizar a los fueguinos...

Mister Lawrence interrumpió su relato para que hiciéramos los honores al perfumado té que nos ofrecía su señora, acompañado de las crujientes tostadas, y de fresquísima leche de vaca. Luego continuó:

Pero este primero y doloroso fracaso no entibió el celo de la South American Missionary Society. Por el contrario, la memoria de Gardiner parecía incitarla a perseverar, como lo hizo.

En efecto, en 1853 mandó construir una goleta de cien toneladas, propia para la navegación de las costas del sur, y la bautizó con el nombre del intrépido y abnegado capitán.

La Allen Gardiner, bajo el comando del capitán W. Parker Snow, y conduciendo a su bordo al misionero Garland Phillips y al cirujano Ellis, zarpó para Tierra del Fuego en 1854, con el mismo propósito que llevaran sus predecesores.

Pero no llegó hasta la isla, sino que se detuvo en las Malvinas, donde se fundó una misión.

La pequeña colonia se compuso de los ya nombrados y de los reverendos G. P. Despard, John Furniss Ogle y Allen Gardiner, único hijo de la víctima de Bahía Aguirre.

  —276→  

Aunque establecidos en las Malvinas, no abandonaron la idea de catequizar a los fueguinos, y con el objeto de trabar poco a poco relaciones con ellos, suavizar asperezas y enemistades y aprender su idioma, expedicionaron con mucha frecuencia al canal del Beagle, deteniéndose en el Puerto de los Españoles, en la isla Picton, en Usuhaia, Wualaia, etc. Algunos vivieron algún tiempo con los indios, para progresar más en el conocimiento de la lengua, que pronto supieron porque una casualidad feliz los puso en contacto con Jemmy Button, el famoso fueguino inmortalizado por Darwin en su Viaje de un naturalista, que Fitz-Roy llevó a Inglaterra y en su segunda expedición devolvió a sus lares. Jemmy los guió en el aprendizaje del yagán, y merced a su ayuda, en breve tiempo pudieron explicarse.

Era ya hora, pues, de intentar la segunda fundación de la colonia misionera de Tierra del Fuego, como en efecto se hizo.

El 1.º de Noviembre de 1859, ocho años después del trágico fin de Gardiner, la goleta de la misión, procedente de las Malvinas, fondeaba en Wualaia, donde iba a desarrollarse un nuevo y sangriento drama.

Los indígenas hicieron en un principio demostraciones de amistad y trataron bien a los misioneros, que permanecían, sin embargo, a bordo. Pasaron así algunos días, y la confianza empezó a nacer. Cinco más tarde, todos, menos el cocinero de la goleta, se trasladaron a tierra.

Eran ocho personas: el capitán de la Allen Gardiner, un misionero, dos pilotos y los cuatro marineros que componían la dotación del buque.

Descuidados estaban, cuando de pronto los atacaron traidoramente los indios.

No se dio cuartel. Los ocho perecieron asesinados.

Sólo se salvó el cocinero, que por su suerte se había quedado a bordo, y que luego pudo contar los detalles del suceso...

Segunda vez habían quedado burlados tan nobles esfuerzos, y segunda vez la muerte había esterilizado la semilla de la misión.

Pocos años después, en 1862, se insistió de nuevo, pero esta vez para triunfar de todas las dificultades.

La South American Missionary Society nombró en aquella época «superintendente de la misión anglicana de Tierra del Fuego», al reverendo mister Wasti H. Stirling, que debía residir en las Malvinas.

Sterling se estableció en ellas con su esposa y sus hijos, y   —277→   después de muchos trabajos preliminares en el asiento futuro de la misión, logró contar con la benevolencia de los indígenas, familiarizados ya con los ingleses y convencidos de que nada tenían que temer de ellos.

Construyó entonces una casita de madera en la península de Usuhaia, y un año más tarde el misionero mister Thomas Bridges y el catequista John Lawrence ensancharon la pequeña colonia, levantando una casa más espaciosa que la primera, una iglesita-escuela, un asilo para huérfanos, y los ranchos necesarios para las familias indígenas que buenamente se habían reducido.

Llevaron al mismo tiempo algún ganado vacuno y ovino de las Malvinas, que -ya aclimatado allí- soportó bien las inclemencias de Tierra del Fuego.

Más tarde, en 1885, aumentó la misión con la presencia de la señora Hemmings, enviada de Inglaterra como partera y directora del asilo de huérfanos, a bordo de otro buque, el Allen Gardiner II, que ha prestado grandes servicios a los misioneros. En 1887 llegó también el reverendo doctor E. C. Aspinall, médico y misionero, que se estableció en Usuhaia.

La pequeña colonia cuenta hoy con una iglesia, una escuela, una casa espaciosa ocupada por el reverendo Lawrence y su familia, otra para los huérfanos, siete para las familias indígenas, una herrería, una carpintería, dos depósitos de víveres, pesebres, etc., para animales. Estos edificios están rodeados por varias hectáreas de tierra labrada, limitadas por un cerco de estacones y divididas en jardines, huertas, corrales y patios.

Darwin, que no creía en que pudiera lograrse ese resultado y manifestaba su lástima por la suerte de los misioneros, admirado por el éxito conseguido, se hizo uno de los sostenedores pecuniarios de la misión, cuyo triunfo aplaudía calurosamente.

Cerca del modesto templo se ve, severo y triste, el cementerio en que descansan los restos de los primeros civilizadores de Tierra del Fuego. Nada llama la atención en él, nada turba tampoco la tranquilidad de los que allí duermen, después de terminada la tarea.

La misión posee hoy, además de sus edificios, 12 caballos, 180 animales vacunos, 50 cabras y unas 300 ovejas, sin contar las vacas y cabras que en pequeño número tienen los indios.

El reverendo mister Thomas Bridges se retiró de la misión diez años hará, para ir a poblar la península de Gable, a 35   —278→   millas de Usuhaia, en que el Gobierno argentino le había concedido una vasta extensión de tierra, convertida hoy en magnífica estancia, cuyos productos son famosos en el sur. Se sabe ya la inesperada muerte de mister Bridges, ocurrida hace poco en Buenos Aires.

Esta concesión última será sin duda la que ha hecho que el Gobierno nacional quite a la misión la península de Usuhaia para darla en arrendamiento a los señores A. Zavalla y Compañía. No estoy bien enterado del asunto, pero conozco varias solicitudes y notas elevadas por mister Lawrence al ministro del Interior, una de las cuales, fechada en 1897, dice entre otras cosas:

«No escapará a la ilustrada penetración del señor ministro, toda la razón y derecho que me asiste para tener la primacía (en cuanto a la posesión de la península), máxime cuando ya a mediados de 1892 me presenté al superior Gobierno solicitando lo que hoy vuelvo a pedir, y máxime también cuando los señores A. Zavalla y Compañía jamás han hecho esfuerzo alguno por traer la civilización a Tierra del Fuego, como que son recientemente pobladores.»

Pero hay que examinar primero a qué título se hizo la concesión de la península de Gable, a la que según Bove, ya en 1882 pensaba mister Bridges trasladar la misión de Usuhaia. Dice el distinguido explorador:

«Todos esos inconvenientes (los que ofrecía la península de Usuhaia), son bien conocidos por el señor Bridges, el cual desea transportar la residencia de la misión al poniente de la isla (península) Gable, donde a un clima mejor va unido un terreno más vasto para pastoreo, en que abunda la leña y el agua, además de la ventaja de una frecuente comunicación con los onas, que, por causas ajenas a la misión, fueron hasta entonces descuidados y viven en el estado más primitivo. Pero mil obstáculos se oponen al deseo del señor Bridges, y entretanto, la isla Gable ha sido ocupada por dos o tres familias indígenas con unas decenas de animales.»

Sea como sea, es doloroso para aquella gente que ha habitado tanto tiempo en esas tierras donde han nacido sus hijos, ya hombres, verse hoy obligados a emigrar, en busca de otro asilo...

La tarde había avanzado bastante, cuando nos despedimos de mister Lawrence, señora e hijas, y de sus hijos Juan y Federico, los primeros guardias nacionales argentinos que hayan nacido en Tierra del Fuego.

Y acompañados por ellos hasta la playa, frente a la cual, y   —279→   sobre el espejo de la bahía, la capital fueguina se veía envuelta en tenue gasa de vapores a la luz difusa del crepúsculo, nos embarcamos en seguida, para saltar minutos después a tierra, gratamente sorprendidos por la placidez encantadora de la atmósfera, los efluvios del mar y del bosque, la claridad con que se dibujaban los detalles del paisaje a pesar de la incierta y vaga neblina flotante...

El comandante Godoy me dejó en libertad hasta la hora de comer.

-Querrá usted hacer alguna investigación por su cuenta -dijo-. No voy a incomodarlo más; pero... tenga cuidado de no perderse en las calles.

¡Grave peligro, en efecto, el dédalo intrincado de las calles ausentes de Usuhaia!...

-¡Gracias por las dos atenciones, señor gobernador! En efecto, bueno es que vaya por ahí a caza de datos. Pero no por eso se escapará usted del reportaje.

-Siempre a sus órdenes.

No tardé en encontrar en uno de los escasos sitios de reunión -por no llamarlos otra cosa- a un antiguo vecino del territorio, con quien poco rato después charlábamos como viejos amigos, y que según parece, no deseaba otra cosa que desatar la lengua. Una botella de Panquehue avivó seguramente ese deseo. Se trató de la misión que acababa de visitar.

-¿Usted viene de la península? -me preguntó.

-De allá vengo.

-Yo conozco la misión desde 1884, cuando se estableció aquí la subprefectura. Entonces había 185 indios, el misionero era Bridges, con su señora, su cuñada y cinco hijos; estaba también Lawrence, como catequista, con su mujer, una cuñada y cuatro hijos. Armstrong, el maestro de escuela, no tenía familia, y era el único soltero, pues el herrero Whaito tenía a su mujer y dos hijos. Así, con familia, yo también sería misionero.

-¿Y ésa era toda la población blanca de la misión?

-No, señor. Estaban también la señora Hemmings, otra cuñada de mister Bridges, el patrón de la goleta, el piloto, el cocinero y cinco marineros. Pero ésos andaban en continuos viajes a la otra misión, la de las Malvinas, que tenían a su cargo dos familias de once personas. Allá se llevaron muchos indios, decían que era para enseñarles oficios y a trabajar en el campo... Si los pobres estaban tan bien como aquí...

-¡Qué! ¿No estaban bien?

  —280→  

-Bastante peor que ahora. Sólo dos tenían habitaciones regulares... para ellos; los demás se contentaban con sus wigwams, que eran una indecencia. Sin embargo, sé que en Londres se publicaban cartas diciendo que los indios poseían ganado y qué sé yo... Figúrese... Los pobres no podían vender nada sino a los misioneros, y éstos cobraban cuatro libras esterlinas y diez chelines por cada animal vacuno. Si un indio llegaba a tenerlos y los vendía -a los misioneros naturalmente- el importe quedaba en la misión para los gastos del dueño. Así se aumentaba la ganancia...

-Me parece que usted exagera y tuerce la intención de las cosas. Querrían evitar con eso que se explotara a los pobres indios y se les envenenara con bebidas alcohólicas...

-Puede que sea así, pero... Mire: solamente los misioneros podían comprarles cueros de nutria y de lobo, y no les pagaban más de media libra de té y media docena de galletas. En cuanto a los demás trabajos se retribuían sólo con la comida; y no eran livianos, créame: cultivar la quinta, cortar leña, hacer casas, cargar y descargar los barcos, cuidar los animales de la misión y los que tenían los misioneros, hacerlo todo en fin... Y todavía buscaban mariscos y pescado para sus familias, porque la misión no daba de comer sino a los que trabajaran, y eso escasamente. A las seis ya debían estar en pie; media hora después les daban un cocimiento de harina de avena con un poco de leche de vaca, y desde las siete hasta las doce, a trabajar, y duro... De doce a una se repartía el rancho: un potaje con galleta, unos porotos, harina de avena, un puñado de arroz, unas cuantas papas, verdura inferior y algún hueso sobrante de la comida de los misioneros. Y vuelta al trabajo hasta las seis... A las seis y media, cuando ya se caían de debilidad, a ellos, acostumbrados a comer todo el santo día en las épocas de abundancia, les daban un jarro de té puro y un par de galletas...

-Carga usted las tintas del cuadro, ¿no?

-Pregunte a cuantos vinieron el 84 con la expedición de Laserre, que tomó posesión de esto, izando el pabellón argentino en lugar del inglés que ponía mister Bridges en su casa. ¿Vio cuando llegó el Villarino, una bandera argentina enarbolada en la península? La pone siempre Vicente, el alcalde -un criollo casado con una india-, en el mismo lugar en que hasta 1884 se veía la inglesa...

-¿Y Bridges no discutió el cambio?

-¡Qué esperanza! Dijo que no sabía que esto fuera nuestro,   —281→   y que no tenía inconveniente... Creo que se le prometió dejarlo donde estaba y no incomodarlo nunca. Así por lo menos se ha hecho hasta ahora. Bueno, pues. Además de la comida, les daban algunas ropas usadas que enviaban de Inglaterra, pero apenas suficientes, y sólo a los trabajadores, que si querían más abrigo tenían que comprarlo con el producto de los cueros, o pagándolo con trabajos especiales. Lo mismo pasaba si querían ropa para su mujer y sus hijos... Pero a muchos se les acabaron pronto las penurias, porque pocos meses después de establecida la Subprefectura, vino una epidemia que sólo dejó a unos quince hábiles para el trabajo, aunque los misioneros hubieran traído más de cincuenta de la isla Wollaston... Descansen en paz. En cualquier parte estarán mejor.

Y a guisa de Amén a esta oración fúnebre, se echó al coleto un gran vaso de Panquehue.

-Al año siguiente les vino otro buque, y con él más personal. Por cada indio había entonces tres misioneros... ¡hágase usted cargo!

-Pero los fueguinos se civilizarían mucho más rápidamente de ese modo, me parece.

-¡Oh! Lo que querían era que trabajaran y les dieran provecho, sin pensar en otra cosa. Eran muy comerciantes. Mister Bridges decía en 1884, que desde el 12 de octubre al 30 de noviembre había ganado mil cuatrocientos pesos líquidos vendiendo víveres y ropas a las tripulaciones de los buques y de las oficinas nacionales. ¡Qué les importaba de los indios!... Mírelos ahora mismo: apenas saben malamente cuatro palabras de inglés y dos o tres de castellano, que las han aprendido de los marineros; en cambio, han adquirido todos los vicios...

-Eso no es culpa de la misión. Me consta que mister Bridges nunca ha querido venderles licores... ni siquiera tabaco...

-Pero la tripulación de los barcos de la misión les enseñaba, y otros les vendían... y les venden ahora mismo, aunque el Gobernador lo haya prohibido, y castigue duramente a los borrachos. La sociedad comerció mucho y con gran éxito en pieles, y los misioneros no dejaron de hacerlo, también, por su cuenta, a pesar de los reglamentos; ¡oh, yo sé muy bien todo eso! Hasta se supo en Londres, como que hubo apercibimientos y suspensiones que alcanzaron al mismo capitán de la Allen Gardiner. No se forman estancias y se viaja a Inglaterra, a Punta Arenas y a Malvinas sólo con el sueldito, aunque sea a oro...

-¡Es usted perverso!

  —282→  

Me miró con una sonrisa, apuró otra vez la copa, y contestó tranquilamente:

-Soy el único que puede, aquí, decirle la verdad respecto de la misión, porque no soy ni amigo ni enemigo de ella. Ha progresado materialmente desde que se establecieron las reparticiones nacionales; pero, entienda usted bien. la misión como establecimiento, no los indios. Los empleados, que llegaban muy pobres, los ayudaban a comerciar, y no naturalmente civilizando a los indios, sino aprovechando sus fuerzas. Y tanto progresó, que obtuvo la concesión de la península de Gable o de Down East (abajo al este), como la llaman los misioneros, que ya entonces habían hecho allí una casita y fundado una chacra con unos cuantos indios y una docena de vacas. Gable es el terreno mejor para agricultura y ganadería de todo el canal; pero Bridges, que lo sabía, se cuidaba de no propalarlo, para lo que le servía admirablemente la fiebre del oro que dominaba a los argentinos, hasta el punto de no permitirles ver lo fácil que era enriquecerse por medio del trabajo en estos ricos campos. La concesión fue hecha a nombre de mister Bridges, que dejó de pertenecer a la misión, creo que por resolución de la South American Missionary Society, pero sin que se hiciera ruido alguno alrededor del asunto. Lo más curioso es que, mientras esto ocurría, los boletines de la Sociedad aparecían llenos de amargas quejas contra las autoridades argentinas que perseguían a sus misioneros, etc., etc... Ya ve usted.

-¡Vaya, vaya! ¿Sabe que es curiosa la historia, tal como usted la cuenta?...

-Curiosa y verídica. Por otra parte, es la historia de la mayoría de las misiones de todas las sectas y en todos los países. Créame usted o no me crea, las cosas han pasado tal como se las cuento, y no han de faltarle testimonios de que es así.

-¿Y la misión de Usuhaia se ha ramificado?

-Sí; además de la estancia de Gable, que no puede considerarse como tal, hay otra pequeña en la isla de Wollaston, que regentan dos hijos de mister Lawrence, mocetones altos, fuertes y robustos que hacen honor a la Tierra del Fuego en que han nacido, por su desarrollo físico. También hay otra en Tekinika; es la que mister Burleight fundó en 1888 en Wollaston y que después se trasladó allí.

Era hora de ir a reunirme con el comandante Godoy, así es que me despedí de aquel Aristarco de la misión anglicana, a quien había escuchado para oír el contra, después de conocer el pro. Pero antes de marcharme:

  —283→  

-Usted debe estar muy al corriente de la historia de Usuhaia -le dije.

-¡Ya lo creo!

-¿Y me la contaría?

-Con mucho gusto.

-¿Mañana?

-Cuando usted quiera.

-¿Aquí?

-Aquí o en cualquier otra parte; yo lo buscaré temprano.




ArribaAbajo- XXIV -

La noche de Usuhaia


Acabábamos de comer y estábamos fumando en un saloncito del chalet del gobernador, junto a una estufa bien repleta, cuando hice un esfuerzo para sacudir el entorpecimiento producido por las andanzas del día y la bonne chère que les sirvió de recompensa.

-Vamos al reportaje, señor gobernador.

-Pregunte usted.

-Y apuntaré al mismo tiempo. De aquí va a salir, lo menos, un catecismo fueguino.

En efecto, me limitaré a copiar aquella serie de preguntas y respuestas, inconexa al parecer, pero que da idea clara de la situación actual de Tierra del Fuego en su parte argentina. Comencemos.

-¿Cuáles son las poblaciones principales del territorio?

-Naturalmente ésta, Usuhaia, la capital. Pero la agrupación mayor es el Páramo, ya sabe, al norte de la bahía de San Sebastián, el establecimiento minero que fundó Popper... Hay también algunas estancias verdaderamente importantes, como la que acaba de formar Menéndez -el de Punta Arenas- al norte, invirtiendo en ella medio millón de pesos más o menos; la de Bridges, en Gable, de mucho menor capital, pero que vale la pena; la que está formando la viuda de Noguera, y que será de primer orden; la que la Sociedad Explotadora tiene a nombre de Mores Braun; la de mister Wells en el río Cullen... Y otras más, fundadas recientemente al norte, y sobre el canal del Beagle, como las de Pietranera, la de Luis Isorna, que tiene   —284→   una casa de comercio aquí, la de Drouman, primer maquinista del Villarino y yerno del pastor anglicano, una de Lawrence, otra de Romero y otra de Maupas, que poblará este año... Otros pobladores han venido, más vendrán, de los que han comprado tierra en remate, y esto seguirá progresando lenta pero seguramente.

-¿La ganadería es la industria principal de esos establecimientos?

-La ganadería, sí.

-¿Y la madera?

-Tiene usted el obraje de Lapataia, uno que acaba de fundar Ravié, y pare de contar...

-¿Cuánta se exporta?

-No sé.

-¿Cómo que no sabe, gobernador?

-No. Una resolución superior impide a la gobernación que haga oficialmente esa comprobación estadística, tan necesaria.

-¿Y eso por qué?

-Vaya usted a saberlo, cuando hay una ley reglamentando el aprovechamiento de los bosques nacionales... Cosas de nuestra tierra, amigo, que usted como periodista debe conocer de pe a pa, y que le habrán hecho protestar muchas veces...

-Cierto; y ¿qué árboles se aprovechan fuera de los fagus?

-El calafate, que los naturalistas llaman berberis, el canelón o magnolia, drymis, y otros que no se han clasificado todavía. Los primeros son más bien arbustos que árboles.

-¿Quiere que volvamos a la ganadería? ¿Cuántas ovejas hay en este momento en Tierra del Fuego?

-Setenta mil más o menos, que producen anualmente de siete a ocho libras de lana y tienen un aumento cuyo mínimum es de noventa por ciento al año. Ésta es la región más apropiada para la cría de ganado lanar. Las ovejas se desarrollan aquí mucho mejor que en el continente, dan más lana, y no sufren por ahora otra enfermedad que la sarna. Y esta misma es muy poca.

-¿Y la lana es de buena calidad?

-Excelente, limpia, seca. La que se ha vendido este año en Londres, obtuvo siete a ocho peniques la libra. Aquí podrían establecerse criaderos de reproductores que darían resultados maravillosos. Se puede disponer todavía de 350 a 400 leguas de campos magníficos, con abundantes aguadas, y pastos flor, más de sesenta variedades, en su mayoría gramíneas.

  —285→  

-Esto en cuanto al ovino; el vacuno prospera poco, me parece.

-No hay que olvidarse de que esto se comienza a poblar apenas desde hace año y medio. No se ganó Zamora en una hora. Sin embargo, puede calcularse que habrá hoy sus dos mil cabezas. El ganado es, en su mayor parte, mestizo; aquí, sobre el Beagle, predomina el Polled Angus. Animales yeguarizos hay de mil doscientos a mil quinientos, especialmente al norte; son los que se destinan a los trabajos del campo, y en las expediciones es muy difícil procurárselos, pues no los facilitan gustosos los hacendados, a quienes hacen mucha falta.

-Pero, ¿se aclimatan bien?

-Muy bien en las regiones secas del norte y el este; al sur sufren por la humedad del suelo. Pero aquí mismo habrá más tarde caballos, como los hay en las Malvinas, que presentan, sin embargo, iguales inconvenientes; todo es cuestión de tiempo, de trabajo y de perseverancia, y todo se haría muy rápidamente si el Gobierno nacional ayudara un poco...

-Y no ayuda -interrumpí-. Ya lo he visto en toda la costa sur, donde la gente está abandonada a su suerte, cuando no se propende a empeorarla. Pero creí que Tierra del Fuego estuviese en mejores condiciones. Se hace tanto ruido alrededor de ella...

El gobernador Godoy me miró con una sonrisa medio burlona, medio entristecida.

-¡En mejores condiciones! -exclamó sarcásticamente-. ¡En mejores condiciones!... Cuando vuelva a Buenos Aires, vaya al ministerio del Interior y al de Hacienda, y verá mis rimeros de notas, inútiles, completamente inútiles, porque no les han hecho caso, aunque tratara de asuntos de vital importancia para el territorio.

Y me explicó parte de sus proyectos, tendentes a fomentar el desarrollo de la población y a radicar en la isla a muchos que la frecuentan periódicamente, en busca de oro o a caza de focas. La dificultad insuperable de mantener una vigilancia siquiera medianamente eficaz con los escasísimos elementos policiales que tiene la gobernación, da ancho campo a los mineros merodeadores, que llegan al territorio, hacen su cosecha de pepitas o arenas, y se van a Chile a convertirlas, sin dejar provecho alguno al país que se las procura. Lo mismo ocurre con los cazadores de lobos, que inundan sus productos al extranjero, y que no pueden ser perseguidos ni coartados en   —286→   su acción, porque no hay con qué recorrer los innumerables canales, pasos, bahías, ensenadas, abrigos invisibles de que está sembrada la Tierra del Fuego, y en que andan y se cobijan las goletas de unos y otros.

De este modo, la prohibición del lavado de oro y de la caza de anfibios es sencillamente irrisoria.

Lo único que se logra con ella, es que la República, burlada, no alcance ningún beneficio de sus riquezas, que van a fomentar poblaciones de otros países menos escrupulosos, y para quienes ese comercio y ese estado de cosas es de conveniencia suma, como que les procura grandes elementos de vida.

A juicio del comandante Godoy, el Gobierno nacional debía declarar libre el lavado del oro, para los colonos ya establecidos en la Tierra del Fuego, que se encargarían, por propia conveniencia, de ahuyentar a los intrusos, atraerían a otros pobladores fijos, y propenderían indirecta pero eficazmente al progreso de esos lugares hoy desiertos, o frecuentados por aventureros que escapan apenas logran su objeto y reúnen un puñado de oro.

Dando ese paso salvador, abriendo de par en par aquellas tierras a la iniciativa de los hombres rechazados de los grandes centros por escasez de recursos para formar un capital y asegurarse medios de vida, las carpas de mineros adventicios que se alzan hoy en las playas auríferas cederían su puesto a casas sólidas y estables, primer núcleo de los pueblos que en el futuro han de formarse sobre el maravilloso canal, y en la costa este, bañada por el Atlántico. La piratería, que impide el progreso y abre caminos ocultos por donde escapa nuestra riqueza, concluiría de ese modo, sin requerir mayor esfuerzo de las autoridades, y nadie iría con sus manitas lavadas a usufructuar una fuente de recursos, cuya abundancia no se conoce aún, que no puede desdeñar el erario, y que vale más todavía como factor de progreso que como productora de renta.

Pero esto necesitaría un complemento de mucha eficacia, como sería la venta fácil de tierra en pequeños lotes para los que desearan poblar.

La baratura de los terrenos de Usuhaia, por ejemplo, es sólo aparente. Cada lote cuesta «dos pesos» moneda nacional, es cierto, pero los compradores no pueden hacer la operación en Tierra del Fuego, sino que tienen que venir a Buenos Aires a tramitarla en el ministerio, o nombrar un apoderado que se encargue de ella, con los gastos y tropiezos consiguientes...

  —287→  

Además, ¡hace tres años que no se escritura un solo lote!

-¡Pues señor! -decíame el comandante Godoy-; ¿hay confianza o no la hay en los gobernadores que nombra el ejecutivo nacional? Si la tiene, ¿por qué no los deja obrar, bajo su directa, su inmediata responsabilidad? Si no la tiene, ¿por qué los nombra, por qué no los cambia? El papel de los gobernadores de territorio es bien triste en la actualidad, pues no se atiende a lo que dicen y aconsejan, no se les deja hacer, y muchas veces, a pesar de su dictamen, a pesar de los fundamentos positivos en que se basa éste, se dan concesiones o se dictan leyes que significan un enorme paso atrás, una verdadera desgracia para el pueblo que están aparentemente llamados a proteger. Mire usted.

Y por el cristal de la ventana me mostraba el espeso bosque, intrincado y negro, que rodea al pueblo como una muralla, y que la luz de la luna iluminaba con resplandor confuso.

-¿Adónde quiere que se extienda Usuhaia mañana? ¿No le parece urgente desmontar ese bosque? ¿No hay visible necesidad de preparar el terreno para los que han de venir, para los que vienen ya?... Pues el Gobierno ha prohibido el corte de madera en la capital, sin y con reglamento... El primer beneficio que se obtiene con esto, es que la gente no tenga en qué trabajar...

Y después de una pausa añadió:

-La Tierra del Fuego sería diez veces lo que es hoy, si el Gobierno nacional hubiera hecho por ella la cuarta parte de lo que debió hacer.

Aquí sería conveniente abrir un paréntesis, para demostrar cómo la Argentina ha heredado de España su falta de aptitudes de colonizadora, que constituirá un peligro si se continúa en el mismo rumbo; para demostrar la orfandad en que se encuentran los territorios, como punto inicial de una posible disgregación; para recordar que Inglaterra envió a éstos sus exploradores y avanzadas en forma de misioneros, conociendo el mérito de esas tierras; para presentar a estos desiertos detenidos en su progreso por las rapiñas mezquinas, más perjudiciales y retrógradas -aunque parezca paradoja- que los grandes negocios leoninos, que dejan siquiera algún rastro de adelanto, para cubrir las apariencias... Pero temas son que exigirían extenso desarrollo; preferible es limitarse, por ahora, a recomendarlos a la atención de los hombres de gobierno, para quienes ni deben ni pueden pasar desapercibidos.

El comandante Godoy continuó exponiéndome la situación   —288→   de Tierra del Fuego, que es de las más precarias; la gobernación no cuenta ya ni con el aserradero del presidio, que antes le permitía llevar a cabo muchas obras de utilidad general, como la capilla, los galpones, el mismo aserradero, la casa del gobernador, los calabozos, las dos panaderías, la casa-quinta, la escuela, y las varias embarcaciones, chatas, botes, etc., que han costado una insignificancia y valen hoy cerca de cien mil pesos, según estimación de personas competentes e imparciales. Rodeados de cortapisas e impedimentos, ni el Gobierno ni los particulares pueden hacer nada de provecho para la región. Hasta la cárcel de reincidentes, con pretensiones de colonia penal, de la que nada tiene, no hace sino ocasionar gastos sin resultado, porque no se envía a ella sino valetudinarios e individuos inútiles para el trabajo, que muchas veces no quedan allí sino cortísimo tiempo, como que ha habido casos en que, condenados mandados de Buenos Aires ¡han cumplido su condena a bordo de los transportes, antes de llegar a Usuhaia!... Otros están un mes, dos, en la cárcel, y apenas comienzan a darse cuenta de lo que es aserrar una tabla, cuando ya hay que ponerlos en libertad, para que vuelvan si quieren al teatro de sus fechorías, o vayan de incógnito a Punta Arenas, donde no los admiten a cara descubierta.

En averiguaciones ulteriores, supe que esa cárcel tiene un personal de diez y nueve empleados con sueldos mensuales por valor de dos mil cuatrocientos veintiséis pesos, y una partida, también mensual, de cuatro mil para racionamiento y vestuario. Cuando estuve en Usuhaia había veintiséis presos; meses antes, en diciembre, sólo diez y seis, de manera que para cada preso había un empleado, y aun sobraban tres. El director titular, señor Della Valle, estaba con permiso en la capital federal, y según parece, las cosas no marchaban bien en su ausencia, pues hallábanse suspendidos por el subdirector, el alcaide y el ecónomo, y varios empleados subalternos habían presentado su renuncia. Los presos, por otra parte, hiciéronme llegar una queja contra el subdirector, en que dicen:

«Desde el 4 de febrero, que reclamamos al alcaide interino, celador Guerchi, por lo insuficiente de la alimentación, se nos castigó acortándonos la ración, que se redujo desde entonces a lo siguiente: por la mañana media ración de carne y caldo, privándonos del asado; por la tarde media ración de caldo que no es tal, pues carece de todo condimento alimenticio. Esto es insuficiente hasta para un niño, de modo que el primer castigo que nos ha impuesto el señor subdirector es el hambre, sin escucharnos ni por mera fórmula.

  —289→  

»Desde hace doce días -dicen más abajo- no se nos deja atender a nuestro aseo personal, como tampoco al de nuestras ropas; no nos permiten salir de la cuadra, que es un vasto foco de infección, llena de residuos de toda especie, completamente cerrada y sin ventilación, y donde nos alojamos diez y nueve personas, entre ellas un tísico en el último grado...

»La otra tarde, por reclamar el alimento que no se le había dado, a uno de nuestros compañeros de infortunio lo abofetearon, lo apalearon, y esto ocurre muy a menudo desde que está el alcaide interino, quien abusa de todas maneras de su poder.»

Firmaban esta comunicación diez y nueve de los veintitantos presos de la cárcel, algunos de ellos célebres en los anales de la policía bonaerense. Bastante habrá, sin duda, que rebajar de su protesta; pero la base ha de existir, y no es justo cerrar los oídos a quien tan amargamente se queja.

Sería oportuno, como opinaba el gobernador, sustituir esa cárcel de reincidentes, que a nada conduce, por una colonia penal en toda regla, con hombres y mujeres no culpables de delitos infamantes, y que aún pudieran rehabilitarse, a quienes se incitaría a formar familias, dándoles tierra y útiles de trabajo con que volver a la vida honrada. El doctor José Luis Cantilo demostró ante el congreso científico latinoamericano la utilidad de dichas colonias, fundándose:

«En el aumento de la criminalidad que provoca la inmigración, las deficiencias de nuestras cárceles, las controversias de los grandes maestros sobre el sistema celular, y sus conclusiones favorables a la colonización penal.»

«Recordad -decía al congreso- que los fracasos de este sistema se deben principalmente al egoísmo, a la crueldad o a la inepcia, que siempre ha mejorado la condición del culpable, y que en todos los casos -aun en los de abandono de la metrópoli, como ocurrió en Australia- las colonias han prosperado dando resultados excelentes; recordad el éxito brillante de Inglaterra; el orden y el progreso reinantes en Nueva Caledonia; las reformas españolas; la sabia organización portuguesa, los antecedentes argentinos y los de algunos otros países americanos; la opinión favorable de gobiernos y hombres de estado; recordad las excelentes condiciones de nuestros vastos territorios del sur y los muchos informes favorables que han merecido... Llamad la atención de los gobiernos. Decidles que en lugar de construcciones infectas, estrechas, mezquinas, dediquen una pequeña parte de los vastos territorios despoblados,   —290→   a la regeneración del culpable; que establezcan colonias bien organizadas, que den al condenado útiles de trabajo y concesiones de tierra; que le permitan vivir en familia, etc.»

Los penados que colonizaran en Tierra del Fuego, podrían dedicarse al ramo de aserradores y carpinteros, y especialmente a la carpintería naval, para la que se presta admirablemente la madera del fagus, como lo prueban las diversas embarcaciones que se utilizan en Usuhaia; esto daría gran incremento, no sólo a la industria, sino también a la navegación de aquellos mares. Además, los aserraderos establecidos y que se establezcan, tienen asegurado su porvenir, por la aceptación cada vez mayor de sus productos, que antes encontraban grandes resistencias porque la madera aparecía en el mercado sin estacionamiento, y procedente de los cortes de verano, en cuya estación es poco apta para construcciones, lo es menos para muebles, y se raja o pudre fácilmente. Aquellos árboles magníficos, que por término medio tienen doce metros de alto por cuarenta centímetros de diámetro, alcanzando a menudo a proporciones mucho mayores -he visto ejemplares de un metro de diámetro en Lapataia-, han sido calumniados y denigrados públicamente, aunque se expendieran bajo otros nombres, como el de guindo por ejemplo, y se utilizaran mucho en mueblería. El informe del ingeniero Duclout, que les hacía justicia, y más que todo la práctica, desvanecerán pronto las últimas preocupaciones que se abrigan en su contra, pero siempre que se corten con todos los cuidados que la experiencia aconseja. De otra manera, su descrédito inmerecido perdurará.

-Cuando la gobernación tenía el aserradero -díjome el comandante Godoy- se regalaba madera a todo el que quería poblar. Hoy no se da, ni se vende.

Una facilidad más que se ha perdido, para el desarrollo de aquella población, de aquel territorio que, como todos los nuevos que no ofrecen grandes elementos de vida, necesita que se creen artificialmente éstos en un principio, y que no se le abandone mientras no tenga fuerza suficiente para manejarse solo.

Llegados aquí, cortamos la conversación, que había sido larga.

-¿No quiere que demos una vuelta? -preguntó el gobernador-. La noche está muy linda.

-Vamos.

Y salimos de su casa. La noche estaba realmente espléndida, aunque bastante fría. Las siluetas de las montañas   —291→   veíanse como enormes manchas de azul obscuro, casi negro sobre la tinta más pálida y blanquecina del cielo alumbrado por la luna, y en que flotaban aquí y allá grandes nubes bajas, pesadas y lentas, que se retiraban ahuyentadas por el frío. Usuhaia parecía dormir ya profundamente; sólo una que otra luz velaba aún, tras los vidrios de alguna ventana. Pero apenas salimos llegaron a nosotros notas ruidosas y confusas de instrumentos de cobre, que tomaban extrañas sonoridades en aquel silencio y en aquella soledad.

-¿Qué es eso?

-La banda de música que se ensaya.

-¡Ah! ¿Y quiénes la componen?

-El juez de paz, algunos empleados de la gobernación y varios vecinos... Han tenido gran éxito en el carnaval, aunque su saber no sea extraordinario, ni mucho menos. ¡Qué quiere! En algo se ha de pasar el tiempo, y nuestro público no es exigente. Un poco de ruido, y basta. Se formó una comparsa, cuyo mérito exclusivo consistía en que formaba parte de ella casi toda la población, lo que la ponía al amparo de la crítica... ¿Quiere que vayamos a casa de Fique?

-¿El de la fábrica de conservas y de «El primer argentino», cuyo letrero he visto desde a bordo?

-El mismo.

-Vamos allá. Y a propósito, ¿hay muchas casas de comercio en Tierra del Fuego, fuera de las de Usuhaia?

-Algunas, más o menos importantes: la que tiene mister Bridges en Haberton, donde no vende alcoholes ni tabaco, y otras en Sloggett, en Río Grande, en San Sebastián, en alguna isla chilena, una para los peones del aserradero, en Lapataia, y pare usted de contar.

Llegamos a casa de don Luis Fique, en cuyo almacén se entretenían algunos trasnochadores tocando la guitarra, para acabar alegremente el domingo. Un rato de conversación con aquel antiguo poblador de Tierra del Fuego, nos hizo saber que el pequeño vecindario está muy desazonado con la prohibición del corte de maderas, y con las dificultades que se le oponen a cada paso para su desarrollo. Los comerciantes sufren también mucho por el mal servicio de... los eternos transportes, que ya iban siendo para mí una pesadilla.

-Nosotros, que no podemos comprar grandes partidas de nada, por falta de capitales, nos quedamos a menudo sin ciertos artículos de primera necesidad, porque el transporte no los ha cargado en Buenos Aires. Esto es la ruina del comercio.

  —292→  

Hablamos también de la fábrica de conservas a cuyo frente está don Luis, y que no funciona ahora, aunque sus productos, los exquisitos mejillones cuyas primeras remesas tuvieron tanto éxito, merezcan indudablemente la aceptación y el entusiasmo de los gastrónomos.

La fabricación ha tenido que suspenderse por varios motivos, entre ellos la escasez de obreros prácticos en las diversas y delicadas operaciones que ha menester una conserva para que su buena calidad quede garantizada. Sobre todo se necesitan soldadores que cierren las latas con rapidez y perfección al mismo tiempo, pues de una y otra cosa depende la ganancia del establecimiento industrial.

Esta dificultad se reagravó con el hecho de que una partida que trajo a Buenos Aires un transporte, mal estibada y en un sitio demasiado caliente por la cercanía de la máquina, se echara a perder completamente, desprestigiando al artículo que sin embargo es bueno, y que está llamado a hacer competencia, quizás victoriosa, a la ostra conservada.

Los mejillones, que duran indefinidamente en Usuhaia, parecen no soportar bien temperaturas muy elevadas; pero esto es sin duda cuestión de procedimiento, y las nuevas estufas esterilizadoras harán desaparecer el inconveniente cuya causa no está bien averiguada todavía, aunque con toda probabilidad consiste en el modo de envase. Yo he traído algunas latas, que llegaron en perfecto estado.

La fábrica de Usuhaia puede producir hoy mismo bastante para un consumo regular en nuestro país y en Chile, donde sus productos se venden con el nombre de choros al natural, como aquí se llaman mejillones de Tierra del Fuego.

Algunos detalles sobre estos moluscos serán interesantes. Viven en las rocas que cubre la marea, y también en los fondos de piedra, donde alcanzan enormes proporciones, los he visto de más de un palmo. Su crecimiento es, sin embargo, lento, y no llegan sino en muchos años a un completo desarrollo. Se alimentan al parecer de cachiyuyo, y tienen una parte amarga como hiel que hay que sacarles cuando cocidos, y que tiene el aspecto de una plumita de barbas escasas y duras. Abundan de una manera asombrosa, y pueden dar alimento a cien fábricas, pues los hay en casi todas las costas de Tierra del Fuego, que ocupan centenares de millas por el sinnúmero de islas, penínsulas, cortes y recortes, y también en la Isla de los Estados, de perímetro más caprichoso todavía.

Pero la recolección es difícil en invierno, por la insoportable   —293→   frialdad del agua, y por la particularidad de que el mejillón sólo está gordo en el período de la luna llena, enflaqueciendo luego hasta quedar como un pellejo coriáceo en la luna nueva. Parece que sólo comen cuando Selene está en todo su esplendor, y ayunan y se purgan el resto del tiempo.

Esto, que en un principio se creyó conseja, ha sido demostrado por la experiencia, pues en la fábrica se vio que cuando había luna llena bastaba para llenar las cajas la mitad y aun la tercera parte de los mejillones que se necesitaban otros días.

No dudo de que esa industria prosperará muchísimo en época no lejana, procurando nuevos elementos de progreso a la Tierra del Fuego, y sirviendo de punto de partida a otras industrias similares, como la conservación de pescado, calamares -que los hay exquisitos y en abundancia-, langostinos, etcétera.

-¿Y pondrá usted nuevamente en movimiento su fábrica? -pregunté al señor Fique.

-En eso pienso, pero no lo haré tan pronto -me contestó-. Es necesario, antes, contar con un buen servicio de cargas, que no nos exponga a eternizar la mercadería en los depósitos...

Industriales, ganaderos, comerciantes, toda la población del sur reclaman la solución de un problema que está resuelto por sí mismo. ¿Cuándo lo comprenderá el Gobierno nacional, e incorporará de veras aquellos territorios a la vida del país?...

La conversación era muy amena, pero el sueño reclamaba sus derechos. Salimos, y nos dirigimos a la Casa de Gobierno, donde tenía preparada mi habitación.

En el comedor quedaban todavía algunas personas, y entre ellas el juez Salvadores que me preguntó cuál era mi programa para la mañana siguiente. Olvidado de la cita con mi sardónico amigo de aquella tarde, y dominado por una idea que me sugirió la conversación con Fique:

-¿No hay mejillones? -pregunté.

-Sí, a cuatro o cinco cuadras hay un hermoso criadero y ahora estarán buenos, porque la luna es propicia.

-¿Qué tal si nos desayunáramos mañana con un par de docenitas al pie de la vaca? ¿Me acompañaría usted?

-Con mucho gusto.

-Yo le mandaré limones y vino blanco -dijo galantemente Godoy.

-¡Magnífico! Mañana bien temprano, ¿eh, señor Salvadores?

  —294→  

-Yo mismo lo despertaré.

Y un rato después extrañaba yo, en sueños, la inmovilidad de la cama, acostumbrado al vaivén de mi cucheta del Villarino, que en las noches de calma parecía una cuna. Y estuve en Buenos Aires, con los míos, de quienes hacía mucho más de un mes que estaba separado, absolutamente separado, sin noticias, como si me hallara a millones de leguas de la civilización.




ArribaAbajo- XXV -

Historia e historias


Al día siguiente muy de mañana fue a buscarme mi interlocutor de la víspera, deseoso de cumplir el ofrecimiento, de relatarme a su modo la historia de Tierra del Fuego. Afortunadamente llovía a cántaros y habíamos tenido que abandonar con el juez Salvadores la expedición marisqueadora, los limones y el vino blanco del desayuno. Me encontré, pues, en disposición de escuchar a mi hombre, que me invitó a seguirle a nuestro escondrijo de la víspera. Una caja de sardinas, un pedazo de pan y una botella de vino Panquehue suplantaron a los mejillones, y dieron ánimo al narrador, que comenzó por el principio.

-El 84 -dijo- la expedición Laserre estableció con gran gasto la Subprefectura de San Juan del Salvamento en la Isla de los Estados, y la de Usuhaia, esta última en octubre. Cuatro meses después, ya teníamos gobernador. En efecto, en febrero de 1885 nos llegó el teniente de fragata Paz, primer autoridad de Tierra del Fuego, que después de un rápido viaje de cinco días alrededor de la isla, se fue de nuevo a Buenos Aires, con todos los datos que creyó necesario para el establecimiento de la Gobernación, que determinó se hiciera en Usuhaia. ¿A que usted no ha visto nunca una cosa semejante? ¡Así se pagan esas improvisaciones! Hoy se trata de llevar la capital a Río Grande, donde indudablemente estará mejor, y donde debió establecerse desde un principio... Pero el señor Paz se guió por informes de los misioneros que no conocían el territorio al norte y al noroeste del cabo San Diego, y que no podían darle, por lo tanto, un buen consejo... ¡Qué quiere usted!   —295→   Ahora hay que rehacer lo hecho y perder lo gastado, que no ha producido beneficio alguno, para irse más al norte, donde afluye la población... Están buenas estas sardinas.

Las había acabado, y fue menester pedir otra caja, que le pareció superior, por la muestra, a la primera.

-Pues, con el gobernador -continuó entre bocado y bocado-, vino cantidad de empleados ávidos, de excelencias, como decía Popper. ¡Oh!, los recuerdo uno por uno, como si acabaran de llegar. El señor gobernador Paz, en primer término; su secretario, en segundo; un jefe de policía, un comisario, un ingeniero agrónomo, dos escribientes, un herrero, un carpintero, un sargento, dos cabos, dos ordenanzas, un peluquero, una sirvienta que revistaba como gendarme, una cocinera, un despensero, un cocinero de oficiales, otro de tropa, dos asistentes y siete gendarmes. Si desea usted que le diga los nombres de toda esta gente...

-No, muchas gracias, no es necesario... Pero, ¿cómo conserva usted tanta cosa en la memoria?...

-¡Oh!, aquí todo es acontecimiento, y ¡hay tan poco que recordar!... Llevaban también víveres para racionar a treinta familias de indios que quisieran instalarse en rededor de la gobernación. Pero éstas nunca pasaron de cinco. La capital fueguina quedaba fundada. Sólo en junio de 1886 se acordó el señor gobernador del territorio que tenía bajo su mando, y resolvió visitarlo. Para eso se embarcó en el Comodoro Py, con un cabo y cuatro gendarmes, e hizo rumbo a San Sebastián, de donde iba a salir para explorar el norte y el nordeste de Tierra del Fuego...

-¿Y tuvo buen resultado la expedición?

-Verá usted; no se impaciente. Desembarcó al sur de la bahía en cuestión, e instaló allí su campamento... A las cuarenta y ocho horas, y sin haber intentado algo que se pareciera a una exploración, determinó emprender viaje de regreso, como efectivamente lo hizo. Sin embargo, poco tiempo después, y sin que precedieran más investigaciones, el ministro del Interior recibía en Buenos Aires un extenso informe, en que se le hablaba de descubrimiento de arenas auríferas -halladas por otros- en aquella región, de la aridez de las tierras que hoy se disputan los ganaderos, de numerosas y sanguinarias tribus de indios que cerraban el paso al hombre blanco, y otras lindezas semejantes. Al mismo tiempo se aprovechaba la oportunidad para pedir fondos con el objeto de trasladar a Buen Suceso la prefectura de Usuhaia, y de fundar una comisaría   —296→   en San Sebastián. El vapor Comodoro Py salió entretanto con el jefe de policía y cuatro gendarmes, que iban a bahía Sloggett a examinar la barranca que, según noticias recibidas, contenía oro en gran cantidad. Se descubrieron, en efecto, yacimientos auríferos en ese punto. ¡Más vale no hubiera sido así! Apenas se supo esto, cuando todos los empleados se vieron atacados por la fiebre, por la rabia del oro, y no quedó gendarme de la gobernación ni marinero de la subprefectura, que no se enviara a Sloggett en busca de pepitas y arenas.

-¿Usted también fue?

-No, señor. Yo anduve con Lista en su exploración por la costa este, que ha relatado en un libro... muy a su manera, y sin gran exactitud.

Hizo una pausa, como recapacitando, y luego continuó, pesando las palabras.

-Yo entiendo algo de expediciones de ese género. Aquélla fue un paseo de veintidós días, en que no se verificó científicamente ninguna posición, ni se hizo nada de provecho, a no ser el bautismo de algunos montes y ríos... Popper ha hablado de una matanza... Es cierta. Los soldados de caballería que en número de veinticinco y como escolta acompañaban a la expedición, mataron sesenta y cinco indios entre hombres, mujeres y criaturas, algunos de los cuales se disecaron bajo la dirección del cirujano Segers, médico de los expedicionarios. Durante varios días se desengrasaron pieles, se peinaron cueros cabelludos, con el pelo adherido aún, y se hirvieron y limpiaron cráneos y esqueletos de los pobres onas.

-¡Qué horror!...

-Bueno, dejemos eso. Se perdieron cuarenta y tantas mulas con provisiones de boca, pero en cambio, se hizo un vocabulario corto y no muy exacto, y se trazó un itinerario de fantasía sobre un calco de la carta de Fitz-Roy, incluyendo como de exploración el rápido viaje del Comodoro Py, que en tres días fue de Buen Suceso a Punta Arenas...

-Sigamos, si usted gusta, con la gobernación...

-Pues, al poco tiempo, el señor gobernador se fue a Buenos Aires, donde seguramente expuso sus descubrimientos y planes al ministro del ramo. Lo cierto es que el inolvidable Magallanes tenía sus bodegas casi completamente llenas de materiales de construcción, herramientas, útiles, muebles para el gobernador, etc., etc. La pérdida de este buque hizo necesaria la adquisición de otro vapor para el servicio exclusivo del   —297→   territorio, mientras que se pedían fondos para refaccionar el Comodoro Py, que no necesitaba compostura, y cuya destrucción comenzó con ella. ¡Así tiene que ser! Gobierno sin gastos no es gobierno. Pero más extraña es aún la historia del bote...

-¿De qué bote? Diga, cuente...

-Ha de saber usted que por aquel entonces atravesó el magín de nuestras autoridades la brillante idea de construir una embarcación con materiales del territorio. Teniendo tanta madera a mano, había de resultar muy económico... En julio de 1886 se puso manos a la obra. Trabajaron en su construcción -anótelo usted, que quizá después le sirva-: dos carpinteros con 85 pesos mensuales; cinco aserradores de tablas con 130, y dos gendarmes con 50, entre todos. El bote quedó terminado el 24 de Febrero de 1887 -fecha precisa- y el personal que lo construyó costó solamente la friolera de 1867 pesos... No retribuyó el gasto. Hizo un viaje colgado de los pescantes del transporte Usuhaia, y se destrozó en un descuido, antes de prestar el servicio más pequeño... Así iba todo por estos barrios... Pero iba a surgir un enemigo terrible frente al Gobernador.

-¿Quién?

-¡Popper!... ¿Usted lo ha conocido?

-Sí. Lo he visto muchas veces en Buenos Aires.

-Comenzó a hacer sus viajes por aquella época. Era un aventurero de raza, fuerte, con talento, instruido, emprendedor, que no se detenía por nada, ni temía a nadie. En un principio anduvo bien con el gobernador, y las cosas marchaban al paladar de ambos. Pero Su Excelencia no tardó en apercibirse de que Popper no era un aventurero vulgar, y de que, como quien no quiere la cosa, iba tan lejos que se perdía de vista, y ganaba en prestigio lo que le quitaba a él. Por poco que se descuidara, el diablo del rubio iba a ser más autoridad que la autoridad. Empezó entonces el tira y afloja; sintió don Julio que se le ponían trabas, y saltó el hombre. Se enojaron los compadres y se dijeron las verdades. Ruptura completa. Popper se fue a Buenos Aires, y allí le metió pluma a su ex amigo, escribiendo aquellos artículos que publicó El Diario, que luego esparció en millares de folletos y que acusaron por calumnia las autoridades fueguinas... El gobernador tuvo, al fin, que renunciar, pero no sin poner personero, como se usaba entonces... Popper, con todos sus defectos -que los tenía grandes-, era el hombre para estas tierras, el   —298→   llamado a hacerlas progresar. Se murió... ¡y es lástima! Tenía muchas y muy buenas ideas, aunque no se apartara del refrán de «la caridad bien entendida»... ¡Pero se murió!

Valía más esta exclamación que un discurso entero.

-Entretanto -continuó- seguían a más y mejor los trabajos en busca de oro en bahía Sloggett. La riqueza de sus arenas había conquistado tanta fama, que no tardaron en afluir los intrusos, provocando una interminable serie de conflictos con la autoridad, que naturalmente, siempre resultaba vencedora. Aquello parecía una California en pequeño. Nadie estaba seguro, y las arenas de oro solían desaparecer con sus dueños.

Una copa de vino acentuó esta última frase, como con un rasgo enérgico y eficaz, una appoggiatura de nuevo género.

-Continúe usted. Me interesa.

-Los mineros intrusos, muchos de ellos venidos de Chile, no se andaban tampoco por las ramas, tenían armamento y a lo mejor la emprendían a tiros con los que trataban de desalojarlos, si se consideraban con más fuerzas que ellos. Popper ha contado muchas de estas cosas en sus publicaciones de polémica, que le recomiendo, porque dicen ciertas verdades, aunque con exageraciones apasionadas. En eso nos quedamos sin Subprefectura, que era un estorbo para el gobernador. Se trasladó en octubre de 1889, pero no sin que antes el subprefecto se hubiera hecho construir una casa y un muelle por los marineros, en cuya casa dejó una buena cantidad de víveres y vestuario para la venta... Los edificios, elementos, municiones de boca, etc., de la Subprefectura, pasaron a poder de la Gobernación. A Buen Suceso no se llevó víveres sino para tres meses; el transporte Usuhaia debía renovar en tiempo la provisión. Pero...

El hombre se interrumpió.

-Usted no sabe, usted no imagina -dijo por fin- las penalidades que se han sufrido en el sur. Lo que hoy pasa es muy llevadero; estamos relativamente en la gloria, y no nos falta nada. Los viejos de aquí nos reímos cuando los transportes tardan, hay víveres y, sin embargo, se asustan y se lamentan los recién venidos. ¡Hemos visto tantas!... Pues el Usuhaia no apareció por Buen Suceso en la época señalada, ni mucho tiempo después. Los víveres empezaron a escasear. Los empleados de la subprefectura tuvieron que estar a media ración, completándola con mejillones. Luego disminuyó el alimento, y por último no había qué comer sino mejillones   —299→   y apio silvestre... ¡Qué quiere que le diga! Aquella era la más espantosa e irremediable miseria. Los hombres estaban exhaustos, demacrados, moribundos. El hambre les despedazaba el estómago. Un día el marinero Jaime Mac Gregor fue mandado a buscar mariscos y apio; le tocaba el turno, pero estaba tan consumido, que apenas podía moverse. Llegó, sin embargo, a unos quinientos metros de la Subprefectura, pero no pudo ni avanzar, ni retroceder. Cayó para no levantarse más. Cuarenta y cinco días después se encontró su cadáver... Las publicaciones de Popper por un lado, y el conocimiento de estos hechos por otro, hicieron inevitable la renuncia del gobernador, que pasó a otro puesto en una de las provincias... Claro, figúrese usted que mientras la gente se moría de hambre en Buen Suceso, en Usuhaia se hacían comilonas. Pero las cosas cambiaron para seguir del mismo modo. El doctor Cornero, cirujano de la armada, fue nombrado gobernador. ¡Oh!, en un principio hizo reformas muy importantes...

-¿En el manejo del territorio?

-Más o menos... Formó una banda de música, mandó plantar parras que no prendieron36, hizo trazar paseos y alamedas, y consiguió que en Buenos Aires le dieran cuatro cañones de bronce, elevándose a seis las piezas de artillería de la isla, pues ya estaban aquí las dos de la vieja Cabo de Hornos... Lástima que no hubiera proyectiles y que la pólvora se gastara en salvas... Pero, ¡qué diablos!, teníamos cañones, y avanzábamos, por lo tanto, rápidamente en civilización... Mas, para ser justo, añadiré que se pidieron y obtuvieron fondos con el objeto de hacer un muelle para facilitar la aguada a los buques. Además, se aumentó el personal de la Gobernación con empleados de necesidad imprescindible y urgentísima, como un capellán sin capilla, un maestro de escuela sin alumnos ni local, un juez de paz sin juzgado, dos alcaldes, uno para los indios y otro para la península Gable, que no tenía gente; un comisario para San Sebastián, que tuvo realmente comisaría, quizá por error, y un geólogo encargado de buscar minas de carbón de piedra... Entonces fue cuando vino -en 1890- el agrimensor Díaz a medir quinientas leguas de campo, trabajo que hizo en dos meses y medio, sabe Dios en qué forma... En fin, él lo ha pagado, mientras que otros...

-¿De modo que la historia de Tierra del Fuego es una sucesión de desastres y de abusos, y que han vivido ustedes en un continuo desquicio?

  —300→  

-Más de lo que usted supone y de lo que yo le digo.

-¿Y ahora?

-Ahora marchamos un poco mejor, pero seguimos casi casi tan abandonados como antes. El gobernador Godoy tiene buenas intenciones, pero se estrella contra la indiferencia de los de Buenos Aires, y hace mucho que está clamando en el desierto. Aquí se necesitaría un gobernador que tuviera enorme influencia en los ministerios nacionales, o unos ministerios nacionales que se impusieran el programa de hacernos adelantar, previendo desde ahora el inmenso porvenir de estas regiones.

-Habla usted como un libro.

-¿Y qué mejor libro que la experiencia de todos los días? Pero nosotros vemos las cosas de un modo y los gobernantes de otro. Éstos creen que hacen por estas tierras más de lo que deben, y en cambio, hasta a sus empleados los dejan pasar una existencia miserable, como lo puedo demostrar a usted.

-¿Otra diatriba?

-Llámela como usted guste; pero ya que conoce una parte del reverso de la historia del sur, escuche otra que le puede ser útil.

-Veamos.

-Cuando la Escuadra de evoluciones en el Atlántico del Sur, como se llamó al conjunto de barquichuelos que mandaba Laserre, coronel entonces, vino a establecer esta Subprefectura y la de la Isla de los Estados, los empleados de una y otra no se quedaron sin que antes se les prometiera un servicio regular de comunicaciones y la puntual provisión de víveres. Ya comprende usted que el cumplimiento de esto era vital para los que quedaban aquí, fuera del mundo, y sin poder contar mucho con los recursos de la isla... Desde entonces, primero la Comisaría General de Marina y últimamente la Intendencia General de la Armada, proveen a estos establecimientos de acuerdo con las últimas «listas de revista». En un principio, y cuando el Villarino sólo hacía cada seis meses un viaje al sur, cada subprefectura tenía un racionamiento extra para treinta familias, de tal modo, que a pesar de las mermas naturales y artificiales, los víveres alcanzaban hasta su renovación... y aun sobraban gracias a la ausencia de las familias supernumerarias... Esas mermas no fueron, pues, muy notables en un principio. ¡Al contrario! Llegó a suceder que los depósitos fueran pequeños para contener tantos víveres, y la ciencia administrativa de los empleados se dedicó a   —301→   corregir ese exceso. ¿Cómo? ¿Haciendo que se enviaran menos mercaderías?... Suponer eso sería no conocer nuestro país... La solución que hallaron fue... percibir en dinero una parte del racionamiento... Desde ese instante ya no hubo sobra de víveres, y muy a menudo sucedió que faltaran, con gran dolor de los marineros, que tenían que ajustarse cada día un poco más la faja, cuando comenzaba a tardar el transporte... ¡Oh!, ¡esas tardanzas! ¡Por ellas se han producido desgracias, y los argentinos hemos tenido que pasar vergüenzas!

-¿Desgracias? ¿Vergüenzas?

-Sí. En 1890 y en 1891 el personal de la Subprefectura de Buen Suceso pasó cuatro meses -cuatro cada vez- sin racionamiento. En 1890 se murió allí de hambre el marinero Mac Gregor, en 1891 la mujer del herrero... Creo que ya se lo había dicho... Pero no le dije que en 1890 se enfermaron gravemente, por falta de alimento, tres marineros, dos de los cuales fallecieron de consunción a bordo del Usuhaia, que los conducía a Buenos Aires. Hablose de fiebre tifoidea, ¡pero era hambre!

Mi interlocutor hizo una pausa para recalcar más lo siguiente:

-Pero lo que no querrá usted creer, es que las autoridades argentinas hayan tenido que tender la mano mendigando qué comer...

-¡De veras! -exclamé viendo que se interrumpía como un folletín para dejar pendiente el interés.

-Como usted lo oye.

-¿Dónde y cuándo?

-En la Isla de los Estados, en 1890.

-¡Cuente usted, pues!

-La Subprefectura de San Juan del Salvamento acababa de recoger a los náufragos de la barca inglesa Glenmore, y se encontró con que no tenía qué darles de comer. Se recogieron mejillones, y se comió la nauseabunda carne de algunos lobos de un pelo que se lograron matar, cuando la casualidad quiso que pasara a la vista un barco inglés. Se le hicieron señales desde el faro, y los botecitos de la Subprefectura fueron a abordarlo, recorriendo unas cuantas millas... Allí hubo que confesar al capitán que toda una repartición nacional se moría de hambre, y pedirle la donación de algunos víveres... ¿Qué me dice usted de eso?...

-¡Oh!, una vez, la cosa es perdonable...

  —302→  

-Sí, pero se repitió en 1892, cuando el naufragio de la fragata inglesa Crown of Italy, y seguramente es ya famosa la indigencia de las subprefecturas argentinas, porque un barco a quien se hicieron señales desde el faro con el código internacional preguntándole su bandera, fue a Chile con la noticia de que en San Juan pedían auxilio... ¡Y ahora mismo!, hace poco, se mandaron allá veintidós personas sin su racionamiento, y más de veinte días antes de la llegada del transporte acabose la carne, y la gente tuvo que estar a menos de media ración...

La mañana avanzaba, aunque el día nebuloso semejara un pálido y lento amanecer. Llovía a intervalos, y el paisaje que la víspera brillaba y centelleaba con la caricia del sol, era indeciso y borroso, como si fuera desvaneciéndose y estuviera a punto de desaparecer. Me despedí.

-Ya preocupará mi tardanza -dije a mi interlocutor- y tengo que dejarlo. No echaré en saco roto sus informes, quizá un poco malévolos, pero más peculiares por lo mismo...

-¡Vaya! No le he dicho más que una parte de la verdad. La verdad entera es inverosímil... Pero le doy mi palabra de honor de que todo es exacto, y hasta benévolo, si mucho me apura... Inquiera y verá. No faltan ni pruebas ni testigos...

-Bueno; de todos modos, gracias, y hasta la vista...

-¿Volverá usted?

-Si vuelve el transporte en que vaya a Buenos Aires. De otro modo, mi regreso tardará algunos años... si es que llega.

-Lo siento.

Es indudable que en mucho tiempo no había tenido auditor tan paciente y complaciente, y que iba a recordar aquella mañana con la amargura de un solista condenado a perpetuo silencio después de uno de sus éxitos más prolongados.

El comandante Godoy me esperaba. Visitamos la Casa de Gobierno, las cuadras de los menores, los calabozos, la farmacia, el depósito de víveres, donde probé el pan, recién hecho, de excelente calidad, y examiné las provisiones, buenas y abundantes.

-Tienen botica, pero, ¿y médico? -pregunté.

-Ahora no hay. Es una historia eso de los médicos, porque nadie quiere venir, aunque además del sueldo nacional el gobierno del territorio está dispuesto a pasarle una asignación, y los vecinos a darle algo también. Cualquier médico joven, recién recibido, podría venir a Usuhaia, y sin gastos de ninguna especie, salir al poco tiempo con un capitalito para instalarse bien en otra parte... Esto está dejado de la mano de Dios.   —303→   Con los menores pasa una cosa análoga. Cuando la Gobernación tenía el aserradero, traje algunos que aprendieron un oficio, se acostumbraron al trabajo, y hoy tienen platita ahorrada... Pero ahora no hay ocupación que darles...

Me mostró algunas embarcaciones hechas allí, con madera del territorio, la abandonada fábrica de conservas, la escuela, en que se educan los hijos de los pobladores y algunos indiecitos e indiecitas, y como ya era hora de almorzar, nos encaminamos a su casa.

Estábamos tomando el café y haciendo proyectos para la tarde: una visita al cementerio, que se ve sobre la costa, a algunas cuadras del pueblo, rodeado por una alta y tupida cerca de postes; una ascensión a la montaña más accesible, para abarcar desde allí el panorama, el elevado monte Olivia, la península, la bahía, cuando una de las niñas dijo:

-¡El Villarino!

El transporte entraba, en efecto, a Usuhaia cortando las aguas empañadas por la lluvia menuda que las azotaba. Un silbido, como un grito, nos saludó.

Mientras fondeaba, tuvo tiempo Godoy de llamarme la atención sobre un juego de muebles construidos con madera de fagus, que, a pesar de algunos años de servicio, se conservaban tan sólidos como el primer día. Presentaban muy buen aspecto, y eran una acabada demostración de la bondad del material. Mostrome también una fotografía de legumbres de enorme desarrollo obtenidas en la quinta de la Gobernación, y que prueban la fertilidad del terreno.

-Espero semillas de un trigo especial para climas muy fríos, con el que haré un ensayo este año. Si da resultados, será ésa una importante conquista para Tierra del Fuego.

En seguida nos dirigimos al muelle, donde no tardaron en desembarcar algunos de mis compañeros de viaje.

-¿Cuándo salimos? -pregunté.

-Esta misma tarde. Se han cargado todos los postes en Lapataia, y no nos queda nada que hacer aquí...

El gobernador aprovechó la ocasión para proponerme de nuevo una permanencia más prolongada en Usuhaia.

-Espere al otro transporte... Lo trataremos muy bien.

-Gracias, comandante. Quiero ver la Isla de los Estados, y probablemente me quedaré en San Juan.

-Aquí estará mejor, y tendrá más datos.

-Mejor, no lo dudo; pero más datos, ¡quién sabe! Aquello, al fin, es más curioso y menos conocido que esto...