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ArribaAbajo- XXVI -

Borrones de la cartera


Antes de embarcarme en el Villarino para seguir viaje con rumbo a la Isla de los Estados, séame permitido poner en orden las notas y observaciones que he ido agrupando en mi cuaderno de apuntes, a medida que se me han presentado. Ampliaré varias hojeando algún libro, al pasar, y dejaré por ahora otras que tienen mejor colocación en las páginas que han de referirse a sitios en que esas observaciones se han desarrollado. No seré prolijo, aunque crea que cuanto sirve para el conocimiento de estas apartadas regiones interesa a los que se ocupan del porvenir del país.

Aunque la Tierra del Fuego argentina no sea tan extensa como fuera de desear, gracias a la curiosa operación que la partió, no por el eje, sino por el meridiano de 68º 36' 38'', que casi viene a ser lo mismo, presenta los más variados aspectos. Su superficie utilizable está amenguada por asperezas que se convierten en sierras y en altas montañas, sobre todo al oeste y en el centro, de donde bajan numerosos ríos, arroyos, torrentes e hilos de agua, que van a perderse en el Atlántico o en los caprichosos canales que la rodean. Entre estas asperezas, desde una altura de mil trescientos pies, bajan hasta el llano, muy poco extenso, los bosques seculares que constituyen hoy la mayor riqueza de la isla. La selva, eternamente verde, crece a menudo sobre la roca viva que poco a poco va cubriendo con sus despojos otoñales, mientras en el llano -quizá levantado del fondo del mar- arraigan pastos excelentes para la cría de animales, sobre una espesa capa de turba que mide a veces más de dos metros. Las rocas porfídicas y esquistosas y las colinas de gres y de granito que se levantan sobre el canal del Beagle, están coronadas de árboles...

La población, que tarda para la parte sur, afluye a los llanos del norte, y llegará en mayor número ahora, después del remate de tierras públicas efectuado este año, con tanto éxito, en que se alcanzaron tan elevados precios y que ha entregado a la industria privada una gran extensión que comenzará a fructificar en breve. Los lectores están informados del número   —305→   e importancia de los establecimientos ganaderos fundados ya, y que han de triplicarse, por lo menos, antes de dos años.

El buen resultado de la cría de ovejas atraerá indudablemente a muchos hombres de trabajo, y la explotación de los bosques, cuando se piense en organizarla y reglamentarla de acuerdo con las exigencias del clima -y no aplicando los mismos principios acertados en el Chaco, pero ridículos en el extremo austral-, los llevará en mayor número aún, pues es sabido que los campos de Tierra del Fuego, como los de Patagonia, no soportan sino una cantidad determinada de animales, lo que tiene que limitar el número de sus pastores.

Dejando de lado la ganadería, cuyos productos figurarán dignamente en la próxima exposición, pues aparte de los que la gobernación del territorio se prepara a enviar, hállanse en Buenos Aires los que con ese objeto trajo mister Bridges en su último y desgraciado viaje -muestras de lana, cueros, etc.-, la isla posee otras riquezas que por sí solas bastarían para asegurarle un hermoso porvenir, como sus bosques, sus minas, sus viveros de peces, crustáceos y moluscos, sin contar las ballenas que pueblan sus canales y los anfibios que habitan en sus costas.

Las ballenas, que no son perseguidas, porque no es fácil burlar la prohibición de su pesca, vagan en número sorprendente hasta en los sitios más frecuentados, como ser en los alrededores de Usuhaia, y podrían comenzar a utilizarse, sometiendo a los pescadores a una reglamentación que impida la extinción de esos cetáceos. En cambio, la foca desaparece, a pesar de todas las medidas escritas que se han tomado para evitar ese mal. A hurtadillas y con impunidad completa, pues se necesitaría gran número de embarcaciones rápidas para hacer la eficaz policía de las costas, los loberos han hecho en todo tiempo y hacen aún, cacerías inconsideradas, destructoras y terribles del anfibio, matándolo en todas las épocas y a todas las edades, sin pensar en mañana, y de tal manera que dentro de poco no quedará uno solo en toda la extensión de la isla. Hoy mismo podrían contarse los que restan, salvados de la destrucción en alguna oculta roquería...

La nutria, cuya piel se estima también, aunque no tanto como la de la otaria joven, está corriendo la misma suerte que ella, y desaparecerá o irá a refugiarse en los islotes menos frecuentados del sur del Beagle, a donde los loberos se dirigen en busca del lobo de dos pelos, ahuyentado no sólo por los cazadores, sino también por el lobo-león, más fuerte que él, y   —306→   que ocupa en paz las roquerías abandonadas, porque su escaso valor le sirve por ahora de escudo.

Como la foca y la nutria, el guanaco que antes pululaba en Tierra del Fuego, comienza a escasear también, y cada vez queda más lejos la época en que no temía al hombre, se acercaba curioso a sus campamentos y amanecía en los corrales o en los palenques, mezclado a los caballos... En la isla Navarino los hay todavía, acompañados como en la isla mayor, por el zorro, que -ése sí- no lleva miras de desaparecer, gracias a lo poco solicitada que es su piel; no hay zorros azules...

La fauna no es ni muy rica ni muy variada en tierra, pero en cambio, lo es hasta el extremo en el mar. Después del guanaco, la nutria y el zorro, que es de dos clases, cuéntase un murciélago, una especie de ratón, dos ratones y un ctenomys aliado o idéntico al tucu-tucu, ese interesante roedor subterráneo a quien los jinetes deben tantas rodadas desde el Brasil hasta el extremo austral de América... En su aspecto y costumbres es igual al que habita al norte, en los países templados, descripto por los naturalistas, y que conocen cuantos han andado por nuestros campos... si se han dado la pena de buscarlos en su agujero.

Las aves que viven en la isla o la frecuentan, comienzan en el cóndor que acude desde los Andes, con las inmensas alas desplegadas, para acabar en el minúsculo pájaro-mosca. Ánades, cormoranes -los felinos del mar-, buitres, halcones, pingüinos, albatros, petreles, loros, reyezuelos, papamoscas, habitan los bosques a las orillas del mar; en cambio, no hay reptiles, ni sapos, ni lagartos; los mismos escarabajos son poco numerosos, y apenas se observan unas cuantas moscas y abejas. Darwin, al hablar de esto, señala el contraste que existe entre el clima y el aspecto general de Tierra del Fuego y Patagonia, presentando la entomología como ejemplo notable de ello: «Creo -dice- que esas dos comarcas no poseen en común una sola especie, y es seguro que el carácter general de los insectos es completamente distinto.»

Los habitantes del agua se cuentan por millares de especies, que desde la ballena van hasta los caracolillos que pueblan a millones las ramas y las hojas del cachiyuyo, esa alga gigantesca que algún día ha de utilizar la industria para extraerle el yodo que contiene, como se hace en tantas costas europeas. Para enumerar los diversísimos seres cuya vida animan los canales, las ensenadas, las caletas, todos las rincones en que reina la onda fecunda, sería menester un libro entero, y un libro   —307→   fastidioso para los no especialistas. Darwin se quedaba admirado de aquella variedad y aquella profusión, que es incomparable contraste con la poca vitalidad animal que se observa en los bosques, los valles y las montañas de la isla.

En cuanto a la flora, además de los árboles y arbustos que se han nombrado antes, hay numerosas plantas, musgos, líquenes, criptógamas, que cubren la espesa capa de turba, ese curioso producto vegetal que en muchas partes del norte de Europa, y en las mismas islas Malvinas, se aprensa y se seca para utilizarlo como combustible.

Según Darwin, la turba se forma con los detritus de una planta, la Astelia pumila, ayudada por la Donatia magellanica. Dice que las hojas nuevas se suceden siempre en torno del tallo como alrededor de un eje; las hojas inferiores se pudren pronto, quedando enterradas, de tal modo que si se cava la turba para seguir el desarrollo del tallo, pueden observarse hojas fijas aún en su lugar y en todos los grados de la descomposición, hasta que hojas y tallo se unen en una masa confusa.

No son estas plantas solas las que producen la turba, y el célebre sabio añade a ellas un mirto rastrero (Myrtus nummularia) de tallo leñoso, que da bayas azucaradas, el Empetrum rubrum, parecido al brezo, y el Juncus grandiflorus, plantas que, también, son casi las únicas que crecen en los terrenos pantanosos.

«En las partes más altas del territorio -dice- la superficie de la turba está entrecortada por pequeños charcos que se hallan a diferentes alturas y que parecen ser excavaciones artificiales. Hilos de agua que circulan bajo el suelo completan la desorganización de las materias vegetales y consolidan el todo.

»El clima de la parte meridional de América -añade- parece especialmente favorable a la producción de la turba. En las islas Falkland, todas las plantas, hasta la yerba grosera que cubre casi toda la superficie del suelo, se transforman en esa substancia, cuyo desarrollo no detiene ninguna situación; algunas capas de turba tienen hasta 12 pies de espesor, y las partes inferiores se hacen tan compactas, cuando se las pone a secar, que es difícil quemarlas. Aunque, como acabo de decirlo, casi todas las plantas se transformen en turba, la Astelia es la que constituye la mayor parte de la masa. Hecho notable, cuando se considera lo que pasa en Europa: no he visto nunca, en la América meridional, que el musgo contribuya por la descomposición a formar la turba. En cuanto al límite septentrional del clima que permite la lenta descomposición necesaria para   —308→   producir la turba, creo que en Chiloé (41 a 42 grados de latitud sur), no hay ya turba bien caracterizada, aunque haya mucho aguazal; en las islas Chonos, por el contrario, tres grados más al sur, acabamos de ver que existe en abundancia. Sobre la costa oriental en el Río de la Plata, a los 35 grados de latitud, un residente español que había estado en Irlanda, me ha dicho que siempre buscó esa substancia pero sin poder encontrarla. Me mostró como lo más análogo que había descubierto, un mantillo negro turboso, tan lleno de raíces, que ardía lenta, pero incompletamente.»

Los turbales, blandos, que ceden bajo el pie, y hacen penosa la marcha, cubren casi todo el sur de la Tierra del Fuego, y la Isla de los Estados tiene la roca de su base vestida por ella.

Afortunadamente, no se necesita allí como combustible, pues aparte de sus colosales bosques, la Tierra del Fuego posee minas de carbón, cuyos productos acaban de ser ensayados con todo éxito y que parecen ser superiores a los lignitos de Coronel (Chile), que utilizan los transatlánticos de la carrera del Pacífico. Dichas minas están cerca de costas, casi a raíz del suelo, y constituirán una gran riqueza si son tan abundantes como se cree. El carbón en Tierra del Fuego cambiará en breve espacio la faz de aquellas regiones, dándoles más intensa vida propia, y atrayendo la civilización y el intercambio comercial, por poco que pueda competir con los productos similares de las cercanías.

En cuanto a minas, se me ha asegurado que existen también de níquel, próximas a puertos, y algunas de hierro; pero no he visto muestras. Como ya se sabe, Tierra del Fuego cuenta, además, con fuentes de aguas minerales, sulfurosas y ferruginosas, que se enviarán en breve a Buenos Aires para ser analizadas.

Minas de oro propiamente dichas no las hay, pero las playas auríferas abundan y algunas son de gran riqueza, si se las explota con máquinas perfeccionadas. El oro que se encuentra en ellas procede del fondo del mar, y Popper ha escrito páginas brillantes acerca de lo que podríamos llamar su acarreo. En obsequio a la brevedad, las transcribiré, despojándolas de sus galas.

En las regiones mineras las pepitas son generalmente arrastradas por ríos o arroyos que las arrancan del cuarzo y las llevan hacia el mar; en Tierra del Fuego, por el contrario, las olas arrancan el oro de las profundidades y lo impelen a las playas...

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A lo largo del litoral atlántico hay extensos bancos submarinos, a veces de muchas millas de ancho, restos de montañas que desaparecieron en pasados períodos geológicos; son depósitos enormes de piedras, cascajo y arena, constituídos por cuarzo y cuarcita, pórfidos graníticos y felsíticos, por diorita, serpentina, sienita, traquita y anfibolita, en los que abunda el óxido de hierro magnético, el hierro titánico, las piritas de hierro, y en los que se hallan diseminados en pequeñas proporciones, granates y rubíes diminutos, escamitas de platino y pepitas de oro. Este oro, esparcido en la inmensa masa de los residuos minerales que lo envuelven, sería difícil de extraer de las profundidades en que se encuentra, y estaría perdido para la humanidad, si las olas del océano, si la naturaleza misma no se encargara de ponerlo al alcance del hombre.

Al examinar estas arenas se ve brillar entre el hierro magnético que las constituye, partículas más o menos abundantes de oro, desde el tamaño de un grano de maíz hasta el de una escamita imperceptible, microscópica, cuya ley es de 850 a 900 milésimas de fino.

Según el mismo Popper, la cantidad de oro sacado de las playas auríferas fueguinas hasta 1891, ascendía a más de seiscientos mil gramos, de los que ciento setenta mil entraron en nuestra Casa de Moneda y noventa mil fueron enviados a Hamburgo por Wehrhahn, de Punta Arenas. Los trescientos cuarenta mil restantes fueron substraídos ilegalmente por aventureros del Magallanes.

Hoy se trabaja en el establecimiento de El Páramo, al norte de San Sebastián, fundado por Popper y de propiedad de don Juan Fernández.

Hay oro también sobre el canal del Beagle, en Sloggett, por ejemplo, donde está formándose una pequeña población, todavía muy móvil, muy accidental, en torno de una modesta casa de comercio, quizá núcleo primero de un pueblo importante en el futuro.

Un clima relativamente benigno que, sin grandes dificultades, sobre todo en primavera, verano y otoño, permite su explotación, da mayor precio a estas riquezas, a las que hay que añadir las que producirá el comercio de manga ancha que se practica en el territorio, y que no es indudablemente la menor. Pero, ¿qué puede exigirse de mercaderes cuyo destierro los pone ya casi fuera de lo normal? ¿Por qué medirlos con el cartabón de los grandes centros, cuando están donde la ley no impera?...

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Son los descalificados de la exigente sociedad actual, los que saben por dolorosa experiencia que el dinero es el eje único de la vida moderna, y que el pobre lucha en un circulo vicioso, sin poder arrancarse nunca de él; para salir de la pobreza es necesario tener un punto de partida, vale decir, un principio de fortuna, un capital más o menos pequeño; sin eso todo está cerrado, clausurado, y lo único que se puede lograr es un empleo, una ocupación que cada día dé lo necesario para comer. Con qué amargura abandonan entonces los grandes centros de acción para ir a los últimos límites poblados, y con qué avaricia, con qué ávido furor aprovechan todos los beneficios, lícitos o ilícitos, que se les presentan, abusando del trabajo de los débiles, vendiendo caro y malo, envenenando a indios y marineros, prestándose a todos los comercios, al contrabando, a la piratería, al merodeo, a la usura, con un desenfado que favorece la escasez misma del público y lo común de esa elasticidad de conciencia. Si sufrieron en las ciudades, por la ínfima categoría que ocupaban y por la impotencia que los consumía, toman la revancha, y se gozan en ella, poniendo el pie sobre el cuello de los que están debajo. Hacen dinero, se forman ese capital que será varita mágica en sus manos, ideal único de sus horas de meditación, ensueño de sus sueños. ¿La conciencia? ¡Oh!, la conciencia se hace más ancha a medida que el dinero de la caja crece. Luego, cuando la suma se redondee bien, habrá tiempo de modificar una moral sobrado estrecha ya en estas latitudes; mientras tanto, hay que dejar de lado convencionalismos y mojigaterías... Cuando se habla de un pioneer del extremo austral, no es bueno darle carta de honradez sin previo examen, si el que la otorga quiere preocuparse de la verdad. Ni hay tampoco que vilipendiarlo. Es un producto lógico de la civilización, una creación absolutamente suya. Los cómicos de la legua representan en los teatros de campaña los mismos papeles que los grandes artistas en los lujosos coliseos de las ciudades. Y luego, ¿quién puede afirmar que no tendrá que convertirse en pioneer de esa misma especie, si la rueda de la fortuna voltea de mal lado?...

Pero a ellos se deberá en gran parte, y a pesar de todo, el adelanto de esa región que explotan a sabiendas y protegen inconscientemente, y nadie ha de disputarles el mérito de haber ido como vanguardia adonde pocos se atrevieron a llegar, atemorizados por las exageraciones que rodeaban de misterio a la isla. Los naufragios, las penalidades, el hambre, el frío mortal... ¡Cómo se reirán de esas consejas los que dentro de   —311→   algunos años vayan a veranear en las costas del Beagle, junto a las verdes selvas de la Onaisín!...

Las inclemencias del clima no llegan al extremo que se ha dicho, y las demás amenazas que se han puesto como cordón sanitario alrededor de la isla, son simples patrañas de viajeros deseosos de dar proporciones de sacrificio a un paseo más o menos arduo, o de habitantes y frecuentadores interesados en reservarse la exclusividad del territorio durante un tiempo más o menos largo... hasta que la luz se hiciera. Baste decir que la nieve es escasa, y que aun en pleno invierno deja a descubierto la yerba. Ya Darwin trató de desvanecer estos errores, publicando un cuadrito comparativo de la temperatura media de Tierra del Fuego e Islas Malvinas, y la de Dublín, que es el siguiente:

Latitud Temperatura del verano Temperatura del invierno Media del invierno y el verano
Tierra del Fuego53º 38 S +10º+0º 6+5º 12
Malvinas51º 30 S+10º 5- -
Dublín53º 21 N +15º 12 +0º 8 +9º 46

«Esta tabla nos indica -añade el sabio- que la temperatura de la parte central de la Tierra del Fuego es más fría en invierno y más de 5º centígrados menos caliente en verano que la de Dublín. Según von Buch, la temperatura media del mes de julio (que no es el más caluroso del año) en Sandfjord, en Noruega, se eleva a 14º 3, y ese lugar está 13 grados más cerca del polo que Puerto Hambre.»

Según mis datos, la temperatura media de Usuhaia es de 6º 5 en primavera, de 10º 4 en verano, de 6º en otoño y de 0º 66 en invierno.

Estos últimos números son bastante exactos, y siento no haber podido completarlos con las observaciones de los salesianos establecidos en Río Grande, el Río Pellegrini de Lista.

Y, a propósito de esta comunidad religiosa: instalada sobre el citado río, al norte de donde desemboca en el Atlántico, ocupa los terrenos reservados para pueblo, y ha levantado grandes galpones, donde asila a unos cincuenta niños indígenas de ambos sexos. Alrededor de la misión, que no tiene industria alguna, viven en toldos, como en el estado salvaje, diez o doce familias más, que no están sujetas a régimen y que continúan con sus usos y costumbres tan nómadas como antes.

Cuatro años hace que están allí los salesianos, sin que sus beneficios se hayan hecho notar sobre los indios.

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Los terrenos que usufructúan son los más apropiados para el establecimiento de la nueva capital fueguina, que es urgente sacar de Usuhaia. Este pueblo se encuentra, en efecto, en un extremo del territorio, casi en el ángulo que forma la línea divisoria con el canal del Beagle, y si la capital de un país poblado y civilizado que cuenta con telégrafo, ferrocarriles, etcétera, puede hallarse como si dijéramos arrinconada, semejante cosa es perjudicial en una comarca en que todo está por hacer y en que la falta de caminos alarga de un modo inconmensurable las distancias.

La capital de Tierra del Fuego debe estar ubicada en un terreno cuya extensión y productos basten al sustento de la población y a su crecimiento, y que se halle muy al alcance de los otros centros poblados. Río Grande, al revés de Usuhaia, reúne dichas condiciones.

Facilitaría la traslación de la capital, la formación de una colonia en el valle del Río Grande, cuyo suelo es favorable. Esa colonia, por su situación, tendría un hermoso porvenir; tanto más cuanto que el río es navegable hasta para buques de algún calado. Su valizamiento, que es urgente, porque el puerto es frecuentado por muchos barcos de vela y algunos de vapor, puede hacerse fácil y económicamente, pues bastarían tres señales para dejar bien determinada la entrada del río.

Como complemento necesitaríase un camino que ligara el valle con San Sebastián, y dos puentes, uno sobre el San Martín y otro sobre el Carmen Sylva, ríos que hoy dificultan en grado sumo las comunicaciones, así como también dos nuevas comisarías, una en el valle mismo y otra a inmediaciones del cabo San Pablo, sobre el Atlántico.

El interés que despierta la Tierra del Fuego, está demostrado materialmente por el precio que han obtenido los lotes sacados a remate, y científicamente, por las comisiones de exploradores que la visitan a menudo. Las últimas que han estado fueron: en febrero de 1896 la compuesta por los señores doctor F. Lahille, doctor Nicolás Alboff, Carlos Lahitte y E. Beaufils, que permanecieron hasta abril, y un mes más tarde la de Otto Nordenskjöld, en que iba el doctor Pedro Dusén y el señor Hjelmer Ackermann. En Diciembre de 1897 la visitó también el Bélgica, a cuyas primeras desventuras me he referido ya.

Y ahora, ¡a bordo!



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ArribaAbajo- XXVII -

De Usuhaia a Buen Suceso


Los escasos pasajeros del Villarino se habían dispersado por la capital fueguina, sin preocuparse mucho de la lluvia menuda que continuaba cayendo. Pisar tierra firme es el afán de cuantos viajan por agua, cansados de la perpetua inestabilidad del barco; de modo que aprovechaban los cortos momentos que el transporte iba a permanecer en la bahía, para andar por el enlodado suelo de Usuhaia. Cierto que aquel barro no es como el de Buenos Aires, engrudo adherente y repugnante, sobre el que patinan hombres y animales, embadurnándose de pies a cabeza; un instante después de haber pisoteado verdaderos lodazales, no queda en las botas más seña de ello que la helada humedad que se infiltra por las costuras y por el cuero mismo, con un poder invencible de penetración...

El comandante Murúa tenía prisa -siempre la tiene-, de tal modo que sus viajes son un modelo de rapidez, aunque su barco sólo ande diez millas por hora. Aguardaba para zarpar, que la correspondencia oficial de la Gobernación estuviese a bordo; así es que no tardamos en embarcarnos para correr hacia el este, salir del canal del Beagle, y tocar al término de nuestro viaje de ida.

La despedida de Usuhaia fue cordial y afectuosa. Aquellos buenos desterrados consideran un acontecimiento la llegada mensual (a veces) del transporte, y se complacen en agasajar a los viajeros, ayer desconocidos, como si fueran viejos amigos. No los ven partir sin sentimiento, y en el fondo sentirán como una esperanza que escapa, como una visión de otras comarcas y otros centros que se desvanece con ellos.

Zarpamos.

Mis compañeros me rodeaban acribillándome a preguntas, dándome noticias, estrechándome las manos, como si hiciera mucho que no nos veíamos; tanto estrecha la vida en común en aquellas soledades.

Los postes para el telégrafo patagónico se habían cargado en Lapataia sin tropiezo alguno y con mucha rapidez, gracias a la buena voluntad de la tripulación del transporte y de los empleados y peones del aserradero. Las bodegas estaban atestadas de palos, y Funes rebosante de satisfacción, pues la sección   —314→   a él encomendada podría comenzarse esta misma primavera; no resultaba, pues, inútil su viaje, y su actividad tenía recompensa en esa nueva probabilidad de éxito para la obra.

Por desgracia, parece que la primera sección, en el norte de Patagonia, presenta graves dificultades que el comandante Leroux acaba de exponer al Gobierno, y que no serán fáciles de vencer. Recorriendo este jefe la parte de la línea telegráfica futura que está a su cargo, ha tenido que atravesar vastas extensiones sin agua, donde por ahora es imposible el establecimiento de oficinas, pues los telegrafistas y guardahilos se morirían de sed37. Pero siempre habrá modo de hallar un sesgo al inconveniente, que en realidad es inmenso, pero que no debe de privar a la Patagonia de un servicio cuya existencia colaboraría tan eficazmente a su progreso. Si la dificultad es grande, mayor aún es la necesidad de que ese telégrafo exista, militar y socialmente... Dentro de poco, Chile habrá terminado de tender sus hilos hasta Punta Arenas, aunque la obra no sea mucho más fácil sobre el Pacífico que sobre el Atlántico.

-El gobernador Godoy -díjome el comandante Funes- ha accedido a enviarme con el transporte Usuhaia, que está al servicio de la Gobernación de Tierra del Fuego, dos mil quinientos postes a Coy-Inlet; a San Julián, donde se necesitan dos mil seiscientos, llevará mil seiscientos, y a Gallegos mil. A Santa Cruz habrá que enviar dos mil seiscientos también.

Con estas remesas basta y sobra para dar comienzo a los trabajos, pues mientras éstos se lleven adelante será facilísimo completar el número de postes que se necesita para toda la sección.

Algunos compañeros habían aprovechado la permanencia en Lapataia para emprender una cacería de animales alzados, sobre todo de un buey gordo, famoso por lo inabordable... Llegaron al lago Jacinta, del que sale el río, y hallaron en él cisnes y patos de agua dulce, pero no tuvieron la más mínima noticia del buey ni de los carneros cimarrones que, sin embargo, abundan. Hay que poseer muy buenas piernas y decidirse a recorrer enormes distancias por los fatigosos turbales, si se quiere obtener algo. En cambio, podían ampliar mis informes a propósito del Bélgica.

El barco explorador tenía mala suerte. Hallándose frente al depósito de carbón, y aunque estuviera fondeado a dos anclas,   —315→   el viento y la corriente lo hicieron garrear, y tan en peligro se vio, que pidió auxilio con la sirena.

-Debe haber sufrido averías -me dijeron.

-¿De consideración?

-No se sabe, porque su gente no ha dicho nada.

Decididamente los expedicionarios andaban en la mala desde mucho antes de comenzar la parte realmente difícil de su viaje. ¿Qué les habrá ocurrido entre los témpanos del sur? Nada puede conjeturarse todavía, pero la falta de informes, a pesar de que llevaron palomas mensajeras de Punta Arenas, no es seguramente un buen indicio...

Más tarde, y en la Isla de los Estados, iba a hallar nuevas huellas del buque, cuya última recalada conocida es la de San Juan del Salvamento.

Hacia allá nos dirigíamos, y poco después íbamos a dejar atrás la Tierra del Fuego, donde en 1889 sólo había 282 ovejas, que hoy llegan a la cantidad ya consignada.

Seguimos el canal, entre la isla mayor y la de Navarino, una de las grandes del archipiélago que hormiguea al sur, y cuya avanzada es el Cabo de Hornos.

No tardamos en llegar a la península generalmente creída isla de Gable, desde donde comienza a ensancharse el canal que, pasando la isla Picton, termina en pleno océano.

Gable es una tierra privilegiada, con hermosísimos paisajes y -lo que es más positivo- excelentes pastos. Allí está la instalación de mister Bridges, oculta a los que pasan por el canal, con las tierras altas de la península. Su estancia y almacén están situados en el punto en que la península se une a tierra con un pequeño istmo bajo, que las altas mareas han de cubrir en ocasiones, pero que tiene vegetación.

Los panoramas que allí presentan las altas colinas, los verdes vallecitos y hondonadas pobladas de árboles que aquí y allá forman grupos que más lejos se convierten en bosque, pasando el arroyo de aguas cristalinas que corre oculto bajo una enramada de plantas acuáticas, son de veras dignos de un gran pincel, sobre todo por la luz diáfana y cariñosa que en el verano los envuelve.

El establecimiento del señor Bridges, con ramificaciones en Cambaceres, isla Picton, etc., posee, además de la cría de ganado, otras industrias lucrativas, como el comercio de artículos de primera necesidad, un pequeño aserradero que pensaba ensanchar, haciéndolo a vapor, para lo cual ya había echado los cimientos de nuevas casas, un conato de grasería,   —316→   etc., etc. Los edificios están rodeados de huertas y jardines, que dan flores y legumbres a la pequeña colonia, en que las hijas y los hijos del antiguo misionero trabajan a la par, con el ardor de los que encuentran al mismo tiempo diversión y utilidad en el trabajo.

Haberton, que así se llama el puerto, tiene un muellecito y un malecón de piedra, que le dan el aspecto de uno de esos establecimientos industriales de las márgenes de nuestros grandes ríos en la provincia de Buenos Aires.

Los argentinos han quedado sin puerto sobre la entrada del canal del Beagle, mientras Chile lo tiene en la isla Picton, justamente en la boca del mismo, allí donde desembarcaron los desgraciados misioneros ingleses con Allen Gardiner a su cabeza... Pasamos la isla, navegando con tiempo excelente, pero ya algo nebuloso y frío. Corriendo más al este, seguimos sin detenernos frente a la Isla Nueva, tras de la cual se extiende el océano abierto, inmensa planicie de color de acero que disminuía la niebla indecisa, como un velo tenue.

En Sloggett vimos con el anteojo algunas carpas de mineros, pobre gente que busca sin tregua las pepitas de oro ocultas en la arena.

Más allá, Bahía Aguirre, escenario del último acto del drama de padecimientos y de muerte desarrollado en 1851, se presentó a nuestro paso y pronto lo dejamos atrás, navegando a todo vapor, sobre las aguas ya más agitadas que las del canal abandonado poco antes.

Desde allí podríamos, en rigor, haber visto el Cabo de Hornos, si no se interpusiera la isla Deceit; pero abarcábamos en cambio toda aquella zona oceánica, tan temida por los barcos de vela, juguete de las poderosas corrientes, de los bruscos cambios del viento y del formidable oleaje y los remolinos que se levantan cuando luchan encontrados el viento y la corriente...

Habíamos pasado frente al sitio en que ocurrió el naufragio del explorador Bove, situado entre Punta Herse y Punta María.

Este siniestro se produjo el 31 de Mayo de 1882. El San José estaba tan en peligro, que se resolvió echarlo a tierra, para salvar la tripulación y el cargamento. Bove cuenta aquellas dramáticas escenas del siguiente modo:

«El aspecto de la tierra situada a sotavento, era desalentador. Por lo que podía verse desde lo alto de la arboladura, parecía que de Punta Herse a Punta María no hubiera sino una línea de escollos.

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»¡Cuán lejos de la costa se había producido el primer choque del barco!...

»A las tres de la tarde resolvimos hacer la peligrosa prueba; era la hora de la marea alta. Preparose en un instante una pequeña balsa que, con algunos barriles de galleta y carne salada, fue colocada sobre cubierta para que la utilizaran los sobrevivientes si el buque no lograba alcanzar la costa.

»La conducta de la tripulación fue, en tan difícil trance, digna del mayor elogio; cumpliéronse las órdenes con eficaz rapidez, y cuando se oyó la voz de mando: ¡Larga la cadena! ¡Iza la trinquetilla!, ejecutose la maniobra como si se tratara de llegar a la bahía en viaje de placer y no forzados al naufragio.

»El marinero Jemmy Howard se dejó atar valerosamente al timón, con dos cuchillos al alcance de las manos para que pudiera cortar sus ligaduras apenas fuese innecesario su trabajo.

»Nunca podré olvidar al bravo Jemmy, fijo en el timón, con los ojos clavados en el que mandaba la maniobra, repitiendo sus órdenes, palabra por palabra:

»-Steady, Jemmy!

»-Steady, sir!

»-All right, Jemmy!

»-All right, sir!

»Del fondeadero a la costa hubiéramos llegado en cualquier otra ocasión como una luz, pero entonces nos parecía tardar una eternidad. Entre el abandono del ancla y el choque de la nave contra tierra, pasamos momentos de agitada expectativa; a cada instante temíamos ver el barco detenido por algún banco; pero con la mayor sorpresa y gozo se pasó el primer escollo y luego el segundo, volando sobre las olas, sin choques, sin sacudidas... La angustia creció, sin embargo, cuando -acercándonos a tierra- vimos las olas rompiendo contra las altas rocas sobre las que nos precipitábamos... toda esperanza de salvación desapareció por un instante... Pero la suerte nos favorecía; precisamente en el camino del buque, la barranca se plegaba un poquito, dejando entre ella y el mar algunos metros de arena en que la nave fue a enterrar su proa quedando el bauprés a pocos centímetros del precipicio. Un instante después la San José quedó tumbada sobre el flanco izquierdo, el bote de estribor hecho pedazos, y todos los objetos sueltos fueron desalojados de la cubierta. Pero antes de que sobreviniera otra ola, nos reunimos en una hendidura de la barranca,   —318→   con el mar a nuestros pies y una muralla de doscientos metros de altura sobre nuestras cabezas. La hendidura era de arenisca y a cada momento amenazaba desplomarse como una avalancha. Por fortuna, sólo al día siguiente se precipitó al mar...»

Cruzamos frente a Bahía Valentín, y haciendo rumbo al nordeste nos dirigimos a Buen Suceso, última etapa nuestra en Tierra del Fuego. Fondeamos allí. El Estrecho Lemaire se presentaba a nuestra vista, bastante agitado.

Ese Estrecho que los Nodales llamaron de San Vicente por haberlo visitado el 22 de diciembre de 1619, y que la Concordia de Horn descubrió el 25 de enero de 1616, bautizándolo con el nombre de Lemaire, tiene por término medio un ancho de treinta kilómetros, y sólo está limitado al este por la angosta extremidad occidental de la Isla de los Estados.

-Nos hallamos en Ash Paltn.

-¿Cómo? ¿No decía usted que ésta es la bahía del Buen Suceso? La carta náutica...

-Sí; pero los onas la llaman Ash Paltn.

-¡Ah!

Lástima carecer de medios para emprender una excursión por el lado oriental de la isla; pero los transportes nacionales recalan pocas veces en sus puertos -casi nunca más que en San Sebastián-, y eso en su viaje de retorno, porque a la ida se internan en el Estrecho, fondean en Punta Arenas y costean la isla por el oeste, haciendo innecesariamente un trayecto larguísimo por aguas no argentinas, en detrimento de las nacientes poblaciones del este.

Pero el ingeniero Tapia, que en aquellos días debía estar midiendo los terrenos últimamente vendidos por decreto de marzo 30 de 1897, me había prometido detallados informes sobre la zona comprendida entre el cabo Espíritu Santo y el río Grande, y con ellos podría salvar en parte la deficiencia, inevitable por la falta de elementos.

Y llegado a Buenos Aires, en efecto, el señor Tapia ha tenido la bondad de comunicarme tan interesantes datos, completados con atinadas observaciones personales, que me servirán aquí de complemento a lo ya dicho.

Las cincuenta y seis leguas fueron medidas y entregadas a los compradores dentro del plazo señalado por el decreto -a seis meses del remate-, menos el lote 40, del que, por hallarse ausente el apoderado del propietario señor Pietranera, no pudo, dársele posesión.

  —319→  

Según los minuciosos informes suministrados por el ingeniero Tapia, el campo vendido es en general de pastos buenos y variados, excepción hecha de un lote situado en el centro de la bahía de San Sebastián, que es un arenal cubierto de mata negra y salpicado con depresiones salitrosas que en las grandes mareas se convierten en lagunas.

Los pastos son abundantes y variadísimos en los valles de los ríos, arroyos y chorrillos que forman vegas de leguas de extensión, en dirección general de oeste a este, verdaderos oasis en que la yerba crece hasta sesenta y ochenta centímetros de altura. Entre ellas se distingue por sus dimensiones y fertilidad la del arroyo San Martín, que corre hacia el mar en la parte sur de la bahía.

En los terrenos altos, generalmente pedregosos, el pasto no es muy abundante.

Las aguadas son numerosas y se encuentran en todas direcciones. Las hay en forma de manantiales, de arroyuelos, de lagunas, de arroyos y de ríos. Son de agua dulce y cristalina, casi siempre de temperatura baja. Los cursos de agua son generalmente pantanosos y de poca profundidad; en invierno se congelan, cubriéndose de una capa de hielo que en algunas partes llega a tener sesenta centímetros de espesor.

El río Grande, que tiene un ancho variable entre cincuenta y sesenta metros, hallábase a principios de mayo de este año (1898) a la altura del límite con Chile, cubierto con una capa de hielo de quince centímetros de espesor, que sólo dejaba libre el centro en un ancho de tres metros aproximadamente.

En muchos puntos del territorio, y sobre todo en las vegas, se encuentra agua a un metro bajo el nivel del suelo.

La topografía no es uniforme. El terreno en general es montañoso, con serranías o macizos paralelos que corren de oeste a este, entre los que existen grandes abras -valles de ríos y arroyos-, y a veces llanuras relativamente extensas, altas y bajas. El oeste tiene médanos más o menos elevados, y no es propiamente montañoso.

En toda la extensión recorrida, salvo algunos puntos situados cerca del límite con Chile, y comprendidos en los lotes 23, 24 y 40 de los terrenos vendidos por el gobierno, no se ha encontrado un solo árbol; en ciertas faldas de cerros y médanos crece el calafate, arbusto tan abundante en Patagonia y Tierra del Fuego.

La mancha de bosque que se halla en el ángulo formado por el río Grande y el límite con Chile, es continuación del   —320→   gran bosque chileno de La Matanza; los fagus que lo componen tienen una altura media de cinco metros y un diámetro de veinte centímetros.

El clima es frío en general. La temperatura media observada por el ingeniero Tapia, es de 8º centígrados en marzo, 4º en abril y 1º 5 en mayo. Estas observaciones son aproximadas, pues no tuvo ni tiempo ni ocasión de hacerlas exactas y detenidamente por la movilidad que exigen los trabajos de mensura.

Los vientos dominantes del oeste y sudoeste, son fuertes en primavera, verano y parte del otoño; en invierno la atmósfera permanece en calma. Generalmente las lluvias caen poco rato.

Pasando a otro orden de observaciones, el señor Tapia me comunica lo siguiente:

La Tierra del Fuego, principalmente en su parte chilena, está poblada de estancias dirigidas por caballeros ingleses, algunos de los cuales tienen también establecimientos en territorio argentino y en campos arrendados al Gobierno.

En los terrenos vendidos y que el señor Tapia ha entregado ya, existe una estancia denominada Sara, entre el extremo este de las sierras de Carmen Silva y el río del mismo nombre, lote 17, y a mediados de abril iba a comenzarse a alambrar todo el campo comprado por la señora Sara Braun de Nogueira, que tiene una extensión de 35.801 hectáreas, 30 áreas y 55 centiáreas, o sea catorce leguas y 801 hectáreas.

El territorio está cruzado por caminos que van de una a otra población, corriendo generalmente hacia el este e internándose hacia el oeste en territorio chileno, con salidas sobre el Estrecho de Magallanes a Punta Catalina, Punta Anegada, Río del Oro, Gente Grande, Porvenir, Bahía Inútil, etc., etc. Estos parajes de la costa chilena están en activa comunicación con Punta Arenas por medio de vapores correos y bastantes buques de vela.

Los caminos en cuestión desde la desembocadura del río Grande, son en su mayor parte carreteros.

La principal industria del territorio es la cría de ovejas de raza Lincoln, de tamaño extraordinario, que se reproducen admirablemente, dan lana abundante y larga, y recorren a millares los campos, alimentándose y reproduciéndose -cosa sorprendente- en zonas desprovistas de agua, tanto como en los lugares en que abunda.

El ingeniero Tapia ha recorrido tres veces el trayecto que   —321→   media entre Punta Delgada, en el Estrecho, y Spreen-Hill, importante establecimiento del señor Mont E. Walles, en territorio chileno. En aquellas siete leguas no existe una sola corriente, ni una triste laguna de agua dulce. Sin embargo, allí hay millares de ovejas y dos o tres poblaciones de pastores; el ganado era sano, robusto, gordo, a pesar de todo.

Según el señor Walles, las ovejas beben si encuentran agua, pero prosperan si no la tienen, dando los mismos resultados que las que se hallan en una vega cruzada por un arroyo permanente. A su juicio, les basta con el rocío que por las noches se deposita en la yerba.

Los pastores recogen el agua de las lluvias en grandes estanques de hierro galvanizado pues de otro modo no tendrían cómo apagar la sed.

Las ovejas de Tierra del Fuego son fuertes, y tan grandes como no las habrá en todo el resto del país. Los animales yeguarizos son escasos, pero las estancias tienen caballos suficientes para el trabajo, y tropillas para los viajes. Aunque haya terreno excelente para la cría de millares de vacas, ésta no se hace hasta ahora porque no hay mercado. Los hacendados se limitan a tener unas cuantas para formar bueyes, pues las carretas son indispensables en el territorio.

A la explotación del oro, ya amalgamado, ya en pepitas, se dedican sólo jornaleros y aventureros que buscan una fortuna tan rápida como incierta y que, creyendo encontrarla a cada instante, pasan meses y años malgastando una actividad que dedicada a cualquier otra cosa les daría indudablemente más provecho. Pero parece que el desencanto cunde.

En la costa del Páramo, por ejemplo, hay algunos que esperan desde hace dos años las borrascas que sacudiendo el mar arranquen el oro guardado en su seno, derrumben las barrancas a pico, y lleven a las playas o dejen a descubierto el codiciado metal. Dos años de esperanzas y de angustia...

En el territorio comprendido entre el Cabo Espíritu Santo, el límite con Chile, el Océano Atlántico y el Río Grande, los establecimientos son puramente pastoriles. La agricultura no existe aún. El señor Walles ha hecho un ensayo de siembra de alfalfa en terrenos abonados previamente, que no ha tenido éxito; después de varios años de cuidados, la alfalfa continúa baja y descolorida. Los sembrados hechos cerca de las poblaciones y al reparo del viento, son simplemente de hortalizas para el consumo, escasas y raquíticas. No hay árboles frutales ni forestales plantados por los pobladores.

  —322→  

Pero aunque la industria pastoril sea la más desarrollada en el territorio, no hay que creer fácil dedicarse a ella. Por el contrario, su implantación exige capitales bastante crecidos.

No basta con el dinero necesario para adquirir e importar los animales destinados a la cría; es indispensable poseer una vasta extensión de tierra, alambrarla y dotarla de instalaciones costosas.

En efecto, cada oveja ha de tener para su alimentación no menos de una hectárea de campo, pues de otro modo en la estación de los fríos y cuando el pasto escasea, enflaquecerían y morirían irremisiblemente. Unos cuantos miles de ovejas, pues, exigen otros tantos miles de hectáreas, si no se quiere correr a una pérdida segura.

Además, los hacendados establecidos allí, hombres prácticos y positivos, han adoptado el sistema de alambrar sus campos, encontrándolo más económico que el de tener numeroso personal para cuidar sus majadas. Éstas andan siempre libremente, sin que se las recoja en corrales o rodeos como se acostumbra en la provincia de Buenos Aires, y los pastores se limitan a recorrer los campos observándolas. Allí permanecen meses enteros, sin que se las moleste sino para la esquila, la curación de la sarna, la formación de tropas, u otras causas accidentales.

Los alambradas se construyen con madera de los bosques fueguinos y son de nueve alambres.

Todas las estancias tienen que poseer instalaciones completas para esquilar, bañar las ovejas y enfardelar la lana, para lo cual hay que hacer crecidas erogaciones.

Los productos que salen del territorio argentino van, como los del chileno, a Punta Arenas, desde donde son enviados a Europa. Los hacendados enfardelan las lanas, las transportan a aquel puerto por los vapores que subvenciona el Gobierno de Chile o por los buques del comercio de aquel puerto, y no tienen para qué pensar en la República Argentina ni en sus intereses.

Muchas veces he señalado en el curso de estas páginas ese mal que causa la anemia de nuestros territorios del sur; la insistencia puede incomodar, pero es necesaria, y tengo ahora la satisfacción de poder variarla cediendo la palabra a otra persona. Dice, en efecto, el ingeniero Tapia, hablando de tan importante asunto.

«¿Qué razones determinan el pasaje por Punta Arenas, no sólo de los productos que se exportan a Europa, sino también   —323→   de la correspondencia, pasajeros, etc., destinados a Buenos Aires, Gallegos, Santa Cruz y diversos puntos de la costa sur, teniendo el Gobierno nacional un servicio de vapores-transportes que hacen la carrera hasta Usuhaia, capital de la Tierra del Fuego? La contestación es tan sencilla como lógica:

»En Punta Arenas, que ofrece un buen puerto hasta para buques de gran calado, hay libertad de derechos a la importación y exportación, y todos los habitantes del mundo pueden entrar y salir con cualquier cantidad de mercaderías, sin que las autoridades los molesten. Hay, además, un servicio de vapores-correos subvencionados por el Gobierno chileno y que recorren con toda seguridad ambas márgenes del Estrecho, poniendo al alcance de los habitantes de Tierra del Fuego y de la costa patagónica los elementos de transporte que facilitan todo el movimiento comercial, industrial y hasta social de la comarca.

»Los transportes del Gobierno argentino, mientras tanto, hacen un servicio tan lento y tan deficiente, que puede afirmarse sin exageración que toda la costa fueguina sobre el Atlántico se encuentra completa y absolutamente privada de comunicación directa con los puertos nacionales.

»¿Y cómo no ha de ser así? Los vapores argentinos, después de tocar en Río Gallegos, van a Punta Arenas y luego a Usuhaia por los canales chilenos, llegan hasta la Isla de los Estados, y desde allí vuelven a Gallegos, dejando a la costa este de Tierra del Fuego privada de sus servicios, sin dar a sus habitantes otro consuelo que el comentario sobre la columna de humo o el casco blanco de un vapor que a tantas millas navegaba rumbo al norte...

»Natural es, pues, que los pobladores sientan la necesidad y aprovechen la conveniencia de recurrir a Punta Arenas, que les ofrece medios de comunicación con el mundo entero y la ventaja de la libertad aduanera.»

«Es penoso decirlo -añade luego- pero es la verdad: el Gobierno chileno es quien sirve los intereses argentinos en Tierra del Fuego, por lo menos en la zona comprendida entre el Río Grande y el cabo Espíritu Santo.

»Pero no creo que este descuido sea principalmente imputable al Gobierno. Según informes que he recogido, los comandantes de transportes nacionales y en general los jefes de los barcos que durante tantos años han hecho la navegación del sur, han creído que los puertos y las costas de Tierra del Fuego en el Atlántico no ofrecían garantía alguna. Por esto pocas   —324→   veces se han efectuado en San Sebastián y sus cercanías operaciones de carga y descarga con la debida serenidad. El mismo temor se ha apoderado del Gobierno por los informes de dichos jefes, en cuyo descargo hay también que observar su enorme responsabilidad en caso de pérdida del barco que mandan, responsabilidad que se hace efectiva ante las autoridades del ramo, y que tiene muchas más consecuencias que la de un simple capitán mercante.

»Se agrega que las dimensiones de los vapores nacionales no facilitan su entrada en algunos puertos, como Río Grande, por ejemplo.

»De todas maneras, existe el hecho del abandono, por parte del Gobierno argentino, de las costas del sur de la República, y se hace necesario remediar ese mal.

»Sin embargo, los estancieros de la Tierra del Fuego, tanto chilena como argentina, practican continuamente operaciones de carga y descarga con sus buques de vela y a vapor, en la bahía de San Sebastián, Río Cuyen, Punta Sinaí, Río Grande, etcétera. No hace mucho, durante los meses de marzo y abril, el señor Menéndez, de Punta Arenas, ha enviado cada diez días, más o menos, el vapor Amadeo, de su propiedad, al Río Grande en su parte navegable, con animales en pie y materiales de construcción. ¿Entonces? ¿No podremos los argentinos atender mejor los intereses que se desarrollan a la sombra de nuestra bandera?

»El Gobierno mejoraría la situación, ya teniendo fe en los hechos y la palabra de los jefes de buque en caso de accidente, haciéndolos responsables dentro de un justo criterio, ya adquiriendo barcos de un calado conveniente para todos los puertos de la costa, ya entregando la navegación del sur a una compañía subvencionada, en cuyas tarifas intervendría el Estado Mayor de marina.

»Las razones del mayor gasto que ocasionarían al erario los viajes más frecuentes con escalas efectivas, gasto que no estaría compensado porque el comercio es escaso aún, ceden ante las razones de estado. Aparte del deber que tiene el Gobierno de servir esas zonas pobladas por hombres laboriosos al frente de crecidos capitales, que hacen erogaciones en terrenos arrendados, adquieren tierra y de uno y otro modo llevan a ella la savia de sus intereses, tiene también el de propender al adelanto moral y material del país por todos los medios a su alcance.»

El ingeniero Tapia describe del siguiente modo las costumbres de los estancieros ingleses de Tierra del Fuego:

  —325→  

«La lana que envían directamente a Inglaterra representa libras esterlinas, y a cuenta del valor de ese fruto del país, piden a su patria, sin necesidad de previo desembolso, cuanto les hace falta y cuanto se les ocurre para sus estancias: muebles, adornos, estufas, billares, ropas, vinos, licores, cigarros, remedios para las ovejas, carbón, útiles y herramientas...

»Las habitaciones de los caballeros ingleses, con ricas alfombras y tapices, reúnen todo el confort deseable en aquel clima inclemente.

»Pero no pasan una vida sibarítica ni mucho menos; el patrón está siempre al frente de sus peones, toma como éstos las herramientas del trabajo que dirige, y fomenta con sus sudores la riqueza propia y el progreso del territorio.

»Los he visto en el baño de las ovejas, con la pala de madera en la mano, concurriendo al mejor éxito de la curación de sus animales, que conservan limpios y libres de toda peste.»

Es curioso y al mismo tiempo natural: en aquella parte de Tierra del Fuego no corre otra moneda que los giros y vales de esos estancieros, que se cotizan a la par.

A estos hacendados se añadirán en breve los señores J. Maupas, Narciso Laclau, Gabriel Labarrié y otros que han manifestado su intención de introducir animales en los campos comprados al Gobierno.

-¿Y la Isla de los Estados? -pregunté al segundo Méndez.

-Allá está -me contestó, señalando el este.

-No la veo...

-Aquella masa de nubes... ¿la ve?... pues eso es la isla.

-¡Ah!

Uno de los compañeros se acercó:

-¿Quiere ir a tierra con nosotros? Puede ser que haya indios... al natural. Vienen muy a menudo a Buen Suceso.

-¡Vamos, vamos!

Momentos después pisábamos las playas de Ash Paltn.



  —326→  

ArribaAbajo- XXVIII -

La visión de la Isla


-Buenos días, segundo. ¡Y dónde está esa bendita isla, que hoy tampoco la veo?

El teniente Méndez tendió otra vez el brazo hacia el este, como la tarde anterior, y me contestó:

-Allí.

Y otra vez no vi sino una aglomeración de vapores densos y bajos, de color ceniza, que elevándose de la superficie del océano, y confundiéndose luego con las nubes más altas, cerraba por aquel lado el horizonte.

La mañana era tormentosa, el Lemaire estaba agitado, y su paso es peligroso hasta para los barcos de vapor en esas circunstancias.

«Cuenta un capitán americano -escribe Bove- que cuando la Great Republic, clipper de 4000 toneladas, quiso aventurarse en el estrecho de Lemaire con fuerte viento sur-sudoeste y corriente favorable, faltó poco para que se perdiese. A la altura de cabo South un golpe de viento lo embistió de través, con tanta fuerza que la columna de agua se alzó a una veintena de pies sobre la amura, y volviendo a caer sobre el puente, destrozó no menos de cincuenta pies de cubierta.»

-¿Saldremos esta mañana? -pregunté al segundo.

-¡Hum! El tiempo no está bueno, y salir para pasarse a la capa quién sabe hasta cuándo... Lo mejor es quedarnos quietos.

Habíamos llegado a Buen Suceso el día antes, el viaje entero se había hecho en excelentes condiciones, y no era ni necesario ni lógico tener prisa: día más día menos, el Villarino estaría de regreso en Buenos Aires pocas semanas después, y más pronto de lo que podía esperarse a la salida.

La bahía en que estábamos, de forma semicircular, rodeada de alturas cubiertas de espeso bosque hasta la orilla, es lo que los marinos llaman un «regular tenedero», porque el ancla muerde bien en el fondo, y sus aguas son tranquilas cuando no se engolfan en ella los vientos del este, de los que nada la defiende. En el fondo de la bahía se tiende un hermoso vallecito   —327→   en que la fuerte y alta yerba primitiva ha sido suplantada por un pasto corto, tierno y tupido, desde que los rebaños de ovejas y cabras de la Subprefectura triscaron en él, esperando la hora triste de dar trabajo a los asadores.

Un riachuelo que baja de las montañas vecinas, mezcla sus aguas dulces con las del mar, y por todos lados vense correr, desmenuzando el esquisto arcilloso, chorrillos amarillentos teñidos por la turba en que antes se han abierto lecho. Su coloración les da un aspecto extraño, y es tan fuerte, que la comunican a los cantos rodados que cruzan en su última etapa antes de llegar al océano.

El Villarino estaba completamente inmóvil, reflejándose su casco blanco en el espejo de la bahía, hasta con sus menores detalles. Y sin embargo, hacia la mitad de Lemaire veíanse las olas persiguiéndose unas a otras, y como huyendo de nuestro barco, apacible y silencioso. Murúa se acercó al grupo que formábamos en la popa.

-Y ¿salimos hoy, comandante?...

-Parece que sí. El barómetro me hace creer que va a mejorar el tiempo. Pero hay que verlo antes de resolver la partida...

Yo entretanto, desinteresado de Buen Suceso, miraba con insistencia aquel misterioso y empecinado montón de nubes que velaba a mis ojos la isla, con la que tanto deseaba entrar en relaciones. Allí permanecía, fijo, como coagulado, impenetrable a mi intensa curiosidad.

El aire estaba frío y cargado de humedad y los abrigos eran de rigor. Habían salido del fondo de las maletas los pañuelos de lana, las boas, los guantas forrados, aunque la temperatura no hubiera llegado a cero. Lo que nos transía era la humedad, tan intensa que traspasaba las ropas, llegando hasta la carne, y produciendo una sensación penosa, a la que desgraciadamente iba yo a tener que acostumbrarme.

Afortunadamente, ya no había para qué bajar a tierra. El día antes habíamos aprovechado las últimas horas de la tarde para hacer una excursión.

El bote que nos condujo llegó primero hasta el riacho que desemboca a la izquierda, junto a un muro de rocas amontonadas confusamente y a las que adhieren sus raíces como tentáculos de pulpo, el uchpaya y el ánis, como llaman los fueguinos al fagus betuloides y al F. antártica respectivamente. La entrada está a medias obstruida aún por las duras cuadernas del cúter Patagones, que uno de esos temibles vientos del este hizo naufragar allí.

  —328→  

A unos trescientos metros del límite de las altas marcas vense también las ruinas de los galpones que sirvieron a la Subprefectura trasladada luego a Bahía Thetis para suprimirse enseguida, rodeadas por restos de los ranchos de la marinería y los indios, que aún suelen visitar aquellos parajes, cuando salen a caza de nutrias en la costa del Lemaire. Atracan con sus piraguas a una playa de arena negruzca, que les ofrece fácil desembarcadero; esta playa se encuentra rodeada de costas de piedra, en que la rompiente es lo bastante poderosa para tumbar o estrellar un bote, y con mayor razón las groseras embarcaciones fueguinas.

La arena en cuestión es aurífera, aunque contiene tan escasa cantidad de oro, que su lavaje no daría resultado sino con grandes y costosas maquinarias. En nuestra pequeña excursión llegamos y desembarcamos en la playa que forma, de suave declive y surcada por multitud de hilos de agua dulce que caen y brotan de las peñas. Después de resbalar un rato sobre las hojas de cachiyuyo arrojadas por la marea, nos sentamos en una piedra saliente mientras que el doctor Pinchetti, escopeta en mano, vagaba buscando víctimas por los alrededores.

-¿Aquí hay oro? -preguntó a un compañero.

-Seguramente -contestó-. Esta tierra negra lo está indicando.

-Busquemos...

-¡Oh!, ¡no pierda el tiempo!

-¡Cómo! ¿no dice usted que hay?

Y recogí un gran puñado de arena, que comencé a desmenuzar sobre la palma de la mano.

-Sí.

-Entonces, encontraremos...

-¡Phs! Sin aparatos y en todo un día, no recogeríamos un solo gramo entre los dos.

-¡Oh! Lo busco sólo por curiosidad, y me contentaría con una partícula cualquiera, la más insignificante...

-Busque, pues.

-Es lo que hago.

Y arrojé lo que me quedaba del primer puñado de tierra, después de examinarlo cuidadosamente, para recoger otro que escudriñé con el mismo resultado negativo.

-Veamos el tercero -dije.

-Será inútil si no lo favorece la casualidad.

-Voy creyéndolo.

  —329→  

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-Si fuera en Slogget, todavía. Allí hay pepitas en mayor abundancia, y algunas bastante grandes. Pero asimismo, los mineros no se enriquecen.

-En cambio se enriquecerán sus proveedores.

-¡Claro!

Seguí desmenuzando tierra, pero ya más por entretenerme hasta que llegara el bote, que con la esperanza de encontrar oro. Mi compañero me miraba, medio sarcástico, medio compadecido; sin duda considerábame atacado por la auri sacra fames. Por fin dijo:

-Yo no busco ya oro, ni aquí ni donde lo haya de veras. La lotería nacional me ha hecho estoico, y no creo ni en suertes ni en hallazgos. Es lo único bueno que le encuentro a esa institución gubernativa, y es el solo beneficio que me ha dado... como a tantos otros...

-¡Pues a mí... ni ese! -exclamé echando al viento el último puñado, y renunciando a buscar más.

En eso estábamos, cuando vimos a nuestros marineros agachados sobre la playa, como si también buscaran pepitas. Uno se levantó de pronto con ademán de triunfo agitando algo en la mano por encima de su cabeza; los otros se levantaron también, rodeándolo, para comenzará desgranarse enseguida, y volver con más ahínco a la tarea. Era indudable que el primero había encontrado una pepita. Nos acercamos.

-¿Ha encontrado algo? ¿A ver?

Sonriendo con un aire un tanto burlón, el marinero me tendió una pepita rugosa y llena de hoyitos minúsculos, que tendría el tamaño de una arveja grande. Apenas la vi, miré instintivamente al suelo, con la visible intención de escudriñarlo otra vez. El del hallazgo lanzó una carcajada; mi compañero se rió también. Los examiné perplejo.

-¡Oh! no busque, señor, no la he encontrado aquí; ya la tenía. Era para dar un chasco a ésos.

Esos seguían removiendo empeñosamente la arena con las uñas. Si no hubiera estado tan avanzada la tarde, seguro es que hubiesen hecho una excavación. Pero era hora de volver a bordo, los llamamos, y medio a regañadientes saltaron al bote y empuñaron los remos, a tiempo que el doctor Pinchetti volvía, escopeta al hombre, con un ramo de violetas amarillas en la mano, pero sin haber hallado ocasión de disparar un tiro.

Más felices que él, otros que habían salido a pescar en el chinchorro, volvieron al Villarino con algunos excelentes pescados, un balde de rojos langostinos y media docena de centollas,   —330→   esos enormes y exquisitos cangrejos cuyo cuerpo mide a veces medio metro de diámetro, y cuyas patas simplemente cocidas constituyen un manjar incomparable. Demás está decir con qué placer comimos la sopa de arroz con langostinos, la centolla hervida y fría y el pescado frito, riéndonos de los menús clásicos que hubieran condenado aquella atrocidad. Lástima no haber recogido mejillones y erizos -que los hay también-, pues entonces nuestra comida hubiera sido exclusivamente marítima.

...Entre tanto la mañana avanzaba sin que se calmasen las olas del Lemaire, y ya nos iba pareciendo que tendríamos que quedarnos otro día en Buen Suceso... o más, si el tiempo seguía tan malo. La demora no sería larga, de cualquier manera, pero hay que observar que todos estábamos más o menos enervados, y deseosos de terminar o de hacer diversión al viaje, ya monótono a pesar de su variedad. Noté, sobre todo esta fatiga en mí, cuando me preguntaron lo que había resuelto en definitiva, si permanecería o no en la isla hasta la llegada del otro transporte, y contesté sin titubear, dominado por el deseo de pisar tierra firme siquiera unos cuantos días:

-Me quedaré.

Temía, también, regresará Buenos Aires con unos cuantos apuntes superficiales, apenas una impresión a vuelo de pájaro desperdiciando informes que, con paciencia, podía obtener de los viejos marineros de San Juan, muchos de ellos conocedores de las costas patagónicas y de la tierra fueguina. Tenía noticias de algunos que eran un verdadero arsenal viviente de datos, y a ellos iba a dirigirme desde el primer momento.

Y como si sólo hubiera esperado esa resolución, el viento cambió, su soplo fue desvaneciendo paulatinamente la espesa cortina de vapores que velaban la Isla de los Estados, y ésta apareció por fin, áspera y abrupta como una visión diabólica.

Era un amontonamiento informe de rocas empequeñecido por la distancia, que dominaban numerosos picos semejando los dientes de una sierra. Los treinta y tantos kilómetros del estrecho de Lemaire no nos permitían apreciar los detalles de aquel extraño peñón, que visto en las cartas parece un monstruo marino, un animal apocalíptico que descansara sobre la superficie del océano, dejando al sol las verrugas de su cáscara...

Todos los preparativos de marcha estaban hechos; sólo faltaba levar anclas para ponernos en franquía si mejoraba el tiempo, como todo parecía indicarlo. En efecto, el Lemaire se   —331→   calmó, aclarose completamente la atmósfera, y el Villarino puso proa al nordeste para tomar luego rumbo al sudeste y pasar entre la costa de la Isla de los Estados, hacia su parte central, y las islas de Año Nuevo. Íbamos en un principio hacía las Malvinas, que la distancia nos ocultaba.

¡Las Malvinas! Ya casi nosotros solos conocemos por ese nombre a las islas Falkland de los ingleses, que tuvieron tantos. Llamáronse, en efecto, y sucesivamente, isla de los Leones, Maideland, Sebaldinas, Pepys, Nuevas islas de San Luis, Belge Australis, Malvinas y Falkland...

El primer nombre fue dado a la isla del este por los españoles, aunque no se sepa por qué la llamaron de los Leones; Vespucio las señaló vagamente en 1502.

John Davis, comandante de uno de los buques de la escuadra de Candish, las descubrió en 1592, casualmente, y a causa de una tempestad que le impidió entrar en el Estrecho de Magallanes, arrojándolo hacia el este; y dos años más tarde, el corsario inglés Ricardo Hawkins, que había de ser vencido y apresado por la escuadra del Perú, las llamó Maideland, o «tierra de la Virgen», en homenaje a su graciosa majestad Isabel Tudor.

El holandés Sebald de Weert, volvió a bautizarlas en 1600 con el nombre de Sebaldinas, Coreley, en 1683, las llamó Pepys...

Strong, un marino inglés protegido por lord Falkland, les dio el nombre de su protector, que ha prevalecido, en 1690.

Nuevas islas de San Luis les puso en 1714 el capitán Anicón, marino de Saint-Malo, dando lugar este nuevo bautismo a que se las llamara malouines, por sus descubridores, de donde viene nuestro Malvinas, que fue Maluinas para los antiguos geógrafos españoles.

Belge Australis fue el último nombre que se les dio en 1721 por el belga Reggewein.

Los franceses fueron los primeros en tomar posesión de las Malvinas, y en 1763 el célebre Bougainville fundó una colonia sobre Port-Saint-Louis, al oriente; los ingleses no tardaron en seguirlos, y en 1765 sir John Byron fundó otra al occidente sobre Port Egmont.

España, entre tanto, reclamó a Francia aquellos dominios, y en 1767 logró que se le entregaran, mediante una indemnización de 2.412.000 reales de vellón -«suma dada por generosidad, y a que montaba el gasto de aquel establecimiento (la colonia)», dicen los españoles- y tomó posesión de ellas el 1.º de abril.

  —332→  

Pero el capitán Font de Tamar con sus ingleses estaba en Egmont, e intimó al enviado español Ruiz Puente que evacuara la isla en el término de seis meses, lo que no hizo, aguardando instrucciones. El gobernador Buccarelli las recibió de España, y de acuerdo con ellas conminó a su vez a los ingleses para que salieran de la isla; como no se retiraran, les mandó al capitán Madariaga con gente y artillería, ante lo cual cedieron, porque no estaban en condiciones de resistir.

La situación de Europa era bastante turbia, y Francia y España estaban a punto de irse a las manos con Inglaterra. Ésta, herida por el desalojo de las Malvinas, encomendó al caballero Harris, más tarde conde de Malmenbury, una reclamación ante el Gobierno español; quería que se desaprobara la conducta de Buccarelli, y que se diera por no ocurrida la expulsión.

España no quería precipitar los sucesos, y su embajador, el príncipe de Maserano, recibió instrucciones que importaban debilidad, y llegó hasta proponer la cesión de las islas, salvando el derecho del rey a ellas, y consentir en la reinstalación de los ingleses. Pero el gabinete británico insistió en que se desaprobara a Buccarelli y se devolvieran incondicionalmente las islas, a lo que se opuso el conde de Aranda con mucha entereza, diciendo que la violencia había partido de los ingleses al ocupar las Malvinas, y al amenazar a Ruiz Puente. Bien es cierto que Aranda quería la guerra, que debía declararse apenas Francia estuviese lista.

La guerra no estalló. Inglaterra recibió el 22 de enero de 1771 las declaraciones de desagravio que exigía y se le devolvió Egmont, aunque con la restricción de que ese hecho no afectaba el derecho anterior de soberanía.

En 1774, sin embargo, los ingleses se retiraron de las islas.

Varios historiadores explican este abandono, afirmando que, cuando como desagravio se la puso en posesión de Egmont, Inglaterra se comprometió secretamente a evacuar las islas por su voluntad, y en breve término. Hasta entonces no había alegado derechos de posesión.

España continuó, pues, como soberana de las Malvinas, cuidando de mantener en ellas una colonia, a pesar de lo gravosa que le era, para que no pudiera disputársele en derecho. Vértiz quiso abandonarlas porque su sostenimiento costaba más de cincuenta mil duros al año, pero el rey se opuso terminantemente a ello.

El rey de España creó en el establecimiento de Soledad de Malvinas un gobierno dependiente del de Buenos Aires, que subsistió hasta después de 1810.

  —333→  

Independizada la República Argentina, mandó en 1820 como comandante militar, al de la fragata Heroína, Tewit, quien prohibió la pesca de anfibios; en 1823 fue nombrado don Pablo Aregnoty; en 1829, el comandante José María Pinedo puso en posesión de ellas como comandante militar a don Luis Vernet, concesionario de las islas desde el año anterior, y con privilegio exclusivo para la pesca de aquellos mares.

Pero Inglaterra, que desde hacía sesenta años no se ocupaba de las Malvinas, incitada quizá por los Estados Unidos, que habían destruido la colonia de Vernet, mandó a ellas la fragata Clío, comandante Onstow, que el 3 de enero de 1833 hizo desalojar las islas, que están desde entonces bajo la bandera británica...

Las islas, que tienen una extensión de setecientas veinte leguas cuadradas, cuentan hoy con más de dos mil habitantes, unos 15.000 animales vacunos y más de 700.000 ovejas. Puerto Stanley, su capital, es un buen fondeadero, con faro y cinco muelles, rodeado por un pequeño y lindo pueblo con iglesias, bibliotecas, hoteles, etc...

Su principal, casi única industria, es la ganadería, cuyos productos exporta anualmente por un valor de cerca de 150.000 libras esterlinas. Hay allí graserías, saladeros, frigoríficos, y la exportación de animales en pie para Patagonia toma mucho impulso en estos últimos años.

...Aunque tranquilizándose poco a poco, las olas del estrecho jugaron con el barco, haciéndolo bailar un buen rato, pero todo anduvo bien y no tardamos en ver de cerca la silueta espantable de la isla.

Diríase que era la fantástica decoración de un drama sobrenatural cuyos protagonistas fueran los elementos desencadenados por la mano de un Prometeo en pugna con los dioses. Las nubes se enredaban haciéndose jirones en los picos agudos, bajaban a las peñas, colmaban las hondonadas, acudiendo de todos los rincones del horizonte para posarse como gigantescos pájaros cansados en aquel enorme escollo rodeado por los espumarajos de la rompiente y el hervidero de los remolinos. Nada más salvaje que aquella costa inhospitalaria vista desde lejos: acantilados, peñas a pico, rocas que avanzan desde lo alto hacia el mar, prontas a descuajarse; y ni una playa, ni un punto a que pueda acercarse un bote sin peligro de ser estrellado contra las piedras, como una cáscara de nuez, por las olas que se levantan muchos metros para caer pulverizadas en amarga lluvia, sobre las otras que vienen furiosas detrás a continuar   —334→   el inacabable asalto. Pero la fortaleza se mantiene firme, desafiando altiva a su enemigo el océano, que para vencerla tendrá que desmenuzarla partícula por partícula, en una tarea de siglos, que él sólo puede realizar...

De cerca, la vista se sorprende al hallar que lo que parecía roca desnuda, es intrincada selva que trepa por todos lados, agarrándose a las aristas de la piedra, aprovechando las hendiduras, las grietas, los pequeños espacios abrigados, o adaptándose a las exigencias del viento en los sitios descubiertos, y estirando sus ramas de modo que resbale sobre ellas sin desgajarlas. La Isla de los Estados se halla poblada por la misma vegetación de Tierra del Fuego; árboles, arbustos, yerbas y parásitos son completamente análogos, hasta el punto de hacer creer que un ataque violento del océano, o una serie de ataques conducidos por los invencibles vientos del sur, se ha abierto un paso por lo que antes era el extremo de la gran isla fueguina.

Aquel abrupto montón de rocas, separado por el estrecho Lemaire de la Tierra del Fuego, en efecto, parece ser, y es sin duda la última excrecencia que despide hacia el este la colosal cordillera de los Andes. -¿Qué sacudimiento, qué cataclismo lo ha disgregado de la otra isla que, a catorce millas de distancia, tiende sus costas coronadas por las alturas de los Tres Hermanos? ¿Qué fuerzas lo trabajan, adelgazando sus istmos o llenando sus bahías con los derrumbamientos de la piedra, descuajada por los embates del mar? ¿Qué fenómenos geológicos cambian lentamente de faz a aquella masa esquistosa, presidio natural y tumba de navíos, que se yergue como fortaleza y como escollo, rodeada de remolinos y rompientes? ¿Qué le guarda el porvenir? ¿Qué es hoy? ¿Por qué no reclama el nombre de Isla del Diablo, que le han usurpado con menos títulos que ella?

En sus contornos naufragan, según Piedrabuena, siete u ocho navíos anualmente. Entre las espumas de su rompiente aún quedará algún destrozado resto del Yess, del Vergeri, del Pactolus, del Ana, del River Lagan, del Mountaineer, de la Garnock, de tantos otros buques perdidos años ha, y en sus playas todavía irán a vararse palos de la Crown of Italy, de la Guy Mannering, de la Louisa, de la Amy, de la Calcutta, de la Esmeralda, víctimas de catástrofes recientes...

En sus tierras ásperas, cubiertas de montaña y selva, se ocultan los loberos, o viven triste vida los presidiarios. El único canto de pájaro es el graznido del darup, y de todas partes y   —335→   a todas horas se escucha la tremenda sinfonía del océano azotando la piedra, y el silbido violento y sarcástico de las rachas... El genio del mal tiene allí su alcázar, envuelto en perdurables nieblas, terrible y solitario, silencioso y negro.

Hasta los árboles toman un aspecto de angustia y de quebranto, y retuercen sus ramas desesperadamente como en un paroxismo de terror, atormentados por el viento que se divierte al verlos crisparse y al desnudarlos hoja por hoja...

Y sin embargo, aquel peñón salvaje y diabólico no es tan inhospitalario como aparece a la imaginación de quien lo ve por vez primera, ni tan temible como lo atestiguan los dramas del mar que se han desarrollado junto a él. De estos dramas, algunos han sido artificialmente provocados; es fácil evitar la repetición de los demás. A su alrededor, hierve el Atlántico, es cierto, pero su agitación no es tan terrible que haga peligrar a los navíos manejados por pilotos expertos, que encontrarían en caso necesario y a lo largo de sus costas, abrigos como la bahía, Crossley, la Flinders, el puerto Hoppner, el Parry, Basil Hall, la había de Año Nuevo, Cook, San Juan, Back, Blossom, Vancouver, Grant, York, Black Mary, Brent, la Bahía Sudoeste, la Franklyn, refugios más o menos seguros, y algunos de ellos verdaderos lagos, como por ejemplo, Cook.

Pero poco se la conoce, y rara vez va uno de nuestros buques a fondear en sus anchos y abrigados puertos, excepción hecha del de San Juan, donde se halla la subprefectura y el presidio. Su fama terrible dura aún, o infunde a los navegantes más que respeto, cuando divisan en lontananza la masa de vapores que la envuelve.

No la temía, sin embargo, el comandante don Luis Piedrabuena, que consintió en formar parte de la marina argentina, a cambio de la posesión a perpetuidad de la isla, hoy propiedad de sus herederos. Pero -hay que decir la verdad-, el mismo Piedrabuena naufragó en sus costas en 1881, y en bahía Franklyn pueden verse aún restos de su Explorador, los palos machos, la cadena, el ancla, y huellas de las dos casillas que construyó para abrigarse él y su tripulación mientras construían el barquichuelo que los llevó a Punta Arenas.

Triscan por las peñas de los alrededores las cabras que dejó entonces el denodado marino, o mejor dicho la descendencia de aquéllas, crecida en estado salvaje, sin temor de las fieras que no existen, ni de los hombres, que no llegan hasta allí sino rara vez.

La isla no es temible para los barcos de vapor, y los buques   —336→   de vela no corren peligro sino cuando, sorprendidos por una calma chicha demasiado cerca de la costa, no pueden oponerse A la corriente y a los tide rips, que tienden a estrellarlos, y sus pilotos no conocen bastante los parajes para aprovechar los abrigos que ofrecen.

-La mayor parte de los naufragios ocurridos allí -decíame un entendido marino- han sido intencionales, o por lo menos, evitables, si los comandantes hubieran conocido la costa como debían conocerla para acercarse tanto a ella.

Ya veremos más tarde cómo casi todos los siniestros han ocurrido con calma y niebla, lo que acusa impericia, sobre todo cuando para doblar el Cabo de Hornos no es necesario irse sobre la isla.

Desde Piedrabuena hasta hoy, no se ha cesado de clamar por el establecimiento de faros realmente útiles, no insuficientes como el semi-oculto de San Juan, que apenas tiene un cuarto de círculo de iluminación.

-Con dos faros bien ubicados -exclamaba Bove- lejos de huir de ella, los navegantes buscarían la Isla de los Estados...

Este inestimable servicio tendría que ser complementado con la instalación de elementos de salvataje más amplios -no pueden serlo menos- que los que se tienen hoy. San Juan del Salvamento no se llamará legítimamente así, mientras eso no se haga. Cierto que la Subprefectura hace lo posible por auxiliar a los náufragos, pero no hay que pedirle que trate de poner a flote un buque varado o que transborde un cargamento; no tiene embarcaciones para ello; necesitaría un vaporcito, y posee sólo un pesado bote salvavidas. Así, fortunas enteras van a parar al fondo del mar, o despiertan la codicia de los marineros semi-piratas que abundan en Malvinas y en algunas costas chilenas, y que suelen rondar la isla semanas enteras, como aves de rapiña en acecho de la casualidad que ha de darles buena presa... ¿Con qué buque hacerla vigilancia de las intrincadas costas? ¿Con el salvavidas o con algún chinchorro?...

La fauna de la Isla de los Estados, menos el guanaco y el zorro, es la misma que la de Tierra del Fuego, y llama la atención la presencia del tucu-tucu, que ha invadido toda la América del Sur, y vive también proscripto en aquel fragmento desprendido de las grandes tierras. No es suponible que el pequeño roedor atravesara a nado el estrecho de Lemaire...

Habíamos salido de éste, y navegábamos a la vista de las islas de Año Nuevo, bajas y cubiertas de espesa yerba.

Carecen de árboles, aunque las semillas puedan llegar con   —337→   mucha facilidad desde la vecina costa, sin duda por la violencia del viento que las barre continuamente.

Una de ellas presenta cierta curiosidad natural que aprovechan los bromistas: en una de sus costas más elevadas hay un agujero circular que la atraviesa de parte a parte, y que los navegantes suelen mostrará los viajeros cándidos diciéndoles que ha sido hecho a cañonazos por uno de nuestros buques de guerra que tiraba al blanco desde corta distancia. El agujero tiene como dos kilómetros de largo...

Están situadas al norte del centro de la de los Estados, y ofrecen un magnífico asiento para un faro, cuya luz se vería mucho antes de llegar a los parajes verdaderamente peligrosos que de todos lados rodean a la isla principal.

Pasamos entre ellas, acercándonos más a la casta, que seguía presentando el aspecto de un erizamiento de rocas inaccesibles, embatidas por el mar, ceñidas por ancho cinturón de verdes árboles, y coronada por una diadema de agudos picos envuelta en el tul de las nubes.

El océano se había calmado por completo, y navegábamos tranquilamente, a la vista ya de puerto Cook y en demanda del siempre proceloso cabo Fourneaux. Pero la rompiente mantenía su línea de blancas espumas en las rocas de la costa, y el tide-rip alzaba su columna aquí y allá, al capricho de la marea y las corrientes. También veíamos el viento, pulverizando las aguas de la superficie del océano, e imitando las tormentas de tierra de la provincia de Buenos Aires...

-¡Una roquería!

-¡Estamos tan lejos!

-¡Con un anteojo, con un anteojo!

Nos hallábamos frente a una roquería o campamento de lobos-leones o focas de un pelo. Pero por más que me desojara mirando con el anteojo, no alcancé a ver sino una roca plana como una mesa que descendía en suave declive hacia el mar, y sobre la cual apenas se distinguían algunos bultos obscuros, inmóviles, semejando excrecencias de las piedras. De vez en cuando llegaba hasta nosotros un rumor confuso como de bramidos de animales vacunos sedientos.

Era la primera vez que veía focas, si aquello era ver... Pero ya podía hacer gala de conocerlas y, de haberlas sorprendido en sus guaridas, aunque necesitara buscar informes para no describirlas mal y hacer lo del mono del Pireo. Afortunadamente, más tarde iba a tener ocasión de examinarlas más de cerca.

  —338→  

Dejamos atrás la roquería y no tardamos en llegar a la altura del cabo Fourneaux, un promontorio abrupto, de rocas altas y desnudas, azotado por enormes olas, rodeado de tide-rips movibles, que alcanzan a tres millas, y de cuyas puntas bajan violentas y repentinas rachas, que silban como terribles latigazos.

Un instante después se presentaba a nuestra vista la punta Laserre y la casucha del faro, oculto como un pirata en la concavidad que forman los cabos Fourneaux y San Juan.




ArribaAbajo- XXIX -

San Juan del Salvamento


-¡Pero señor! ¡Aquí hay dos faros, y las cartas no señalan más que uno! -exclamaba Halder, piloto de la barca Calcutta, naufragada en alta mar a veintitantas millas de la Isla de los Estados.

Él, con algunos marineros, se había embarcado en un bote cuando se resolvió el abandono del buque, mientras el capitán se refugiaba con el resto en la chalupa. Después de largas horas de esfuerzos sobrehumanos, los pobres náufragos habían logrado llegar a San Juan del Salvamento, en cuya Subprefectura se les asiló. Y Halder, no repuesto aún de sus fatigas, repetía invariablemente, como protestando:

-¡Aquí hay dos faros!, ¡aquí hay dos faros! y en las cartas no se señala más que uno...

¿Qué había sucedido? ¿Existían, en efecto, dos luces, o algún fenómeno había hecho ver doble al piloto de la Calcutta? Esto era, en efecto, lo ocurrido; pero no se trataba de un fenómeno, sino de una consecuencia lógica de la mala ubicación y peor disposición del faro.

El bote, al desprenderse del buque náufrago, había navegado hacia el noroeste, hasta hallarse a la altura del cabo San Juan, extremo este de la isla. Lo había doblado allí, descubriendo poco más tarde, y en medio de una noche obscurísima, la luz del faro de Punta Laserre; púsose entonces proa hacia la costa, pero la marea creciente, que corre de este a oeste con una velocidad de cuatro a cinco millas por hora, arrastró a la ligera embarcación tomándola de costado, y sin dejarla   —339→   avanzar hacia el sur, a pesar del esfuerzo de los remeros ya fatigados. Llevola así hasta la altura de Russian Fin, o falsa caleta de Cook, que se halla unas cuantas millas al oeste de San Juan del Salvamento, y apenas pasado el cabo Fourneaux, los náufragos perdieron naturalmente de vista la luz, sin observar, por falta de punto de referencia, que eran arrastrados por la marea. Este largo trayecto lo hicieron siempre proa a tierra, pero sin dominar la corriente. Proa a tierra continuaban, cuando comenzó la marea bajante, que los arrastró de nuevo, pero de oeste a este, sin que lo notaran, y pasado otra vez el cabo Fourneaux, volvieron a ver el faro. En su concepto no habían cambiado de rumbo, y era evidente la existencia de dos faros en lugar de uno; la obscuridad de la noche, que no permitía ver los relieves de la costa, cooperó poderosamente a este error, que no hubieran sufrido de día.

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Prueba concluyente de que el faro no está bien ubicado, tanto más, cuanto que su sector pasa apenas de noventa grados. Sin embargo, esa luz es importantísima, pues todos los barcos que se disponen a doblar el Cabo de Hornos, buscan la Isla de los Estados para comprobar y arreglar sus cronómetros.

Hace tiempo se proyectó cambiarlo a la más avanzada de las islas de Año Nuevo, lo que sería excelente por todos conceptos; pero nada se ha hecho aún en ese sentido, a pesar de que es conocida la opinión de casi todos los navegantes de esos mares.

La instalación del faro de San Juan se hizo muy apresuradamente, a causa de las circunstancias, y no hay que extremar la crítica hacia quienes lo hicieron. Por el contrario, y aunque haya variado la situación, menester es, para ser justos, ponerse en el lugar de los expedicionarios de 1884, a quienes urgía posesionarse de aquellas tierras, y dejar constancia,   —340→   de que nuestro país se preocupaba de sus intereses y progresos, especialmente movidos por las ávidas miradas que les dirigían ciertas naciones europeas.

Pero una vez regularizada la situación, el faro de punta Laserre no puede subsistir sino como una luz local que indique la entrada del puerto de San Juan, utilísimo para los barcos en peligro que lleguen del este.

Una luz en las islas de Año Nuevo, sobre todo en la del este, serviría mucho mejor a la navegación del Atlántico Austral, cuya seguridad aumentaría en grado sumo; y el proyecto de establecerla no debe ser abandonado por el Estado Mayor de Marina, que haría bien en apresurar su realización.

Se ha proyectado también completar la iluminación de la costa norte de la isla, construyendo otro faro -creo que en el Cabo San Antonio-, cuya luz serviría a los barcos que, doblando el Cabo de Hornos, llegaran del oeste para tomar el camino del norte. Pero éste, como el anterior, se halla aún en estado de crisálida y tardará en tender el vuelo.

Mientras tanto, la isla continuará siendo un verdadero escollo para algunos buques, sobre todo cuando esté, según su costumbre, envuelta en las densas nieblas que señalan su presencia durante el día, y ocultan por la noche su diabólica silueta.

...El Villarino, a media fuerza, avanzó por las anchas entradas de la bahía, que forma un doble saco, terminado al sudoeste al pie del monte Richardson. El antepuerto en que navegábamos lentamente se termina por una punta delgada, de rocas, con una altura de más de cincuenta metros, en cuya cumbre se halla el faro de madera, y las casas de los empleados. Entre esta punta y la costa este de la bahía hay un paso de menos de una milla de ancho, pero con mucha profundidad aun sobre la costa, que a ambos lados es abrupta y llena de vegetación que trepa por las rocas. Al pie mismo de los grandes picachos de la entrada, el escandallo encuentra treinta y cuarenta brazas de agua.

Todos estábamos sobre cubierta, con la emoción del que termina un viaje. Los que íbamos a quedarnos -Demartini, el doctor Pinchetti, de la Serna, su esposa y yo- teníamos que considerar el destierro que nos aguardaba; los demás terminaban allí su expedición de ¡da, para emprender acto continuo el rápido regreso.

La gente del faro estaba toda fuera, mirándonos llegar. Un marinero se distinguía perfectamente junto al cañón de señales,   —341→   la bandera argentina flameaba en lo alto de su asta, frente al faro, y en el mástil que se alza detrás ondulaba otra del código de señales, anunciando a la Subprefectura que el Villarino entraba al puerto. Cuando embocamos el estrecho paso, el marinero del cañón hizo funcionar el tira-frictor, oyose un estampido seguido de muchos otros, despedidos por las vibrantes paredes de piedra y el eco duró largo rato en nuestros oídos. El agudo silbido del transporte contestó alegremente. Minutos después estábamos frente a la Subprefectura y el presidio militar de la Isla de los Estados:

Un puñado de casas, pintadas de amarillo, semejando juguetes alemanes, y colocadas aquí y allá en un pequeño espacio llano, a algunos metros de altura sobre el nivel del mar, en medio de un bosque de hayas, rodeado a su vez por altas colinas que reducían el horizonte a unas cuantas cuadras; rocas amontonadas tras de una estrecha cinta de arena; agua amarillenta cayendo con entrecortados saltos desde la costa a pico; grandes matas de cachiyuyo, agitando levemente sus hojas en la superficie del mar; un gran bote salvavidas, blanco, meciéndose con largas cadencias, cerca de un tosco muelle terminado por una escalera que da acceso a las habitaciones.

Enfrente un alto paredón de rocas enclaustraba por completo aquel verdadero presidio, limitado al sur por la punta que llaman allí el Cabito de Hornos, donde el agua no cesa de hervir ni cuando hay calina completa en la bahía.

No tardó en desprenderse un bote del muelle, y en avanzar rápidamente hacia el transporte. En el muelle y junto a la baranda que corre sobre la costa, los soldados de infantería de marina, los marineros, los empleados, los presidiarios mismos formaban alegres grupos, interesadísimos en nuestra llegada, único acontecimiento de importancia en aquellas indescriptibles soledades. Confuso y jubiloso murmullo llegaba hasta nosotros, atareados en los últimos preparativos del desembarco.

-¿Está bien decidido a quedarse?

Era el comandante Murúa que me interpelaba.

-Sí, bien decidido.

-Piense usted que va a tener que quedarse aquí un mes entero, si no más, y que no se le presentará entretanto la menor oportunidad de acortar su destierro.

-Lo he pensado ya, comandante, y estoy resuelto. Tengo que comenzar a escribir y que completar muchos datos insuficientes, lo que podré hacer aquí con mucha tranquilidad, y espero que con buen éxito.

  —342→  

-No lo dudo... Pero observe bien el sitio esta tarde. Es un verdadero encierro, en que casi no tendrá ni donde caminar para hacer ejercicio... Puede que modifique su plan. Entonces tendrá todavía tiempo de volver a embarcarse, porque no saldremos hasta mañana en la madrugada.

-Gracias por su interés, Murúa; pero no me echaré atrás, ni tomo estas soledades.

Poco después desembarcamos, Demartini para tomar posesión de su puesto, que debía entregarle el ayudante Nicanor Fernández, De la Serna y señora para irse al faro, el doctor Pinchetti con su inseparable escopeta, dispuesto a sus dobles funciones de cazador y médico, yo para reconocer los lugares en que iba a vivir, el comisario Martínez a pagar la tropa, y el comandante Funes, el doctor Luque, etc., para pasear un rato en tierra firme. Murúa nos visitaría más tarde, para despedirse de nosotros.

Demartini se puso inmediatamente al trabajo, y el doctor Luque y yo comenzamos a visitar el presidio, la cuadra de los presos, la carpintería, la cuadra de marineros y soldados, la farmacia, el depósito de víveres, terminando nuestro paseo con una excursión al faro.

Pocas cuadras separan a éste de la Subprefectura, pero hay que ir subiendo y bajando continuamente, y algunas cuestas son rudas. Además, el suelo de turba, cubierto de yerba y musgos, cede bajo los pies, que se entierran hasta el tobillo; la huella se llena de agua un segundo después, tan húmedo es el terreno; por otra parte, la presión atmosférica es tan baja, que uno se creería en las cumbres andinas: oprímese el pecho, se jadea, y comienzan a observarse los síntomas de la puna.

Tuvimos que descansar a la mitad del camino, a cuyos lados se alzan grupos de árboles pequeños, tristes y achaparrados. El sol aumentaba nuestra fatiga, elevando mucho la temperatura, y provocando nuestras quejas -razón por la cual, quizá, no volvió a mostrarse sino rara vez y por breves instantes, mientras permanecí en la isla-. Allí se dice generalmente, cuando hace un día hermoso:

-Hoy llega transporte.

O viceversa, cuando el transporte ha fondeado en la mañana:

-Hoy tendremos sol.

¿Será porque el júbilo producido por el único acontecimiento feliz, hace parecer hermosos los días que en otras circunstancias no llamarían la atención?

  —343→  

Después de tomar aliento algunos minutos, emprendimos de nuevo la marcha, bajamos a una hondonada desde donde se ve de un lado el mar abierto, del otro la bahía de San Juan, y comenzamos a subir la última cuesta que nos ocultaba el faro.

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ENTRADA A SAN JUAN DEL SALVAMENTO

Tomamos un sendero que corre por el flanco del peñón, a más de cuarenta metros del nivel del mar, sobre las paredes cortadas casi a pico, en cuya base de piedras carcomidas por el continuo choque del agua se estrellan las olas espumosas que vienen desde afuera persiguiéndose como infatigables monstruos. Desde allí se ve el cabo tempestuoso de Fourneaux, con sus traidores tide-rips, y más lejos, como un cuarto de círculo lo inmenso, la línea del horizonte, tirada a compás; el mar, herido por el sol, lanzaba destellos enceguecedores, semejando de plomo derretido. Ni una sola vela, ni un solo penacho de humo se veía en la inmensidad del océano, quieto como un lago. Era la soledad casi absoluta.

Y digo casi absoluta, porque al pie de la barranca, un poco más allá de la rompiente, bogaban lentos los gaviotines, en numerosas bandadas, pescando y comiendo, acechados por un buitre negro que, con las alas desplegadas e inmóviles, trazaba misteriosos círculos sobre nuestras cabezas, ya más alto, ya más bajo, ensanchando o estrechándolos según su capricho. Algún shag (cormorán) erguía su largo cuello negro sobre las olas, y luego desaparecía debajo, persiguiendo a los langostinos y los peces de piedra (rock fish) como el viguá y el zabullidor de nuestros ríos.

El camino al faro estaba en esa parte empedrado con anchas losas planas, trabajo hecho en la expedición Nasarre, en 1884,   —344→   y que sólo se conservaba bien en aquella última parte, única que no se abandonó después de construida.

De pronto, al dar vuelta a una peña, nos encontramos en el faro.

Es éste una casucha octógona, dos de cuyos lados, con frente al mar, están cubiertos de gruesos cristales, tras de los cuales se colocan las siete lámparas belgas a petróleo que lo iluminan. Dentro hay varias piezas a modo de camarotes, unas con cuchetas para dormitorio de los marineros, y otras con estantes para depósito de víveres, cabos, petróleo, etc. Junto a esta construcción y pasando un puentecito que une los dos bordes de una zanja de desagüe, está la pobre casilla del jefe del faro, compuesta de dos habitaciones solamente. Al lado la cocina, bastante espaciosa y clara, y otras dependencias. En una huertita como la palma de la mano, De la Serna cultiva algunas hortalizas, que van a picotear los pájaros y a roer los conejos vueltos hoy a la libertad, o las gallinas que tienen su corral a un paso. Por el peñón vagan los capones destinados al asador y al puchero, cuádruplemente tristes, por su estado infeliz primero, por lo estrecho de su cárcel enseguida, por la escasez de yerba después, y por último -y esto no lo afirmo-, por la perspectiva de su desgraciado fin a manos y cuchillo del ranchero...

-¡Hola! ¿Qué tal? ¿No le decía yo que me iba a visitar apenas pisara en la isla? Este es el único paseo que se tiene por acá.

Era De la Serna, que nos saludaba como si hiciera meses que no nos viéramos, aunque nos habíamos separado pocas horas antes. Con él estaba Murúa, también de visita, pues la gente de la Subprefectura estaba demasiado ocupada con el arribo del nuevo jefe, para poder conversar un rato.

La posición exacta del faro, según los libros que allí pude examinar, es de 54º 0' 24'' de latitud sur y 63º 47' 3'' de longitud oeste de Greenwich. Su elevación es de cincuenta y cinco metros sobre el nivel del mar. La luz de las lámparas «L'Empereur» se distingue a una distancia de catorce millas.

En 1897 se avistaron ciento noventa y cuatro buques, algunos de cinco palos, y casi todos navegando con rumbo al sur, para doblar el Cabo de Hornos.

En los dos primeros meses de 1898 se avistaron diez y seis fragatas y seis barcas.

El consumo de las lámparas durante el año 1897, fue de 2874 litros de kerosene.

Desde el faro presenciábamos de nuevo el espectáculo del   —345→   mar tranquilo, reverberante aquí y allá como unida superficie de azogue, con un brillo imposible de soportar con la mirada. Largo rato permanecimos saturándonos de soledad o inmensidad, cambiando breves palabras, invadidos por involuntaria y plácida melancolía, hasta que pareció hora de volver.

-Adiós, De la Serna.

-No se pierda, ¿eh?

-No. Hasta muy pronto...

Paso a paso volvimos a la Subprefectura y poco después los oficiales y pasajeros del Villarino se despidieron y embarcaron, pues el transporte iba a refugiarse en el fondo de la bahía, para mayor seguridad. Pero no lo hicieron antes de exigirnos que los visitáramos aquella noche.




ArribaAbajo- XXX -

Tra la perduta gente


-Tan, tan; tan, tan; tan, tocaba la campana que fue del buque náufrago «La Esmeralda» y que hoy sirve para picar la hora en San Juan del Salvamento. En primer lugar, deben saber los lectores que en la Isla de los Estados los naufragios se cuentan por decenas, y en segundo, que los dobles golpes y el sencillo que acababa de dar la campana, anunciaban a los habitantes de la Subprefectura y presidio, que eran las seis y media. A bordo y entre marinos tienen una manera extraña de señalar horas: cada doble golpe marca una, cada golpe sencillo media. Pero no se pican más de cuatro golpes dobles, que corresponden a las cuatro, las ocho y las doce, volviendo a empezar enseguida con uno, que tanto puede significar la una como las cinco, como las nueve. Eso basta, en efecto, pues ¿quién que esté, despierto, puede equivocarse en cuatro horas? A bien que es famosa la anécdota aquella del marino que, navegando en el Río de la Plata, alababa a otro el raro acierto que para calcular la hora sin instrumento alguno, tenían los patrones de lanchas de cabotaje. Como el segundo ponía en duda semejante habilidad, el primero la llevaba más allá de los cuernos de la luna, y afirmaba con toda su fuerza, que no se equivocarían ni en un cuarto de hora... En eso estaban cuando acertó a pasar cerca una lancha.

  —346→  

-Hagamos la prueba, dijo el incrédulo.

-Hagámosla.

Y llamaron a los de la lancha, que se acercaron enseguida. El patrón iba al timón, y preguntó medio en italiano, medio en español, qué era lo que deseaban.

-¿Puede decirnos qué hora es? -le contestaron.

El patrón miró deliberadamente al cielo, examinó con cuidado la altura del sol, volvió la cara al este, luego al poniente, y enseguida sentenció:

-¡Eh! sarán come la dos o la cuatro y medias...

Habían dado, pues, las seis y treinta cuando nos sentamos a la mesa en el comedor de la Subprefectura, palacio de madera compuesto de tres habitaciones, el despacho en el centro, el dormitorio a la derecha, entrando, y el comedor a la izquierda. Una estufa atestada de leña, roncaba en un rincón de este último, llevando la atmósfera a una temperatura capitosa, y una lámpara de petróleo difundía vaga penumbra en torno, mientras alumbraba violentamente el mantel blanco. Nada más extraño y desigual que el mueblaje del comedor: sofás procedentes de buques náufragos, anaqueles y armarios desparejos, restos también de siniestros marítimos, como las copas, como los platos, como las fuentes... Esto es de la Guy Manering; esto de la Esmeralda; aquello de la Amy... Parecíame estar en una guarida de piratas costaneros, más que en una subprefectura marítima. Cosas de mi tierra, me dije, y esta explicación me pareció suficiente.

Alrededor de la mesa estábamos sentados el subprefecto capitán Demartini, el doctor Pinchetti, que había dejado su escopeta hasta el día siguiente; el ayudante Nicanor Fernández, a quien conocía de mucho tiempo atrás, y yo. Comimos bien, más por el apetito que por lo selecto de los manjares, suministrados en su mayor parte por uno de los carneros desembarcados del Villarino, y no repuesto de las fatigas del largo viaje y las hambrunas consiguientes.

Terminada la comida, nos dispusimos a ir a bordo, a llevar la correspondencia, pedir algunos elementos culinarios indispensables, y despedirnos de aquella gente a quienes nos ligaban tantos días de vida en común y tantas impresiones recibidas ya al unísono, ya en acorde, durante la navegación o en las excursiones por tierra.

Bajamos al muelle, junto al cual cabeceaba el bote que había de llevarnos, y nos embarcamos inmediatamente.

-¡Abre!... ¡Arma!...

  —347→  

Y separándonos del muelle, nos sumergimos en la obscuridad, tan profunda que apenas se adivinaban las altas costas por la rigidez de la negrura, y por los recortes de su silueta sobre el cielo encapotado en que sólo a trechos se veía alguna estrella. Los marineros bogaban vigorosamente, arqueando los remos para vencer la corriente y los remolinos. El transporte estaba a tres millas, en el fondo mismo de la bahía, que rodeada allí de altos cerros, está más al abrigo de las rabiosas rachas que la barren frente a la Subprefectura. De todo el paisaje, que íbamos a contemplar tantas veces después, no veíamos ni las grandes líneas siquiera. Sólo las luces del Villarino servían para guiarnos. Por otra parte, Fernández iba al timón, y conocía palmo a palmo aquellos parajes. Llegamos una hora después.

No describiré la despedida, que no fue, naturalmente, desgarradora, pero a la que tampoco faltó emoción. Nos habíamos acostumbrado los unos a los otros, y al separarnos cerrábamos, al fin, un párrafo, si no un capítulo, de la vida.

Agradecí como debía -vale decir efusivamente- las atenciones de que me habían hecho objeto Murúa, Méndez, el comisario Martínez durante todo el largo viaje -atenciones nada incómodas como suelen serio, sino de veras útiles por su franqueza y eficacia.

-Véngase con nosotros; todavía está a tiempo.

-¡No! ya no puedo echarme atrás. En cambio de mi persona, llévense mi agradecimiento, y mis deseos de navegar otra vez con tan distinguida dirección... ¡Y buen viaje!

-¡Feliz estadía!

Y apretones de manos, ofrecimientos calurosos, manifestaciones cordiales que se renovarán sin duda en otro encuentro, con todos los recuerdos gratos o desapacibles de aquella prolongada travesía, en que abundaron sobre todo los buenos momentos.

A las dos de la madrugada volvimos a la Subprefectura, llevando con nosotros un verdadero tesoro... pimentón, pimienta, aceite, una bolsa de harina, otra de verduras, algunas conservas y un cuarto de carne de vaca, obsequio del comandante, y obsequio de inestimable valor a la verdad... ¡Bendita escasez que hizo dar tanto mérito a aquellas provisiones tan desdeñadas en la abundancia!

Teníamos poco tiempo para dormir, y nos echamos medio vestidos en las camas dispuestas en el aposento, encargando que se nos despertara al amanecer para ver partir al Villarino.

  —348→  

Levantados estábamos, y junto a la barandilla que da sobre la barranca, ateridos por el viento helado y la humedad y la falta de sueño, cuando vimos aparecer tras del cabito de Hornos, la proa del transporte, encarnación para nosotros de esta idea al mismo tiempo plácida y amarga: Buenos Aires. Lentamente cruzó por frente a la Subprefectura, rasgó la neblina sonora con un silbido agudo, y fue ocultándose poco a poco tras el peñón que conduce al faro, hasta que sólo se vio, flotando un instante, el extremo de la bandera de popa...

Quedábamos encerrados en la isla.

El sueño se nos quitó como por encanto, y nos miramos un segundo con expresión melancólica. ¡Eh!, ¡no es para tanto! A la labor, a la actividad, que el tiempo pasa pronto para el que trabaja, y sin dejar lugar a la tristeza. La instalación primera estaba hecha, pero teníamos que organizarlo todo: Demartini lo referente a la Subprefectura y al presidio, yo a mis notas y apuntes, que era necesario fijar claramente y aun desarrollar, si no quería encontrarme más tarde con que eran griego para mí mismo. Además, y desde el primer momento, se me había confiado la alta y delicada misión de dirigir y vigilar la cocina, y de hacer mucho y bueno con el menor gasto posible, pues aunque hubiéramos llevado víveres suplementarios, podía tardar el otro transporte y tener días de escasez si no de hambre. Eso por lo menos ha sucedido muchas veces, y podía repetirse una más.

Mientras el subprefecto hacía una minuciosa visita de inspección, me puse a escribir, dejando para más tarde la tarea de trabar conocimiento con los presidiarios, algunos de los cuales purgan allí unos cuantos crímenes, mientras que otros pagan bien amargamente por cierto, ya una insubordinación, ya una deserción a veces muy perdonable. Preocupado con mis papeles estaba, cuando una voz risueña y blanda me interrumpió:

-¿Qué se hace para almorzar, señor?

-Y en una cara negra, sobre un cuerpo pequeño y redondo, blanqueaban unos dientes de porcelana, y brillaban unos ojos como azabache. Era Vicente Zuluaga, el cocinero, un soldado que, estando de facción, quizá algo chispo, hizo fuego sobre una persona que no contestó a su tercer '¿quién vive?', dado sin duda con demasiada precipitación, hiriéndola gravemente. Fue condenado a diez años.

-¡Hombre! Primero, caldo; después, carne cocida; después, verdura; después... ¿hay huevos?

  —349→  

-No, señor.

-Bueno. Entonces, entonces... un bife frito con cebolla y papas. El puchero con un poco de carne de vaca y lo demás de capón. El bife, de vaca; pero sin desperdiciar, ¿eh? Yo iré a ver dentro de un rato...

Demartini estaba indudablemente descontento del resultado de la inspección. En efecto, a primera vista se notaba que no había organización ni disciplina en el presidio.

El día antes pudo observar las maneras libres de los condenados, que jugaban entre sí, arrojándose piedras, gritando y riendo, sin respeto para los superiores ni compostura alguna. Aquel era un signo inequívoco de que las cosas no andaban bien, y de que sería necesario encaminarlas con mano de hierro. El día pasó ocupado en diversos trabajos; afortunadamente, el tiempo continuaba soportable, y a no ser por la enorme humedad del suelo turboso, hubiera invitado a pasear por la isla. Pero esa humedad era un verdadero desastre, y ni aun en el recinto de la Subprefectura y el presidio, cuyo pavimento estaba cubierto de pedregullo, se podía andar sin empaparse los pies, de manera que todos tuvimos que apelar a las botas patrias de tacones con herradura y suela con clavos semiesféricos de medio centímetro de alto. Y aun así, el agua penetraba por las costuras a pesar de todos los calafateos, entre los cuales tenía la preeminencia un barniz compuesto de alquitrán y grasa de foca, impermeable según los marineros, inútil o poco menos según la experiencia.

El doctor Pinchetti, dedicado a levantar el inventario de la farmacia, o mejor dicho del botiquín, había dejado descansar su escopeta, que dormía en un rincón.

La isla nos había recibido con mansedumbre. En todo aquel segundo día de permanencia no llovió una sola vez, aunque gruesas y pesadas nubes pasaran lentamente sobre nuestras cabezas, como examinando con curiosidad a los nuevos huéspedes de la región en que ellas, sólo ellas, imperan desde tiempo inmemorial.

El ayudante Fernández me presentó al alférez Lezica, jefe accidental del piquete de infantería de marina que compone la guarnición de San Juan, junto con los marineros de la Subprefectura. Es un joven muy correcto y agradable, avezado a las fatigas y los peligros que hay que vencer hasta en las más cortas excursiones por aquel país extraño y salvaje, y que permanece allí sin que se le releve, desde hace mucho tiempo. Visitamos con él la cuadra de los soldados, de bastante buen   —350→   aspecto, fuertes y llenos de salud. Llamome la atención la juventud de los sargentos, todos ellos distinguidos, y casi unos niños; poco aprenderán allí, si no es a soportar las inclemencias del clima, y no parece ser ese su puesto, sobre todo considerando la clase de presidiarios que tienen que vigilar.

Conocí también al contramaestre Morgan, un yankee alto y delgado, de grandes bigotes rubios, ojos vivos, escrutadores y algo felinos, nariz recta, larga y fina, gran conocedor de la isla y Tierra del Fuego, en las que anda desde hace quince años o más, y quien había de prestarme importantes servicios, constituyéndose en mi colaborador en la parte informativa del trabajo emprendido, suministrándome curiosos y minuciosísimos informes sobre multitud de asuntos de interés. Con él fuimos a ver los marineros a la hora del rancho. Los había de todas las nacionalidades y de todos los aspectos, hasta indios pampeanos, que no son los peores. Entre ellos notábase un vasco muy joven, de veinte años o menos, cuya cara ingenua contrastaba con su desarrollo: parecía un gigante bien proporcionado. Sus compañeros lo llaman Burro y medio por su fuerza colosal, y cada vez que se embarca hay que recomendarle que al bogar cuide del remo, pues suele quebrarlo de una arrancada como si fuese una insignificante varilla.

Faltábame por conocer los presidiarios, entre los que hay famosos criminales; pero dejé la tarea para otro día, y me refugié en un rincón para continuar con mis notas.

Por la noche hubo tertulia en el comedor, hablándose largo y tendido sobre las primeras impresiones, no desagradables, producidas por nuestra nueva mansión.

-¡Pero esto no es tan malo como dicen! -exclamé- Salvo, la humedad y el nublado, no puede decirse que aquí se está peor que en otra parte...

El alférez Lezica se sonrió.

-Ya verá después. -Hoy ha sido, como ayer, un día excepcional.

-¿De veras?

-¡De veras!... Aquí cuando no llueve graniza, cuando no graniza nieva, y cuando ni llueve, ni nieva, ni graniza, las rachas amenazan derrumbarlo todo, y casi no dejan asomar afuera las narices.

-¡Corpo! -exclamó el doctor Pinchetti.

Y como para confirmar las palabras del alférez, una violenta racha sacudió la casilla cual si quisiera arrancarla de cuajo, otra la hizo retemblar como en un terremoto, y enseguida   —351→   se oyó el furioso repique del granizo en los techos de hierro galvanizado, entrecortado a intervalos por los silbidos del viento que se espoleaba a sí mismo.

-Empieza la danza. Así es todos los días, todos los meses, todos los años... cuando no es peor...

-¡Corpo! -repitió el doctor Pinchetti.

-¿Y nieva mucho en San Juan? -pregunté.

-Bastante.

-¿De modo que en invierno estará todo cubierto de nieve?

-No. Sólo dura tres o cuatro días, porque los vientos del norte la deshacen. Los picos, sí, quedan todo el invierno blancos.

-¿Y hace mucho frío?

-¡Bah! mucho menos del que podría creerse. Sin embargo, hace más que en Buenos Aires y no tanto como en Usuhaia. Morgan puede darle las cifras exactas.

-¿Sí?

-Tiene toda una oficina meteorológica, una estación del observatorio de Córdoba, con instrumentos registradores de precisión, barómetros, termómetros, anemómetros, ¡qué sé yo! Hace ya años que practica observaciones diarias.

La conversación siguió por este rumbo largo rato, hasta que -llegada la hora de retirarse- Demartini hizo diversión refiriéndose a temas algo más agradables:

-Supongo que un poco de viento y unas cuantas gotas de lluvia no van a tenernos confinados -dijo.

-¡Quién lo duda! Para estar encerrado me hubiera quedado en el Villarino.

-¡Claro! -afirmó Pinchetti.

-Propongo entonces una pequeña excursión para mañana.

-¿A dónde?

-Al fondo de la bahía. Tengo que cerciorarme del estado de un bote salvavidas que está abandonado allí; si es posible componerlo, lo traeremos. Pero dudo que se pueda arreglar, pues tiene inutilizadas las válvulas, y nos faltan elementos para reponerlas. De todos modos, quiero examinarlo. Es muy triste que una embarcación de tanto costo y que tan grandes servicios puede prestar, esté tirada en una costa, acabando de destruirse. Saldré mañana a las seis.

-Yo también.

-Y yo -añadió el doctor Pinchetti.

-Podremos recoger mejillones para el almuerzo, y quizá veamos algún lobo -sugirió Demartini.

  —352→  

-Mejor que mejor. Llevaremos fusiles, y ¡guay de la foca que se ponga a tiro!

-Bien. Ahora, lo mejor es dormir, para no madrugar en tan malas condiciones como hoy, y estar todo el día cayéndonos de sueño.

Al día siguiente me despertó la diana; Demartini se había levantado ya, y presidía la lista, con un mal humor de todos los diablos, porque muchos señores presos se permitían quedarse en cama con los pretextos más especiosos, o sin pretexto alguno. Demás está decir que menudearon los plantones, y que el flamante subprefecto se juró presidir la lista todas las mañanas, para cortar de raíz aquel abuso que por desgracia no era el único, ni mucho menos.

Pero a pesar de nuestra diligencia no pudimos salir a la hora convenida. Las rachas asoladoras se alternaban con chubascos de lluvia menuda y penetrante, la bahía estaba muy agitada, y hubiera sido tan inútil como peligroso salir en esas condiciones. No se trataba del vientecillo ni de la garúa de que hablamos la noche anterior. Aquello era insoportable de todo punto.

-¡Che tempo, dottore!

-¡E un tempo... rale!

¡Cuántas fiestas -si así pueden llamarse- iba a ahogarnos el tiempo, con sus extravagantes caprichos! Sólo quien haya vivido en la isla puede imaginarlo.




ArribaAbajo- XXXI -

Mal tiempo


El día fue, pues, tan malo, que no nos permitió salir, ni casi asomarnos a la puerta. Los libros que había llevado conmigo me hicieron olvidar muy pronto mi inmovilidad forzosa, al mismo tiempo que me ilustraban algo más respecto de la historia de aquella isla.

Después del no comprobado descubrimiento del Cabo de Hornos en 1526, por don Francisco de Hoces, que arrastrado por un temporal llegó hasta más allá del paralelo 55, y volvió diciendo que a su parecer «allí era acabamiento de Tierra»,   —353→   pasaron largos años sin que se emprendiera expedición alguna tan al sur.

Pero en 1615, dos holandeses, llamado el uno Schouten y el otro Le Maire, se propusieron encontrar un paso al oriente, que no fuese ni el Cabo de Buena Esperanza, ni el Estrecho de Magallanes, y con tal objeto armaron en Horn un buque, al que llamaron la Concordia, y, el 14 de junio se dieron a la vela con rumbo a Magallanes. Scrouten era un marino de fama, pero Le Maire, el más conocido hoy, era sólo un comerciante hábil y emprendedor.

Llegados al Estrecho pusieron proa al sur, con la esperanza de encontrar el paso Esperanza, que afortunadamente no resultó fallida como tantas otras.

El 25 de enero de 1616, descubrieron el Estrecho que separa la Tierra del Fuego de la isla de los Estados, al que dieron el nombre de Le Maire, que tiene hoy, bautizando al conglomerado de peñascos que veían al este, con el título de Staten Land.

Corriéndose luego hacia el sudoeste, descubrieron el famoso cabo, al que pusieron Hoorn, en honor del puerto de que habían zarpado, cuyo nombre, corrompiéndose, ha llegado a convertirse en Hornos; doblado el cabo, y seguros de hallarse ya en el Pacífico, siguieron errantes, sin conocer su situación hasta tocar en las islas Molucas.

La otra expedición holandesa mandada por el almirante Spilberg, alemán de origen, cuyos barcos se hallaban en dichas islas, capturó a la Concordia, porque no pertenecía a las compañías holandesas unidas. No sólo se aprehendió a Le Maire, sino que no quiso creerse en su notable descubrimiento, se le confiscó el navío y se repartió su tripulación entre los de Spilberg, que se hizo a la vela con sus dos buques principales. El desgraciado descubridor, que era conducido preso a Holanda, murió en el trayecto...

Los Nodales cambiaron en 1619 el nombre al estrecho de Le Maire, poniéndole el de San Vicente -que no ha prevalecido-, por haberlo cruzado en el día de aquel santo, y lo mismo hicieron con el Cabo de Hoorn, al que llamaron de San Ildefonso.

Poco interés despertó desde entonces la Isla de los Estados, lo que se explica muy bien por su escasa extensión, lo áspero de sus costas, y la dificultad de proveerse en ella de elementos de vida -y sólo desde 1884 comenzó a estar positivamente poblada.

El comandante Piedrabuena la frecuentó antes y después de entrar a formar parte de la marina argentina, por cuyo hecho   —354→   recibió en recompensa el usufructo para sí y sus descendientes de los productos naturales de la isla.

El teniente Bove y sus colaboradores científicos, visitaron la, isla en 1880, deteniéndose en Puerto Cook y en Pengüin Rockery, y haciendo varias expediciones por los montes del interior.

En 1883 llegó la Romanche, enviada por el Gobierno de Francia, que practicó estudios muy minuciosos desde puerto Parry.

Los tripulantes de la Romanche construyeron en Pengüin Rockery una casa de madera con dos habitaciones, en las que había nueve cuchetas dispuestas como en un buque.

La casa existía aún en 1892, y cuando el naufragio de la Guy Mannering habitaron en ella nueve personas, entre náufragos y marineros de la Subprefectura de San Juan acudidos al salvamento; pero ya en 1895 había desaparecido, probablemente destruida por los loberos que, no pensando en mañana, suelen arrasar cuanto encuentran a su paso, quizá para echarlo de menos más tarde.

No se limitaron los franceses a dejar ese refugio, sino que también lo proveyeron de víveres suficientes para sostener a doce personas durante todo un año.

Ese depósito fue en parte consumido por un desertor de nuestra armada, que ha dejado recuerdos imborrables en la isla.

La historia de aquel hombre es lo bastante curiosa para merecer algunos párrafos.

Tenía poco más de veinte años de edad, era oriundo de la Finlandia rusa, y según parece había sido estudiante de derecho. Demostraba conocimientos que hacían creíble, esto último, aunque su condición en la isla no podía ser más modesta.

Él explicaba su venida a menos diciendo que en su país había pertenecido a una sociedad política secreta y que, perseguido por la policía, se había visto obligado a huir y expatriarse, perdiéndolo todo, hasta su carrera.

Iwan Iwanowsky -así se llamaba- era de una estatura de 1.85 metros, estaba dotado de una musculatura hercúlea y de una energía a toda prueba.

Se incorporó a nuestra escuadra de una manera casual, casi podría decirse sin pensar en tal cosa. Cuando los buques de la expedición Laserre estaban fondeados en Santa Cruz, Iwanowsky llegó a dicho puerto, al que había ido a pie desde Punta Arenas, y pidió pasaje para Buenos Aires. Se le concedió, haciéndolo embarcar en la Paraná.

  —355→  

Todo fue bien hasta que la expedición llegó a la isla de los Estados, donde se le hizo trabajar junto con los marineros. Iwan no entendía una palabra de castellano, y probablemente por eso incurrió en falta, pues por regla general era muy cumplidor. El cabo le infligió un castigo corporal, resistiole el ruso, pero reducido a la fuerza, se le puso en el cepo de campana...

Apenas lo desataron buscó medio de evadirse de San Juan del Salvamento, donde estaba, y así lo hizo aquella misma noche, llevándose dos mantas y media bolsa de galleta, con la que vivió quince días, nadie sabe dónde.

Sin embargo, volvió, estuvo detenido en la Subprefectura, y al tercer día fugó de nuevo, esta vez acompañado por un preso llamado Castellanos, que se presentó poco después diciendo que en una riña había herido a su compañero de evasión.

Dos meses más tarde y en una batida qua se hizo por la Isla, encontrose a Iwanowsky en la falsa caleta de Cook, admirándose todos de que hubiera podido soportar durante tanto tiempo una vida de privaciones que habría aniquilado a cualquier otro. Tomósele preso, y desde entonces comenzó la costumbre de llamar Russian Fin a la caleta en cuestión, nombre bajo el cual se la conoce ahora.

Pero el finlandés no renunció a la libertad, y en 1885, hallándose a bordo del cúter Bahía Blanca, que trabajaba en el salvamento de la barca náufraga Ana Génova, resolvió escapar por tercera vez. Embarcose en una lancha muy pesada, y bogando él sólo, consiguió llegar a la costa, que se hallaba a dos millas, más o menos.

Después no se supo nada de él, hasta que el 6 de octubre del mismo año, el piloto Macías y los contramaestres Morgan y Pérez, hallaron su cadáver en la costa este del puerto Parry. Habría muerto cuatro días antes.

Se le enterró en el sitio en que se le había encontrado, fuera del alcance de la marea, y a unos trescientos metros de la cascada que existe en el interior de dicho puerto. Allí dormir arrullado por rumor del agua que cae y de las olas que se precipitan fragorosas sobre la playa... La isla es tan pequeña que podría recorrerse en pocas horas si no fuera tan áspera, tan quebrada, tan cubierta de bosque, y si la turba no fatigara tanto, haciendo hundir al caminante hasta el tobillo, y complicando, la dificultad que a la respiración opone la presión atmosférica. A pesar de su pequeñez, aun hoy existen en su interior campos no explorados, sobre los que no se tiene dato alguno, pero que sin duda serán iguales a los ya conocidos; están hacia el centro   —356→   de la isla, y como el aspecto de ésta no varía en sus extremos, puede conjeturarse que la variación no existirá tampoco allí.

La turbulencia del estrecho Lemaire ha impedido que la Isla de los Estados se poblara como Tierra del Fuego, la isla Navarino, etc. En ninguna parte se encuentran huellas de indios, ni restos de wigwams, ni depósitos de conchas de moluscos, ni puntas de flecha. Al contrario, la abundancia y el tamaño de los mejillones que se encuentran en diversas costas accesibles, parecen demostrar que esos criaderos no han servido de depósito de comestibles para los indios, cuyas frágiles embarcaciones no hubieran dejado de zozobrar antes de acercarse al peñón, sorbidas por el tire-rip.

He hablado varias veces de este fenómeno tan frecuente en los alrededores de la isla, pero sin definirlo aún. Bove lo describe así:

«No bien había pasado la punta Conway, comenzó a inquietarme una mar gruesa del nordeste. Hice amarrar el segundo estay a la vela, y no fue precaución inútil, porque pocos minutos después el viento empezó a soplar con tal fuerza, que la pequeña embarcación soportaba apenas el poco paño desplegado. Pero como a sotavento no se veía sino una costa desmantelada y erizada de rompientes, menester era forzar vela pira llegará puerto Cook antes de que el bote corriera serio peligro. Pero no tuvimos tiempo.

»Sobre el cabo Baily, precisamente en medio de uno de esos remolinos que son, puede decirse, la bestia negra de los pobres balleneros que se aproximan a la Isla de los Estados, sucediéronse dos o tres ráfagas de viento con violencia tal que en pocos minutos se levantó una mar espantosa.

»No era posible gobernar, ni usar de la vela, ni remar; la pobre embarcación se alzaba, se bajaba, se retorcía sacudida por las ondas que la azotaban de proa, de popa, de flanco. Si hubiera tenido tiempo hubiese comparado la lancha con un pedazo de tabla arrojado en un caldero de agua en ebullición.

»Pero jamás halló tan exacto el proverbio de que hay también un Dios para los locos...

»Cuando ya creíamos entrar en el centro del remolino, nos encontramos fuera, un suspiro se escapó de nuestro pecho y todos volvimos los ojos al peligro de que habíamos escapado.

»A nuestra espalda el mar no era más que una serie de cimas rectas y blanquizcas que se perseguían, avanzaban unas sobre otras, reapareciendo más veloces y terribles cada vez, semejando millares y millares de rompientes, e imitando el fragor del trueno que retumba en los valles...»

  —357→  

Pasamos encerrados todo aquel horrible día, sobre todo en lo que a mí respecta, pues Demartini salió a despecho de la lluvia y el viento furioso, a dar algunas órdenes y ver si todo andaba bien.

-¿Y, doctor, vamos al faro? El día merece aprovecharse en un paseo.

En efecto, redoblaban los techos de hierro, estremecíanse las tablas crujiendo como de dolor, y en techo y cristales repicaba la lluvia para no cesar sino cuando el granizo entraba en juego. ¡Huhuhuhup! ¡Huhuuuhup! y volaban hojas y ramas, y en la bahía, frente a nosotros, levantábanse polvaredas de agua. Las rachas se entretenían a veces en impedir la salida del humo, que llenaba entonces las habitaciones, obligándonos a abrir la puerta, por donde se colaban silbando para transirnos a su gusto.

-¡Corpo! -exclamaba el doctor Pinchetti, golpeando las gruesas suelas de sus botas claveteadas.

Con aquel tiempo no asomaban el hocico ni los ratones, esos simpáticos animalitos que crecen a sus anchas en la isla hasta alcanzar dimensiones descomunales, y que la infestan desde uno al otro extremo. Son tan abundantes y dañinos, que han hecho imposible la cría de conejos. cuyos hijuelos matan hasta cuando tienen más de tres meses, como hacen con los pollos en los gallineros, donde no dejan un huevo al menor descuido.

-¿Ha pasado revista a sus enfermos, doctor? -pregunté.

-Sí, desde el primer momento.

-¿Y qué tal el estado sanitario?

-Bueno, bueno; creía que fuese peor. -Muchos de los enfermos lo están sólo de haraganería, pues los presidios son como los colegios. Pero el reumatismo abunda.

-¿Tiene muchos tuberculosos?

-Algunos, sí; algunos que han tenido ya la enfermedad. Otros la habrán adquirido aquí, pero son pocos. La generalidad soporta bien estas inclemencias... Ya habrá notado usted los marineros, fuertes, robustos, aclimatados... ¡Y qué apetito! Aquí se come más que en Buenos Aires.

-No lo dudo; pero si tenemos que seguir aquí encerrados, yo hasta que llegue el transporte, usted hasta que lo permuten con otro, creo que por nuestra parte lo perderemos pronto. Con tal que antes que el apetito no se concluyan los comestibles, como suele acontecer por estos barrios...

-Mire usted el arco iris...

Y el doctor me señalaba uno, espléndido, que frente a nosotros,   —358→   y destacándose sobre los árboles y las rocas de la otra orilla, trazaba un semicírculo perfecto, teñido de colores tan brillantes, que turbaban la vista. Sus dos extremos se apoyaban en la espuma blanca de la rompiente, cual si brotaran de ella como espléndido fuego de artificio. Pero su esplendor duró pocos instantes. Gradualmente fue palideciendo y empañándose, hasta fundirse del todo en las nieblas opacas que velaban la costa vecina.

-El arco iris anuncia buen tiempo, dicen... Aquí nos avisa que hay mucha agua en la atmósfera, y que el sol se ha dignado guiñarnos un ojo... La posición es insostenible; ¡vengan los días lindos, o renuncio!...

-Renunciar ¿a qué? ¿a quedarnos aquí? -¿Y cómo nos ¡riamos a otra parte?...

Estábamos bloqueados, encajonados, presos. A la izquierda, las alturas de Punta Laserre, a la derecha y a la espalda otros cerros, enfrente la bahía, y más montaña. El vallecito, como un pañuelo, parecía el patio de un castillo feudal, rodeado de almenas y de fosos.

Allí pasé muchos y muy largos días, que hubieran sido interminables a no acortarlos un tanto el trabajo emprendido con ardor y con cariño, las primeras de estas páginas, trazadas al arrullo de la lluvia, junto a la chimenea, frente a la ventana que da sobre el mar, ora tranquilo, surcado por las aves acuáticas, ora agitado suavemente por la brisa y la marea, ora turbulento, rumoroso, espumante, ora irritado, bravío, escupiendo y vociferando sobre las rocas que pretendía desmenuzar...

Había -¡oh poder del aislamiento!- reglamentado mis horas: de mañana el desayuno, un poco de trabajo, y la cocina con Zuluaga, mientras Demartini se ocupaba de sus marineros y presidiarios y el doctor de sus enfermos. Después el almuerzo, en que nunca faltó ni la fariña, ni la mazamorra, ni el buen humor. Acabado el almuerzo, ya una visita al faro cuyo camino se reconstruía con grande empeño, ya una caminata por el muelle, les cent pas -único sitio del exterior en que la humedad no era temible-, ya alguna excursión en bote, algún ejercicio de tiro, un poco de caza o de pesca... Luego a escribir hasta la hora de comer, o a interrogar a aquella buena gente, o a husmear por todos lados en busca de curiosidades... Las veladas pasaban en amenas conversaciones, relatos de aventuras reales desarrolladas en aquellos parajes, comentarios de los sucesos del día.

¡Qué mundo de cosas ocurría en el presidio! ¡Con qué calor   —359→   se discutía el condimento más apropiado para la avutarda, el sistema mejor de conservar los mejillones, la cantidad de aceite que podía dar una foca, o el betún más eficaz para calafatear las botas!...

Algunas veces iba a visitarme el contramaestre Morgan, a quien hacía sufrir un verdadero interrogatorio, deteniéndome en minuciosidades, queriendo saberlo y explicármelo todo, y sin interrumpirme hasta que a hora avanzada se retiraba, para que la diana no lo sorprendiera todavía con sueño.

A veces, también, de la Serna se presentaba a comer con nosotros llevando su escote, en forma de legumbres y verduras de su huertita. Y siempre tenía alguna noticia.

-Hoy ha pasado un buque de cinco palos, bandera inglesa, a diez millas del faro.

O bien:

-Esta mañana una manada de lobos de un pelo -andaba pescando en el cachiyuyo, alrededor de Punta Laserre.

Y a menudo le envidiábamos su suerte: Él siquiera tenía un vasto horizonte por donde pasear la mirada, mientras que la nuestra se estrellaba a todos lados contra las paredes de granito.

-¿Sabe algo del Bélgica? -le pregunté un día.

-Sí. El 7 de enero entró en este puerto, a hacer agua, y el 11, salió con rumbo nordeste, para doblar enseguida el cabo San Juan.




ArribaAbajo- XXXII -

El presidio de San Juan


La Isla de los Estados parece hecha expresamente para presidio y para fortaleza.

Está aislada, solitaria en medio de las olas tumultuosas, sin que buque alguno de los que pasan a su vista, vaya a recalar por capricho a sus puertos, donde no podría refrescar sus vituallas.

Es al mismo tiempo centinela avanzado de la navegación del Cabo de Hornos, y ofrecería seguro asilo a los barcos que en ella se refugiasen... si tuviera cañones que completaran su defensa natural.

  —360→  

Nadie puede escapar de ella sin contar con sus guardianes primero, con un buque de cierta estabilidad que fuese en su busca, después.

Huir del presidio para vagar por la isla ¡imposible! a menos de comer ratas y mejillones, o de tener medios de cazar las aves de los lagos o de las costas, y ser de una constitución a prueba de bomba para soportar a la intemperie las inclemencias del clima.

Así, pues, no es extraño que San Juan del Salvamento sea presidio militar; lo que sí extraña es que no se le haya dado mayor amplitud, llevando también presos civiles, y ensayando una colonia penal, que -debidamente organizada- tendría que dar excelentes resultados. Los colonos podrían gozar de cierta libertad, sin otro encierro que las murallas de piedra de la isla, y el inmenso océano que la ciñe. Un solo barco de vapor bastaría para vigilar eficazmente sus costas, siempre que los presidiarios formaran un solo núcleo, y que no les fuera posible ocultarse sin que se notara su falta.

Hoy por hoy, los pobladores forzosos de la Isla de los Estados no llegan a cincuenta, y son todos soldados o clases de los cuerpos de línea, excepción hecha de un capitán de guardias nacionales. Entre ellos hay diez y ocho homicidas.

Aunque la tarea no sea agradable ni mucho menos, me permitiré pasarlos en revista, considerando que no todo lo útil ha de ser ameno, y que vale la pena conocer el presidio y sus habitantes.

Trinidad Cuello, fue condenado a diez años de presidio por insubordinación. Cuenta que al ser maltratado por un subteniente se resistió, dando lugar a que se le castigase con pena tan severa.

Pedro Carrasco, soldado del 2.º de caballería, hallándose en estado de embriaguez, fue provocado por un dragoneante, a quien hirió causándole la muerte: diez años de presidio.

Anfiloquio Pérez, cabo del 2.º de caballería, habiendo sorprendido in fraganti delito de adulterio a su mujer y un sargento, mató a éste: diez años.

Pedro Royal, cabo del 30 de infantería, mató a un cabo, hallándose ebrio: tiempo indeterminado.

Marcelino Monteiro, marinero, condenado a diez años de presidio, es lo que puede llamarse una bestia humana. Dominado por un vicio contra natura, mató a un compañero que dormía por considerarlo rival en la amistad inconfesable con otro hombre.

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A esta especie de degenerados pertenece también Eduardo, Aparicio, condenado a diez años por un asesinato alevoso, y que antes habla ocasionado ya otra muerte. Tiene fama en el presidio por su corrupción realmente abyecta.

Juan C. Castex, condenado a presidio indeterminado, por homicidio, y que gozaba de grandes preeminencias hasta la llegada del nuevo subprefecto de San Juan.

Isidro Ramírez, soldado del 3.º de infantería, hombre sano y robusto, muy blanco y hasta casi simpático si no fuera por su mirada aviesa y torva, es sin duda el criminal más perverso de todos aquellos presidiarios, entre los que los hay de alma atravesada, como vulgarmente se dice. Había hecho una muerte y estaba en la cárcel, cuando, como se usaba entonces con grave desprestigio del ejército, fue sacado de ella para engancharlo. No tardó en desertar de las filas, pero fue perseguido, se le dio alcance, y al capturarlo mató a uno de sus compañeros de cuerpo. Llevado ante el consejo de guerra, éste, en vista de la reincidencia con circunstancias agravantes según la ley militar, lo condenó a presidio por tiempo indeterminado. Confinado en la isla, la noche del 3 de julio de 1897 tuvo un altercado con el despensero cabo Carrozza por una ración de caña que éste no quería darle; aprovechando la obscuridad, y hallándose indefenso el cabo, lo mató infiriéndole once puñaladas...

Anacleto Hojas, 10 años; Ángel Pastrana, tiempo indeterminado; Nicolás Tejeda, quince años; Félix Lavallena, José Gatica, Anselmo Ortiz, Enrique Pasarello, Pedro Sierra y José Sinsano, a presidio indeterminado y Dionisio Torres a nueve años, todos ellos por homicidio.

Estos penados, sobre cuyas conciencias pesa la sangre derramada, no son los únicos que sufren su condena en el presidio de la isla. Otros, por causas más leves, y en resumen perdonables por la sociedad, pues sus delitos lo son únicamente respecto de la institución militar, comparten con aquéllos su desgraciada suerte, y viven en común, aunque sean mucho más dignos de interés y de lástima. Pobres soldados, que han querido protestar, no seguir siendo máquinas, sin acordarse de que ya era peor para ellos volverse atrás.

Juan de Dios Gómez y Juan Yáñez, del 12.º de infantería, han sido condenados a diez años, por abandono del servicio, escalamiento y deserción. Cuentan, y no estoy muy lejos de creer que dicen la verdad, que entraron como voluntarios a formar parte del batallón; pero que cuando, cansados del servicio, pidieron la baja, no se les dio, porque figuraban en los libros del cuerpo como enganchados, aunque no hubieran recibido el importe de su enganche. Como se les anunció que tendrían que servir dos años más, desertaron, fueron aprehendidos, y... ahí están en San Juan del Salvamento.

Pedro Peralta, Salustiano Sosa, Jacinto Moyano, Juan B. Peralta, Francisco Murúa, Melitón Pizarro, Moisés Medina, José González, Agustín Alvear y Enrique Cáceres, sufren diversas condenas por insubordinación.

El motín del 3.º de caballería, es el hecho que ha dado mayor contingente al presidio: allí está el cabo Justino Sánchez, por tiempo indeterminado; el trompa Carmelo Rodríguez y los soldados Jacinto Castro, Miguel Burgoa y Martín Rodríguez, por doce años, y los de igual clase Gustavo Gavelli, Lorenzo Gil, Pantaleón Zárate, Emilio Borjas, Saturnino López y llamón Menzequies, por diez años...

Estos presos han tenido, en general, buena conducta, y ésta mejora a medida que la disciplina se implanta con más rigidez. Antes anduvo muy relajada, flojos los resortes, a su albedrío los presidiarios. Ahora, y especialmente desde que Demartini se ha hecho cargo de la Subprefectura, reina el orden, y los nenes esos entran en vereda, se dedican al trabajo, y dan poco que hacer.

Pero aunque el presidio estuviera bastante desorganizado, menester es confesar que los presos no han cometido tantas barrabasadas como pudieran. En ocho años, en efecto, sólo se registra un asesinato, el perpetrado por Ramírez, y dos heridas en pelea, en noche de orgía, muy frecuentes en otro tiempo, pues cada vez que llegaba un transporte, los presos se procuraban alcohol... Han pagado hasta quince nacionales por una botella de bebida espirituosa que no vale un peso en Buenos Aires... La vigilancia, no muy estricta, se burlaba fácilmente, y no era raro ver cuatro o cinco ebrios poco después de haber entrado un buque al puerto.

Con todo esto, se ve que son de buena pasta cuando los anales de San Juan no están llenos de escenas dramáticas, sublevaciones, fugas, asesinatos, y otras lindezas del mismo jaez. Gente ya ensangrentada, y con la excitación del alcohol...

-Dígame, Morgan -preguntó un día-, ¿y cómo hacían estos diablos para procurarse bebidas sin que los sorprendieran?

El contramaestre se sonrió, y me dijo:

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-Hay mil modos, fuera del más sencillo, que es hacerlas introducir por los mismos guardianes...

-¿Pero los otros? ¿cuáles son los otros?

-Muy simples, y comunes a los marineros y los presos de todas las naciones: una línea de pescar que en vez de peces lleva a la costa una botella atada al extremo desde el barco, una caja de tabaco llena de caña, un vejiga convertida en bota, y oculta luego entre la camisa y la carne...

Una vez, cierto buquecito vino de Punta Arenas con artículos generales, entre los que había cocos; éstos eran de dos clases, y se vendían unos a cincuenta centavos la pieza, otros a cuatro pesos. Estos últimos, especiales, estaban llenos de guachacay, de tal modo que por la noche abundaron los borrachos, sin que nadie se explicara en el primer momento de dónde procedía el alcohol...

Entre los presos hay seis que tienen mujeres, más o menos legítimas, como si se tratara de implantar allí una especie de colonia penal. Ensayo insuficiente, y desde luego fracasado, pues será difícil arraigar una población en San Juan, cuyos recursos no pueden ser más escasos, y cuyo clima no puede ser más inclemente.

Los trabajos a que se dedican los presidiarios tienen que ser necesariamente poco variados, por la estrechez de su campo de acción: corte de leña en el bosque, construcción de caminos, conservación de los existentes, algo de carpintería, un poco de pesca, descarga de los víveres y vestuarios a la llegada del transporte... En sus horas de ocio algunos se dedican a fabricar objetos de madera, pacientes «trabajos de presos», que venden a los raros visitantes de los transportes; pero dudo de que, con una buena organización, tuvieran otros momentos de ocio que los dedicados a la comida y al sueño.

Esa organización ha dejado mucho que desear hasta ahora, pero el capitán Demartini, lleno de buenas intenciones, ha puesto desde su llegada todo su empeño para ajustar los resortes flojos o relajados e introducir de lleno la disciplina militar en el presidio militar, que de otro modo no se comprendería.

En breve tiempo ha hecho reconstruir completamente el camino al faro, que se hallaba en un estado lamentable, sin reparación desde que lo hizo la gente de la expedición Laserre, y ha dado principio al camino a Cook, obra de muy difícil realización por los turbales que suben casi hasta la cresta de las altas lomas que se levantan entre San Juan y el fértil istmo a   —364→   cuyos lados están los puertos de Cook y de Vancouver. Un rompeolas de necesidad urgente, pues el mar socava y carcome la barranca en que está instalada la Subprefectura, iba a ser comenzado cuando salí de la isla.

El trabajo trae necesariamente consigo el orden y las buenas costumbres en las colectividades de esa especie, muy inclinadas a toda clase de extravíos y de vicios, por poco que encuentren la ocasión de dar rienda suelta a los instintos individuales. Se cuentan del presidio cosas que no son para repetidas, y que indudablemente no volverán a suceder, sino como excepción, desde que se implante un régimen severo de labor y no se descuide la vigilancia, nunca excesiva en tales casos.

Sin embargo, el presidio seguirá costando dinero al Gobierno mientras no se le provea de herramientas y útiles que hagan más aprovechable el trabajo de los presos, que hoy se sirven de instrumentos primitivos o insuficientes. Se pensó en darle un aserradero a vapor, que nunca ha llegado a la isla. Con él podrían haberse mejorado y aumentado las habitaciones, labrando la excelente madera que abunda en los bosques cercanos a la Subprefectura; con él, los presidiarios no tendrían que quedarse de brazos cruzados en los días tan frecuentes de mal tiempo, en que es imposible trabajar a la intemperie; con él podrían haberse hecho embarcaciones que faltan para el servicio de las costas, y tablas y tablones que hay que llevar hoy de Buenos Aires al país de la madera...

Pero puede dotarse a la isla, sin gran gasto, de un elemento tan útil; no faltan motores que no se aprovechan en los talleres del Gobierno, y las sierras circulares y sin fin no cuestan lo que se economizaría teniéndolas en actividad en San Juan.

Esto mismo contribuiría a hacer más llevadera la vida de aquellos infelices que, lejos del mundo, aislados de todo contacto externo, la pasan en medio de una tempestad continua, envueltos en nubes, bajo la lluvia, bajo el granizo, bajo la nieve, transidos por ráfagas glaciales, sin ver sino rara vez un fugitivo rayo de sol.

No son ellos sentimentales, rudos soldados hechos a la fatiga y a las privaciones del campamento; pero rodeados de montañas, sometidos a un reglamento que suprime las iniciativas, sumergidos en una atmósfera gris que limita aún el escaso horizonte, llevan en el rostro un sello de melancolía que no se observa en la mayor parte de los penados de la penitenciaría. -En aquel pantano circunscripto, apenas más grande   —365→   que una cárcel, los árboles verdes dan aún menos idea de libertad que las paredes blanqueadas de una celda...

Y entre los desgraciados que arrastran esa triste existencia, hay algunos condenados por deserción a diez años de presidio, y que los cumplirán quizás aunque el nuevo código haya reducido la pena a la mitad. Los tribunales militares ¿no tendrán en cuenta que este beneficio de la ley debe alcanzarles a ellos también? Esperemos que sí.

Ellos, entretanto, viéndose en la misma situación de los que han armado su mano de puñal y la han manchado con sangre del prójimo, alevosamente vertida, harán amarga y práctica filosofía sobre la equidad humana, esa abstracción irónica que siglo tras siglo viene como un Proteo cambiando de forma y de significado, sin llegar nunca a ser una verdad...

Pero su suerte sería menos amarga si no sufriesen otras torturas que se añaden a éstas: la invencible envidia, el celo violento, casi hasta llegar al odio, hacia los que tienen mujer, aunque sean más criminales que ellos, y gozan a sus ojos de la vida de familia, en ranchos aislados, en torno de la cuadra común... Siquiera pudiesen equiparar fortunas... Pero ¿dónde encontrar la Eva de aquel paraíso al revés?...

¡Pobre gente! Mientras los criminales natos hacen por conservar su especie, ellos que todavía podrían ser miembros útiles de la sociedad, como que sólo son culpables respecto de una ley convencional, cuyos mandatos olvidaron un día, se consumen estérilmente en aquellas soledades dantescas, que poca inspiración llevarán a su espíritu inculto.

Todo se ha de hacer a medias y por vía de ensayo en nuestro país: es de reglamento. Eso explica que la incipiente colonia, penal tenga seis mujeres y cincuenta penados a cargo de un piquete de infantería de marina y un destacamento de marineros de la Subprefectura, que también envidiarán a ratos la suerte de los presidiarios, como que suele olvidarse su existencia y quedarse en Buenos Aires los relevos...